Mister Notting Hill - Louise Bay - E-Book

Mister Notting Hill E-Book

Louise Bay

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Beschreibung

Es la noche más embarazosa de mi vida. No solo me he chocado, literalmente, con el hombre más guapo que he visto nunca en el vestíbulo de un hotel, sino que los bollos de nata montada que llevaba (no se admiten preguntas) han acabado aplastados contra mi cuerpo. Cuando por fin consigo cambiarme de ropa, ese mismo tipo —el hombre más sexy de la historia— hace una puja por veinticinco mil libras en una subasta benéfica… ¡para obtener una cita conmigo! Mi vida debe de estar mejorando, ¿verdad? Después de todo, un tío guapísimo acaba de ofrecer una suma increíble de dinero para cenar en mi compañía. Pero acto seguido le veo sentarse al lado de mi padre, y sé que no está interesado en mí, sino en hacer negocios con él. Sin embargo, estoy decidida a conseguir que la situación funcione. Si realmente quiere impresionar a mi padre, ese apuesto desconocido puede casarse conmigo… durante tres meses. Es todo lo que necesito para tener acceso a mi fondo fiduciario y poder dedicar el dinero a la fundación benéfica que presido. Tristan conseguirá lo que quiere de mi padre, y mi padre dejará de agobiarme con el tema del matrimonio. Todos ganamos. Tampoco será demasiado tiempo: hasta entonces, solo tengo que ignorar esos músculos, duros como piedras, que sentí cuando me tropecé con él; esa mirada, que me dice que será tan delicioso como parece, y esa química que chisporrotea entre nosotros siempre que estamos juntos.

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Título original: Mr. Notting Hill

Primera edición: octubre de 2022

Copyright © 2022 by Louise Bay

© de la traducción: María José Losada Rey, 2022

© de esta edición: 2022, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-33-8

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografías de cubierta: depositedhar/Baloncici/Depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

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4

5

6

7

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9

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36

Epílogo

Agradecimientos

Contenido especial

1

Parker

Solo hay dos cosas mejores que las pasas cubiertas de chocolate: ponerse unos stilettos y combinarlos con un precioso —aunque alquilado— vestido de noche rojo y recaudar dinero para una organización benéfica que ayudaba a niños enfermos y a sus familias. Combinar las tres cosas era pura felicidad. Mientras me sacudía los restos de chocolate que me habían dejado las pasas en las palmas de las manos, contemplé el oscuro salón de baile que se extendía ante mí y me permití disfrutar de tres segundos exactos de profunda satisfacción. Después de todo, tenía que revisar los lotes de la subasta una vez más para asegurarme de que todo estuviera en orden. Luego debía examinar la cocina y, por fin, cuando todo estuviera preparado, tenía que cambiarme de ropa.

Una de las grandes puertas del salón de baile crujió al abrirse y apareció mi mejor amiga, Sutton, a la que había obligado a ayudarme.

—Esto es enorme.

—Más gente significa más dinero.

—¿Esta es la mesa donde se exponen los lotes de la subasta? —preguntó. Le había encomendado las tareas de presentar los lotes a medida que llegaran los invitados y de animar a la gente a pujar.

—Sí. Si los artículos son muy caros o no pueden ponerse en la mesa porque es una cita o algo así, hay una foto. Todos los detalles están en el catálogo de la subasta. Hay uno en cada silla, y he guardado un montón de reserva debajo de esa mesa. —Señalé una mesa lateral cubierta con un mantel hasta el suelo y coronada con un arreglo floral algo exagerado. Cuando me habían puesto al frente de organización de la gala, había intentado pensar en todo, incluso en dónde esconder el material de oficina que iba a necesitar. En un evento tan trascendental, los detalles contaban.

—Pondré algunos aquí para que la gente pueda cogerlos. —Separó unos cuantos y los dejó en la esquina de la mesa.

Mi objetivo era recaudar cincuenta mil libras en la subasta de esa noche, más otras cincuenta mil con la venta de entradas. Se me encogió el estómago al pensar en lo que estaba en juego. La profunda satisfacción en la que me había sumergido hacía un minuto se desvaneció para dejar paso a un pozo de terror.

—¿Cómo he permitido que me convencieras para esto? —le pregunté a Sutton, y lamenté al momento ser uno de los lotes de la subasta y tener que subir al escenario como si fuera una cesta de regalo del spa.

—Estaba siendo práctica. Eres guapísima y todos los hombres presentes querrán pujar por ti y llevarte a cenar. Eso significa más dinero para esos niños.

Inspiré hondo. Sutton estaba equivocada y, a la vez, tenía razón. No me cabía duda de que muchos hombres iban a ofrecer dinero por tener una cita conmigo, pero no incitados por el deseo de pasar una noche en mi compañía. No, iban a hacerlo para complacer a mi padre. Como director de uno de los mayores bancos inversores del mundo, mi padre era un titán del mundo financiero desde hacía décadas y ejercía un poder desproporcionado. Para mí, solo era mi padre. Sutton tenía razón: esa noche íbamos a recaudar dinero y no era asunto mío por qué la gente pujaba por los lotes. Lo que importaba era que lo hicieran.

—¿Cuándo vas a cambiarte de ropa? —preguntó Sutton, estudiándome de pies a cabeza.

—¿Qué quieres decir? ¿Que no te gusta mi vestido? —Tenía el pelo arreglado y ya me había maquillado, pero llevaba puesto un vestido camisero de Zara de color limón. Sonreí—. No pienso ponerme el vestido hasta el último momento. Tengo que haber terminado todas mis tareas, si no, seguro que me tiro algo por encima. Hablando de eso, voy a echar un vistazo en la cocina. —Miré el reloj. En cualquier momento iban a llegar los invitados.

