Mundos al descubierto - Varios autores - E-Book

Mundos al descubierto E-Book

Autores varios

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Beschreibung

Extraterrestres. El fin del mundo. Estados totalitarios. Científicos locos. Y todo eso en nuestro país hace cien años. Este libro supone una invitación al lector a adentrarse en el universo de la ciencia ficción temprana en España.  Mundos al descubierto constituye la mayor antología de ciencia ficción de la Edad de Plata jamás publicada: veinticuatro textos, la mayoría de ellos muy poco conocidos, que presentan un completo panorama de las distintas facetas de la ficción científica entre 1898 y 1936. Se reúnen aquí narraciones breves tanto de autores consagrados (Unamuno, Azorín, Gómez de la Serna, Pardo Bazán o Pérez de Ayala, entre otros) como de escritores fuera del canon literario. Esta producción demuestra cómo en España, al igual que en otros países europeos, existió una línea de escritura alejada del costumbrismo que se dedicó, mediante las técnicas de la ciencia ficción, a explorar e interrogar el futuro, la idea de progreso, los avances tecnológicos o las nuevas formas políticas autoritarias. En definitiva, una oportunidad única para sumergirse en historias fascinantes, imaginativas, divertidas y proféticas que un siglo atrás retrataron nuestro presente y anunciaron nuestro futuro.

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MUNDOS

AL DESCUBIERTO

Antología de la ciencia ficción

de la Edad de Plata

(1898-1936)

Selección y prólogo de Juan Herrero Senés

biblioteca

Más Allá

3

Directora:

Alicia Mariño

© De los textos, sus autores

© Selección y prólogo: Juan Herrero Senés

© 2021. Ediciones Espuela de Plata

www.editorialrenacimiento.com

polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

tel.: (+34) 955998232 •[email protected]

librería renacimiento s.l.

Diseño de cubierta: Alfoso Meléndez

Ilustración de cubierta sobre un obra de Anton Brzezinski

isbn: 978-84-18153-37-2

Prólogo

que el lector ávido de ciencia ficción puede saltar impunemente

Sobre la ciencia ficción

Todos los libros en torno a la ciencia ficción dedican varias páginas a definir el género, cayendo de un modo u otro en la quizá inevitable petición de principio de adecuar la definición a los textos sobre los cuales quieren hablar. Este no será una excepción, aunque sostenga, más allá de la explicación que aquí pueda ofrecerse, que los textos incluidos tras este prólogo tienen valor por una serie de razones –estéticas, historiográficas, culturales– con independencia de su adscripción de género. Pero como estas historias se presentan en una antología de ciencia ficción bueno será decir, sin ninguna intención de entrar en abstrusos debates definitorios, por qué esto es así. Pues ante todo este tomo quiere ser una invitación a descubrir otros mundos de nuestra historia literaria, enterrados no solo por el paso del tiempo, y a disfrutar con su lectura.

De hecho, empezaré –no soy ni el primero ni el último– poniendo en duda la utilidad de una definición muy estrecha de la ciencia ficción a partir de un relajamiento de la noción misma de género literario. Los géneros y sus subcategorías son compartimentos artificiales fluidos, temporalmente datados y mutables, que sirven ante todo para propósitos de ordenación y clasificación –que no es poco– cuando no comerciales, y sujetos a los vaivenes de la historia, las modas y la academia. La ciencia ficción puede servirnos de ejemplo para ver esto, porque a mi entender rehuye ser abordada mediante una definición esencialista; quizá se podría hablar, usando una metáfora del filósofo Ludwig Wittgenstein, de que existen ciertos textos en los cuales puede detectarse un «aire de familia». Esto es, un conjunto de acercamientos, enfoques, prácticas, tropos y motivos compartidos que usualmente se asocian al ámbito de la ciencia ficción. Si empezamos quizá por el aspecto más reconocible, aquel que tiene que ver con lo que generalmente se denomina el contenido o el argumento, encontraríamos textos que tratan del espacio más allá de nuestro planeta o del fin del mundo, o donde aparecen científicos más o menos cuerdos y se nos describen inventos o descubrimientos imposibles o inexistentes o civilizaciones desconocidas, en los que se fabula sobre cómo será la vida en el futuro o hubiera podido ser en un tiempo alternativo, o se indaga sobre los límites entre lo humano, lo animal y lo artificial.

Ahora bien, como he dicho, la ciencia ficción –como cualquier otro género– no es una mera cuestión de dentro o fuera, temas tratados o no, sino de grados, de dominantes, de centralidad, de focalización. Una ficción realista, un texto romántico o una novela de aventuras pueden contener algunos de los elementos recién aludidos. Por ejemplo, quizá aparezca a un científico como personaje, pero que este no sea el protagonista. Incluso puede serlo, y sin embargo aquello que importe en la trama sean sus circunstancias económicas, sociales o sentimentales, y no tanto el desarrollo e impacto de sus experimentos. La literatura que tendería a fijarse precisamente en esto último, tematizándolo de manera prioritaria, y así dejando en segundo plano otros intereses o haciendo que los aspectos científicos, tecnológicos o utópicos ocupen el lugar predominante de la ficción o sean los motores de su peripecia, sería la más fácilmente identificable como ciencia ficción.

Junto a este aspecto debería colocarse, para hacer distingos con la literatura fantástica, el esfuerzo y compromiso en los textos por situar en una posición de centralidad, como modo de descripción de los sucesos narrados, esto es, en tanto que explicación de los eventos, la racionalidad, entendida fundamentalmente como razón lógico-matemático-instrumental. Eso implicaría el arrinconamiento de fenómenos o explicaciones fantásticas en pos de una justificación lógica y científicamente verosímil, esto es, donde la nueva invención o la sociedad descrita, aunque inexistentes o imposibles en el tiempo histórico en el que se pergeñó el relato, son posibles dados ciertos condicionantes no maravillosos. La ciencia ficción persigue que la explicación de los sucesos narrados no acabe presentándolos como el resultado de un sueño, un milagro o un encantamiento, sino que remita a algo lógica y objetivamente posible, y en algunos casos, probable. Naturalmente, el descubrimiento o invento descrito –o la estrategia de situarse cuatro siglos en el futuro– constituye un procedimiento tan ficcional –esto es, tan «construido» por un autor– como el más fantasioso de los relatos, pero el pacto narrativo que presenta al lector tiene algunas cláusulas que defienden a este ante la posibilidad de que sea testigo de fenómenos más allá de la lógica y de la constitución física de la realidad. Ese compromiso en la fabricación del portal ficcional es central a la ciencia ficción.

Esta coherencia o sobriedad imaginativa, que además se concentra por lo general en un determinado conjunto de temas, explica en buena medida que pueda decirse que las realidades ofrecidas en los textos de ciencia ficción son fabricadas por los autores mediante una proyección (que a la vez puede darse de varias maneras, así con confianza, con cuestionamiento, con exageración, por contraste, y no pocas veces involuntariamente) a partir de las realidades existentes en el estadio civilizatorio de la época en la que los textos se escriben, esto es, su propio presente. Esto significaría que la cercanía de una obra determinada a la ciencia ficción, como cualquier adscripción de género, es, por una parte, una cuestión en gran medida de intereses, preferencias y elecciones por parte de los autores; además, está en íntima relación con la recepción y con el estatus mismo de los géneros literarios en diferentes momentos históricos, empezando por el propio presente del autor; y en el caso específico de la ciencia ficción, su uso y valor depende además del estado de la ciencia y el avance material y tecnológico en el momento histórico (así, una obra de mediados del siglo XIX que incluya la descripción de un submarino, un avión o un robot sería considerada de ciencia ficción, por no existir todavía estas invenciones, pero cien años después su estatus anticipatorio se habría desvanecido). La adscripción genérica depende siempre de un umbral y un horizonte de expectativas que es patrimonio colectivo de una sociedad determinada. Pues la ciencia ficción, de manera palpable, se produce como impulso, consecuencia y reacción estética ante ansiedades, creencias, deseos, aspiraciones y miedos colectivos –y también individuales, claro– de un tiempo histórico. Constituye un reflejo oblicuo de los conocimientos, problemas, conflictos, ansiedades, esperanzas y miedos de su presente. Por eso a mi entender supone un grave error, fijándonos meramente en el argumento o en las realidades presentadas, tildar a la ciencia ficción de escapista. Está anclada en su presente al que interroga de forma indirecta; decide analizarlo, cuestionarlo, desafiarlo o denunciarlo no a través de una descripción de su situación actual, sino mediante un rodeo, planteando una hipótesis extraña, y así obligando al lector al ejercicio de resituar sus coordenadas y de comparar con su propio presente la realidad (verosímil) que se le presenta en la ficción. En ese sentido, la mirada que ofrece la ciencia ficción se produce inevitablemente de forma casi agónica en la tensión irresoluble entre el presente y el futuro, pues construye porvenires, sociedades alternativas, avances científicos o materiales posibles, desarrollos tecnológicos o modificaciones en las condiciones de vida en la Tierra (y, claro, también fuera de ella, pues no poca literatura fictocientífica tiene que ver con habitantes de otros planetas) que remiten simultáneamente al presente y a otro tiempo. Frente a la cercanía y familiaridad a la que invita la ficción realista, la ciencia ficción asume como principio creador que la distancia y el extrañamiento azuzan en el lector la interrogación, la imaginación y el conocimiento, cuando este va reconociendo que eso que se le está contando se separa de las condiciones de la realidad tal y como la conocemos, pero sin subvertir las leyes básicas en virtud de la cual entendemos esta misma realidad.

