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Lila Ridgefield vive en una idílica ciudad universitaria cerca de Nueva York que no es tan tranquila como todos creen. Y Lila no es lo que parece. Aaron, el marido de Lila, se ha esfumado sin dejar rastro. No se trata de un episodio aislado; hace algunos meses, una estudiante desapareció del campus. Los dos casos podrían ser solo una horrible coincidencia, pero la policía descubre que la estudiante es la tercera víctima de una serie de inexplicables desapariciones en los últimos años. La inspectora a cargo está desesperada por encontrar la conexión, si es que esta realmente existe. En la comunidad, todos están preocupados por el paradero de su querido profesor. Todos excepto Lila que, más que preocupada, está desconcertada por la desaparición de su marido, porque es ella quien lo mató y fue la última persona en ver su cuerpo. Sin embargo, no está donde lo dejó.
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Seitenzahl: 471
Veröffentlichungsjahr: 2024
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mi querida esposa
Darby Kane
Traducción: Susana Sáenz
Título original: Pretty Little Wife
Edición original: HarperCollins Publishers Derechos de traducción gestionados por MB Agencia Literaria, SL.
© 2020 Darby Kane
© 2024 Trini Vergara Ediciones
www.trinivergaraediciones.com
© 2024 Motus Thriller
www.motus-thriller.com
España · México · Argentina
ISBN: 978-84-19767-17-2
Un monstruo.
No vio las señales. Tal vez las ignoró sin darse cuenta. Ahora eran evidentes.
La adrenalina la invadía mientras destrozaba el dormitorio de matrimonio. Volcó la cesta de la ropa sucia y desparramó el contenido. Corrió la cama y se golpeó la barbilla contra el somier metálico al empujar el colchón para revisar si había algo debajo. Gateó por el suelo sin sentir el dolor en las rodillas contra el parquet. Incluso buscó detrás de las pesadas cortinas que él tanto había insistido en poner, ya que la luz de la mañana le daba jaqueca.
El asco retenido en su interior, ocultado con cuidado durante años para que no se derramara y contaminara su aparente paz, explotó. Una oleada hirviente se apoderó de ella, envenenando y borrando cualquier buen recuerdo.
Esas estúpidas cortinas opacas. Había buscado durante semanas el color y la combinación perfecta con el forro oscuro que él le había ordenado comprar. No importaba que a ella le gustara despertarse con la luz de la mañana o que le pareciera que una tela tan gruesa dejaba la habitación en una oscuridad sofocante.
Sus reglas y sus necesidades.
Toda su energía —todo ese odio reprimido— acumulado y concentrado hasta el estallido. La última retahíla de comentarios sarcásticos y malvados que había ignorado. La frustración que había ahogado. La desilusión de haber permitido que su deseo de sentirse normal, de imitar a los que la rodeaban, la había llevado hasta aquí. Hasta él.
Con toda su fuerza, tiró y tiró de las preciosas cortinas. Lo hizo hasta que un grito le subió por la garganta. El sonido de la tela que se desgarraba resonó por la habitación y perdió el equilibrio. La rígida tela de la que había estirado con tanto esfuerzo finalmente cedió. El paño de la izquierda se desagarró desde la barra y la tensión que la mantenía derecha se aflojó con un zumbido.
Se le enredaron los pies y cayó. Aterrizó pesadamente a los pies de la cama y se quedó mirando a un punto fijo en la pared blanca. Deseaba haber tomado mejores decisiones.
Allí, en ese momento de quietud, escuchó el crujido. Esa barrera en lo más profundo de su ser, aislada y en el vacío, que le permitía continuar avanzando dando tumbos e ignorar lo que necesitaba ignorar, voló en mil pedazos. Rabia y disgusto desilusión y culpa. Las emociones arremolinadas se entremezclaban, desbordándola, inundando cada célula.
La oleada de furor se apoderó de su ser y se evaporó en un instante. Se secó y desapareció entre una respiración y la siguiente.
No sentía nada.
Había pasado una hora desde el ataque inicial de furia. Logró incorporarse, pero no mucho más que eso. Se mecía en el borde de la cama tapada por un montón de ropa. La sucia y la limpia quedaron mezcladas por completo. Vaqueros y sudaderas yacían desparramados, arrojados en su prisa por revisar el fondo de los cajones y buscar hasta en el último rincón.
Todo tipo de pensamientos entraron en su mente y salieron enseguida. No podía concentrarse en una idea o buscar una explicación para lo que había encontrado. Ninguna que tuviera sentido o encajara en las historias que él contaba. Ni una.
La verdad la sobrepasó, pero su mente se negaba a centrarse. Cada vez que intentaba armar el rompecabezas, descifrarlo, algo en su interior no funcionaba.
Un hecho tan común había provocado este estado, la había desestabilizado por completo. La ropa. Estaba buscando una camiseta. Él la había culpado de perderla al hacer la colada. Como si eso fuera posible.
—¿Lila?
Dio un brinco al oír su nombre. Él no debía llegar a casa hasta dentro de unas horas. Claro, justo hoy se le ocurría salir temprano. Para sorprenderla.
“¿Qué es lo que quieres ahora?”.
—¿Dónde estás? —le gritó mientras recorría la casa con pasos enérgicos.
Sus músculos estaban paralizados. Se habían contraído, atrapándola en una bruma de visión borrosa y pensamientos confusos.
Esos putos vídeos. Se había torturado mirando el primero. Luego el siguiente. Hasta allí llegó antes de que se le cortara la respiración.
Pasaban los minutos mientras observaba la pantalla del móvil. Sus dedos aferrados a un teléfono que nunca había visto antes. Él lo ocultaba en la cómoda que no le dejaba tocar. Decía que ella no doblaba la ropa como a él le gustaba. Oculto detrás de un montón de camisetas gastadas y descoloridas que prometía que iba a tirar. Tantas promesas… incumplidas.
No hacía falta ser un genio para entender ahora su actitud territorial con el mueble. Era su guarida. El teléfono sin duda tenía para él un significado, de otro modo ella hubiera conocido antes su existencia. No se esconden cosas sin importancia.
La pantalla, ahora apagada porque la batería se había agotado, la atormentaba. En algún punto, a los dos o tres minutos de oír esas voces femeninas dar vueltas en su cabeza, su mente se desconectó. Todos esos años de mandar al fondo la oscuridad, de negar y pretender que había expulsado de su vida ese tipo de horror, de regodearse en la culpa hasta que amenazara con tragársela, atascada en ella. Recuerdos. La inundaron en ese momento. Los gritos y los insultos. Las preguntas. Tantas preguntas.
No podía estar sucediendo de nuevo.
—¿Lila? ¿Dónde coño estás?
La casa era grande, pero no tanto. La iba a encontrar enseguida en el dormitorio principal, al final del pasillo, perdida bajo el montón de sus preciosas pertenencias.
—Oye… —Su voz se apagó cuando entró en el caos del guardarropa y se detuvo—. ¿Qué cojones ha pasado aquí? ¿Por qué has tocado mis cosas?
Sus cosas. Para él todo era de su propiedad, hasta ella misma.
