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En una ocasión había sido todo su mundo. Ahora sería su mujer Luc Cavallo llevaba un negocio multimillonario. Resolvía crisis sin siquiera pestañear. Hasta que la mujer a quien una vez había amado apareció en su despacho, tan hermosa como diez años atrás… con un bebé en brazos y pidiéndole protección. Nadie que conociera su historia con Hattie Parker lo culparía si la echara a patadas. Pero no iba a ser cruel si había una niña de por medio, así que sería el padre del bebé que Hattie había adoptado. Y después por fin la tendría a ella donde quería: en su cama y llevando su anillo.
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Seitenzahl: 159
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Janice Maynard. Todos los derechos reservados.
MENTIRAS Y DESEO, N.º 1839 - febrero 2012
Título original: The Billionaire’s Borrowed Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-481-1
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Hacía una preciosa mañana en Atlanta, Georgia, pero Hattie Parker sólo podía pensar en el pánico y la desesperación que sentía.
–Necesito hablar con el señor Cavallo, por favor. Con el señor Luc Cavallo. Es urgente.
La secretaria, una mujer de unos treinta años con un frío traje de chaqueta azul a juego con sus ojos, abrió su agenda.
–¿Ha concertado una cita? –le preguntó, sin mirarla.
Hattie apretó los dientes. Evidentemente, la mujer sabía que no tenía cita y estaba haciendo lo posible para intimidarla.
–Dígale que soy Hattie Parker –respondió, sujetando a la niña con una mano y la bolsa de los pañales con la otra–. No tengo cita pero estoy segura de que Luc querrá recibirme.
En realidad, era mentira. No sabía si Luc querría verla o no. Una vez había sido su príncipe azul, dispuesto a hacer todo lo que ella quisiera y a concederle todo lo que deseara.
Aquel día tal vez la echaría a la calle pero estaba dispuesta a arriesgarse, esperando que recordase los buenos tiempos. No se habían separado de manera amistosa pero como no tenía otra opción, o era Luc o nadie. Y no pensaba irse sin luchar.
La secretaria de Luc, que era el paradigma de la perfección, desde el pelo rubio ceniza sujeto en un elegante moño al maquillaje o la manicura, examinó con gesto de desdén su despeinado pelo rubio, la barata falda de color caqui y la blusa blanca de algodón. Aunque no tuviera la blusa manchada de la saliva de Deedee, no iba a ganar ningún premio de moda con ese atuendo y Hattie lo sabía. Pero no era fácil mantener un aspecto elegante cuando se tiene una niña de siete meses tirándote del pelo.
El guardia de seguridad de la puerta había insistido en que dejara el cochecito abajo antes de tomar el ascensor y Deedee pesaba una tonelada.
Hattie estaba agotada y desesperada. Las últimas seis semanas habían sido un infierno.
–Lo siento, pero es imposible. El señor Cavallo está muy ocupado.
–O me deja ver al señor Cavallo o voy a montar el escándalo más grande que Atlanta haya visto desde Escarlata O’Hara –le advirtió Hattie. Le temblaban los labios, pero se negaba a dejar que aquella antipática se diera cuenta.
La mujer parpadeó y Hattie supo que había vencido.
–Espere un momento –dijo por fin, antes de desaparecer por un pasillo.
Hattie acarició el pelito dorado de Deedee.
–No te preocupes, cariño. No voy a dejar que nadie te aparte de mi lado.
La niña sonrió, mostrando dos dientecillos en la encía de abajo. Estaba empezando a balbucear y Hattie la quería más cada día.
La espera le pareció una eternidad pero cuando la secretaria volvió por fin, el reloj de la pared mostraba que sólo habían pasado cinco minutos.
–El señor Cavallo la recibirá, pero es un hombre muy ocupado y tiene muchas reuniones esta mañana –le advirtió.
Ella tuvo que contener el infantil deseo de sacarle la lengua mientras la seguía por el pasillo.
