Mientras mueres - Javier Hernández-Velázquez - E-Book

Mientras mueres E-Book

Javier Hernández-Velázquez

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Beschreibung

Desde el primer instante, Thomas Vettel fue consciente de que nadie lo sacaría del atolladero en el que estaba metido, pero quienes se empeñan en creer que pueden elegir su destino son unos ilusos: vivir o morir, en muchas ocasiones, no es una opción. Mientras mueres es, de principio a fin, una danza de muerte; un relato donde todos los personajes terminan aceptando que es muy probable que no alcancen a sobrevivir. Este es un viaje sin retorno de redención hacia lo más profundo del alma donde, como un goteo de sangre, Vettel se sumerge en la búsqueda de un sentido a su existencia mientras decide qué decisión tomar sobre el futuro de su hija. Pero el mundo no gira en consonancia; la venganza, el poder y el dinero tienen un ritmo muy distinto a nuestras propias necesidades. Al final, a veces solo queda decidir cómo decides morir o cómo deseas vivir.

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EPUB

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Javier Hernández-Velázquez (Santa Cruz de Tenerife, 1968) es abogado, funcionario de carrera de la Comunidad Autónoma de Canarias y comisario del Festival Atlántico de Novela Negra: Tenerife Noir. Integrante del grupo G21, que articula el nuevo boom de la literatura en Canarias, es un autor con una narrativa rotunda que despierta la conciencia sobre la realidad. Con su opera prima El fondo de los charcos fue finalista del Premio Benito Pérez Armas en el año 2009; con Un camino a través del infierno recibió una Mención Especial del jurado del Premio Internacional de Novela Negra L’H Confidencial 2013; y con su última novela, Los ojos del puente, consiguió el Premio Wilkie Collins y la consideración de los lectores en el Premio Novelpol 2015 como la segunda mejor novela negra publicada en España en 2014. Mientras mueres significa una vuelta de tuerca en su narrativa y su primera incursión en el mundo del thriller.

 

Desde el primer instante, Thomas Vettel fue consciente de que nadie lo sacaría del atolladero en el que estaba metido, pero quienes se empeñan en creer que pueden elegir su destino son unos ilusos: vivir o morir en muchas ocasiones no es una opción.

 

Mientras mueres es, de principio a fin, una danza de muerte. Un relato donde todos los personajes terminan aceptando que es muy probable que no alcancen a sobrevivir.

 

Este es un viaje sin retorno de redención hacia lo más profundo del alma. Vettel vive un goteo de sangre en la búsqueda de un sentido a su existencia mientras decide qué decisión tomar sobre el futuro de su hija. Pero el mundo no gira en consonancia; la venganza, el poder y el dinero tienen un ritmo muy distinto a nuestras propias necesidades.

 

Al final, a veces sólo queda decidir cómo decides morir o cómo deseas vivir.

MIENTRAS MUERES

Javier Hernández-Velázquez

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición: marzo de 2017

Para Josep Forment, siempre con nosotros

 

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© Javier Hernández-Velázquez, 2017

© de la presente edición, 2017, Editorial Alrevés, S.L.

© Ilustración de portada: diddleman

©Diseño de portada: Mauro Bianco

Printed in Spain

ISBN: 978-84-16328-93-2

Código IBIC: FF

Producción del ebook: booqlab.com>

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

A Noe, por oficiar el milagro de vivir mis días y soñar mis noches.

El mundo estaba en llamas y nadie podría salvarme más que tú.

CHRIS ISAAK,WICKED GAME

PRÓLOGO

1

La vida es un camino de sangre y redención. Abates ángeles y conjuras demonios, pero, llegado el momento, siempre te enfrentas a dos cuestiones:

Cómo pretendes vivir.

Cómo decides morir.