Durante unos segundos Lila le clavó la mirada y se preguntó por qué había aceptado esa primera cita. Seguro que había sido encantador. El típico buen chico con su cabello castaño claro y ojos celestes. Era alto, pero no demasiado. Atractivo en su seguridad. Su sonrisa la había cautivado. Parecía… inofensivo. Eso era lo que buscaba. Alguien amable.
Ahora quería darle un puñetazo a esa boca y seguir golpeando hasta que la envolviera el silencio.
—¿Qué haces ahí sentada? ¿Qué te pasa? —preguntó mientras la rodeaba lentamente, asimilando cada centímetro de su desenfreno.
—Estaba buscando tu camiseta. —Su voz sonó tan firme que hasta ella se sorprendió.
—La que perdiste —dijo como si fuera un hecho consumado—. Te agradezco el esfuerzo, pero me tendrías que haber consultado antes de revolver mis cosas.
—También vivo aquí.
—De acuerdo, pero debes admitir que esto parece…
—¿Qué parece? —No tenía ni idea cómo torcería él los hechos para zafarse esta vez.
—Pareces trastornada.
Por supuesto, era típico que la culpara.
Esta vez, solo esta vez, no estaba tan equivocado. Se sentía desencajada. Sostenida por una pizca de voluntad y nada más.
—Encontré esto. —Sostuvo en su mano el teléfono recién descubierto.
Él se mantuvo inmutable. Ni una mueca en su boca.
—¿Qué es?
Cómo si no lo supiera. El puto mentiroso.
—No sigas. Es tuyo y los dos lo sabemos.
Él respiró pesadamente. Fue como un suspiro de cansancio, como si hubiera tenido que soportarla durante demasiado tiempo y ya no la aguantara más.
—Ahora no te pongas histérica.
Trataba de volverla loca. Lo sentía en el falso tono tranquilizador de su voz. En cada sílaba.
—Ni siquiera me he movido.
Mantuvo con esfuerzo el tono neutral de su voz. Sacó de las palabras toda emoción para impedir que él la usara en su contra.
Miró el teléfono y después al rostro de Lila.
—Has dejado volar tu imaginación. Te conozco bien.
No era cierto, pero había que ver cómo se las arreglaba para ser la víctima en esta situación.
—No es verdad —dijo Lila.
—Mira este desastre. —Se acercó hacia la cómoda vacía.
Ella apretó el teléfono en el puño.
—Ni siquiera se te ocurrió cambiar el pin.
—Ya está bien. —Cuanto más se adentraban en el pantano emocional, más controlaba él la situación. Esa voz apaciguadora. Hasta levantó las manos jugando a rendirse, como si tuviera que calmarla a ella—. Escúchame.
—Adelante, trata de explicarte.
—No tengo por qué. —Terminó la frase en ese punto y le sostuvo la mirada con firmeza—. En realidad no es nada. Una broma de un par de estudiantes que se descontroló. Nada de qué preocuparse.
Él creía que ella era idiota. No había otra explicación.
Le temblaba todo el cuerpo, pero trató de mantenerse erguida. Logró quedarse de pie y permanecer allí.
—Sé lo que he visto.
Él volvió a suspirar, lleno de indignación; su paciencia se estaba agotando.
—Lo que crees que viste. Porque te aseguro que estás equivocada.
Seguía el intento de volverla loca.
Ahora el juego se volvió contra ella. Construía frases y manipulaba la historia para que ella quedara como la que actuaba de manera poco razonable. Le daba la vuelta y tergiversaba los hechos hasta hacerla cuestionarse su mente y sus ojos. La llevó a dudar de todo menos de él mismo.
Pero esta vez no. Había hecho algo que no admitía ninguna explicación, ni que escapara como una rata o se escabullera sin consecuencias.
Sus dedos se clavaron aún más en el teléfono.
—Lárgate.
Toda esa falsa amabilidad se esfumó mientras su boca se torcía en un gruñido:
—Es mi puta casa.
Nunca le había pegado, pero tal vez había sido pura casualidad y un poco de suerte. Un poco más de presión y hubiera sucedido.
Cada célula de su cuerpo le pedía a Lila que se moviera, pero se negó a retirarse. Se adelantó un paso más, desafiándolo abiertamente. Cuestionando que algo fuera solo de su propiedad. Levantó la barbilla un poco más.
—La casa es de los dos.
De un zarpazo, él la agarró de la garganta.
—Dilo de nuevo —la desafió.
Ella trató de tragar, pero no pudo hacerlo. Dijo su nombre y la voz salió como un susurro. Su espíritu se negaba a rendirse.
—Es de los dos, tan mía como tuya.
Esos dedos apretando su piel. La palma que le presionaba la garganta. A ver si ella se atrevía a desafiarlo al límite. No apretó más, pero el odio que lo invadía le dio la certeza de que podía hacerlo sin remordimientos. Puro desdén. No hay otra forma de describirlo. Como si su desaparición no le importara en absoluto.
Se inclinó sobre ella hasta que su boca alcanzó su oreja.
—¿Has pagado por esta casa, Lila? ¿Algún pago de la hipoteca? ¿Los impuestos? ¿La factura del agua?
Había puesto el nombre de Lila en las escrituras, pero para él la casa era suya. Metía dinero en la cuenta conjunta para hacer los pagos. Ni un dólar de más. Dejaba que ella firmara los cheques, pero cada mes él controlaba cada centavo. Y esperaba que ella lo considerara generoso.
—Nunca me diste esa posibilidad.
Ella quería que ambos fueran iguales, es lo que había firmado cuando se casaron. Es lo que habían acordado. Pero cada año él aumentaba el control y disminuía el rol de Lila. La convirtió en una muñequita bien vestida con la que se pavoneaba por la ciudad.
Ella se resistió acompañándolo cada vez menos a cenar y no asistiendo a sus eventos. Él la adulaba y la presionaba, y ahora se daba cuenta de cómo la manipulaba. No era más que un gran engaño hasta este paso en falso.
—Yo manejo esta casa —dijo él.
Su dinero. Su casa. Él tomaba las decisiones, hasta las que afectaban a su trabajo y el lugar donde vivían. Él, él, él.
Había cedido demasiado terreno. No tenía ni idea cuándo había sucedido o por qué había dejado que su vida se empequeñeciera de ese modo.
“Se acabó”. Esa tácita declaración resonó en su interior.
—Hazlo o déjame irme. —La voz de Lila se quebró contra la mano de él.
Él la miró disgustado.
—¿Hacer qué?
—Mátame. Así es como termina esto, ¿no? —Cada movimiento y la furia en su voz iban en esa dirección.
A pesar de su necesidad de controlarlo todo, su carácter era bastante estable. Pero ella había desatado algo en ese momento. Algo que podía destrozarlo y arruinar su brillante reputación alimentada por buenos gestos con los vecinos y su falsa sonrisa. Era como si el punto de ruptura de Lila esa tarde hubiera provocado también el de él.
Meneó la cabeza, pero no soltó el cuello de Lila.
Su mano cubrió la garra que la aprisionaba. Trató de soltar los dedos, de separarlos aunque fuera un poco, mientras el pánico le cerraba la garganta.
