Millonario de incógnito - Mary Mcbride - E-Book

Millonario de incógnito E-Book

Mary Mcbride

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Beschreibung

Jazmín Identidad Secreta 5 Las mentiras podrían arrebatarle lo que más quería. El plan de Libby Jost de salvar la residencia familiar acababa de topar con un obstáculo: un atractivo desconocido llamado David que tenía un lado muy generoso y una gran habilidad para distraerla. ¿Y cómo iba a concentrarse si él le hacía perder el sentido con un simple beso? El millonario David Halstrom deseaba algo que era de Libby. Debería haber sido un negocio muy sencillo... pero entonces él mintió. Ahora, en un torbellino de pasión y de sábanas de hotel, esa pequeña mentira podía costarle lo único que nunca podría comprar: el amor de Libby.

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Seitenzahl: 181

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2008 Mary McBride

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Millonario de incógnito, n.º 5 - junio 2023

Título original: The Magnate's Takeover

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 9788411414074

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Bueno, queridas, es casi Halloween y tenemos montones de regalos y golosinas para vosotras. ¿Hablamos otra vez del MS? De ese tan generoso y misterioso Millonario Solitario que se cree ha aparecido de nuevo en el Medio Oeste con su generosidad y que atravesaría volando el país por la mayoría de vosotras, queridas lectoras.

Desgraciadamente, nuestra información no va mucho más allá de la geografía a estas alturas. Seguramente alguien por ahí en el vasto interior tiene una información clave que ella o él estaría encantado de compartir. Llámame, como se suele decir, soy todo oídos.

 

 

Sam Balfour arrojó el periódico sobre la mesa como si estuviese matando una mosca.

–Esta mujer es peor que un sabueso –dijo.

S. Edward Balfour IV, conocido como tío Ned, alzó la vista de su periódico.

–Es persistente. Eso te lo garantizo. Podríamos tener algunas más como ella en el equipo.

–Nuestro equipo, como tú lo llamas en tono desenfadado, tío Ned, está a punto de ser descubierto por esa arpía. ¿No te preocupa aunque sea un poco?

–No –dijo su tío–. En realidad, tengo otras cosas de qué preocuparme. Mira –le pasó un grueso libro por encima de la mesa–. Échale un vistazo y dime lo que piensas.

Sam, aún con los dientes apretados, hojeó las páginas, la mayor parte fotografías de moteles abandonados del Medio Oeste.

–Son fotos bonitas –dijo–, si te gustan las cosas así.

–Me gustan –dijo su tío mientras sacaba una carpeta verde de un cajón del escritorio–. Ocúpate de esto por mí, haz el favor.

–Estás loco, ¿sabes?, al seguir adelante con este jueguecito –dijo Sam en tono de advertencia.

Su tío se limitó a sonreír.

–Creo que todos estamos un poco locos de un modo u otro. Léete el informe, Sam. Después asegúrate de que el cheque de costumbre le llega a la señorita Libby Jost antes del viernes.

Sam sólo pudo suspirar. Otra vez lo mismo…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Por ti, maravilloso edificio.

Libby Jost miró por la ventana y alzó su copa de vino una vez más para brindar por el hotel para convenciones con más de veinte plantas al otro lado de la autopista al oeste de San Luis. Era otoño y los árboles estaban casi sin hojas, lo que permitía ver por encima de los seis carriles las brillantes luces de Halstrom Marquis que titilaban como rubíes a la izquierda de su Chianti tinto.

–Y por ti, señor Halstrom, esté donde esté y si existe. Bienvenido a la vecindad –se bebió el vino que le quedaba y después una sonrisa tonta iluminó sus labios–. ¿Por qué te has demorado tanto?

Dejó la copa vacía, se puso en pie y de inmediato se dio cuenta de que se había pasado con la celebración. Demasiado para una persona que sólo bebía en contadas ocasiones. La última vez que había bebido, incidentalmente, había sido una copa de champán en Nochevieja. Definitivamente no tenía costumbre, decidió, y pensó que era un buen momento para salir a tomar el fresco aire de octubre, así que apagó el interruptor general de la luz y salió tambaleándose por la puerta.