2

Mönchengladbach, abril del 2009

Thomas cerró los ojos. Recordó la primera vez que vio un cadáver y cómo anestesió sus miedos reconfortándose en la idea de que la mejor época para morir sería la primavera, rodeado de flores y hierba fresca. Cuando sus párpados volvieron a abrirse, la pólvora y la sangre comenzaban a dispersarse. A su alrededor encontró un negocio de almas muertas. La vida vendía baratos sus muertos, antes de que se pudrieran en aquella habitación. Un olor metálico embriagaba el ambiente. Recuperó el contacto con sus instintos primarios. La sangre manaba roja, brillante y comenzaba a teñir una alfombra. Escuchó un quejido. En el suelo, una prostituta sangraba por una pierna. Con un gesto le ordenó abandonar el piso. Se acercó hasta los cuerpos abatidos. Leyó la sorpresa en sus expresiones. El mundo parecía que se las apañaba bastante bien reciclando la existencia. Acto seguido, repasó a cada hombre, uno a uno, con un último disparo de gracia. Luego se dirigió hacia su objetivo: el empresario Dieter Benkhe, dueño del «mercadillo de la carne» de Renania. Lo encontró escudado entre el cuerpo de una de las chicas que traía engañadas de Europa del Este; allí, inmóvil, con la mirada directa, en actitud atenta, como quien oye pasos en un cementerio. Si la muerte daba paz y certeza, ¿por qué parecía perdida? Empujó su cuerpo dejando a la luz al único superviviente.

—No deberías estar aquí, Thomas.

—Sí, bueno, las malas decisiones son lo mío, herr Benkhe —contestó encañonándolo.

—Si quieres apuntarme con eso será mejor que estés dispuesto a disparar... ¡Hablemos, Thomas! Te pagaré el doble de lo que te ha ofrecido Rahn.

Thomas se cuestionó cómo se puede llegar a conocer a un hombre. Lo embargaba una sensación de alivio. De calma. Sin embargo, conocía lo que acababa de ocurrir, sabía qué le estaban proponiendo y era consciente de lo que debía hacer.

3

Dos días antes

Thomas Vettel cerró el libro que tenía entre sus manos y lo colocó en un estante de la librería. Coincidía con T. S. Eliot en que abril era un mes cruel, engendrando lilas de la tierra muerta, mezclando memoria y deseo y removiendo turbias raíces con lluvia de primavera. Su ignorancia lo acercaba a la muerte cuando escuchó la voz áspera de Lukas Rahn, que detenía su solitario con las cartas y reclamaba su atención.

—¿Has tenido noticias de tu mujer, Thomas? Lucía se llama, ¿verdad?

—Se quedó en la isla de Tenerife. No he sabido más de ella.

—¿Y la niña? —La respuesta fue una mueca de desagrado. Lukas Rahn reorientó la conversación—: ¿Qué tal va la pierna?

—De puta pena —contestó Thomas, acariciando su rodilla derecha.

—Nunca recuperarás ese tiempo. Debes preocuparte de lo que pasa ahora.

—¿Qué quiere decir, herr Rahn?

Rahn volvió a barajar los naipes.

—Me gustaría conocer tu opinión acerca de herr Dieter Benkhe.

Thomas se mostró precavido. Estaba habituado a ser usado como la carta ganadora que se guardaba el capo del lumpen en Mönchengladbach para jugarla cuando llegara el momento. Resultaba sencillo encontrar a tipos despiadados, pero Thomas aunaba astucia e instinto, que le permitían moverse en el caos con increíble destreza y frialdad.

—Herr Benkhe se está comportando como un matón de barrio. Su pensamiento es instantáneo: aquí y ahora. Yo, sin embargo, veo el futuro. Es necesario evolucionar el negocio. Darle una cobertura legal. Le aconsejé que se tranquilizara. Sin embargo, no me ha hecho caso. Está llamando demasiado la atención. No nos conviene esa publicidad negativa para los negocios.

Desvió su atención hacia la puerta, allí dos guardaespaldas, alimentados con una dieta férrea de esteroides, flanqueaban la entrada y jugueteaban con sus pistolas inquietos por disparar contra alguien.

—¿Qué quiere exactamente que haga, herr Rahn?

Lukas Rahn se quitó las gafas. Sin ellas tenía un aspecto siniestro. Se puso de perfil, miró amenazante a Thomas y echó un naipe sobre el tapete.

