Miss Dragón - Miguel Ángel Parra - E-Book

Miss Dragón E-Book

Miguel Ángel Parra

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Beschreibung

Premio Literatura Diversa 2023 patrocinado por la revista SHANGAY y Ritual Hoteles SINOPSIS: Junio de 1973. Tras años de discriminación y rechazo por parte de su familia debido a su homosexualidad, Luismi huye de su pueblo y conoce a la Tanke y la Toñi, dos travestis de Marbella que lo ayudarán a dejar atrás su pasado y le mostrarán un lugar en el que podrá ser él mismo: el bar Dragón Rojo. Luismi emprenderá un viaje hacia su propia aceptación al tiempo que trabajará para alzarse con el título más codiciado entre los mariquitas de la zona: la corona de Miss Dragón. Atrévete a descubrir esta novela basada en hechos reales sobre la celebración semiclandestina de unas fiestas en las que un jurado formado por artistas, aristócratas y señoras de la jet set elegía a la mejor transformista de Marbella en los últimos años de la Dictadura. Atrévete a leer el esperado debut literario de Miguel Ángel Parra, que se ha alzado con el Premio de Literatura Diversa 2023 de Editorial siete islas.

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© Título: Miss Dragón

© Miguel Ángel Parra

ISBN: 978-84-126268-8-9

Primera edición: junio 2023

Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com

Correcciones y estilo: Marta Mozo Holgado

Ilustración portada e interior: Juan Castaño

Maquetación: D. Márquez

Jurado primera edición del premio de literatura diversa:

• Marianna Amorim Chaves: Antropóloga y doctora en Artes y Humanidades.

• David Pallás Gozalo: Activista LGTBIQ+, Trabajador Social y booktuber.

• María Sánchez Cañete: Maestra Educación Especial, Licenciada en Psicopedagogía y acreditada en Comunicación Lingüística.

• Ismael Lozano Latorre: Activista literario LGTBIQ+ y gerente Editorial siete islas.

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#missdragon #editorialsieteislas

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.

A los que me precedieron y a los que vienen detrás.

A Pitoto y a Javi.

CARTA DE JORGE M. PÉREZ GARCÍA,Presidente de la Asociación Pasaje Begoña

Es un honor darte la bienvenida a esta maravillosa obra, ganadora del primer Premio de Literatura Diversa Editorial Siete Islas. Cuando Ismael Lozano, gerente de la editorial, propuso a la Asociación Pasaje Begoña formar parte de la organización de este concurso, no lo dudé un segundo; la idea me pareció fantástica y acepté encantado. Era todo un desafío participar en esta apasionante aventura que consistía en dar forma a un certamen donde se mezclaba la cultura y el activismo LGTBI. Se trataba de algo tan estimulante y necesario que la única nota negativa era preguntarme por qué no lo habíamos hecho antes.

En esos momentos iniciales, lo primero que nos planteamos fue quiénes serían los compañeros y compañeras de viaje. Rápidamente contactamos con la junta directiva de MADO (Madrid Orgullo), con la prestigiosa revista Shangay, con la cadena Ritual Hoteles y con Muestra-t, el festival cultural de MADO. La respuesta fue increíble: todas estas entidades respondieron de forma positiva y entusiasta; aceptaron de inmediato formar parte del equipo organizador y patrocinador del concurso. A partir de ahí, todo fue más fácil. Como ya sabíamos quiénes liderarían el proyecto, ahora nos tocaba explicar la idea al movimiento asociativo LGTBI y comprobar su reacción. Enviamos un escrito a varias entidades LGTBI amigas para hacerles ver lo importante que sería promover referentes LGTBI en el ámbito literario. Les explicamos que el proyecto consistía en buscar novelas con temática variada centrada en la realidad del colectivo LGTBI. Queríamos encontrar ejemplos literarios de la importancia del respeto a la diversidad en la sociedad actual, los retos pendientes que tiene el colectivo, la memoria histórica LGTBI y cualquier otro ámbito que ayude a visibilizar y poner en valor al colectivo. Al fin y al cabo, el objetivo último del concurso es contribuir a la sensibilización de la sociedad y luchar contra los prejuicios y toda forma de discriminación de las personas LGTBI. En pocos días recibimos decenas de solicitudes de adhesión de entidades LGTBI. Todas, asociaciones y fundaciones de los lugares más diversos, recibieron positivamente la propuesta, acordaron sumarse al proyecto y ayudar a difundirlo e impulsarlo. Y así fue… Varias decenas de logotipos de entidades LGTBI salpicaron la convocatoria del concurso y con gran ilusión echamos a andar. Todo lo demás era solo cuestión de horas de trabajo: crear las bases reguladoras del concurso, elegir a las personas que formarían parte del jurado, fijar el calendario, diseñar los carteles y difundir el proyecto.

La magia empezó a surgir y en muy pocos días nos llegó la primera novela. La ilusión era desbordante y se acrecentaba a medida que iban llegando obras literarias que deseaban participar en el concurso; así hasta cuarenta y siete, que ha sido el número de novelas recibidas desde todos los rincones del país. Quiero trasladar nuestro agradecimiento a todos los autores y autoras por la calidad de sus trabajos y por el empeño que han puesto en plasmar la realidad del colectivo LGTBI. Daban ganas de saltarse las bases del concurso y premiarlas todas, porque su calidad literaria y diversidad temática han sido excepcionales. Pero eso no era posible y hubo que decidirse.

