Memorias de mi vida - Edward Gibbon - E-Book

Memorias de mi vida E-Book

Edward Gibbon

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Beschreibung

Edward Gibbon (1737-1794) revolucionó la historiografía de su tiempo con su célebre "Historia de la decadencia y caída del Imperio romano". Tanto su obra, de estilo impecable y sólida metodología, como sus decisiones vitales despertaron importantes polémicas entre sus contemporáneos, a pesar de lo cual hoy se lo reconoce como una figura capital entre los historiadores y los literatos de la lengua inglesa. Editadas y traducidas íntegramente ahora al castellano por primera vez, estas "Memorias" constituyen un documento de primer orden para situar al autor en su tiempo y determinar su importancia en la historia del pensamiento anglosajón.

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Seitenzahl: 745

Veröffentlichungsjahr: 2022

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EDWARD GIBBON

Memorias de mi vida

Edición de Antonio Lastra

Traducción de Antonio Lastra

INTRODUCCIÓN

In certain respects, Gibbon is a mirror of his age. But, on a wider perspective, I might suggest, first of all, that he is one of the successors to the humanist historians of the Latin Renaissance, with all their preoccupation with style and the models of Antiquity. But further, might we not regard him as the last of the classical historians themselves? He looks back to Tacitus, and already in the Essai sur l’Étude de la Litterature, published in 1761, he firmly says that Tacitus is the only philosophical historian; «je ne connais que Tacite qui ait rempli mon idee de cet historien philosophique». I proceed to wonder whether we might not now be moving towards a new periodization in history, not the familiar Ancient, Medieval, and Modern, but perhaps regarding all history before the late eighteenth century as Ancient History. Given the rapidity of change in the two hundred years from 1776, can one not see Gibbon in the company of senators of the Antonine period, does he not belong with Tacitus and Pliny? On the other hand, to us, in this year —people used to use the term year of grace— this year 1976, the epoch of Gibbon is a long way away (Ronald Syme)1.

Silueta de Edward Gibbon por la señora Brown; en Miscellaneous Works (1976).

«WHAT rubbish!», exclamaba el historiador Hugh Trevor-Roper, en medio de las conmemoraciones del bicentenario de la publicación de The History of the Decline and Fall of the Roman Empire (La historia de la declinación y caída del Imperio romano) de Edward Gibbon en 1976, al comentar la respuesta tradicional de los lectores ingleses que se habían fijado solo en el estilo —ya fuera para alabarlo o para deplorarlo— o en la infidelidad —religiosa o textual— del autor y no habían previsto que el verdadero propósito de Gibbon era el de «crear una clase completamente nueva de historia, fundar de nuevo el estudio histórico, darle una nueva dimensión filosófica». Con esa perspectiva era dudoso, en efecto, que los lectores a quienes Trevor-Roper mencionaba hubieran estado en condiciones de darse cuenta de semejante novedad absoluta: Horace Walpole, por ejemplo, árbitro del gusto en la época, escritor y arquitecto gótico, que no logró nunca reconocer en el historiador al atildado caballero de los clubs de Londres; o Richard Porson, profesor de Griego en la Universidad de Cambridge a quien Gibbon tenía en gran estima como crítico («el látigo del inmisericorde Porson»), que llegaría a sugerir como ejercicio escolar la traducción de sus páginas al inglés (y no se refería desde luego a lo que Gibbon había escrito en francés); o el poeta y teólogo Samuel Taylor Coleridge, que consideraba que todo era «teatral» en la Declinación y caída y que Gibbon «carecía de filosofía»; e incluso, ya en el siglo XX, Lytton Strachey, littérateur e historiador ocasional él mismo, que parecía envidiar la «felicidad» de Gibbon. «Rubbish» era, en cualquier caso, un término suficientemente coloquial —y Trevor-Roper conocía a la perfección el plain style de la literatura inglesa al usarlo—, que adquiere, sin embargo, un significado mucho más preciso al consultar la entrada correspondiente del Diccionario de la lengua inglesa del doctor Johnson, contemporáneo de Gibbon y miembro eminente de The Club por antonomasia en el que ambos coincidirían en numerosas ocasiones, a quien cuesta atribuir, a pesar de la animadversión mutua que sentían, «le più banali esemplificazioni metodologiche e le chiaccherate più insulse» (las ejemplificaciones metodológicas más triviales y la cháchara más insulsa) de quienes habían escrito sobre Gibbon en Inglaterra (aunque en otros lugares —en Escocia, sobre todo, como Trevor-Roper se apresuraba a señalar, o en la Italia del «Signor» Giuseppe Giarrizzo, a quien pertenece la última frase entrecomillada— las cosas hubieran sido de otra manera). El doctor Johnson había registrado que la primera acepción de «rubbish» remite a las ruinas de una construcción o a los fragmentos de los materiales usados en la construcción («Ruins of building; fragments of matter used in building»), y el minucioso lexicógrafo aducía la autoridad de Shakespeare para ilustrarla:

What trash is Rome,

What rubbish, and what offal, when it serves

For the base matter to illuminate

So vile a thing as Caesar!

¡Qué basura es Roma, qué escombro y qué deshecho —le dice Casio a Casca— cuando sirve de baja materia para iluminar algo tan vil como César! Aplicada a los lectores de Gibbon, como hacía Trevor-Roper, de quien no podemos suponer que desconociera la fuente, la frase y su contexto no adquieren tanta resonancia para nosotros como aplicados al objeto mismo de la escritura de Gibbon —a su historia filosófica de la declinación y caída del Imperio romano—, y nada nos impide imaginar, por obliterada que estuviera en su época la memoria de Shakespeare a causa de la influencia de Voltaire, a un joven viajero inglés en su Grand Tour por el continente pronunciando esos versos en la famosa tarde del 15 de octubre de 1764, cuando se sentó a meditar entre las «ruinas» del Capitolio y concibió por primera vez una obra que iluminaría, a lo largo de más de veinte años y «a cualquier luz» («in every light», en una fórmula característica de Gibbon), algo tan vil como los césares —de la Roma eterna a la nueva Roma, de Augusto a Constantino Paleólogo— o, en la última de las declinaciones de la caída del Imperio, «el triunfo de la barbarie y la religión». En las distintas versiones que nos han quedado de la evocación del «día [y] la hora más interesantes de mi vida literaria» —tanto en la Declinación y caída como en las Memorias—, Gibbon manejaría deliberada y magistralmente toda la «materia» que tenía a su disposición conforme la vista, limitada primero a la ciudad de Roma, a la que volvería en los últimos capítulos de su historia, fuera dando paso paulatinamente a la vasta perspectiva del Imperio en un solo plano de decay, decline, fall o ruin... Casi medio siglo después de la celebración de Trevor-Roper, en un entorno académico en el que aún no se ha reconstruido textualmente en su integridad la obra de Gibbon —no se ha publicado hasta la fecha una edición crítica de los manuscritos de las Memorias—, leerlo sigue siendo, y exigiendo de sus lectores, lo que el gusto de nuestra época llamaría una deconstrucción, y es posible que nos veamos obligados, como él mismo escribió del emperador Juliano, a «conjurarlo para declinar la caída de la ruina inminente»2.