Una vez fuera, Libby miró el antiguo cartel de neón de No hay habitaciones parpadeando encima de la puerta de la oficina. ¡Qué triste!, pensó. Después de todos esos años, esas décadas, era seguramente una especie de milagro que la h, dos as y media t aún siguieran luciendo. La sola visión de la señal la hubiera deprimido sólo unos meses antes, pero no esa noche. No le preocupaba en absoluto porque sabía que pronto habría un luminoso nuevo y en lugar de estar siempre vacío el Haven View Motor Court estaría lleno de huéspedes y diversión.

De nuevo, como había hecho miles de veces las últimas semanas, dio las gracias en silencio al Santa Claus anónimo que le había enviado un cheque de cincuenta mil dólares como reconocimiento de su último libro de fotografías de los viejos y desvencijados moteles del Medio Oeste. Libby Jost era, lo primero y por encima de todo, una fotógrafa seria que había trabajado para la prensa de San Luis durante casi diez años. Había obtenido numerosos reconocimientos, pero la mayor parte de ellos en forma de placas y certificados enmarcados normalmente acompañados de largos y aburridos discursos y amables aplausos. Una vez le habían dado un cheque de doscientos dólares por una foto del Gateway Arch en una mañana de niebla, pero nunca nada que se acercase a los cincuenta mil.

El enorme e inesperado cheque no sólo incrementaba el orgullo por su trabajo, sino que también le proveía de los recursos necesarios para ayudar a su tía Elizabeth, la mujer que la había criado allí, en su maltrecho motel, tras la muerte de sus padres en un accidente de coche cuando Libby empezaba a andar.

La tía Elizabeth no le había pedido ayuda, pero ella se la había prestado. En cuanto Libby se había dado cuenta de que los cincuenta mil dólares no eran ni una broma o un reclamo de alguna clase, había arreglado poder tomarse una excedencia del periódico y había empezado a hacer planes para revitalizar el moribundo motel. Era el sueño de su tía, después de todo, y Libby sentía que se lo debía para que pudiera mantener ese sueño vivo la mayor cantidad de tiempo posible.

Y mientras daba las gracias, dirigió algunas de ellas a Halstrom Marquis, que pronto estaría mandando su exceso de huéspedes al otro lado de la autopista al remodelado y atractivo Haven View.

Libby estaba decidida a conseguir que eso sucediera. El Santa anónimo le había dado el dinero para ponerlo en marcha. Ella se había tomado su tiempo para ser austera en los planes y ajustar los gastos al máximo. En ese momento estaba lista para empezar.

Saliendo al acceso de gravilla se dio cuenta de que una de las farolas estaba apagada. Maldición, si no era una cosa era otra lo que le provocaba irritación. Las bombillas para exteriores eran muy caras, incluso en las tiendas baratas, y parecían quemarse con demasiada frecuencia.

A lo mejor podía dejar una apagada una temporada, quizá nadie se daba cuenta. No había ningún huésped, pero después de una mirada al hotel maravillosamente iluminado al otro lado de la autopista, suspiró. Entró en la oficina en busca de una escalera y una bombilla.

 

 

No había sido una de las mejores ideas que había tenido, pensó Libby diez minutos después meciéndose en la escalera mientras trataba de hacer juegos malabares con un gran globo, una bombilla fundida, una bombilla nueva y los cuatro tornillos de la farola. Había sido una idea espantosa. Ya podía imaginarse los titulares del periódico: Una mujer, ebria, muere bajo una farola.

Y si eso aún no era un desastre, seguramente se convertiría en ello cuando el motor de un coche rugió tras ella, los faros iluminaron el aparcamiento y las ruedas hicieron sonar la gravilla. ¿Un cliente a esa hora de la noche? Eso no era muy común. El motel no había tenido ni un huésped en tres o cuatro semanas.

Trató de mirar por encima del hombro para ver quién era, pero los faros la cegaron. Cuando oyó que se abría la puerta del coche y después que se cerraba, el corazón se le hizo un nudo y no fue capaz de gritar.

Eso no era bueno. Nada bueno. Era terrible. Un extraño gemido le brotó de los labios.

