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Mi tío el empleado relata la historia de don Vicente Cuevas, que llega a Cuba de España a bordo de un bergantín, sin más carta de presentación que una recomendación del señor marqués de Casa Vetusta. La novela es narrada por el sobrino de Vicente; y denuncia cómo los funcionarios de la colonia se corrompen y enriquecen. Este relato de Ramón Meza transcurre entre sórdidas oficinas, en el lujo grotesco de los advenedizos y oportunistas. José Martí dijo que su estilo es tan preciso que parece una hoja de espada a la vaina.
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Seitenzahl: 468
Veröffentlichungsjahr: 2010
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Ramón Meza
Mi tío el empleado
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: Mi tío el empleado.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9816-380-3.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-525-6.
ISBN ebook: 978-84-9953-342-1.
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Créditos 4
Brevísima presentación 11
La vida 11
Mi tíl el empleado 11
Cómo llegó a Cuba mi tío 13
I. De arribada 15
II. En busca de los reyes 19
III. Por la ciudad y en el teatro 35
IV. Don Genaro es hombre que promete 43
V. La fortuna nos visita a pesar de la lluvia 49
VI. En nuestro empleo 57
VII. Un empleado honrado 65
VIII. Salto elevado y apuros por el aire 69
IX. Momentos de crisis 77
X. Va sabiendo don Vicente 81
XI. Indudablemente ¡sabe mucho! 93
XII. Un informe importantísimo 97
XIII. Tramitación del excelente informe 103
XIV. Mi tío huelga y yo trabajo 111
XV. ¡El correo! ¡Trasiego! ¡Filipinas! 117
XVI. Bella mañana y bellísima joven 125
XVII. Pesetas y amor 133
XVIII. Tape y destape de un agujero 139
XIX. Oficina de nueva creación 145
XX. Percances amorosos 151
XXI. Desalojamiento general 167
XXII. Dos compadres que disputan 173
XXIII. Don Genaro capitula 179
XXIV. Intermezzo 187
XXV. Estampida final 191
Cómo salió de Cuba mi tío 203
I. Por la ciudad 205
II. En el teatro 211
III. En su domicilio 223
IV. Inexplicable hastío 239
V. Pesquisas matrimoniales 245
VI. El despacho del excelentísimo señor conde Coveo 251
VII. En busca de una novia 269
VIII. Estrategias amorosas 277
IX. Otra vez la fortuna bajo un copioso aguacero 291
X. Introito 303
XI. La cosa marcha 311
XII. Un coburgo más 319
XIII. Luna de miel 331
XIV. Se trabaja activamente en las oficinas 341
XV. El festín de Baltasar 347
XVI. Afanes del señor conde 355
XVII. El muerto al hoyo... 361
XVIII. Los preparativos finales 367
XIX. Un paréntesis necesario 377
XX. Asunto concluido y... ¡a viaje! 383
Epílogo 393
Libros a la carta 399
Ramón Meza (1861-1911). Cuba.
Se licenció en derecho en 1891 en la Universidad de La Habana y se dio a conocer como escritor en las revistas Revista de Cuba, La Habana Elegante y Cuba y América.
Mi tío el empleado relata la historia de don Vicente Cuevas, que llega a Cuba de España a bordo de un bergantín, sin otra carta de presentación que una recomendación del señor marqués de Casa Vetusta.
La novela es narrada por el sobrino de Vicente; y denuncia cómo los funcionarios de la colonia se corrompen y enriquecen. El relato transcurre entre sórdidas oficinas, en el lujo grotesco de los advenedizos y oportunistas.
Martí dijo que su estilo es tan preciso que parece una hoja de espada a la vaina.
En los primeros días del mes de enero, uno de esos días hermosos, espléndidos, después de largo tiempo de lenta navegación llegó a vista del puerto de La Habana el bergantín Tolosa. Henchidas sus blancas lonas e impelido por fresco viento del nordeste, parecía que iba a estrellarse el buque contra los negros riscos de la costa; mas cambiando bruscamente de rumbo, dirigió la proa hacia el punto medio de la estrecha boca del puerto. El cielo azul sin que manchase su pura transparencia la más tenue nubecilla; el mar azul también y con sus aguas tan diáfanas que a trechos permitían ver la manchas oscuras de los escollos; el Sol, en medio del cielo derramando raudales de luz por todas partes; la ciudad de La Habana, con sus casas de variados colores, con sus vidriadas almenas, con las torres de sus iglesias, con su costa erizada de verdinegros arrecifes ceñida por blanca línea de espuma, con sus cristales que heridos por el Sol lanzaban destellos cual si fueran pequeños soles con sus vetustos tejados y empinadas azoteas, con los grandes murallones de piedragris de sus fuertes asentados sobre dura roca cubierta de verdor: ¡ah! todo esto se presentaba a la contemplación de dos viajeros, que venían a bordo del bergantín, con cierto maravilloso atractivo de que no les era posible sustraerse. Y no se debe de extrañar que tan honda impresión les causara: no habían visto sino vetustas casas de muy pobre arquitectura, y nunca, más allá de las diez o doce reunidas que constituían el villorrio.
Debieron haberlas visto en Cádiz; pero su viaje por esta ciudad fue de noche, rápido, pues que lo hicieron en diligencia, cuyos pocos mullidos asientos y espaldares aprovecharon para reponerse, con algunas cabezadas de sueño, del cansancio y la fatiga producidos por otro viaje de muchos días, de muchas leguas, a pie firme, y a cuestas con el equipaje. Aquella misma noche, se trasladaron a bordo del bergantín que debía conducirlos a América, y desde él, solo vieron las fosforescencias de las agitadas olas de la bahía de Cádiz y las luces de la ciudad que en lontananza brillaban, como puntillos luminosos, entre la sombra profunda. Al amanecer levó anclas el bergantín, y cuando despertaron solo lograron ver ya, como densa y azulosa bruma cuyo color se confundía con el de las lejanas y bajas nubes, las costas de España.
El mayor de los dos viajeros aparentaba tener unos treinta años; su crecida barba; su rostro pálido por los padecimientos de la navegación en aquel pequeño buque de vela, en el cual, además, escaseaba a menudo el alimento; su calzado y sus ropas de burdo género y raídos, sus ojos rodeados de un ribete rojo por causa de una fuerte irritación del párpado y los lagrimales, y más que todo, un desgarbo general en su persona, dábanle aspecto de un hombre de temperamento enfermizo. Sin embargo, sus anchas espaldas, redondos hombros y recias mandíbulas acusaban robusta complexión y convencían de que, regularmente alimentado aquel hombre, llegaría a ser, con el tiempo... un hombre gordo.
El menor era un muchacho de doce a quince años, y por cierto que no asentaría su planta en la ribera de la gran Antilla en mejores condiciones que su compañero.
Había entre los dos mucha semejanza; y a aumentarla contribuía, en no poca parte, que usasen ambos, sombreros de castor alisados a contrapelo, de tiesas y angostas alas y de copas tan perfectamente esféricas que parecían medias balas de cañón; chaquetas cortas, de color de siena y bordeadas por el cuello, solapas y mangas, con terciopelo; pantalones, con grandes adornos de color distinto, que pudieran creerse enormes remiendos, si no fueran simétricos y como cortados por un mismo molde; un elástico les sostenía los sombreros por el lado derecho, y por el lado izquierdo, de éstos colgaban, atadas a dos cordoncillos de seda, un par de bellotas.
