Mortajas de hielo - Néstor De Luca - E-Book

Mortajas de hielo E-Book

Néstor De Luca

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Beschreibung

En un futuro cercano y decadente, a un estafador buscado por la ley, se le han cerrado todos los rincones del planeta donde poder ocultarse. Para huir de las autoridades decide sumarse a una compañía de exploración minera que busca agua exógena en la luna. Más tarde comprende que cualquier cárcel de la Tierra hubiera sido preferible antes que ingresar a esa siniestra empresa. En un pasaje de la novela el protagonista nos dice…"En el sudor de estos túneles se estremecen y agitan todas las miserias que las almas de los hombres pueden albergar. Aquí en la luna no hay ley ni razón y lo más angustiante es que allá en la Tierra creemos que el infierno se encuentra enterrado bajo nuestros pies. Que son a las entrañas del planeta a las que debemos temer. Que las llamas, los gemidos y las penas son allá abajo donde nos aguardan. ¡Ingenuos! ¡Es arriba hacia donde debemos mirar! El infierno no se encuentra bajo las suelas de nuestras botas sino colgado sobre nuestras cabezas. Escondido en las venas del satélite blanco que vigila nuestros movimientos desde el borde mismo de la noche"

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Seitenzahl: 407

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Mortajas de hielo

H.G. Monstromo

Editorial Autores de Argentina

Índice

Parte IParte IIParte IIICapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Epílogo

H.G. Monstromo

    Mortajas de hielo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2014.    

    E-Book.

    ISBN 978-987-711-234-4          

    1. Narrativa Argentina. 2.  Novela. I. Título

    CDD A863

2

Parte I

La casa es cómoda aunque pequeña. Elías avanza con cuidado por el habitual distribuidor. Igual que ayer, que la noche pasada y todos esos días que retuercen sus entrañas, siente cómo la alfombra amortigua su delicado andar; cómo las luces se encienden por propia voluntad al intuir cada uno de sus pasos. Parecen víctimas de un conjuro, de un truco de magia, de un capricho del azar. Como dueño de casa, Elías sabe mejor que nadie que sólo es cosa de cables disimulados, sensores adheridos a los zócalos y tecnología de barrios caros al servicio de la comodidad. Desde el punto más alejado la puerta que tanto teme adquiere señas dignas de alguna de sus pesadillas más logradas. Sin embargo, en cuanto se aproxima, la misma pierde en parte su capacidad de daño aunque conserva toda su maldad. A poca distancia parece exactamente lo que en realidad es. La puerta de la habitación de su pequeña. No se ve desde el extremo del pasillo, no emite fuegos diabólicos, no habla en lenguas bárbaras. Cuando al fin se acerca ni siquiera evoluciona a figuras de otros mundos. No obstante sus botas demoran lo posible en dar el nuevo paso. Percibe cómo el objeto crece en su negrura, muestra las vetas de la madera a modo de heridas macabras. Epílogo fatal de una vida que siente perdida y acabada. También hoy Elías cree oír los ecos del conocido reclamo. Cuando la voz de la niña lo interceptaba antes de que él pudiera alcanzar su cama.

– Cuéntame una historia -le pedía aunque estaba a un paso de la adolescencia. Aunque desde el año anterior, ya había fotos de actores de cine en las paredes.

El cedía sin dudarlo. Disfrutaba tanto como ella de los climas generados, de su excitación contenida, de sus ojos plenos de asombro. A veces Elías se preguntaba qué sería de él cuando ya no tuviera un relato para evocar. ¿Repetiría el primero que viniera a su memoria? ¿Inventaría uno nuevo con retazos de los pasajes más festejados? Confiaba en que el tiempo acudiera a su rescate. A que ella finalmente creciera antes de que su imaginación quedara en blanco. Lo único que acudió sin embargo fue una fiebre que los sabios juraban erradicada. Un mal tan antiguo que nadie recordaba ni su origen ni su nombre. Los dolores la envolvieron una tarde de marzo y antes de que las lluvias de abril se evaporaran la muerte se la había llevado.

Ahora él avanza por el pasillo de siempre. Al llegar a la puerta reduce la marcha. Sabe que jamás volverá a oír su voz. Que no quedan rastros de aquella infatigable pregunta. El lugar está vacío y ya no es necesario inventar historias. Aquí es cuando el espacio cobra una nueva dimensión. El distribuidor se expande y se deforma. Al parecer, agrega kilómetros de sombras a los cuatro o cinco metros que en realidad abarca. A pesar de ello la puerta cerrada lo absorbe. Cobra fuerzas propias de un agujero negro. Elías siente entonces que el aire lo evita, que el vacío se apodera de su alma. Nota que el tiempo se contrae y los recuerdos se desbordan. Vuelve a oír aquellas risas contenidas, los susurros, los secretos y la inocencia tatuada en su mirada. Un padre y su hija pueden resumir la historia de sus días en esos ecos demorados. Y aunque entiende que nada de eso queda ahora, mira la falsa madera, mueve sin voluntad la mano. Un segundo más tarde la aparta del picaporte como si el mismo estuviera en llamas. Sabe que allí no hay nadie. Que salvo cicatrices, los objetos acumulados no pueden ofrecerle nada. Sin lograr registrar los movimientos, ingresa al cuarto, se descubre de golpe frente a los límites de la pequeña cama. Apoya sus manos sobre las mantas. Intenta captar alguna caricia que tal vez dejó allí olvidada. Cuando las lágrimas lo atraviesan, reconoce el error, respira hondo y gira decidido a abandonar la estancia. Antes descubre que el viejo ordenador de ella imprime signos en su pantalla. Comprueba que en realidad está desconectado. Recuerda también que había dejado de funcionar y que a pesar de la promesa a su niña, jamás se lo había reparado. Apoya su mano sobre la cubierta de aluminio, lo golpea con dulzura como si se tratara de un amigo. Como a un bromista que intenta jugarle una mala pasada. Cuando entiende que la energía no se altera, lo levanta de la mesita rosa y lo arroja con furia desmedida sobre la cama. El ordenador no da cuenta del mal trato. Parpadea un poco, emite algunos sonidos artificiales. Segundos más tarde actualiza la información completa de la pantalla… …

