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Empezar un camino, tantear y aventurarse es siempre tentador, y más, si uno se convence de que estas pisadas son un intento de la felicidad. La soledad y las despedidas en las tantas terminales donde decimos adiós a amores, ilusiones y recuerdos de una época son los motivos principales que articulan las historias de Asel María Aguilar Sánchez en "Muchacha con frío". No es este, precisamente, el texto típico distribuido en las memorias de varias generaciones de cubanos que se han visto desmembradas hacia los múltiples confines del mundo, porque, aunque los relatos se imbrican en el recuerdo colectivo, la autora consigue en esta obra un enlace, a modo de capítulos o viñetas sueltas, un cuento junto a un pasaje que podría denominarse, a falta de mejor nombre, impresión.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
ediciónauspiciada por
el festival internacional de poesía de la habana
y el movimiento poético mundial
Diseño de cubierta: Daniel Sanz
Fotografía de cubierta: Pep López
Realización de cubierta: Elisa Vera Grillo
Diseño interior y diagramación: Onelia Silva Martínez
Coordinación editorial: Yanixa Díaz / Katy D’Alfonso / Marlene Alfonso
© Asel María Aguilar Sánchez, 2018
© Colección Sureditores, 2021Versión digital, 2021
ISBN: 9789593022958
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El Vedado, 10400 La Habana, Cuba
colección sur
dirigida por alex pausides
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Voy a repartir estos escritos entre tanta gente, que no van a alcanzar ni a palabra por cabeza.
Aitana, hija mía. Para ti son todas las palabras.
Mi Gloria, mi mami. Por convencerme, desde siempre, que no hay imposibles. Por tus besos y los libros en cada cumpleaños. Por la vida.
No imagino el mundo sin tía Ana. Desde que tengo memoria has estado muy cerca. Siempre en casa, después de las tres de la tarde, con un dulce y una caricia.
Abuela Mercedes, mi pajarito. Cómo olvidar tu arroz con pollo del domingo, tus plátanos fritos y tanto cariño.
Tengo la foto del abuelo Juan en mi cartera y el olor de su lado de la cama, aún en la nariz.
Cuando te pienso, tengo que reírme a carcajadas, aunque tenga frío. Te quiero, primo Cesarito, para siempre.
Aitana. Por los domingos, arbolitos de navidad, pollo asado con miel, “Amazona en la centella”, vestidos y antojos concedidos. Por tanta, tanta ternura.
Callada y acogedora. Siempre estás, Karelia, en las malas y en las buenas. Yo para tí y tú para mí.
Tengo un suéter de listas de colores que he estado a punto de tirar, por viejo, muchas veces. Pero me digo, ah! el suéter de mi prima Idalmis. ¡Cuánta ternura! De seguro ni tú misma lo recuerdas.
Amílcar. Cuando nos encontramos, descubro que el tiempo no pasa y que mi hermano está cerca de mi corazón.
Amigo del alma, Yusneuris. Por las marchas geológicas, por tu ayuda constante y unas cuantas botellas de ron los viernes en Santo Suárez.
Tío Chenene. Habitas en mi memoria y en mi infancia, y por supuesto, en mi libro.
Mi flaco Jordan, mi amigo, mi amor. Por inventar crucigramas solamente para mí.
Morbita. Por salidas y consejos, aventuras compartidas y tantos secretos. Hermana mía.
Daniel. Por llegar, recoger mis pedazos y convertir la soledad en una palabra sin sentido.
Este libro es también para tío César. Siempre susurras a mi corazón.
Julio. Por querernos tanto.
Cada día, aunque sea por un segundo, te pienso, Maritza. Debe ser eso la eternidad.
Dania. Por tu amistad y tu risa. Cuánto te quiero.
Olguita. Primera lectora de mis cuentos, amiga, arañita tejedora de mis chales. A veces más cerca, a veces más lejos, pero conmigo.
Héctor. Amor de juventud. Juntos oímos el primer disparo de mi vida en una calle de la Habana Vieja, en 1994. Media hora más tarde vimos en el cine Yara El lado oscuro del corazón.
Cory. Por tu sonrisa y tu complicidad. Qué lindo, amiga, tenerte para siempre.
Y para mi padre. Qué rico devolverte, en este libro, todas las dedicatorias de los tuyos. Por mi primer algodón de azúcar, la poesía, los cuentos populares rusos y aquel evento de poesía en El Cornito, allá por los 80. Por tu ternura sin fin. Por ser el hombre más honesto que he conocido.
Wil, Suiza, 1 de agosto 2018
Empezar un camino, tantear y aventurarse es siempre tentador y más si uno se convence de que esas pisadas son un intento de la felicidad. Pero es inevitable mirar sobre el hombro. ¿Por qué tiene uno que andar dejando paisajes, amigos, mascotas, amantes, ilusiones?