La obra ganadora es la que tienes en tus manos, Miss Dragón, de Miguel Ángel Parra. Desde aquí felicito a su autor porque ha sabido traernos una historia tierna, humana, divertida y dramática, una auténtica genialidad con valor añadido, ya que toda la novela está basada en hechos reales. Con enorme maestría, el autor ha llevado a cabo una minuciosa labor documental y de investigación para detallar nombres, lugares, acontecimientos y anécdotas de la Marbella y la Costa del Sol de los años setenta. El relato sucede justo después de la gran redada en el Pasaje Begoña de Torremolinos. Muchos de sus protagonistas aún viven, son testigos de excepción de toda una época y siguen siendo máximos referentes de la memoria LGTBI de nuestro país. Quienes hemos tenido el privilegio de conocer personalmente a muchos de los y las protagonistas de la novela, no podemos más que agradecerles su ejemplo por muchos motivos: porque decidieron ser personas LGTBI visibles, por ponerse la vida por montera y demostrarle al mundo que era posible convivir en diversidad, por ser ellas mismas por encima de todo, por ser felices y amar en libertad, y, sobre todo, por contribuir a la creación de una sociedad más justa e igualitaria.

Deseo que disfrutes de esta novela tanto como lo he hecho yo. La historia y las tramas que conocerás son fascinantes. Nos dejan un legado importante: ese inmenso patrimonio inmaterial que son las grandes lecciones de vida de nuestros mayores LGTBI y que tanta importancia recobran en nuestro presente. Miss Dragón nos permite conectar esas luchas pasadas y comprender mejor quiénes somos hoy día. Asimismo, nos muestra lo que otras personas han luchado para conseguir que hoy en día disfrutemos de más derechos y libertades.

El objetivo de la Asociación Pasaje Begoña, que en estos momentos presido, es descubrir, proteger y difundir la memoria LGTBI de nuestro país. Por eso me produce especial emoción que el jurado haya elegido precisamente esta novela. No quisiera finalizar sin agradecer a todas y cada una de las personas que desinteresadamente han apoyado este primer concurso de literatura diversa y las emplazo a poner en marcha muy pronto la próxima edición, porque son muchos los retos que el colectivo LGTBI tiene por delante.

Gracias sinceras y hasta muy pronto.

Fdo.: Jorge M. Pérez García.

Presidente de la Asociación Pasaje Begoña

Nota del autor

Hay historias que atrapan a un escritor y no lo dejan escapar. Esto es lo que me ha ocurrido con la historia de Miss Dragón, que conocí gracias a mi trabajo como guionista en la serie documental Érase una vez en Marbella. Investigué, leí, hice entrevistas… todo con el fin de dominar bien la historia y, sin darme cuenta, fue ella la que me dominó a mí. Y ya no me soltó.

Mis compañeros me decían que tenía que hacer algo con esa historia, que era la persona indicada para contarla, y así lo sentí yo también. Todo apuntaba a que tenía una misión, no imposible, pero sí difícil.

La mayoría de las personas que acudían a las fiestas de Miss Dragón a finales de los sesenta y principios de los setenta ya han fallecido, están muy mayores o, simplemente, no quieren hablar del tema. Por eso, quiero agradecer su tiempo y su testimonio a Antonio Pineda, la Toñi, Juan Llamas, la Tanke, Paco Guerrero, Remedios Nieto y, sobre todo, a mi querido Rafa Jiménez, que ya nunca podrá leer este libro.

Ellos, junto a la periodista Viruca Yebra, la historiadora Ana María Mata o el fotógrafo José Luis Martín Marpy, me ayudaron a configurar el universo singular de Marbella en aquella época con el fin que yo perseguía: poner en valor la actitud y el coraje de una serie de personas valientes que, sin ellas saberlo, estaban siendo pioneras en una España que fue especialmente cruel con los homosexuales y los transexuales.

En aquella Marbella dorada también hubo algo de brillo y esperanza para estas personas que encontraron en el bar Dragón y en las fiestas de Miss Dragón la aceptación y el abrazo que sus familias y sus pueblos les negaron.

Yo he querido contar su historia con detalles y acontecimientos que ocurrieron realmente y que contaron ellos mismos, aunque me he permitido la licencia de añadir un personaje de ficción que los conecta a todos y que representa a muchos de los que vivieron en unos tiempos en los que ser uno mismo podía costar la libertad y hasta la vida. A todos ellos va dedicada esta novela.

Miguel Ángel Parra

1. El camisón

Nunca nadie había lucido un vestido tan bonito como el suyo en aquel pestilente calabozo. Un palabra de honor de tafetán rojo con una larga cola, digno de una estrella de cine. Sus manos, enguantadas en satén también rojo, se agarraban temblorosas a los barrotes. La humedad se le había metido en el cuerpo a través de sus pies descalzos, que ya no aguantaban más los tacones. El maquillaje se le había derramado por toda la cara siguiendo la estela de las lágrimas que había ido soltando en silencio por el camino al arresto; y el peinado no se acercaba ya lo más mínimo a lo que había sido al principio de la noche, cuando salió al escenario entre aplausos. Ver a sus amigas a su alrededor tiradas por el suelo en su mismo estado lamentable no ayudaba mucho a asimilar la situación, injusta por muchos motivos. Así, mientras apoyaba la frente en el hierro frío de la puerta de la celda, Miss Dragón 1973 recordó un día de su infancia, uno que tenía grabado a fuego en la memoria. Aunque la ternura que a menudo trae consigo la nostalgia tenía en esta ocasión cierto regusto amargo.

Se acordaba de que era domingo y de que sus hermanos no estaban en casa, como siempre; su padre (en adelante, la Bestia) estaba en el bar, también como siempre; y su madre se había quedado frita en el sillón orejero del salón, con las manos entrelazadas sobre el regazo, la boca abierta y la babilla resbalando por la comisura de los labios. Aprovechando el vacío de la casa y la tranquilidad de esa hora de la tarde, se dirigió al dormitorio de sus padres, en el que había entrado muchas veces, pero nunca a solas, y abrió la puerta con sigilo.