Quien mirase fijamente a estos dos viajeros podría tomarlos por hermanos; pero mejor informado, puedo asegurar al lector, que aquellos dos viajeros no eran otros que mi tío y yo.
—Oye, sobrino, ¿has visto si está en el mundo la carta de recomendación del primo?
Así me dijo mi tío, suspendiendo un instante la admiración que le producía la vista de La Habana, bañada toda por la luz del Sol, al recordar que nos acercábamos ya al término de nuestro viaje.
Me dirigí al camarote, abrí el baúl y me palpitó con fuerza el corazón: la carta no estaba donde la había visto el día anterior y todos los demás días. Volví al derecho y al revés medias, bolsillos, mangas, y la carta de recomendación no aparecía.
Alarmado mi tío con mi tardanza se presentó en las puertas del camarote, y la revolución en que vio las ropas, y el apuro con que yo las registraba, le hicieron comprender la fatal nueva antes de que yo pudiera desplegar mis labios.
Jamás he vuelto a ver hombre alguno tan desesperado. Lo primero que hizo fue pegar un puntapié que rayó la tapa del mundo, como llamaba él al baúl. Después tiró al suelo el sombrero, lo pateó, se dio de puñadas en el estómago y vociferaba que yo era peor que un ladrón, pues que le había arrebatado su porvenir a un hombre honrado; que entrar en La Habana sin la carta de recomendación, era dar lugar a que nos confundieran con tanta gente vulgar que entraba en ella todos los días. ¡Bonito papel harían nada menos que los Cuevas, los recomendados por el ilustre madrileño señor marqués de Casa-Vetusta, sin poder acreditar que lo eran!
Los golpes y gritos subieron a punto que los oyeron el capitán y algunos marineros y acudieron todos precipitadamente al camarote a inquirir qué motivaba semejante alboroto.
—Pero hombre —preguntó incómodo el capitán—, ¿qué le pasa a usted?
—¡Nada!, que este rapaz —contestó mi tío señalándome—, es peor que un bandido, me ha robado mi fortuna, señor capitán, toda mi fortuna.
El capitán, que todo lo podría creer menos que mi tío tuviese fortuna que pudiera robársele, le preguntó, en más suave tono, qué le había hecho yo.
—¡Pues nada!, me ha extraviado la carta de recomendación del ilustre marqués de Casa-Vetusta, que me daba el mejor destino de Cuba.
—No se ofusque usted tanto, señor —continuó el capitán—, busque, registre, en el barco debe de estar. ¿Se ha registrado usted los bolsillos?
Llevóse mi tío las manos al bolsillo y sacó un papel doblado. ¡Era la carta de recomendación!
Esto lo hizo pasar tan rápidamente, y con tan cómico gesto, de su profunda desesperación a la mayor alegría, que los presentes no pudieron contener la risa.
Lejos de incomodarse mi tío por el motivo de aquella algazara, les hizo coro con tan vehementes carcajadas, que se le saltaban las lágrimas de puro gozo.
A la una y media ancló nuestro barco en medio de la bahía y un bote nos condujo a una casilleja de madera situada en un extremo del muelle. Al entrar en ella se nos presentaron dos hombres, vestidos de dril azul, de grandes barbas, que llevaban en el sombrero una luciente plancha de cobre y empuñaban unos retacos. Les saludamos llenos de un respeto muy próximo al terror. Y ellos, sin atender nuestras ceremonias, nos quitaron el baúl, le cortaron las amarras, abrieron la tapa, metieron la mano dentro y lo revolvieron todo de arriba a abajo, de un lado a otro, estrujaron nuestras ropas y vaciaron cuanto contenían las cajas que traíamos en él. Concluida esta operación nos registraron los bolsillos y el sombrero; y luego con un gesto imperativo, nos dijeron que nos largáramos de allí porque les estorbábamos ya. ¡Arre!
Durante el registro temblábamos como azogados. Y así que concluyó, y nos apartamos de aquella malhadada casilleja, acercóseme mi tío con mucho misterio y díjome al oído:
—Sobrino, si algo hubiéramos tenido en el mundo, esos bandidos nos lo hubieran llevado.
Por el momento pensé lo mismo; pero andando el tiempo he llegado a saber que aquellos buenos hombres eran los que nos suponían bandidos a nosotros, o contrabandistas, que es lo mismo, y nos registraban el baúl para ver si encontraban alguna prueba de su sospecha.
Baúl a cuestas íbamos alejándonos de la casilleja, y un hombre, vestido de camiseta de lana, calzones de mahón, y gorra gris terciada, púsose a mirar fijamente a mi tío, le echó los brazos al cuello y exclamó:
—Demongo, Vicente, ¿así te olvidas de los paisanos?
No contrarió poco a mi tío aquella confianza hecha en medio de la calle por un hombre de tan fea y vulgar catadura a otro que iba a ocupar el mejor destino de Cuba; pero disimulando su mal humor, contestó aquellos expresivos saludos.
El hombre de la camiseta se encaró conmigo.
—¡María santísima! —dijo—, ¿y éste es el chico?, ¡pronto ha crecido el rapaz! ¿No te acuerdas de Domingo Tejeiro?
¡Pues no habría de acordarme! Apenas pronunció este nombre le abracé con efusión.
Era Domingo, sí, aquel Domingo, que aunque de más edad que yo, había sido mi compañero de travesuras en el pueblo. Jamás cogí nidos de pájaros, ni hurté uvas, peras, albérchigos o castañas que dejase de prestarme su eficaz cooperación. Cierta vez que nos disparó el tío Lorenzo un escopetazo con sal por las piernas guardamos cama, de resultas de las heridas, muchos días; y nuestras relaciones de amistad quedaron interrumpidas, porque la familia de Domingo aseguraba que yo le había pervertido el muchacho, y mi familia, procuraba convencerme, de que el pícaro muchacho Domingo, me había pervertido a mí.
—¿Y adónde van ustedes ahora?
Yo creo que esta pregunta azoró más a mi tío que lo que nos había azorado, a Domingo y a mí, el escopetazo del tío Lorenzo.
—Ahora... ahora... —balbuceó.
—Si ustedes quieren, comerán hoy conmigo, y luego alquilaremos un cuarto en el León Nacional.
El orgullo de mi tío se resintió por segunda vez.
—Gracias, Domingo, venimos recomendados a un primo nuestro muy rico. El excelentísimo e ilustradísimo señor don Genaro de los Dées.
—Ilustrísimo dirás, Vicente. ¿Y dónde vive ese primo?
—¡Ah!, ¿y no lo sabes tú que hace tanto tiempo que estás en La Habana?
—Por Dios que es la primera vez que oigo tal nombre; pero si no lo han tratado ustedes nunca, debían comer hoy conmigo y seguir mis consejos. Si no traen dinero yo puedo prestarles...
—Gracias, Domingo —interrumpió mi tío—, traigo metida en el forro de la levita una letra por valor de cien reales de vellón.
—¡Demongo!, ¿tan rico llegas? Pues no traje yo, por juntos, cinco cuartos a Cuba.
Sin embargo, bastante perplejo estaba mi tío acerca del partido que debía tomar.
¿A dónde dirigirse por aquellas calles tan largas, entre tanta casa alta y sin conocer a nadie? ¿Habríamos de recorrer toda la ciudad, baúl a cuestas, hasta que diéramos con el ilustrísimo señor don Genaro? Y mientras tanto, ¿dónde comeríamos? ¿Habríamos de dormir en los quicios de las puertas?