La emergencia de la ciencia ficción

Apesar de que pueden encontrarse ejemplos que nos llevan a las más antiguas literaturas, la gran mayoría de teóricos e historiadores convienen en que la ciencia ficción tal y como la entendemos ahora tuvo su emergencia a mediados del siglo XIX, fruto de una serie de circunstancias. Si hasta hace un tiempo parecía considerarse como factor decisivo para la producción fictocientífica el nivel de desarrollo material de las naciones –lo que explicaría que la ciencia ficción hubiera florecido fundamentalmente en Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia–, ahora esa tesis ya no puede ser sostenida, pues se han ido desenterrando ejemplos de textos catalogables como ciencia ficción en muchos países que no se encontraban en un estado de progreso tecnológico equivalente a los ya señalados. Así que, sin rechazar la importancia del avance civilizatorio material, debemos ampliar la mirada y preguntarnos por otros condicionantes contextuales que hicieron posible la aparición y consolidación del género fictocientífico. En ese sentido pueden considerarse especialmente importantes las modificaciones culturales –en la manera de pensar la realidad y de actuar en ella, en definitiva, de «entender el mundo»– producidas por el fenómeno del progreso, porque estas afectaron a sociedades que en términos de avance efectivo se encontraban atrasadas, pero que asistían al ineludible espectáculo de la consolidación occidental de la modernidad, buscando de distintos modos unirse a ella.

A partir del impulso ilustrado del siglo XVIII se produjo la extensión, avance e impacto de las ciencias naturales como conjunto de disciplinas dedicadas intensamente y con afán abarcador a explorar, analizar, clasificar e interpretar la realidad dentro del marco de la racionalidad lógico-matemática. Esta racionalidad incluía no solo una serie de supuestos sobre la constitución del mundo y su funcionamiento, sino el afán de cuantificar, controlar y modificar este. Esto significa que la ciencia no era meramente una forma de conocimiento, sino una forma de incidir en la realidad a partir de la extensión de su perspectiva ordenadora sobre ella y de la tecnología como plasmación práctica de esa perspectiva. Los inventos y creaciones que iban surgiendo cambiaban las condiciones de vida de los hombres de manera creciente: cómo pensaban, vivían, se movían, se comunicaban, se relacionaban y se realizaban. A lo largo del siglo XIX y de manera gradual en numerosas naciones se produjo el tránsito de vivir en el campo a vivir en ciudades, donde las personas mayoritariamente trabajaban para la producción de bienes que además consumían. Sentían que su vida mejoraba, vivían más años y en mejores condiciones. Aumentaban los medios de transporte y de comunicaciones, se imponía la rapidez y la eficacia. Y el mundo se volvía cada vez más pequeño y más interconectado, haciendo que fuera consolidándose el sentimiento de globalidad e interconexión. El progreso como avance exponencial ilimitado se iba imponiendo no solo como hecho, sino como categoría para entender la historia. El hombre sentía que tenía el control de su presente y de su futuro, e interpretaba sus andanzas en la Tierra en términos evolutivos. Se producía la conquista del globo terráqueo en todos sus rincones, las fuerzas naturales se domeñaban para el propio progreso, los frutos de la naturaleza devenían producción y en definitiva se iba consolidando la percepción del mundo como aquello disponible para el hombre; ya no era prioritariamente el lugar que habitaba y por tanto su hogar, sino ante todo su territorio de explotación y el espacio donde expandía su reinado sobre el resto de la escala evolutiva.

No puede ser casual que coincida el surgimiento de la ciencia ficción con el nacimiento de lo que en tiempos recientes viene llamándose el Antropoceno, la época de la historia geológica donde la raza humana comienza a modificar de manera radical las condiciones de habitabilidad del planeta Tierra. El hombre avanza, domina y sus posibilidades se sienten infinitas. Las leyes de la naturaleza dejan de ser vistas como inmutables a la acción. Empieza el desafío a lo grande y lo pequeño, a lo que muere y a lo que produce vida. Aquí es cuando se juntan en el imaginario creador la ciencia con la ficción, esto es, con la fabulación (que implica probatura y no solo reflejo) en torno a nuevos avances, inventos, viajes, encuentros y experiencias que parecían imposibles e inasequibles al hombre y que ahora pueden pensarse a partir de la extrapolación de las conquistas del desarrollo científico-tecnológico.

Ante un panorama así pueden producirse múltiples reacciones: confianza, esperanza y entusiasmo; pero también desdén, escepticismo, miedo, y rechazo. En este mundo implantado en el siglo XIX y en el que aún vivimos no hay ganancia sin pérdida (y de esto nos estamos dando cuenta cada vez más). Y parece no haber freno. Lo nuevo engulle a lo anterior. Desde sus inicios la ciencia ficción ha sido bicéfala y no ha dejado de poner interrogantes encima de la mesa. ¿Quiénes son los agentes, las víctimas y los aprovechados de todos esos fenómenos que agavillamos en la noción de progreso? ¿De qué manera se conforma, se expande, se afianza? ¿Qué cambios produce en el hombre, así como en los otros seres que pueblan la Tierra, y en el planeta mismo? ¿Qué riesgos conlleva, qué formas de pensar supone e impone? ¿Tiene sentido todo este avance y a dónde conduce? Desde este punto de vista y simplificando mucho podemos distinguir dos momentos, teniendo en cuenta que naturalmente en todo momento hubo respuestas diversas y aquí se intenta meramente aludir a un sentir mayoritario. Si en los años centrales del siglo XIX los efectos de la ciencia y el progreso parecían asegurados y estimados, en la última década del siglo la duda comenzó a hacer mella y las preguntas se volvieron incómodas. Las voces críticas de los intelectuales se hicieron notar. Cundió una sensación de crisis que ya nunca, bajo distintos ropajes, dejaría de estar presente. Es aquí donde se inicia el periodo histórico en el que se concentra esta antología. Y esa media vuelta al desencanto explica el tono pesimista que poseen la mayor parte de los textos aquí incluidos.

Presencia

El arco temporal cubierto por esta antología va desde la crisis espiritual de finales de siglo XIX a los años de la Segunda República española, lo que viene llamándose desde que así lo hiciera José-Carlos Mainer la Edad de Plata de la cultura española y que se corresponde con lo que la historiografía internacional denomina Modernismo. El acontecimiento traumático de la guerra civil permitiría establecer cierto cierre temporal, tras el cual se inició una nueva etapa. El borde temporal inicial no es de entrada tan evidente porque a lo largo de buena parte del siglo XIX, y especialmente en su segunda mitad, pueden encontrarse ejemplos notables de textos de ciencia ficción, algunos escritos por autores que siguieron publicando más allá del año 1900. Reconocido el componente de arbitrariedad que tiene cualquier incisión en el devenir cronológico, puede ofrecerse cierta justificación si atendemos, al comparar los textos anteriores al cambio de siglo con los siguientes, no tanto a las realidades presentadas en las historias como a una modificación en el tono emotivo que exhiben y que podría resumirse en el tránsito entre una escritura en buena medida optimista, confiada e incluso celebratoria del avance histórico de la humanidad y que avala las conquistas del capitalismo y del positivismo, a una mirada desencantada, pesimista y crítica ante el progreso y las realidades sociales emergentes. Un diapasón negativo que ya es patente en el texto más antiguo aquí recogido, «Las ruinas de Granada» de Ángel Ganivet, publicado póstumamente en 1899 y donde asistimos a un viaje alucinante al futuro de la ciudad andaluza, en la que esta ha sido sepultada por un volcán.