Lo primero que vio fue el enorme crucifijo que se alzaba sobre la cama de matrimonio, un Cristo de casi un metro, testigo permanente, cautivo e involuntario de una relación también agonizante. Se acercó al armario, a la parte donde sabía que estaba la ropa de su madre, y abrió muy despacio la puerta de la derecha, la que tenía el espejo por dentro. En el interior encontró colgada una retahíla de vestidos de todo tipo: de invierno, de verano, más o menos largos (aunque siempre por debajo de la rodilla), conjuntos de blusa y falda… todos distintos, pero con algo en común: eran negros. Parecían murciélagos colgados en el interior de una cueva. Y es que, en esa época, mediados de los años 60, el luto en los pueblos de Andalucía aún era un sello que, una vez impuesto, marcaba a las mujeres de por vida.

Debajo de las perchas había varios cajones, aunque solo le interesaba uno: el de arriba. Para abrirlo tuvo que tirar de la otra puerta, que se había encajado un poco. A pesar del celo que puso, no pudo evitar que sonara un leve crujido. Levantó los hombros, apretó los dientes, miró hacia atrás muy despacio y esperó unos segundos hasta confirmar que no venía nadie. Su corazón se agitó, multiplicó la velocidad de sus latidos. Estaba viviendo una aventura casi clandestina que le provocaba miedo y excitación a partes iguales. Sabía que allí, en ese primer cajón, estaba lo que buscaba: un camisón satinado de color hueso con el que una vez sorprendió a su madre cuando iba a darle el beso de buenas noches. La vio tan distinta, tan natural, tan femenina, que le pareció que se la habían cambiado por una actriz italiana.

La suavidad del tejido lo fascinaba. Lo sacó del cajón con mucho cuidado y empezó a acariciarlo. Jugó a que se le escurría entre las manos y se lo acercó a la mejilla y luego a los labios. No olía como el resto de la ropa de la casa, por lo que dedujo que su madre había guardado entre las prendas una de esas bolsas aromáticas, una de lavanda. Le costaba imaginar a aquella mujer tan hosca poniendo tanto mimo en una prenda íntima a la que algunos llamaban picardías, precisamente una de las muchas cosas que su madre no tenía.

Lo cogió con delicadeza por los tirantes y dejó que cayera delante de su menudo cuerpo. Lo miró y lo admiró, al tiempo que se le dibujó una sonrisa en la cara sin que se diera cuenta. Lo giró y se lo mostró al espejo, que le devolvió también una mirada pícara que nunca se había visto. Se lo acercó al pecho y el camisón se le adhirió como si fuera una segunda piel. Volvió a acariciarlo de arriba abajo y el tacto le provocó un efecto casi hipnótico.

La casa seguía en silencio. De la cocina llegaba el olor intenso del café que su madre tomaba cada día después de comer y que, en las sobremesas, lejos de espabilarla, era el ingrediente imprescindible previo a la siesta. Confiando en que siguiera dormida un buen rato, decidió ponerse el camisón. La excitación no había hecho más que aumentar en los últimos minutos. No solo la que le causaba el haberse adentrado en un territorio que consideraba prohibido, sino, sobre todo, la que el sinuoso tejido provocaba en su piel. No supo al principio cómo ponérselo, ya que el camisón era más largo que su pequeño cuerpo. Decidió colocárselo como había visto a su madre ponerse alguno de aquellos vestidos oscuros como grajos.

Recogió la prenda con las dos manos, metió primero la cabeza y luego fue pasando los brazos entre los tirantes de encaje con una brusquedad propia de los nervios que para nada merecía la delicada camisola. Su nueva piel se deslizó hasta abajo y, cuando la tuvo puesta, se dio cuenta de que había olvidado quitarse su propia ropa, con lo que la imagen resultaba algo grotesca. Aun así, se dedicó a contemplar su reflejo. Se giró hacia un lado, luego hacia el otro, y se dio la vuelta, preocupado por no pisar los bajos que arrastraban por el suelo.

Durante un buen rato practicó los movimientos de las manos y los pasos que había aprendido en las clases de baile e imitó los gestos de sus artistas favoritas: Lola, Carmen, Sara… Imaginaba que su pelo era mucho más largo y jugaba con su melena. Se acercó al espejo contoneándose, casi seduciéndolo sin saberlo. Se miró a los ojos y arqueó una ceja, un gesto que tampoco había hecho nunca antes, y hasta besó los labios de su reflejo. Luego sonrió y se alejó un poco caminando hacia atrás con cierto estilo. Finalmente se detuvo, se miró de arriba abajo y pensó que aquel camisón no le quedaba nada mal para ser un niño de nueve años.

Por unos minutos, Luismi se olvidó de la Bestia. Con suerte, una vez más llegaría muy tarde a casa, cuando él ya estuviera acostado, y así se libraría de verlo hasta el día siguiente, o quizás durante varios días si se iba de viaje de nuevo. Como todos los domingos, aquel hombre que lo hacía temblar con una sola mirada había dejado a su madre en casa a la vuelta de misa y se había ido al bar. Allí encadenaba un vaso de vino tras otro hasta que empezaba Carrusel Deportivo. La Bestia se pasaba la tarde acodado en la barra, rodeado de otras bestias, mirando la tabla sobre la que estaba colocada la radio.