Qué bueno que la vida implique una señal al horizonte y no sea posible retornar completamente, aunque ese hecho nunca deje de doler. Es como cuando vas por la carretera y los árboles (paisajes, amigos, mascotas, amantes, ilusiones) se vuelven pequeños hasta desaparecer y otro verdor viene al encuentro. ¿Por qué no corren junto a tu ventana y no hay dolores ni añoranzas? Pero no es posible y el alma termina por desprenderse y hacer espacio.
Ahora me acuerdo de cuántas veces partí. Cuando niña no podía evitar al llorar al final de cada curso, los fines de año y del verano. De esa época me vienen unas cuantas caras y anécdotas donde los nombres ya no importan. No olvido la voz de la profesora de literatura, aunque no puedo reconstruir su cara. Todavía son míos un campamento en la montaña, el levantarse temprano a recoger café y la primera vez que vi el fruto del cacao. Los trillos por donde subimos cantando se borraron; la yerba ha tenido mucho tiempo de crecer y olvidar nuestras pisadas.
El olvido es bálsamo para viejas cicatrices. A veces solamente se trata de conducir muy rápido, a carretera despejada y borrar ciertos paisajes. Por suerte, siempre es posible volver, aunque sea en sueños. Pero, qué delicia el viento en la cara y la promesa tras la próxima curva.
Cada minuto, una hendija abierta. Tras el cristal, la pista donde rodarán los sueños hasta sacudirse lo imposible en un salto hacia las nubes. En los bolsillos, un ahora que será pasado en otro espacio, a bordo, donde el aire se respira puro pero también más frío. Se revuelve en el asiento, quiere desoír las voces de los amigos que la distancia tornará difusas como voz de muerto. Deseos y promesas son una inyección que no logra reanimarlo. De niño saludaba con el pañuelo los aviones sobre su cabeza y acostado en la hierba extendía los brazos en señal de un aterrizaje imposible. Cómo será el reverso de las nubes, puestas de alfombra bajo los pies. Los amigos aprovechan el ensueño para robar las bases en los juegos de pelota y el perro le saca la carne del plato si corre a saludar al avión del mediodía.
Tras la puerta de salida, pájaro en mano, espera el que va a cargar con las ambiciones, su equipaje magro y las fotos de familia. Niquelado, perfecto, tentador. Su primer vuelo en una avioneta de fumigar sembrados le enseñó para siempre el sabor de su bilis y la conciencia de su propio peso; después aseguró a los del barrio que la nube es al tacto pluma de ganso, espuma y luego nada.
Llaman los altavoces y tarda unos segundos en percatarse de su inexorable condición de pasajero. Pantallas luminosas lo conectan con el limonero del patio y el ron turbio de la juventud. Confunde el ruido con la algarabía de su calle, los pregones, los ladridos sepultados en un rincón del jardín, imagina la hierba poblando el montículo, enraizando los pequeños huesos. La risa de la madre dejará de ser repiqueteo de la lluvia sobre el zinc para renacer apenas sonrisa detrás del auricular algún domingo a fin de mes o cuando se pueda. Se mueve hacia la puerta de salida y le aterran sus pasos. Hace tiempo, camino a la escuela avanzaba tres pasos y retrocedía dos, para ir lento y a la vez tener en paz la conciencia por seguir la dirección correcta; lo mismo que al encuentro de la primera cita, para darse tiempo y calmar al corazón.
Ahora le teme a una puerta despejada, agradece lo amplio de la sala, la demora, el tumulto. Piensa en las horas enredadas en filas interminables, ómnibus que no llegan, helados imposibles de saborear por demorados. En la espera el tiempo se deshace y pierde su concepto, ya no importa. Recuerda y aprieta el paso. Pero lo atan del cinto el himno de la escuela y aquel amigo que en la fila espera el golpe en la oreja al menor descuido de la maestra. Otro amigo le pincha la pierna con la punta del lápiz y la fila toda se retuerce. Qué es la amistad sino dolor breve, retozo compartido.
No hay cara conocida en esta sala. La mano se acalambra, pesa la maleta como llena de metal, aunque el detector sólo revela un cuerpo impuro de añoranza anticipada. Se acerca y lo presiente, el punto donde es imposible detenerse y una mitad muere, cuelga sin remedio de la otra parte ya condenada a respirar a medio pulmón. Y no importa si los pasos lo conducen al avión o a la oficina donde aprendió que desear los viernes es atentar contra la juventud que se escapa. La sensación permanecerá incluso si vuelve al ómnibus que evitaba al final del trabajo, cuando aún creía vencer la monotonía. Nada puede empalmar mitades si una de ellas se aferra a la tierra de lo que pudo ser. Poco importa si es tierra al norte o al oeste; la razón, la decisión acertada queda para siempre en el sitio opuesto al del cuerpo físico.