–Puede pasar –le dijo, señalando una puerta. Hattie respiró profundamente, besando a la niña para ver si eso le daba suerte.
–Empieza el espectáculo, Deedee.
Con más confianza de la que sentía en realidad, llamó con los nudillos a la puerta antes de entrar en el despacho de Luc Cavallo.
Luc dirigía un negocio multimillonario y estaba acostumbrado a lidiar con problemas. La capacidad de pensar a toda prisa era algo que había aprendido rápidamente en el mundo empresarial.
De modo que no era normal que algo lo pillara totalmente desprevenido, pero cuando Hattie Parker apareció en su despacho, después de una década sin verla, se quedó sin habla.
Estaba tan guapa ahora como lo había sido a los veinte años. La piel de porcelana, los ojos castaños con puntitos de color ámbar y unas piernas interminables. El sedoso pelo rubio apenas rozaba sus hombros; lo llevaba mucho más corto que antes.
Pero lo que sorprendió a Luc fue ver que la mujer a la que una vez había amado llevaba un bebé en brazos. De repente, experimentó una punzada de celos. Hattie era madre y eso significaba que había un hombre en su vida.
Pero era absurdo que eso lo molestara. Él había rehecho su vida mucho tiempo atrás. Entonces ¿por qué sentía aquella opresión en el pecho, por qué su pulso se había acelerado?
Luc se quedó inmóvil, con las manos en los bolsillos del pantalón.
–Hola, Hattie –la saludó, indicando el sillón que había frente al escritorio.
–Hola, Luc.
Estaba visiblemente nerviosa y mientras se sentaba, durante un segundo pudo ver esas piernas que recordaba tan bien…
Hattie Parker era una belleza natural que no necesitaba maquillaje. Incluso vestida con aquella ropa tan poco elegante resultaba encantadora.
Y una vez había sido todo su mundo.
Pero le molestaba que esos recuerdos le dolieran tanto.
–La última vez que nos acostamos juntos fue hace mucho tiempo. No habrás venido a decirme que ese bebé es hijo mío, ¿verdad?
El sarcasmo hizo que Hattie palideciese y Luc se sintió avergonzado. Pero un hombre tenía que usar cualquier arma para defenderse, se dijo a sí mismo. Era quien era por no mostrarse vulnerable. Y no volvería a serlo.
Hattie se aclaró la garganta.
–He venido a pedirte ayuda.
Luc levantó una ceja.
–Pensé que yo sería la última persona en tu lista.
–La verdad es que sí pero no tengo alternativa. Esto es muy serio, Luc.
–¿Cómo se llama? –le preguntó él, señalando al bebé.
–Deedee.
Una niña. No se parecía mucho a Hattie… tal vez se parecía a su padre, pensó mientras pulsaba el botón del intercomunicador.
–Marilyn, ¿puedes venir un momento, por favor?
Cuando la secretaria apareció, Luc señaló a la niña.
–¿Te importaría cuidar de ella unos minutos? Su nombre es Deedee. La señorita Parker y yo tenemos que hablar a solas y no quiero interrupciones.
Hattie estuvo a punto de protestar pero, pensándolo mejor, puso a Deedee en brazos de la secretaria.
–Aquí dentro llevo un biberón –le dijo, ofreciéndole la bolsa de pañales que llevaba colgada al hombro–. Y un babero.
Luc sabía que su ayudante podía hacerlo. Marilyn era fría como el hielo pero tremendamente eficaz.
Cuando la puerta se cerró, se echó hacia atrás en el sillón.
–Cuéntame, Hattie, ¿qué es eso tan grave que te ocurre para que hayas acudido a mí? Si no recuerdo mal, fuiste tú quien me dejó.
Ella se estrujó las manos.
–No creo que debamos hablar de eso. Fue hace mucho tiempo.
–Muy bien, como quieras –Luc se encogió de hombros–. Entonces nos concentraremos en el presente. ¿Por qué has venido?
–¿Recuerdas a mi hermana mayor, Angela?
–Sí, claro. Recuerdo que no os llevabais bien.