—Vale —dijo Sutton—. ¡Buena suerte! —añadió cuando yo ya estaba al otro lado de la estancia.

Subí las escaleras del lateral del escenario y me colé por detrás del telón. Allí dentro todo era un caos. La gente trasladaba cosas de izquierda a derecha y de derecha a izquierda; había alguien encima de una escalera arreglando las conexiones eléctricas; otro probaba el sistema de sonido y lanzaba chillidos agudos e intermitentes. Retrocedí cuando un reportero de una emisora radiofónica se precipitó hacia mí con un micrófono, aunque luego pasó de largo como si yo no existiera.

Llamé la atención de la coordinadora de eventos del hotel, que estaba al otro lado del lugar, y me saludó con un pulgar hacia arriba. Eso solo podía significar que ese caos estaba previsto. Si hubiera tenido que darme malas noticias, como que el grupo musical se había encontrado con un atasco de tráfico o que el chef había colgado el mandil, había tenido la oportunidad y no la había aprovechado. Me hizo sentir victoriosa mientras continuaba andando hacia la siguiente parada: la cocina.

Me abrí paso entre el bullicio y salí al pasillo.

—¡Fuera! —gritaba alguien cuando abrí la puerta. El chef era un poco temperamental, por decirlo suavemente, pero sus creaciones eran increíbles. Así que me acerqué al maître, Metual—. ¿Va todo bien?

—Nos hemos quedado sin espacio y los postres se están estropeando porque hace demasiado calor. Estamos trasladándolos a una sala de conferencias vacía. —Unos camareros con bandejas metálicas pasaron zumbando a mi lado.

—Llevaré una bandeja. Tengo que cambiarme, y me pilla de camino.

—Gracias —dijo Metual, dándome una.

Los postres tenían un aspecto tan delicioso que parecía increíble. Toda esa crema, nata montada y avellanas… ¿Iba a darse cuenta alguien si cogía uno?

Mantuve la puerta abierta y seguí la larga fila de camareros que iban a una sala de conferencias.

—Parker —me llamó Paddy, uno de los miembros de mi equipo, acercándose desde la dirección opuesta—. ¿Quieres que se oiga música mientras llega la gente?

—Sí, la lista de reproducción de la que hablamos.

Paddy se llevó las manos a la cabeza como si le hubiera pedido que congregara a una manada de jirafas y salió pitando.

La fila de camareros que llevaban el resto de las bandejas había desaparecido por un pasillo que, por lo que yo sabía, se perdía en las entrañas del hotel. Decidí tomar un atajo por el vestíbulo con la bandeja. O me concentraba en lo que hacía o no iba a sentarme hasta la mitad de la cena. Aceleré el paso para ir a la sala de conferencias.

No quería saludar a nadie antes de ponerme el vestido, así que mantuve la mirada clavada en la bandeja, evitando el contacto visual con cualquiera que pasara por el vestíbulo por si eran invitados a la gala.

Entonces, de golpe, me estrellé contra una pared.

La bandeja se inclinó, se estrelló contra mi pecho y no me dio en la cara por poco, gracias a Dios. No tenía tiempo para volver a maquillarme ni para lavarme el pelo.

Cuando la bandeja cayó al suelo, me quedé con todos los postres que llevaba pegados a mi cuerpo como si fuera un árbol de Navidad decorado con profiteroles de crema y nata.

—Y por esto no me cambio de ropa hasta el último momento…

Levanté la vista y descubrí que no había chocado contra una pared, sino contra un hombre muy alto. Un hombre tan alto que parecía una pared.

—¿Estás bien? —preguntó, mirándome con unos brillantes ojos azules que parecían llenos de picardía—. Lo siento, no sabía que hubiera alguien ahí abajo.

¿Ahí abajo? Vale, yo solo medía un metro sesenta, pero hablaba de mí como si fuera liliputiense.

—Tranquilo —dije, cogiendo un trozo del pastelillo que se había quedado pegado a mi pecho. Estaba aplastado, pero seguía teniendo un aspecto delicioso. Ya no iba a comérselo nadie, ¿verdad? Y nunca era un mal momento para tomar un tentempié. Podía ayudarme a calmar los nervios. Me llevé el dulce a la boca y le di un mordisco.

—Mmm… —Estaba delicioso. Tragué y le ofrecí un poco al hombre que tenía delante—. ¿Quieres probarlo?

Se rio, y me entraron ganas de untar las arruguitas traviesas de sus ojos con crema y lamerla.

—Por mucho que me apetezca decir que sí, voy a pasar.

Tenía sentido que no comiera dulces. Nadie conseguía un cuerpo como el suyo devorando profiteroles. Era alto y con duros músculos.

—Oye —dijo—. Mira para aquí arriba. —Me señaló sus ojos con dos dedos separados.

Me reí. Debía de estar tratando de activar mi visión de rayos X para ver exactamente cómo era ese pecho a través del esmoquin.

—No tolero más bromas sobre mi altura. Estoy mirando al frente.

Un par de trabajadores del hotel se arremolinaron a nuestro alrededor para limpiar el desorden que nos rodeaba.

—Lo siento mucho —dije. Por el rabillo del ojo vi que mi padre entraba por la puerta del hotel; lo que significaba que yo llegaba tarde.

—¡Tengo que irme! —Me giré y salí pitando del vestíbulo, dejando un rastro de destrucción y a un hombre muy guapo a mi espalda.