Los gritos y el jaleo comenzaban antes incluso del partido, y del resultado final dependía si la ronda de chatos y el alboroto seguían o si aquellos hombres volvían a casa a pagar con sus esposas y sus familias el penalti que había fallado no sé qué futbolista del Real Madrid. Para la Bestia, los domingos eran días de vino, fútbol y radio. Y para su esposa, Manoli, el último día de la semana estaba dedicado por la mañana a Dios y, por la tarde, a la televisión.

Curiosamente, fue el fútbol el responsable de que llegara al pueblo el primer televisor. Lo había comprado el alcalde un par de años antes para que los vecinos vieran un partido de la selección española. Lo colocaron en los soportales del ayuntamiento para que todo el mundo pudiera verlo. Fue todo un acontecimiento. Lo de sacar la tele a la calle se hacía cada vez que había un evento extraordinario, como una corrida de toros o cuando Conchita Bautista actuó en el Festival de Eurovisión. Cada vecino llevaba su silla y la colocaba frente a la pantalla, y la calle se convertía en una especie de sala de estar colectiva al aire libre.

En poco tiempo, medio pueblo tenía una televisión en casa. También la familia de Luismi, que tuvo que pagar las casi catorce mil pesetas que costaba el dichoso aparatito. La Bestia, con su sueldo de representante comercial, se apuntó a aquella moda a regañadientes, porque él era más de radio y porque el caprichito significaba estar hipotecado durante como mínimo una década, a razón de cien pesetas al mes. Pero lo que no tenía precio era la satisfacción que le proporcionaba a Manoli aquella pequeña caja mágica.

Al llegar de la iglesia cada domingo, preparaba un almuerzo que acababa con sus hijos chupándose los dedos. Dejaba el cuchareo para los días entre semana, los sábados no se complicaba la vida y freía huevos y papas para todos, y los domingos siempre preparaba su plato estrella: el arroz con pollo que le había enseñado a hacer su madre.

Otra cosa no, pero a Manoli la cocina se le daba muy bien. Sin embargo, sus hijos no mostraban mucho entusiasmo. Nunca escuchó un «¡madre, qué rico!». Los dos mayores eran dos mostrencos que solo pensaban en meterse en líos, y el pequeño Luismi era el único que tenía gestos cariñosos hacia ella. Era un chaval tímido, nada que ver con sus hermanos, y tenía, por así decirlo, más mundo interior. O lo que es lo mismo, se pasaba el día en casa. A los otros dos no había quien les viera el pelo, solo pasaban por allí para comer y dormir, pero al chico tenía que azuzarlo ella para que saliera a la calle y jugara con otros niños. De los tres, Luismi era el único que le despertaba cierta ternura, aunque los domingos por la tarde Manoli no quería ver a nadie a su alrededor. Ni siquiera a su hijo pequeño. Aquel era su momento. Era cuando ella podía soñar despierta. Era cuando en la tele ponían Reina por un día.

Aquel programa se había convertido en todo un fenómeno nacional. Todas las Manolis de España esperaban ansiosas la llegada del domingo para poder ver cómo cada semana una de ellas veía cumplidos sus mayores deseos, como conocer a su actor favorito o reencontrarse con un pariente. Mientras veía el programa, la madre de Luismi imaginaba qué pondría ella en la carta que las participantes debían enviar. La escribía mentalmente. La sola idea de que la Bestia se enterara la hacía estremecer. Sobre todo porque en su imaginaria carta se repetía un mismo deseo: no volver a ver a su marido. Pensaba en múltiples formas de hacerlo desaparecer, o de desaparecer ella, pero no estaba muy segura de si podía pedir eso ni de si podrían conseguirlo los apuestos presentadores del programa. Así que se quitaba la idea de la cabeza y se limitaba a disfrutar viendo cómo otras mujeres como ella, o incluso con peor suerte que ella, cumplían su sueño dorado.

El mejor momento del programa era el final, cuando a la protagonista la vestían con un traje precioso, le entregaban un enorme ramo de flores, la sentaban en un trono y le colocaban una corona en la cabeza, mientras sonaba la popular sintonía: «Reinaaaa por un díaaaa…». Aunque solo fuera eso, un día, aquello merecía la pena. En lo que Manoli nunca había pensado era en lo que debían de sentir aquellas mujeres al terminar todo, cuando dejara de sonar la pegadiza melodía, las luces se apagaran y alguien del equipo les pidiera por favor a aquellas pobres mujeres que devolvieran el vestido, el ramo y la corona y les dijeran que su sueño había acabado, que ya podían regresar a sus tristes y míseras vidas.

Por algún extraño motivo que Manoli no alcanzaba a comprender, su hijo pequeño siempre se quedaba a ver el programa con ella. No sabía muy bien si era porque no tenía amigos, porque no tenía otra cosa mejor que hacer o quizás por esa inquietante fascinación que el niño empezaba a sentir por las cantantes y las actrices, algo que no terminaba de hacerle gracia. Lo miraba raro cuando lo escuchaba tarareando junto a ella las coplas que sonaban en la radio o cuando imitaba algunos de los bailes de las artistas que salían en televisión.

A Luismi le fascinaba, sobre todo, cómo se movía Lola Flores, e imitaba bastante bien algunos de sus movimientos. Tenía cierto arte para mover las manos y seguía bien el compás. Pero, sobre todo, Luismi tenía una elasticidad que asombraba a su madre. El niño empezaba a mover las manos como una bailaora de flamenco, girando sobre sí mismas, y las elevaba hasta encima de la cabeza mientras se iba dejando caer hacia atrás, más y más y más y, como un contorsionista, lograba doblarse por la cintura hasta conseguir una postura casi imposible. Luego remontaba de nuevo, sin dejar de girar las manos, bajándolas ahora hasta las caderas, y se iba poniendo recto como si nada hubiera pasado.

