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La boda con aquel italiano iba a ser su plan de huida… Cuando Enzo se detuvo para ayudar a un coche averiado, se llevó una sorpresa monumental. Skye era la conductora, y huía aterrada con sus dos hermanos pequeños. Su sentido del honor lo empujó a ofrecerle refugio y un trabajo, pero quizás, solo quizás, la atracción incipiente que sentían uno por el otro, podría ayudarle a solucionar el problema que tenía él: su necesidad de novia. Skye necesitaba desesperadamente un nuevo comienzo… y Enzo le hacía hervir la sangre y estremecer. ¿Podría casarse con un hombre al que acababa de conocer? ¡Unirse a aquel millonario en el altar sería el salto de fe definitivo!
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Seitenzahl: 181
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Lynne Graham
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Matrimonio por honor, n.º 3056 - enero 2024
Título original: The Maid Married to the Billionaire
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411805841
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
UN enorme y carísimo todoterreno esperaba a Lorenzo Durante a su llegada en avión privado al aeropuerto de Norwich.
Hacía mucho que no conducía. De hecho, las limusinas eran más su estilo, pero no debía quejarse. Ya no era un crío, y él solito se había metido en la situación en la que se encontraba. Evidentemente no era plato de su gusto tener que renunciar a su estilo de vida, pero esa renuncia formaba parte del castigo, a pesar de que su abuelo, Eduardo Martelli, había insistido en que el desafío al que se estaba enfrentando no era un castigo, sino un periplo necesario para madurar, palabra que su abuelo le repetía hasta la saciedad y que a él le ponía de los nervios. Tenía veintisiete años y, aparte de sus estudios universitarios y sus estancias en internados, jamás había trabajado. ¿Por qué iba a hacerlo, si había heredado millones al morir su padre, siendo él un bebé?
Sus abuelos maternos no eran ni remotamente tan ricos como los paternos, pero habían peleado por conseguir su custodia y, seguramente por ser más jóvenes y sanos que los segundos, la habían conseguido. Ante el juez se habían comprometido a que su nieto llevase una vida sencilla, pero se lo habían puesto bastante difícil: Enzo recordaba bien la legión de conocidos de los Durante que invadían constantemente su infancia cargados de regalos carísimos y bienintencionadas invitaciones, todo ello con el fin de tentarle con la vida de privilegios y permisividad que había llevado su fallecido padre.
Rondaba los veintitrés, una vez terminada su educación en el mundo de los negocios, cuando la seducción comenzó a surtir efecto. Recién salido de la facultad y tras un tropiezo amoroso, se encontró vulnerable a la tentación de llevar una vida de playboy. Así fue cómo empezó su existencia decadente, que tanto afectó a sus abuelos que en todo se habían comportado con él como si fueran sus padres.
Pasaron unos años, y ocurrió lo inevitable: en los titulares de los periódicos aparecía constantemente el nombre de su nieto, pero Eduardo y Sophie se esforzaban por ignorarlo, hasta que cometió el error fatal de asistir a un evento completamente borracho, con una acompañante igualmente ebria. Aún sentía un sudor frío en la espalda al recordar aquella noche. Al día siguiente intentó disculparse, pero Eduardo Martelli se negó a escucharle, mientras que su esposa solo podía llorar y avergonzarse por él, dado que además su marido parecía decidido a desheredar al nieto que ella adoraba.
Aquel fue el momento en el que Enzo se dio cuenta de que daba igual la cantidad de dinero que tuviera, o los amigos y oportunidades que le aguardasen. Lo que de verdad tenía significado para él era su familia, y la angustia de su maravillosa abuela lo avergonzaba. El precio de la reconciliación fue trasladarse a Inglaterra, hacerse cargo de una pequeña empresa que había adquirido su abuelo poco tiempo atrás y llevar una vida más útil y normal. Normal no para él, desde luego.
Llegó a la puerta de la casa en la que tenía que vivir. Estaba en el más allá, a unos cinco kilómetros del núcleo urbano más cercano y era más grande de lo que esperaba. Estaba acostumbrado a las casas grandes, pero un pequeño apartamento con servicio le habría ido mejor que una vieja casa de campo con torre. Ojalá estuviera mejor por dentro de lo que parecía estar desde fuera. Unos minutos después, hubo de enfrentarse al horror de unos muebles y una decoración anticuados, y a una cocina vacía, estando como estaba muerto de hambre. ¿Cómo narices iba a arreglárselas solo, si no sabía cocinar?