Podríamos detenernos brevemente, sin embargo, en el pasaje sobre Juliano —quien, como emperador, había escrito sobre los césares en los términos convencionales de la sátira—, para obtener una idea del supuesto sinsentido (en otra acepción de «rubbish») o de los escombros en la deconstrucción de Gibbon:

Los bárbaros huyeron y Juliano, que se destacaba en todo peligro, animaba el propósito con su voz y gestos. Sus temblorosos guardianes, dispersos y oprimidos por la muchedumbre desordenada de amigos y enemigos, recordaron a su intrépido soberano que iba sin armadura y lo conjuraron para declinar la caída de la ruina inminente.

Traducirlo al español no es más difícil que descubrir la falsilla latina (y, por debajo, la griega); la teatralidad de la escena en el campo de batalla de Persia es innegable y, aunque el capitán de los granaderos de la milicia que fue Gibbon no le fuera inútil al historiador del Imperio romano, es evidente que Homero y Alexander Pope la habían diseñado literariamente antes que él; pero, en comparación con el «sofista imperial», no parece que el historiador carezca, por su parte, de la filosofía necesaria para insinuar, en las notas a pie de página que marcan el pasaje (y, en general, los capítulos dedicados a Juliano), la sospecha de que las últimas palabras del Apóstata en el campo de batalla, que Gibbon traduce o parafrasea, fueran, en realidad, un panegírico encubierto, y, en conjunto, la novedad de la historia de Gibbon respecto a la de Amiano Marcelino es tan absoluta como relativa si desescombramos la pauta inalterable de Tácito y la confrontamos con la coetánea Vie de l’empereur Julien del abad de La Bléterie en una secuencia historiográfica que comprende todos los momentos relevantes desde la Antigüedad hasta la Ilustración. En los términos de Gibbon, siempre resulta sencillo distinguir, en la Declinación y caída, los hechos de las metáforas3.

A diferencia de Juliano, aunque no en el sentido en el que Casio podía decirle a Casca que iba armado, Gibbon vestía desde el principio una armadura que lo haría invulnerable a los ataques de sus críticos, como descubrirían muy pronto los destinatarios de su Vindication (Vindicación de algunos pasajes de los capítulos XV y XVI de la Historia de la declinación y caída del Imperio romano), publicada en 1779 menos para defenderse de las acusaciones de impiedad que para corroborar la exactitud o la fidelidad de sus fuentes4. «Una victoria sobre tales antagonistas —escribirá en las Memorias— fue una humillación suficiente»; una humillación que, sin embargo, no anularía la felicidad que Gibbon había encontrado desde niño en el amor a los libros y el espíritu de investigación y que trasladaría a su escritura histórica: que Gibbon había leído muchos libros, y los había leído muy bien (o que había leído muchas veces algunos de ellos, como matizaría en las Memorias), no fue nunca un motivo de ostentación por su parte, aunque el érudit podía salir triunfal como campeón en la liza contra los teólogos. En cualquier caso, el escepticismo de Gibbon, aunque invencible, tenía sus límites y su estilo solo era la «imagen del carácter», pero el carácter mismo y las creencias más profundas del historiador no han dejado de interesar a sus lectores, en parte porque las transformaciones de la controversia arriana no han logrado zanjar una cuestión pendiente desde el siglo IV —el monoteísmo como problema político, la teología política o la genealogía de la división de poderes y la separación de la Iglesia y el Imperio, de los poderes espiritual y terrenal, de la historia civil y la historia eclesiástica o, como podría decir el amigo de Adam Smith, del Estado y el mercado—, y no parece sensato pensar que puedan disociarse de la obra de su vida5.

En su reciente monografía sobre Gibbon, Charlotte Roberts ha sugerido la «intrigante» posibilidad de que el historiador pensara en su Declinación y caída como en una larga carta dirigida a sus amigos, distinguiendo así entre una conversación íntima con lectores inteligentes y dignos de confianza y una comunicación dirigida al «mundo» o el público, en la que el autor habría tenido que descontar de la lectura tanto los prejuicios y la tergiversación como los fenómenos concomitantes del mecenazgo, la censura y la persecución, incluso en una época ilustrada como la suya o en su recepción en una época, como la nuestra, que, si no menos ilustrada, parece haber perdido el gusto por las grandes narraciones. En una de las afirmaciones más ilustradas de su obra —probablemente en el único de los esbozos autobiográficos que pensó en publicar en vida—, Gibbon diría que no se jactaba «de la amistad ni el favor de los príncipes [pues] el patrocinio de la literatura inglesa ha pasado desde hace mucho tiempo a nuestros libreros y la medida de su liberalidad es la prueba menos ambigua de nuestro éxito común»6. Distinguir entre una escritura exotérica y una escritura esotérica a propósito de Gibbon no es, en cualquier caso, del todo descabellado, como Jacob Bernays pudo insinuar también al recordar la inmediata recepción de la Declinación y caída en los círculos lessinguianos, y no se ha estudiado a fondo —ni siquiera en la inmensa contextualización de la obra de Gibbon llevada a cabo por J. G. A. Pocock— que la publicación del primer volumen, el 17 de febrero de 1776, precedió en unos meses a la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y al inicio de lo que podríamos llamar una escritura constitucional, cuya premisa —que no se formularía explícitamente hasta la Primera Enmienda de 1789— vincula la libertad religiosa con la libertad de expresión7. El silencio de Gibbon durante sus años como miembro del Parlamento inglés —entre 1774 y 1783, su «escuela de prudencia civil», no exenta, sin embargo, de concesiones al gabinete—, que comprenden prácticamente toda la Guerra de Independencia hasta el Tratado de París, en paralelo a la proverbial reticencia de Gibbon en los clubs de Londres, nos advierten de los distintos niveles de la vida política o pública donde podían impartirse las enseñanzas de Gibbon hasta la publicación completa de la Declinación y caída en 1788, que desde luego es tentador leer en paralelo a los debates sobre la Constitución americana. La insistencia de Gibbon en la «república», la «constitución» o los «estados generales» de «Europa»8 conforme se acercaba al final de su historia, antes de la descripción, tan desapasionada como conmovedora, de las «ruinas» de la ciudad de Roma —tras declinar la caída del Imperio romano en occidente y oriente—, y el hecho de que en los tres últimos volúmenes se llamara a sí mismo más veces «filósofo» («a mere philosopher»)9 que «historiador», podrían hacernos pensar en que ni el estilo o el género literario ni, como veremos, la impiedad o infidelidad de un historiador tan civil como eclesiástico fueran los rasgos más sinceros de un carácter capaz de construir lo que podríamos llamar, parafraseando a un contemporáneo suyo, un «libro-mundo»10. Frente al paradigma completo de la Declinación y caída, paradigmas como los de «Antigüedad tardía» e incluso «Ilustración radical» no parecen capaces de una literatura comparada11.