—Ea, Domingo —exclamó mi tío dándose aire de perdonavidas—, comeremos hoy contigo y ya nos dirás dónde podremos encontrar una habitación.
—Pues claro está, ¡demongo! Ya buscarás al primo. Ustedes acaban de llegar y no entienden esto: yo soy aquí perro viejo —contestó Domingo.
Luego, metiéndose ambas manos en los hondos bolsillos y caminando con movimiento de péndulo, echó a andar, diciéndonos que le siguiéramos.
Anduvimos bajo el largo cobertizo de zinc del muelle donde había una profusión de sacos, barriles, cajas de todos tamaños, enormes ruedas dentadas de hierro, grandes pailas y masas de metal, almireces, tubos de barro, tinajones, flejes, rieles, duelas, cántaras, jarras, todo en grupos, o bien separados, o ya en hileras, o en montones más altos que un hombre; pero sin confusión, sin desorden, pues de trecho en trecho había hombres que a manera de pastor de ovejas no dejaban que se les descarriara un solo objeto.
Y por los espacios o callejuelas que se dejaban libres para el paso, entre balumba tanta, cruzaban hombres cubiertos de sudor, gritando, corriendo y dándonos empellones que hacían rabiar a mi tío. ¡Si supieran aquellos estúpidos quién era aquel con quien se codeaban, ya lo respetarían más!
Íbamos a salir de una callejuela formada con sacos de harina y cajas de fideos, colocadas en tan alto montón que se alzaban algunos palmos sobre nuestras cabezas, cuando mi tío retrocedió lleno de estupor.
Por delante de él había cruzado vociferando: ¡con licencia!, ¡con licencia!, un centauro, un sátiro... qué sé yo lo que le pareció aquel extraño ser.
—¿Qué es eso, Domingo? —preguntó temeroso.
—¿Eso...?, un negro.
—¡Ah...!, ¡bah...!, un negro —balbució cobrando ánimo.
Efectivamente; ante nosotros había pasado un robusto africano, un Hércules de ébano, cuyas sudorosas espaldas, llenas de desarrollados músculos, brillaban con la luz del Sol como si estuvieran barnizadas.
En un extremo del muelle había un hombre que, retaco en mano, recibía a estocadas las pacas de heno, las cuales merced a una alta polea venían saltando por el aire desde el fondo de una gran lancha al muelle. Domingo nos enteró de que tal operación tenía por objeto investigar si las pacas traían contrabando en el vientre.
Anduvimos algo más.
—¡Hola! Llegamos. He aquí mi casa —díjonos Domingo señalando un bote—, ése es el mío, avisen si quieren que les lleve a dar un paseo por el puerto.
—¿Y por qué estando aquí hace tiempo no eres más que botero, Domingo? —preguntó cándidamente mi tío.
—¿Y qué demongo querías?, ¿que me hiciese un conde, no? Pero otra vez no me llames botero, sino patrón. ¡Vaya, lee el nombre de mi bote! ¿Sabes leer, Vicente?
Mi tío se mordió los labios. Y para convencer al indiscreto patrón de que sabía leer, mascullando algo las sílabas leyó:
—El terror de todos los piratas.
—¡Y qué largo es, Domingo! —objeté yo.
—Así está bonito, ¿no ves que coge de una banda a otra toda la popa?
Al lado del bote de Domingo estaban atados más de treinta. Y mi tío, para dar mejor muestra de su ciencia, siguió leyendo, aunque con trabajo, el nombre de los demás botes: La derrota de los cien mil gabachos. El vencedor de ambos mundos. Velero del puerto de Madrid. Don Pelayo en las sierras de Covadonga. ¡Abajo los carlistas! ¡Arriba Isabel II! y otros mil más por el estilo.
Por algunos puntos del muelle nos era casi imposible transitar: y mucho más, llevando a cuestas el mundo. Carretillas, barriles, palancas, grandes vigas de madera, cabrestantes, tablones enormes, hombres cargados con sacos, todo se movía a un tiempo, en todas direcciones; aquello era una actividad febril, un torbellino que nos causaba vértigos, un espectáculo nuevo, desconocido y que parecía el más cruel derrumbe de todas las acariciadas imaginaciones de mi tío. ¡El, que creyó encontrar bosques de palmeras, de árboles con frutas tan bellas que semejasen globulillos de cristal de mil colores! ¡El, que creyó encontrar indios con taparrabos de plumas pintorreadas, carcaj lleno de flechas untadas con venoso jugo, terciado a la espalda, y narices y orejas taladradas por macizas argollas de oro que podrían arrancarse tan solo con darles un fuerte tirón!
Domingo, más práctico que nosotros, agachábase, empinábase, andaba hacia un lado, hacia otro, escurriéndose con agilidad de culebra por entre aquellos obstáculos. Sujetos a su camisa de lana, con una mano, y llevando con la otra cogido el mundo por sus dos agarraderas, atravesamos, con no poco peligro, aquella parte del muelle donde afluía toda la actividad comercial.
—Ya hemos pasado lo más malo, que es el frente de la aduana —nos advirtió Domingo.
Mi tío y yo respiramos.
Aunque había también tráfico en lo demás del muelle, no era tanto como en el trecho que acabábamos de dejar.
Admirábamos la interminable hilera de buques atados con gruesas cadenas a grandes argollas del muelle, aquel bosque de mástiles, jarcias, vergas, aquella línea de proas que parecían lanzas de un ejército de gigantes que amenazaban paladinamente la ciudad.
No cesábamos de preguntar a Domingo cuánto nos ocurría.
—Y esos hombres, ¿de dónde son?
—¿Cuáles?, ¿aquellos tan colorados como la camisa que visten?
—Sí.
—Ah, son americanos.
—¿Y aquellos otros morenos, rechonchos, que en su sombrero tienen cuatro o cinco abolladuras y que ciñen una faja de colores?
—Son mexicanos.
—¿Y aquellos otros, Domingo, tan robustos, tan altos, que usan gorra de piel de oso y ropa de grueso género?
—Son rusos.
—Y los de anchos pantalones azules, gorra egipcia, que están sentados sobre sus dos piernas, en torno de aquel horcón y venden estampillas, y rosarios, ¿son judíos, Domingo?
—Te equivocas: los judíos no venden tales pequeñeces; son cristianos, son serbios.
—¡Ah!, y aquellos que vienen allí, ¿son los enfermos de fiebre amarilla?
—¡Quia, hombre!, ésos son chinos.
—¡Pues vive Dios —gritó mi tío entusiasmado y arrojando al aire el sombrero—, esto es una verdadera Babilonia, sobrino!
Salimos del muelle por una puertecilla de hierro y seguimos nuestro camino por algunas calles estrechas y poco limpias, en donde algunos hombres, que no se hallaban en mejor estado que las calles, en lo que toca a limpieza, descargaban tasajo de unos carros mientras que otros los volvían a cargar de azúcar.
Desde a bordo del bergantín nos pareció La Habana más hermosa, más bella, aunque desde allí se había desvanecido ya nuestra ilusión de hallar bosques de palmeras y ver danzar, cerca de las orillas, las tribus de indios cargados de plumas y de oro. Los grandes almacenes que ahora veíamos con el suelo grasiento, pringoso, con las paredes sucias, húmedas, llenas de negras telarañas, con sacos y cajas apiladas hasta el techo, del cual pendían cuerdas de henequén, jamones, cubos, ganchos en apiñada confusión; esos almacenes hondos, oscuros, iluminados allá en el fondo por una débil claridad azulosa que parecía luz crepuscular a mediodía, nos llenaban de tristeza profunda.