Manoli sabía que su hijo era distinto, que tenía habilidades y gustos diferentes a los de los demás niños, pero por su cabeza no se pasaba ni remotamente la idea de hablar de ellas y, ni mucho menos, la de fomentarlas; al contrario, le regañaba, lo mandaba a callar o le daba un cogotazo para que parara, no tanto por lo que ella pensaba, sino por lo que pudiera pensar y hacer la Bestia si lo descubría.

Solo una vez sucumbió ante su pequeño. Fue después de pillarlo con la boca abierta, totalmente embobado, mientras veían El último cuplé en el cine de verano. Era la escena en la que Sara Montiel cantaba Fumando espero, y la cara que puso su hijo no tenía desperdicio. Por eso no pudo negarse cuando, al día siguiente, al pasar junto al kiosco, Luismi le pidió que le comprara la revista Fotogramas de aquel mes, que mostraba a la actriz en su portada. Aquellas cinco pesetas le hubiesen venido muy bien para cualquier otra cosa, pero mereció la pena por la reacción del niño, que le dio un espontáneo abrazo que ella no le devolvió.

—¡Gracias, madre, gracias, gracias, gracias!

—A tu padre ni mu—se limitó a decir Manoli.

El niño asintió varias veces y apretó aún más fuerte su cuerpo contra el de su madre. Casi estuvo a punto de echarse a llorar de la alegría si no hubiese sido porque Manoli lo apartó de su lado de un empujón, le dio la espalda y siguió su camino a casa.

De sus tres hijos, Luismi era el único que la acompañaba en algo, sobre todo aquellos domingos por la tarde delante del televisor. Había encontrado en él un compañero con el que compartir esos cincuenta minutos en los que ella se imaginaba cómo ser reina por un día. Por eso le extrañó no verlo a su lado cuando la sintonía inicial del programa la despertó de una siesta que se estaba prolongando más de la cuenta.

El sonido de fondo de la tele también sacó de su ensimismamiento a Luismi. Se le había pasado el tiempo volando. Estaba tan abstraído por lo que estaba viviendo en el cuarto de sus padres, vestido con aquel camisón sedoso, que no se dio cuenta de la hora que era. La pegadiza cancioncilla lo avisaba de que estaba empezando el programa favorito de su madre (y el suyo) y sabía que, en algún momento, ella iba a echarlo de menos a su lado, así que dejó aparte sus ensoñaciones al mismo tiempo que empezó a quitarse el camisón. Pero le quedaba tan bien, se sentía tan cómodo, que decidió echar un último vistazo al espejo para que esa imagen se le quedara bien grabada en la memoria. Sin embargo, algo en su interior le advirtió de que aquello ya estaba de más, que estaba tentando a la suerte, y no quería ni pensar en el hecho de que alguien pudiera encontrarlo vestido así. Conque empezó a remangarse el camisón, que para él casi era un traje de fiesta, con la misma torpeza con la que se lo había puesto, y el suave tejido se le resbalaba una y otra vez. Cuando ya estaba a punto de sacárselo del todo, por el rabillo del ojo entrevió una sombra que lo dejó paralizado: su madre estaba en la puerta del dormitorio. Nunca la había visto tan seria. Luismi se quedó petrificado y dejó caer el camisón, que se deslizó lentamente y volvió a ajustarse a su diminuta figura. Manoli lo miró fijamente con unos ojos que delataban claramente su enorme decepción.

—Quítate eso.

Aquel niño de nueve años nunca había sentido tanta vergüenza. Y esa vergüenza lo acompañaría durante mucho tiempo y lo convertiría en un joven extremadamente pudoroso. Con la barbilla pegada al pecho y la mirada en el suelo, no vio que su madre daba media vuelta y volvía al salón. Manoli era poco habladora, pero esa fue la última vez que su hijo la escuchó hablar en años. Nunca más volvió a pronunciar una palabra. Hasta el día del incidente.

2. Antes del incidente

Incidente es un término poco revelador, que no aporta mucha información, pero sí un aire de misterio y gravedad; una palabra neutra que escogió la Bestia y que lo único que hacía era esconder, una vez más, la realidad, la vida misma. De alguna manera, en aquella casa no verbalizaban lo que no les gustaba, y es que todo el mundo sabe que lo que no se nombra no existe. Las palabras también marginan, rechazan y miran hacia otro lado, como hacen quienes las pronuncian. Lo que había hecho la Bestia al llamar incidente a lo que le ocurrió a Luismi ocho años después de lo del camisón era otra manera de invisibilizar su propia naturaleza. Una vez más. Los demás lo habían negado tanto que el chiquillo había acabado negándose a sí mismo. Tantas veces que había perdido la cuenta. De tanto que los demás habían ocultado lo que le pasaba, él acabó metiéndolo en un cajón también. Su forma de ser, de sentir, de ver la vida y de interpretar el mundo habían sido desterrados, recluidos, no tenían cabida en aquel maldito lugar, sobre todo de puertas para afuera. Por eso el incidente tuvo la repercusión que tuvo en su familia y en Villafranco, su pueblo.

Ángel era la única persona del mundo que entendía a Luismi. Y eso, que te comprendan, es más de lo que uno puede desear cuando eres un chaval de diecisiete años. Solo cuando estaban el uno con el otro podían mostrarse tal y como eran. Eso sí, a escondidas de todos. Ante los ojos de sus familias y sus vecinos, eran simplemente amigos. Los mejores amigos. Pero Luismi había encontrado en Ángel mucho más que eso. Conocerlo despertó en él una suerte de fascinación, un hormigueo interior y una pulsión hasta entonces desconocida, unos sentimientos que habían logrado sacarlo de aquella prisión en la que lo habían metido su familia y sus vecinos, a él y a lo que sentía por dentro, desde que Manoli lo pilló vestido con su camisón preferido. Pero, sobre todo, desde que ella se lo contó a la Bestia y empezaron las palizas sin motivo y los golpes a discreción.