2

Tristan

Yo no era lo que se llama «un juergas». Me gustaban mi trabajo, mis amigos y las mujeres. No necesariamente en ese orden. Así que intercambiar anécdotas con gente a la que nunca iba a volver a ver no figuraba en los primeros puestos de mi lista, pero no había muchas cosas que no hiciera por Arthur Frazer. Sin él, no me habría labrado una próspera carrera en el mundo de la ciberseguridad. Tal vez, todavía habría estado hackeando el mi6 para divertirme. Si no hubiera sido por Arthur, no habría estado en el vestíbulo de un hotel, luciendo una chaqueta de esmoquin que apenas había usado, a punto de asistir a una cena benéfica. Y tampoco me habría arrollado un duendecillo amante de los profiteroles. Un hermoso duendecillo con labios rojos hechos para besar. Ojalá no se hubiera precipitado sobre mí como una Cenicienta cubierta de crema y nata montada. Llevaba toda la semana encerrado con los ordenadores y solo había respirado un poco de aire fresco cuando había abierto una ventana. Desde luego, no había tenido la oportunidad de poner en marcha mis músculos de ligar, así que iba a estar pendiente de ella. Tal vez fuera una invitada a la cena o, quizá, una camarera. Eso iba a ser mejor si quería concentrarme en la velada.

Me acerqué a la mesa, que se encontraba justo delante del todo, y vi mi tarjeta de identificación junto a la de mi mentor. Era consciente de que suponía un gran honor estar sentado junto a Arthur. De hecho, todos los presentes debían de estar preguntándose qué había hecho para merecerlo. Pero también significaba que iba a tener que resistirme a mirar la pantalla del teléfono durante toda la noche. Iba a ser el centro de atención, y no quería parecer maleducado. Dado mi trabajo, en el que en cualquier momento podía ocurrir un desastre, desconectar aunque solo fuera un par de horas me provocaba urticaria.

No conocía a ninguno de los presentes, salvo a Arthur, pero eso no importaba. Solo debía disfrutar de la cena, hacer una generosa donación y regresar a casa.

Escudriñé el salón, que se llenaba poco a poco de gente. Había muchas pancartas verticales equidistantes del perímetro y a su alrededor, cada una con una imagen diferente de un bebé o un niño en una cama de hospital. Jóvenes pacientes que sonreían, sin que parecieran molestarles los tubos y las máquinas que los rodeaban. El nombre de la organización benéfica figuraba en la parte inferior de cada pancarta:

«Fundación Sunrise para niños con defectos cardíacos congénitos».

Se me revolvió el estómago. ¡Joder! ¿Por qué no me había informado de a qué estaban destinadas las donaciones del evento? Me había llegado una invitación de Arthur y la había aceptado sin pensármelo dos veces. Si lo hubiera sabido…

No se trataba de que recaudar dinero para niños con defectos cardíacos congénitos no fuera una buena causa: lo era; lo sabía de primera mano. Más bien, no me agradaba la idea de pasarme toda la noche asaltado por los recuerdos de mi hermana. Y, si lo hubiera sabido, me habría inventado una excusa, habría enviado un generoso cheque y habría evitado estar presente en esa sala llena de fotos de niños felices y curados.

Arthur llegó seguido de una hilera de gente que quería acaparar unos segundos de su tiempo y su atención. Me saludó con un apretón de manos y me dio las gracias por estar allí; no profundizamos más. Se sucedieron las interrupciones a medida que la gente se acercaba a él para presentarse, decirle que le habían enviado una invitación o un correo, preguntarle si podían hablar de un posible negocio o invitarlo a un almuerzo. Era como sentarse al lado del papa o algo así. Todo el mundo quería su bendición o su consejo.

Cuando comenzaron a servir la comida, las interrupciones disminuyeron, pero no cesaron.

—Dime, Tristan, ¿cómo te va todo? —preguntó Arthur en uno de los escasos momentos de tranquilidad.

—Bien. Estoy muy ocupado, pero bien.

—Te agradezco que hayas encontrado tiempo para venir esta noche. La cena la ha organizado mi hija. Le apasiona esta causa. —Su suspiro escondía algo.

—Es una causa excelente. Me alegro de estar aquí.

—Si Parker está involucrada en algo, siempre será una causa excelente. Suele meterse de cabeza en lo que le importa. —Tomó un sorbo de vino—. Es muy bondadosa y generosa. Pero esa forma de ser suya puede provocar que algunas personas se aprovechen de ella.

Antes de que pudiera preguntarle algo más, nos interrumpió un hombre que me resultaba familiar: un miembro del Gobierno, si no me equivocaba.

El móvil vibró en mi bolsillo. Fueron tres zumbidos, lo que significaba que se trataba de algo de cierta importancia.

Desaparecí sin que me vieran Arthur o el ministro. Mientras iba hacia la parte trasera de la sala, escudriñé las mesas en busca de cierto duendecillo que había quedado cubierto de crema y nata. No estaba a la vista.

Los tres zumbidos resultaron ser una falsa alarma, pero, como estaba en el vestíbulo, aproveché para desplazarme por las notificaciones recibidas y comprobar que todo lo demás estaba bajo control.

Cuando volví a entrar en el salón de baile, había comenzado el espectáculo. La presentadora había subido al escenario con una mujer que me resultaba bastante familiar.

El duendecillo de los labios rojos.

Ya no estaba cubierta de profiteroles, y su aspecto me parecía aún más delicioso. Llevaba un vestido rojo fuego que se ceñía a su diminuta cintura y combinaba perfectamente con sus labios. Aunque aquella elegante melena negra y su diminuta estatura no se ajustaban a mi tipo habitual de mujeres, no había duda de que era guapísima. La miré mientras se ponía una mano en la cadera y forzaba una sonrisa.