Entonces Libby se soltó y el globo y las bombillas se le cayeron al suelo y ella estuvo a punto de hacer lo mismo cuando una voz dijo:

–Agárrese.

Dos manos le sujetaron la cintura.

–Ya la tengo –dijo la voz–. Está bien. Tranquilícese y baje por la escalera.

Libby, presa total del pánico, trató de soltarse de ese hombre y se agarró aún más fuerte a la farola.

–Maldición –gruñó el hombre afirmando las manos en su cintura–. Le he dicho que ya la tengo.

Así era, pero ¿qué otra cosa podía hacer ella? Libby contuvo la respiración y se soltó de la farola preguntándose si toda su vida pasaría por delante de sus ojos en ese momento que se acercaba al final.

Sintió como si cayera en el abrazo de un oso gigante. Los brazos que la agarraron eran cálidos y la rodeaban entera. Después el vidrio crujió bajo los pies del oso, dio unos pocos pasos y la depositó en el suelo.

Estaba a salvo, pero sólo un segundo. El oso se giró hacia ella con los ojos brillantes.

–¿Qué demonios hacía ahí arriba? –gruñó–. Podría haberse roto el cuello.

El corazón de Libby latía como un martillo pilón. Sentía las piernas como de gelatina y aún no estaba completamente sobria. De hecho, estaba muy lejos de eso. Pero en ese momento, en lugar de sentirse achispada y asustada, se sentía achispada y loca porque el oso volviera a abrazarla.

–Bueno, es mi cuello.

Él apenas la miraba, pero al instante le clavó los ojos como si quisiera memorizar sus facciones o si estuviera calculando las calorías que se comería si le diese un mordisco.

Libby le devolvió la mirada beligerante y se encontró con un rostro más duro que guapo. Incluso a la semioscuridad del camino de acceso, habría dicho que tenía los ojos de un color avellana profundo y que la línea de su barbilla era como el granito. Era bien parecido, para ser un oso. Volvió a tambalearse tratando de mantener el equilibrio y acabó un poco más cerca de él. Olía divinamente, aunque estaba demasiado achispada como para reconocer el aroma. Entonces él sonrió. Fue una súbita y maravillosa sorpresa que sacó a la luz una serie de atractivas líneas de expresión a ambos lados de su boca.

–Un cuello adorable –dijo él tendiendo la mano pata tocar el martilleante pulso de su garganta.

Libby parpadeó.

–Gracias –dijo ella–. Eso creo.

La hostilidad que había surgido repentinamente entre los dos se desvaneció en el frío aire de la noche. Libby miró el coche, un elegante Jaguar oscuro, y se convenció de que ese tipo no era un ladrón o un violador o, lo que más importaba, un cliente. La gente que se quedaba en esos días en el Haven View solía ir en furgonetas sucias y sedanes descascarillados.

Pero antes de que pudiera preguntar al tipo del Jaguar quién o qué era, él se le adelantó:

–¿Está el jefe?

Libby casi se echó a reír. Toda la vida había parecido mucho más joven de lo que realmente era. En ese momento, aunque tenía treinta años, podía pasar por una chica de diecinueve o veinte. Y desde luego no parecía la «jefa» en su estado de pánico y ligeramente ebria.

Bueno, en realidad ella no era realmente la jefa. El motel pertenecía a su tía Elizabeth, después de todo, desde hacía cincuenta años, pero mientras que su tía estuviera en una clínica recuperándose de una fractura de cadera, Libby era la encargada.

–La jefa –dijo ella– está temporalmente retirada del servicio, así que yo soy la que está a cargo de todo esto –intentó parecer un poco más alta, un poco más serena, incluso aunque aún viera un poco borroso. Le tendió una mano–. Soy Libby Jost. ¿Qué puedo hacer por usted?

En los labios de él se dibujó otra sorprendente y atractiva sonrisa.

–No creo que puedas hacer mucho por nadie en este momento, pequeña Libby –le estrechó la mano–. ¿Qué piensas?

¿Qué pensaba ella? Pensaba que había algo de acento texano en su forma de hablar, y después pensó que iba a vomitar en medio del aparcamiento si no conseguía llegar antes a la oficina.