Aunque los dos amigos eran muy parecidos en muchas cosas, físicamente no tenían nada que ver. Luismi era muy poquita cosa, con un cuerpo raro, un poco contrahecho: delgado, espigado, con las piernas largas y el tronco pequeño, los hombros estrechos, una piel tan blanquecina que casi dejaba ver las venas y las manos como de niño pequeño, señal de que nunca habían hecho ningún trabajo físico. Sus ojos miel y su cabello castaño, como la mayoría de los niños, no lo hacían destacar mucho, pero tenía una cara fina y bonita, y su mirada era noble. Ángel, en cambio, hacía honor a su nombre. Su rostro era como el de un querubín. Era un ser como caído del cielo, con pequeños rizos dorados y una sonrisa limpia y sincera. Él sí llamaba la atención, porque era uno de los pocos niños con pelo rubio del pueblo y sus ojos tenían el azul de la piscina más cristalina y fresca. Luismi se zambullía en ellos cada vez que lo miraba y, cuando salía de aquel trance, era para admirar el cuerpo hercúleo de su amigo. No era deportista, aunque no se le daba mal el fútbol y era de los que más corrían del colegio. Pero sus años de trabajo en el campo ayudando a sus padres y unas buenas dosis de agradecida genética habían cincelado un torso que Luismi solo había visto a escondidas en alguna estatua griega de las que ilustran las enciclopedias. Ángel le sacaba casi una cabeza a Luismi y siempre se jactaba de ello llamándolo pequeñajo.

Era un muchacho responsable, algo serio pero con un punto pícaro que volvía loco a Luismi. Tenía una mezcla intrigante de líder rebelde, deseable adonis y confidente tranquilo. Todo lo que Luismi no era. Si hubiese nacido en América, habría sido actor de Hollywood o cantante de uno de esos grupos tan de moda aquellos días. Sin embargo, Ángel, como Luismi, había nacido en un pequeño pueblo del interior de Andalucía, un sitio detestable donde el calor y el hastío se mezclaban con la represión, las tradiciones religiosas y las normas más conservadoras hasta crear una atmósfera irrespirable. Se trataba de un lugar sin nada que ofrecer más allá de una vida convencional y aburrida, la misma que ya habían vivido antes sus padres y los padres de sus padres, sin que ninguno de ellos hubiera podido vivirla de otro modo.

Por eso, en verano, en cuanto acababan las clases, Luismi y Ángel solían pasar el día en un tranquilo remanso del río a pocos kilómetros del pueblo. Era su paraíso perdido, su espacio privado, el lugar en el que el tiempo se detenía para ellos. No les importaba si el agua estaba tan fría que se les helaran hasta las orejas. O si había algas verdes que se les enredaran entre los dedos. O si había zapateros que caminaban sobre la superficie y los rozaban cuando metían los pies (esto era lo máximo que hacían, porque ninguno sabía nadar). Allí, en aquel momento, estaban ellos dos y nadie más. Y en ese remanso de agua, paz y libertad sin horas, minutos ni segundos, Luismi y Ángel podían estar, sentir, ser. No tenían que mirar de reojo para ver la reacción de los demás cuando sus manos se rozaban de manera casual o cuando uno de los dos le echaba el brazo sobre el hombro al otro. En el silencio de aquel estanque sonaban en voz alta palabras nunca antes pronunciadas. Frases prohibidas por otros sin que ninguno de los dos amigos entendiera bien por qué. Palabras y frases que, pensándolo bien, no eran nada del otro mundo. Palabras como «quiero ser libre» o «te quiero».

Tumbados junto a la orilla del río, Luismi descansaba su cabeza sobre el amplio pecho de Ángel, mientras este jugueteaba con el remolino de su flequillo y mordisqueaba una brizna de hierba. Los dos pensaron que así les gustaría quedarse para siempre. Coincidían en que ese momento debería durar toda la eternidad.

—Quiero irme. —La voz de Ángel se hizo hueco entre el intenso sonido de las chicharras.

—Vamos a quedarnos un poco más. Me encanta este sitio.

Lentamente, Ángel metía sus dedos una y otra vez entre el pelo de Luismi con una mano mientras apoyaba su cabeza sobre la otra; los ojos, cerrados bajo un sol abrasador que quemaba sus cuerpos adolescentes.

—No es eso. Quiero irme del pueblo. ¡Vámonos de aquí! Tú y yo.

—A mí también me gustaría, pero no puedo, Ángel. Mi padre me mataría.

—¿No te das cuenta? A eso me refiero. Estamos atrapados aquí. Me ahogo, Luismi. Necesito salir, irme de aquí. Lejos. Y contigo.

—Sabes que no podemos.

—Sí podemos, pequeñajo.

Luismi se incorporó molesto. No le gustaba que lo llamara así, y menos en un momento como aquel.

—Anda ya, ven aquí, no seas tonto.

Ángel se incorporó también, lo abrazó por la espalda y muy despacio lo besó en el cuello. El beso duró un solo segundo, pero en aquel territorio sin tiempo parecía no acabar nunca.

—Mírame. —Luismi se giró a regañadientes, más que por el enfado, algo impostado, por el poder que ejercían sobre él los ojos de Ángel. Sabía que si los miraba directamente acabaría aceptando lo que él le pidiera. Para no sucumbir, retiró la mirada de aquellos dos océanos azules y se centró en las espigas amarillentas, casi secas, que los rodeaban.

—Me encantaría huir contigo, pero es peligroso. Además, ¿qué le vamos a decir a la gente?