—Mil quinientos —dijo la persona que presentaba la subasta—. ¿He oído mil seiscientos?

Varias palas de subasta se lanzaron al aire, y no pude evitar fijarme en que la mayoría de los implicados no miraban al escenario ni a la subastadora. Miraban a Arthur. ¿Ese lote era suyo o algo así?

Debía de resultar incómodo tener tantos ojos encima todo el rato. Me había hecho un nombre en ciertos círculos; al fin y al cabo, era el mejor en lo que hacía cuando se trataba de proteger la presencia online de las empresas más importantes y de los individuos con un patrimonio muy elevado. Pero la gente no conocía mi cara. ¡Gracias a Dios!

—¿Está pujando, señor? —preguntó una joven detrás de una mesa de caballete junto a la puerta.

—¿Qué se subasta? —pregunté.

—Una cita con la hermosa joven del escenario —respondió.

Entrecerré los ojos. ¿Profiterol de Crema era el objeto de subasta?

—¿Puede darme una paleta?

Me dio lo que parecía una pala de ping-pong y me acerqué al escenario mientras la puja por una cita con Profiterol de Crema iba subiendo en incrementos de cien libras. Las ofertas empezaron a disminuir cuando se alcanzaron las dos mil libras.

—Veinticinco mil —bramé, levantando la pala.

Los murmullos resonaron en todos los rincones de la sala y sentí que mil pares de ojos cambiaban de objetivo y pasaban de Arthur a mí. Profiterol de Crema entrecerró los ojos, tratando de ver con quién iba a tener que ir a cenar, pero las luces del escenario la iluminaban directamente, así que no podía saber que se trataba del hombre al que había atropellado un rato antes.

Me volví y le di mi nombre a la joven del portapapeles, que se había acercado a tomar mis datos.

—Interesante… —dijo Arthur cuando me senté—. Si hubieras querido salir con mi hija, podrías haberlo conseguido gratis.

El corazón me dio un vuelco. ¿Profiterol de Crema era la hija de Arthur?

—No tenía ni idea de que fuera tu hija, Arthur. Discúlpame. Por supuesto, no saldré con ella. Esta es una causa maravillosa, y el objetivo era hacer una donación, no conseguir una cita. —Eso explicaba por qué la atención de todos estaba centrada en Arthur durante la puja. Todo el mundo quería impresionarle.

—Espero que no te eches atrás. Ya es hora de que Parker haga algo para disfrutar de la vida en lugar de intentar salvar el mundo. Será bueno para ella. —Se volvió hacia mí y me dio una palmadita en el hombro—. Y para ti también, creo. Además, mejor contigo que con alguno de los ancianos de la sala. Espero que os divirtáis.

—La trataré como si fuera de cristal, Arthur. Tienes mi palabra.

Cenar con la hija de Arthur no era tan malo. Aunque habría sido mejor si no me hubiera sentido tan atraído por ella. Solo debía mantener mis instintos bajo control y asegurarme de que las cosas terminaran cuando la cena llegara a los postres. No iba a haber ningún problema…

Mientras no acabara cubierta de profiteroles de crema y nata me tentara a lamerla, no iba a pasar nada.

3

Parker

¿Veinticinco mil libras? ¿Por una cita conmigo? Me quedé un poco estupefacta ante la cifra y frustrada por no poder distinguir quién había hecho la oferta. Las luces eran tan deslumbrantes que no había podido ver al hombre.

Sutton se apresuró a acercarse a mí mientras ayudaba a recoger entre bastidores.

—¿Ves? Tenía razón: el tío más guapo de la sala ha pujado por ti.

—¿En serio? —Era agradable que un guaperas hubiera hecho esa puja. Podía ser divertido acudir a una cita en esas condiciones, sin que tuviera nada que ver con la atracción o la posibilidad de que surgiera algo más. Además, todo aquello era por Sunrise.

—Lo sé, y reconozco que me encaramaría a él como si fuera un árbol, ¿eso cuenta?

Le di un codazo.

—Tal vez deberías tener tú la cita con él.

—Hablando del rey de Roma. —Me devolvió el codazo y me hizo un gesto para que mirara hacia la puerta, donde estaba el compacto muro de músculos con el que me había chocado un rato antes. Volví a mirar a Sutton—. ¿Ha sido él? —Quizá acabar cubierta de profiteroles de crema justo antes de una de las noches más importantes de mi vida no había estado tan mal.

Nos miramos a los ojos mientras él se acercaba a mí; las arruguitas hacia sus sienes me parecieron tan sensuales que noté un vuelco en el estómago.

—¡Parker! —gritó mi padre justo en ese momento—, quiero que conozcas a tu cita para cenar. Te presento a mi buen amigo Tristan Dubrow.

Mi corazón, que hasta ese momento lo había notado como si estuviera unido a cien globos de helio, aterrizó de golpe. Por supuesto… El buenorro conocía a mi padre y, sin duda, estaba tratando de impresionarle con aquella oferta tan alta.

Sonreí.

—Me alegro de que nos presenten.

—Me alegro de conocerte. —Cogió mi mano, haciéndome muy consciente de lo pequeña que era la mía en comparación con la suya. Podía aplastarme los huesos hasta convertirlos en papilla si apretaba con fuerza—. Soy Tristan, y tengo muchas ganas de cenar contigo.

