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Esta colección de microrrelatos invita al lector a explorar los rincones más profundos de la mente humana a través de historias breves, pero intensas. Con un estilo evocador y reflexivo, el autor nos sumerge en dilemas éticos, filosóficos y existenciales que desafían nuestras creencias y emociones. Desde la lucha entre el bien y el mal hasta el sentido de la vida y la muerte, cada relato deja una huella imborrable, impulsando al lector a cuestionar la realidad que lo rodea. Una obra perfecta para quienes disfrutan de la literatura que deja huella y despierta el pensamiento crítico.
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Seitenzahl: 133
Veröffentlichungsjahr: 2025
GERARDO MOSQUERA
Mosquera, GerardoMicrorrelatos para pensar / Gerardo Mosquera. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6041-4
1. Relatos. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
GERARDO MOSQUERA
1. El bien y el mal
2. La Casa de los otros
3. Los agujeros invisibles
4. El Precio de la Vida
5. El valor del miedo
6. La grieta
7. El eco de la verdad
8. El silencio de Malena
9. El Pacto.
10. Asesinato
11. La fábula de la libertad
12. El jardín del laberinto
13. La manzana partida
14. La sombra del emperador
15. Amenazas
16. La nota final
17. El veredicto
18. El dilema de la lealtad
19. El dilema del tranvía
20. Decisión salomónica
21. El Indulto
22. La incisión invisible
23. El benefactor
24. Terapia psicológica
25. La hora de la decisión
26. Elección de vida
27. Carta desde el frente
28. El valor del último suspiro
29. El niño perdido
30. Sobreviviendo
31. Reflexión sobre la naturaleza humana
32. El asesino y el escorpión
33. El eco del laberinto
34. El precio del olvido
35. El lado bueno de las cosas
36. Resurrección
37. El Tirano
38. La aporía del perdón
39. La promesa rota
40. El sueño del ambicioso
41. El juicio de la fortuna
42. Honestidad
43. Coraje
44. La oscuridad luminosa
45. El grito silencioso
46. La quietud en movimiento
47. El olvido inolvidable
48. La realidad imaginaria
49. El reloj inverso
50. El espejo fragmentado
51. El pozo de los deseos
52. El libro prohibido
53. Mercedes, la diosa del amor
54. MICRORRELATOS
55. La estación de tren
56. La caja de música
57. El relojero
58. La pintura.
59. El diario perdido
60. La conspiración
61. Un secreto familiar
62. El tiempo
63. El destino de un náufrago en una isla desierta.
64. La maldición.
65. El músico callejero
66. La búsqueda de la felicidad
67. El dilema del libre albedrío
68. El problema del mal
69. La muerte y la inmortalidad
70. La justicia y el poder
71. El sentido de la existencia
72. La ética de las emociones
73. El eterno retorno
74. La mente y el cuerpo
76. Iluminación budista
77. El karma y el destino
78. El wu wei (no-acción)
79. Impermanencia.
80. La paradoja de la dualidad
81. La evolución humana
82. La inteligencia artificial
83. La filosofía del amor
84. La alienación
85. Vivir
86. La naturaleza y el ser humano
87. Identidad
88. La ética del cuidado.
89. Utopía
90. El lenguaje y la realidad
91. El mago
92. La eterna juventud
93. El despertar del monstruo
94. Interculturalidad
95. Género
96. Diversidad
97. Bioética
98. Subjetividades
99. La unidad del ser
100. El destino
101. La Belleza
102. La Razón
103. La Democracia
104. La Vida.
105. La Luz al Final del Camino
106. Mercedes: entre la fragilidad y la fortaleza
107. Vacío existencial
108. El Éxito
109. La Perspectiva del Amor
110. El Arma Invisible
111. Amor inmaduro.
112. El último intento.
113. La pobreza.
114. Convicciones
115. El Arte del control
116. Asesino de las Preguntas
117. Propósito.
118. El sufrimiento del amor
119. El Espejo de las Expectativas
120. El presente
A mi padre,
un amante de las historias breves que dejan enseñanzas.
A María de las Mercedes,
por ser la inspiración detrás de cada palabra y el refugio en cada pensamiento.
Gerardo Raúl Mosquera, es abogado desde 1989, egresado de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la UNLP, Escritor, publicista y docente. Se desempeña como Asesor Letrado del Ministerio de Trabajo de la Provincia de Buenos Aires desde 1992. Es egresado de la Escuela Judicial del Consejo de la Magistratura de la Provincia de Buenos Aires y actualmente doctorando en Ciencias Jurídicas y Sociales en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP. Además, es mediador prejudicial y autor de numerosas publicaciones en revistas jurídicas.
Con más de 35 años de experiencia docente, fue profesor Filosofía en la Escuela de Educación Media nro. 1 de Del Carril, Saladillo, Prov. de Bs. As. Cuenta además con una destacada trayectoria como ex Asesor Legal del Sindicato de Trabajadores Municipales de Saladillo, ex Asesor Letrado de la Unión de Educadores Bonaerenses de Saladillo, ex Abogado de la Asesoría General de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires y ex Abogado del Consejo de Reforma del Estado de la Provincia de Buenos Aires.