–Disculpe –murmuró, y salió corriendo todo lo rápido que le permitieron sus tambaleantes piernas.

 

 

Bueno, no era la primera vez que se encontraba con una mujer hermosa que había bebido demasiado, pensó David Halstrom, pero sí era la primera vez que la había visto a dos metros del suelo subida a una farola con aspecto de ángel caído ebrio. Era tan bonita, incluso a la tenue luz de la farola, con su pelo rubio rojizo y sus pecas que casi había olvidado para qué había ido hasta esas ruinas en el fin del mundo.

Suspiró y pensó que debería ir a echar un vistazo a ver cómo estaba, así que echó a andar en dirección al zumbido del estropeado luminoso. Llamó a la puerta, esperó un momento y cuando no obtuvo ninguna respuesta, entró a lo que parecía la oficina de aquel desastre del que ella decía ser la encargada. Demonios, era muy evidente que, si no podía encargarse de sí misma, mucho menos podía hacerlo de un motel.

La oficina era tan de mal gusto como esperaba, algo como de los años cincuenta si no más antiguo. No le sorprendió ver una pequeña televisión en blanco y negro con unas antenas de orejas de conejo encima en una esquina de la habitación, justo al lado de una ventana con una hilera de plantas medio secas. Dios bendito, ¿realmente alguien se quedaría allí? ¿Pagarían por dormir en un sitio como ése?

Había un sofá con motivos florales en una de las paredes. En la mesa de delante del sofá había una botella de Chianti y una copa vacía. El veneno de la encargada, sin duda.

Llamó suavemente a la puerta contigua, después la abrió unos pocos centímetros y vio a la suave luz un dormitorio que no estaba tan destrozado como el vestíbulo. Había un suave olor a lavanda en la pequeña habitación y, en el centro de la cama, bajo las mantas, reconoció la forma de Libby.

Bien, pensó. Estaba dormida y al día siguiente tendría un buen dolor de cabeza que le recordaría los peligros del vino barato.

–Duerme bien, ángel –susurró–. Cuando pierdas este trabajo, podrás trabajar para mí.

Cerró la puerta con cuidado y volvió al aparcamiento.

Un rápido paseo alrededor de la propiedad sólo sirvió para confirmar las sospechas de David. El lugar era un completo desastre que sólo valía la pena demoler en lugar de arreglar. Volvió a su coche y se dirigió a su hotel al otro lado de la autopista. Mientras conducía, pulsó el botón del teléfono de su asistente.

Jeff Montgomery seguramente estaría en medio de una cena, pensó, pero la llamada no le sorprendería, tampoco la exigencia de David de que se pusiera en acción de un modo inmediato. El joven llevaba cinco años trabajando para él y parecía llevar el estrés y los frecuentes viajes tan bien como la cantidad de tareas diferentes que David le encomendaba, desde «asegúrate que mi declaración de impuestos esté preparada a las seis», hasta «prepara una propuesta para las fincas de Nuevo México».

Por la tarde David le había dicho:

–Necesito saber todo lo que se pueda del Haven View Motor Court que está en frente del hotel. ¿De quién es? ¿Tiene deudas? ¿En qué situación fiscal se encuentra? Todo. Y mientras escarbas, a ver qué puedes averiguar de una mujer llamada Libby Jost. Lo quiero en mi mesa mañana por la mañana. A la diez como muy tarde.

–Lo tendrá, jefe –había sido su respuesta automática.

David Halstrom estaba acostumbrado a las respuestas automáticas. Estaba acostumbrado a obtener lo que quería, de hecho, se imaginaba que sería el dueño del maltrecho motel en unos pocos días, una semana a lo sumo. Y si no se hacía con el ángel caído de pelo rubio rojizo, al menos lo tendría en nómina.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

La las diez de la mañana del día siguiente Libby, con unos vaqueros desteñidos y un grueso jersey blanco de cuello de cisne, no estaba muy sorprendida por el dolor de cabeza que tenía mientras seguía al pintor alrededor de Haven View. Prefería no pensar en la noche anterior, aunque seguía preguntándose qué habría pasado con el guapo oso.