Suspiré. Había ganado la puja y había impresionado a mi padre. Sin embargo, había que ponerle freno; aquello no iba a ir a más. Llevaba tres años soltera por una razón muy clara; ya estaba harta de chicos más interesados en salir con la hija de Arthur Frazer, y todo lo que eso conllevaba, que conmigo.

—Oh, en realidad no hay necesidad de seguir adelante con esto. Tienen tus datos bancarios, ¿verdad?

—Por supuesto que hay necesidad —intervino mi padre—. Este hombre ha pagado veinticinco mil libras por el privilegio de pasar una noche contigo. Más vale que hagas que merezca la pena.

Tristan se aclaró la garganta.

—Papá… —murmuré en un tono que me avergonzaba, y que no había sufrido desde que era adolescente—. Estás consiguiendo que parezca una prostituta. En el catálogo de la subasta no se mencionaba nada de que yo tuviera que hacer pasar un buen rato a mi cita.

—Por Dios, Parker. No he querido decir eso. Pero le he dado a Tristan instrucciones estrictas para que hagáis algo divertido.

Puse los ojos en blanco. Mi padre era lo peor.

—Ya vale, papá.

Gracias a Dios, lo interrumpió alguien antes de que pudiera decir algo aún más inapropiado.

Se dejó llevar en silencio de nuevo hacia el salón de baile.

—Así que… —dije, echando la cabeza hacia atrás para buscar la mirada de Tristan—. Cenaremos. Por favor, que sea en un lugar donde podamos estar sentados; así no terminaremos con dolor de cuello ninguno de los dos.

Se rio.

—¿Tus citas te llevan a menudo a restaurantes sin sillas?

—Hasta ahora solo he ido a mercados rehabilitados y reconvertidos.

—Creo que podremos ir a un sitio mejor. Dame tu teléfono.

Se lo di y tecleó algunos números. Mientras estaba en ello, sonó una notificación en mi móvil.

—Gillian quiere saber si vas a ir a pilates mañana —dijo.

—Oye, no leas mis mensajes.

Se rio.

—No le dejes tu móvil a un extraño.

—¡Me lo has pedido tú! —¿Quién era ese tipo?

—Ah, ¿y qué es esto? —dijo, pasando el pulgar por la pantalla—. Oblix Holdings acaba de cargar sesenta y siete libras en tu cuenta.

Gemí.

—Otra vez no. —Le arrebaté el teléfono—. ¿Sesenta y siete? Es peor que la última vez. —Abrí el mensaje y, en efecto, la cuenta bancaria del evento había recibido otro cargo de una empresa de la que nunca había oído hablar.

—¿Estás bien? —preguntó—. Te comportas si tuvieras que ir a una cita con un extraño por dinero.

Esbozó una sonrisa de medio lado curvando una comisura de la boca, y volvieron a aparecer sus casi irresistibles líneas de expresión.

—Ya lo resolveré. No paran de llegarme cargos a esa cuenta y no sé por qué.

—¿No los has autorizado? —Me arrebató el teléfono—. ¿Has hablado con el banco?

—¡Sí! —Intenté recuperar mi teléfono, pero lo sostuvo tan arriba que no podía alcanzarlo.

—¿Cuántas veces te ha pasado? —Su voz había adquirido una nota más dominante y seria.

Intenté ignorar el cosquilleo que me hizo sentir entre las piernas.

—No es de tu incumbencia. Devuélveme el teléfono, por favor. Es asunto mío, no tuyo.

Me lanzó el teléfono y lo cogí en el aire.

—Podrías hacer que fuera mi asunto mío —comentó—. Después de todo, es a lo que me dedico.

¿Por qué siempre había tipos que se creían que sabían más que yo?

—Gracias. Pero lo tengo controlado. —No lo tenía controlado, y tampoco tenía mucha fe en que mi banco lo tuviera controlado, pero mejor pasar a que un perfecto desconocido se pusiera a hacerme preguntas que no quería responder.

—Llámame si quieres que te ayude. Si no, mándame un mensaje con tu dirección y te recogeré el sábado a las siete. —Se dio la vuelta y fue a la salida.

—¡Espera! —grité—. Yo te llevo a cenar a ti y no al revés. No puedo ir el sábado.

—Claro que sí —alegó con suficiencia mientras seguía avanzando sin darse la vuelta—. He visto tu calendario. No tienes ni un solo sábado por la noche ocupado de aquí a Navidad.

¿Cómo podía un hombre ser tan irritante y conseguir, al mismo tiempo, que la lujuria se acumulara entre mis muslos?

Me giré y me tropecé con Sutton.

—¿Te lo puedes creer? —Mi indignación era completamente falsa. No muchos hombres me hablaban como lo había hecho Tristan. Que Arthur Frazer fuera mi padre evitaba esas cosas. Todos los hombres con los que había salido me habían pedido una cita porque era su hija o se habían enterado poco después de que empezáramos a salir y habían seguido llamándome porque era su hija. En cualquier caso, eso significaba que yo había dictado los términos de todas las relaciones románticas que había tenido. Mis novios nunca me habían llevado la contraria en nada.

Tal vez mi padre no tuviera corona, pero era un rey, y a mí me trataban como una princesa. En teoría, era genial, aunque no resultaba tan bueno cuando se trataba de saber si mis novios me querían por mí o por los ventajosos contactos de mi padre, que nuestra relación podía proporcionarles. La historia me decía que la riqueza y el poder de mi padre atraían a la peor clase de hombres, como hormigas que siguen el olor del azúcar.

A pesar de que Tristan había pujado por mí para impresionar a mi padre, no parecía exactamente como los demás. Aunque no me cabía duda de que iba a demostrar que estaba equivocada.