–Tras la muerte de mis padres empezamos a llevarnos mejor.
–No sabía que hubieran muerto. Lo siento.
Los ojos de Hattie se llenaron de lágrimas pero parpadeó para contenerlas.
–Mi padre murió de cáncer unos años después de que yo terminase la carrera.
–¿Y tu madre?
–Mi madre no podía vivir sin él. Mi padre se encargaba de todo y cuando murió se le vino el mundo abajo. Tuvimos que ingresarla en una clínica… y ya no salió de allí. Angela y yo vendimos la casa y todo lo que teníamos pero no fue suficiente. Me arruiné pagando las facturas de la clínica…
–¿Angela no te ayudó?
–Ella me dijo que no pagase nada, que el Estado debería encargarse de todos los gastos, especialmente cuando mi madre ya no podía reconocernos.
–Algunas personas dirían que tenía razón.
–Yo no –afirmó Hattie–. No podía abandonar a mi madre.
–¿Cuándo murió?
–El invierno pasado.
Luc miró su mano izquierda y comprobó que no llevaba alianza. ¿Dónde estaba su marido? ¿La habría abandonado dejándola con la niña?
Pero, de repente, lo entendió. Hattie necesitaba dinero. Era una chica orgullosa e independiente y las cosas debían irle muy mal si había tenido que rebajarse a pedirle ayuda.
Y aunque sus recuerdos eran amargos, no sería capaz de echarla de allí. Le gustaba la idea de ayudar a Hattie… tal vez era justicia poética.
–Si necesitas dinero yo puedo prestártelo, sin intereses, sin preguntas. Por los viejos tiempos.
Ella inclinó a un lado la cabeza.
–¿Perdona?
–Por eso has venido, ¿no? Quieres pedirme dinero. Y me parece bien, ¿de qué me sirve el dinero si no puedo ayudar a una vieja amiga?
–No, no, no –empezó a decir Hattie mientras se levantaba de la silla–. No es eso.
Luc se levantó también.
–Si no es dinero, ¿qué es lo que quieres de mí?
Podía ver los puntitos de color coñac en sus ojos. De repente, se vio asaltado por los recuerdos, buenos y malos.
Estaba tan cerca que podía oler su champú; un champú que olía a cerezas. Algunas cosas no cambiaban nunca, pensó.
–¿Hattie?
Ella había cerrado los ojos durante un segundo, pero cuando los abrió en ellos había un brillo de pena y resignación.
–Necesito que te cases conmigo.
Luc, que le había puesto las manos sobre los hombros, las apartó a toda velocidad. El imperio textil Cavallo, creado por su abuelo en Italia años atrás y con cuartel general en Atlanta, había hecho rico a Luc y a su hermano. Y Hattie sabía que el elegante traje de cachemir que llevaba sería de una de sus fábricas.
–¿Es una broma?
–No, no lo es. Es muy serio –respondió ella–. Necesito que te cases conmigo para que Deedee esté a salvo.
–¿Por qué? ¿El padre te ha amenazado… te ha hecho daño?
–No, no, es más complicado que eso –empezó a decir.
Luc se pasó una mano por el pelo oscuro.
–Parece que no vamos a resolver esto en cinco minutos y tengo una reunión. ¿Puedes conseguir una niñera para esta noche?
–Prefiero no hacerlo –respondió–. Deedee ha sufrido mucho y no quiere separarse de mí.
Y la idea de estar a solas con él la asustaba porque aquella breve reunión había revelado una verdad terrible: que la Hattie que había estado enamorada de Luc seguía allí, agarrada a los tontos sueños del pasado.
–Entonces enviaré un coche a buscarte… con una sillita de seguridad para Deedee. Cenaremos en mi casa y mi ama de llaves se encargará de la niña mientras hablamos.
No había nada amenazador en sus palabras pero a Hattie se le hizo un nudo en la garganta. ¿De verdad iba a convencer a Luc para que se casara con ella? Era absurdo. No tenía ninguna razón para escucharla más que mera curiosidad.