La ciencia ficción fue durante la Edad de Plata (y también después) un género de relevancia menor, esto es, que no poseyó excesiva visibilidad dentro de la producción literaria de la época (a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurrió en el cine, donde desde sus mismos inicios no pocas películas hicieron uso de los temas y motivos de la ciencia ficción, hasta la actualidad). Dominaron entre los creadores otro tipo de intereses, enfoques y problemáticas; a lo que cabe unir como mínimo dos factores más: el primero es sociológico y tiene que ver con la autopercepción de los escritores, quienes a partir de finales del XIX empezaron a distinguir(se) entre una literatura minoritaria y culta y una literatura mayoritaria, esto es, dirigida al gran público, y que perseguía beneficios económicos. Los defensores de la literatura minoritaria entendían que una obra que buscara alcanzar a muchos tenía inevitablemente que reducir su grado de exigencia y excelencia literaria, y adecuarse a las exigencias del mercado; lo que implica, claro, entender que la «alta» literatura es en realidad para unos pocos –con el corolario de que una obra que venda mucho es casi automáticamente sospechosa. El otro factor, relacionado por supuesto con el primero, tiene que ver un asunto de valor estético que aún continúa presente en nuestros días, según el cual la elección de ciertos temas o puntos de vista lleva implícitamente aparejado un juicio de mayor o menor calidad. Esto es lo que ocurre a menudo con la literatura «de género», bien sea la novela erótica, la policiaca o la de ciencia ficción, por poner solo tres ejemplos; pues se considera que su pertenencia reconocible a un subgénero conlleva una serie de limitaciones –y de obligaciones– en el proceso creativo.

Todo esto ayudaría a explicar por qué no existió una tradición autóctona sólida de ciencia ficción en España, y que la cantidad y calidad de textos no sea comparable con otros países –pero este, repito, no es un fenómeno privativo de España. Y además no supone que no puedan encontrarse textos, ni que estos no sean interesantes, ni que tengan que ser considerados copias o remedos de lo que se escribía en Francia o en Gran Bretaña.

A pesar de lo anterior, pueden nombrarse tres autores españoles que tuvieron una dedicación que podríamos llamar sostenida al ámbito de la ciencia ficción. Uno de ellos es el periodista gerundense Nilo María Fabra (1843-1903), fundador de la primera agencia de noticias en España y autor de tres volúmenes de cuentos que giran mayoritariamente en torno a esta temática y que lo convierten en buen candidato a padre de la ciencia ficción nacional: Por los espacios imaginarios (con escalas en la Tierra) (1885), Cuentos ilustrados (1895) y Presente y futuro: nuevos cuentos (1897). En ellos Fabra, atento observador de los desarrollos mundiales en comunicaciones y transporte, describía cómo los habitantes de Marte juzgaban a los terrícolas, fabulaba con un viaje entre Madrid y Buenos Aires en el año 2003, profetizaba que España entraría en guerra contra Estados Unidos –conflicto que acabaría ganando–, o reescribía la historia de España desde el siglo XVI modificando los sucesos históricos; todo eso y más sin dejar de plasmar una ideología patriótica y conservadora fascinada con los cambios geopolíticos y los avances tecnológicos. Afortunadamente, para quien esté interesado, sus mejores relatos están disponibles por haber sido reeditados no hace mucho. En relación con el segundo autor, el militar y geógrafo José de Elola (1859-1933), nos encontramos ante el caso más parecido a lo que siguiendo patrones anglosajones llamaríamos un escritor «de género». Entre el año 1919 y 1927 publicó, bajo el pseudónimo de «Coronel Ignotus» más de veinte novelas de ciencia ficción y aventuras, diecisiete de las cuales aparecieron en la colección «Biblioteca novelesco-científica» de la Editorial Sanz Calleja, cuyas cuantiosas tiradas en papel barato obtuvieron gran éxito comercial; eran obras que mezclaban peripecia con divulgación científica; estaba ambientadas en el siglo XXII y protagonizadas por la ingeniera aragonesa María Josefa Bureba, inventora y capitana de una gigantesca nave espacial con la recorre el espacio mientras lucha con su enemiga y rival de amores Sara Sam Bull. El tercer autor es Jesús de Aragón (1893-1973), ingeniero y profesor de contabilidad que gastaba las noches escribiendo relatos de aventuras fantásticas y al que se tildó de «Julio Verne Español». Bajo el pseudónimo de «Capitán Sirius» publicó catorce novelas entre 1924 y 1934 entre las que destacan Una extraña aventura de amor en la Luna (1929), El continente aéreo (1930) o La destrucción de la Atlántida (1933). Ellos fueron los precursores de una saga de escritores españoles de bolsilibros y «libros a duro» que, siguiendo la moda del pulp norteamericano, florecieron en España a partir de los años 50.

Con la excepción de estos autores, que han quedado fuera de esta antología por razones distintas (Nilo María Fabra por cronología y tono, y el «Coronel ignotus» y el «capitán Sirius» por dedicarse casi en exclusividad a la novela larga), creo que puede afirmarse que en la literatura española modernista la ciencia ficción no se constituyó como un género distintivo –es decir, como modalidad literaria– atractivo para que algunos creadores se dedicaran a él de manera continuada –cosa que sí ocurrió con la novela erótica o la folletinesca–, pero sí como un modo literario novedoso, atractivo y peculiar. Como ya dije, uno de los valores capitales de la ciencia ficción es que permite una manera distinta de mirar y de ofrecer el material ficcional, lo que significa que posibilita tratar ciertos asuntos y plantear ciertas preguntas que desde otros enfoques son más difícilmente abordables; por ejemplo, ¿cuál es el futuro del hombre en la Tierra? ¿Qué consecuencias tienen los avances tecno-científicos? ¿Qué distingue a lo humano?

Por todo esto, la manera en que los escritores españoles se acercaron a la ciencia ficción puede describirse como incursiones. Es decir, dentro de un corpus de producción más amplio, numerosos autores, muchos de ellos de primer rango (Unamuno, Baroja, Azorín, Araquistáin, Fernández Flórez, Pérez de Ayala o Gómez de la Serna, por citar a los más destacados), decidieron en determinado momento probar ese modo oblicuo de mirar o ese tema poco acostumbrado y alejado de los ejemplos aportados por la realidad, casi a modo de probatura, experimento o juego en algunos casos, de igual forma que coquetearon, por ejemplo, con el relato histórico o los modos de lo fantástico o lo terrorífico. Al interés puntual de tratar asuntos futuristas, tecnológicos, apocalípticos o extraterrestres, junto a la atracción por este enfoque alternativo, debe sumarse la consolidación de un creciente archivo de temas y tropos compartidos y reelaborados en las obras de varios autores que fueron poco a poco fueron constituyendo una ecléctica tradición propia que aunaba calidad literaria y éxito editorial. Me refiero a Thomas Moore, Julio Verne, Edgar Allan Poe o H. G. Wells, entre los más influyentes, y cuyas producciones fueron en nuestro país ampliamente leídas, traducidas, conocidas y comentadas. Los escritores españoles, en definitiva, ensayaron en ciertos textos las posibilidades expresivas de la ciencia ficción, y entonces produjeron obras –mayoritariamente cuentos y novelas cortas– donde se discute del rumbo nacional, de los límites de la experimentación científica, de las nuevas ideologías políticas o de la experiencia de la modernidad mediante el recurso a seres artificiales o de otro planeta, eventos apocalípticos, sociedades utópicas, científicos obcecados o futuros lejanos. Si algunos autores no volvieron a internarse en estos ámbitos y su única incursión ha quedado como una rareza –Pío Baroja o Ramón Pérez de Ayala, por ejemplo–, otros repitieron la experiencia, así Emilia Pardo Bazán o Azorín, como el lector podrá comprobar en la ficha presentativa que antecede a cada relato, donde se da breve noticia de la trayectoria individual de cada escritor. En cualquier caso, el corpus de texto de ciencia ficción de la Edad de Plata –al que la labor de los estudiosos va reivindicando y analizando, a la par que se añaden nuevos ejemplos enterrados en colecciones de quiosco, editoriales de escasa tirada o en publicaciones periódicas– no es desdeñable ni en cantidad ni en calidad, y supone un aspecto más de la poliédrica fisonomía de un periodo floreciente de la cultura española.