—Hay que pensar cuando se echan las cartas.

A continuación continuó desplegando cartas de la baraja y señaló la última.

—No es una tarea que pueda hacer cualquiera. La clave está en la manera de elegirlas. A veces las cartas no dicen nada. Debes tener claro qué necesitas preguntarles. Porque si ignoras dónde quieres ir, corres el riesgo de llegar al destino equivocado. Y yo, a diferencia de herr Benkhe, sé lo que quiero.

La baraja fue cayendo sobre la mesa, como los granos de un reloj de arena. Cuando el último naipe salió de sus manos, torció su gesto.

—No es tiempo de indecisiones. ¿Quieres poner fin a nuestro compromiso?

Thomas se encogió de hombros y asintió. Escuchó la oferta. Se le brindaba cerrar una fase salvaje de su existencia en la que un homicidio involuntario le hizo caer en las redes de Rahn. Llegaba el momento de liberarse.

—Si le he entendido bien, quiere que me encargue de herr Benke, sin la aprobación del consejo. No creo que «los accionistas minoritarios» se lo tomen bien.

Rahn abrió una gaveta del escritorio, sacó tres fotografías y las desplegó sobre la mesa. Aunque era un hombre que utilizaba las palabras para manipular los acontecimientos, a veces sentía una desconfianza innata hacia ellas y dejó que las imágenes hablaran. Thomas reconoció a los tres individuos, a pesar de los impactos de bala en el cráneo.

—El consejo ha sido disuelto, Thomas. La sociedad se reorganiza.

—¿Por qué yo? Estoy desentrenado, podrían encargarse las mismas personas que...

—¡No! —interrumpió, categórico, Rahn—... Lo harás tú. Necesito a alguien que no puedan relacionar conmigo. Estos tres idiotas se confiaron, eran simples marionetas, nadie los echará de menos. Benkhe es diferente. Tú eres mi hombre para este encargo.

Thomas aceptó que no estaba en disposición de negarse a la petición.

—Supongo que si algo sale mal me pudriré en una cárcel alemana o quizá apareceré una mañana con un tiro en la cabeza en cualquier callejón.

Rahn sonrió y le alcanzó una nota con una dirección manuscrita.

—Veo que me has entendido. Herr Benkhe suele moverse por las afueras de la ciudad.

—¿Cuándo quiere que lo haga?

—En las próximas cuarenta y ocho horas. Luego ven a verme. No dejes de hacerlo para que yo no tenga que ir a buscarte.

Volvió a colocarse la máscara de sus lentes y se levantó de la silla. Las duras facciones de su rostro desaparecieron. A continuación reanudó la conversación:

—Llévate el libro que leías. Tuve un profesor de literatura que decía que la salvación de los hombres estaba en la lectura. Era un cínico. Nos advertía que escuchándolo corríamos el riesgo de volvernos inteligentes, lo cual nos sacaría de nuestro estado primitivo de esnifar pegamento y sobar los pechos de las adolescentes. Nunca lo escuché. Cógelo, Eliot es una opción para regresar al camino de la tierra baldía.

Thomas fue consciente de que nadie lo sacaría del atolladero en el que estaba metido. Pero quienes se empeñan en decir que pueden elegir son unos ilusos. En la vida solo se puede escoger entre estar vivo o estar muerto.