¿Por qué no le había dicho que no podía hacer nada? ¿Por qué quería hablar con ella?
Debería alegrarse, pensó. Incluso darle las gracias al cielo porque Luc no estaba casado.
Pero en aquel momento sus emociones eran mucho más complicadas. Porque seguía fascinada por aquel hombre que una vez le había prometido la luna.
¿Qué debía ponerse una mujer para pedir a alguien en matrimonio?
Mientras Deedee dormía, Hattie buscaba en el diminuto armario de su también diminuto apartamento, sabiendo que no iba a encontrar un vestido adecuado. Lo único remotamente decente era un vestido negro que había llevado tanto al funeral de su padre como al de su madre. Tal vez con algún accesorio podría darle algo de empaque, pensó, sacando del joyero la única pieza que no era bisutería barata. La delicada cadena de platino con una perla rodeada de diminutos diamantes seguía tan brillante como el día que Luc se la regaló.
Hattie acarició la perla, recordando…
Se habían saltado las clases vespertinas en Emory para ir al parque Piedmont con una manta y una cesta de merienda. Ella tenía una beca… el padre de Luc era patrono de la Escuela de Arte de la universidad.
Mientras se tumbaban bajo el sol, sintiéndose libres y vivos, Luc se había apoyado en un codo para mirarla.
–Tengo un regalo de aniversario para ti –le dijo, con una sonrisa en los labios.
–¿Aniversario?
Luc le acarició la mejilla.
–Nos conocimos hace seis meses. Estabas comprando una calabaza en el mercado para la noche de Halloween y yo me ofrecí a ayudarte a vaciarla. Tú me sonreíste y entonces lo supe.
–¿Qué supiste?
–Que eras la mujer de mi vida.
Hattie apartó la mirada para que no viera cuánto le emocionaba esa declaración.
–No sabía que los universitarios supieran decir cosas tan románticas.
–Yo tengo antepasados italianos, llevamos el romance en la sangre.
Ojalá fuera cierto, pensó ella. Pero su madre le había metido en la cabeza que los hombres sólo querían una cosa y Hattie se lo había entregado a Luc sin pensarlo siquiera.
Ser la amante de Luc Cavallo era lo mejor que le había pasado nunca. Era el primer hombre de su vida y lo amaba tanto que le dolía, pero se mostraba reservada. Tenía que terminar sus estudios porque una mujer debía ser independiente. Depender de un hombre sólo llevaba al desastre.
Luc metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó una cajita de color azul turquesa de la famosa joyería Tiffany’s. Ella no podría comprar ni un llavero en un sitio tan caro y si se le hubiera ocurrido una negativa amable lo habría hecho, pero Luc la miraba con tal ilusión que la abrió. Dentro había un colgante con una perla que Luc le puso en el cuello.
–Te queda muy bien.
Pero no era verdad. Ella no era la mujer que Luc Cavallo necesitaba. Un día, él ocuparía su sitio entre los ricos y poderosos y ella, con o sin collar, le desearía lo mejor. Porque no era la mujer de su vida, no podía serlo…
El ruido de un coche en la calle interrumpió sus pensamientos, devolviéndola al presente. Frunciendo el ceño, Hattie cerró el joyero. Seguramente Luc no recordaría el colgante. Sin duda, habría comprado muchas joyas en esos años para otras mujeres.
La tarde pasaba, con Deedee protestando porque le estaban saliendo los dientes, y casi fue un alivio cuando un chófer uniformado llamó a la puerta a las seis y media.
El hombre tomó la bolsa de los pañales mientras ella colocaba a Deedee en la sillita. Su sobrina estaba encantada con la novedad de ir sentada frente a ella en un coche tan grande.
Habían pasado diez años desde que rompió con Luc y no habían vuelto a verse desde la ceremonia de graduación. Atlanta era una ciudad muy grande y se movían en círculos diferentes. Ella vivía en un barrio de clase trabajadora y él en West Paces Ferri, uno de los vecindarios más lujosos de la ciudad, donde estaba la mansión del gobernador.