Algunos rasgos generales

Vista en su conjunto, y asumiendo la variedad y heterogeneidad de las propuestas, podría decirse que la ciencia ficción española de la Edad de Plata presenta ciertas dominantes:

En ella predomina por lo general la cautela y el pesimismo. Ante las nuevas realidades sociales y materiales, los escritores suelen suponer que la situación histórica va a empeorar. Esto explica que prevalezcan las distopías sobre las utopías, esto es, la presentación de sociedades futuras o posibles que tienden a suprimir más que a ampliar las libertades, y que muchas veces la desazón aparezca ya en el punto de partida para ser confirmada en el desenlace. Esto es, la ficción trasluce desde su inicio desconfianza frente lo nuevo o lo desconocido, miedo a lo que pueda perderse o a la ruptura de reglas y patrones asentados y así mismo frente al comportamiento individual o colectivo. El ser humano, en soledad y en tanto que parte de un colectivo, es a menudo retratado como egoísta, interesado, primario en sus deseos y comportamientos, cuando no ineficaz o hastiado. Los científicos no buscan el avance de la ciencia, sino el enriquecimiento, la gloria o la solución a un problema personal. Los políticos –y aquellos que los apoyan– aparecen aposentados, corruptos, cínicos, indolentes o déspotas.

En consonancia con lo anterior, se muestra escepticismo ante la idea del progreso. Los avances comportan la merma o pérdida de valores, actitudes y realidades que se consideran importantes e incluso esenciales de lo humano o de la civilización, y por tanto las novedades o las revoluciones se presentan como ejemplos del cruce indeseado de ciertas líneas rojas. El progreso, en tanto que avance civilizatorio material, se sitúa a menudo en contraposición a la cultura, entendida como repositorio humanístico de base tradicional y cuya prevalencia es de alguna forma indiscutible.

Esto explica que domine por lo general el conservadurismo en las ideas, se mantengan posiciones esencialistas y rígidas sobre la familia, los roles de género, el papel de las colectividades o los valores morales. Lo que justifica que en gran medida el propósito de las ficciones sea admonitorio. Su objetivo prioritario no es enseñar o divertir, sino advertir, ofrecer un mensaje que rebaje en el lector el optimismo o entusiasmo ante el porvenir y lo sitúe en una posición vigilante cuando no de oposición. En este sentido, los autores hacen uso de la ciencia ficción por su capacidad futurista y en cierto modo profética, esto es, para hablar cuando no vislumbrar el porvenir (baste recordar en este sentido lo orgulloso que sabemos que se sintió Ramón Gómez de la Serna de que el cuento aquí incluido hubiera adelantado la invención de la bomba atómica).

En la mayoría de los casos, las narraciones basculan entre el asombro ante las circunstancias inéditas descritas y el recurso al costumbrismo que sirve para rebajar la solemnidad y reforzar el engarce de aquello que se nos presenta con las realidades humanas más básicas y cotidianas y el quehacer diario. En no pocas ocasiones, el tono tiende a un humorismo que distanciándose se burla y que comunica incomodidad, amargura o nostalgia, y se utilizan los patrones narrativos del melodrama.

En la medida en que no se están describiendo realidades locales, sino fenómenos que potencialmente pueden ocurrir en distintas partes del globo, la ciencia ficción española se aleja por lo general del localismo para presentar historias más ambiciosas en su alcance, pues trata de asuntos que afectan al curso de la civilización o al planeta en su conjunto. Este globalismo se muestra en que muchas de las historias no tienen una ubicación geográfica específica o esta es irrelevante.

En la medida que la literatura fictocientífica, como aquí se ha argumentado, incorpora, reacciona y responde a su contexto histórico y social, no es de extrañar que eventos de gran trascendencia obtuvieran reflejo en los textos, particularmente aquellos que tuvieron un alcance internacional. En relación con esto destacan tres momentos históricos que constituyeron la excusa, la espita o el fondo sobre el cual se escribieron los textos: la Gran Guerra, la Revolución rusa y el ascenso del totalitarismo.

La ciencia ficción española, naturalmente, no se produce en el vacío ni en términos circunstanciales ni en relación con los vaivenes de la cultura, particularmente de la literatura. Ya se mencionaron las influencias de Verne o Wells, a las que podrían sumarse Mary Shelley, Théophile Gautier, Arthur Conan Doyle, J.-H. Rosny, William Morris, Auguste Villiers de l’Isle-Adam, Samuel Butler o Edward Bellamy, así como las historias aparecidas originalmente en las revistas Amazing Stories, Astounding Stories o Grandes Aventures y que en España publicó fundamentalmente la editorial Prensa Moderna. Junto a eso cabe situar el rol central que había adquirido el periodismo –que en esta época no solo se expande enormemente, sino que se amplía a la ilustración, la fotografía, la radio y la televisión– y que se dedicaba denodadamente a informar y publicitar los acontecimientos, avances, descubrimientos e invenciones que se producían en el mundo. Particularmente las revistas de gran público –Nuevo Mundo, La Esfera, Por esos Mundos, Crónica– dedicaron un espacio significativo a cuestiones como las condiciones de vida en la nueva Rusia o en Alemania e Italia bajo el fascismo, o en las ciudades norteamericanas pobladas de rascacielos y automóviles, a la astronomía, a la invención de robots o de máquinas que parecían sustituir el trabajo manual, y temas similares.

Echando un vistazo a la nómina de autores de ciencia ficción en esta época se observa que junto a escritores profesionales, el género atrajo a cultivadores de otras disciplinas, especialmente médicos, militares e ingenieros, que aprovecharon su conocimiento de primera mano del avance científico y tecnológico para pergeñar sus ficciones.

En cuanto al corpus, como dije, se observa la preponderancia de las formas breves, fundamentalmente el cuento, el apólogo o la novela corta. Ciertamente existen ejemplos de novelas largas y de obras de teatro con temas de ciencia ficción, pero las superan en número las que tienden a menor extensión. Ello está relacionado, claro, no solo con el carácter periférico –respecto al núcleo del sistema literario, de sus temas y modos– que tiene el acercamiento a la ciencia ficción, y al carácter de probatura, sino a la existencia de una enorme cantidad de plataformas de publicación –colecciones de novela corta, revistas y periódicos que insertaban folletines y cuentos– que reclaman textos breves y que estaban dispuestas a imprimir obras de orientación diversa que pudieran sorprender al lector medio.

Temas y tendencias

Dentro de una producción no poco heterodoxa, pueden detectarse varias temáticas preponderantes en la ciencia-ficción española y que son los que se han utilizado para ordenar los textos que aquí se ofrecen. Estos aparecen agrupados temáticamente en cinco apartados. Creo que un breve sumario del punto de partida de cada texto servirá para comprender mejor esta agrupación, además de (espero) agujar la curiosidad del aquel que leyendo este prólogo haya llegado hasta aquí.

El primer apartado, con el título de «Mundos extraños», presenta cinco obras donde mediante un cambio de ubicación –espacial, temporal, o de enfoque– se nos introduce en universos separados de la experiencia cotidiana como punto de partida para la ficción, lo que automáticamente obliga al lector a salir de su zona de normalidad y reorientar sus coordenadas de interpretación. Así, la novela corta «En las cavernas» de Emilia Pardo Bazán se ambienta en los albores de la humanidad y describe los devenires de una tribu nómada en la península ibérica durante la prehistoria, para luego concentrarse en las relaciones de poder y dominación en torno al trío protagonista, dos hombres atraídos por la misma mujer.