4

Thomas asimiló en aquellas cuarenta y ocho horas la rutina y pautas de Benkhe. Llegaba la hora. Arrancó el vehículo. El crudo invierno alemán estiraba su faz gris fuera de estación. El sol entregaba al día unas nubes pizarrosas y un viento frontal. En los últimos tiempos, Mönchengladbach estaba sumida en la apatía. Aquella urbe mantenía un espíritu que se personificaba en su equipo de fútbol: el Borussia, una versión latinizada de Prusia. El club fue fundado en noviembre de 1899 por un grupo de jóvenes en una taberna llamada Anton Schmitz, en el distrito de Eicken. Pero no fue hasta los años setenta del siglo pasado cuando nació el Mito. El Mönchengladbach fue la demostración de que los sueños de los modestos pueden cumplirse. Desde una ciudad con doscientos mil habitantes plantaron cara a dos de los mejores equipos de la historia: el Bayern de Múnich de Franz Beckenbauer y el Liverpool de Robert Paisley. Muchos aficionados se identificaron con aquellos potros salvajes, die fohlen, que transmitían un estilo de juego vertical y agresivo. En unos años de contrastes, el Borussia se asoció con la modernidad y la juventud, mientras el Bayern representaba el conservadurismo. Netzer y Beckenbauer se convirtieron en baluartes de ambas formas de entender el fútbol y la vida. Hennes Weisweiler fue capaz de dotar de un carácter y una disciplina inédita a un equipo plagado de talentos como Vogts, Bonhof, Netzer, Heynckes, Uli Stielike o Simonsen. Consiguieron cinco Bundesligas, una Copa de Alemania y dos Copas de la UEFA. Además de llegar a cuatro finales: una de Europa, una Intercontinental y dos de la UEFA.

La añoranza del tiempo pasado fue la que determinó la decisión de Thomas de ingresar en la cadena de filiales del Gladbach. Tenía talento. Era rápido en la conducción y hábil en el desborde. Su carrera pudo dar un giro de ciento ochenta grados cuando su representante le transmitió una oferta del Bayern de Múnich. Se limitó a contestar la propuesta bávara con un lacónico: «Tengo que reflexionar». En Mönchengladbach nació y allí moriría. Mönchengladbach era wo sich Fuchs und Hase gute Nacht sagen; un lugar donde nunca pasaba nada. Entonces vino la llamada de Heynckes desde Tenerife, donde pasó dos temporadas fantásticas, hasta la lesión. El mundo que estaba a sus pies comenzó a tambalearse. «Un día, te levantas y te das cuenta de que todo desapareció. Prestigio, dinero, amigos. Estás en un agujero oscuro. Entonces te pones a rezar y le pides a Dios que envíe luz a tu vida.» Aquella noche, en el bar de Rahn, el diablo vino en su busca y se convirtió en un hombre desesperado ante una encrucijada: ir a la cárcel o trabajar para Rahn. Surgió un nuevo desafío, con idénticas sensaciones a las de cruzar el túnel del vestuario y entrar en el campo. Están los que crean y los que destruyen, y aquella muerte cambió e hipotecó su futuro.

Ya no cojeaba. Se tocó por encima del pantalón la cicatriz de la rodilla. Dejó atrás el casco histórico y sus modernas urbanizaciones fortificadas por la arquitectura del miedo, en las que se refugiaban los ricos. Apreció la disonancia con los barrios marginales y sus callejones de ratas donde muchos dejan su vida cada día. Aparcó el Volkswagen de alquiler a la entrada del barrio. Bajó del coche y caminó por las calles. Encontró a su paso vagabundos que se movían en las aceras para entrar en calor. Llegó hasta un complejo de apartamentos de doce plantas. A su lado, varios solares libres. Uno de ellos, protegido con vallas de alambre, y el resto abiertos y llenos de escombros con maleza creciendo sin control, aguardando una de las cíclicas oleadas del desarrollo inmobiliario. Se cuestionó si Rahn no lo estaría enviando al matadero. A esas alturas, no tenía sentido su pregunta. Miró su reloj TAG Heuer. Era la hora convenida. Gestionó su excitación. Anhelaba perder la memoria y despertar en otro cuerpo, en una ciudad distinta, con otra identidad. Razonó el motivo que lo conducía hasta Benkhe. Se colocó unos guantes de cuero negro. Ralentizó la respiración y reanudó la marcha. Entró en el zaguán. A la entrada, lo detuvo en seco un hombre alto, rubio, de ojos azules y cuerpo de levantador de pesas. Su semblante reflejaba agresividad. Llevaba en su cintura una pistola automática Heckler & Koch, y sostenía un botellín de cerveza.

—No se puede pasar —le advirtió secamente, indicando que volviera a la calle.