—Está buenísimo. Y tienes que pasar la noche con él. Además, ha donado veinticinco mil libras a una obra benéfica. Podrías haber sido un poco más amable con él.

Sutton tenía razón. Debía haber sido más amable con él, había sido un donante importante esa noche. Lo que me recordaba que tenía que comprobar que hubiéramos recibido su dinero. No quería que cambiara de opinión y se echara atrás.

—Supongo que sí. Pero si quiere salir conmigo por quién es mi padre, algo que resulta muy evidente, no estoy segura de que meterse en mis asuntos sea la mejor manera de hacerlo.

—Tal vez solo está siendo él mismo, no como todos esos lameculos y estafadores con los que has salido antes. Tal vez sea diferente. Tal vez sea el tipo con el que termines casándote.

Aggg… Ojalá Sutton dejara de hablar de matrimonio.

—No seas ridícula. Te he dicho que no voy a casarme solo para tener acceso a mi fondo fiduciario. —Hubo un tiempo en el que pensé que casarme con el hombre de mis sueños iba a formar parte de mi vida, y no para tener acceso a mi fondo fiduciario. Soñaba con hacerlo porque amara al hombre que me lo pidiera… Pero ese barco había zarpado ya.

—No seas terca. Casarte es una forma fácil de conseguir el dinero para el programa de padres y cuidadores que quieres crear.

Suspiré. Las veinticinco mil libras que había donado Tristan eran mucho dinero, pero no eran suficientes.

Esa noche Sunrise, la fundación benéfica por la que tanto había trabajado en los tres últimos años, iba a recaudar cien mil libras más. Era una cantidad importante, sí, pero no era nada comparado con los veinticinco millones que podía donar yo misma si echaba mano de mi fondo fiduciario.

—Es mejor que convenza a mi padre para que cambie las reglas del fideicomiso que tener que casarme. No voy a renunciar a mi apellido por nadie. —Había aprendido la lección. No iba a cometer ese error de nuevo.

—No tienes que renunciar a tu apellido solo por casarte. No estamos en los años cincuenta. Pero ese no es el tema que nos ocupa. Quieres poder gestionar esos veinticinco millones y llevas tres años intentando convencer a tu padre de que cambie las reglas de tu fideicomiso. Si fuera a hacerlo, ya lo habría hecho. Vas a tener que aceptar que, si quieres tener acceso a tu dinero, vas a tener que casarte. No hay otra manera.

—Entonces, ¿crees que debería casarme con cualquiera al que abordara en la calle?

Se encogió de hombros como si ir al altar con un perfecto desconocido fuera factible.

—Obviamente, tendrías que firmar un acuerdo antes de la ceremonia.

—¡Sutton!

—Es una forma de salirte con la tuya. Si, como dices, el guapo McMacizo está tratando de impresionar a tu padre, ¿qué mejor manera de hacerlo que casarse con su hija? El único problema es…

Un nudo me atenazó el estómago al pensar que podía existir un serio obstáculo a su descabellado plan. Aunque tampoco era que estuviera considerando casarme con Tristan.

—¿Cuál?

—Quedáis raros juntos. Te saca unos treinta centímetros.

—No exageres. Mide uno ochenta como máximo. Así que no te pases.

No habría debido, pero la idea me hizo temblar. Estaba segura de que podía levantarme con una de esas manos enormes. Y no estaba segura de que protestara si lo intentaba.

4

Parker

Había sido un mes largo. Había pasado muchísimas horas trabajando para preparar la gala de Sunrise y me habían pasado factura, pero, gracias a Dios, todo había terminado. Habíamos superado con creces nuestro objetivo de cien mil libras, ¡habíamos recaudado veinte mil libras más! Así que pensaba aprovechar al máximo la noche libre del viernes.

Me paseé por mi piso, con mi pijama favorito —que estaba estampado con figuras de vaquitas— y una mascarilla recién aplicada que prometía un brillo juvenil en la piel. Habría apostado cualquier cosa a que Tristan tenía un montón de chicas jóvenes y lozanas a su disposición que no necesitaban aplicarse nada en la cara. No estaba compitiendo con nadie, pero, al mismo tiempo, no quería que la noche del sábado fuera un horror. Quizá hubiera pujado por mí para impresionar a mi padre, pero yo pensaba engatusarlo, aunque no fuera para que se casara conmigo, como había sugerido Sutton, sino para que se lo pasara bien. Iba a darse cuenta de que era digna de una cita, independientemente de quién fuera mi padre.

Acababa de servirme un té de jengibre y cúrcuma especialmente preparado para mí, que me prometía el sistema inmunológico de un niño pequeño, y todo lo que necesitaba era ver un par de episodios de Cheers en Netflix para que mi vida cambiara de marcha hacia lo sublime. Aunque, a lo mejor, para alcanzar el verdadero nirvana iba a tener que consumir todas las pasas cubiertas de chocolate que me había servido en un cuenco, que equilibré de forma precaria en el brazo del sofá.

Justo cuando cogía el mando a distancia, llamaron a la puerta. Nadie se presentaba en mi casa sin más, a no ser que se tratara de una emergencia. Corrí hacia la entrada y abrí de golpe para encontrarme nada menos que con Tristan, cuya cabeza quedaba bastante más arriba que la mía.

Me pasó el dedo por la cara.

—Prefiero la crema.

Aparté aquel dedo para que no me molestara.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has burlado la seguridad de recepción?

—La seguridad en este edificio es infumable —comentó—. He entrado usando un llavero que compré en Amazon. Imagínate…

¿Por qué estaba allí? Esperaba que no estuviera tratando de adelantar la cita. ¿Quién iba a imaginar que iba a pillarme con un pijama tan friki y una mascarilla en la cara?

