Memorias de un loco - Gustave Flaubert - E-Book

Memorias de un loco E-Book

Gustave Flaubert

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Beschreibung

"Sin duda habrá alegría sobre la tierra cuando ese vampiro mentiroso e hipócrita que todos llaman civilización termine de morir. Dejaremos el manto real, el cetro, los diamantes, el palacio que se derrumba, la ciudad que cae, para volver a juntarnos con la yegua y la loba. Tras haber pasado su vida en los palacios, gastado sus pies sobre las baldosas de las grandes ciudades, el hombre irá a morir a los bosques." En 1838, a los diecisiete años, Flaubert termina la redacción de este relato autobiográfico, que es tal vez la víspera de su consagración a la religión de la literatura. En estos recuerdos de un joven, que funden episodios reales y ensoñaciones, su primer amor, la incomprensión de sus pares, la inadaptación al mundo que lo rodea, puede vislumbrarse al gran escritor que será Flaubert en su edad madura.

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Gustave Flaubert

Memorias de un loco

Flaubert, Gustave

Memorias de un loco. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2012. - (Trazos)

E-Book.

ISBN 978-987-599-260-3

1. literatura.

CDD

Traducción: Alejandrina Falcón

Revisión: Lucas Bidon-Chanal

Ilustración de tapa y Contratapa: María Rabinovich

Diseño . Verónica Feinmann

Título Original: Mémoires d’un fou.

© Libros del Zorzal, 2006

Buenos Aires, Argentina

Este libro se realizó con el apoyo de la Dirección General de Industria, Comercio y Servicios de la Subsecretaría de Producción, G.C.B.A.

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de Memorias de un loco, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Memorias de un loco

A ti, mi querido Alfred, dedico y entrego estas páginas.

Ellas contienen un alma entera. ¿Será la mía? ¿Será la de otro? Quise en un principio hacer una novela íntima donde el escepticismo fuera llevado hasta los límites últimos de la desesperación, pero, poco a poco, a medida que iba escribiendo, la impresión personal se abrió paso en la fábula, el alma empuñó la pluma y la venció.

Prefiero, entonces, dejar todo esto en el misterio de las conjeturas. En lo que a ti respecta, no verás misterio alguno.

Tal vez simplemente creas que, en ciertos pasajes, la expresión es forzada y que el cuadro fue oscurecido sin motivo. Recuerda que es un loco el que ha escrito estas páginas, y, si a menudo la palabra parece exceder el sentimiento que expresa, se debe a que, en otra parte, el peso del corazón la ha doblegado.

Adiós, piensa en mí y por mí.

I

¿Por qué escribir estas páginas? ¿Qué utilidad pueden tener? ¿Qué sé yo mismo al respecto? Considero bastante estúpido interrogar a los hombres sobre los motivos de sus acciones y de sus escritos. ¿Usted sabe acaso por qué ha abierto las miserables hojas que la mano de un loco trazará?

Un loco: eso produce horror. ¿Qué es usted, lector? ¿En qué categoría te colocas tú? ¿En la de los tontos o en la de los locos? Si te diesen a elegir, tu vanidad preferiría la segunda condición. Sí, una vez más, ¿para qué sirve –lo pregunto de verdad– un libro que no es ni instructivo, ni divertido, ni químico, ni filosófico, ni agrícola, ni elegíaco, una obra que no da ninguna receta para las ovejas ni para las pulgas, que no habla ni de los trenes, ni de la Bolsa, ni de lo más recóndito del corazón humano, ni de los hábitos de la Edad Media, ni de Dios, ni del diablo, sino que habla de un loco, es decir, el mundo, ese gran idiota que gira desde hace tantos siglo en el espacio sin dar un solo paso, y que grita, y que babea, y que se destroza a sí mismo?

Sé tanto como usted sobre lo que se dispone a leer, pues esto no es una novela ni un drama con un plan invariable o alguna idea premeditada que oriente rectamente al pensamiento pese a las sinuosidades del camino.

Simplemente voy a poner sobre el papel todo lo que me venga a la mente, mis ideas y mis recuerdos, mis impresiones, mis sueños, mis caprichos, todo lo que atraviesa el pensamiento y el alma –la risa y los llantos, lo blanco y lo negro, los lamentos que salieron del corazón y se extendieron como pasta dentro de períodos sonoros–, y las lágrimas diluidas en metáforas románticas. Me pesa, sin embargo, pensar que voy a hincar el pico en un montón de plumas, que voy a gastar una botella de tinta, que voy a aburrir al lector y a mí mismo; estoy tan habituado a la risa y al escepticismo que, desde el principio hasta el fin, no hallarán otra cosa que una continua broma, y la gente que guste de reír podrá, al final, reírse del autor y de sí misma.