«Mecanópolis» de Miguel de Unamuno nos cuenta, con aire casi kafkiano, la inquietante historia de un hombre perdido en una ciudad de la que solo sabemos que, por lo que parece, sus únicos habitantes son unas máquinas altamente desarrolladas que reaccionan a la llegada del visitante.

«La sed de oro» de Ramón López-Montenegro lleva la lógica del capitalismo a su conclusión última: supone un planeta Tierra cuyos recursos naturales han sido explotados hasta el agotamiento y en la que sus habitantes encuentran una oportunidad para que continúe la acumulación de riqueza a partir del descubrimiento de un metal precioso en Marte. La humanidad hará todo lo posible por llegar a este planeta y hacerse con el botín.

«Un mundo al descubierto» de José María Salaverría ofrece el único ejemplo en esta antología de temática plenamente extraterrestre. En ella aprendemos cómo unos marcianos en un estadio civilizatorio superior al terrícola observan e interpretan, entre el asombre y el horror, las realidades de la Tierra, mientras deciden si van a colonizar el planeta.

De la prehistoria a una ciudad atemporal pero futurista, luego en un viaje de ida por el sistema solar, para acabar, mediante una lente de aumento, a ras de suelo; pues el último texto, a cargo de Agustín de Foxá, ofrece la descripción de cómo se organizan socialmente las diminutas termitas. Sus patrones de ordenación social presentan, a decir del autor, una preciosa clave para comprender algunos movimientos de las colectividades humanas en la época de los totalitarismos. Este texto es singular por tratarse del único aquí incluido que pertenece a la no ficción y que en realidad utiliza una hipótesis fictocientífica para construir el argumento de su ensayo.

Estas cinco obras transmiten una sensación similar a la del experimento de laboratorio donde los protagonistas tienen algo de cobayas, pues al igual que le ocurre al lector son extraídos del ambiente normal supuesto, para ver cómo reaccionan. Con ello se buscaría, además de explorar la hipótesis planteada, hacer visibles experiencias y emociones básicas, inherentes a lo humano: la soledad, el egoísmo, el deseo, la curiosidad y el miedo. Como notará el lector, los textos de este apartado comparten además, cada uno en su estilo, una tensión irresuelta entre el impulso individual y las demandas colectivas.

El título del segundo apartado, «Científicos e inventos» anuncia con claridad la temática que agrupa a estos textos y que tiene la doble raigambre fáustica y frankensteniana: la búsqueda de conocimiento llevada demasiado lejos y el impulso de modificar las leyes inmutables de la física o de la biología. Este punto de partida aparece tratado a través de ejemplos de descubrimientos y probaturas que fuerzan los límites de la práctica científica, y así nos encontramos doctores de ambición desbordada, experimentos con un alto nivel de riesgo o invenciones que buscan cambiar o redimir a la humanidad de una vez por todas. Alejandro Larrubiera presenta en «La mujer número 53» el caso de un norteamericano que busca experimentar de primera mano cómo se siente ser una mujer y para ello no duda en jugar el todo por el todo para cambiar de cuerpo. Rafael López de Haro también ofrece un ejemplo de transmigración de personalidades en «El caso del doctor Iturbe» cuando el reputado protagonista, saltándose consideraciones éticas y deontológicas, decide llevar a cabo una operación imposible y muy peligrosa para salvar de la muerte a su amada esposa. Los cuentos de Ángel Marsá y Alfonso Hernández Catá se distinguen de estos primeros, centrados más bien en un conflicto individual, al incorporar una perspectiva social que indaga la utilidad de las experimentaciones más allá de exclusivos intereses personales y cuáles serían las repercusiones sociales; los científicos se encontrarán así ante dilemas morales de no fácil solución que plantean un trance íntimo. En el primer caso, «La voz de la sangre», el joven e idealista doctor Casas, movido por las injusticias que los obreros sufren de los patronos y de las fuerzas de orden público, encontrará un método infalible para modificar las condiciones de la conflictividad social, pero para ello tendrá que hacer frente a las actitudes reaccionarias de su propio padre. En el cuento de Hernández Catá, «Fraternidad», el conflicto se produce entre dos hermanos científicos unidos por una fuerte amistad pero que, a raíz de la invención de un arma mortífera, mostrarán visiones contrapuestas del papel que tal invención tecnológica debe jugar en el futuro de la humanidad.

Los textos de José Fernández Bremón, Eduardo Bertrán Rubio y Ramón Gómez de la Serna toman una perspectiva más ligera al incluir el humor y notas de costumbrismo en sus argumentos. En el primero, un joven dramaturgo descubre que un colega ha tenido idéntica idea para una comedia, y decide probar un nuevo invento para proteger su originalidad: un casco aislante que impide que las ideas propias sean utilizadas por otros. Su apuesta tendrá consecuencias inesperadas. «Un invento despampanante» de Bertrán Rubio presenta a un inventor que busca financiación para un aparato que es capaz de leer la mente y convertir esa información en imágenes visibles como si de una pantalla de cine se tratara. Para explotar su idea tendrá que superar la incredulidad del empresario al que acude y a la vez probarle el interés comercial de su idea. En el cuento de Gómez de la Serna, «El dueño del átomo», también se funden la ambición de la fama y el impulso crematístico. Así, el científico obsesionado con encontrar el método para la fisión atómica, que ha de reportarle poder y gloria, justifica a los ojos de su esposa su dedicación exclusiva prometiéndole en caso de éxito una vida de riquezas.

Estos textos ponen en cuestión el creciente rol de la ciencia y de la tecnología como factor de influencia decisiva en el progreso humano y la imposibilidad de sostener una visión aséptica respecto a su práctica y a las motivaciones de sus ejecutores. En este sentido, los textos testimonian además cómo a las alturas de las primeras décadas del siglo XX, el científico había devenido de pleno derecho un nuevo tipo social reconocible –y por tanto convertible en personaje literario–, como el político, el burgués o el religioso.

Es en el tercer apartado, «Política-ficción», donde se aprecia con mayor claridad la impronta del contexto cronológico y social donde se incardinan las obras, pues se produjeron directamente como reacciones o intervenciones a partir de acontecimientos históricos concretos de distinto alcance, frente a los cuales ofrecieron elaboraciones futuras o escenarios alternativos. Los cuatro textos de este apartado tienen que ver con una de las heridas centrales en la conciencia de la época que nos ocupa: la Gran Guerra, el primer ejemplo de una conflagración a escala mundial. A pesar de la neutralidad española en la guerra, en el país se produjo un acalorado debate entre los intelectuales –partidarios de uno y otro bando, pacifistas los menos– que dio lugar a varias obras donde se utilizan procedimientos de la ciencia ficción, fundamentalmente proyecciones futuras, para dar sentido a lo que ocurría. La particularidad de los textos aquí reunidos es que escapan de una postura partidista para concentrarse en varias ideas: lo absurdo del conflicto, la responsabilidad compartida de todos los gobiernos implicados, y su significación como prueba del declive moral de la humanidad, incapaz de revolver las tensiones geoestratégicas por medios pacíficos. Luis Bello escribía en 1912, dos años antes de su estallido, «La última guerra» planteándose cuál podría ser su inicio y optando por una perspectiva humorística que enfrentaba a franceses y alemanes para criticar el juego político-diplomático de las clases directoras. Pero en verano de 1914 llegó la realidad y se vio que el conflicto superaba a los estadistas y que ni sería breve ni limpio ni honorable. Menos de tres meses después del inicio de la guerra, el periodista liberal Félix Lorenzo denunciaba en «Los rayos paralizantes» la locura armamentística puesta en marcha que en realidad era un reflejo de la envidia y los recelos que dominaban en las relaciones internacionales, no solo entre las élites dirigentes, sino también en la población en general. A las alturas de 1916, con dos años de batallas a cuestas, Ortega Munilla decidió escribir «Páginas del año 2016», una historia dura que daba un salto de un siglo para encontrarse al planeta todavía combatiendo sin descanso y con la que Munilla mostraba su pesimismo y desilusión ante la magnitud del conflicto. Algo similar llevaba a cabo ya en 1918 el escritor cordobés Marcos Rafael Blanco Belmonte, aterrado por los años de destrucción, miseria y locura colectiva a los que no se veía otro final que el ofrecido por «El ocaso de la humanidad», donde se plantea el fin de la especie a manos de su propia industria armamentística.