Que ese mundo, y ese libro, fueran nuevos e independientes o antiguos y dependientes de una sola historia —la historia de la declinación y caída del Imperio romano— que metodológicamente llegaba hasta donde el historiador mismo podía alcanzar con la mirada es una de las cruces de los estudios sobre Gibbon: desde el mismo berceau de Lausana donde paseó tan satisfecho como melancólico tras escribir la última línea de la Declinación y caída, en la noche del 27 de junio de 1787 evocada en las Memorias, Gibbon pudo contemplar, dos años después, la llegada de los revolucionarios franceses a la orilla opuesta del lago Leman. Dilucidar si la revolución en Francia era una nueva revolución de los tiempos o simplemente otro episodio de la revolución que «las naciones de la tierra recordarán siempre y aún sienten», como había definido la declinación y caída del Imperio romano en el primer párrafo de la Historia, exige de cualquier época ilustrada algo más que una mera «tintura de filosofía y crítica»12. «Hay pocos observadores —escribió Gibbon en el momento de la división constitutiva del Imperio romano en oriental y occidental— que tengan un perspectiva clara y comprensiva de las revoluciones de la sociedad y sean capaces de descubrir los sutiles y secretos resortes de la acción que impelen, en la misma dirección uniforme, las pasiones ciegas y caprichosas de una multitud de individuos» (DFXXVII 2.69). Hasta qué punto las divisiones del Imperio podían dividir también al historiador o las revoluciones desviarlo de la dirección uniforme de su historia es, precisamente, lo que estaba en juego al pasar de la conclusión de la Declinación y caída a la redacción de las Memorias.

Pero solo hay un Gibbon, como observaría el helenista y utilitarista George Grote una generación después13. La observación de Grote es mucho más que una ocurrencia sin importancia: si solo había un Gibbon disponible incluso para leer la historia de la «República» romana —como el historiador de Grecia le respondía a una curiosa lectora—, probablemente solo haya un Gibbon para la historia de su vida y tal vez las limitaciones de la historia contextual sean tan evidentes a la hora de entender al historiador como a la hora de entender su propia historia. La historia contextual trata, en efecto, de entender a los antiguos mejor de lo que los antiguos se entendieron a sí mismos, pero es más seguro tratar de entender a los antiguos (y a los «anticuarios» como Gibbon) tal y como ellos trataron de entenderse a sí mismos (y como los anticuarios los entendieron), que elevarnos a una altura arrogante sobre el plano de la historia14. Cabe incluso preguntarse cuál podría ser el contexto adecuado para alguien que podía ser perfectamente —lo que Pocock, siguiendo a Franco Venturi, concede como algo no del todo implausible— «un exiliado de la Ilustración y una figura solitaria en su propio país» (BR 1.6, 306) y cuya «filosofía» obliga al comentador a recordar a los falasifa o filósofos en el Islam (BR 1.41; cfr. infra el Apéndice 8 a la Memoria F): una filosofía semejante, en cualquier caso, no necesita «una historia de la autoría, la publicación y la lectura en la Gran Bretaña del siglo XVIII para explicar exactamente por qué un rentista ocioso como Gibbon habría debido contraer un compromiso con el público que se viera obligado a cumplir» (BR 2.273). Los falasifa estaban, en cualquier caso, más cerca de los filósofos que los philosophes (y que de los philosophes) y Gibbon sabía perfectamente que sofista o filósofo podían ser casi sinónimos tanto en los siglos IV y v como en el XVIII(DFXIX 1.704 n. 51). Que Gibbon fuera —si realmente lo era— más maquiavélico, por tanto, que tacitista no podía deberse solo a que la virtud de los antiguos no resistiera la comparación con la virtù de los modernos, sino a que el mundo de lectores moderno, por mucho que comprendiera sociológicamente a autores y editores, ya no era capaz de captar las «circunstancias e ideas que [Tácito], en su extrema concisión, había juzgado más apropiado suprimir» (cfr. DFXVI 1.530 con BR 2.376). Sofista y filósofo podían ser casi sinónimos en los siglos IV y v o en el siglo XVIII, pero no para Platón ni los falasifa, y solo los malentendidos con Platón pueden explicar que Gibbon se viera obligado a convertirse en historiador eclesiástico —y, a los ojos del cardenal Newman, en el mejor de todos— además de ser historiador del Imperio y tuviera que recorrer el camino que llevaba «de la escuela de Platón a la declinación y caída del Imperio» (DFXXI 1.771). El pasaje del joven Gibbon que Pocock menciona —escrito aún en francés y sin una conciencia clara de cuál era el público al que se dirigía ni del todo respecto a la autoría— es crucial para entender muchas de las cosas que Gibbon tendrá que decir después del cristianismo: «Veo entre Platón y los sofistas que, en el siglo v, se atrevieron a usurpar el nombre de discípulos la misma diferencia que entre el gran Arnauld y los convulsionarios de St. Medart»15.

Las afinidades entre una auténtica lectura platónica y el jansenismo erudito del Grand Siècle pasan, en cualquier caso, por lo que constituye una de las vertientes más controvertidas de la interpretación de Gibbon: su preferencia por una libertad medieval e incluso eclesiástica. «En el fondo —escribe Pocock—, Gibbon era un güelfo» (BR 4.334; BR 2.384; cfr. DFXLIX); «Gibbon —añade— fue convirtiéndose gradualmente en un atanasiano» (BR 5.304). Que Gibbon no pudiera ser un papista en la superficie, donde el calificativo es siempre sinónimo de superstición y sofistería, ni convertirse de golpe en un trinitario explicaría, según Pocock, que «su estilo fuera el producto de un poderoso monólogo interior» (BR 2.387); un monólogo que, sin embargo, debía exteriorizarse y textualizarse: los documentos de la literatura secundaria —admite el gran historiador contextual— no proporcionan la clave para leer la Declinación y caída ni, por supuesto, las Memorias, que «hay que leer con cautela, pero hay que leer» (BR 2.398, 401). Solo en la superficie, por tanto, o en las diversas etapas de su conversión parece que Gibbon se haya mostrado reacio a «cuestionar las creencias centrales» (BR 5.xii). Que haya «una historiografía que presuponga una sociedad lo suficientemente abierta como para hablar con dos voces» (BR 3.23) no significa que esa sociedad exista en realidad y, en cualquier caso, es difícil pensar en una sociedad suficientemente abierta como sociedad (a diferencia de la relativa permeabilidad de los estamentos o las clases, como Gibbon analizaría prolijamente a propósito de los orígenes de su familia). Hablar con dos voces es, de hecho, el recurso de quienes son conscientes de vivir en una sociedad cerrada: las páginas perdidas de Tácito no se corresponden con el arcano del Imperio (cfr. BR 3.25 con DFIII 1.97 y XV 1.448 n. 3, 1.450 n. 13). El último párrafo del tercer capítulo de la Declinación y caída es todo un paradigma al respecto. Por ello, que el «problema de la teología [sea] un tema central» (BR 5.24; cfr. la referencia a Sócrates en 5.72) indicaba que Gibbon no habría podido limitarse, aunque es más que dudoso que fuera eso lo que hubiera querido, a cuestionar superficialmente las creencias centrales; de hecho, todas las sociedades (civiles o eclesiásticas, antiguas y modernas) han tratado de cerrarse para impedir un cuestionamiento a fondo de sus dioses. En este sentido, que el siglo XVIII volviera a librar las batallas del siglo IV, como arguye Pocock, no significa tampoco que ganara esas batallas, que siguen librándose en el siglo XXI: la Declinación y caída no es menos la historia del Imperio romano que la historia de la idea misma de imperio, y es muy difícil no ver en «los defectos de la historia bizantina [y] su conexión con las revoluciones del mundo» el temor de una sociedad cerrada (i. e. una sociedad soberana) a convertirse en una sociedad pasiva. El largo capítulo XLVIII de la Declinación y caída —el único capítulo sin notas de toda la historia— es un ejercicio performativo de coherencia narrativa al alcance de muy pocos escritores y del que muy pocas sociedades podrían librarse, si es que alguna lo ha hecho: fuera lo que fuera lo que Gibbon tuviera en mente al pensar en «un mundo más europeo que romano» (BR 5.384, 6.448), ese mundo habría tenido que superar esa prueba, y desde luego la Revolución francesa, pese a la variación trinitaria de libertad, igualdad y fraternidad, no era en lo que Gibbon pensaba. En una nota a pie de página del capítulo LVI, Gibbon confesaría que el retrato de Atanasio que había esbozado en el capítulo XXI era «uno de los pasajes de mi historia de los que estoy menos insatisfecho» (DFLVI 3.504; cfr. XX 1.797). La historia de la declinación y caída podía ser simplemente una historia de sustitución (BR 6.437). Pocock acababa su contextualización citando al propio Gibbon convertido en un «extranjero imparcial» (BR 6.464; cfr. DFXXXVIII 2.472).