Entonces la soltó de repente, dejando caer su brazo. La rapidez del movimiento la hizo tambalearse hacia delante, cuando todo lo que quería era escapar.
Después de unos segundos de inestabilidad él la rodeó con sus brazos para que no se cayera.
—No soy un hombre que pegue.
—¿Es ese el criterio? Como no me pegas eres un gran marido.
—Me estás provocando Lila; para, te lo advierto. —Ni siquiera pestañó mientras ella le clavaba la mirada—. Este tema del teléfono en realidad no es nada. No dejes que tu imaginación invente detalles que no existen.
—Los vídeos…
Él chasqueó la lengua.
—Ya te lo dije. Unas chicas tontas haciendo tonterías. Nada más.
“Mentiroso”.
Parecía que él hubiera olvidado cómo había sido la vida anterior de Lila. Ella era capaz de una gimnasia verbal mucho más efectiva que la de él. Hubiera tenido además la astucia de no usar en un móvil secreto la misma contraseña de su teléfono normal.
—Si fuera solo eso, ¿por qué los guardaste? ¿Y por qué escondiste el teléfono?
—Por seguridad.
—¿Por qué? Incluso si los vídeos fueran una broma, podrían ser usados para perjudicarte. Oí tu voz en uno de ellos. —Le asustaba no poder olvidar lo que había oído—. Explícame de qué manera te protegiste. O nos protegiste.
—Me molesta el tono que estás usando. —Cuando ella comenzó a responderle, él levantó la mano y empezó a hablar interrumpiéndola—. Esta discusión se ha terminado. Te he dicho lo que necesitas saber y ahora puedes dejar de preocuparte. El tema es más complicado que unos simples vídeos. Lo tengo todo bajo control.
Sabía que era mentira. Todo era una gran mentira. No preguntó nada más, porque las respuestas serían más de lo mismo. Tonterías y malditas mentiras.
Él sonrió, haciéndola sentir como una presa de caza más que como una esposa.
—Ya que hemos resuelto el tema…
Se inclinó y la beso en la frente. Ella luchó por controlar a medias un estremecimiento. Tal vez su intención era distraerla porque en un rápido movimiento se apoderó del teléfono antes de que ella pudiera darse cuenta.
—Ordena la habitación. He vuelto temprano para llevarte a cenar, pero no puedo soportar semejante desorden —dijo mientras salía de la habitación, con el móvil en la mano.
Para él eso era todo. Realmente creía que sus comentarios y pobres explicaciones daban por terminada la conversación. Que ella olvidaría lo que había visto y continuaría con su vida. Que era tan estúpida que no se le habría ocurrido enviar los vídeos a su dirección de email antes de que se agotara la batería del teléfono secreto.
Iba a revisarlos para analizar cada detalle. Y no, no permitiría que se saliera con la suya y revirtiera la culpa sobre ella. Él sabía perfectamente cuál era la situación por la que no volvería a pasar… y acababa de destrozar el matrimonio exactamente por ese motivo.
Esta vez ella sabría qué hacer. No había podido hacerlo antes, pero sí lo lograría ahora.
Ella sería la que lo detendría.
Seis semanas más tarde, finales de septiembre
Un jueves normal
El relativo aburrimiento de las habituales mañanas de su agenda volvía a la mente de Lila Ridgefield cada vez que recordaba ese día. Ninguna diferencia. Nada que llamara la atención.
Caminó toda la mañana, desorientada e inquieta. Sostenía en sus manos una taza de café mientras iba pasando de hirviendo a tibio, a amargo y frío. Poco después de las diez abandonó el cómodo pijama y se puso unos pantalones negros elegantes y una blusa de seda verde. El tipo de atuendo que usan las señoras que salen a almorzar al club y que no tienen mucho más que hacer con su tiempo.
La asaltó la tentación de ponerse una sudadera o unos pantalones de yoga, pero no cedió. Mantendría la imagen que le gustaba a Aaron, incluso por la mañana. La ropa más informar estaría fuera de lugar. La gente lo notaría. Hoy todo tenía que parecer normal. Pasar desapercibida para que nada pareciera raro, o peor aún, llamativo.
En cuanto estuvieron casados, Aaron le había indicado cómo debía vestir. Después de haber pasado una infancia difícil, con la pérdida de sus padres, insistía en que una familia debía mostrarse de un modo particular al mundo exterior. Su esposa —al menos hacia fuera y frente a los demás— debía aparecer bien arreglada y proyectar una imagen determinada todo el tiempo. En cuanto a ellos, era importante tener un servicio de limpieza semanal y otrode comidas a domicilio para las ocasiones en que ninguno tuviera deseos de cocinar. Para que vieran qué exitosos eran.
Lila atribuyó sus peticiones a su visión idealizada de la familia. Una diferente a la que él había tenido. Creía que, con el envoltorio exterior, la gran casa y la esposa perfecta, todo el resto vendría por sí solo. Nadie podría cuestionarla o destruirla. Ella lo comprendía porque había logrado superar una niñez disfuncional y sabía cómo aferrarse a cosas algo irracionales para sobrevivir.
Al principio del matrimonio el código de vestimenta impuesto por Aaron, aunque un poco molesto a veces, no fue un problema. Se adaptaba bien a lo que ella tenía que usar en el bufete de abogados. Eso cambió cuando se mudaron y ella dejó su trabajo, pero sus exigencias de perfección no se aplacaron.
Ahora él no podía jugar ese juego. Gracias a ella.
Hoy se regirían por sus reglas. Eligió el atuendo perfecto para salir a la larga avenida que serpenteaba hacia su espléndido chalet en la cima de la colina. Bien peinada y poco maquillada. Lista para fingir el duelo.
Los jardineros tenían todo el mérito por el césped impecable y los arbustos de formas intrincadas. Su contribución se limitaba a firmarles un cheque por sus servicios cada mes. De niña, su padre consideraba que cortar el césped era un trabajo de hombres, convencido de ella podría hacerse daño. Los sermones sobre qué era y qué no era apropiado para ella se iban diluyendo en su mente. Su voz firme llena de desaprobación. La forma en que le gritaba “¡Jesús!” a su esposa, con tanta frecuencia que Lila tardó mucho en darse cuenta de que no era parte del nombre de su madre. Justo cuando comenzaron las murmuraciones sobre sus padres.
Un zumbido comenzó a sonar en su cabeza. Los recuerdos arañaban y pataleaban, desesperados por liberarse de la barrera invisible que ella había montado para suprimirlos. Hizo lo que siempre había hecho para sobrevivir. Bloquear y volver a centrarse en algo, esta vez en el cálido sol. Sus rayos la envolvían, atravesando el frío matinal.
Se tocó el botón superior de la chaqueta de seda que llevaba sobre los hombros y observó el borde tan bien cortado donde el césped se unía al pavimento. Esa línea, demasiado perfecta, pedía a gritos unas flores. Un toque de color en ese mar marrón. Casas marrones sobre piedras marrones. Persianas marrones con una puerta principal marrón más oscuro.
