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Ella no era una delincuente... hasta que apareció la policía con pruebas irrefutables y con las esposas. Sí, Shelby Jacobs había sido detenida por tráfico de armas, pero lo único que ella sabía era que su jefe era un cretino. Otro trabajo temporal no iba a darle el dinero suficiente para pagar la fianza... ni para contratar a un abogado decente. Afortunadamente, el socio del prometido de su compañera de piso podía llevar el caso. El problema era que los sentimientos que Dallas Williams iba a despertar en Shelby eran bastante indecentes. Además sabía que jamás encajaría en el estructurado mundo de Dallas. Pero tenía que saldar la deuda que tenía con él, así que aceptó un trabajo en su bufete...
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Seitenzahl: 159
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Barbara Dunlop
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Muy cerca de la tentación, n.º 344 - mayo 2022
Título original: Out of Order
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1105-679-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
CUANDO el policía entró en el salón de juegos recreativos pistola en mano, Shelby Jacobs debería haber imaginado que aquello iba a acabar mal.
Su compañero echó el cierre de la puerta y ella se apartó de la caja registradora, inconscientemente dispuesta a esconderse si empezaban a volar las balas.
Cuando había aceptado el trabajo, la semana anterior, sabía que Black Street no era precisamente la mejor zona de Chicago, pero era el único que le habían ofrecido. Estaba cerca de la estación y sólo a quince minutos del apartamento de su amiga Allison.
Además, cuando no se tiene nada, no se puede exigir.
—Que nadie se mueva —gritó el policía bajito, moviendo la pistola de lado a lado para vigilar a todo el mundo. Al hacerlo, golpeó sin querer un cartón de palomitas, que empezaron a rodar sobre la goma negra que ocultaba un suelo de cemento.
El poli número dos vigilaba a la docena de aterrados adolescentes que estaban jugando en las maquinitas.
Shelby no podía creer que ningún delincuente se pasara por un salón de juegos recreativos después de haber cometido alguna fechoría, pero, ¿qué sabía ella? Después de robar un banco, seguramente un criminal tendría todo el día por delante.
Bajito y de hombros anchos, con la barbilla levantada en un gesto arrogante, el policía número uno se detuvo delante de ella.
—Estoy buscando a Gerry Bonnaducci.
—¿A Gerry? ¿Por qué, qué ha hecho? —preguntó Shelby, sorprendida.
Gerry había estado allí desde las diez de la mañana. Ella era testigo.
—Ponga las manos sobre el mostrador —le ordenó el policía.
El cañón del calibre 38 fue suficiente para que Shelby se olvidara de Gerry. La lealtad de un empleado no daba para tanto.
—Está en la trastienda.
—Ponga las manos sobre el mostrador, donde yo pueda verlas.
—Pero…
—¡Ahora!
Shelby colocó las manos sobre el mostrador de formica gris y el policía le hizo un gesto a su compañero para que la vigilara mientras él se dirigía a la trastienda, donde Gerry estaba separando monedas. El tintineo podía oírse a pesar de la machacona música de rap que pretendía animar a los helados jugadores.
Shelby se preguntó si debería devolverles el dinero. Gerry era un poquito tacaño, pero en aquellas circunstancias seguramente no protestaría.
El policía abrió la puerta de la trastienda de una patada.
—¡No se mueva!
A Gerry se le cayó el cigarrillo de la boca.
No protestó ni hizo pregunta alguna mientras el policía le ponía las esposas y empezaba a recitarle sus derechos. Ni siquiera parecía sorprendido.
Genial, estaba trabajando para un delincuente, pensó Shelby. ¿Qué le pasaba? ¿Tenía un imán en la frente que atraía a los jefes problemáticos?
La semana anterior, el cerdo de su novio la había despedido del bar de copas Terra Suma en Minneapolis. Entonces había perdido el trabajo, la casa, el novio y su futuro, todo de golpe.
De modo que estaba de nuevo sin trabajo. Y a saber si Gerry le pagaría aquella semana.
No podía ser. El siguiente sería un trabajo de verdad, se dijo. Aunque tuviera que ir a la universidad por la noche. Aunque tuviera —ojalá no fuera así— que volver a casa de sus padres.