A lo largo de su carrera, ha profundizado su formación con diversas especializaciones y diplomaturas. Es especialista en Mediación Familiar y Justicia Restaurativa, y diplomado superior en Construcción de la Ciudadanía, Herramientas Didácticas, Inteligencia Artificial y Derecho, Daños y Riesgos Psicosociales, Derecho Penal y Procesal Penal, Compliance, Derecho del Trabajo y Relaciones Laborales, Riesgos del Trabajo, y Derecho de Daños y del Consumidor.
Con una sólida formación académica y un compromiso constante con la justicia, Gerardo Raúl Mosquera combina su experiencia profesional con su pasión por la docencia, la escritura y la filosofía, consolidándose como un referente en el ámbito del Derecho Laboral y las Ciencias Jurídicas.
Autor de “Historias de Mujeres con Derechos”, “Juicio al amor”; “Fundamentos para la aplicación inmediata de la 15057 al proceso laboral bonaerense”; y “Derecho Laboral y de familia, un abordaje integrador”.
En una sala iluminada por una única ventana, el maestro observaba a su alumno, que inquieto jugaba con un vaso de agua.
Maestro, ¿cómo puede algo tan pequeño como un mal acto causar tanto daño? preguntó el alumno, derramando unas gotas en el suelo.
El maestro tomó un segundo vaso, lleno hasta el borde, y lo derramó lentamente.
¿Ves esto? Unas gotas no significan nada. Pero si yo lo hago, y luego tú, y luego todos en esta sala, pronto el suelo estará inundado. El mal no es un monstruo gigantesco, como muchos creen. Es más bien el cúmulo de pequeños actos, cada uno insignificante, que juntos forman una marea que arrastra todo a su paso.
El alumno observó el agua extendiéndose en el suelo y murmuró:
Entonces, ¿cómo detenemos esa marea?
El maestro sonrió y tomó un paño para limpiar el agua.
Con pequeños actos de bien. Una sola gota de bondad no parece gran cosa, pero si cada uno de nosotros seca una parte del desastre, la inundación desaparece. El bien, al igual que el mal, crece con cada gesto, por pequeño que parezca.
El alumno tomó otro paño y comenzó a limpiar junto al maestro. Al final, el suelo estaba seco, y el maestro dijo:
Recuerda siempre esto: el mal prospera en el abandono, pero el bien florece en la acción compartida. Cada uno de tus actos, por pequeño que sea, tiene el poder de inclinar la balanza de un lado o del otro.
Clara recogió las últimas fotos del estante, esas que todavía llevaban el perfume de una casa que ya no era suya. Cada esquina era un recuerdo suspendido, y cada pared murmuraba el eco de un padre que había levantado ladrillos con manos curtidas por los años. La casa, que alguna vez fue refugio, ahora era una trampa disfrazada de hogar.
Él la miraba desde la cocina con una calma de depredador saciado, satisfecho de su obra maestra: una acusación tan bien urdida que incluso la justicia, ciega y sorda, la había aceptado sin cuestionamientos. Violencia familiar, dijeron. Maltrato hacia los hijos que no eran suyos. Clara quiso gritar, pero su silencio fue más elocuente. ¿Cómo se defiende una de lo que nunca hizo?
El juez fue tajante. No importaba que Clara hubiera aportado a esa casa, no importaba que su hija, una niña de ojos grandes y tristes, también tuviera derecho a un hogar. Las palabras de él pesaron más que las de Clara, más que las verdades talladas en lágrimas.
La maleta era pequeña, como si no quisiera molestar a la casa al marcharse. Su hija la seguía en silencio, aferrada a una muñeca que había perdido un brazo, como si también ella hubiera sido mutilada por el decreto. Clara cerró la puerta con la sensación de que, al hacerlo, cerraba también una parte de sí misma.
El camino al futuro era una línea recta, infinita, pero la injusticia le pesaba como un ancla. “El amor debería ser un pacto, no una traición”, pensó. Pero ya no había lugar para los pensamientos. Clara solo tenía su dignidad, aunque pisoteada, y una promesa silenciosa: que esa casa, levantada con el sudor de su padre y los ahorros de su esfuerzo, no se convertiría en el mausoleo de su derrota.
En las noches, Clara soñaba con las paredes. No con las paredes de la casa que dejó, sino con otras, invisibles, que alguien había levantado alrededor de su vida, encerrándola en un juego donde las reglas nunca estuvieron de su lado. Soñaba con las risas de su hija resonando en habitaciones que ya no existían, con la voz de su padre diciéndole que no se rinda.
Y no lo haría. La calle era su punto de partida, no su destino. La casa de los otros, la que alguna vez fue suya, se desmoronaría sola, como se desmoronan las mentiras cuando las mira el tiempo. Mientras tanto, Clara caminaba, llevando consigo lo único que nadie podía arrebatarle: la certeza de su inocencia y el amor intacto por su hija, que ahora era la única luz en un camino lleno de sombras.