Aaron había comprado la casa sin consultarla unos cuatro años atrás. Ella se había quedado en Carolina del Norte para ordenarlo todo antes de la mudanza. Él había viajado para una rápida reunión sobre su puesto de profesor y la llamó, entusiasmado, contándole la oportunidad que había encontrado. Resultó que la fontanería y la instalación eléctrica de “la oportunidad” eran tan precarias que no se podía encender más de dos lámparas en la sala al mismo tiempo durante los primeros meses en los que vivieron allí.
Ya había firmado la oferta cuando la telefoneó. Por supuesto. Incluso en esos primeros tiempos, llena de esperanza y de un optimismo infantil sobre la posibilidad de un futuro mejor que el de sus padres y de cómo se forjarían un camino, Lila no reconoció su maniobra. En realidad, era una total indiferencia por su opinión. Algo secundario.
Ahora había aprendido. Desgastada pero abierta a la verdad para aceptar la importancia mínima de su persona en el pensamiento y en la vida de Aaron.
Volvió a concentrarse en la perfección de ese borde verde y pensó en el color rosa. Aaron lo odiaría. Le parecía que el rosa era una afrenta directa a su masculinidad. Así que las flores de primavera serían rosas.
Después de una rápida ojeada a la tranquila calle del barrio residencial, sacó su móvil del bolsillo y revisó los mensajes. No había nada nuevo.
Inesperado, pero aún era temprano.
Fue hasta el buzón. Después de que Aaron lo hubiese arrollado con el coche durante una fuerte tormenta de hielo en marzo, lo cambió por otro con la forma de un pato. Hacía bromas con qué genial sería que pudiera graznar. Se pasó la tarde que lo compró dando vueltas a la casa y asustándola, gritando “¡Cuac!”. Lila no entendía por qué le hacía gracia o qué significaba el pato para él. Por entonces muchas de las cosas que hacía o decía Aaron le resultaban un misterio.
Un cartel colgado de la barriga del pato se burlaba de ella. LOS PAYNE. En letras mayúsculas, un nombre que ella nunca había acordado adoptar, informal o formalmente. Ridgefield era lo último que le quedaba de su pasado. Se aferró al apellido incluso cuando aceptó casarse con alguien tan herido como ella.
Su negativa a capitular en este tema abrió una grieta en el centro de su matrimonio. Su determinación terminó en una disputa conyugal que duró años.
Además, se agregaba la presencia del artículo: LOS. Lila se atrevió a cuestionarlo y, en un ataque de ira, él pateó el buzón y rompió el perno. La fuerza del golpe arrancó la bisagra izquierda y lo dejó balanceándose con un chirrido de metal contra metal.
Lila dejó desde entonces el odioso letrero colgando en esa posición. Torcido. Medio roto y descentrado. Le pareció que era la metáfora perfecta de su matrimonio.
—¡Lila!
La voz melodiosa le dio escalofríos. Se las arregló para sonreír mecánicamente al volverse para enfrentarse a su omnipresente vecina.
—¡Hola!
Cassie Zimmer. Todas sus frases terminaban en un tono ascendente como si estuviera haciendo una serie interminable de preguntas en vez de estar hablando. Sonreía sin parar. Simplemente eso ya le daba a Lila ganas de abofetearla. No lo hacía, por supuesto, pero la tentación era fuerte.
Desde el día en que se habían mudado, Cassie había sido la vecina perfecta. Le llevó galletas cuando le hizo la visita de bienvenida y se quedó dando vueltas por la sala de estar más de la cuenta, le hizo un montón de preguntas personales con el pretexto de “conocerse más” mientras curioseaba las cajas aún sin abrir. Lila había incluido a Cassie en su lista mental de personas insoportables. Cassie nunca logró perder ese estatus.
Era la vigilante del vecindario. No es que alguien le hubiera pedido que lo hiciera. Lo peor es que Cassie parecía presentir esas raras ocasiones en las que Lila salía de casa un momento para tomar aire fresco durante el día y la asaltaba, sin darse cuenta de que la molestaba con sus alegres saludos.
La verdad es que no era culpa de Cassie. Tal vez no era tan ofensiva. Incluso se podría decir que era una buena vecina porque sería la primera en llamar al 911 si veía a algún sospechoso merodeando por allí. Pero para Lila la privacidad era importante y también su espacio personal, y Cassie era, en definitiva, solo una conocida.
—¿Estás pensando en arreglar el jardín? —dijo Cassie con un tono negativo—. Tal vez no sea la mejor idea. No es temporada.
Esa charla intrascendente. Lila la detestaba.
—Necesitamos color aquí fuera. —En realidad, quiso decir que a ella le gustaría más color. Lo que Aaron deseara ya no importaba más.
Cassie se puso a juguetear con el cartel roto del buzón, tratando de colgarlo derecho como si con eso pudiera arreglar los problemas domésticos.
—Se ha roto la bisagra.
—Ah… —Cassie la miró—. ¿Qué ha pasado?
Lila no se molestó en darle más explicaciones.
—Faltan los tornillos.
Cassie abrió los ojos por la sorpresa.
—Me pregunto qué le pasó al buzón.
Cosa de Aaron. Basta de charla.
—Tengo que entrar a la casa.
Lila no había dado ni dos pasos cuando Cassie volvió a la carga.
—Estás muy guapa. ¿Vas a trabajar?
—Sí, como todos los días. —La semana anterior, un profesor colega de Aaron había pasado a dejar algo en su casa y bromeó diciendo que ella casi no trabajaba. Intentó después mejorar el desafortunado comentario explicando que quiso decir que ella en realidad no necesitaba trabajar. Su voz irritante todavía resonaba en sus oídos. El tema de su trabajo era un punto de presión que le hacía rechinar los dientes. Solo faltaba que Cassie lo encontrara y se ensañara con él—. Sí, tengo que hacer una investigación.
—Debe ser muy interesante revisar todas esas casas. Cotillear dentro y ver lo que está pasando en su interior.
No era posible que Cassie no se diera cuenta de que quería terminar la conversación. Lila no podía creer que no la escuchara… o que no viera su intento de escapar por el camino de entrada de vuelta a la casa.
La ansiedad que había combatido durante décadas comenzó a apoderarse de Lila. Su control se acercaba al límite y no tardaría en explotar. Entonces la oleada interior comenzaría a dominarla. Y eso tenía que suceder sin público. A su manera.
Cuando ella decidía estar “así”, no había problema. Había desarrollado la habilidad de parecer cómoda cuando el instinto de huir se apoderaba de ella. El tono de su voz se volvía más grave, hablaba más despacio para que pareciera que mantenía el control. Se concentraba para que no le temblaran las manos.
Pero en este momento no estaba para merecer un premio a su actuación. Se habían juntado muchos motivos de presión. Ya no tenía las reservas para actuar como los demás esperaban que actuara.
Sacó el móvil del bolsillo para mirar. La evasión a veces ayudaba, pero no había ninguna llamada. Ninguna excusa viable para transportarla a otro lugar.
¿Por qué no entraba esa llamada? ¿Por qué tardaba tanto?
—Seguro que estás todo el tiempo hablando por teléfono —comentó Cassie al pasar, pero como Lila no le contestó, volvió a la carga para llenar el silencio—. Como agente inmobiliaria, tienes que estar siempre disponible, ¿no?
—Algo así.