En el verano de 1788, tras la publicación de los tres últimos volúmenes de la Declinación y caída, Gibbon regresó a Lausana, la patria de su educación y el retiro de su propio declive, donde se había instalado definitivamente cinco años antes tras perder su escaño en la Cámara de los Comunes y su asignación oficial y ver considerablemente mermados sus ingresos. Con el éxito de su historia, el historiador le había devuelto al caballero su prestigio social, pero, en la conclusión final de la Declinación y caída, Gibbon confesaría no solo sus propias imperfecciones como historiador, cualesquiera que fueran, sino también —a pesar de la importancia y la variedad de su asunto— la «deficiencia de sus materiales». El significado más profundo de las «ruinas del Capitolio» tendría que ver entonces con la posibilidad o imposibilidad de reconstruir un sentido de pertenencia y de comunidad, de continuidad sustancial en el tiempo, de identidad y adhesión. «Estoy solo en el paraíso», escribirá Gibbon en las Memorias. Que la historia misma de la declinación y caída del Imperio romano, además del libro que lleva el título de su materia, acabara, por tanto, en la ciudad de Roma era una señal de nostalgia por un mundo intelectual y políticamente más acogedor —una república en lugar de un imperio—, más favorable, en cualquier caso, a la libertad de la mente. Roma, sin embargo, seguía siendo una ciudad dividida y solo ilusoriamente podía devolver una imagen de libertad. La nostalgia, por tanto, era insuperable y dejaba muy atrás la primera mención de Gibbon a sí mismo en su historia, cuando se divertía leyendo en Londres a un historiador de la antigüedad que esperaba que el éxito de las armas romanas permitiera conocer mejor «la isla» (DF i 1.33 n. 7). Entre ambas referencias —el lema de Tito Livio era extremadamente preciso como punto de partida16— media una multitud de representaciones del historiador. Al voluptuoso racional que busca las gratificaciones de los sentidos mediante la sociabilidad, el gusto y la imaginación le siguen el anticuario que trata de mezclarse con el filósofo y el pensador que conecta el orden del mundo con el hado del hombre; al senador abandonado como un monumento inútil de la antigüedad en la colina del Capitolio, el historiador que cumple el melancólico deber que se le ha impuesto de descubrir la inevitable mezcla de error y corrupción que la religión ha contraído en su larga residencia en la tierra; al hombre de educación liberal y entendimiento, el carácter en el que se armonizan el amor al placer y el amor a la acción; al escritor que determina su escritura por su creencia, el viajero que contempla las ruinas de Roma y concibe una idea imperfecta de los sentimientos que debía inspirar su esplendor; al crítico del historiador que descuida sus fuentes, el espectador filosófico que podría haber contemplado a Tácito en el Senado y a Constantino en el Concilio de Nicea; al historiador que descorre el velo del santuario, el moderado que descubre alguna buena cualidad en aquellos a quienes el espíritu de partido describe como tiranos y monstruos; al amigo de Adam Smith, el hombre capaz de estimar la conflagración de una cabaña por encima de la ruina de un palacio; al crítico de Erasmo por amar en exceso la antigüedad, el razonador independiente que lee un comentario arminiano a la Carta a los Romanos; a quien le presta su voz a Atila, quien se la da a Casiodoro; al lector de Homero, el que se pregunta en qué lengua lo leyeron los vándalos; al erudito que descubre el absurdo del derecho romano sobre los padres y los hijos, el que prefiere el sentido literal de la antigüedad a los refinamientos especiosos de los críticos modernos y siente cómo la experiencia de la historia aumenta el horizonte de nuestra perspectiva intelectual; siempre el filósofo que sonríe... En la nota más personal de la Declinación y caída leemos ya al memorialista de una obra hecha que ha igualado el pensamiento con la vida:

Si puedo hablar de mí mismo (la única persona de la que puedo hablar con certeza), mis horas felices han superado de lejos, con mucho, la escasa cantidad del califa de España y no tengo escrúpulos al añadir que muchas de ellas se deben a la grata labor de la presente composición17.

Pero a la vuelta a Lausana tras publicar la Declinación y caída, y antes de comenzar a redactar el primer esbozo autobiográfico, Gibbon se metió —como anotaría escrupulosamente en el que destinaba a su publicación en vida— «en el laberinto filosófico de los escritos de Platón, en los que tal vez la parte dramática sea más interesante que la argumentativa»18. La frase no solo muestra a un profundo lector de Platón justo cuando la hermenéutica contemporánea empezaba su trabajo de contextualización19, sino que constituye una clave de lectura de las Memorias. A lo largo de su historia, Gibbon había ido señalando la confusión de la sofística y el neoplatonismo con la teología cristiana, de manera que le quedara a la filosofía un sentido disponible para quien había empezado su obra disputándole a los philosophes de París la preeminencia en la vida espiritual. La «parte dramática» de los diálogos platónicos tiene que ver con la tensión entre la filosofía como filosofía y la ciudad como ciudad. En las Memorias, Gibbon irá trazando una irónica (y, en última instancia, espuria) genealogía personal que no tendrá continuación; ni la familia ni su temprana educación lograrán hacer de él un miembro de la sociedad inglesa: la Universidad de Oxford no solo no lograría enseñarle nada sino que se olvidó de requerir del joven caballero el juramento de adhesión a la Iglesia de Inglaterra. En cualquier aspecto imaginable, Gibbon fue un non-juror y —usando una fórmula de las Memorias— un «filósofo autodidacto». Su conversión a la Iglesia católica, como se ha señalado repetidamente, fue libresca, pero la lectura de Conyers Middleton y de Bossuet, de Chillingworth y Bayle no pudo sino aumentar la separación del Establismenth. El «exilio» en Lausana tuvo como primera consecuencia que Gibbon dejara «de ser inglés»; que volviera a serlo alguna vez es una cuestión disputada que ha dado origen a lo que se conoce como la «época oscura» de su vida, y merece la pena considerar hasta qué punto Gibbon pudo ser un «alumno» de Blackstone cualquiera que sea la luz a la que leamos sus observaciones sobre los juristas imperiales20. El capitán de la milicia pudo serle tan útil al historiador del Imperio romano como el hoplita ateniense al filósofo Sócrates; el miembro silencioso del Parlamento no pudo reconocerse nunca como partisano, ni siquiera gozando de una sinecura o escribiendo para el primer ministro, y su propia condición de Esquire o hacendado quedará en entredicho al final de su vida, cuando el daemon de la propiedad no pudo tentarlo. Su reacción a la Revolución en Francia y su «asentimiento al credo del señor Burke» —con quien parece haber mantenido la última gran conversación en vida— solo le hacen lamentar al lector de la Declinación y caída y de las Memorias que Gibbon no viviera lo suficiente para ver —a cualquier luz— la coronación de un nuevo emperador y la promulgación de un nuevo código legal que le hicieran escribir et Roma de more et Parigii de imitatione. «La observación de que, en cualquier época y con cualquier clima, la ambición ha prevalecido con la misma energía dominadora puede abatir la sorpresa de un filósofo, pero, aunque condene la vanidad, puede investigar el motivo de ese deseo universal de obtener y conservar el cetro de dominio», escribió en el largo y crucial capítulo XLVIII de la Declinación y caída, que los bizantinistas han deplorado siempre como una muestra de las limitaciones del historiador21.