Thomas fue rápido. Incrustó una navaja de diez centímetros de hoja en su pecho y la empujó hasta el mango, trazando una senda de muerte horizontal. Antes de que pudiera decir nada, cayó de espaldas. Thomas separó el cuerpo antes de cerrar la puerta. Alcanzó un estado de concentración que permitía que cuerpo y mente actuaran coordinados. Sacó los cargadores de las cuatro Sig Sauer P229. Verificó el tambor de cada una de ellas. Luego fijó los silenciadores y amartilló las armas. Se calzó dos en la parte trasera de la cintura. Los pasillos apestaban a orina y el linóleo se desprendía de los suelos. Se perdió en el hueco de las escaleras y subió los peldaños. Al llegar al segundo piso oteó el pasillo. Desde el fondo llegaba ruido de música. La juerga se había prolongado. La puerta se abrió y salieron dos de los esbirros de Benkhe para recoger la llave que estaba colgada en el manillar de la puerta. Regresaron dentro y cerraron. Rahn tenía razón. Benkhe se había relajado. Sus hombres intentaban imitar los comportamientos del jefe. Se habían convertido en chulos de discoteca y compadres de juergas. Una pandilla sacada de la letra de un tema malo de hip-hop. ¿La consecuencia? Morirían pronto.

Dio los últimos pasos hasta la puerta. Sacó una pequeña ganzúa y, con un ahogado clic, desbloqueó la cerradura. «Bueno, ahora solo puedes salir por la puerta que vas a abrir.» Debía ser rápido. Una vez dentro no asumiría ningún riesgo. Quedaban cinco, aunque Benkhe nunca iba armado. Sintió descargas eléctricas de adrenalina, las mismas que experimentaba antes de que el árbitro pitara el comienzo de un partido. Abrió la puerta y entró rodando, blandiendo sus pistolas. Los siguientes segundos fueron como una película proyectada a dos velocidades: lenta la primera parte, rápida la última y, entre una y otra, una pausa inmóvil. Se quedó de cuclillas encendiendo el fuego de una ceremonia que preludiaba la muerte. Sintió el golpe de las pistolas en sus manos. Los sucesivos fogonazos sordos susurraron dentro de los oídos de dos guardaespaldas. Suficientemente precisos para cegarlos. Se quedaron pasmados, sin entender qué pasaba, mientras las silenciosas detonaciones impactaban en sus cabezas y pechos. Thomas giró sobre sí mismo en el suelo y apuntó hacia el otro lado. Unas cuantas balas se incrustaron en la pared, pero tres dieron en el pecho del tercer objetivo. El cuarto elemento fue rápido, tenía una pistola en la mano y abría fuego. Thomas se parapetó detrás de un sillón y con dos certeros disparos lo alcanzó en el brazo, haciendo que soltara el arma. El siguiente le atravesó el cráneo. Respiró. Una nueva lluvia de balas perdidas voló sin control abatiendo el sillón. Cuando los disparos cesaron, Thomas se levantó y descargó el contenido de sus dos P 229.

Segundos después regresó la normalidad.

5

Cuando se apagó el eco de los disparos, allí estaba Dieter Benkhe. Su cara era un espejo que reflejaba su preocupación por la respuesta de Thomas a su propuesta. A cierta edad, los hombres acaban teniendo un rostro convenido. Los idiotas tienen cara de idiotas; los fuertes, de fuertes; los valientes de valientes; los héroes de héroes. Y así los cobardes, los mentirosos. Los hombres se pasan la vida componiéndose un rostro. Benkhe componía la de un muerto e intentaba manejar la situación de la manera más ortodoxa posible mientras buscaba una vía de escape.

—Te hice una propuesta, Thomas. Deberías aceptarla. Te vas por donde has venido y olvidamos lo sucedido. Así que acepta o dispara y pon fin a esa situación.

—Es una mala costumbre no llevar un arma encima, herr Benkhe.

—¿Aún no te has perdonado por lo que pasó en el bar de Rahn?

Thomas suspiró, aunque mantuvo el arma apuntando hacia la cabeza.

—No. Pero tampoco me estoy castigando. El mundo lo hará de una manera u otra.