El cuarto apartado agrupa varios textos que recogen y reelaboran un modo de escritura de larga historia: la utopía. Esto es, nos trasladan a un lugar de ubicación desconocida donde las circunstancias sociales se han modificado de manera radical, fundamentalmente a causa de la forma de gobierno imperante. Los textos giran, por tanto, en torno a la descripción de las condiciones de vida colectiva bajo cierto poder. Como no podía ser de otra forma, estos textos fabulan a la manera propia del siglo XX, y lo que acaban ofreciendo al lector son distopías, es decir, coyunturas en apariencia mejores que las del presente, deseables si no perfectas en algunos casos, que se descubren, merced a la peripecia individual, terribles, sobre todo porque implican una mengua considerable de libertad por la férrea regulación de los que detentan el mando. Estas narraciones buscaban ante todo ser leídas como advertencias sobre las consecuencias de una implantación efectiva de ideologías que en el plano teórico se presentaban como panaceas. Las que protagonizan estas ficciones bajo distintos ropajes son el anarquismo y el comunismo, ambas ampliamente debatidas en España durante las primeras décadas del siglo y de las que se habían podido ver y discutir sus encarnaciones, con el ejemplo ruso a partir del éxito de la revolución de 1917 ocupando el lugar central.

La ubicación en este apartado del texto de Luis Antón de Olmet «La verdad en la ilusión» se justifica por contener la estructura típica del texto distópico, arriba señalada, a pesar de que posee escasa impregnación ideológica y en la narración hacen también acto de presencia un salto temporal al porvenir e incluso un ente extraterrestre. El joven folletinista no dudó en mezclar y confundir varias perspectivas fictocientíficas a la hora de explicar las peripecias de su madrileño protagonista, que se queda dormido para despertar 400 años después en un mundo completamente modificado y marcado por la tecnología y al que el visitante no duda en sacarle los fallos e imperfecciones. «Un cuento absurdo» de Ángeles Vicente se inicia con la aniquilación de toda la humanidad excepto un puñado de individuos que deciden implantar un régimen de vida anarquista. Las complicaciones vinculadas al choque entre individualidades con ideales de libertad distintos –e incapaces de superar sus motivaciones y deseos personales– no tardarán en aparecer. Ramón Pérez de Ayala se decidió por la forma dramática en «La revolución sentimental» para describir las terribles consecuencias del advenimiento de un estado omnipotente que homogeneizaba por reducción la experiencia de los sujetos a través de la anulación efectiva del lenguaje, la historia, la cultura y las emociones. En la obra Ulises, el protagonista, prepara una rebelión y para ello debe convencer a unos cuantos de que la vida no siempre ha sido así y que en un tiempo anterior todas esas cosas existieron. El texto de Miguel Calvo Roselló, «Un país extraño» presenta a un joven artista que de repente se encuentra viviendo en una sociedad parecida a la descrita por Pérez de Ayala: estrictamente regulada, bajo continua vigilancia y donde toda disidencia está prescrita en pos de la organización y la igualdad. En ese ambiente el protagonista luchará por el triunfo del amor y la libertad. Finalmente, el cuento de Azorín «Los intelectuales» es una fábula sobre una isla imaginaria, Ataraxia, donde reina la calma merced a la supresión de todo impulso creativo. Cuando en cierto momento los escritores deciden producir ficciones y poemas, el gobierno siente que debe actuar con todos los medios a su alcance para frenar esa rebeldía. Azorín ofrece así de forma original una reivindicación de la importancia del trabajo intelectual como vanguardia de las transformaciones en el terreno de las ideas que acaban produciéndose en la sociedad.

Ya hemos encontrado anteriormente en este resumen del contenido del libro menciones a ficciones que se ubicaban en el futuro. Las narraciones del último apartado se dedican prioritariamente a eso desde perspectivas distintas y un punto de vista que antepone la reflexión y el retrato a la peripecia; el argumento es escaso y queda sustituido por una conversación donde se van describiendo los distintos componentes de la sociedad del porvenir. Tal y como ocurría en el apartado previo, la narración sirve de vía para abordar algunos de los asuntos centrales del presente y como vehículo de presentación de un pensamiento. Pero pueden señalarse dos diferencias importantes entre los textos de los apartados cuatro y cinco: la primera es que los últimos contienen explícitamente una dislocación temporal y transportan al lector inequívocamente al futuro. La segunda diferencia radica en que si en los textos del cuarto apartado predominaba una interpretación en primer término política, y por tanto la lectura que se impone es ante todo en clave ideológica, en este último apartado los panoramas del futuro se diversifican y en líneas generales se amplían o expanden a otros ámbitos: así, nos encontramos descripciones de los cambios en costumbres, transportes, comunicaciones, vestimenta o alimentación. En esta tesitura, y una vez contemplada la sociedad futura en su conjunto, la división entre optimistas y pesimistas ante lo que podía deparar el porvenir se vuelve cristalina: al primer grupo pertenecen los textos de Santiago Ramón y Cajal y Vicente Vera, que de hecho podrían considerarse los únicos de tono afirmativo reunidos en esa antología. El primero, incompleto, «La vida en el año 6000», nos sitúa en la lejanía de esa fecha, que nos es descrita principalmente a través de sus innovaciones científicas por un profesor de medicina. Es obligatorio señalar que el texto quedó inconcluso y inédito entre los papeles del premio Nobel, de ahí las frases entre paréntesis cuadrados indicando lagunas textuales. En el caso de Vicente Vera y como puede suponerse por el título, «El periodismo del porvenir», lo que se ofrece es un resumen de cómo se desarrollarán los medios de comunicación en el futuro; un texto fascinante para ser leído en contraste con la situación actual, la que precisamente quiere retratar. El texto menos halagüeño viene de la mano de un grande del 98, Ángel Ganivet, que en «Las ruinas de Granada» aporta una poética descripción de la ciudad andaluza tras ser destruida por un volcán para reflexionar sobre las flaquezas humanas y la fascinación del aniquilamiento.

Sobre los textos aquí presentados

Esta antología, subjetiva, parcial e insuficiente como todas, tiene como objetivo principal presentar al lector una muestra panorámica de la ciencia ficción española de la Edad de Plata; al componerla he tenido muy en cuenta la labor y la significación de las antologías precedentes donde, con mayor o menor extensión –pues no existe ninguna antología que se ciña exclusivamente al Modernismo–, se atiende a la época aquí tratada. Me refiero en concreto a De la Luna a Mecanópolis. Antología de la ciencia ficción española (1832-1913) (1995), preparada por Nil Santiáñez; Cosmos latinos. An Anthology of Science Fiction from Latin America and Spain (2003),a cargo de Andrea L. Bell y Yolanda Molina-Gavilán; e Historia y antología de la ciencia ficción española (2014), edición de Julián Díez y Fernando Ángel Moreno. Como puede colegirse ya desde sus títulos, estas obras tienen extensión, alcance y objetivos distintos, y los editores de cada una de ellas incorporaron ciertos parámetros de selección. Así, la pionera antología preparada por Santiáñez, que es de las nombradas la de mayor afinidad con esta, tenía una voluntad genealógica –es decir, de mostrar el surgimiento y afianzamiento en España del nuevo modo literario a partir de sus momentos señeros–; por eso daba cabida a textos decimonónicos y concluía antes de que brotasen las respuestas literarias a la Primera Guerra Mundial; además, sostenía el impulso de selección bajo un criterio con voluntad historizadora y consecuentemente abarcador de calidad y representatividad, por lo que en varios casos incluía fragmentos de obras de mayor extensión. El caso de Cosmos latinos ostenta varias particularidades: pensada para el público de habla inglesa, tenía la ambición de presentar en traducción una puerta de entrada a la ciencia ficción escrita en castellano a ambos lados del Atlántico desde su nacimiento y hasta el inicio del presente siglo; en ella encontramos el cuento de Nilo María Fabra «En el planeta Marte» y «Mecanópolis» de Unamuno como textos españoles más antiguos. En ambos libros, las obras aparecen ordenadas siguiendo un criterio puramente cronológico y en general se prioriza a autores reconocidos dentro del sistema literario. La reciente antología preparada por Díez y Moreno, con una extensa y excelente introducción, quiere servir de muestrario de la ciencia ficción española desde sus inicios hasta la actualidad, y privilegia las obras aparecidas en las últimas décadas, por lo que la muestra anterior a la guerra civil se limita a dos obras: «Cuatro siglos de buen gobierno», nuevamente de Nilo María Fabra, y «El fin de un mundo» de Azorín.