No debería haber dejado la carrera de filosofía en tercero. En realidad, no debería haber elegido filosofía, sino contabilidad o dirección de empresas o enfermería. Algo con futuro.
—Ponga las manos a la espalda, señorita.
Shelby abrió mucho los ojos.
—¿Yo?
—Ponga las manos a la espalda —repitió el policía número dos. Era más alto que su compañero, moreno, de ojos castaños.
—¿Por qué? —preguntó ella, con voz temblorosa.
—Está detenida.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Por comercializar software pirata y venta ilegal de armas de fuego —contestó el policía, sacando las esposas.
—¿Armas de fuego? —repitió Shelby, mirando las plateadas esposas con mórbida fascinación.
—Ponga las manos a la espalda, señorita.
—Pero yo no… yo no…
—Puede contárselo al juez.
—¿Al juez? —el policía le colocó las esposas sin decir nada más—. ¡Gerry! Diles que yo no tengo nada que ver con esto.
—¿Nada que ver con qué? —gritó él—. Yo no he hecho nada malo.
—Los detectives están registrando el almacén ahora mismo —dijo el policía bajito, haciéndole un gesto a los adolescentes para que salieran a la calle.
—Pero yo soy inocente —insistió Shelby.
No podían detenerla. Eran las seis y media y había quedado con Allison para ir a bailar esa noche…
Se había levantando muy temprano para llevar su vestido verde esmeralda a la tintorería. Que, por cierto, cerraba en media hora.
—Yo también soy inocente —dijo Gerry.
—¿No necesitan pruebas o algo así? —preguntó Shelby, aterrada, cuando el policía puso una mano en su hombro. Ella no era una delincuente, era una cajera, una camarera. Quizá no tenía mucho sentido común eligiendo trabajos y hombres, pero eso no era un delito.
—Tenemos pruebas convincentes —dijo el policía.
—Eso es imposible. Yo sólo trabajo aquí…
—¿No fue usted a recoger un paquete en la calle Michigan ayer por la tarde?
—Iba a buscar café…
El policía levantó los ojos al cielo.
—¿Doscientos kilos de café?
—No, dos paquetes.
—Estoy hablando de la mercancía que cargaron en la furgoneta.
—¿Qué?
—Las dos cajas. Supongo que recordará ese pequeño detalle, lo tenemos grabado en vídeo.
—Pero yo fui a buscar café…
Había estado en la tienda dos o tres minutos como máximo.
—Ésa es su historia…
—Es la verdad —lo interrumpió Shelby.
—Ya, claro. Pues lo que hay en el almacén contradice esa historia, señorita.
—Pero si yo ni siquiera sabía que hubiera un almacén. Soy inocente…
—Creo que la palabra es «cómplice».
—Esto es increíble —protestó Shelby, furiosa.
Pero cuando salieron del salón de juegos, perdió el valor. Se había formado un corrillo en la acera y todo el mundo estaba mirándolos.
—Puede contárselo al juez cuando lleguemos a la comisaría.
—¿Ahora mismo? ¿Esta noche?
El juez tendría que creerla. A lo mejor la dejaría ir sin que tuviera que llamar a Allison. Y luego su vida volvería a la normalidad… si su vida podía llamarse normal.
—¿Podríamos parar en un sitio antes de ir a la comisaría?
—¿Dónde?
—En una tintorería que…
—No —la interrumpió el policía.
—Pero tengo que recoger un vestido…
—No creo que donde va le haga falta un vestido nuevo.
Shelby tragó saliva.
—¿A la comisaría?
—A la cárcel.
—¿Van a meterme en la cárcel? —exclamó ella.
—Ése es el procedimiento habitual.
—Pero si yo no he hecho nada.
El policía abrió la puerta del coche patrulla.
—Eso dicen todos.
—¿No puedo llamar por teléfono? —el prometido de Allison era abogado. A lo mejor Greg podía sacarla de aquel lío.
—Aún no. Cuidado con la cabeza.
Al entrar en el coche, Shelby sintió un ataque de claustrofobia y tuvo que hacer un esfuerzo para no darle una patada al policía y salir corriendo.