*****

Es probable querido Elías que cuando este mensaje llegue a tu encuentro yo no sea otra cosa más que una pobre sensación de vértigo. Un mero espectro, agazapado en algún rincón de este satélite, preparado para que la noche invite a mis huesos a formar parte del vacío que me rodea. Tal vez incluso ni siquiera sea eso. Tal vez sólo sea un simple aliento. Una voz ajena que recita la cuenta regresiva de un corazón que no se decide a estallar. Mientras pienso esto, al abrigo de una roca que oculta los contornos de mi sombra, rememoro las palabras que compartimos la noche anterior a mi fuga. ¡Qué razón tenías cuando me aconsejaste no enrolarme! ¡Cuál acertada era tu opinión sobre esta empresa de exploración minera! Debí confiar en tus temores. Tus sospechas eran correctas. Incluso esto resultó peor de lo que tú o cualquier otro intuía. Ni siquiera en tus peores pesadillas hubieras podido soñar lo que yo aquí he visto y enfrentado. En el sudor de estos túneles se estremecen y agitan todas las miserias que las almas de los hombres pueden albergar. Aquí en la luna no hay ley ni razón y lo más angustiante es que allá en la Tierra creemos que el infierno se encuentra enterrado bajo nuestros pies. Que son a las entrañas del planeta a las que debemos temer. Que las llamas, los gemidos y las penas son allá abajo donde nos aguardan. ¡Ingenuos! ¡Es arriba hacia donde debemos mirar! El infierno no se encuentra bajo las suelas de nuestras botas sino colgado sobre nuestras cabezas. Escondido en las venas del satélite blanco que vigila nuestros movimientos desde el borde mismo de la noche. De haberte creído, yo no me hubiera alistado. Ahora puedo confirmar que la solicitud de empleo que firmé no fue otra cosa más que una condena a muerte. ¡Cuánta razón tenías! ¡Debí haberte escuchado! Pero la Comisión de Apuestas y Juego ya había dado la voz de alarma. Creí que con unirme a los grupos de mineros que perforan en la luna bastaría para estar a salvo. ¡Qué tonto fui! Sin embargo debes tener en cuenta que no llegué hasta aquí por casualidad. Como te decía, la Comisión y otras personas andaban tras mis pasos. Comprendí que estaba rodeado cuando me encerraron en el Caribe. ¡Eso fue lo peor que me sucedió en la Tierra! Antes había tenido problemas en Europa y en Asia pero en ninguno de los casinos de esos continentes la pasé tan mal como en aquel lugar asfixiante y decadente de Centroamérica. Allí las leyes las hacen los poderosos. Las tres o cuatro familias que se reparten las tierras y los negocios. Ellos son los que deciden. Son los dueños de las ciudades, de la gente y de todo lo que por ahí se mueve, evoluciona o camina. Cuando el ‘señor’ del lugar (que además era el propietario del único casino de la zona) comprendió que lo había estafado, se puso como loco y casi me manda a cortar en pedazos. Me salvé por un pelo. Pero eso fue antes del verdadero problema. Antes de enamorarme de Ana y robar al Catalán. Fue por eso en realidad por lo que debí enrolarme en la compañía. Se me habían cerrado los caminos. Ya no podía “trabajar”. La Comisión al principio (y los hombres del Catalán más tarde) conspiraban en mi contra. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dónde me iba a esconder? Todas las puertas estaban selladas y ya no tenía en el planeta un lugar seguro donde ocultarme. Ni siquiera tú estabas en condiciones de protegerme. De haber ido a tu encuentro, hubiésemos sido tú, tu pequeña hija y yo los condenados. Así y todo no debí haber venido. Esto es peor que haber acabado en cualquier prisión de allá abajo. Cuando llegué al puerto de lanzamiento pasé todos los controles de embarque sin que nadie me preguntara algo. La excitación me desbordaba. Pensé que había logrado burlarlos. ¡Qué estúpido fui! Jamás comprendí que yo era el engañado. Debí haberme dado cuenta al instante. El formulario que completé era una verdadera farsa. Apenas indagaba sobre mi pasado y eso debió haber encendido una alarma en mi cerebro. ¿Dónde se ha visto una solicitud de empleo tan inocente? Los requisitos eran sumamente básicos y ahora a la distancia, luego de tantos meses de pesadillas y tormentos, afirmo que esa planilla decía en cada línea punteada… “no importa qué clase de crimen has cometido en la Tierra. De todas formas, Allá en la luna te aguardamos”.