Llegamos a un bonito parquecillo en el centro del cual alzábase una estatua de mármol blanco rodeada de jardines repletos de plantas de pintorreadas hojas y coposos árboles alineados tras los largos asientos de piedra, que también circuían aquel parque, en los cuales dormían, a pierna suelta, muchos desarrapados.
—Esta es la Plaza de Armas —nos advirtió Domingo—. Allí, en ese palacio, reside la primera autoridad de la isla de Cuba.
Mi tío se descubrió.
—¡Pero, demongo, si no te ven ahora!, ¡si te vieran, vaya! —exclamó Domingo.
Mi tío, amoscado, disimuló diciendo que se había quitado el sombrero porque le ardía con el calor toda la cabeza.
Nos detuvimos ante una casa de pobre apariencia que tenía colgado en sus balcones un gran rótulo con letras encarnadas que decía: León Nacional.
Mi tío subió con objeto de alquilar una habitación digna de quien iba a ocupar, dentro de poco, el mejor destino de la isla; pero desde que empezó a ver el León Nacional por dentro, con aquellas galerías tan oscuras y estrechas, aquellas escaleras medio desvencijadas, e inspeccionó algunas de sus buhardas mal aireadas, comenzó a encolerizarse contra la gran bestia de Domingo.
¿Qué diablos se habría figurado? ¿Creería, por ventura, que todos eran iguales?, ¿no significaba nada la recomendación del señor marqués de Casa-Vestuta?, ¿nada que fuera primo de Genaro de los Dées, hombre de rango y de dinero?, ¿nada que iba a desempeñar el mejor destino de Cuba?
Le oímos bajar bufando contra todos los bribones que querían burlarse de él. Domingo se quedó estupefacto. Y yo punto menos.
—¿Pues quién te crees tú que soy yo, Domingo? ¡Ya no estamos en la aldea! Vengo recomendado por el señor marqués de Casa-Vetusta y soy primo de Genaro de los Dées. ¿Crees que esta mala casa corresponde al que viene a ocupar el mejor destino de la isla? —exclamó mi tío.
Y por este tenor prosiguió desatinando y alborotando largo rato.
Dos o tres jóvenes que llegaron, y que me parecieron estudiantes, pues venían con muchos libros bajo el brazo, se detuvieron a observar a mi tío riendo burlescamente de sus cómicas ínfulas que contribuían a ridiculizar más aún su jerga ininteligible y su traje de labriego con aquellos peregrinos y simétricos remiendos.
Después se hablaron al oído los estudiantes y echaron a correr escaleras arriba.
De seguida bajaron acompañados de otras personas, algunas a medio vestir, por lo que comprendí que eran huéspedes de la casa, y todos se agruparon en lo alto de la escalera situándose de modo de poder ver bien los toros, desde lejos.
Seguramente que algo tramaban los mal intencionados contra nosotros, pues cuchicheaban, nos miraban, disputaban y disimulaban las grandes ganas de reír que tenían.
Un capellán de ejército, un tal Pérez, joven de buen humor y que andando el tiempo llegó a ser canónigo, bajó dándoselas de hombre serio y autorizado, se erigió juez de la atroz disputa entablada entre mi tío y Domingo.
—¿Qué hay? —preguntó a éste.
—Demongo, señor cura —dijo Domingo quitándose la gorra—, que me halló este mi paisano junto al muelle sin tener dónde ir, y me lo traje aquí, es verdad, para que no anduviera por ahí sin tener casa, y por esto, es verdad, me ha armado camorra.
—Muy bien —aprobó el capellán—, y usted, ¿qué dice? —prosiguió encarándose con mi tío.
—Yo —contestó éste imitando en lo de descubrirse respetuosamente a Domingo— que todo es verdad como mi padre, señor cura, pero no riño a Domingo por eso, sino porque yo vengo recomendado por el señor marqués de Casa-Vetusta, el hombre más rico y más grande de Madrid, como usted debe saber, sí, señor, y yo no soy un tonto, veo que esta casa no me corresponde.
—Ah, buen hombre —repuso el capellán—, aquí está usted bien; aquí nos tiene usted a todos nosotros: no estará en mala compañía. ¡Ea, llamen ustedes a González! —advirtió a los de arriba—, díganle que le tenemos un par de huéspedes más. Vaya, ¡arriba con ese baúl, muchachos! —nos ordenó.
Y mi tío, viendo aquel señor que mandaba allí con tanta autoridad, no se atrevió a protestar, y aunque sumamente descontento, se avino a tomar una de las habitaciones que le indicó González el posadero o dueño de aquel mal hotel.
Cuando subimos, todos los de la casa iban tras de nosotros cuchicheando y riendo. Mi tío llegó a envanecerse al notar con cuanta admiración se le observaba; pero yo bien claro comprendí que era de burla.
—¡Vaya a descansar un rato! —dijo el capellán estrechándonos afectuosamente la mano y dándonos fuertes palmadas en la espalda.
Por la tarde nos convidaron a comer; se improvisó una larga mesa con dos tablas colocadas sobre dos cajones.
Los comensales se mostraban muy amables y atentos. Hicieron hablar a mi tío hasta por los codos, ponderándole los efectos que iba a producir su presencia en La Habana con aquella eficaz carta de recomendación y su parentesco con don Genaro de los Dées. Y a la vez que a hablar, le obligaban a brindar y a beber.
Al terminar la comida, entre mi tío y sus anfitriones mediaba una amistad cordialísima.
Yo hube de indicarle disimuladamente que no se fiase de aquellos improvisados amigos; pero se molestó tanto, que a no haber gente delante, creo que me hubiera pegado.
No sé de qué mañas diabólicas se valieron aquellos hombres para conquistar a mi tío que se fuera con ellos aquella noche, pues iban a buscar un gran tesoro.
Por mucho esfuerzo que hice no pude entender dónde querían llevarse a mi tío ni de qué más trataron.
Bajé, y encontrándome con Domingo, que nos esperaba en la puerta, púseme a hablar con él.
—Manuel, sabes que tu tío Vicente trae la cabeza llena de viento. Demongo, ¡pues no se cree un duque lo menos!, ¿viste qué alboroto armó?, ¡si no viene aquel señor cura, como hay Dios, que riño a puñadas con él! Desde que me han crecido las barbas no gasto bromas con nadie.
Disculpé a mi tío del mejor modo y acepté la invitación que me hizo Domingo de dar un paseo.
—¿Quieres que llame a mi tío? —le pregunté.
—No, hombre; déjalo allá arriba, ya que quiere hacerse caballero. Otro día le llevaremos.
Ya las calles iban entenebreciéndose y comenzaban a encenderse los faroles del alumbrado.
No pasó mucho rato, ni nos habíamos apartado largo trecho del León Nacional, cuando, por la misma calle que caminábamos, oímos silbidos, gritos, carcajadas, fotutazos (campanillazos), y golpeteo de latas. Yo me asusté pero Domingo comenzó a reír de buena gana.
Una turba de desarrapados pilluelos de todos tamaños y colores era la que armaba aquel alboroto que hacía asomar a puertas, ventanas y balcones a los vecinos, colmándolos de regocijo.