—Si quieres seguir apuntándome será mejor que estés dispuesto a disparar. Hablemos, Thomas, te pagaré el doble de lo que te ha ofrecido.

—No hago esto por dinero.

Benkhe sintió un temor animal corriendo por sus venas y optó por ofrecer lo más preciado que tenía con tal de salvar su vida. Algo que resultaría irrechazable.

—Rahn es un hombre sin honor. Está tan lleno de mierda que no encontraría en esta jodida ciudad un retrete lo bastante grande para él. En este negocio, nuestras vidas dependen unas de otras. Rahn solo quiere el control. Estamos en el mismo bando. ¿No quieres dinero? Tengo algo con lo que podrás blindarte y me permitirá a mí desaparecer.

Benkhe estableció contacto visual y detectó curiosidad. Thomas se acercó y le apretó las mejillas con las pistolas buscando un indicio de engaño.

—Muy bien, sea lo que sea lo que tengas que decir, tendrá que ser breve.

Benkhe se incorporó y descolgó un lienzo que había en la pared cubriendo una caja fuerte. Manipuló la combinación hasta abrirla y extraer unos documentos y una llave.

—La sociedad diversifica y encauza legalmente su actividad: hostelería, investigación y concesiones de gas y petróleo. Intenta reinventarse. Esta es la carta que me queda: 9NovemberOil. Si la coges te involucrarás en un juego que desconoces. Es una elección que marcará el rumbo que tome tu vida, de modo que te recomiendo que sopeses con detenimiento si cuando salgas por esa puerta entregarás la llave y los documentos a Rahn. Él desconoce lo que oculta la caja de seguridad que abre esta llave.

Thomas se acercó hasta la mesa y observó el encabezado societario: «9NovemberOil».

—Te traspaso con mi firma las únicas acciones al portador, que representan el diez por ciento del capital social. Podrás elevarlas ante fedatario público cuando lo estimes conveniente y tendrás acceso con voz y voto en el consejo de administración. Desconocen quién tiene este paquete de acciones. Con el tiempo no tendrán precio y Rahn las necesitará. Y con respecto a mí, se me ocurren muchas maneras de hacer desaparecer un cadáver.

Thomas dudó. Bajó la pistola. El mundo se las apañaba bastante bien sin importarle quién moría. Rahn no era idiota, tendría cubiertas todas las salidas del caso. Aquel movimiento de Benkhe, sin duda, lo tenía previsto.

—Busco un margen, Thomas. Si ha sucedido lo que me temo con el resto de los miembros del consejo de administración, el tiempo es vital. Rahn era como un hermano, nos criamos juntos. Si ha sido capaz de enviarte para matarme, imagínate lo que hará contigo cuando no te necesite. Recapacita, lo que pasó en aquel local no fue culpa tuya.

Thomas había liquidado demasiadas vidas. Sin embargo, no tenía elección. Las oraciones apenas sirven mientras se permanece de rodillas. Con su plegaria, Benkhe descendía a los infiernos.

—No le he dicho que vaya a aceptar el trato, herr Benkhe. ¿Sabe cuál es el problema?... Soy una persona que salda sus deudas.

Sujetó el arma y colocó el dedo en el gatillo. Podía sentir todas y cada una de las acciones que realizaba. De pronto, cada movimiento cobró un significado. Thomas negó con la cabeza mientras marcaba un número. Hizo una pausa. Seguidamente, asumió sus actos y entró en escena su amigo, el cleaner Antwan Baucells. Había llegado tan a fondo que ignoraba si podría salir a flote. Como contable de los muertos esbozó una mueca y dijo las palabras mágicas:

—Necesito que vueles el edificio, Antwan.