Tú dirás que intentaste convencerme. Que sospechabas algo malo. Que trataste por todos los medios de evitar que me presentara. Pero lo que no sabes es lo que sucedió en Europa y Asia. Tú sólo te enteraste sobre lo del casino del Caribe y tal vez algo sobre lo de la nave crucero del Mediterráneo. Pero lo cierto es que en la mayor parte del planeta era lo mismo. Todas las casas de juego habían escuchado la alarma. Mis antecedentes me aguardaban en los ordenadores de cualquier establecimiento. Bastaba con que pusiera un pie en alguno de ellos para que los administradores me invitaran a pasar a un lugar más reservado. En Europa y en Asia, al igual que en Norte y Sudamérica, el trato era muy amable. Sólo pedían que me retirara. Pero aunque nunca me golpearon se encargaron de enviarme a la Comisión tras mis pasos. Eso sí que fue terrible. Las fuerzas del orden me torturaban y robaban las ganancias. Me mantenían incomunicado por varios días sin levantar cargos. No daban aviso al juzgado, limitándose a enloquecerme a base de silencio y espera. Demoraban todo adrede para que yo al fin comprara mi libertad. Como te imaginarás, al poco tiempo me hallé quebrado. Sin poder jugar y con la policía dispuesta a encerrarme para que luego yo los sobornara, pronto estuve sin un centavo. Allí comprendí que salvo tú, yo no tengo ningún amigo. Sólo aquella rubia de Buenos Aires (con la condición de que no se me ocurriera aparecer por allá) fue la única que me tendió una mano. Se compadeció de mí y me compró un billete en una de las típicas naves de turistas que recorren el Mediterráneo. Como ya sabrás, en esos cruceros los controles son más livianos. Creí que allí me iba a ir muy bien. Subí en un puerto italiano y antes de tocar la primera isla griega ya había dado cuenta de los pasajeros más descuidados. Todo anduvo en orden hasta que una vieja de maquillaje abultado y dientes postizos me delató. Nunca supe quién era ella o cómo hizo para detectar mis trampas. Me denunció al capitán y al volver a Italia bajé del navío esposado. Como en ocasiones anteriores mi libertad se llevó gran parte de lo que había ganado. Por ello, antes de tener la oportunidad de gastar lo poco que aún tenía en los bolsillos, decidí comprar un billete de avión. Me fui a probar suerte a Panamá. Para mi desdicha allí me conocían mejor que en Italia y no pude pisar ninguna sala de juego. Terminé en uno de esos países pequeños del Caribe donde los norteamericanos van a pasar los fines de semana. El dueño era un mafioso muy educado que jamás había realizado un trabajo honesto en toda su vida. Era el dueño de un agujero plagado de mosquitos al cual él llamaba casino. Quedaba en el medio de la selva y al parecer las noticias sobre mí, hasta allí aún no habían llegado. Me hice pasar por un empresario español y él se mostró encantado de recibirme. Para no levantar sospechas, luego de ganar lo suficiente como para juntar un capital, me dediqué a perderlo todo sin ahorrar lamentos ni exclamaciones. Cenábamos juntos todas las noches y hasta llegamos a realizar alguna recorrida diurna por un par de circuitos turísticos naturales. El lugar acumulaba toda la decadencia que un ser humano hubiera sido capaz de imaginar. Tecnología descartada de los centros desarrollados emergía de las entrañas de la selva, para diseñar estructuras imposibles que combinaban pantallas de bioxita líquida con humedecidas láminas de cartón agujereado. Trozos de telas descoloridas ocupaban espacios donde los paneles de resina, por algún motivo que nadie sabía explicar, habían sido arrancados. La vegetación se confundía e interactuaba con los más variados artilugios digitales con la simple intención de crear una absurda simbiosis que, a no ser por los desperfectos, hubiera sido capaz de admirar. Así contado esto puede parecerte divertido. Sin embargo, antes que atractivo resultaba un calvario. Nada funcionaba correctamente y los sistemas operativos fallaban con tanta facilidad que los usuarios estaban convencidos de que las interrupciones formaban parte de la normalidad.

Me dediqué a ganar la mayor cantidad de dinero, sin pasar un límite razonable, decidido a perder de cuando en cuando parte de lo obtenido para no levantar sospechas. Persuadido de que gracias a esa tecnología obsoleta mis datos jamás iban a llegar a tiempo hasta ese rincón olvidado, con el paso de los días me fui tranquilizando. Incluso llegué a disfrutar de las cenas y los paseos con mi amable anfitrión centroamericano. La situación era tan favorable que llegué a seleccionar un puñado de países vecinos donde poder continuar mi circuito caribeño. Pero una noche comprendí que mi suerte había cambiado. Noté que algo andaba mal justo cuando había decidido comenzar a implementar la primera etapa de la retirada. El dueño del lugar me esperaba en la puerta del casino. No estaba solo. Unos hombres desaliñados con cara de gorilas mal alimentados lo acompañaban. Se trataba del comisario del pueblo y de sus ayudantes. Me metieron a los empujones dentro de una oficina y yo extrañé los modales de otros puntos del globo. Ni siquiera en Turquía me habían tratado con tanta crueldad. En la pantalla de un viejo ordenador se podía ver mi rostro. Sobre el escritorio se desparramaban además, varias hojas impresas que incluían todo mi prontuario. Sin lugar a duda, algo en mi forma de jugar había motivado a ese gánster tropical a acelerar el procesamiento de datos y a agilizar una pequeña búsqueda en la Red. Allí mismo me comenzaron a golpear. Ni siquiera esperaron a que los gorilas me trasladaran a una celda. Todo el asunto no debía ser un secreto. El plan era permitir que la noticia se difundiera por el pueblo. El joven mafioso no estaba preocupado por el dinero sino por su prestigio. Yo no sólo había tratado de robarlo sino que había puesto en peligro su respeto y trayectoria. El deseaba informarle a toda la ciudad que aún era el rey del lugar; mi sangre la tinta a utilizar para imprimir el comunicado. Pensé que no iba a salir vivo de allí. Cada golpe que me daban incluía la descripción de lo que me aguardaba en la jaula a la cual me pensaban trasladar.

– ¡En este país, a los ladrones como tú les cortamos las manos! -me gritaba el dueño del casino, después de cada golpe, mientras los otros me sujetaban los brazos.- Luego los abandonamos en la selva para que las hormigas se diviertan con los despojos -agregaba por si acaso no había imaginado lo que me esperaba en la sede policial.

Cuando el señor feudal se cansó de golpear me arrojaron en la parte trasera de un vehículo. Al llegar a la comisaría, yo no perdí ni un segundo y comencé a hablar. Hasta ese momento había mantenido la boca cerrada, consciente de que cualquier palabra de más sólo iba a aumentar la indignación del joven empresario. Sin embargo al poner un pie en aquel lugar comprendí que de no decir algo, jamás iba a volver a ver la luz del día.

– ¡No permita que otro se quede con todo el dinero! -le grité al comisario cuando dos de sus ayudantes pretendían hacerme descender por una tenebrosa escalera.- Todavía estamos a tiempo para que usted pueda ganar algo más que mi camisa rota y mis zapatos embarrados -agregué al tiempo que forcejeaba con aquellos monos amaestrados.- En un lugar secreto de mi habitación oculté parte del dinero que gané. Mientras usted mira cómo sus hombres me golpean, algún empleado de limpieza del hotel estará a punto de hallarlo. Permítame desaparecer y le diré dónde lo escondí. Aún estamos a tiempo.

El comisario me miró con furia. Con un gesto imperceptible sin embargo, le indicó a sus asistentes que me llevaran a su oficina. Entonces entendí que mi plan había dado resultado.

– Si no cumplo con las órdenes que recibí seré yo el que termine entre las hormigas -me explicó con pesar cuando sus subordinados nos dejaron.