En el centro iba un hombre con una escalera, un farol y una campanilla. Vestía una vieja casaca con dos grandes discos de cartón, a guisa de enormes botones, en la espalda, y llevaba en la cabeza un gran sombrero de copa, que a fuerza de manotadas le habían embutido hasta el cogote.
La alegría de aquella turba rayaba en frenesí; y el golpear de latas y sonar de fotutos era ensordecedor. Al pasar la turba por nuestro lado, casi nos arrolló; y como otros muchos que se agregaban, también nos agregamos Domingo y yo, a la cola del grupo, fuera de lo más recio del tropel.
Iban y volvían sin concierto ni orden ya por la misma calle ya por otras; unas veces despacio, otras corriendo; y en ocasiones hacían detener al que llevaba la escalera y le mandaban subir por ella para que registrase los balcones o cualquier otro hueco capaz de dar paso a los tres santos reyes magos Melchor, Gaspar y Baltasar, que con motivo de ser aquel día víspera de su fiesta, venían cargados de cadenas, monedas, y coronas de oro macizo y serones de perlas y zafiros, para obsequiar a los que salieran a recibirlos.
Por eso el hombre de la escalera, a pesar de su cansancio y fatiga, no la soltaba y obedecía al punto la orden de trepar donde quiera que la turba que le rodeaba sospechase que podían estar ocultos los señores reyes.
Y cada vez que el hombre llegaba a lo alto de la escalera el repicar de latas, los silbidos, los gritos y las carcajadas, redoblaban con verdadero furor.
—¡A las murallas!, ¡a las murallas! —vociferaban hasta enronquecer corriendo y estimulando al infeliz de la escala que les siguiese en su carrera desatada.
Por fin, llegaron a la ancha plazuela del Monserrate, donde ya lo estrecho de la calle no les estorbaba, y se desparramaron por el terreno en confusión y tumulto, asordándolo todo con los golpes de lata y el vocerío.
Pasaron los parques. En uno de ellos el dios Neptuno, con una mano en la cintura, apoyaba la otra en su tridente, teniendo sumisos a su espalda como leales perros dos hermosos delfines, parecía contemplar con irónica sonrisa, desde su alto pedestal de mármol que las lejanas luces de los demás parques clareaban, aquel desfile de la pillería y aquel cándido que marchaba tan engañado a la cabeza de todos los alborotadores.
Las murallas, aquellos grandes muros de piedra almenados, alzábanse macizos, sombríos a uno y otro lado todo lo que alcanzaba la vista, bordeando el ancho abismo formado por los fosos. A éstos bajó la alborotada comitiva, cuya diversión aumentaba porque el de la escalera daba bufidos de cansancio, suplicándoles a menudo que se detuvieran porque ya no podía dar un paso más.
—¡Detenerse!, ¿quién lo dijo?, ¡adelante, muchachos!, ¡por aquí!, ¡por allí!, ¡por allá!, ¡arriba el de la escalera, que ahora sí que vienen los reyes!
Algunos habían recogido entre las basuras de los fosos pedazos de madera que encendidos semejaban antorchas, las cuales, con su inquieta luz, casi apagada por el mucho humo que arrojaban, imprimían infernal nota a la algazara frenética de la pillería que seguía avanzando a golpes de lata, cuyo eco repercutía en el macizo muro de piedra de las altas murallas y se iba amortiguando en los hondos, sombríos y solitarios fosos.
Agrupáronse todos en un ángulo saliente de la muralla, arrimaron allí al de la escalera y le hicieron trepar por ella. Cuando llegó a lo alto, jadeante, y haciendo ya supremos esfuerzos el pobre, arrodillóse ante el farol que llevaba y dando sonoros campanillazos echó luego a correr como un desatinado por el alto muro, mientras que los de abajo seguían animándole a buscar los reyes que venían por allí, que los habían visto seguidos de muchos camellos, príncipes, criados y esclavos todos cargadísimos de oro.
Y el infeliz loco o cándido jadeaba en la cima de la muralla registrando con el farol los huecos de las almenas y dando campanillazos a toda fuerza que los de abajo secundaban con el repiqueteo de las cajas de lata.
Al llegar al borde de un derribo, hecho en el muro para dar paso a una de las principales calles de la ciudad, el de arriba, por consejo de la turba desarrapada que no le perdía de vista, retrocedió hasta el punto por donde había subido para poder seguir luego, registrando el siguiente pedazo de la muralla; pero no encontró ya la escala en el punto donde antes la había colocado. ¡Qué había de encontrarla!
Aquí si que la diversión llegó a su colmo: unos se arremolinaron en torno del saliente ángulo de la muralla, riendo a carcajadas y burlándose despiadadamente del sandio que hasta entonces les había creído de buena fe; otros, hacían cabriolas de acróbatas a la luz de las improvisadas antorchas; otros tiraban aburridos las latas con que habían estado alborotando y aseguraban al encaramado en el alto muro que se estuviera allí hasta medianoche, que ya vería los tres reyes magos.
Pero demasiado había comprendido ya aquél toda la burla y rogaba que volvieran a colocarle la escala para poder bajar.
Una gran bola de amasado fango acertó a derribar el sombrero de copa, que a fuerza de manos todos le habían hundido hasta el pescuezo al hombre de la muralla. Y a la luz del farolillo que llevaba en la mano pudimos reconocerle Domingo y yo...
¡Era mi tío!
Entonces comprendimos por qué con tanta asiduidad habían seguido confundidos, a la cola del grupo de pilluelos, los estudiantes y otros huéspedes del León Nacional y por qué cuchicheaban y reían mientras la disputa de Domingo y mi tío.
Al reconocer a éste, repuesto ya de la natural sorpresa, se precipitó Domingo hacia la turba de pillos, y luchando con ellos casi a brazo partido, pudo arrancarles la escalera y auxiliar a mi tío que bajara del alto una copiosa lluvia de pelotas de fango.
Echamos a andar a pasos precipitados y por largo trecho siguió la risa protestando contra Domingo con gritos y silbidos que no dejamos de oír hasta que traspusimos la estancia.
La chaquetilla de mi tío, única que traía, se salvó de ser enlodada gracias a ridícula casaca que le habían puesto.
Mas fue necesario llevarlo sin sombrero, hasta el León Nacional para que cambiase las demás piezas del traje que quedaron hechas una miseria.
Luego que se aseó y vistió mi tío, nos invitó Domingo a pasear por la ciudad.
Las vidrieras de los establecimientos repletas de mil objetos de fantasía, de géneros, de cristales; los mismos establecimientos en donde largas filas de luces producían vivísima claridad que se reflejaba en los suelos de blanco y pulido mármol y en los filos dorados de los armatostes y mostradores, eran admirados detenidamente por nosotros.
Domingo, a guisa de improvisado cicerone, iba haciéndonos notar aquellas bellezas. Mudos nosotros de admiración nos volvíamos todo ojos para que nada nos quedase por ver.
—Esa es una platería —díjonos Domingo señalando uno de los establecimientos.