Aquí veremos cómo hay que creer en el plan del universo, en los deberes morales del hombre, en la virtud y en la filantropía, palabra que tengo ganas de hacer grabar sobre mis botas, cuando tenga un par, para que todo el mundo la lea y aprenda de memoria, incluso los más cortos de vista, los cuerpos más pequeños, los más humildes, los más viles.

Sería un error ver en todo esto algo más que el pasatiempo de un pobre loco. ¡Un loco!

Y usted, lector: ¿acaba de casarse quizá o de pagar sus deudas?

II

Voy a escribir, entonces, la historia de mi vida. ¡Qué vida! Pero ¿he vivido acaso? Soy joven, no tengo arrugas en el rostro ni pasión en el corazón. ¡Oh! ¡Qué calma fue, qué dulce y feliz parece, qué tranquila y pura! ¡Oh! Sí, apacible y silenciosa como una tumba cuyo cadáver sería mi alma.

He vivido apenas: no he conocido el mundo, es decir, no tengo amantes, aduladores, criados ni equipajes, no hice mi ingreso (como se dice) en la buena sociedad, pues siempre me pareció falsa y ruidosa, y ostentosa, aburrida y afectada.

Ahora bien, mi vida no son hechos; mi vida es mi pensamiento.

¿Cuál es, entonces, ese pensamiento que me induce justo ahora, a la edad en que todo el mundo sonríe y está feliz, en que la gente se casa y ama, a la edad en que muchos se embriagan de amores y de glorias, mientras brillan miles de luces y los vasos se llenan en los festines, a estar solo y desnudo, indiferente a toda inspiración, a toda poesía, sintiéndome morir y riendo cruelmente de mi lenta agonía, como aquel epicúreo que se abrió las venas, tomó un baño perfumado y murió riendo, como un hombre que sale ebrio de una agotadora orgía?

¡Oh! Cuánto duró ese pensamiento; como una hidra, me devoraron todas sus caras. Pensamiento de duelo y de amargura, pensamiento de bufón que llora, pensamiento de filósofo que medita...

¡Oh, sí! ¡Cuántas horas de mi vida, largas y monótonas, estuve pensando y dudando! ¡Cuántas tardes de invierno, con la cabeza agachada frente a las brazas blanqueadas por los pálidos reflejos del ocaso! ¡Cuántas noches de verano, en los campos, a la hora del crepúsculo, pasé mirando las nubes huir y desplegarse, las espigas de trigo curvarse bajo la brisa, mientras oía los leños crepitar y escuchaba los suspiros de la naturaleza en la madrugada!

¡Oh, cuánto ensueño hubo en mi infancia! ¡Era un pobre loco sin ideas definidas ni opiniones positivas! Miraba el agua correr entre los bosquecillos de árboles que inclinan sus cabelleras de hojas y dejan caer algunas flores; contemplaba desde mi cuna la luna sobre un fondo azul que iluminaba mi cama y dibujaba formas extrañas en las paredes; me extasiaba ante un sol hermoso o una mañana de primavera con su neblina blanca, sus árboles florecidos, sus margaritas en flor.

Me gustaba también, y éste es uno de mis más tiernos y deliciosos recuerdos, mirar el mar, las olas espumar unas sobre otras, el oleaje romper en espuma, extenderse sobre la playa y bramar al retirarse sobre los guijarros y los caracoles.

Corría sobre las rocas, tomaba la arena del océano y la dejaba volarse al viento entre mis dedos, mojaba las algas y aspiraba con todo mi pecho ese aire de mar, salado y fresco, que impregna nuestra alma de tanta energía, de poéticos y vastos pensamientos; miraba la inmensidad, el espacio, el infinito, y mi alma se abismaba en ese horizonte sin límites.

Sin embargo, aquél no era el verdadero horizonte sin límites, el precipicio inmenso. ¡Oh! No, frente a mí se abrió otro abismo, más inmenso y profundo, en el cual no hay tempestad: si la hubiera, estaría lleno, ¡pero está vacío!

Yo era alegre y risueño, amaba la vida y a mi madre, ¡pobre madre!