—Gracias por tus comentarios.

Empecé a cerrar la puerta, pero él la detuvo con la mano. Esas manos grandes y fuertes que parecían tener la capacidad de aplastar mis huesos hasta convertirlos en un fino polvo. No pude pensar hasta más tarde por qué eso me resultaba tan atractivo.

—Oye, quería hacerte algunas preguntas sobre ese cargo no autorizado que me comentaste.

—Espera un momento. Primero tienes que decirme cómo has averiguado dónde vivo. Luego tienes que explicar qué demonios estás haciendo aquí. Y después tienes que irte. En ese orden.

—Ya te lo he dicho. Se trata de los cobros realizados a la organización benéfica. Creo que he recordado mal el nombre; no aparece nada cuando hago la búsqueda.

¿Había empezado a salir vodka frío por el grifo? ¿Estaba borracha en el sofá y tenía una pesadilla?

Tenía que haber una explicación para esa conversación tan surrealista.

—¿Qué buscas y por qué?

—Esos cargos fraudulentos en tu cuenta; porque es mi trabajo —dijo—. Más o menos.

Todo empezaba a tener sentido. Tristan era un títere de mi padre. Era él quien debía de haber arreglado que Tristan pujara por mí en la subasta para luego contratarlo como una especie de guardia de seguridad.

—¿Te ha enviado mi padre?

Me miró como si acabara de decirle que me gustaba cruzar por Regent’s Street en elefante para ir a trabajar.

—¿Tu padre? ¿Qué tiene que ver él con todo esto? Me he pasado por la notificación que apareció en tu teléfono. No quería llamarte ni enviarte un mensaje porque no sabemos a qué nos estamos enfrentando. Si he recordado bien su nombre, la empresa que hizo el cargo a tu cuenta ha ocultado bien sus huellas. No quiero que sepan que estamos detrás de ellos.

—Vale —acepté lentamente, aunque mucho de lo que Tristan acababa de decir no sonaba nada bien—. Así que ¿estás tratando de ayudarme?

Abrió mucho los ojos y asintió como si yo acabara de llegar del planeta Estúpider.

—¿Cómo has averiguado mi dirección?

—Soy experto en ciberseguridad. Si no pudiera averiguar tu dirección gracias a tu huella electrónica, que, por cierto, está en todas partes, no podría llamarme experto.

—Así que cuando has dicho que te involucrabas en el asunto de mi banco porque es lo que haces, estabas hablando de forma literal.

—Por supuesto. ¿Qué habías pensado?

Decidí no responder a eso.

—Me estás asustando un poco —dije en su lugar. Tristan no había intentado cruzar el umbral del apartamento, pero no era normal que un desconocido se presentara sin avisar y me dijera que había encontrado mi dirección en Internet.

—Quizá tengas razones para ello. La gente que hace estos cobros fraudulentos desde cuentas bancarias puede estar vinculada a la mafia rusa e incluso al isis.

—Me refiero a ti, Tristan. Me estás asustando.

—Mira quién habla… —Me estudió de arriba abajo—. Con esa cara… Y las vacas.

—Pero no me he presentado en tu puerta, no te he invitado ni te he dado mi dirección.

—Ah…, ya entiendo lo que quieres decir. Solo te estoy haciendo un favor; normalmente no me involucro en cosas como esta. Llama a tu padre. Él responderá por mí.

Cogí el móvil de la consola que había en el vestíbulo y llamé a mi padre. Tristan esperó pacientemente, con la vista clavada en su teléfono, mientras yo le contaba a mi padre que ese hombre quería ayudarme con los cargos misteriosos. Solo después de que me asegurara que le habría confiado mi vida a Tristan —y cuando eso no me satisfizo, todo su dinero— me tranquilicé.

—Será mejor que entres.

—De acuerdo —dijo.

—Dame un minuto para cambiarme y lavarme la cara.

—No te molestes. Solo te haré un par de preguntas y me marcharé. —Cruzó el umbral, pero no me siguió mientras iba al salón. Me giré y esperé a que levantara la vista de la pantalla.

Iba a tener que enfrentarme a un tío con pinta de empotrador con un pijama de vaquitas y una mascarilla facial. Sabiendo que no era un acosador raro, me habría gustado impresionarlo en la cita del día siguiente. Pero ese barco había zarpado… y la vaca había mugido.

—¿Puedo ver el nombre de la cuenta para asegurarme de que lo he puesto bien? —me preguntó. Abrí la aplicación bancaria en el teléfono y le mostré los datos—. ¿Y cuántos han pasado?

—Empezó hace un mes. Solo unas libras aquí y allá. Pero las cantidades aumentan cada vez más.

Tristan asintió, lo que hizo aparecer una pequeña arruga en el puente de su nariz. ¿Qué les pasaba a las arrugas de ese hombre, que hacían que el corazón me diera un vuelco?

—Esta empresa está bien protegida. La mayoría de los cargos fraudulentos provienen de empresas que cierran al cabo de una semana. Puedes entrar en ellas y averiguar quiénes son como si hubieran dejado un felpudo de bienvenida delante de una puerta abierta. Pero quien está operando en tu cuenta parece un poco más sofisticado.

—¿Puedes detenerlo?

Asintió.

—Claro.

—¡Genial! Hazlo y el problema estará resuelto.

—Sí, puedo instalar un programa en tu cuenta para bloquear a esta empresa y que no le abonen los cargos que recibas de ella. El banco tiene el mismo software, así que no sé muy bien por qué no lo han activado. Pero ya lo hago yo.