Volvimos la cara y nuestra admiración creció al ver brillar, en largas hileras, cucharas de plata que parecían contener cada una en su concavidad lucecillas de gas: las jarras y vasos de oro y plata de elegante forma y hábilmente cincelados; los espejos que multiplicaban hasta lo infinito aquellos objetos; las lucientes tapas de los relojes colocados en estuches de terciopelo; los zafiros, esmeraldas, rubíes, diamantes, ópalos y amatistas de las sortijas, collares y brazaletes que lanzaban destellos de fúlgida luz azul, verde, roja, nacarada como las que lanzan las gotas de lluvia o de rocío adheridas a los tallos de las yerbas y atravesadas por un rayito de Sol.
—¿Dime, Domingo —preguntó en voz muy baja mi tío—, y esto no se lo roban?
—¡Qué han de robar, hombre! —contestó en alta voz Domingo.
El dueño de la tienda que lo oyó nos miró a todos y soltó una sonora carcajada.
Mi tío se puso pálido y sus puños se crisparon nerviosamente.
¡Ya estaba harto de risas! La de aquel mercader le pareció más estridente, de más extraño timbre, que era repercutida por cada joya y que hacía vibrar cada vidriera y cada lámina de plata; parecióle oír que en el fondo de aquellos elegantes y lucientes vasos de delgado metal castañeteaban los dientes del platero.
«¿Por qué se había reído aquel hombre?», también pensaba yo... Y con esta preocupación comencé a reparar que cuantos pasaban por nuestro lado se sonreían.
Ya no podíamos atender lo que nos decía Domingo: caminábamos abochornados.
—¡Eh!, ¿qué es eso?, ¿estáis tristes?, ¿no os gusta todo esto?, ¿os acordáis del pueblo...?, ¡qué demongo, hombres!, ya volveréis allá cargados de dinero como unos asnos. ¡Ánimo, ahora!
Hízonos entrar en un café y pidió ron de Jamaica, que según decía, era mejor bebida que el jerez y la champagne. Con tantas celebraciones que hizo no nos fue posible dejar de tragar el maldito ron a pesar de que nos desollaba la garganta.
Salimos muy animados del café.
Caminamos largo trecho por el borde de los fosos, donde se consoló un tanto mi tío, viendo que también otros estaban entretenidos en buscar, al son de las latas y silbidos de los traviesos pilletes, los tres reyes magos. Más allá del oscuro terreno por donde transitábamos, por encima de la cuadrada y negra silueta de algunas casas de madera, brotaba de la tierra una claridad tenue que iba desvaneciéndose en el profundo azul del cielo. Bajo aquella especie de vaporosa nube, que semejaba brillante polvillo de oro esparcido por la atmósfera, estaban los parques. Al doblar de las casas de madera, puestas allí como grandes pantallas para producirnos mejor efecto, quedó un momento turbada nuestra vista con el reflejo de mil luces. Habíamos llegado a los parques. Los cruzaban en todas direcciones trazando con la luz de sus faroles, que a través de las hojas parecían apagarse y encenderse, líneas y círculos de fuego; la música de la retreta que poblaba el espacio de acordes armoniosos y dulces melodías; los paseantes que ora en grupo apiñados, ora solitarios iban y venían por las torcidas callejuelas orilladas de arbustos, todo esto se presentó a nuestra vista con cierto encanto desconocido, inexplicable. El parque con sus ruidos, movimientos, luces, fuentes cristalinas, verde césped, alegres flores, nos pareció entonces una especie de soñado edén.
Atravesamos aturdidos aquel paseo. Vimos el Louvre lleno de personas que hablaban, gesticulaban y reían, agrupadas en torno de las varias mesas de blanco mármol, por entre las cuales se movían ágiles los dependientes, llevando botellas y copas, que contenían bebidas de todos los colores del iris.
Domingo nos hizo detener delante de un gran lienzo pintarrajeado con algo que tenía visos de representar una plaza ocupada por curiosa y apiñada muchedumbre en medio de la cual se alzaba un patíbulo, por cuyas escaleras subían, haciendo asombrosos equilibrios para no caerse, un fraile con un crucifijo y rosario colosales y un hombre de feroz semblante, exageradas patillas y cargados de cadenas; tras de éstos seguía una especie de oso que llevaba en la mano una descomunal hacha de acero resplandeciente y que por otros adminículos y su catadura espantable no podía ser otro que el verdugo. Al pie del lienzo, con grandes letras rojas se leía: «Hoy Diego Corrientes».
Domingo se registró los bolsillos, contó algunas monedas de plata, las puso en el borde de una ventanilla, especie de respiradero de una gran jaula iluminada por dentro, y donde estaba encerrado un hombre, el cual recogió las monedas y dio en cambio tres tarjeticas rosadas que entregamos al entrar en el teatro.
Subimos por varias escalerillas: aquella ascensión nos produjo incómodos escalofríos en el estómago y nos erizó el pelo. Nos asomamos al borde del débil antepecho que rodeaba aquel gran hoyo y nos parecieron enanos los hombres que veíamos sentados allá abajo, en otros círculos, rodeados de barandillas, y en largas hileras de sillones.
—¿Y esto no se caerá? —preguntó mi tío a Domingo.
—¡Demongo, está más seguro...! —respondió éste pisando con fuerza y andando desembarazadamente como para demostrarnos que él estaba habituado a caminar por aquellas alturas.
Todas las personas que se hallaban cerca de nosotros, se echaron a reír despiadadamente, así que oyeron la pregunta de mi tío.
Este se puso pálido de ira. ¡Maldita risa que por todas partes le perseguía!
Habíamos llegado algo temprano; pero las localidades fueron llenándose en breve tiempo.
El público se impacientaba: silbaba y aplaudía para que levantasen el telón.
—¡Falta el presidente, no ha llegado todavía! —nos hizo notar Domingo.
A nosotros nos gustó sobremanera aquella facultad que se tomaban todos de silbar y aplaudir como en una corrida de toros y comenzamos a meter tanto ruido, con nuestros silbidos y palmadas, que un guardia nos hubo de amonestar para que calláramos.
Esto fue motivo de nuevas risas y burlas de los que estaban sentados a nuestro alrededor.
Mi tío volvió a incomodarse.
Domingo que se hallaba muy gustoso con la diversión que nos había proporcionado, nos preguntó por qué habíamos enmudecido de repente, y como le dijésemos que el guardia nos lo había advertido, exclamó:
—¡Bah!, no le hagáis caso a ése. Y volvimos a meter ruido.
—¡Diablo de presidente, cuánto tarda...!, ¿estará durmiendo...?, ¿estará comiendo...? —se preguntaban los que estaban sentados a nuestro lado.
—¡Eh, ya está allí! —exclamó Domingo señalando un palco del segundo piso que tenía adornada su barandilla con una cortina de damasco rojo y un gran escudo nacional de madera dorada.
La puerta de este palco se abrió y dio paso a un hombrecillo pequeño, grueso, algo calvo y con un bigotillo perfectamente dividido en dos partes. Vestía con elegancia. Llevaba un enorme brillante en el dedo meñique y una hermosa leontina de oro, que al reflejar las luces del gas sobre el paño negro del chaleco, parecía despedir llamas.
Un aplauso más nutrido y prolongado que los anteriores acogió la llegada del señor presidente.
—Le hacen burla por lo mucho que ha tardado —murmuró Domingo.
El señor presidente moviendo su cabecilla, tan esférica que podría servir de remate a un bolo, saludaba a diestro y siniestro.
Yo no sé qué comezón le entró en la lengua a mi tío, o qué mal diablo le tentó, lo cierto del caso fue, que se le escapó un agudo silbido que hizo reír a todo el teatro.