Había quedado en Balley’s esa noche para bailar, tomar un par de copas con su amiga Allison, hablar de lo malos que eran los hombres que te dejan tirada por una rubia de bote. No iba a dejar que la registrasen, ni a compartir un catre en prisión con una mujer que se llamara Baby Face.
Pero el policía era mucho más fuerte que ella.
—Esto es un tremendo error —insistió Shelby.
—Entonces, no tiene que preocuparse —replicó él, cerrando la puerta.
Shelby no quería discutir, pero sí tenía de qué preocuparse. Los policías no la creían y Gerry no iba a ayudarla. Y tenían una cinta de vídeo en la que ella, supuestamente, recogía unas cajas sospechosas.
Angustiada, cerró los ojos para controlar las lágrimas.
Traficante de armas iba a sonar mucho peor que licenciada en Filosofía.
Si el sentido del honor y los principios no mantuvieran al abogado Dallas Williams por el camino recto, tener que pasar más de diez minutos en la comisaría de la calle Haines lo haría.
Esa comisaría era uno de los sitios más deprimentes del mundo. Con viejos fluorescentes en el techo, paredes llenas de humedad y prisioneros gritando obscenidades, era sencillamente horroroso.
—¿Tenéis listo el informe de la detención para Dallas Williams? —gritó el sargento, mientras un compañero llevaba a un hombre y una mujer hacia el mostrador.
Dallas automáticamente se apartó de la mujer esposada. Estaba allí para conseguir información sobre un testigo en un caso de contrabando y se marcharía enseguida.
—Tardará unos minutos —dijo luego el sargento, señalando las sillas de plástico—. ¿Quiere sentarse?
—No, gracias —contestó Dallas.
Regla número uno en la comisaría de la calle Haines: alejarse de los muebles y de la clientela. No quería que se le pegara un chicle en el pantalón de Armani y tampoco tenía ganas de charlar con los personajes que iban a pagar la fianza para sacar a algún detenido.
Pero sintió que la mujer esposada lo estaba mirando y cuando levantó la cabeza, se encontró con unos ojos verdes sorprendentemente claros y lúcidos.
—¿Tú eres Dallas Williams?
Debía medir un metro setenta, delgada, con una melenita castaña clara que le llegaba por los hombros. Iba con la cara lavada, de modo que no podía ser una prostituta, pero el top negro sin mangas y la minifalda le dieron que pensar. Y estaba seguro de que no era tan peligrosa como para ir esposada.
—¿De Turnball, Williams y Smith? —insistió ella.
—Sí, soy yo —contestó Dallas.
La chica sonrió, mostrando unos dientes blanquísimos que, seguramente, le habrían costado una fortuna a sus padres. Parecía aliviada, como si le hubiera dicho que era su ángel de la guarda.
—Menos mal. Quería llamar al novio de mi amiga, pero tú también me vales.
El sargento colocó un sobre grande sobre el mostrador.
—Aquí está su informe, señor Williams.
—Gracias —Dallas tomó el sobre y se dirigió a la puerta de la comisaría. Lo último que necesitaba era que aquella chica le contase sus penas.
—¡Espera! —lo llamó ella—. Tienes que ayudarme.
Dallas sacudió la cabeza. Con la cara lavada o no, él no defendía a prostitutas, drogadictos o rateros de poca monta.
—Por favor —le imploró la chica, intentando zafarse del policía que la sujetaba.
Dallas apretó los dientes.
—Cobro trescientos dólares por hora.
Ella dio un paso atrás, sorprendida.
—¿De verdad?
—De verdad —contestó él. Le disgustasen o no, los chicos de la comisaría de la calle Haines no solían llevar allí a gente inocente.
No tenían que hacerlo. Había muchos delincuentes entre los que elegir.
—¿Cuánto tiempo tardarías en sacarme de aquí? ¿Diez, quince minutos?
—Hay un mínimo de ocho horas en casos nuevos —mintió Dallas.
Ella parpadeó y, aquella vez, sus ojos le parecieron de color turquesa.
—Eso no puede ser legal.
—Le aseguro que es completamente legal.
—Pero es una inmoralidad.
—¿Quiere debatir sobre moralidad, señorita? Es usted la delincuente. Y soy un profesional que respeta las leyes.