Ella trabajaba el tiempo que quería. Eso sí se lo había concedido… o al menos era lo que Aaron decía. Él se iba a trabajar, a enseñar matemáticas a unos estudiantes de bachillerato llenos de hormonas que consideraban al cálculo diferencial un castigo, mientras ella se quedaba en casa.
En una ocasión, unas mujeres del pueblo se le acercaron mientras tomaba un café, esas que disfrutan de las charlas superficiales y los cotilleos, y le dijeron llenas envidia lo afortunada que era de tener un marido como Aaron. Como si actuar de mujercita preciosa fuera un don y no una sentencia perpetua al aburrimiento.
—¿Te apetecería venir a…?
El crujido de los neumáticos sobre la grava ahogó el final de lo que parecía una indeseable invitación a tomar café. No había sentido nunca tanta felicidad por la llegada de una visita. En realidad, nunca le habían gustado las visitas, hasta este momento.
Reconoció el sedán negro que a voces anunciaba: “Mi ego es tan grande como la cuota mensual que pago por este coche”. Brent Little, un compañero de golf de Aaron, su mejor amigo y director del instituto, se bajó del sedán. Vestía un traje azul marino y definitivamente tenía el aspecto del tipo que está buscando una novia para reemplazar a la esposa que lo había dejado después de dieciséis turbulentos años de un matrimonio infeliz.
Durante los dos últimos años, Brent había mantenido esa imagen de ir siempre arreglado, de ejercitarse hasta el agotamiento, ese falso bronceado. Las novias iban y venían, impresionadas por su apariencia y, según imaginaba Lila, huían luego, horrorizadas por la magra cuenta bancaria de un hombre que pagaba por orden judicial la pensión alimentara y la manutención de sus hijos que vivían en otro estado.
Lila sonrió, esta vez con sinceridad porque Brent reemplazaba a Cassie como compañía.
—¿No tendrías que estar poniéndoles castigos a los chavales y escondiéndote en la sala de profesores a estas horas?
A pesar del tono burlón de Lila, la expresión de Brent no cambió. Fruncía el ceño y sus labios se mantenían apretados. Su habitual sonrisa había desaparecido y sus pasos eran titubeantes, en lugar de tener la firmeza que tenía en el instituto.
“Por fin”. Allí estaba. Había estado esperando una visita toda la mañana. No pensaba que fuese él. Daba igual.
Se detuvo frente a Lila, echando un vistazo en dirección a Cassie antes de empezar a hablar:
—¿Está Aaron en casa?
Lila sintió que algo se hundía en su interior. Algo iba mal. No es lo que debería estar diciendo.
—¿Por qué tendría que estar en casa?
—No ha venido a trabajar. Lo he buscado por todas partes. No ha avisado de que se sintiera mal, y cuando no he tenido noticias tuyas…
“No era posible”.
—Espera un segundo. —Respiró profundamente y trató de controlar las preguntas que bombardeaban su mente—. Me he levantado y él ya se había ido como siempre. Fue al instituto.
Porque así era como lo hacían. Ella se dormía tarde, leyendo o viendo la televisión. Él salía a correr bien temprano y se preparaba el desayuno, todo sin molestarla a ella, que se despertaba cuando él se estaba yendo. El sistema les funcionaba. Así era el horario… hasta hoy.
—Hay que buscar su coche. —No podía creer que tuviera que especificar tanto para que se resolviera. En fin.
—Hace dos horas que lo estoy llamado y no responde. —La voz de Brent se quebró.
—Su coche tiene que estar allí. —Lila sabía que era así.
Brent sacudió su cabeza.
—¿Dónde?
En el campo detrás del estadio de fútbol donde él entrenaba al equipo de hockey. Era el lugar exacto donde debía estar porque allí es donde ella lo había dejado unas horas antes mientras esta parte del mundo estaba sumergida en tinieblas.
Se forzó a mantenerse concentrada.
—En el instituto.
Comprendió el error. Era predecible. Aaron habitualmente aparcaba el coche en un lugar designado cerca de la entrada de atrás. Hacia la derecha, primera fila. Para Aaron ese lugar privilegiado era como una distinción de honor. Pero hoy no estaría allí el coche, y ya deberían haberlo encontrado a estas horas.
—Escúchame, por favor. —Brent la cogió del brazo y lo apretó con suavidad—. No está en el instituto. Nunca llegó.
Qué ridículo. ¿Es que era tan difícil encontrar un coche con un cuerpo dentro?
—No lo entiendo. —Las palabras salieron ahogadas por el nudo de ansiedad que le oprimía la garganta.
—Es probable que no sea nada. Un accidente sin importancia. —Cassie no llegó a pronunciar el final de la frase—. Puedo llamar a…
La voz angustiada de Cassie se fue apagando hasta que todo lo que Lila pudo oír fue el torrente de su sangre que abandonaba su cuerpo.
—Tiene que haber una explicación —dijo Lila tratando de controlar su mente y creer en lo que decía, pero no lo logró.
—Sí —asintió Cassie con ánimo conciliador de buena vecina—. Por supuesto.
—Tal vez necesitaba un día de descanso de los alumnos.
Brent soltó una risa fingida, más nerviosa que sincera.
—A mí me tienta la idea de vez en cuando.
Todas las palabras de consuelo se mezclaban en la mente de Lila. Brent pasaba de cogerla del brazo a darle palmaditas. Se oyó finalmente la voz de Cassie haciendo la prometida llamada. Lila la escuchó murmurar las palabras “policía” y “desaparecido”.
“Desaparecido. Desaparecido. Desaparecido”.
La cruda verdad la golpeó tan fuerte en el pecho que sintió que no podía respirar. Nunca llegaría la llamada que estaba esperando porque el coche de Aaron no estaba en el aparcamiento del campo de deportes. No había ningún coche que encontrar. A pesar de su cuidadosa planificación, él se había ido.
Tenía que encontrar a Aaron antes de que él la encontrara a ella.
En esta época del año, el tiempo en el área de Ithaca oscilaba entre el otoño y el principio delinvierno. Bajaba la temperatura. Aparecían los jerséis y el calzado de abrigo. Esta parte de Nueva York, rodeada por los lagos Finger y bordeada por el lago Cayuga, era la quintaesencia de lo “bucólico”. Los árboles encendidos en vibrantes colores. Cascadas y senderos para caminantes. Frondosos jardines y muchos sitios cuyos nombres contenían la palabra “cañón”.
Una ciudad con la agitación de un pequeño pueblo que se expandía y se contraía cuando las tres universidades de la zona —Cornell University, Ithaca College y Tompkins Cortland Community College— se llenaban y se vaciaban con el paso de las estaciones. Un lugar donde la gente podía disfrutar la combinación de aire libre con vida académica. Los pasatiempos locales favoritos incluían salir en lancha, tomar café e insistir en que nadie, medianamente inteligente, viviría en la ciudad de Nueva York durante más de un par de años sin enloquecer.
Lila fue trasladada a una vecindad en las afueras de Ithaca después de conocer a Aaron en Carolina del Norte, ocho años atrás, poco menos de un año después de su boda. Para Aaron la mudanza al norte fue una cálida vuelta a casa, o al menos algo más cerca. Había crecido un poco más al este, en el centro del estado de Nueva York.