—Gracias. Es muy amable de tu parte. Te lo agradezco en el…

—Por supuesto. Eres la hija de Arthur.

Traté de ocultar mi irritación.

—Bueno, pues la hija de Arthur te lo agradece.

Frunció el ceño antes de mirarme con profunda confusión, pero no me pidió aclaraciones.

—Bien, ya está hecho. Pero estate atenta a los cargos de entidades que no conozcas. Si están yendo a por ti específicamente, volverán a aparecer. —Levantó la vista y nos miramos a los ojos, y gemí para mis adentros porque llevaba una máscara facial que me hacía parecer el experimento científico de un asesino en serie—. Nos vemos mañana por la noche. —Se giró y abrió la puerta principal. Manos grandes y un bonito trasero. La cita podía ser divertida.

—De acuerdo… —dije, pero él estaba casi en los ascensores y no pudo oírme. Obviamente, no necesitaba pedirme la dirección. ¿Qué más sabía de mí que yo no le había dicho? Iba a tener que esperar hasta el día siguiente para averiguarlo.

5

Parker

Me resultaba raro tener una cita un sábado por la noche. Que fuera una cita con un hombre atractivo que me hacía temblar las piernas cuando nos mirábamos, con o sin mascarilla facial, era algo inaudito. No mucha gente tenía la capacidad de conmocionarme, y me parecía embriagador. Le había dicho a Tristan que tenía que trabajar y que iba a acudir a la cita directamente desde la oficina. Así no tenía que volver a verlo en la puerta de mi apartamento; estaba segura de que, si no hubiera llevado puesto el pijama «matalujuria» y la mascarilla facial, lo habría hecho entrar y habría saltado sobre él.

Me sorprendió un poco que me enviara un mensaje con la dirección de un restaurante situado a trescientos metros de donde yo vivía. Los hombres que trataban de impresionarme por ser la hija de Arthur Frazer solían elegir un sitio elegante y caro en el centro de la ciudad. Uno incluso me había llevado a París en su jet privado. Al parecer, Tristan Dubrow tenía gustos más normales. Y eso significaba que íbamos a ir a mi restaurante italiano favorito.

Sabía lo que iba a pedir antes de sentarme.

También quería decir que no necesitaba arreglarme mucho. Mis vaqueros preferidos y una blusa roja con un volante en el cuello transmitían el mensaje de que me había esforzado un poco, pero no demasiado. Mi única concesión fue ponerme unos zapatos de tacón. Estaba decidida a reducir la diferencia de altura entre Tristan y yo aunque fuéramos a estar sentados.

Vi a Tristan a través del cristal cubierto de pegatinas de la puerta del restaurante. Me pareció enorme sentado en la diminuta mesa para dos en la esquina frente a la cocina; enorme, e innegablemente guapo. Llevaba una camisa azul que le tiraba un poco en los brazos y me fijé en su pelo, despeinado y con mechones más claros en las puntas, como si se aferraran a un verano memorable. Una barba incipiente le cubría la mandíbula y, por un segundo, quise saber cómo podía ser sentirla entre mis muslos.

Si hubiera sido una cita de verdad, habría estado deseando que llegara esa parte de la noche.

Empujé la puerta y nuestras miradas se encontraron.

Saludé a Antonio, que estaba en su lugar habitual tras la caja registradora, y ocupé la silla que me aguardaba frente a mi apuesto acompañante.

—Interesante elección de restaurante —comenté.

—Estás preciosa. —El comentario salió del fondo de su garganta, crudo y gutural, una respuesta primaria.

Sonreí.

—Me gusta tu camisa.

Me miró como si no me hubiera oído y yo aparté la vista, un poco inquieta por la intensidad de sus ojos.

—¿Pedimos la carta? —sugerí.

Tristan se aclaró la garganta como si le costara mucho trabajo tener que volver a la realidad.

—Ya he pedido.

Fruncí el ceño como un niño pequeño al que le acaban de quitar la pelota. Me gustaban los raviolis de cangrejo y el pollo a la parmesana. Y me había hecho la ilusión…

—¿Quieres un poco de vino? —inquirió.

—¿Me lo estás preguntando? —repuse—. Vaya cambio. —Nunca se me había dado particularmente bien ocultar lo que estaba pensando.

—Confía en mí. —Hizo un gesto a una de las camareras para que se acercara y pidió una botella de Franciacorta.

—¿No te gusta el prosecco? —pregunté, preguntándome si trataba de impresionarme.

—No demasiado. Bebo cerveza, sobre todo. Pero una cena con una mujer hermosa merece algo más. Aun así, prefiero beber pis de vaca antes que prosecco.

—Pues ya tenemos algo en común.

Asintió como si no le hubiera dicho nada que no supiera.

—Me lo imaginaba.

—Sabes que esto no es una cita, ¿verdad? Es decir, no tienes que impresionarme.

—He pagado veinticinco mil libras por esta noche. Si no es una cita de verdad, quiero que me devuelvan el dinero. —La forma en que curvó la boca un poco me dijo que no quería recuperar nada.

—¿Y por qué has elegido este lugar? ¿Vives por aquí?

—Vivo en Notting Hill, pero he supuesto que este lugar era familiar para ti, y su reputación lo precede. He supuesto también que habrás estado aquí antes y lo habrás disfrutado. ¿Me equivoco?

Negué con la cabeza. No podía discutir su lógica.

—Me encanta este lugar. —A decir verdad, el hilo de pensamientos que había llevado a Tristan a elegirlo me impresionaba más que subir a un jet