La selección que el lector tiene en las manos se ha realizado en función de varios criterios:

En primer lugar, se ha optado sin excepción por ofrecer obras íntegras y no fragmentos o extractos de obras mayores. Esto ha supuesto, naturalmente, que se han quedado fuera textos de larga extensión, y se han privilegiado las formas breves: la novela corta, el cuento, el artículo o la pieza teatral de un solo acto. Creo no obstante que la selección es representativa, en la medida que, como ya se indicó, los autores españoles tienden a plasmar sus incursiones fictocientíficas en esta forma.

Además, se ha buscado mantener una representación variada de temas, enfoques y tendencias ideológicas, así como un equilibrio entre textos de mayor ambición literaria y otros que sin alcanzar niveles de alta calidad considero muy atractivos por otras razones: temáticas, contextuales o de originalidad. El objetivo prioritario aquí, reitero, consiste en hacer patente la riqueza, diversidad y pluralidad de la ciencia ficción española. En este sentido, la presente antología reúne a nombres consagrados con escritores de tirón comercial, periodistas y médicos, y por primera vez incorpora obras a cargo de escritoras españolas: Emilia Pardo Bazán y Ángeles Vicente (Cosmos latinos incluía a la autora argentina Angélica Gorodischer).

La selección se ciñe al arco temporal y de época aludido. En ese sentido, se han dejado fuera textos de ciencia ficción publicados en el último tercio del siglo XIX, así como aquellos posteriores al estallido de la Guerra Civil. Dentro de esta antología, como ya se indicó, el texto más antiguo con datación específica es de 1899 (el de Ganivet) y el más moderno de 1935 (el de Agustín de Foxá).

Se ha optado por una doble ordenación: temática y cronológica. Así, las obras se ofrecen agrupadas en distintos bloques según el asunto tratado, como ha quedado descrito, y dentro de estos ordenados diacrónicamente. La agrupación temática busca poner en diálogo textos similares, así como ofrecer una guía que apele a los intereses y preferencias del lector.

Para la transcripción de las obras, en los casos en que ha sido posible se ha comparado la publicación original con ediciones posteriores, aunque no pocos de estos textos nunca han sido reeditados desde que aparecieran por vez primera, ni tras aparecer en la prensa fueron recopilados en volumen. Se han corregido los errores y normalizado el uso de la lengua y los préstamos extranjeros. Se ha optado, al igual que en este prólogo, por suprimir notas al pie de página o referencias bibliográficas. El objetivo fundamental ha sido presentar un texto limpio y que invite a la lectura. A cada historia antecede una brevísima presentación que consta de nota biográfica sobre su autor y una sucinta sinopsis.

Finalmente, se incluye ahora, antes de las obras, un listado por orden alfabético de autor con las referencias del lugar original de publicación de los textos.

Juan Herrero Senés

Referencias de publicación

Bello, Luis, «La última guerra. Cuento del porvenir», La Ilustración Española y Americana, 8 de julio de 1912, pp. 13-14.

Bertrán Rubio, Eduardo, «Un invento despampanante», Hojas Selectas, Barcelona, núm. 53, mayo de 1906, pp. 425-431.

Blanco-Belmonte, Marcos Rafael, «El ocaso de la humanidad», Blanco y Negro, 19 de mayo de 1918.

Calvo Roselló, Miguel, «Un país extraño», Blanco y Negro, 28 de septiembre de 1919.

Fernández Bremón, José, «Telegrafía intelectual», Unión Ibero-americana, marzo de 1904, pp. 68-70.

Foxá, Agustín de, «Profecías y símbolo de las termitas». ABC, 17 de febrero de 1935, p. 15.

Ganivet, Ángel, «Las ruinas de Granada (ensueño)», en Á.Ganivet, M. Méndez, N. M. López, y G. Ruiz Almodóvar, Libro de Granada, Imprenta Literaria Vda. E Hijos de P. V. Sabatel, Granada, 1899, pp. 205-213; reimpreso en Obras completas, 2 vols, Aguilar, Madrid, 1961-1962, vol. 2, pp. 703-711.

Gómez de la Serna, Ramón, «El dueño del átomo», Revista de Occidente, núm. 35, mayo 1926, pp. 59-84.

Hernández Catá, Alfonso, «Fraternidad», en La voluntad de Dios, Madrid, Alejandro Pueyo, Editor, 1921, pp. 175-206.

Larrubiera, Alejandro, «La mujer número 53», en El dulce enemigo, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1904, pp. 131-140.

López de Haro, Rafael, «El caso del doctor Iturbe», El Libro Popular, núm. 13, 3 de octubre de 1912.

López-Montenegro, Ramón, «La sed de oro», Blanco y Negro, 21 de febrero de 1926, pp. 19-22.

Lorenzo, Félix, «Los rayos paralizantes», Blanco y Negro, 22 de noviembre de 1914, pp. 7-9.

Marsá, Ángel, «La voz de la sangre», La Novela Roja, núm. 39, 1922.

Martínez Ruiz, José (Azorín), «Los intelectuales», Blanco y Negro, 12 de febrero de 1928, pp. 43-46.

Olmet, Luis Antón de, «La verdad en la ilusión», Los Contemporáneos, núm. 204, 23 de noviembre de 1912.

Ortega Munilla, José, «Páginas del año 2016 (De la crónica de los pacificadores)», La Esfera, 29 de julio de 1916, pp. 10-11.

Pardo Bazán, Emilia. «En las cavernas», El Libro Popular, núm. 2, 18 de julio de 1912.

Pérez de Ayala, Ramón, «Sentimental Club», El Cuento Semanal, 22 de octubre de 1909. 2da edición, con el nombre «La revolución sentimental», La Novela de Hoy, núm. 373, 1929.

Ramón y Cajal, Santiago, «La vida en el año 6000», en Escritos inéditos, tomo II, Zaragoza, Institución Fernando El Católico, 1973, pp. 65-78.

Salaverría, José María, «Un mundo al descubierto», La Novela de Hoy, núm. 360, 5 de abril de 1929.

Unamuno, Miguel de, «Mecanópolis», Los Lunes del Imparcial, 11 de agosto de 1913.

Vera, Vicente, «El periodismo dentro de cien años», en Amenidades científicas (narraciones curiosas), Barcelona, Casa Editorial Estvdio, 1914, págs. 139-148.

Vicente, Ángeles, «Cuento absurdo», en Los buitres, Madrid, Librería de Pueyo, 1908, pp. 109-128.

MUNDOS EXTRAÑOS

Emilia Pardo Bazán,

En las cavernas

La escritora Emilia Pardo Bazán (1851-1921) se mantuvo siempre muy atenta a los desarrollos artísticos y a las nuevas tendencias literarias, a la par que tanto en sus novelas como en sus artículos periodísticos describía las realidades sociales de su presente. Por eso no extraña que en su amplia producción puedan encontrarse varias narraciones que tratan la cuestión de la creciente importancia de la ciencia como forma de conocimiento y de avance histórico, y que por tanto se interrogan sobre la idea de progreso. De hecho, su primera novela, Pascual López: autobiografía de un estudiante de medicina (1879), se considera un ejemplo temprano de ciencia ficción al presentar en su personaje principal un científico que capaz de crear oro.

El asunto del progreso y del avance social aparece también tratado, aunque desde otra perspectiva, en el texto aquí seleccionado, «En las cavernas» (1912), una novela corta ambientada en la prehistoria y que se aprovecha de la moda surgida en Francia de ficcionalizar los primeros pasos del hombre sobre la Tierra, sus descubrimientos y la instauración de los códigos y normas que regulan el intercambio social.