A Lila le parecía que era la misma zona, pero la gente tradicional de Nueva York conocía el rompecabezas de fronteras geográficas y su código secreto. Nueva York central no es el norte del estado de Nueva York. No tienen nada que ver, aparte de un gobierno estatal común, compartido con el sur del estado.
Lila estaba en la plaza de aparcamiento vacía donde Aaron dejaba su coche. Miraba la arboleda que rodeaba el edificio de ladrillo visto de una sola planta y los campos de entrenamiento en la distancia. Su mirada esquivó los vehículos, muchos azules o rojos, al final del aparcamiento. Recorrió con la vista los campos y vio a niños que corrían o practicaban algún deporte. Ninguna señal del coche de Aaron. Ningún grito de quien descubriera su cuerpo inmóvil al mirar por la ventanilla.
Tratando de terminar con este embrollo, le había insistido a Brent que entrara por la puerta de atrás de los terrenos del instituto. Que diera una vuelta, a ver si Aaron por casualidad estuviera fuera haciendo un entrenamiento improvisado o hubiera salido a tomar un poco de aire. Esa era la excusa. Se quedó unos minutos en silencio mientras trataba de buscarle sentido a los acontecimientos de esa mañana.
Se concentró en el lugar exacto donde había dejado el coche de Aaron unas horas antes. Con las luces apagadas, el coche se sacudía entre la hierba alta y los baches a menos de diez kilómetros por hora. Bastante antes del amanecer. Esquivando las cámaras de seguridad.
Lo había planeado todo y, de algún modo, había fallado.
Solo Aaron podía molestarla así, incluso muerto.
Sonó el timbre dentro del edificio. Unos segundos después, el barullo de las conversaciones y las risas se coló a través de las paredes del instituto y flotó hasta ellos. Lila se centró en las líneas blancas, medio borradas, y en el número veintisiete, impreso en el suelo. El número de la plaza de Aaron.
—¿Lila?
La voz de Brent irrumpió en el estruendo que resonaba en su cabeza. Cassie se había ofrecido a quedarse en su casa por si Aaron volvía. Brent mencionó a la policía e hizo preguntas. Lila oía las palabras que rebotaban en su mente, negándose a entender.
—¿Estás bien? —preguntó.
“No, por supuesto que no”.
—¿Dónde está su coche? —La pregunta martilleaba en su cabeza hasta que pasó a un segundo plano.
—Debe haberse ido a dar una vuelta, a despejarse o a reírse de nosotros por no confiar en que está todo bien. Está disfrutando el día, volverá y se disculpará.
Error. Brent no sabía qué equivocada era su respuesta. No podía saberlo, pero ella sí. Si Aaron volviera a aparecer —si el cabrón estaba vivo— su ira destruiría todo a su paso, empezando por ella.
Sacó su móvil y abrió la aplicación que Aaron le había habilitado en caso de que perdiera su teléfono. Lila había agregado el teléfono de él, y en ese momento trató de localizarlo.
Nada.
—¿Una escapada inexplicable encaja con su personalidad? —A la voz le siguió el portazo de la puerta de un coche.
Lila desvió su atención, que era sin duda la intención de esa mujer. Peso y altura promedio. Curvilínea. Un rostro redondeado y grandes ojos oscuros. El cabello corto y negro y un andar enérgico. Lila no la había visto nunca.
—¿Perdón?
—Ginny Davis —se presentó dándole una tarjeta—. Inspectora jefa.
Lila dio vuelta la tarjeta en sus manos, demasiado nerviosa como para leer el texto que bailaba ante sus ojos.
—¿Investigaciones?
—DIC.
Lila la miró, pero no dijo nada.
La mujer se explicó de todas maneras.
—Departamento de Investigaciones Criminales, Oficina del Sheriff del Condado de Tompkins.
La policía… ¿tan pronto? Lila trató de calmarse. Todo se movía demasiado rápido y en la dirección equivocada.
—¿Cómo ha llegado aquí tan rápido?
—La llamé yo —murmuró Brent—. Bueno, en realidad fue mi secretaria. Tu vecina también llamó a alguien.
La investigadora asintió.
—En la oficina recibimos tres llamadas esta mañana sobre un profesor desaparecido. Yo estaba terminando otro asunto y acordé pasar por aquí a ver qué había sucedido.
Había aparecido demasiado rápido. Diablos, ni siquiera tenían un cuerpo. Lila no podía pensar en nada más.
—Entonces, ¿usted cree que Aaron está realmente en problemas? —preguntó Brent.
La investigadora encogió los hombros.
—No hay forma de saberlo por ahora.
La respuesta le pareció bien a Lila. Inteligente y efectiva. Sin falsas promesas. Era lo que correspondía a la apariencia de esa mujer de traje azul marino. No era caro, pero tampoco parecía ordinario. El tipo de traje que siempre queda bien excepto por los pantalones, un poco largos, y por la cintura, que debía llevar un cinturón.
Observó todo el escenario sin disimulos y también inspeccionó con la mirada a Brent y a Lila.
—¿Es usted la señora Payne?
Oír el nombre atravesó a Lila. Se bloqueó.
—Lila Ridgefield.
—La esposa de Aaron —dijo Brent rápidamente, como si la mujer necesitara su ayuda para comprender.
Ginny, que así era como Lila ya había empezado a percibirla, no como una investigadora anónima sin rosto ni nombre, ni siquiera pestañeó.
—Varias personas parecen preocupadas por su marido y su paradero. Parece que no hay motivos para preocuparse. La mayoría de las personas aparece un día o dos después con alguna explicación.
Bueno, más vale que eso no pasara.
—Su respuesta no responde en realidad a mi pregunta. ¿Por qué está aquí ahora?
—Estoy haciendo esta visita como un favor. Por ahora no hay nada que investigar. —Ginny se dirigió entonces a Brent—. ¿Señor Little?
—Sí. —Después de un rápido apretón de manos, Brent volvió a quedarse un poco por detrás de Lila—. ¿No se supone que se deben esperar cuarenta y ocho horas antes de comenzar la investigación?
—Eso es un mito hollywoodense basado en el supuesto de que a los adultos a veces les da por irse de paseo, pero normalmente vuelven. No queremos malgastar los recursos, pero tampoco queremos perder tiempo precioso de búsqueda. —Ginny arqueó sus cejas mientras su mirada iba de Brent a Lila—. A menos que deseen que nos mantengamos al margen por alguna razón.
—No. —Brent avanzó dando un paso firme antes de disparar su respuesta—. No, por supuesto que no.
—Si alguien está realmente desaparecido, preferimos saberlo inmediatamente y comenzar a trabajar —dijo Ginny y se volvió a mirar a Lila— antes de que se pierda la pista.
—Por supuesto —asintió Brent mientras recuperaba la compostura—. Cuando Aaron no apareció hoy fui directo a su casa y le di la noticia a Lila.
—¿Qué noticia? —Ginny frunció el ceño.
—Que mi marido no estaba donde se suponía que debía estar.
Brent asintió.
—Quiso venir al instituto para verlo por sí misma.