Una hora después, la pizza que había pedido estaba en el cubo de la basura. Qué birria. Mejor tomar el coche e irse en busca de un restaurante… ¡Ni uno había en aquel pueblo! Solo un supermercado de los de veinticuatro horas en el que, en el último instante, decidió no parar. Tampoco pasaba nada por acostarse sin cenar una noche. Ya que estaba allí, podía pasarse a ver la empresa que iba a llevar al siglo XXI.
El bloque de oficinas que había al lado de la fábrica era bastante grande. A ver qué cara le ponían cuando se presentara al día siguiente diciendo que era el nuevo CEO, teniendo en cuenta que se trataba de un negocio familiar que tendría que someterse a restructuraciones y cambios que pudieran hacerlo viable.
De vuelta a casa, rebasó un coche aparcado en la cuneta de la carretera. Había una mujer joven junto al capó. Una mujer sola en la oscuridad, con el coche averiado. Qué fastidio. No quería pararse. Nadie podría acusarle de ser un buen samaritano, pero lo habían educado demasiado bien para pasar por alto el peligro que podía correr una mujer en esa situación así que, maldiciendo entre dientes, dio la vuelta y bajó la ventanilla.
Una hora antes
Skye se quedó tirada en el suelo, sin moverse de donde el empujón de Ritchie la había lanzado, tan aterrada que no podía siquiera respirar. Había intentado estrangularla después de propinarle un puñetazo en la cara y otro en el estómago, y luego la había emprendido a patadas con ella mientras la miraba como si se hubiera vuelto loco.
Sentía como si el mundo se hubiese parado de repente para lanzarla desde mucha altura, y aún no hubiera dejado de caer. Ritchie nunca la había maltratado. Gritar, sí, pero recurrir a la violencia, nunca. De hecho, seguía dando alaridos, rompiendo cosas, dando portazos, dirigiéndole todo tipo de insultos mientras ella permanecía inmóvil, los ojos cerrados, temiendo que se fijara de nuevo en ella, que volviera a hacerle daño. O lo que era peor aún: que su falta de respuesta lo exaltara más y se volviera contra los niños. Brodie, el pobrecito, había presenciado el ataque y había corrido a ella como si quisiera protegerla con sus escasos dos años, pero Skye había logrado interponerse entre él y Ritchie y meter al pequeño en su habitación. Precisamente había sido su frenética intervención lo que había desatado aún más la ira de Ritchie. Tenía que salir de allí con los niños cuanto antes, pero sabía que él no permitiría de buen grado que lo abandonara, así que se quedó en el suelo, quieta como un ratón, el corazón desbocado, haciéndose la muerta.
–¡Tú, imbécil! Me voy a por algo de beber –le escupió.
Y la puerta de la casa se cerró de un portazo.
Se levantó todo lo rápido que pudo, que no fue mucho porque el dolor de las costillas era insoportable. Consiguió llegar a la habitación de los niños. Brodie, su hermanito pequeño, estaba llorando y aterrado en la cama, y fue primero a por él.
–Nos vamos –le dijo, acariciándole los rizos rubios–, pero tienes que estar muy calladito.
Shona, la más pequeña, dormía en su cuna y la envolvió en una manta para llevarla en brazos. Estaba descalza, pero no veía sus zapatos, y Brodie estaba aferrado a sus piernas. No era de extrañar, después de lo que había visto. Y solo podía culparse a sí misma. Ella había sido quien había decidido irse a vivir con Ritchie, exponiendo a sus hermanos al contacto con ese monstruo y el peligro que encarnaba. Pero ahora lo sabía, y se iba a largar. No había tiempo de hacer maletas, ya que tenía que salir de allí antes de que volviera. Ya volvería a por sus cosas cuando él estuviera trabajando.
Las manos no le obedecían y le costó un triunfo poner a los niños en sus sillitas y abrocharles el cinturón, pero cuando lo consiguió, se dejó caer en el asiento del conductor rezando al dios de los coches viejos para que su Mavis arrancase. Cuando el motor cobró vida, se puso en marcha, doblada sobre el volante y preguntándose a dónde ir. ¿Un hogar para los sin techo? ¿Un refugio para mujeres? Algún sitio habría en el que los acogieran. Si no, tendrían que pasar la noche en el coche. Escapar de Ritchie iba a ser solo el primer paso de un camino sembrado de piedras.
Enzo asomó el cuerpo por la ventanilla del coche.
–¿Necesitas ayuda?
–¿Sabes algo de coches? –le preguntó, esperanzada.