Había algo implacable en la furia del niño, un filo que cortaba con cada palabra, con cada mirada. En casa, en la escuela, con su hermano, con sus amigos, las palabras eran lanzadas como piedras, sin medida ni remordimiento. Hasta que un día, su padre, cansado de los ecos afilados que llenaban la casa, le entregó una caja envuelta en papel gastado.
Es para ti dijo, con voz firme.
El niño rasgó el papel con la impaciencia de quien espera un tesoro, pero lo que encontró fue una caja de clavos. Lo miró confundido.
Cada vez que pierdas el control, cada vez que hieras a alguien con tus palabras, clava un clavo en la puerta de tu habitación dijo el padre, sin añadir explicaciones.
l primer día, la puerta fue perforada 37 veces. Cada golpe del martillo resonaba como una declaración de su rabia, pero también como un eco de las palabras que había lanzado. La puerta, al final del día, parecía un campo de batalla.
Con el tiempo, el niño empezó a comprender. Cada clavo era un esfuerzo, un recordatorio tangible de su ira. Y fue descubriendo que era más fácil contener las palabras que alzar el martillo. Poco a poco, los días de silencio superaron a los días de furia, y la puerta dejó de acumular heridas.
Cuando por fin llegó el día en que no necesitó clavar más clavos, el padre volvió a él.
Ahora, por cada día que controles tu ira, saca un clavo de la puerta le dijo.
El niño obedeció. Día tras día, retiró los clavos uno a uno, hasta que no quedó ninguno. La puerta parecía haber vuelto a su estado original, pero cuando su padre lo llevó frente a ella, señaló las marcas que habían quedado.
Has hecho bien, hijo, pero mira los agujeros. La puerta nunca será la misma. Recuerda esto: las palabras que dices con rabia son como estos clavos. Pueden ser retirados, pero dejan heridas que nunca desaparecen del todo.
El niño tocó las marcas en la madera, pequeñas cicatrices que contaban historias de días pasados.
Una palabra dicha con furia puede ser más dañina que un golpe. Puedes disculparte, puedes intentar repararlo, pero la herida queda ahí, como un eco que nunca se va. Las palabras tienen el poder de construir o destruir. Elige bien cómo las usas.
El niño miró la puerta con ojos nuevos. Comprendió que la violencia verbal no dejaba cicatrices visibles, pero las heridas que causaba eran profundas, imborrables. Y en ese momento decidió que nunca volvería a usar sus palabras como armas. La madera seguía ahí, como las lecciones que nunca se olvidan. En su silencio, le recordaba cada día que el amor y la amabilidad podían ser tan fuertes como el filo de una palabra, pero mucho más duraderos.
Antonio vivía en una pequeña ciudad donde las tragedias parecían silenciar las esperanzas. Cuando su esposa, Laura, fue diagnosticada con una enfermedad mortal, la promesa de un medicamento milagroso encendió una chispa de fe. Pero esa chispa fue apagada por la codicia de Don Fermín, el único farmacéutico en kilómetros. El precio del medicamento era inalcanzable, y Fermín se negó a cualquier acuerdo.
Una madrugada, Antonio, consumido por la desesperación, rompió el cristal de la farmacia para tomar lo que salvaría a Laura. Fue detenido, y el mundo pareció desmoronarse. Pero su historia, hecha de amor y desesperación, conmovió al pueblo. Pronto, la comunidad presionó a Fermín, y el medicamento se vendió al precio justo.
Laura recibió el tratamiento, y Antonio, desde su celda, supo que el amor trasciende las leyes y los sacrificios.
El verdadero valor de la vida no se mide en monedas, sino en los actos de amor que estamos dispuestos a realizar para protegerla.
El primer comentario fue un "estás muy linda". Sonrió, pero no era un halago. Fue el principio de una guerra silenciosa, donde el precio era su dignidad. Los días pasaban entre sonrisas forzadas, tareas extra y la amenaza constante de perder su trabajo si decía "no". Un día, mientras él la tocaba, entendió que había perdido algo más que su libertad: había perdido el derecho a decidir. Los días se volvían más difíciles, el miedo crecía, y con él la angustia de que cada negativa podría costarle el empleo, su única fuente de sustento para su hijo.
Sin embargo, el acoso se fue intensificando. Los comentarios ya no eran tan sutiles, los gestos más invasivos. Cuando intentó alejarse, la respuesta fue una humillación pública, y el castigo laboral, más horas, tareas degradantes. La coerción fue total: ceder significaba supervivencia; rechazar, perderlo todo. Pero el día que le intentó besar a la fuerza, cuando su rostro estaba tan cerca del suyo, ella se dio cuenta de algo vital: no podía seguir así. Nadie tenía el derecho de decidir por ella.
Esa tarde, con el alma rota pero con la claridad de saber que su vida y su dignidad valían más que su miedo, decidió romper el ciclo. Denunció todo lo que había sufrido, aunque el terror seguía apoderándose de su mente. Sabía que las represalias podrían ser terribles, pero algo en su interior había despertado: ya no iba a ser su silencio lo que lo protegiera.