La conversación le pareció a Lila demasiado obvia como para justificar la intensidad de la mirada de Ginny.
—¿Cuándo vio a su marido por última vez, señora Ridgefield?
Ahora empezaban las preguntas. La necesidad de dar explicaciones. Escarbaría en su vida matrimonial. Desmenuzando cada frase, cada elección, cada momento de su vida con Aaron. Él había desaparecido y ahora el foco estaba en ella, proyectando sombras por todas partes. Él no estaba donde debía y ella pagaría por esto.
Se había preparado para todo tipo de imprevistos, pero no para esto. Todo dependía de que encontraran a Aaron.
—Anoche. —Lila respiró hondo.
—¿Esta mañana no?
La danza verbal le molestaba a Lila. La investigadora, o lo que fuera, tenía que hacer su trabajo. Lila necesitaba encontrar a su marido y no creía que nadie que no lo conociese, que pudiese caer bajo la seducción de su atractivo exterior, podría encontrarlo tan rápido como ella.
—No, por eso le dije que lo vi anoche.
Ginny dirigió su mirada a Brent.
—¿Es Aaron el tipo de persona que se coge un día libre sin avisar?
La pregunta era fácil de responder porque se trataba de un rasgo que enorgullecía a Aaron y que exasperaba a Lila.
—De ninguna manera. No ha faltado ni un solo día en los cuatro años que lleva trabajando aquí —negó Brent meneando la cabeza—. Ni uno solo. Viene incluso cuando está enfermo, lo cual es contrario al reglamento, pero hemos hecho una excepción. Su trayectoria y su personalidad nos llevaron a llamar a su oficina en lugar de esperar a que apareciera.
—Así es él. —Lila no estaba segura de si esto la ayudaba o no, lo que quería era ser quien más reforzara esa visión de Aaron en todas y cada una de las intervenciones de la ley.
—De acuerdo. —Ginny mantuvo la mirada en Lila antes de pasar a Brent nuevamente—. Entiendo lo que ambos dicen, pero ¿hay algún lugar…?
—Los días laborables durante el período escolar él viene a trabajar. Esa es la cuestión. —El martilleo en la cabeza de Lila no cesaba, hasta el punto de consumir toda su atención.
Ginny se volvió repentinamente hacia Lila.
—Excepto hoy.
Llegaba jaleo desde el instituto. Dos muchachos que gritaban aparecieron empujándose, jugando con torpeza. Nadie salió a verlos o a seguirlos en esta suerte de lucha libre, pero desde dentro varios rostros se asomaron a mirar por la puerta acristalada y se agrupó un público entusiasmado con la pelea.
Brent dirigió su atención a la escena.
—¿Me disculpan un momento?
Se marchó dando grandes pasos con sus largas piernas y en segundos llegó hasta la puerta. En ese instante cesaron los gritos juveniles de aliento a los contendientes. Después de señalar a los culpables, el caos se trasladó al interior del edificio.
—¿Puedo llamarla Lila? —preguntó Ginny.
Si de un juego se trataba, Lila también jugaría.
—¿Y yo puedo llamarla Ginny?
—Por supuesto —la mujer, de más edad, soltó la breve respuesta antes de pasar al siguiente tema—. ¿Cree que alguien querría hacerle daño a su marido?
Claro, ella.
En otra ocasión, en cualquier otra circunstancia, Lila hubiera admirado el estilo de Ginny. Tenía una habilidad verbal notable. Preguntaba lo justo, las preguntas necesarias, seguramente, pero a Lila le daba la impresión de que las respuestas no le importaban demasiado. El objetivo de este viaje no era constatar hechos, al menos no los que explicaran de qué manera un hombre de treinta y siete años había desaparecido camino al trabajo.
No, este ir y venir de preguntas era para evaluarla a ella. La mirada de Ginny estaba pendiente de cada movimiento en falso, de cada vez que tragaba. Había puesto a Lila bajo la lente de un microscopio invisible y la iba revisando lentamente.
Los sentidos en alerta de Lila la advertían del peligro. Tenía que cortar antes de que la ansiedad que le subía desde el pecho reventara como en una mala película de terror.
—Enseña matemáticas en el instituto.
—Los profesores tienen enemigos.
Lila se negó a picar el anzuelo.
—Estoy tratando de entender lo que tenemos aquí —dijo Ginny con una voz calma y profunda, hipnótica—. No se ha informado de ningún accidente de tráfico en la zona esta mañana con su marca de coche. Ningún desconocido que encaje en la descripción en los hospitales locales.
—Qué meticulosos.
—Como siempre. —Ginny esbozó una leve sonrisa.
Lila sintió una sensación que le subía por la espalda —ganas de iniciar una disputa— mientras observaba a la mujer que fingía amistad y apoyo pero que seguramente se convertiría en su adversaria. Y una de las buenas.
Ginny sacó una pequeña libreta y garabateó un par de cosas. Manejaba la situación con la seguridad de alguien que ha luchado por llegar y se aferra a su puesto. Como mujer de color en un puesto jerárquico para imponer la ley, con certeza se había ganado el respeto, pero también debía exigírselo a los hombres que preferían ignorarla.
—¿Puedo ir a casa? —Volver al hogar la serenaría y la ayudaría a analizar lo que había pasado esta mañana.
Ginny asintió.
—Si Aaron no hubiera aparecido mañana a estas horas le pido que venga a mi oficina y…
—Puede venir a mi casa y preguntar lo que quiera. Ahora o más tarde, no hay problema. —Como Ginny no aceptó de inmediato la oferta, Lila recurrió al razonamiento—. ¿No sería mejor? La invito a venir. Puede mirarlo todo y recorrer la casa. No hay necesidad de que tenga una prueba suficiente o de presentar una orden judicial. —Lila sonrió por primera vez en el día—. Tal vez olvidé mencionar que soy abogada.
Tenía que soltar esa información tarde o temprano. En ese momento había funcionado bien.
Ginny aguzó la mirada.
—Una de las personas que llamó mencionó que era una agente inmobiliaria.
“Mmm. Interesante”.
—¿Qué importancia tiene mi carrera? —No era un tema sensible para ella, pero parecía que sí.
—Técnicamente, usted fue la que primero sacó el tema. —Una sonrisita se paseó por la boca de Ginny—. Pero si me pregunta por qué lo sé, el dato está en mis notas. Seguramente la persona que llamó lo dio voluntariamente.
La tensión que se había creado entre ellas aflojó. El aire se aclaró, como si las dos hubieran llegado a un punto de equilibrio. El arma y la placa, o lo que fuera que Ginny llevara en su traje, podían ganar muchas batallas, pero Lila también tenía sus propias armas.
—¿Hay algo más que debiera saber sobre usted?
—Espero que pueda encontrar a Aaron. Si no está en condiciones de hacerlo contrataré a alguien que lo haga. —Tan pronto como las palabras salieron de su boca, Lila se dio cuenta de que había dicho su primera mentira del día.
—Así no es cómo funciona.
—Sé que Aaron no es la única persona desaparecida en la zona.
Lila había estado siguiendo en las noticias y escuchando un pódcast sobre delitos reales que hacía hincapié en ese tema.