Enzo bajó del suyo conteniendo un suspiro. Cuando era un adolescente se pasaba la vida enredando con motores, pero por desgracia bastó echarle un primer vistazo a aquel capó oxidado para imaginar que no haría menos de una década del último mantenimiento que se le había hecho a aquella tartana.
–Podrían ser muchas cosas. ¿Has llamado a alguien? ¿Tienes asistencia en carretera?
–Me temo que no, y no he llamado a nadie. En realidad, no tengo a quién llamar –confesó, alejándose un paso de él. Es que era muy alto y fuerte, con una elegancia que le resultaba un tanto intimidante.
Enzo la miró por primera vez. Era rubia, con una melena rizada estilo león y había algo raro en su cara. Si se acercara a las luces de su coche, podría verla mejor.
–Tiene que haber alguien. ¿Amigos? ¿Familiares?
–A estas horas de la noche, no hay nadie –se reafirmó, cambiando el peso de un pie al otro.
Enzo bajó la mirada y se quedó descolocado.
–¿Por qué no llevas zapatos? ¡Hace un frío tremendo!
–Es que he salido de casa con muchas prisas –le dijo, e intentó reír, pero el dolor no se lo permitió.
–Estás herida – observó, consternado–. ¿Has tenido un accidente? ¿Llamo a la policía?
–¡No, por favor! A la policía, no.
–Entonces, ¿cómo te puedo ayudar?
–Siguiendo tu camino. Has hecho lo que debías parándote, pero es que no me puedes ayudar, a menos que sepas arreglarme el coche.
–¡No puedo dejarte aquí sola!
Era muy menuda. No debía medir más de metro cincuenta, ni pesar más de cuarenta y cinco kilos en mojado. Además, debía ser muy joven.
–¿No puedo llevarte a algún sitio?
Cuando se acercó, vio que tenía la cara hinchada, un ojo parcialmente cerrado y un macabro collar azul oscuro le recorría el cuello.
–¡Madonna mía, te han atacado! ¡Estás herida! ¿Por eso te has ido a toda prisa de tu casa?
–Sí. Estamos huyendo, pero no hemos conseguido llegar muy lejos –confesó.
–Voy a llamar a una grúa.
Sacó el móvil y, mientras marcaba, se preguntó vagamente por qué habría usado el plural, si estaba sola.
–No sé si puedo permitírmelo.
–Yo te la pago –contestó–, pero ahora déjame llevarte al hospital más cercano. Necesitas atención médica.
–¿Tan mala pinta tengo? –preguntó, angustiada.
–Parece que alguien hubiera intentado estrangularte, y que te hubieran dado un puñetazo en la cara. Tiene que verte un médico, pero creo que la mejor opción sería llamar antes a la policía.
–No puedo acudir a la policía.
Enzo colgó la llamada, irritado.
–No pueden recoger tu coche hasta mañana. Te llevo yo al pueblo.
–No te conozco. No puedo subirme a tu coche.
–Me llamo Lorenzo Durante. Mis amigos me llaman Enzo. ¿Y tú eres…?
–Skye Davison –le dijo sin demasiada convicción.
–Si te dejo aquí, tendré que llamar a la policía para decirles dónde estás y cómo.
–¿Y por qué ibas a hacer eso?
–Porque, si algo te ocurriera, cualquiera de los conductores que han pasado ya podría hacerme responsable de tu estado.
–¡Por Dios! –exclamó Skye, angustiada.
–Tengo una solución. Una empleada mía es paramédico titulado. Si quieres, Paola puede echarte un vistazo primero en mi casa, pero antes vamos a buscarte unos zaparos.
–¿Paola es una mujer?
Enzo asintió, y vio que parte de su tensión se evaporaba al saber que era una mujer.
–Lo primero, los zapatos –insistió.
Skye capituló.
–Tendré que pasar las sillas a tu coche. Y espero que no te molesten los perros.
Enzo frunció el ceño.
–¿Las sillas? ¿Tienes perro?
Skye había abierto la puerta y había introducido el cuerpo dentro del habitáculo mal iluminado del coche, y Enzo, mirando por encima de su hombro, vio un bebé tapado con una manta hasta debajo de la barbilla y, un poco más allá, a un crío de pocos años adormilado. Algo pequeño y enérgico saltó del asiento del acompañante para enredarse en sus pies.
–Se llama Sparky –le dijo ella mientras soltaba el cinturón del bebé, lo dejaba a los pies del asiento y soltaba la sillita.
