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La muerte de un gatito y las circunstancias familiares en que se produce acaban por dar cabida a una compleja constelación de sentimientos. Cuando uno pierde una mascota suelen decirle los demás, con las mejores intenciones, "¡qué más da! Procura reemplazarla." El autor deja bien claro que el asunto no es así de sencillo. Reflexión, poesía, catarsis son tres de las constantes que se entretejen a lo largo de este puñado de páginas que, como buena parte de la mejor literatura, se resiste a ser encasillado en cualquiera de los géneros habituales. Al final de la lectura tiene uno la sensación de que todo esto ha ocurrido en la vida real y, a veces, que también uno, el que lee, ha vivido algo así. Flota siempre en la atmósfera del texto una reconfortante nube de empatía que enmarca una suerte de reconocimiento entreverado de Íntima revelación. Xavier de Moulins (Boulogne-Billancourt, Francia, 1971), maestro en literatura, es además periodista, presentador de televisión y autor de una docena de obras, entre las que sobresale Le petit chat est mort (2020), breve historia autobiográfica que presentamos aquí en su versión al español.
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Seitenzahl: 69
Veröffentlichungsjahr: 2023
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MURIÓ EL GATITO

UNIVERSIDAD VERACRUZANA
Martín Gerardo Aguilar Sánchez
Rector
Juan Ortiz Escamilla
Secretario Académico
Lizbeth Margarita Viveros Cancino
Secretaria de Administración y Finanzas
Jaqueline del Carmen Jongitud Zamora
Secretaria de Desarrollo Institucional
Agustín del Moral Tejeda
Director Editorial
Xavier de Moulins
MURIÓ EL GATITO
Traducción de Jorge Brash

Primera edición, 11 de diciembre de 2023
D. R. © Universidad Veracruzana
Dirección Editorial
Nogueira núm. 7, Centro, cp 91000
Xalapa, Veracruz, México
Tels. 228 818 59 80; 228 818 13 88
https://www.uv.mx/editorial
ISBN electrónico: 978-607-8923-89-2
Título original: Le petit chat est mort
© Flammarion, París, 2020
Maquetación de forros: Jorge Cerón Ruiz
Ilustración de portada: Gerardo Vargas Frías
Cuidado editorial: Jorge Brash y Agustín del Moral
Elaboración de epub: Aída Pozos Villanueva
A Jean-Marie, Arnaud y Mino
Para mis hijos
Ya sé qué es un gato: es alguien
con aspecto de gato, que llega
y te roba el corazón.
Christian Bobin, L’Homme-joie
Murió el gatito.
La frase es un disparo.
No ha sido cosa fácil mirar con qué palabras decírselo a las niñas, así que terminé por resignarme a elegir el camino más simple: tres palabras con un punto final. Breve, cruel, monstruoso.
Se quedaron impávidas.
Erguidas y muy quietas.
Oyeron la explosión sin mover un dedo, en pijama, descalzas sobre el piso de la cocina, en una mañana que sería interminable.
De repente se partieron por dentro, ahí donde la nieve es más frágil, sobre las cimas invisibles de nuestra alma.
Mi voz, como un trallazo, desató la avalancha y las niñas se hundieron para luego caer en el abismo. Inmersas en la pólvora, Claire y Zélie parecían no saber ni dónde estaban.
Seguían buscando la salida con el escaso oxígeno que todavía les quedaba.
Su corazón se subleva bajo el camisón de dormir y uno diría que está a punto de estallar.
Y cuando nuestras miradas se cruzan es a mí a quien le toca desplomarse. Estamos ahí todos cogidos en la trampa.
Al fondo del abismo.
La avalancha nos dejó sepultados.
Ningún testigo que pueda dar aviso de nuestra desgracia. De nada serviría pedir auxilio.
No habría helicóptero que volara en nuestra busca.
Para abrirnos camino y salir de esta grieta no contamos más que con nuestras propias uñas.
Para volver a respirar.
Murió el gatito.
De golpe la mañana le ha franqueado la entrada a la noche.
Al fondo de la grieta, quedamos cubiertos por el negro manto de una pena que nos conserva abrigados y a la vez nos enfría. Todo se vuelve gris.
En la cocina, las niñas se mantienen erguidas sobre el mosaico blanco y, bajo el fuego de la luz artificial, sus ojos se desbordan.
Y como un purasangre en la barrera de salida, el llanto está presto a estallar.
A desfigurarnos.
El alma contamina al cuerpo.
Y las niñas son ríos en creciente bajo la tormenta.
Pálidas, sus manos se crispan y el vientre se les tensa, apenas tienen ya la fuerza necesaria para contener siquiera un poco aquella riada, y el poder de la corriente se ríe de su resistencia, de sus afanes de atajarla y de que, a falta de peso, sucumbieron al golpe de la infausta noticia.
La mayor fue la primera en soltarse.
En seguida las olas arrastraron a Claire.
No he podido con los aullidos de su hermana.