Como la mayoría de los días, una cámara colgaba de su cuello porque una buena fotógrafa nunca sabía dónde se presentaría una buena foto. Esa mañana, sin embargo, la cinta de la cámara la sentía más como una soga que como lo que era. Pesaba más que nunca. Agradeció que el pintor no caminara muy deprisa, lo que le permitía dar algunos sorbos de un café muy caliente mientras intentaba interpretar los gestos de su rostro.

Algunas veces el hombre alzaba juntas las dos cejas como si estuviera pensando. «Humm, esta madera vieja de las ventanas va ser algo difícil. No será barato». Otras veces entornaba los ojos y se mordía el labio inferior, lo que Libby interpretaba como «no hay suficiente pintura en Missouri para conseguir que este desastre tenga mejor aspecto». Una vez incluso suspiró con dramatismo y después miró al cielo, lo que seguramente significaba que no haría ese trabajo por mucho que le pagase.

Finalmente la incertidumbre era más de lo que podía soportar, sin mencionar la anticipada humillación que sentiría cuando le dijera que el sitio no era lo bastante bueno como para pintarlo, así que le dijo al hombre que se tomara su tiempo y se marchó. Volvió a la oficina deteniéndose una vez más para mirar a la farola y cerciorarse de que había recogido todos los cristales fruto del lamentable incidente de la noche anterior.

Casi había llegado a la oficina cuando oyó el sonido familiar de un elegante coche. Mientras se daba la vuelta para ver acercarse el vehículo verde oscuro, Libby habría jurado que había sentido una vibración sexual provocada por su motor en la parte baja del vientre. Oh, Dios, no iba a volver a beber Chianti en mucho, mucho tiempo.

O quizá lo que sentía era una profunda vergüenza por haber perdido el control del modo que lo había hecho la noche anterior. Fuera quien fuera ese tipo y quisiera lo que quisiera, su opinión sobre ella debía de ser de lo más bajo. Si no otra cosa, pensó que al menos le debía una disculpa además de unas sinceras gracias por haberla rescatado de lo alto de la farola.

También pensó, mientras miraba su fabuloso coche, que el automóvil debía de valer más, mucho más, de sus cincuenta mil dólares de fortuna sorpresa. ¡Qué deprimente era eso! Aun así, eso contribuyó a incrementar su interés por el hombre que se sentaba tras el volante y las intenciones que pudiera albergar.

De un modo reflejo, dejó el café en el suelo y alzó la cámara, se metió la tapa del objetivo en el bolsillo, comprobó que la apertura era la adecuada para la brillante mañana y le hizo una fotografía saliendo del coche.

Le pareció más alto y musculoso de lo que recordaba de la noche anterior, pero las facciones de su rostro coincidían con sus recuerdos a la perfección. Eran duras. Masculinas hasta la médula. Eran más adecuadas para una polvorienta furgoneta abierta que para un lujoso sedán.

Su rostro, sin embargo, estaba protegido por su mano mientras se acercaba a ella. Maldición. Realmente quería capturar esas facciones de hombre de campo, especialmente la maravillosa sonrisa, pero las mantenía ocultas mientras se acercaba.

Bajó la cámara. Él bajó la mano.

–¿Qué tal estás esta mañana? –preguntó él.

Notando la sonrisa afectada, Libby rápidamente forzó una sonrisa amplia y brillante en respuesta.

–Al cien por cien.

–¿De verdad? –preguntó inclinando la cabeza y escrutando su rostro con los ojos color de otoño.

–Bueno –se encogió de hombros. Ese hombre había notado perfectamente su estado la noche anterior. Prácticamente se había caído encima de él. No tenía mucho sentido negar nada–, puede que al noventa y cinco. En realidad se acerca más al ochenta y cinco, pero subiendo.

–Sí –dijo agachándose a recoger el café del suelo y después poniéndoselo en la mano–. El alcohol suele provocar eso –su mirada pasó del rostro al cuello de cisne, se detuvo en los pechos un segundo y después se concentró en la Nikon–. ¿Para qué es la cámara?

–Soy fotógrafa –dio un sorbo de la taza.

–Pensaba que eras encargada de motel.