Haciendo gestos de cólera y lanzando amenazadoras miradas el presidente, alzó la cabeza y clavó su vista en el lugar en que nos hallábamos sentados.
Mi tío hecho casi un ovillo pugnaba por ocultarse tras de Domingo.
El oficioso guardia encaminóse a nuestro sitio, y después de mil aspavientos, nos agarró por un brazo. Gracias a la oportuna intercesión de Domingo y otras personas, no nos echó fuera del teatro.
Quedamos abochornados, humillados; y a pesar de que ya el telón se había alzado, no osábamos levantar la vista por el borde del antepecho ni siquiera atender a la representación.
Solo nos enteramos de los últimos actos de Diego Corrientes.
Durante todo este tiempo estuvo mi tío crujiendo los dientes y crispando los puños.
¡Oh, si hubiera podido aplastar todo el teatro de una gran puñada, lo hubiera hecho sin vacilar!
Y cuando se fijaba en el sillón de presidente dábanle deseos de llorar: estaba profundamente arrepentido de haber silbado a aquel noble señor.
Cuando concluyó la función apagáronse de momento la mitad de las luces; las demás quedaron a media llave. Una especie de turbia atmósfera envolvía a los espectadores. Mi tío, entonces miró en torno suyo; y convencido de que nadie lo observaba, se acercó al antepecho de la cazuela y echando medio cuerpo hacia afuera, mostró los puños a aquel público que se había reído de él, que al retirarse le volvía tranquila y despreciativamente la espalda, y murmuró con rabia:
—¡Ya, ya veremos; juro que seré algo!
Después orgulloso y satisfecho con este brutal desahogo se unió a Domingo y a mí que ya bajábamos por la escalera.
En todo el camino no pronunció palabra alguna: iba con la cabeza baja. Así llegamos al León Nacional.
Cuando se acostó, su imaginación fuertemente impresionada hacíale verse a sí mismo, dando vueltas en vertiginosas espirales que abarcaban grande espacio y se remontaban hasta perderse en lo alto, rodeado de humeantes antorchas de pilluelos desarrapados que le encendían con sus agudos silbidos y tremendos golpes de lata. Y como dotados de mágica potencia, volaban también, el negro del muelle y los hombres del retaco; el bote de Domingo y el bergantín Tolosa; las cucharas, las jarras de plata cincelada, los espejos, las luces del Louvre y las vidrieras de los establecimientos, a través de las cuales veía, horriblemente agrandados, como el teclado de un órgano, los dientes del platero. Entraban también en la general y exótica danza los hondos fosos en cuyas oscuras concavidades creía ver lucir, a manera de deslumbradoras chispillas de fuego azules, verdes, amarillas y rojas, los topacios, esmeraldas, amatistas y rubíes. De repente cesaba aquella fantástica y aturdidora balumba y creía mi tío verse sentado entre el círculo de luces de la gran araña de cristal del teatro atendiendo desde allí la representación, pero con orden invertido; es decir, el público, representaba en el escenario, y los cómicos, ocupaban el sitio del público; el presidente hacía el papel de Diego Corrientes, mientras que éste, alisándose las grandes patillas con ambas manos, apoyados sus codos en el mosquete de ancha boca, ocupaba el sillón presidencial.
Al amanecer, a favor de la débil claridad que llenaba el cuarto, pude ver a mi tío mordiéndose los puños, golpeando la almohada con furor, y oí también que murmuraba:
—¡Oh, juro que seré algo!
Días después de este borrascoso de nuestra llegada, una mañana, poco antes de las diez nos encaminamos a la oficina del excelentísimo señor don Genaro.
Estuvimos sentados en la antesala del despacho largo tiempo. Don Genaro no había llegado aún, a pesar de haber sonado, buen rato hacía, la hora de reglamento. Al fin llegó como a la una y por poco se cae mi tío del asiento, del susto que se llevó al verlo. A punto estuvo también de dar al diablo su carta de recomendación y su destino, al reconocer en don Genaro el mismo hombrecillo grueso, calvo, elegantemente vestido que había presidido la representación de Diego Corrientes y que él había silbado. Mas don Genaro, interpretando por impaciencia aquellos gestos que lo eran de temor, se encaró con mi tío y le dijo:
—¡Eh!, señor mío, no se apure tanto; hay otros antes que usted.
Con esto le tranquilizó por completo.
Seguimos guardando antesala.
Después de cambiar su levita de paño negro por otra de ligero y blanco dril, de ponerse una cachucha de pajilla con visera de ámbar, de sacudir con su pañuelo la mesa y de abrir uno o dos armarios, preguntó don Genaro a un señor de alguna edad de qué negocios venía a tratar.
Hablóle el anciano algunas palabras al oído.
—¡Ah!, sí, ya sé —dijo alegremente don Genaro—, venga usted acá.
Y sonriendo le hizo entrar, tras él, en un gabinete reservado al que servía de puerta una cortinilla de damasco rojo dividida en dos partes iguales.
La luz del Sol que caía de lleno sobre un extenso y cuadrado patio, grandes nubes blancas que parecían orladas de luciente plata, la pesada atmósfera del salón y un aire tibio que penetraba a bocanadas por una gran persiana de madera y vidrios de colores, primero, proporcionaron a mi tío plácido sopor y somnolencia, y luego, le sumieron en sueño profundo.
—¡Ea!, a dormir a la calle —le advirtió bruscamente, dándole un par de fuertes manotadas en el hombro, el ujier que guardaba el despacho de don Genaro—, ¡babiecas estos que no saben guardar el respeto debido a la autoridad!
Llegó, después de más de dos horas de espera, nuestro turno para hablarle al señor don Genaro.
Pusímonos de pie delante de la mesa de despacho y mi tío comenzó a decir de esta suerte:
—Excelentísimo e ilustrísimo señor: venimos recomendados a usted para que nos busque, es verdad, por ahí un buen destinillo, que se lo agradeceremos mucho, como hay Dios. El señor marqués de Casa-Vetusta nos ha dado esta carta..., esta carta... para enterarle de como somos parientes suyos, de verdad, y responder de que somos hombres honrados...
Pero mi tío no daba con la carta de recomendación que dijo a don Genaro que llevaba. Registrábase los bolsillos, cambiaba de colores, corríanle gruesas gotas de sudor por la frente y la carta, ¡diablo de carta tan bien cuidada y que nunca aparecía cuando debía aparecer!
—No se apure usted tanto, señor, tenga calma —dijo don Genaro compadecido de las torturas que sufría mi tío—. Vea si es ese papel que está debajo del asiento que ocupaba.
Con efecto; debajo del asiento había un papel doblado: era la carta de recomendación
Mi tío la recogió y la presentó a don Genaro.
Pasó este su vista por los renglones de la carta. A la mitad de la lectura tornóse su semblante más placentero; y señalándonos dos sillas, nos brindó asiento a su lado.
—¡Oh!, sí, desde luego —exclamó al acabar de leer la carta—, en cuanto esté vacante algún destino cuenten ustedes que serán colocados. Tendré mucho gusto en complacer al señor marqués: cuanto soy y tengo, a él lo debo. Y esta carta, ¿se la entregó a ustedes personalmente el marqués?
—Sí, excelentísimo señor.
—Llámenme simplemente don Genaro: supriman los tratamientos mientras estemos solos. Ahora bien; cuando haya delante alguna persona, entonces... no lo supriman ustedes..., no por mí sino por el carácter de mi posición... Mi cargo, mi... ya saben ustedes, ¿eh...?