Había hecho los deberes antes de lanzar el plan. El caso de la terrible desaparición de una mujer como telón de fondo podía contribuir a confundir el panorama de la suerte de su marido… claro, siempre y cuando Aaron siguiera muerto.
Ginny no se inmutó al verse colocada en el lugar del interrogado.
—¿Cree que los casos están relacionados?
—Espero que no, ya que ustedes no han encontrado a esa mujer todavía.
Tres semanas antes
Aaron colocó el plato frente a Lila. Pollo asado y una ensalada. Era lo que solía cocinar la noche que le correspondía. Habían establecido turnos para cocinar las noches que cenaban en casa, pero él se ocupaba de la tarea más veces que ella. Probablemente porque las especialidades de Lila se limitaban a queso a la parrilla y pasta, y no mucho más.
Pasta. Eso es lo que Lila deseaba comer esta noche. Había visto un programa de cocina esa mañana y se le antojaba cacio e pepe. No lo había probado nunca, pero la idea de tallarines con queso y pimienta le pareció tan simple y deliciosa que la predispuso contra el pollo antes de probarlo.
Aaron se quedó parado, acechando desde su lado de la mesa cuadrada, en vez de sentarse.
—¿Qué haces mirando el plato?
—Tiene buena pinta.
Sentada allí, moviendo la comida en el plato, no podía más que preguntarse cómo había llegado su vida hasta aquí. Sus necesidades se limitaban poco a poco, cada vez menos importantes, lejos de ser una prioridad, hasta el punto de que solo quedaban fragmentos de lo que debía ser un matrimonio.
La relación no comenzó de ese modo. Él era un cliente fijo de la cafetería frente a su oficina donde ella iba a buscar su comida y a veces su cena. Había notado cómo la miraba. Finalmente se conocieron cuando a Aaron se le cayó una taza de café justo frente a ella. Aturdido y tartamudeando se disculpó y entonces le lanzó una dulce sonrisa.
Resultaba atractivo sin ser amenazante. Un tipo tranquilo con un pasado duro que rivalizaba con el de ella en una escala de dolor. Y ella lo dejó entrar en su vida. Entró lo más lejos que ella permitía que alguien entrara, que —para ser honestos— no era mucho.
Desde el principio ninguno le exigió demasiado al otro. Construyeron una relación basada en el compañerismo y la comprensión. Él respetaba la necesidad de Lila de estar sola en algún momento. Como a él le interesaba la pesca, estaba encantado de poder hacerlo sin ella. Aportaba por su parte estabilidad y seguridad. Para ella la idea de familia era un hogar y una cena en la mesa familiar sin gritos. Con él tenía todo eso.
Mirar a Aaron nunca le había cortado la respiración, ni la había invadido el deseo o la necesidad de arrancarle la ropa y tener sexo contra una pared. Lo habían hecho, pero la chispa que se suponía que debía sentir nunca la rozó. Pero esto no le sucedía solo con Aaron.
En toda su vida casi no había sentido deseo. Alguna punzada de atracción, pero la idea de dejarse llevar por un deseo pasajero, hormonal, una atracción por un cuerpo cuyo atractivo tan perecedero podía desaparecer con un mal corte de pelo, o por engordar diez kilos, le parecía una tontería y una pérdida de tiempo.
De hecho, ella había pasado toda su vida huyendo de la dinámica del descontrol en busca de la seguridad. Solo deseaba basar su matrimonio en esta última. Su miedo la depositó en brazos de quien ahora estaba tratando de escapar.
—Jim me ha contado una historia muy graciosa hoy.
Lo que Aaron iba a contar no le parecía nada interesante, alguna historia aburrida de un tipo cualquiera llamado Jim.
—¿Jim?
Las patas de la silla chirriaron cuando Aaron la arrastró para sentarse.
—El profesor de Biología de Maine. El que tiene mucho acento.
—¡Ah, sí! —Ella fingió interés mientras removía la lechuga en su plato.
—Anoche durmió en su coche.
Ellos no habían llegado a ese punto, pero Aaron estaba durmiendo en la habitación de huéspedes. Lila se negaba a sentirse culpable. Él merecía el destierro. Sentía deseos de golpearlo, abofetearlo, de hacerle daño. Cualquier cosa que rompiera esa masa helada del desprecio que sentía por él.
Pero tendría que esperar. Planear. Hacer su jugada en el momento correcto.
—¿Por qué? —dijo mientras bajaba el tenedor, abandonando cualquier intento de interés en la comida.
—Discutió con su mujer por dinero.
—He leído que el dinero es el mayor motivo de las peleas en las parejas. —Ellos no, por lo general, otras parejas. Tenían demasiados problemas sin agregar la presión económica a la lista.
—Bueno, el caso es que a Jim y… —Aaron agitó el tenedor—. No puedo recordar el nombre de ella.
Por supuesto, era malísimo para los nombres. No para los nombres de los hombres: sabía el del cartero, el del empleado de la cafetería donde iba después de salir a correr los sábados por la mañana. Hasta el nombre del tipo que el año pasado les vendió la pintura azul eléctrico para el baño. Pero ¿el nombre de la esposa o la novia de alguien, o de una profesora? No había vez que lo recordara. Era como si las mujeres solo tuvieran sitio en su mente en conexión con algún tipo que él conociese.
—Simplifiquemos. Llámala Anne. —Lila cogió un panecillo—. Continúa la historia.
—De acuerdo. —Aaron le acercó la mantequilla antes de recomenzar—. Anne… creo que realmente ese es su nombre.
—Lo dudo —dijo ella raspando la mantequilla del plato.
—¿Qué dices?
Ella prefería el incómodo silencio de las últimas semanas a cualquier conversación.
—¿Qué estabas diciendo?
Durante su matrimonio, al menos una vez por semana él solía acusarla de no escucharlo o de no demostrar interés por su trabajo, así que ella fingía atenderlo. Fingía demasiado.
—Anne es veterinaria. Trabaja en el hospital de animales a la vuelta de esa taquería que nos gusta cerca de Ithaca Commons. —Aaron se detuvo unos instantes en silencio y la miró—. Ella gana cerca de tres veces más que Jim como profesor, y eso lo está matando.
Aaron había captado su atención. La forma en que se había sentado en el borde de la silla con los codos apoyados sobre la mesa. Esa excitación en su mirada y su sonrisa insípida. Era como si se alegrara de que el matrimonio de alguien se cayera a pedazos por culpa de un ego herido.
—Trató de explicarle a ella que le hacía sentir inferior, y ella le dijo que lo era.
Lila sintió una súbita hermandad con la mujer sin nombre.
—Tal vez lo es.
—Sí, sí. —Aaron se rio mientras se acercó para coger un panecillo de la cesta. Solo cortó un trozo porque estaba tratando de limitar su ingesta de carbohidratos. —. Así fue como lo echó de la casa.
—Me parece justo.
Aaron frunció el ceño y se enfrentó a ella.
—No estarás hablando en serio.
—Sí, es lo que quise decir.
—¿Te pones de su lado sin conocerla? —dijo mientras se metía el pedazo de pan en la boca.
—Me parece que tú tampoco la conoces.