Estoy seguro de que en estos momentos no hay nadie que me pueda sacar de la tristeza.
Por teléfono, la veterinaria me lo asegura.
Hará todo lo posible para salvarte.
Al menos me lo ha dicho tres veces cuando le hice la pregunta: ¿qué probabilidad tiene de salir adelante?
Como no quería responderme, insistí como quien a fuerza de hombros se propone forzar la puerta del destino.
Al cabo consintió, en voz muy queda, una voz baja y dulce, casi maternal: calculo que habrá un quince por ciento.
Quince diminutas oportunidades entre cien de regresar a tu casa a revolcarte otra vez en el diván amarillo el tiempo que quisieras.
Quince oportunidades entre un ciento de tumbarte otra vez a los rayos del sol en el alféizar de la ventana a mirar esos toldos de la tienda de enfrente.
Quince por ciento de probabilidad, mi pequeño suertudo, de volver a tenernos.
Quince por ciento de nada en absoluto de rasguñar de nuevo el colchón de mi cama y masajearme la cabeza a las cuatro de la madrugada para exigirle a la noche que se vaya para alegrar de nuevo nuestro clan.
Quince por ciento, muy poco en verdad, lo que da a la esperanza un resquicio como un ojo de aguja para en él enhebrarse.
Pero el aliento de la voz de la doctora me hizo creer que esa noche librarías airoso el obstáculo, por lo que acabé mi jornada con el corazón más ligero.
Bajé a dar las noticias del mundo espeluznante procurando no ver tu muerte por completo, que los muertos ya son demasiados en el mundo del hombre.
Tu veterinaria es una médica afamada.
Zoé Lacroix es su nombre.
Lo que suena a personaje de novela, no de la historia de tu desaparición.
La he visto tres veces cuando mucho.
La primera, aún cabías en la mano de un niño, aunque fue en la de mi esposa donde te echaste a ronronear.
La visita fue entonces para una vacuna.
Fue Claire la que encontró su dirección cuando fue a averiguar dónde conseguir un gato.
No tenías ni tres meses, vaya, te acababan de separar de tu madre.
No dijiste que volverías tan pronto a morirte ahí mismo, inconsciente en la sala de espera. Ni tampoco nosotros.
Éramos felices y tú, tan inocente.
Habría que decorar muy bien esa salita para hacerla más amable; como si fuera un salón de belleza, no una clínica veterinaria, otra galaxia. Como una Navidad en verano, algo así.
Tu doctora era muy elegante, con las manos cuidadas, siempre muy perfumada, con la cabeza envuelta en un turbante malva.
Zoé Lacroix sonreía al tomarte del cuello.
Tú movías las patas al aire tratando de atrapar sus vestidos con las zarpas rosadas, retraídas.
Con toda la dulzura del mundo, nos enseñó los principios básicos para brindarte los mayores cuidados.
Mi esposa anotaba los consejos, las niñas los iban guardando en la memoria mientras mis pensamientos estaban en otra parte, en la calle, la vida.
En su regazo volviste a encontrar la calma. De ahí no has vuelto y ya te abandonaste, gatito, como todo un sultán.
La doctora Lacroix nos confesó entre risas que le hubiera gustado tenerte para luego llevarte a nuestra casa, en una caja de zapatos.
Insistía Zoé en que tú eras de una rara belleza, el más lindo de todos los gatitos.
Y le hubiera gustado poder darte a sus niños de regalo.
Lo bueno es que eras nuestro.
Tu doctora te puso en nuestros brazos sorprendidos.
Te acariciamos la pancita esponjada como la de un Buda.
Estabas bien cuidado.
Zoé Lacroix te había disfrutado hasta entonces, así como nosotros hasta llegar al coche. Compramos sin reservas todo tipo de objetos inútiles, juguetes para entretenerte, cansarte y divertirnos contigo.
Durante el tiempo que nos fue dado compartir, eras inocente, lo mismo que nosotros.
Un poco más.
Al remontar la avenida, ya rumbo a nuestra casa, bajo el verdor de los árboles, el sol acariciaba tu asombroso pelaje de liebre corredora bajo el cielo de otoño.
El mundo se movía, nuestras niñas cantaban.
Antes de conocerte yo no te quería.
Los gatos nunca me gustaron, mejor dicho, yo creía que no me gustaban.
Hacía ver los problemas, el engorro que supone tenerlos, sacaba a relucir el incordio de limpiar sus desechos, el tufillo del alimento en pasta, las bolas de pelo en el suéter, el saco, la gabardina, la ingratitud, las garras traicioneras.
Lo repetía hasta el cansancio: los gatos son unos interesados que se vuelven egoístas con sus prerrogativas, como sentarse sobre el radiador; les importa un comino el mundo que los rodea, de nada sirven cuando hace mal tiempo, son peso muerto que se interpone al organizar nuestros fines de semana de tres días, ni qué decir de las vacaciones.
Un fastidio los gatos.
Tenerlos es una tontería.