La negociación duró toda la noche. Para las primeras horas de la mañana, tal vez por cansancio, tal vez porque luego de tanto hablar casi nos habíamos hecho amigos, decidió aceptar mi soborno. Terminamos codo a codo frente a una perfumada jarra de café, entre risas y divertidas historias de mujeres y casinos del norte. Sin ahorrar detalles enumeré todas las descabelladas anécdotas sobre viajes que mi agotada memoria fue capaz de evocar. A eso de las diez de la mañana me encerraron en un calabozo. Fue necesario demorarme un día entero como para no levantar sospechas. A pesar de toda aquella farsa yo intuí que la mayoría de los policías estaban al tanto del arreglo que el comisario había pactado conmigo. No obstante, con la resignación propia de aquellos ciudadanos, todos acataron las órdenes del jefe policial sin objetar. Jamás volví a cruzarme con ellos. Supuse que el dinero que había tenido la precaución de ocultar en mi habitación finalmente había sido localizado por algún enviado del destacamento. A la noche siguiente me llevaron hasta la margen de un río y una vez allí me hicieron trepar a una oxidada nave fluvial. Pasé dos noches completas tirado en una bodega, decidido a que las ratas no me quitaran la poca comida que me daban cuando alguien recordaba que yo estaba allá abajo. Un par de días más tarde el capitán me hizo subir a cubierta. Aunque aún era de noche pude ver que la embarcación avanzaba por un río plagado de desperdicios. La superficie del agua tenía una capa de aceite negro que los patines de la nave perforaban con gran dificultad. Descubrí además que para abrirse paso entre la basura que flotaba a la deriva, el deslizador ostentaba en la proa un ariete similar a los usados por los rompehielos de las zonas congeladas.

Me hicieron descender en un puerto tan miserable que al parecer nadie se había ocupado en ponerle nombre. Se trataba de un emplazamiento de intercambio mercantil, olvidado en el interior de un país demasiado caluroso como para visitar por motivos extra comerciales. El aire era allí tan sofocante que costaba abrirse paso a través de él. Caminar por sus zigzagueantes calles me pareció un verdadero espanto. Si no era la multitud de harapientos lo que te impedía avanzar, eran los despojos de incontables trastos de basura tecnológica tirada en todas partes lo que salía a tu encuentro. Consolas desguazadas, monitores astillados, microprocesadores partidos y toda la clase de circuitos impresos en desuso que puedas imaginar, se amontonaban en todos los rincones como si esos despojos electrónicos hubieran sido material orgánico que creciera con naturalidad desde el mismo fango que cubría las calles. Aunque ya había amanecido, la ciudad se presentó con todas sus luces encendidas. Una espesa mancha oscura que colgaba del cielo le impedía a los rayos solares alcanzar el suelo. Sus habitantes vivían condenados a una luz artificial que se esforzaba en efectuar la tarea que, la contaminación, al mismo sol le impedía realizar. Como si todo ello no bastara, desde ese manto de oscuridad caía además una llovizna constante que al cabo de unos pocos minutos transfirió a mis ropas una insoportable humedad. Una rápida mirada me bastó para comprobar que toda la mercadería que yacía desparramada, como así también la que se exhibía sobre las improvisadas mesas de los mercados al aire libre, era la tecnología que al menos cinco años antes habíamos dejado de usar en los países centrales. Esa gente vendía, compraba y utilizaba lo que nosotros años atrás habíamos descartado por obsoleto. Ellos la apreciaban como si la misma recién hubiera abandonado las fábricas de montaje. Me pregunté entonces qué sería lo que esos ciudadanos nos enviarían a nosotros a cambio de esa basura mecánica. La respuesta la hallé media hora más tarde, después de conocer a un personaje un tanto siniestro que sin lugar a duda torció para siempre el curso de mi vida.

Resultaba practicamente imposible reconocer en aquellos rostros el lugar del planeta en el cual me hallaba anclado. Los rasgos de los hombres y de las mujeres que me rodeaban decían que en ese puerto se mezclaban todas las razas del mundo. Pequeños individuos de rasgos decididamente orientales discutían a los gritos con mercaderes caucásicos, mientras que mujeres de aspecto latino empujaban cajas montadas en endebles carros rodantes. Antes de perderme en el interior de un bar elegido al azar, fui capaz de reconocer al menos tres idiomas diferentes y varios dialectos que para serte sincero, jamás antes había oído utilizar. De no haber sido sólo dos días los que había estado tirado en aquel barco, hubiera creído que una poderosa nave espacial sin mayores trámites ni mi consentimiento, me había sacado del Caribe y arrojado en el medio de Vietnam o Singapur. Como imaginarás, mi presencia en aquel lugar pronto pasó totalmente desapercibida. El caos reinante y la multitud hacían imposible hallar a quien no hubiera deseado ser encontrado. Los rostros, los cuerpos y las vestimentas se repetían hasta el infinito, fundiéndose en un océano de formas, carne y colores que hubiera enloquecido al detective más osado. Allí también había un señor feudal dueño de la mayor parte de las tierras y su gente. Lo descubrí en el bar donde había decidido refugiarme para evaluar los pasos a seguir. Mientras elaboraba un plan y escuchaba cómo en las mesas vecinas distintos personajes traficaban en inglés, chino o español diferentes mercancías que en las ciudades del norte ya habíamos dejado de utilizar, descubrí a un elegante hombre que sellaba en catalán un trato con un sujeto de tez oscura y aspecto amenazante.

– Yo también soy de allá -fue lo que le dije apenas el moreno se levantó de la silla que ocupaba frente al europeo.

Casi al instante establecimos esa estúpida fraternidad que experimentan las personas que, lejos de su país natal, se tropiezan en el extranjero con un compatriota. Me invitó a compartir la mesa y un trago de una bebida local de la que prefiero no acordarme. En cuatro o cinco párrafos le resumí los sucesos que me habían llevado hasta aquellas calurosas tierras. Recuerdo además que evité señalar los detalles más reñidos con la ley para no causar malas impresiones. Cuando le tocó el turno a él, comprendí que mi reserva había sido infundada. El individuo era un verdadero delincuente. Un encumbrado tratante de blancas. Traficaba mujeres hacia los países centrales a cambio de productos electrónicos usados y tecnología descartada. Después de unos pocos tragos y antes de que me invitara a conocer su hacienda, entendí qué era lo que ese puerto le ofrecía a los países más poderosos del mundo como para que éstos enviaran a esas tierras lejanas sus artilugios más despreciables.