Aún recuerdo la alegría sencilla que me causaba ver los caballos corriendo sobre la ruta, el vapor de su aliento y el sudor que empapaba sus arneses; me gustaba el trote monótono y rítmico que hace oscilar las correas –y, no bien se detenían, todo en los campos quedaba en silencio–. Se veía el vapor salir de sus narices, el coche sacudido recobraba firmeza en sus resortes, el viento silbaba sobre los vidrios, y eso era todo...

¡Oh! También me deslumbraba la muchedumbre vestida de fiesta, alegre y tumultuosa, con sus gritos; tempestuoso mar de hombres, más furioso aun que la tormenta y más necio que su furia.

Me gustaban los carros, los caballos, los ejércitos, los trajes de guerra, el redoble de los tambores, el ruido, la pólvora y los cañones que giraban sobre el asfalto de las ciudades.

De niño, me gustaba todo lo que puede verse; de adolescente, lo que puede sentirse; de adulto, ya no me gusta nada.

¡Y, sin embargo, cuántas cosas tengo en mi alma, cuántas fuerzas íntimas y cuántos océanos de cólera y de amores se tropiezan, se rompen en este corazón tan enfermo, tan débil, tan cansado, tan agotado!

¡Me aconsejan retomar la vida, mezclarme con la multitud! Pero ¿cómo podría la rama quebrada dar frutos? ¿Cómo podría la hoja arrancada por los vientos y arrastrada en el polvo reverdecer? ¿Y por qué tanta amargura siendo tan joven? ¡Qué sé yo! Quizá estuviera en mi destino vivir de esa manera, agotado antes de haber cargado el fardo, sin aliento antes de haber corrido...

Leí, trabajé con el ardor del entusiasmo... escribí... ¡Oh, qué feliz era entonces! Mi pensamiento, en su delirio, volaba hacia lo alto de esas regiones desconocidas para los hombres, donde no hay gente, ni planetas, ni soles; poseía un infinito más inmenso, si eso es posible, que el infinito de Dios, donde la poesía se mecía y desplegaba sus alas en una atmósfera de amor y de éxtasis; pero, cuando llegaba el momento de descender desde esas regiones sublimes hacia las palabras, me preguntaba cómo transmitir mediante el lenguaje esa armonía que se eleva en el corazón del poeta y los pensamientos de gigante que no caben en las frases, como una mano fuerte e hinchada hace reventar el guante que la cubre.

También entonces me decepcionaba; pues había llegado a la tierra, a esa tierra de hielo donde todo fuego se extingue, donde toda energía se debilita. ¿Por qué escalones descender del infinito hacia lo positivo? ¿Mediante qué gradación el pensamiento desciende sin hacerse pedazos? ¿Cómo disminuir la altura de ese gigante que abraza lo infinito?

Por entonces, tenía momentos de tristeza y de desesperanza, sentía que mi fuerza se quebraba, y esa debilidad me avergonzaba –pues la palabra no es más que un eco lejano y débil del pensamiento–; maldecía mis sueños más preciados y mis horas silenciosas pasadas más allá del límite de la creación. Me sentía devorado por algo vacío e insaciable.

Cansado de la poesía, me lanzaba al campo de la meditación.

En un principio, me sentí apasionado por el imponente estudio que tiene por objeto al hombre, que quiere explicárselo y que llega al extremo de disecar hipótesis, discutir los supuestos más abstractos y pesar geométricamente las palabras más vacías.

El hombre, grano de arena arrojado al infinito por una mano desconocida, pobre insecto de patas débiles, que con todas sus fuerzas intenta aferrarse a las ramas que bordean un precipicio, que se apega a la virtud, al amor, al egoísmo, a la ambición, y que hace de todo eso virtudes para sujetarse mejor, que se aferra a Dios, y que siempre pierde fuerzas, suelta las manos y cae...

El hombre quiere entender lo que no es, y hacer una ciencia de la nada: ¡ese mismo hombre, alma hecha a imagen de Dios, cuyo genio sublime se detiene en una mata de hierba y no puede resolver el problema del grano de polvo! Y me ganó el cansancio; empecé a dudar de todo. Siendo joven, parecía viejo; mi corazón tenía arrugas, y al ver personas mayores aún vivaces, llenas de entusiasmo y creencias, me reía con amargura de mí mismo, tan joven, tan hastiado de la vida, del amor, de la gloria, de Dios, de todo lo que es, de todo lo que puede ser. Sin embargo, sentí un terror natural antes de abrazar esta fe en la nada; al borde del precipicio, cerré los ojos y me dejé caer en él.