Las luces de otro coche cortaron la noche, así que Enzo se agachó a recoger al pequeño dachshund para subirlo a su coche antes de que pudieran atropellarlo. Al ver que Skype se esforzaba por levantar la sillita, se la quitó de las manos para pasarla al asiento trasero de su vehículo. Estaba claro que tenía demasiados dolores para agacharse y hacer lo que había que hacer, así que recogió él al bebé y lo colocó en su sitio para ponerle el cinturón.
–Gracias –le dijo ella no sin cierta sorpresa, ya que Ritchie nunca la había ayudado con los niños.
El niño comenzó a llorar en cuanto vio a Enzo.
–No es culpa tuya –lo disculpó Skye–. Es que, después de lo que ha visto esta noche, los hombres lo asustan un poco.
–¿Es que te han pegado delante de él? –preguntó mientras ella sacaba al pequeño y él soltaba la sillita.
–Eso me temo. Me siento tan culpable… –se lamentó.
–No tienes de qué sentirte culpable. No es culpa tuya que te hayan atacado.
Enzo abrochó el cinturón del niño y cerró la puerta de aquella mercancía tan inesperada. Dos niños y un perro. ¿Qué otra cosa podía hacer?
–Siento mucho todo esto –se disculpó Skye mientras se acomodaba con mucho esfuerzo en el asiento del acompañante–. No creo que te esperases estas complicaciones.
–Así no pienso en mis propios problemas –contestó–. Llamo a Paola mientras tú entras en el súper a comprarte unos zapatos.
Su serenidad estaba obrando maravillas con sus nervios.
–¿Te quedas tú con los niños?
–No voy a abandonarlos, y tampoco vamos a andar moviéndolos otra vez a estas horas de la noche.
Unos minutos más tarde, llegaban al aparcamiento.
–¿Quieres que entre yo a por los zapatos?
Skye negó con la cabeza, y también ese gesto le dolió. No había un solo centímetro de su cuerpo que no le doliera.
–No. Estaré bien.
Menos mal que había podido sacar el bolso con los niños. Entró en la tienda sin que el encargado de seguridad la mirara y escogió unas deportivas de lona, pañales, leche infantil, un biberón, y algunas cosas más que necesitaban sus hermanos, agradecida de tener suficiente dinero después de que Hacienda le devolviera el importe de su declaración.
Cuando volvió al coche, Enzo estaba hablando por teléfono en otro idioma. Había llamado a Paola al hotel en el que se hospedaba su equipo de seguridad y le había pedido que se reuniera con él en la casa, y la mujer protestó vehementemente porque se le hubiera ocurrido salir sin sus guardaespaldas. A cambio, él le contó lo de Skye y los niños.
–Paola se reunirá con nosotros en mi casa –le dijo al terminar de hablar–. Si me das unos minutos, voy a entrar a comprar café y algunas cosas básicas, porque no hay comida en la casa.
–¿Y eso? –preguntó cuando él se había bajado ya y le iluminaban las luces de la tienda.
Era la primera vez que lo veía con claridad. Se trataba de un hombre excepcionalmente guapo, con unos rasgos muy definidos, un mentón fuerte y unos ojos muy oscuros. Tenía el pelo negro y muy espeso, y lo llevaba bastante corto. Todo él emanaba clase y estilo, desde el corte de pelo hasta el traje que llevaba.
–Es que he llegado esta tarde, y no he tenido tiempo de ir a la compra.
–Yo puedo pasar sin café.
–Pero yo no.
Se alejó el desconocido que estaba siendo tan amable con ella cuando el hombre al que creía amar y que la amaba había estado a punto de matarla. Había una lección que aprender, y era que tenía que expulsar a Ritchie de su vida. No albergaba ninguna duda a ese respecto, después de lo que le había hecho.
Enzo volvió con un par de bolsas y volvieron a ponerse en marcha.
–Mi casa no está lejos. Paola te dirá si piensa que debes ir al hospital.
–¿Cómo voy a ir al hospital con los niños?
–Has debido tenerlos muy joven… –comentó él.
–No son mis hijos. Son mis hermanos. Mi madre y mi padrastro fallecieron en un descarrilamiento de tren hace más o menos un año. Shona solo tenía un mes.
Fue extraño que sintiera alivio al descubrir que no eran sus hijos.
–Siento tu pérdida.
–Gracias, pero en cierto modo, los niños evitaron que mi hermana menor, Alana, y yo, nos viniéramos abajo. Teníamos que seguir adelante por su bien.
–¿Ha sido tu marido quien te ha hecho esto?
–No. Un novio. Afortunadamente no estamos casados, y no tenemos ninguna propiedad que sea de los dos.