Luc había comprado recientemente una finca allí; Hattie había visto las fotografías en una revista. Ese artículo, acompañado de fotos de Luc, había sido el responsable de que hubiera decidido ir a pedirle ayuda. Pero ver su rostro después de tantos años había resucitado sentimientos que creía olvidados para siempre.
Tal vez era una señal, pensó.
La casa era asombrosa, con profusión de azaleas y glicinias y un largo camino de piedrecitas que llevaba hasta la entrada, con una impresionante puerta doble. Luc salió a recibirla.
–Bienvenida, Hattie.
Ella sintió que le ardía la cara cuando le apretó la mano.
–Tienes una casa preciosa.
–Aún no está terminada. Estoy deseando que acaben de una vez.
A pesar de lo que decía, y a pesar del andamio que había a un lado de la casa, el interior era impresionante. En el vestíbulo, con suelos de mármol y paredes enteladas, había una amplia escalera con barandilla de nogal, una enorme lámpara de araña sobre sus cabezas y, en una consola bajo un antiguo espejo con marco de pan de oro, un enorme ramo de flores blancas.
Hattie miró alrededor, con Deedee callada por primera vez, como si también ella estuviera impresionada.
–Es maravillosa, Luc.
–Gracias –dijo él–. Afortunadamente, ya empieza a parecer un hogar. La pareja que vivía aquí la compró en 1920 y, además de comprarles la casa, he heredado a Ana y Sherman, el ama de llaves y el chófer.
–Es un hombre muy amable –dijo Hattie–. ¿Y Ana?
–La conocerás enseguida. Es el ama de llaves, la cocinera, la jardinera… hace un poco de todo. Tanto su marido como ella sienten tanto cariño por la casa que tengo la impresión de estar a prueba.
Como le había prometido, Ana se encargó de Deedee durante la cena, mientras Luc y ella cenaban.
Luc era un hombre fascinante, inteligente, leído y con un gran sentido del humor. Y, a medida que progresaba la noche, Hattie empezó a sentir una punzada de pesar. Se daba cuenta de lo que había perdido diez años atrás debido a su inmadurez y su cobardía.
Él le llenó la copa de nuevo.
–Supongo que no estás dándole el pecho a la niña.
Hattie se atragantó con el vino.
–Deedee no es mi hija. Es la hija de mi hermana Angela.
Luc la miró, sorprendido.
–¿Y por qué está contigo?
–Angela murió en un accidente de tráfico hace seis semanas. Mi cuñado, Eddie, conducía borracho, y después del accidente salió del coche y desapareció. No sólo murió mi hermana sino las dos personas que iban en el coche con el que chocaron. Angela vivió unas horas… el tiempo suficiente para pedirme que cuidase de Deedee.
–¿Qué fue del padre de la niña?
–Eddie estuvo detenido unos días y ahora está en espera de juicio. Pero te garantizo que no irá a la cárcel, su familia tiene muchos contactos. Al principio, ninguno de ellos mostró la menor preocupación por Deedee pero hace dos semanas me llamaron para decir que querían verme en la finca familiar, en Conyers.
–¿Eddie quería ver a su hija?
Hattie rió amargamente.
–No, qué va. Estaba allí cuando llegué pero ni él ni sus parientes se molestaron en mirar a Deedee. Se referían a ella como «la niña», diciendo que era uno de ellos y debería ser educada en la familia.
–Si no mostraban ningún entusiasmo por ella, no lo entiendo.
–Para Eddie, Deedee sería su as en la manga. Quiere hacer el papel de marido destrozado y padre solo. Si alega que tiene que cuidar de Deedee no irá a la cárcel.
–Ah, ya entiendo –dijo Luc–. Y tú no estás de acuerdo con ese plan.
–Claro que no. Por eso les dije que Angela me pidió que cuidase de ella y que pensaba adoptarla.
–¿Y qué dijeron ellos?