PRIMERA PARTE

1

Isla de Žbel Beyda (antigua isla de Tenerife), en la actualidad

Ladridos de un perro. Los ojos de María se abren en la oscuridad. Escucha ruidos en el salón. Coge su peluche, sale del dormitorio y se asoma a la baranda de la escalera. Su madre discute con tres desconocidos. María da un paso hacia atrás. No conoce a aquellos hombres, ni entiende su extraña lengua. Uno de los intrusos toma a su madre entre sus brazos y la envuelve. María atrapa en sus retinas los ojos de su madre que la miran. Su vista se agranda. Luego escucha un impacto. Mira sus manos para comprobar si se le ha caído al suelo su muñeco. No. Lo mantiene aferrado. No puede articular palabra. Advierte un calor líquido que baja lentamente por sus piernas. Su cuerpo le avisa de que tiene miedo. Vuelve a mirar a su madre y la encuentra escupiendo sangre en el suelo. En aquella atmósfera de desconcierto, el olor del perfume de lavanda llega hasta su pequeño mundo. Aquellas bellas flores azuladas y su aroma ofician de joya evanescente. Uno de los hombres sube por la escalera. Basta una mirada para traspasar su capacidad de reacción. Con el dedo índice junto a sus labios, aquel extraño le ordena que se mantenga en silencio. Su rostro presenta una mueca de determinación y sus ojos miran con expresión salvaje. Se acerca hasta ella. María lo mira y, al fin, puede pronunciar un grito ahogado de auxilio: «¡¡¡Papá!!!».

2

La tormenta estalló a media tarde. A Thomas lo cogió bebiendo un armañac. Una noche encantada se acercaba para poseer su insomnio crónico y doblegar su alma. Delante del ordenador, vació la copa y recordó a su agente deportivo cuando le aventuró que con los años su deseo sexual desaparecería y se concentraría en la gastronomía y el vino. Ante él tenía un triple dilema: por un lado, un mail de su mujer; una carta del consulado español en Berlín; y cerrando el triángulo, el resultado de sus pruebas médicas. Abrió el sobre de los resultados de la analítica y extrajo una hoja con un diagnóstico en negrita a pie de página. Sentía la caída de los granos de arena de su reloj vital, que las manecillas confirmaban girando en la misma dirección. Sonrió antes de doblar el informe e introducirlo de nuevo en el sobre. «Esto tendrá que esperar, amigo», dijo auspiciando la pérdida de apego a la realidad. Volvió a entrar en su correo electrónico. Dudó en efectuar el último clic para abrir la correspondencia. Entretanto, observó la carta del consulado. Miró la pantalla y optó por leer el mail que llevaba tres días esperando la confirmación de su recepción. Sus ojos se tornaron distantes:

Thomas, te supongo enterado de la situación en Canarias. Reina el caos. Estamos contra el régimen de ocupación marroquí. A diario se producen altercados. Rabat cuenta con elementos colaboracionistas para dar legitimidad al régimen. El Gobierno provisional incumple las resoluciones de Naciones Unidas y la administración norteamericana consiente. Es un aliado preferente que les sirve de escudo frente al integrismo islámico. Yo, con mi actitud beligerante, he puesto en peligro a nuestra hija.

El viento silbaba a través de los resquicios de las ventanas. Echó una mirada empañada al anochecer. Asistió a un desfile de recuerdos y las dudas se agolparon ocupando el espacio. Había algo incómodo en el mail. Su mujer daba rodeos entre las frases. Reanudó la lectura:

No tengo claro en quién confiar. No te lo pediría si tuviera otra opción. Necesito tu ayuda. Prométeme que vendrás. Tengo miedo. Tienes una deuda conmigo y con tu hija.

Encontró la voz de una persona perdida. Abrió el archivo adjunto y desplegó una foto. Al escrutar el rostro de la niña, imaginó un Edén de inocencia. Los rayos del sol rebotaban sobre los ensortijados cabellos de fuego. Se levantó para servirse otra copa y pidió consejo a su Dios Hacedor de Lluvias que paría la tormenta. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a Lucía? Ocho años, aunque seguían casados. Ninguno se preocupó en pedir el divorcio. Cogió el móvil y pulsó el número de su mujer. Su memoria se lo impuso, igual que un prestidigitador te obliga a sacar la carta que quiere. Después de cinco tonos saltó el contestador. Lo intentó una segunda vez con igual resultado.