El terrateniente me abrió las puertas de sus dominios. Sin arrogancia ni vanidad, puso a mi disposición todos sus privilegios y comodidades. Tenía una propiedad de gran cantidad de habitaciones y un ejército de empleados locales que lo trataban como si hubiera sido descendiente de un dios pagano. La mansión combinaba paredes y estructuras autóctonas con el más variado despliegue de tecnología de avanzada. Allí nada era obsoleto o de descarte. En el medio de una selva realmente increíble, el catalán disfrutaba de la última generación de dispositivos cibernéticos que en muchos casos todavía ni siquiera habían sido distribuidos en los países desarrollados. Además… ¡Allí llegaba el sol! Mi anfitrión gozaba de algo que los habitantes de la ciudad, por culpa de la capa de humo y contaminación que cubría el puerto, no veían desde hacía ya años. En aquella hacienda, estrategicamente ubicada a unos veinticinco kilómetros de distancia del centro urbano, los rayos del sol descendían sin tropiezos ni inconvenientes. Esto permitía que el entorno natural se desarrollara en todo su esplendor y magnificencia. Un suceso que para los habitantes de la asfixiante ciudad, condenados a vivir sumidos en una eterna penumbra, hubiera resultado un acontecimiento extraño.

Una vez instalados en un lugar fresco y agradable, le conté mis contratiempos. Ni siquiera levantó una ceja en señal de asombro.

– Lo único que me sorprende es que aún esté vivo -me dijo cuando finalicé el relato.- En estos países calurosos las leyes las dictan los dueños de las tierras. Meterse con uno de nosotros no es una idea saludable -agregó.

– Ahora lo comprendo. Sin embargo yo llegué hasta aquí porque a esta altura ya me conocen en todo el planeta -intenté explicarle como para dejar en claro que mi decisión de ir a probar suerte a un agujero perdido en el medio de la selva se había debido a la imposibilidad de trabajar en los casinos de los países centrales antes que a un deseo de conocer el trópico.

Para mi sorpresa, después de un día de recuperación y descanso, me pidió que jugáramos a las cartas. Estaba interesado en que le enseñara todos mis trucos. Se trataba de simple curiosidad. Admiraba la habilidad que habían demostrado poseer esa clase de entretenimientos de apuestas para esquivar los cables y los circuitos integrados. Según él, los juegos de naipes eran lo único que en el planeta jamás se iban a ver afectados por la tecnología.

– Ningún apostador serio arriesgaría un centavo si supiera que las probabilidades están en manos de una máquina -le decía yo para explicarle las razones por las cuales las mesas de dados y cartas estaban todavía ancladas en los mismos juegos del siglo XX.

Nosotros en cambio no apostábamos dinero y entre partida y partida yo debía intercalar una anécdota de alguno de mis viajes. El catalán se mostraba encantado. Paladeaba cada relato como si él mismo hubiera formado parte del suceso. Dos semanas más tarde yo ya no tenía más historias que contarle. El hombre parecía disfrutar tanto de mi compañía que hasta llegué a dudar de que alguna vez me dejara partir. Paradojicamente, por motivos diferentes, allí también me encontré atrapado. En esa ocasión era el afecto y la empatía el motivo por el cual el dueño del pueblo no deseaba que yo lo abandonara. Cuando le expresé mis deseos de regresar a la patria, él se mostró desilusionado.

– Pensé que disfrutaba de mi hospitalidad -me dijo una noche donde yo a falta de un relato propio había inventado una historia digna de una superproducción de Hollywood.

– No se trata de eso. Estoy muy agradecido por todo lo que en estos últimos días me ha brindado. Lo que sucede es que debo volver a mi hogar. Mi vida está allá y no en este lugar -le respondí yo mientras trataba de imaginar qué sería de mí una vez instalado en el viejo continente.

– ¿Y qué se supone que hará en España? ¿Acaso pretende abrir una tienda? -me preguntó el catalán con cierta razón.- Volver significa comenzar todo de nuevo ya que usted no ha solucionado aún las causas que lo trajeron hasta este rincón de la Tierra. En caso de regresar en esas condiciones en menos de tres meses estará alojado en alguna cárcel europea.

El traficante tenía razón. Volver sin dinero y sin un plan era una verdadera locura; practicamente un suicidio. No obstante, no podía pasar el resto de mi vida escondido en algún lugar de la selva como un arlequín moderno de un millonario aburrido, a gusto con el papel de Scharazada caribeña que el dueño de casa me obligaba a interpretar.

– Le propongo trabajar para mí -me dijo al cabo de unos segundos de silencio.- Esta actividad no tiene ni el roce social ni el encanto del juego pero le permitirá ganar mucho dinero. Además implica inmunidad policial y ese detalle es exactamente lo que su situación reclama -dijo para mi sorpresa.

Fue así como de un día para otro comencé a trabajar para el famoso Catalán. Había salido de Europa como un prófugo en bancarrota y algunos meses más tarde regresaba como un poderoso traficante de carne humana. Aquella noche, luego de pensarlo un poco y ultimar los detalles, coincidimos en que yo iba a encargarme del negocio mientras él estuviera en América. Se puede decir que me convertí en el responsable de su oficina europea. Para sorpresa de ambos mis conocimientos de las casas de juego y diversión de casi todo el mundo resultó un factor que no habíamos tenido en cuenta. Te puedo afirmar que gran parte del brutal salto económico de todos sus negocios fue gracias a mi incorporación a la empresa. Los dueños de los casinos que meses antes habían puesto precio a mi cabeza, después de superar la sorpresa inicial (y fundamentalmente luego de comprobar que era la tenebrosa organización del Catalán quien me apoyaba) se mostraron encantados de realizar negocios conmigo. Simulaban además, no recordar los aciagos momentos que en el pasado habían llevado a distanciarnos. A grandes rasgos yo me encargaba de recibir y acomodar a las chicas que enviaban de allá, hasta que éstas eran distribuidas en los diferentes establecimientos que las habían solicitado. A su vez debía ocuparme de despachar la basura tecnológica que enviábamos hacia el trópico. Tecnicamente yo era un exportador. Al menos era eso lo que decían mis documentos personales y tarjetas de presentación. Más allá de las formalidades, para toda la red de casinos y prostíbulos de Asia y Europa Central, no era otra cosa más que el hombre que se encargaba de los asuntos del Catalán en ésa parte del mundo. Mi trabajo era muy higiénico. Yo no entraba jamás en contacto con la ‘mercancía’. Para mí todo eran números y no seres humanos. Ni siquiera tocaba los aparatos remendados o los insumos tecnológicos que despachaba. Mi labor se limitaba a lidiar con traficantes o dueños de casinos. O con bancos y funcionarios públicos que a mi parecer eran practicamente lo mismo. Con extrema facilidad saltaba de la lujosa pirámide donde vivía hacia dependencias gubernamentales comprometidas con la ley y la justicia. De allí, en la mayoría de las ocasiones, hacia un almuerzo de negocios en algún cabaret cerrado a esas horas del mediodía. Jamás entraba a ningún club nocturno a no ser fuera del horario de atención a los clientes. El alcohol, las drogas o el sexo no me interesaban. Lo único que extrañaba era jugar. Eso sí que me dolía. Mi nueva situación ayudaba a librarme de la Comisión pero no me permitía acceder a las mesas de juego. Ninguna concesión es válida para un tramposo. Y aunque de repente, los administradores que un año atrás me habían perseguido ahora me miraban como si yo hubiera sido otra persona, las mesas de poker sobre las cuales decidíamos el destino de decenas de muchachas desesperadas continuaron vedadas para mí de la misma forma que antes de fugarme.