Es significativo, sin embargo, que en las Memorias apenas haya alguna mención a la declinación y caída del imperio oriental. Lo habitual es pensar en Gibbon como en un historiador clásico; menos habitual, sin embargo, es pensar en Gibbon como en un filósofo atento —tan cerca de Tácito como de Montesquieu—, en cualquier época y con cualquier clima, a las manifestaciones del imperio y el poder absoluto22. Era la filosofía de Atanasio, no su teología, lo que lo llevó a no omitir en las Memorias la persistencia de un problema fundamental y a cuestionar, esta vez con su propia vida como material con el que construir una narración, las creencias centrales de la sociedad de su época y de cualquier sociedad. Que las Memorias sean ruinas o fragmentos usados en esa construcción no es algo que Gibbon pudiera, en última instancia, decidir. En una tierra distante, sus amigos (véase el final de la Memoria E) no están dispuestos a considerarlas escombros.

1 «En ciertos aspectos, Gibbon es un espejo de su época. Pero, con una perspectiva más amplia, podría sugerir, primero de todo, que es uno de los sucesores de los historiadores humanistas del Renacimiento latino, con toda su preocupación por el estilo y los modelos de la Antigüedad. Pero, además, ¿no podríamos considerarlo el último de los historiadores clásicos mismos? Gibbon se remite a Tácito y ya en el Essai sur l’Étude de la Litterature, publicado en 1761, dice firmemente que Tácito es el único historiador filosófico: “Je ne connais que Tacite qui ait rempli mon idee de cet historien philosophique”. Luego me pregunto si no podríamos empezar a movernos hacia una nueva periodización en la historia, no la familiar Antigua, Medieval y Moderna, sino tal vez observar toda la historia antes del siglo XVIII como Historia Antigua. Dada la rapidez del cambio en los doscientos años desde 1776, ¿no podemos ver a Gibbon en compañía de los senadores del periodo antonino, no pertenece a ese periodo con Tácito y Plinio? Por otra parte, en este año —la gente solía usar el término año de gracia—, en este año de 1976, la época de Gibbon ha quedado muy atrás» (Roman Papers, vol. III, ed. de A. R. Birley, Oxford, Clarendon Press, 1984, pág. 54).

2 Hugh Trevor-Roper, History and the Enlightenment, ed. de J. Robertson, New Haven y Londres, Yale University Press, 2010, págs. 144, 296 n. 23. Véase la entrada de «Rubbish» en A Dictionary of the English Language (1755), Londres, J. F. Rivincton et al., 17856, vol. II, pág. 540 (la cita proviene de Julio César 1.3.108-110). Véase Leo Damrosch, The Club. Johnson, Boswell, and the Friends who Shaped an Age, New Haven y Londres, Yale University Press, 2019. Todas las menciones de The History of the Decline and Fall of the Roman Empire provienen de la edición de David Womersley en tres volúmenes citada en la bibliografía (en adelante DF, capítulo original de Gibbon, volumen de Womersley y número de página); véanse DF XXIV 1.943 («... and conjured him to decline the fall of the impending ruin») y DFLXXI 3.1068 («... the triumph of barbarism and religion»). Sobre el momento, probablemente ficticio, del Capitolio, véase infra la nota 24 a la Memoria C.

3DF XXIII 1.888; XXVI 1.1023 n. 1; XXXVI 2.399 n. 110: «La revolución de las épocas puede deparar las mismas calamidades, pero las épocas se pueden revolver sin producir un Tácito que las describa». Véase Juliano, Césares 307 a: Τουτὶ μὲν οὖν ἤδη μυθικῶς ἅμα καὶ ῥητορικῶς ἐξείργασταί σοι τὸ προοίμιον: ἀλλά μοι τὸν λόγον αὐτόν, ὁποῖός ποτέ ἐστιν, ἤδη διέξελθε. El interlocutor de Juliano se dirige a él como «César» y aduce la autoridad de Platón (ὦ Καῖσαρ... τοὺς ὀρθῶς... Πλάτωνι, César 306 a, c), pero, en los capítulos sobre Juliano, Gibbon declina con precisión el término «sofista». Véase la importante nota de Gibbon sobre «the form of absolute government, the παμβασίλεια» (DFXXII 1.858-9 n. 70). Para una visión de Juliano como «filósofo», véase Alexandre Kojève, L’Empereur Julien et son art d’écrire, París, Fourbis, 1990 (El emperador Juliano y su arte de escribir, trad. de A. Lastra, Daimon. Revista de Filosofía 16 [1998], págs. 5-19). Sobre la historia como panegírico, véase Arnaldo Momigliano, «Gibbon’s Contribution to Historical Method» y «An Unsolved Problem of Historical Forgery: the Scriptores Historiae Augustae», en Studies in Historiography, Londres, Weidenfeld and Nicolson, 1966. Sobre la relación de Gibbon con Juliano (entre Amiano Marcelino y La Bléterie), véase J. G. A. Pocock, Barbarism and Religion, vol VI: Barbarism: Triumph in the West, Cambridge University Press, 2015, págs. 145-213. La Bléterie es menos conocido por sus estudios sobre Tácito, que Gibbon —hasta donde sé— no menciona y que, a pesar de la famosa frase de Voltaire («traduire Tacite en ridicule», en la carta al señor de La Harpe de junio de 1768), ejercieron una profunda influencia en la última inflexión hacia la antigüedad de Diderot.

4 La edición más reciente se encuentra como Apéndice 3 en DF 3.1108-1184. Véase Religious Scepticism. Contemporary Responses to Gibbon, ed. de D. Womersley, South Bend, St. Augustine Press, 1997.

5 «Excavé tal vez demasiado profundamente —escribió Gibbon en la Memoria E— en el lodo de la controversia arriana y consumí muchos días de lectura, pensamiento y escritura persiguiendo un fantasma» (véase infra, pág. 301). Véase R. P. C. Hanson, The Search for the Christian Doctrine of God. The Arian Controversy 318-381, Edimburgo, T & T Clark, 1988, págs. 347, 873-875.

6 Véase infra, Memoria E, págs. 330-331. Charlotte Roberts, Edward Gibbon & the Shape of History, Oxford University Press, 2014, pág. 105. Maimónides ya había diseñado la Guía de perplejos como una carta a un joven discípulo que supliera las deficiencias de la transmisión oral y Edmund Burke ensayaría la misma fórmula en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia, cuya influencia sobre Gibbon es una de las direcciones de lectura de las Memorias. Gibbon renunció muy pronto a leer sus manuscritos a sus amigos, convencido de que «el autor mismo es el mejor juez de su propia ejecución; nadie ha meditado tan profundamente sobre el asunto, nadie está tan sinceramente interesado en el acontecimiento» (véase infra, Memoria E, pág. 295). En la última línea de la Declinación y caída, Gibbon escribió que, por inadecuada que fuera su obra a sus deseos, la entregaba «a la curiosidad y candor del público».