—¡A la mierda la gente! Lo único que me importa es que estemos juntos tú y yo. Podemos vivir una vida distinta lo más lejos posible de aquí.

Luismi respiró hondo y, por unos momentos, su mirada se perdió entre los juncos del río, que oscilaban levemente por culpa de la leve y cálida brisa de la tarde.

—Además, recuerda lo que dijo Poli, el de la Paquita, aquel día en la taberna de mi tío Sérbulo. Que en Torremolinos hay bares solo para hombres.

—No fue eso lo que dijo. Lo que dijo fue que Málaga se estaba llenando de maricones y que ojalá se murieran todos. Eso dijo. —Y medio susurró—: El muy imbécil.

Ángel sujetó la barbilla de Luismi y este giró la cabeza hacia él, aun a riesgo de volver a perderse en su mirada celeste.

—Por eso tenemos que irnos de aquí, cariñ…

—¡Calla!

Luismi no pudo evitar mirar a un lado y a otro. Sabía que estaban solos, pero… por si acaso. Solo imaginar que alguien pudiera escucharlos activaba su pudor hasta niveles insospechados, se ruborizaba y deseaba meter la cabeza en el suelo, como un avestruz. El miedo que los dos llevaban de serie en su caso era mayor desde el episodio del camisón. ¿Por qué leches se lo contaría su madre a la Bestia?

—No puedo decirte cariño, no puedo darte de la mano, no puedo besarte cuando me apetece, que es a todas horas… —Los dos sonrieron—. No puedo vivir así. No aguanto más.

—Como mi padre me pille, esta vez sí que me mata.

—¡No digas eso, por Dios!—. Ángel rodeó con sus brazos a Luismi en un abrazo que no quería tener fin—. Piensa una cosa: ¿y si todo lo que dicen es verdad? ¿Y si encontramos lo que aquí no podemos tener?

—No sé, Ángel…

Los dos permanecieron un rato en silencio. Ni a los zapateros ni a las chicharras ni a las pesadas moscas que los rodeaban parecía importarles lo que allí estaba ocurriendo, pero Luismi y Ángel estaban a punto de tomar la decisión más importante de sus vidas.

—¿Y dónde vamos a ir? ¿De qué vamos a vivir? —La voz de Luismi sonó seria, preocupada, y deshicieron el abrazo para quedar mirándose el uno al otro a un milímetro de distancia.

—¿Eso es un sí? —Ángel sonrió con picardía y, eufórico, le dio un abrazo rápido.

—¿Lo has pensado bien? Tendríamos que encontrar un trabajo…

—En la costa hay mucho trabajo. Están haciendo muchos hoteles, lo dijeron en la televisión. Yo puedo trabajar de camarero, tengo experiencia en el bar de mi tío. Y a ti seguro que te cogen de… De cualquier cosa. Tú todo lo haces bien.

—¡Tonto! —Y le dio un manotazo en el hombro—. A mi madre le va a dar un patatús.

—No, no podemos decírselo a nadie. ¿Qué me dices? ¿Nos vamos?

Luismi tardó en reaccionar ante la desesperación de Ángel, pero finalmente esbozó una media sonrisa, la misma que conquistó a su mejor amigo unos años antes. Un leve movimiento de los labios que significaba «dejemos todo esto atrás». Luismi, que lo conocía bien, pudo ver en el cielo de los ojos de Ángel una inyección de vida. Del subidón, el chaval se lanzó sobre él y lo hizo caer de nuevo de espaldas sobre la hierba. Enseguida empezó a llenarlo de besos por el cuello, por las mejillas, por las orejas, por la nariz; hasta en los párpados lo besó, y Luismi no pudo hacer otra cosa más que reír y reír. En un arrebato, Ángel se puso en pie y le lanzó la mano a Luismi, que se la estrechó y se levantó también.

—Sellemos este pacto.

—Un pacto entre caballeros sellado con un buen apretón de manos. No sé si es lo más adecuado para dos… mariquitas como nosotros —bromeó inoportunamente Luismi.

—No. Por eso lo vamos a sellar de otra manera… ¡Con un baile!

—¿Cómo con un baile? ¡Qué vergüenza!

Luismi no terminaba de acostumbrarse a la espontaneidad de Ángel, ni siquiera allí. Estaban a cielo abierto y cualquiera podía verlos.

—Vamos a bailar nuestra canción, aquí en medio del campo.

—No sabía que tuviéramos una canción…

—¿Me concede este baile, señor Sánchez?

—Estás como una cabra.

Ángel se acercó a Luismi y entre ellos volvió a estallar la excitación que saltaba cada vez que ocupaban el espacio entre sus cuerpos y juntaban sus pechos, sus caderas, sus miembros.

—Será nuestra canción a partir de hoy. Es una canción que mi hermana canta todo el rato, solo que ella lo hace pensando en su novio y yo la canto pensando en ti. Pero eso no lo sabe nadie. Puedo cantarla en voz alta y nadie se da cuenta de nada. Es como una liberación y, a la misma vez, es como decirles «que os den viento fresco, así soy yo».

—¿Y cómo se llama la canción?

—Se llama Somos novios.

—¿Ah, sí? ¿Eso somos nosotros? ¿Novios? —bromeó Luismi.

—Pues claro que sí, tonto. ¿Es que no lo ves?

Ángel se acercó aún más a Luismi, lo abrazó suavemente y empezó a balancearse mientras le cantaba al oído…

—«Somos novios, pues los dos sentimos mutuo amor profundo…».