Mi nueva posición me asombraba. Sólo llegué a comprender el aura de impunidad que de mi ser emanaba cuando en una penosa ocasión, luego de que un comando policial interrumpiera las negociaciones, todos los presentes fuimos a dar a un calabozo. Yo permanecí detenido por apenas media hora. El departamento de policía incluso designó un vehículo oficial para llevarme a casa. El resto de los detenidos sólo logró la libertad luego de interminables recursos de amparo, ejércitos de abogados y no antes de formalizar un proceso judicial en su contra. El brazo del Catalán es lo suficientemente largo como para cruzar de un salto el Atlántico pensé luego, una vez instalado en la comodidad de mi piso de varias habitaciones, clavado en lo alto de una de las cuatro pirámides más lujosas de la ciudad. Y aunque todo ese prestigio, sofisticación y privilegios me halagaba, yo jamás dejé de pensar en el juego. Con gusto hubiera cambiado alguno de esos importantes beneficios por otra adrenalínica partida de cartas. No obstante, en ese aspecto el planeta Tierra estaba clausurado para mí. Para que puedas darte una idea de la ansiedad que me embargaba, una de las primeras cosas que hice al llegar a la luna fue sumarme a una partida de poker. Ni siquiera esperé a que el sabor a vómito que inundaba mi boca se esfumara. El deseo de volver a sentarme en una mesa de juegos era tan avasallante que me impidió notar las desagradables consecuencias físicas que me había dejado el viaje. Sin embargo permíteme terminar de contarte lo que me sucedió antes de llegar hasta este desolado lugar. En la Tierra todo continuó por el mismo sendero. Al menos así fue hasta que Ana se cruzó en mi camino. Muchos pensaron que el asunto del robo fue el punto de partida. Pero la historia fue muy diferente. Primero fue ella; luego el dinero. La conocí por casualidad cuando me citaron en las oficinas de un casino del centro. A ella le faltaba un seno y el administrador del área de acompañantes quería saber cómo semejante ‘mercancía’ fallada había llegado hasta allí. Como responsable del negocio en esa parte del continente, me tuve que hacer cargo del acontecimiento. Me reuní con el director y después de las disculpas de rigor y la promesa de que jamás iba a volver a suceder, di las órdenes necesarias para sustituir la ‘mercadería’ dañada.

– ¡Llévate a esa mutilada de aquí! En este casino no aceptamos inválidos -me gritó el desgraciado como para indicarme que no estaba dispuesto a esperar un par de horas para que alguno de mis subordinados tuviera tiempo de ir a buscarla.

De repente me encontré dentro de mi exclusiva nave de ciudad, sentado junto a Ana, ocupado en rastrear direcciones de hotel en la pantalla del ordenador de abordo. Supe que de no llevarla conmigo, aquel desalmado la iba a arrojar a un vertedero. Pero yo no podía permitir eso. Debía conservarla con vida para presentarla como prueba. De alguna forma el pulido sistema que integraba debía justificar la joven que a esa altura ya había enviado en reemplazo. Esa clase de detalles era lo que el catalán apreciaba de cada uno de sus empleados. Nos otorgaba un manto de seriedad, prestigio, eficiencia y pulcritud muy poco frecuente en los hombres que se animaban a involucrarse en aquellos negocios.

– Hace cinco años atrás me diagnosticaron cáncer -me dijo ella de pronto mientras yo piloteaba a toda velocidad, sin dejar de pensar en qué mugroso hotel iba a encerrarla hasta que su regreso al Caribe estuviera confirmado.- Ahora estoy bien pero durante la cura me vaciaron un pecho. Soy demasiado pobre para comprarme una prótesis criogénica. Los individuos que me secuestraron, ocupados en los inconvenientes de los trámites y el traslado, no se dieron cuenta de mi defecto hasta que hoy a la tarde me quitaron la ropa -me dijo sin que yo le hubiera preguntado algo.

Ana era una mujer inquietante, extremadamente dulce y bella. De esas que se mueven a ritmo propio, distinto al del resto de los seres humanos. De ojos profundos y piel con sabor a furia y especias. Con labios desafiantes, rincones prohibidos y abismos secretos que invocaban deseos, maldiciones y algún que otro demonio. Para rematar el hechizo hablaba sin apuros, con un tonito melódico que arrancaba alto y se perdía al final de las palabras. Su relato carecía de malicia ni grandes pretensiones. Sazonaba de inocencia y alegría los acontecimientos que cualquier otra chica hubiera decorado con lágrimas. Antes del final de su terrible historia de vida, yo ya había decidido sustituir el nefasto hotel donde pensaba arrojarla por un sector destacado del lado oeste de mi propia cama. Pasaron cuatro meses antes de que el Catalán se refiriera a ella. Para entonces, igual que un adicto, yo necesitaba impregnarme diariamente del calor y la humedad de su cuerpo para convencer a mis huesos a encarar la mañana. Recuerdo que atendí los reclamos de mi jefe como si hubiesen sido una letanía que llegara sin prisa ni razón, desde el púlpito de una iglesia colmada. Creo que sus argumentos giraron alrededor de los consejos que él me había dado y que, a su parecer, yo había desestimado. No le presté demasiada atención. O al menos parte de mi cuerpo no lo hizo. Mis oídos y mi boca siguieron los tonos y matices de su furia al tiempo que mis ojos perseguían los movimientos de Ana por la habitación.