7 Véase Jacob Bernays, Edward Gibbons Geschichtswerk. Ein Versuch zu seiner Würdigung, en Gesammelte Abhandlungen, ed. de H. Usener, Berlín, Verlag von Wilhelm Hertz, 1885, vol. II, págs. 206-254. (Elise Reimarus llamó a Gibbon «Selbstdenker» y observó que Lessing fue el primero en hablarles de la Declinación y caída.) «La Primera Enmienda es la única de las ocho primeras enmiendas que es en cierto modo innovadora» (George Anastaplo, The Amendments to the Constitution. A Commentary, Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University Press, 1995, pág. 52; véase también mi Constitucion y arte de escribir, Valencia, Aduana Vieja, 2009). Sobre las limitaciones de la «historia contextual», véase la reseña de Ralph Lerner, «Musing in the Ruins», en Law and History Review, 19/2 (2001), págs. 435-444, a los dos primeros volúmenes de Barbarism and Religion de Pocock, así como su «The Smile of a Philosophic Historian», en Playing the Fool. Subversive Laughter in Troubled Times, The University of Chicago Press, 2009, págs. 109-131.

8DF v 3.149 n. 153; id. 162; VI 3.1050. Véase Giuseppe Giarrizzo, Edward Gibbon e la cultura europea del settecento, Nápoles, Istituto per gli Studi Istorici, 1954.

9DF v 3.84; VI 3.1045 n. 65.

10 Véase Alfred Gebauer, Alexander von Humboldt. Seine Woche auf Teneriffa 1799, Santa Úrsula, Zech Verlag, 2009. Humboldt acuñó el término «Insel-Welt». En la Introducción al primer volumen de Barbarism and Religion, Pocock refina esta idea: la Declinación y caída «es un gran texto que habita en un mundo de grandes textos que existían con independencia de él y en relación con él. Se me ha señalado que estoy intentando hacer una ecología más bien que una etiología de la Declinación y ruina, un estudio del mundo en el que existía, no confinada a su génesis en ese mundo» (Barbarism and Religion, vol. I: The Enlightenments of Edward Gibbon 1737-1764, Cambridge University Press, 1999, pág. 10).

11 Me refiero a The World of Late Antiquity (1971) de Peter Brown y a la inmensa obra de Jonathan I. Israel sobre la Ilustración. En el Prefacio a la reciente reedición de la traducción del libro de Brown al español, el profesor José Enrique Ruiz-Domènec afirma que Gibbon era un «representante del pasado» y que Brown «concebía la esperanza de ser el futuro» (El mundo de la Antigüedad tardía, traducción de A. Piñero, Madrid, Taurus, 2020, págs. 10-12). Véase, en la última entrega de Israel, el capítulo dedicado a la «Revolución suiza», de la que emerge el Gibbon más conservador. Israel no menciona la Declinación y caída y lee literalmente las Memorias sin prestar atención a la reticencia de Gibbon (The Enlightenment that Failed. Ideas, Revolution, and Democratic Defeat 1748-1830, Oxford University Press, 2019, cap. 17).

12DF LXIV 3.811 n. 41. Esta nota es una de las más completas de toda la obra. Incluye una comparación de la Declinación y caída con «el lenguaje, los anales y las instituciones de los turcos» —en el umbral de la declinación y caída del Imperio romano en oriente y el solapamiento de dos monoteísmos políticos, con la mirada puesta en la Iglesia de Inglaterra y en la culminación de la Declinación y caída—, así como un cuestionamiento radical de la concepción de la historia en Inglaterra que había defendido el doctor Johnson («una compilación parcial y verbosa de los escritores latinos»).

13 «There is but one Gibbon», en The Personal Life of George Grote, compiled from family documents, private memoranda, and original letters to and from various friends, by Mrs. Grote, Londres, John Murray, 18732, pág. 296. Sobre las afinidades de ambos historiadores, véase W. Johnson, «Edward Gibbon and George Grote: A Bicentenary in Common», Notes and Records of the Royal Society of London, 48/2 (1994), págs. 221-226.

14 Sobre Gibbon como «antiquarian» (la traduccion al inglés del francés «érudit»), véase su primera obra, publicada en 1761, antes del viaje a Roma y la revelación del Capitolio: Essai sur l’Étude de la Littérature. La «critique», que según Gibbon estaba en sus inicios, mediaría entre «le travail de l’érudit» y «l’esprit philosophique». Véase Essai sur l’Étude de la Littérature: A Critical Edition, ed. de R. Mankin y P. B. Craddock, Oxford, The Voltaire Foundation, 2010. En lo que sigue me refiero a Barbarism and Religion de Pocock (BR, volumen y número de página). Es discutible, como Pocock afirma, que Gibbon «volviera a los antiguos y tratara de entenderlos mejor de lo que ellos se habían entendido a sí mismos» (BR 1.4); tan discutible, al menos, como que Gibbon fuera él mismo «moderno» (id.). Estoy mucho más cerca del planteamiento de Ronald Syme que sirve de lema a esta Introducción.

15BR 2.383. Pocock cita las Mémoires littéraires de la Grande-Bretagne, que Gibbon y su amigo George Deyverdun publicaron en Londres entre los años 1768 y 1769. Véase Robert Mankin, «E. Gibbon et les Mémoires littéraires de la Grande-Bretagne: contextes d’un projet de périodique et raisons d’un échec», Dix-Huitième Siècle, 36 (2004), págs. 469-490. En la Memoria E, Gibbon dirá que «en esa obra social no ambiciono averiguar mi propiedad particular» (véase infra, pág. 291). Antoine Arnauld, como La Bléterie, era jansenista. Véase, al respecto, Robert Shackleton, «Jansenism and the Enlightenment», en Essays on Montesquieu and on the Enlightenment, ed. de D. Gilson y M. Smith, Oxford, The Voltaire Foundation, 1988, págs. 295-302.

16 Sobre el pasaje de Tito Livio que Gibbon escogió como lema, véanse BR 1.232-4, 267, 271, 287, y Ronald Syme, Roman Papers, vol. I, ed. de E. Badian, Oxford, Clarendon Press, 1979, págs. 433-434: «Un océano amenazaba con engullirlo».

17 La selección no es del todo arbitraria. Véase DF i 1.33 n. 7; VI 1.167; IX 1.251 n. 86; x 1.294; XIII 1.387; XV 1.446, 464, 478; XVI 1.577; XIX 1.699; XX 1.765; XXI 1.771, 801 n. 111; XXIV 1.913 n. 15, 929; XII 2.254 n. 42; XXXIII 2.286 n. 31; XXXV 2.339 n. 43, 346; XXXIX 2.534; XLI 2.619 n. 3; XLIV 808 n. 102, 833; XLVIII 3. 84; LI 3.286; LII 3.346 n. 50.

18 Véase infra, Memoria E, págs. 324-325. La Memoria E está fechada en Lausana el 2 de marzo de 1791, pero el pasaje data de julio de 1788. Gibbon llegó a su casa de Lausana el 30 de julio.