Al escuchar el primer verso, los ojos de Luismi empezaron a desbordarse. El abrazo entre los dos se hizo entonces más fuerte e intenso. Nunca nadie en el mundo le había dicho lo que le estaba diciendo Ángel. Nunca pensó que aquello que sentía y por lo que llevaba años sintiéndose sucio y culpable pudiera convertirse en algo realmente bueno, en algo que lo hiciera feliz. Por primera vez sintió que aquello era puro, limpio, digno, y por primera vez pensó que quizás, después de todo, había una pequeña posibilidad de salir de aquella cárcel en la que lo habían encerrado contra su voluntad para siempre simplemente por ser como era.

En ese instante, bajo el sofocante calor, se dieron un beso lento, húmedo, sin fin.Por un momento, mientras bailaban en medio del campo junto al río que los llenaba de paz y en el lugar donde se paraba el tiempo, los dos soñaron a la vez con lo mismo: con una vida sin insultos, sin golpes, sin miradas de odio. Con una vida rodeada de amigos como ellos. Con una vida con risas, diversión y en libertad. Solo la remota posibilidad de que esa vida pudiera ser realidad les causaba una felicidad infinita, una que los hacía bailar lentamente y les dibujaba en las caras dos sonrisas bobaliconas. Estaban tan conectados, tan ensimismados el uno con el otro, que no se percataron de que su lugar secreto había sido profanado y de que, en la distancia, alguien los estaba viendo bailar.

3. El incidente

De regreso al pueblo, mientras iba anocheciendo, Luismi y Ángel caminaban lentamente por un camino seco, con sendas sonrisas en los labios y la tranquilidad de quien tiene el plan perfecto, de quien sabe que al día siguiente le dará la vuelta a la tortilla. Sus manos se rozaban furtivamente de vez en cuando, entrelazaban sus dedos meñiques y, a continuación, los dos se miraban como niños traviesos que acaban de cometer una trastada.

Y, entre tanto, terminaban de planear su escapada. Sería al día siguiente. A las cinco y media de la mañana, antes del amanecer, se verían detrás del cortijo del practicante, que estaba a la salida del pueblo. Descartaron la idea de ir a Málaga haciendo autostop. No podían arriesgarse a que algún conocido los viera y luego lo contara, que ya se sabe que en los pueblos pequeños esas noticias vuelan. Así que irían caminando campo a través hasta la ciudad y allí cogerían un autobús que los llevaría hasta la Costa del Sol. Los pocos ahorros que tenían, más algo que seguramente podrían sisar del monedero de sus madres, serían suficientes para ir tirando al principio. Llevarían una muda, algo de comida y poco más. Esa noche dirían en casa que pasarían el día en el río de nuevo, así nadie sospecharía.

Ya en el pueblo, de noche, se fueron aproximando a la esquina en la que siempre se separaban, pero ese día era distinto. Tenían un plan para escapar de allí y lo iban a llevar a cabo. Los dos chavales se miraron fijamente y se sonrieron.

—Entonces, ¿lo vamos a hacer? —Luismi no terminaba de creérselo. Ángel asintió y echó el brazo por encima del hombro de su pequeñajo, y este hizo lo mismo.

Durante un rato caminaron así, medio abrazados, mirando hacia delante y mirándose de reojo, con una sonrisa tonta que no se les iba de la cara. Cuando llegaron a la farola bajo la que se despedían todos los días, y tras confirmar que no había nadie alrededor, se dieron un beso rápido en los labios y, henchidos de amor y de ilusión, cada uno se fue a su casa.

—Nos vemos mañana a las cinco y media —susurró Luismi.

—Mañana empieza nuestra vida, pequeñajo —le respondió Ángel también en voz baja.

Para cuando Luismi llegó a casa, aún no se le había borrado la expresión de bobo. Su plan era pasar como un rayo por el comedor, parar en la cocina a picar algo rápido y encerrarse en su cuarto, tumbarse en la cama e imaginar cómo iba a ser su nueva vida junto al chico de los ojos azul cielo. Se veía de jardinero o quizás en la recepción de uno de esos nuevos hoteles de la costa; y a Ángel, sirviendo copas de vino a elegantes señoras en la terraza de un lujoso restaurante. Por las tardes, pasearían por la playa, y de noche quedarían con amigos que aún no conocían, pero con los que ya, en su imaginación, se sentía feliz y cómodo.

Lo que no entraba en sus planes era encontrar lo que encontró cuando cerró tras de sí la puerta de su casa: el salón como si fuera un velatorio, lleno de personas vestidas de negro (o eso le pareció) y con semblantes muy serios, pero no de tristeza, sino de odio y enfado. El único que estaba de pie era la Bestia, que le lanzó una mirada aún más asesina de lo habitual. En el sofá estaba su madre cabizbaja y, junto a ella, sus dos hermanos, que meneaban la cabeza a un lado y a otro. Pero lo que más le sorprendió no fue encontrar reunida a su familia, ni siquiera sus caras amargadas, sino ver sentado en el sillón orejero a don Abelardo, el cura.

—¿Ha pasado algo?

Su madre levantó la cabeza y lo miró con sus ojos negros secos y vacíos. Entonces Luismi se dio cuenta: lo sabían. Miró de nuevo a sus hermanos y vio que esbozaban una media sonrisa que mostraba sus dientes amarillentos y, a la vez, la decepción confirmada y la satisfacción de haber cumplido con su obligación. Otra vez sintió el golpe de la vergüenza, tan fuerte como las bofetadas que le daba su padre.

Sus hermanos Barto y Julián llevaban desde pequeños haciéndole la vida imposible. Apenas se llevaban once meses entre sí, aunque todo el mundo pensaba que eran gemelos. Se parecían mucho, es verdad, sobre todo en lo brutos que eran. En el pueblo los llamaban los Atilas