– ¿Acaso no te aconsejé mantenerte distante de las chicas que enviamos? -le escuché decir una y otra vez a aquel peligroso traficante.- Este patético romance adolescente realmente me preocupa. Tienes dinero, lujos y poder como para conseguir la mujer que quieras… ¡Pero qué digo! Tienes los medios para poseer todo un harem. ¿Qué necesidad tenías de involucrarte con uno de nuestros embarques? -agregó con una vehemencia y crueldad que hasta entonces jamás le había notado.- Con tu estúpida decisión has quebrado la regla más básica de nuestro negocio. Eres un pésimo ejemplo para el resto de los muchachos. ¿Cómo haremos para controlar al grupo de brutos que manejamos si el responsable de las oficinas europeas abandona durante meses su puesto de trabajo? Tengo depositadas muchas esperanzas en ti y tu actitud me hace dudar. Tal vez no seas el administrador frío y eficiente que yo supuse que eras. Tal vez seas uno más de los que en el pasado llevaron los negocios allá -detalló al hacer referencia a mis dos antecesores que después de algunas temporadas de buenos resultados, desertaron por culpa de los placeres o las drogas.

Su malestar no me quedaba del todo claro. A mi modo de ver, me parecía desproporcionado. Al principio supuse que igual que el resto de los individuos de su especie lo que le preocupaba era el hecho de que un subordinado hubiera ignorado sus órdenes. Luego comprendí que en realidad no era yo sino Ana la verdadera responsable de su enojo. Ella le había demostrado al mundo del hampa que una humilde mujer, sin poder, contactos, vínculos o armas, podía dañarlo con sólo arrebatarle el empleado más valioso de su grupo. Un indicio demasiado peligroso como para dejarlo impune. Antes de que el Catalán me hiciera referencia a ella la noticia ya había dado la vuelta al mundo. Todas las organizaciones criminales del planeta, en su mayoría enemigas de mi jefe, sabían que una pobre cautiva había sido capaz de burlarse del mafioso más poderoso del momento, sin que los vínculos policiales o las armas de última generación hubieran podido evitarlo.

– ¡Deshazte de esa mutilada de una buena vez! -me ordenó aquella noche mi encolerizado patrón.

Yo no le hice caso. Peor aún, desatendí los negocios hasta condenarlos a una situación límite. Dejé de cumplir con mis obligaciones cotidianas para permitir que las horas se esfumaran por algún pliegue misterioso de nuestras sábanas. El tiempo en los brazos de Ana perdía gran parte del sentido y casi toda su lógica. Consultaba el reloj convencido de que no habían transcurrido más de diez o quince minutos desde las primeras caricias, para certificar con espanto que ya era más del mediodía. Las horas junto a ella se deformaban hasta límites cercanos a lo irreal. Todo el lujo y sofisticación que se acumulaba en cada rincón del piso que ocupábamos parecía adoptar un valor y encanto diferente con su presencia. Los dispositivos de última generación que yo había adquirido a lo largo del tiempo (en su mayoría inútiles e innecesarios) cobraban con la proximidad de su piel y su aliento, nuevos usos y funciones que hubieran irritado a la mayoría de los ingenieros asiáticos que los habían diseñado. Pasaba horas hechizado por la luz de ciertas pantallas líquidas que pintaban su cuerpo de mágicos colores. Sumado a los ridículos pendientes y brazaletes que solía fabricarle con extensiones de fibras ópticas recién arrancadas, completaba un escenario sobrenatural, digno de otro mundo, casi pariente de lo fantástico. Lejos de todo pudor, soñaba entonces que le hacía el amor a una diosa extraterrestre recién arribada. Fue un período inolvidable. Hasta bien entrada la madrugada, disfrazados con todos los artilugios técnicos que nos rodeaban, jugábamos a que éramos autómatas condenados a un amor imposible. Imaginábamos que nuestras familias, generalmente cafeteras o tostadoras digitales, se oponían a nuestros deseos para obligarnos a huir hacia el rincón más alejado de nuestra cama. Reíamos como niños, perseguidos cada mañana por un nuevo prodigio tecnológico. Dejábamos pasar las horas sólo interesados en medir perezas, ajenos a los firmes reclamos de mi cada día más indignado jefe. Cuando nos dábamos un respiro o Ella se quedaba dormida en mis brazos, yo la espiaba en silencio. Pretendía arribar sin mayor dilación a algún espacio perdido de su piel que por algún incomprensible misterio aún no había conquistado. En más de una ocasión ella se despertó de golpe.

– Parece que estuvieras analizando un mapa -me decía entonces, en tono de voz pausado y actitud despreocupada.

Yo meditaba esas palabras y pensaba que tal vez fueran tan simples como ciertas. A su lado mi vida había encontrado al fin un rumbo. Comprendí también que el mismo atentaba contra los intereses de la organización. El Catalán, frente a las inevitables bajas en los rendimientos, me envió dos o tres mensajes de alerta. Ninguno de ellos tuvo la contundencia ni el dramatismo del último. Para ese entonces, ante la imposibilidad de olvidarme de los brazos de Ana, había comenzado a planear negocios por mi cuenta. Lamentablemente las cosas no salieron como las había pensado. Soñaba con acumular una suma suficiente como para garantizar nuestro retiro y lo único que conseguí fue un exilio particular en el borde más solitario e inhóspito de la luna.

– El amor y las drogas son los enemigos más peligrosos que hasta ahora he conocido -le había oído decir a mi jefe en cierta ocasión.- Esos dos factores me han arrancado más colaboradores que las otras bandas o la policía -agregaba antes de sentenciar- con la cantidad de información que están en condiciones de entregar, ningún lugarteniente puede pensar en abandonar alguna vez la organización.