19 Véase el pasaje clave (en las dos ediciones de 1781 y 1788) en Immanuel Kant, Kritik der reinen Vernunft, A 310-317/B 367-374.

20 Véase DFIII 1.91-93; IV 1.123; v 1.147-148; XXII 860 nota 77; XXXII 2.244 nota 19; XLIV 2.778 ss.; LVI 3.485 nota 36. Véanse P. R. Ghosh, «Gibbon’ s Dark Ages: Some Remarks on the Genesis of the Decline and Fall», en The Journal of Roman Studies, 73 (1983), págs. 1-23, y W. B. Carnochan, Gibbon’s Solitude: The Inner World of the Historian, Stanford University Press, 1987. Véase también Francesco Bono, «La British Constitution en el pensiero de Edward Gibbon. Il dialogo a distanza con William Blackstone», en Quaderni Fiorentini per la istoria del pensiero juridico moderno, 47 (2018), págs. 437- 468.

21 Cfr. DF XVII 1.607 n. 89 con XIX 1.699 y XLVIII 3.25. El clamor es unánime de sir Steven Runciman a Averil Cameron. Véase como ejemplo Steven Runciman, «Gibbon and Byzantium», en Daedalus, 105/3: Edward Gibbon and the Decline and Fall of the Roman Empire (1976), págs. 103-110.

22DF XLIX 3.142: «... in the centre, an absolute power».

ESTA EDICIÓN

«Parece seguro decir que ningún estudio moderno de Gibbon podría ganar una audiencia salvo que su autor fuera evidentemente un maestro en la bibliografía textual relevante», escribió David Womersley, editor general del proyecto de publicación de las obras completas de Gibbon en Oxford University Press1. Una edición y traducción de las Memorias de mi vida obliga, en efecto, a conocer una bibliografía textual que comenzó a ser relevante tras la muerte inesperada de Gibbon el 16 de enero de 1794. Su albacea, lord Sheffield, a quien tanto en su testamento de 1788 como en el de 1791 el historiador autorizaba a publicar los manuscritos póstumos, «si alguno parecía suficientemente acabado para la mirada pública», encontró entre los papeles de Gibbon seis esbozos autobiográficos de su propia mano (cuatro de ellos con título y dos sin titular) además de una breve serie de memoranda y un par de hojas sin relación específica con ninguno de los esbozos. En 1796, al frente de la publicación en dos volúmenes de los Miscellaneous Works of Edward Gibbon, Esquire, aparecieron unas Memoirs of his Life and Writings, composed by himself, illustrated from his letters, cuyo título completo incluía occasional notes and narrative by John lord Sheffield. En su introducción, lord Sheffield exponía, con una frase tomada en préstamo de Gibbon, el «melancólico deber» que le había llevado a examinar los papeles de su fallecido amigo. Debido al estado incompleto de los esbozos autobiográficos —salvo en el caso de uno de ellos (el quinto)—, lord Sheffield seleccionó lo que creyó más relevante del conjunto y compuso una sola autobiografía que, en su opinión, permitía a Gibbon aparecer «como su propio biógrafo». En 1814, lord Sheffield ampliaría las Misceláneas de 1796 a cinco volúmenes, añadiendo «extractos adicionales [e] ilustrando y aumentando las Memorias, donde eran más exiguas, con notas seleccionadas principalmente de su Diario». Es curioso que omitiera el orgulloso pasaje de la Memoria B donde el descendiente del marmorarius, del rey hablaba de sí mismo como de una estatua de mármol. Por voluntad expresa de lord Sheffield, el resto de papeles inéditos de Gibbon debía mantenerse a salvo de la mirada pública.

Esa segunda edición de las Memorias de Gibbon editadas por lord Sheffield, sobre cuyo mérito como editor y fidelidad como amigo hay una prolongada división de opiniones2, sirvieron de soporte textual para la siguiente edición de las Memorias en 1839 a cargo del reverendo H. H. Milman, que tuvo acceso al archivo de Gibbon, ordenó el texto en capítulos y dispuso las notas de manera que agilizaran la lectura, introduciendo pasajes de la correspondencia y anécdotas de contemporáneos de Gibbon. En una nota a la nota preliminar de lord Sheffield, Milman agradecía al segundo lord que le hubiera permitido consultar los manuscritos y añadía: «Puedo aventurarme [...] a dar mi testimonio del gran juicio con el que el fallecido lord Sheffield ejerció su oficio de editor en esta parte de las obras de Gibbon: se ha rechazado mucho sobre lo que el público no habría sentido el menor interés y no he encontrado más de dos o tres frases que habría deseado rescatar del olvido». No sabemos cuáles son las frases que Milman, editor él mismo de la Declinación y caída con una gran profusión de notas (suyas y de François Guizot o Wenck, traductores respectivos de la obra al francés y alemán), habría restituido, pero lo cierto es que lord Sheffield había omitido en las dos ediciones casi un tercio del contenido de los esbozos autobiográficos y alterado algunos pasajes por razones tanto personales como políticas. Entre 1871 y 1872, William Alexander Greenhill, un erudito con muchos intereses intelectuales y bien dotado para la edición (fue editor de sir Thomas Browne), cercano al cardenal Newman y liberal en política, examinó de nuevo los esbozos y estableció el orden probable de composición, anteponiendo una letra (de la A a la F) a cada uno de ellos, pero no obtuvo permiso para editar las Memorias como pensaba que debían editarse. Con esa clasificación, sin embargo, el tercer lord Sheffield vendió los manuscritos en 1894, junto con el resto de papeles póstumos de Gibbon, al Museo Británico y en 1896 el editor John Murray publicó por primera vez en su integridad los seis esbozos autobiográficos, además de los memoranda y las dos hojas sueltas, junto con el testamento de Gibbon de 1788, con el título de The Autobiographies of Edward Gibbon printed verbatim from hitherto unpublished Mss. Sin embargo, el prestigio de la primera edición de lord Sheffield se había consolidado hasta tal punto que Murray ordenó su edición según los esbozos que habían servido para la composición de 1796, es decir, F-B-C-E-A-D. Fue ese prestigio —la impresión de continuidad que la composición de lord Sheffield procuraba en la lectura— lo que probablemente condenó los esfuerzos de Murray, tras una segunda y última edición en 1897, al olvido. Los demás editores hasta la fecha —George Birkbeck Hill, J. B. Bury, Oliphant Smeaton, Dero A. Saunders, George A. Bonnard y la última, Betty Radice—, aun teniendo en cuenta los manuscritos de Gibbon, han preferido, con mayor o menor acierto y sin alejarse demasiado de la pauta de lord Sheffield, ofrecer una sola narración. En la Bibliografía doy cuenta de todas las ediciones, incluida la reimpresión de O. J. Cockshut y Stephen Constantine de la segunda edición de 1814.

Nuestra edición sigue, sin embargo, la intención de Murray de ofrecer los esbozos autobiográficos de Gibbon en el estado en el que quedaron a su muerte, pero siguiendo el orden cronológico de composición establecido por Greenhill. El profesor Womersley establecerá, en la futura edición crítica de las Memorias, la misma pauta y le agradezco que me haya facilitado una copia de los manuscritos originales conservados en el Museo Británico como primer volumen de los Gibbon Papers (Add. MS. 34874), que me ha sido muy útil para corregir las ocasionales desviaciones de Murray. Quiero agradecerle también que haya atendido mis dudas con tanta amabilidad como conocimiento.