En las cavernas

La horda, rendida y extenuada, hubiese deseado refugiarse en la cueva, entrando en ella con el apresuramiento maquinal de los borregos al acogerse al redil. Llevaban varios soles caminando, en busca de una tierra benigna, donde no abundasen las fieras y la caza no faltase, y donde sus semejantes, los humanos, no fuesen más numerosos y fuertes y los exterminasen; y nunca encontraban aquel Edén de su fantasía de primitivos, deslumbrados y aturdidos aún del primer contacto con la Naturaleza. La estepa, que después se llamó Iberia, prolongábase, al parecer, sin fin, pantanosa todavía, con densa vegetación de cañas y juncos, y arbolado a trechos; algunos gazapos la surcaban, carretones, muy difíciles de coger, y la esperanza de la mísera ralea era que, a deshora, asomase por las ciénagas la manada de elefantes. Alguien moriría, pero los demás tendrían abundancia de sustento.

Dos se habían quedado rezagados, en conversación confidencial. Eran un hombre y una mujer.

Él, mozo y ágil, no parecía tan fatigado como ella, y se apoyaba, en actitud animosa, en un recio palo. Ella, joven y enjuta de formas, como una gamuza, ceñía a su delgada cintura largo delantal de corteza de árbol. A la luz de la luna, llena y rojiza aún, que empezaba a ascender por el cielo, como el rostro encendido de un dios, podía verse perfectamente que además de aquel rudimento de traje, la mujer ostentaba collares de conchillas y un peinado lleno de coquetería, grande, crespo, formando aureola, en el cual se clavaban a guisa de agujas puntas de colmillos de jabalí. Sus ojos ovalados se posaron en el mozo, y preguntó dulcemente:

—¿Estás muy cansado? ¿Tienes mucha hambre?

—No tanta que me quite las fuerzas. Tengo hambre de ti, Damara. De ti sí que tengo hambre y sed. ¿No lo sabes?

Ella sonrió, y cariñosa repitió lo tantas veces dicho:

—No quiero que nadie me tome en sus brazos, porque si ahora me respetan, sabiendo que no soy de ninguno, cuando sea de alguno seré de todos, y a eso prefiero morir… ¿No lo comprendes, Napal? Veo a mis hermanas someterse sin repugnancia a cuantos varones hay en la tierra, sin excluir al viejo Olavi, que ha cumplido más de mil lunas y le llevamos en parihuelas durante las caminatas; pero bien sabes que yo no soy como ellas: quiero un varón nada más, para que, cuando me nazca un hijo, lleve el mismo nombre de quien le engendró.

Napal se arrimaba insistente, suplicante. Esperaba siempre que Damara sintiese el mismo fuego que a él le tenía consumido, y la seguía, como sigue el cazador a la res.

—Dices bien, Damara, y no es eso lo único en que tú y yo pensamos de un modo diferente del resto de la tribu. Mira, siempre nos quedaría el recurso de aprovechar la primera ocasión favorable, desgarrarnos de los hermanos y huir juntos… pero no es posible, porque yo no debo hacerlo, teniendo como tengo maravillas que revelar a la tribu, que la redimirán de la miseria y de esta vida tan amarga, de andar y andar continuamente.

—Y, por otra parte, ¿qué haríamos solos, Napal? Si unida la tribu no podemos vivir, no encontramos asilo ni sustento, ¿cuánto duraría nuestra vida, no teniendo más defensa que nuestro cariño?

Napal calló un instante, con la respiración anhelosa de deseos y fiebre de amor; y al cabo, en voz baja, sugirió:

—Por eso no habría dificultad. Conmigo te bastaba. ¿No has oído decir, Damara, al viejo Olavi, cuando nos refiere cosas de otros tiempos, que al principio hubo una mujer y un hombre en la tierra toda? Y entonces no sabían cómo se enciende el fuego, ni cómo se persigue a los animales para comer su carne y abrigarse con su piel. Seríamos tú y yo como esos dos padres antiguos, solo que conocedores ya de grandes secretos… Ven, Damara, desviémonos más de la tribu; ya blanquea la luna, y nos alumbra pródigamente; tengo que enseñarte algo que he encontrado.

Damara vaciló, y miró, inquieta, hacia el confuso grupo de la multitud, que hormigueaba a lo lejos.

—Temo –murmuré– a la sagacidad de Ambila, el astuto mago; temo que salga a espiarnos, como otras veces, nuestro hermano Ronero. Nos matará, si se convence de que no he de consentir su abrazo. Sus ojos me queman cuando se posan en mí. Si yo fuese como las demás hermanas, que no han escogido, Ronero tendría paciencia; pero habiéndote elegido a ti ¡no más, sé que no lo ha de sufrir! Es fuerte, es duro como el jaspe, es amigo de ver correr la sangre y palpitar las entrañas. Nos matará.

—¡Bah! Ahora, cansado de la larga jornada, de haber cargado en sus hombros robustos las parihuelas. todavía tiene que registrar la cueva con los demás mozos. No tengas miedo. Damara. Esto es un convenio entre la luna, tú y yo. Ven y te diré mis esperanzas, porque, siendo joven, sé más que los Ancianos y yo, con mi sabiduría, me libertaré del yugo de los ancianos, y seré quien en adelante guíe a la tribu.

Damara, medio resistiendo, echó a andar, y treparon por la colina, buscando el amparo misterioso de los matorrales espesos y olorosos. La luna era ya un fanal clarísimo. Y permitía ver el rostro de Damara, ligeramente bronceado por la intemperie, expresivo y menudo de facciones, la boca pálida, los dientes como granizo, las mejillas como dátiles de palmera, por lo tersas y finas, y los ojos negrísimos, de mirar prometedor. Napal sonreía de gozo al verse en tan retirado lugar con la virgen, al sostenerla en los pasos difíciles, al desviar los arbustos espinosos para que no la hiriesen.

En lo alto de la colina, una meseta sembrada de dispersos pedruscos convidaba a sentarse. Napal lo hizo, atrayendo hacia sí el cuerpo de Damara, tan próximo, que podía el mozo oír latir el corazón de la moza, como paloma salvaje que palpita en la mano.

—¿Por qué no ahora mismo, di? –tartamudeaba él–. Y mañana revelo a la tribu mis ideas, lo que ha de cambiar nuestra vida, y no pueden negarme que te lleve a la vivienda que he de construir en un pantano muy oculto, que hemos dejado a la izquierda, al bajar de la montaña. Nuestra vivienda no ha de ser en cueva alguna: yo quiero ver la luz y librarte de las fieras. Sobre palos firmes que sobresalgan del agua misma, entretejeré ramas, las revestiré de barro que el sol secará, y por encima también cubriré la morada, que ninguna mujer ha tenido aún en el mundo sino tú, puesto que todos cuantos hombres hemos encontrado y con quienes hemos luchado, en cuevas se cobijaban. Y para asegurar tu comida, para que el hambre no enflaquezca tu seno igual al globo de la luna naciente –tu seno de miel, Damara–, sé yo una treta, he averiguado una cosa prodigiosa. Nadie de nuestra tribu –son poco más que animales, y hacen todos los días las mismas cosas que ayer hicieron– ha reparado en que ciertas hierbas dan una frutilla muy pequeña, una simiente que se puede comer… Mira.

Con movimiento rápido, Napal se desciñó una especie de grosera red de hierbas secas que llevaba terciada al hombro, y extrajo de ella dos o tres pedazos de caña.

—Con esto –exclamó, tomando uno de ellos–sabes que aprisiono el aire y lo modulo de un modo deleitoso… Muchas veces me pides que haga sonar mi caña taladrada con el punzón de piedra… Nadie sabe que tengo esta habilidad, ni quiero, porque tendría que estar dándoles música siempre. ¡Bah! Música, a ti… Ya tendrán bastante que agradecerme. Seré para ellos el espíritu, el que crea la vida y la enciende como una antorcha.

Quitó el tapón de hierbas que obturaba otra caña hueca, y en la palma de la mano recogió una lluvia de granitos que sonaban como arenas al caer.