Algo importante pasaba para que Lucía recurriera a él. Acertó a localizar la ventana por la que se colaba el frío. Se acercó. El agua caía a cántaros y el horizonte era oscuro. Miró al cielo intentando explicar la realidad y buscando un dios clemente que detuviera los males. A lo lejos, la carretera describía un camino serpenteante bajo la amarillenta luz de los focos de la vía. Apenas se veían árboles a través de la niebla y una lúgubre espesura. No lograba encajar las piezas del puzle que se formaba en aquella noche de perros. Deambuló por la habitación hasta escuchar un relincho de fondo. Probablemente era uno de los caballos de su vecino. Mantuvo los puños cerrados hasta que cesó el ruido. De nuevo se enfrentó a la ventana. Las sombras ocultaban una visión que no conseguiría ver hasta el amanecer. Abrió la tercera carta que había recibido por mensajería urgente desde el consulado. El olor metálico a muerte fresca impregnó la habitación. La esencia de la vida y los veintiún últimos gramos del alma retornaban al vacío. Comprendió que el miedo era libre. Le notificaban la muerte de su mujer, Lucía Suárez Arteaga, en Tenerife.

3

Thomas despertó. Se sentó en la cama. En Mönchengladbach se sentía a salvo. Le concedía el mismo asilo en sagrado que abría las puertas de las iglesias medievales a asesinos, ladrones, adúlteros, fugitivos y futbolistas acabados. El mismo origen del pueblo fue una abadía fundada en el año 974 y su nombre derivaba de Gladbach, un arroyo estrecho, que actualmente era subterráneo. La primera idea que vino a su cabeza fueron los cuentos de hadas que le contaban en la cama al acostarse. Recordaba la impaciencia antes de comenzar la narración, seguro de que sus padres estaban a punto de desvelarle secretos de princesas y brujas. Era un niño que tomaba las historias como advertencias para evitar los peligros y el riesgo que corría al confiar en las personas.

Vivía en una sobria casa en las afueras de Mönchengladbach que le permitía pasar desapercibido. La señora Maier, encargada del servicio, llevaba cinco años con él. Sabía ser discreta y mantenía la casa en perfecto estado de revista: cuidaba del jardín, hacia la limpieza y era una fantástica cocinera. Thomas pagaba generosamente y se hizo cargo del tratamiento de desintoxicación y de un aborto de una sobrina díscola. Ella sospechaba que había pasado algo entre ellos dos, pero nunca se atrevió a preguntarlo. Tocó un interfono. Un minuto después apareció la señora Maier.

—Buenos días, señora Maier. Necesito un café bien cargado y...

Dejó la frase en el aire. Le embargaban sentimientos contradictorios. «¿Hacerme cargo de mi hija?» Quizá su madre podría ocuparse de la cría. Desechó la idea. Estaba mayor y deprimida por la caída de la casa Vettel, como para hacerse cargo de una mocosa. Su padre había capitaneado un grupo de empresas del sector de la construcción que habían obtenido beneficios en la reconstrucción en Irak. Pero los negocios se fueron a pique después del crac de la bolsa, al convertirse en uno de los clientes estafados por Bernard Madoff. Ahora era un caballero demasiado viejo y respetuoso. Pertenecía a otra época, a los resquicios del XIX. La niña significaba un problema. Lo menos importante era encontrar al asesino de su mujer. Estaba seguro de que esa respuesta le vendría sola. Thomas equivalía a Jano, dios de las dos caras. Frente al columnista de prestigio y empresario de éxito, existía su otro yo, bifronte, sin escrúpulos. Dos caras mirando a ambos lados de su perfil. El ama de llaves lo trajo de regreso:

—Le haré un par de tostadas con mermelada. Por cierto, ha llamado su padre. Ya sabe, se pone de los nervios cuando no devuelve las llamadas.

El patriarca Vettel tenía un genio de mil demonios. No aceptaba consejos y se negaba a soltar las riendas de un negocio ruinoso. Thomas nunca siguió sus recomendaciones, como cuando le aconsejó fichar por el Bayern y escogió seguir en Mönchengladbach.

—¿Se encuentra bien, herr Vettel?