Una traducción tiene, además, sus propias reglas al margen de la edición. Si, como Richad Porson señaló, «sería un buen ejercicio para un escolar traducir ocasionalmente una página de Gibbon al inglés»3, no lo es menos para un traductor al español. Porson no fue el único es observar lo que Trevor-Roper consideraba «this un-Englishness of Gibbon», que en muchos aspectos consiste en preferir las raíces latinas (próximas al francés) a las germánicas en la composición de un idioma al que volvió tardíamente en su vida tras la educación cosmopolita en Lausana. Esta peculiaridad favorece la literalidad de la traducción al español, que he mantenido siempre que he podido. El título Memorias de mi vida es desde luego preferible a los de «Autobiografía» o «Autobiografías», aunque, a juzgar por el título que Gibbon le dio al único de los esbozos al que puso colofón (la Memoria E; también a la Memoria B), es probable que se hubiera inclinado por el de Mi vida. Ese era el título que David Hume le dio a la brevísima autobiografía póstuma que suele anteponerse a su Historia de Inglaterra. El ejemplo de Hume y el de Jacques Auguste de Thou («la autoridad de mis maestros, el grave Tuano y el filosófico Hume», como se lee en la Memoria B) podría hacernos pensar en que Gibbon hubiera querido que sus Memorias, o una de ellas al menos, figurasen al frente de la Declinación y caída4.

En las notas a pie de página, que he recopilado de las distintas ediciones —en lo que constituye un gran tesoro acumulado sobre la erudición de Gibbon—, he procurado dar la información necesaria para que el lector pueda seguir en todo momento el proceso narrativo y editorial. En la medida en que he adoptado el orden cronológico más probable de composición de las Memorias establecido por Greenhill, he procurado no repetir las referencias una vez dadas, de manera que una lectura continua permita retener la información. Doy la traducción de todos los pasajes en latín, griego o francés que Gibbon deja en la lengua original y quiero agradecer aquí la ayuda inestimable de la joven filóloga Carmen Rabadán, que ha mejorado considerablemente el aparato crítico de la edición. También quiero agradecer la lectura de la Introducción y los comentarios al profesor Juan Diego González (con quien, emulando a Gibbon, he «excavado tal vez demasiado profundamente en el lodo de la controversia arriana y [consumido] muchos días de lectura, pensamiento y escritura persiguiendo un fantasma», que aún no hemos capturado) y al profesor Antonio Hermosa Andújar, director de la revista Araucaria, que albergará muy pronto un número monográfico sobre Gibbon. Al profesor Carlos Ardavín le agradezco, como siempre, que haya puesto a mi disposición las bibliotecas del Nuevo Mundo. Los errores de edición, apreciación y traducción que queden son enteramente míos.

1Edward Gibbon. Bicentenary essays, ed. de D. Womersley, J. Burrow y J. Pocock, Oxford, The Voltaire Foundation, 1997, pág. viii. Véase la importante contribución de Womersley: «Gibbon’ s Memoirs: autobiography in time of revolution», págs. 347-404, así como su Gibbon and the «Watchmen of the Holy City». The Historian and his Reputation 1776-1815, Oxford University Press, 2002.

2 Véase John Gawthrop, «A History of Edward Gibbon’s Six Autobiographical Manuscripts», The British Library Journal, 25/2 (1999), págs. 188-203.

3Tracts and Miscellaneous Criticisms of the Late Richard Porson, Esq., ed. de T. Kidd, Londres, Richard and Arthur Taylor, 1825, pág. xlvi.

4 Las traducciones de Gibbon al español no han sido, por lo general, del todo afortunadas. Doy cuenta de todas en la Bibliografía. En lo que respecta a la Declinación y caída, véase José A. Delgado Delgado, «Leer a Gibbon. El texto de The History of the Decline and Fall of the Roman Empire», Espacio, Tiempo y Forma. Serie II, Historia Antigua, 25 (2012), págs. 463-489. (En cuanto al título, he adoptado «declinación» para traducir «decline» y «caída» para «fall», como Borges hace en alguna ocasión, y evitar así la redundancia de «decadencia y caída». Gibbon usa también, no siempre con indiferencia, «decay» y «ruin».) En lo que concierne a las Memorias, la traducción de Antonio Dorta sigue la edición de lord Sheffield —aunque con el título de Autobiografía—, mientras que la de J. Marco sigue la de Dero A. Saunders —cambiando a su vez el título por el de Memorias de mi vida—, que se basaba en «el plan general» de lord Sheffield, subsanando las omisiones, pero manteniendo una sola narración. El mérito literario oculta a veces la literalidad y la reticencia de Gibbon.

BIBLIOGRAFÍA

Oxford University Press ha anunciado la edición de los Writings and Correspondence of Edward Gibbon en 26 volúmenes, al cuidado de David Womersley, que está llamada a ser la edición de referencia en el futuro y que incorporará la edición crítica de Decline and Fall que el profesor Womersley ya ha publicado (y consigno abajo), así como la edición de las Memoirs basada en la serie de manuscritos originales, que se conservan en la Biblioteca del Museo Británico: Gibbon Papers, vol. I: Six autobiographical sketches by Edward Gibbon, all holograph, being the materials from which Lord Sheffield arranged the [Memoirs of his Life], 18th century AD. MS Edward Gibbon MSS 34874 British Library.

Hasta que esa edición vea la luz, resumo, en orden cronológico, la bibliografía actualizada en cuatro apartados: 1) ediciones generales (de Decline and Fall solo la edición de Womersley), 2) ediciones de las Memoirs, 3) literatura de referencia y 4) traducciones al español. Buena parte de las entradas se encuentra disponible en internet y es de fácil acceso.

1

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Gibbon’ s Journey from Geneve to Rome: His Journal from 20 April to 2 October 1764, ed. de G. A. Bonnard, Londres, Thomas Nelson and Sons, 1961.

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The History of the Decline and Fall of the Roman Empire [1776-1788, 6 vols.], ed. de David Womersley, Allen Lane, Londres, The Penguin Press, 1994, 3 vols.; Abridged Edition, ed. de D. Womersley, Harmondsworth, Penguin, 2000.

Essai sur l’Étude de la Littérature: A Critical Edition, edición de R. Mankin y P. B. Craddock, Oxford, Voltaire Foundation, 2010.

2

Miscellaneous Works of Edward Gibbon, Esquire, with Memoirs of his Life and Writings, composed by Himself, illustrated from his Letters, with occasional notes and narrative, by John Lord Sheffield, Londres, Strahan and Cadell, 1796, 2 vols. [Las Memoirs figuran en el vol. I]; Londres, John Murray, 18142, 5 vols. [Las Memoirs figuran en el vol. I.]

The Life of Edward Gibbon, Esq., with selections from his correspondence and ilustrations, ed. de H. H. Milman, Londres, John Murray, 1839.

The Autobiographies of Edward Gibbon, printed verbatim from hitherto unpublished Mss., with an Introduction by the Earl of Sheffield, Londres, John Murray, 1896; 18972.

The Memoirs of the Life of Edward Gibbon, with various observations and excursions by himself, ed. de George Birkbeck Hill, Nueva York, Putnam; Londres, Methuen, 1900.

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Memoirs of My Life, ed. de Betty Radice, Hardmonsworth, Penguin, 1984; 20062.

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3

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