—Oh, sí, señor...
El ujier interrumpió nuestra conversación con don Genaro indicando a éste, por señas, que una persona que le aguardaba deseaba hablarle.
—Ustedes me dispensarán, señores, tengo tantas ocupaciones a que atender que a veces deseo dividirme en diez pedazos.
Apenas concluyó de decir esto, salió don Genaro; y mi tío, pegándose un fuerte golpe en la quijada, exclamó:
—¡Cuando pienso que hace poco que me he dormido como un puerco delante de este buen señor!
Don Genaro volvió; como nos reiterara su promesa de buscarnos un buen destino, entendimos que debíamos de retirarnos y así lo hicimos.
Al atravesar la antesala, el ujier, que había reprendido tan duramente a mi tío, al notar la amabilidad con que nos había tratado su jefe, quiso congratularse con nosotros. Nos detuvo sonriendo y comenzó a hablarnos del pueblo y a aconsejarnos con mucha gravedad.
Yo me senté cerca de la puerta del despacho y con asombro oí decir claramente a don Genaro:
—¡Vaya con la ocurrencia del marqués!, ¿si creerá que no hay sino decir: «ahí te van esos dos, colócalos»? ¡Y qué dos!, ¿por ventura andan aquí los destinos como guijarros? ¿Por qué antes de que vinieran no les buscó él uno, sabiendo que es más fácil conseguirlos desde allá, que estando aquí? Pues no señor, ha tenido la ocurrencia de endosarme ese par de monigotes porque son mis parientes. ¡Maldita parentela la que tengo, que no hace sino gimotear y pedir!
Después abandonó su mesa de despacho y se colocó de modo que pude verle retratado en los vidrios de un magnífico estante lleno de expedientes y libros.
Tomó una silla, apoyó el respaldo de ésta en la pared, metióse la mano en los bolsillos y clavó la vista en el techo.
De cuando en cuando se le escapaban algunas palabras.
—¿En dónde encontraré dinero? —repetía.
De pronto diose una gran palmada en la frente, comenzó a gesticular, de tal modo que parecía que se le había vuelto el juicio, y señalando el suelo, decía:
—Aquí, aquí está la mina.
Y prosiguió hablando solo como un insensato.
—¡Eh, plan hecho, ese par de imbéciles serán los mineros! Bueno es que lleguen a nuestro lado algunos mentecatos: el día que menos se piensa son útiles.
No pude observar ni oír más: mi tío terminó su charla con el ujier y salimos de las oficinas.
Cuando nos encaminábamos al León Nacional nos encontramos con Domingo al cual ponderó mi tío, de tal suerte, la distinción con que nos había recibido don Genaro y las promesas que nos había hecho, que asombrado el ingenuo botero metióse ambas manos en sus hondos bolsillos, abrió desmesuradamente la boca y los ojos, y exclamó:
—¡Qué suerte tienes, demongo!
Un paredón de una casa contigua, verdeado por la humedad, y que casi podía tocarse con la mano desde la ventana por donde penetraba la claridad a nuestra habitación imprimiéndole, aún a las doce del día, una luz de tinte lívido, amarillento, triste; un patio muy angosto, de forma triangular, sin losas, en cuyos rincones crecían entre muebles desvencijados y botellas vacías rotas, enfangadas, los hongos, musgos y helechos y alguna que otra trepadora con el tallo acuoso, las hojas verde claro, descoloridas, cloróticas; un inmenso tejado de color rojizo oscuro, cruzado de noche por hambrientos gatos cuya negra y escuálida silueta se destacaba sobre el fondo azul profundo del estrellado cielo; las paredes interiores de nuestra habitación blanqueadas hasta el suelo por innúmeras capas de lechada; dos catres, el baúl, una mesa de pino donde poníamos los instrumentos de aceite y una bujía embutida por el cabo en la boca de una botella: tal era la perspectiva interior y exterior de nuestro miserable tugurio.
Era una mañana: la llovizna caía lentamente y en finísimas gotas. A intervalos una ráfaga de viento la hacía llegar hasta lo interior de nuestra habitación, pues la ventana solo tenía por defensores, contra las inclemencias del tiempo, unos pedazos de vidrio rotos y empolvados. Veíanse flotar moléculas de agua casi impalpables que iban a posarse tranquilamente en los muebles, en el suelo, en la pared, en el techo: dondequiera que se pusiese la mano quedaba mojada. Esta fue la triste mañana en que nos levantamos sin tener un solo real de vellón.
Mi tío estaba sentado en el borde de su cama reflexionando acerca del modo de salir de situación tan crítica. Y yo permanecía en mi lecho fingiendo dormir para dejar a mi tío en libertad de tomar el partido que mejer le acomodase.
Una vez se llegó hasta mi cama y comenzó a moverla con fuerza; pero ya podía haberle dado más impulso que el fuerte que le dio, que yo había resuelto no moverme.
—¡Qué bestia tan feliz! —dije abandonando este sistema de despertarme y escogiendo el de taconear con fuerza y dejar caer la tapa del baúl.
A eso de las doce me sacudió mi tío por un brazo llamándome holgazán y perezoso y asegurándome que venía de almorzar. Bien sabía yo que no había almorzado, pero me guardé de contradecirle.
En ese momento se abrió la puerta del cuarto. Y a fe que nos sorprendió, pues hacía tiempo que ninguna mano extraña la empujaba: tan solo éramos nosotros los tristes que por ella entrábamos y salíamos.
Reconocimos en el inesperado visitante al ujier de la oficina de don Genaro.
—¡Ea!, señores —exclamó—, traigo buenas noticias. Don Genaro parece hoy muy contento y os manda buscar. Conque adiós: y hasta luego.
La puerta volvió a cerrarse.
Mi tío corrió dos o tres veces de un lado a otro de la habitación buscando su levita y su sombrero. Como si hubiera tenido inesperada revelación alzó con ligero movimiento la cabeza. El júbilo brillaba en su mirada, diome tres o cuatro palmadas en la espalda y exclamó:
—Sobrino, hoy empieza nuestra carrera... vístete, acepíllate la ropa, sacude tus zapatos...
—Pero, tío, ¿dónde hemos de ir bajo este aguacero...?
—Es verdad, llueve; y no podemos pagar coches. Pero hay que ir allá aunque reventemos.
Salimos.
Cuando llegamos al despacho de don Genaro no estaba con él ninguna otra persona; quizá porque llovía.
—Adelante, queridos primos —exclamó don Genaro creyendo, sin duda, que nos habíamos detenido por cortesía o respeto, cuando no era por otra cosa que para escurrirnos algo las ropas empapadas de agua.
—Desde hoy pedéis contar con el destino que os prometí —dijo don Genaro.
Mi tío estuvo tentado de arrojarse a los pies de su bienhechor.
—Pero...
Este pero le contuvo y le hizo abrir tamaños ojos.
—No disfrutarais por ahora de sueldo alguno; no seréis más que aspirantes, ¡eh!, así se empieza.
—¡Oh!, cuán bondadoso es vuecencia...
—¡Eh!, Vicente —interrumpió don Genaro—, fuera cumplidos, tutéame; seremos compañeros, a más de primos, ¿eh? Ya nos auxiliaremos mutuamente.
—¿Y cuándo podremos empezar a trabajar?