Enzo se desvió de la carretera principal y tomó un camino bordeado de setos altos de laurel, y a Skye se le quedó la boca abierta al ver la enorme casa victoriana con su espectacular torre adosada a uno de los muros.
–¿Aquí vives?
–Desde esta tarde –confirmó Enzo sin demasiado entusiasmo–. Paola ya ha llegado. Supongo que tendremos que meter a los niños y al perro.
–Sí. Mejor no quieras saber lo que es capaz de hacer Brodie si lo dejas solo en un coche.
Su responsable de seguridad lo esperaba en el porche delantero, y abrió los ojos de par en par al ver a Enzo con Brodie en los brazos, que se revolvía enfadado como si fuera una serpiente dentro de un saco.
–Entremos –dijo, abriendo la puerta para dar paso al recibidor–. Examinaré a Skye en el salón –anunció. En la mano llevaba un neceser de primeros auxilios–. ¿Podrás cuidar de los niños?
Brodie empezó a llorar y siguió intentando liberarse.
–Me las arreglaré –contestó, decidido.
Dejó al niño en el suelo y Skye le pasó a la pequeña.
–Intenta no despertarla –le aconsejó.
Enzo entró en la cocina y se sentó dando un suspiro. Rescatar mujeres era agotador y frustrante, y él carecía de las habilidades necesarias para cuidar niños, pero habría ayudado a Skye de todos modos, aunque hubiera sabido que llevaba niños y un perro con ella.
–¿Quién eres? –preguntó Brodie, plantándose delante de Enzo.
Se estiraba como si quisiera parecer mayor.
–Tengo hambre –anunció–. Y tengo caca.
Menos mal que había visto la puerta de lo que debía ser el cuarto de baño de la planta baja.
–Necesito ayuda –dijo el niño al llegar.
Sujetando a la bebé con un solo brazo, ayudó al niño con la ropa y abrió el grifo para que pudiera lavarse las manos. Dios, qué difícil podía resultar una tarea tan sencilla.
–El jefe no sabe absolutamente nada de niños –comentó Paola mientras atendía a Skye en el elegante salón–. Le va a venir bien.
–Ha sido muy amable con nosotros, pero cuando vio a los niños y al perro, creo que pensó en echar a correr. ¿Está soltero?
–Muy soltero. No es de los que se comprometen –le confesó–. Creo que tus costillas están magulladas pero no rotas, así que tendrás que cuidarte hasta que sanen. En cuanto a la garganta, intenta no hablar demasiado. Es un problema más serio, y creo que deberías dejar que el jefe te lleve al hospital.
–El hospital más cercano está a kilómetros de aquí, y los niños ya han pasado suficiente por una noche.
–Tienes que ir a la policía y denunciar la agresión.
Skye bajó la mirada.
–No puedo.
–¿Por qué? ¿Y si vuelve a hacerlo, y no sobrevives?
Skye palideció.
–Es que es policía. ¿Cómo voy a denunciarle? Igual no me creen, y seguro que conseguiría que sus amigos me localizasen. Creo que llevo un localizador en el teléfono.
–¿Es policía? –preguntó, consternada–. Da igual. Tienes que denunciarlo. Dame tu teléfono, que voy a ver si tienes instalado ese localizador.
Skye salió al vestíbulo y vio a Enzo con Brodie a sus pies y con Shona apoyada en el hombro, dormida. Paola tardó poco en volver con su teléfono.
–Creo que deberíamos irnos ya –le dijo Skye.
–Sería una locura, a estas horas de la noche y habiendo aquí por lo menos seis dormitorios vacíos. Elige el que quieras.
–Eres muy generoso, pero…
–No, lo que soy es práctico –la cortó, mirándola. Sin los moretones y las inflamaciones que deformaban su rostro, sería una mujer muy guapa–. Los niños y tú estáis a salvo en esta casa. Tengo seguridad las veinticuatro horas del día, siete días a la semana. Incluso podrías encerrarte en tu habitación. Nadie te va a molestar, y podrás marcharte cuando quieras.
Con las mejillas sonrojadas, miró su reloj y le quitó a Shona de los brazos con un suspiro de rendición. Enzo se agachó para recoger a Brodie, que estaba medio dormido.
–Os acompaño arriba. Yo mañana saldré temprano para ir a trabajar, así que, si quieres que te lleve a la ciudad, dímelo.
Uno de los dormitorios tenía cama y cuna, y fue el que eligió. Dejó a la niña en la cuna y la tapó con su manta.