Sólo después de tener a Ana en mis brazos llegué a comprender el verdadero peso de aquellas palabras. Reconocí que antes de su arribo mi mente se ocupaba del correcto funcionamiento de los negocios, de acumular confort en mi pirámide habitacional y en agradar al Catalán. Después de conocerla, sólo en elaborar un plan viable para huir juntos al mismo fin del mundo. Cuando nos agotábamos de hacer el amor, solíamos acomodarnos frente al gran panel de material transparente que cubría la mayor parte de la cara oeste de la sala. Esa magnífica superficie vidriada nos permitía de noche, imaginar que conquistábamos la luna. De día, apreciar las hectáreas de selva natural que rodeaban nuestra pirámide. Para Ana, las copas de los árboles y las perfumadas enredaderas salvajes que se intuían debajo eran lo más parecido a su país de origen que se podía hallar en toda Europa. Para mí en cambio, eran las pesadillas que me amenazaban cada vez que cerraba los ojos. Las zonas marginales que emergían como hongos al final de aquellos espesos mantos de vegetación, eran la realidad social que tanto a ella como a mí nos aguardaba si no prestaba suficiente atención a la furia del Catalán.

– ¿Para qué están esas murallas eléctricas al final de los parques? -me preguntó la primera vez que desde el ventanal, ella apreció la violenta interrupción de la vegetación a los pies de los muros periféricos que rodeaban las extensas zonas privilegiadas.

– Más allá de las barreras están las zonas desbastadas -le expliqué.- Aquí la guerra fue más cruel que en tu continente. Esos bloques de cemento picados de diminutas ventanas que se levantan después de los muros y los guardias, están plagados de ex combatientes y refugiados que la gran contienda vomitó. Los Estados se las ven negras para mantener áreas libres de marginales y pobreza -agregué mientras abarcaba con el brazo la confortable habitación que ocupábamos en lo más alto de aquella lujosa pirámide.- Sin estos sectores protegidos la vida y los negocios jamás hubieran prosperado.

Fue durante una de aquellas treguas de risas e imaginarias conquistas lunares cuando decidí construir pieza a pieza las etapas del golpe. Sospechaba que para esa altura el Catalán ya debía haber puesto el ojo en algún reemplazante y que mis días (y tal vez mi destino) en la organización ya estaban agotados. El plan era simple de explicar aunque difícil de poner en práctica. Me decidí a confiárselo a ella la mañana cuando al despertar comprobé que no estaba a mi lado. Durante la noche, las amenazas e insultos de mi jefe habían ocupado por varias horas la enorme pantalla que colgaba del techo de la habitación. Al día siguiente, al no hallar a Ana en la cama, temí lo peor. Recorrí como un poseído todo el piso que ocupábamos aun cuando era capaz de sentir en mi piel la certeza de que allí no estaba. El vacío que la ausencia de ella generaba me dolía. Fue eso y no otra cosa lo que me animó a traicionar a la organización. Comprendí que nunca más iba a poder alejarme de esa mujer y que los traficantes de tecnología y humanos jamás iban a permitir que siguiera a mi lado. Volvió al caer la tarde. La superficie verde que rodeaba la base de nuestra pirámide había ejercido una atracción demasiado fuerte como para que pudiera evitar visitarla.

– Quise tocarla con mis propias manos -se excusó sin dejar de apelar al particular encanto que sabía aplicar al tono de las palabras.

Recuerdo que fui incapaz de enojarme. Entre aquella abundante vegetación, Ana se sentía como si un dios despreocupado hubiera arrancado un pedazo de su país y lo hubiera dejado caer en los bordes de las zonas desbastadas por la guerra.

– Pensé que el Catalán te había atrapado -le dije mientras la rodeaba con mis brazos.- Hasta ahora se ha limitado a maldecirnos por video pero tarde o temprano enviará a los muchachos hasta aquí. El está convencido de que tú eres la responsable de mis cambios.

– Podríamos huir juntos hacia mi país. Allí no lograrían encontrarnos -me propuso ella.

– Con todo el dinero que ganaremos estaremos en condiciones de huir a cualquier lugar perdido del planeta -me animé a decirle aquella tarde.

El golpe se dividía en dos partes. La primera de ellas precisaba un módulo de intrusión capaz de interceptar los envíos monetarios a las cuentas del Catalán. La segunda, ponerlo en práctica. A tal efecto me vi en la obligación de comprar en el mercado negro las líneas de un código de programación lo suficientemente hábil como para capturar y retener una serie de pagos que venían del circuito oriental y que por razones de triangulación bancaria, se veían afectados por un pozo virtual. Mi plan era muy sencillo; las ganancias, millonarias. Los musulmanes ansiaban fichar la clase de chicas que nosotros manejábamos. El jefe sin embargo era renuente a negociar con ellos por causa de las dificultades en la triangulación del cobro. Como nosotros no podíamos ingresar al Medio Oriente con nuestro cargamento, nos limitábamos a llevar al grupo hasta las puertas del Mediterráneo. Allí una empresa que se ocultaba detrás de una fachada de legalidad, se hacía cargo del embarque para luego distribuir a las chicas según las indicaciones que nosotros le dábamos. Inevitablemente el dinero resultante se veía afectado por las mismas variables. Antes de llegar a nuestras manos saltaba de cuenta en cuenta hasta alcanzar las playas del paraíso fiscal estipulado. Ese lapso incierto donde nadie sabía por qué canales virtuales navegaba el pago, era el tiempo con el que yo contaba para hacernos del efectivo. Cuando todos supondrían que el dinero aún despistaba gobiernos por el ciberespacio, las ganancias de los cargamentos vendidos en Oriente estarían a mi disposición en una cuenta privada que, a tal efecto y a nombre mío y de Ana, ya había abierto en un banco de Java.

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Han pasado muchos días desde nuestro último contacto. Confío en que mi silencio haya sido comprendido. No fue ni frialdad ni indiferencia. Decidí aguardar unos días sólo para permitirte realizar el duelo. La noticia del fallecimiento de tu pequeña hija también llegó hasta mí y creí necesario dejar pasar un tiempo antes de continuar con mi relato. No llegué a conocerla pero imagino que debió haber sido una criatura maravillosa. Supongo además que el dolor debe ser insoportable. Por ello, ignora estas líneas en caso de que mis palabras sean demasiado duras como para desear leerlas. Yo sabré comprenderte y haré una pausa en la historia hasta que te sientas recuperado.