—Yo no soy una delincuente.
Dallas no podía creer que estuviera manteniendo aquella conversación. No podía creer que ella hubiera tenido la audacia de llevarle la contraria.
—Software pirateado y venta de armas de fuego —le explicó el sargento.
Dallas levantó una ceja, esperando.
—Yo no tengo nada que ver con eso —le aclaró Shelby.
El policía soltó una risotada. Como Dallas, había oído todas las excusas posibles y aquella no era particularmente creativa.
La chica fulminó al policía con la mirada antes de volverse hacia Dallas.
—Soy inocente. Llama a Allison Kempler, mi compañera de piso. Si no quieres ayudarme, podrías al menos decirle a Greg dónde estoy.
Al oír el nombre de Allison, Dallas hizo una mueca. Greg estaba loco por su novia y si dejaba que encerrasen a su amiga…
—Greg Smith —insistió ella—. El novio de Allison.
—Nombre y dirección —le pidió el sargento.
—¿Qué tienen contra ella? —preguntó Dallas.
—No voy a pagarte trescientos dólares —protestó Shelby.
—Hablaremos de la minuta más tarde.
—No, no, de eso nada. ¿Parezco tonta o qué?
—No.
Loca, quizá. Pero tonta no.
—Llegaremos a un acuerdo sobre la minuta cuando te hayan quitado las esposas.
Ella asintió con la cabeza.
—Tenemos trescientas copias pirata de El señor de los anillos, dos docenas de pistolas, diez AK-47 y un bazooka.
—Yo no… —empezó a decir Shelby.
—Te aconsejo que no digas nada —la interrumpió Dallas.
Ella lo fulminó con la mirada. Y Dallas tuvo que tragar saliva.
Perfecto. Le atraía aquella chica. Quizá alguno de los agentes podría pegarle un tiro en aquel mismo instante.
—¿Nombre? —repitió el sargento.
Shelby mantuvo la boca cerrada.
—Puedes contestar a eso —suspiró Dallas.
—Shelby Jacobs. Y yo no sabía nada de las armas. Sólo llevaba una semana trabajando en el salón de juegos. Pregúntale a Allison…
—Sólo tu nombre y tu dirección —la interrumpió él.
Shelby murmuró algo por lo bajo. Y estaba seguro de que tenía que ver con su madre.
—¿Hay algo que conecte a la señorita Jacobs con las pruebas?
—La hemos grabado recogiendo esa mercancía —contestó el policía que la custodiaba—. Ella dice que había ido a buscar café.
—Porque es verdad…
Dallas le hizo un gesto para que se callara.
—¿La vieron pagando la mercancía?
—No —contestó el policía.
—¿La vieron cargando esa mercancía?
—No.
—¿Sus huellas están en las pistolas, en las cajas?
—No lo sabemos. Están trabajando en el laboratorio.
—¿Está formalmente detenida? —preguntó Dallas.
—Claro…
—¿Seguro? ¿La ha detenido usted?
—Sí.
—¿Tiene una orden de arresto? ¿Ha seguido el proceso como es debido?
El policía miró al sargento, incómodo.
—¿Sargento?
Dallas lo miró como diciendo: no-querrás-irritar-a-un-abogado-tan-caro-como-yo.
—Suéltala —suspiró el sargento.
—¿Y yo qué? —exclamó un hombre que estaba a su lado—. Si a ella no pueden detenerla, a mí tampoco…
—¿Quieres compartir celda con Buba, el gorila? Pues sigue hablando —le espetó el sargento.
El hombre tragó saliva.
—Su cliente no puede salir de la ciudad, señor Williams.
—Muy bien.
En cuanto le quitaron las esposas, Dallas la llevó hacia la puerta. No quería que el sargento tuviera tiempo de reconsiderar el asunto.
—Gracias —dijo Shelby.
Dallas respiró, aliviado, cuando salieron a la calle. Por fin. Un par de horas más en el bufete y podría cenar en Sebastian’s, volver a su vida normal.
—¿Tienes dinero para volver a casa?
—Sí… no… ¡mi bolso! Me he dejado el bolso en el salón de juegos.
—Dile al taxista que pare allí un momento.
—No puedo, el salón está clausurado —contestó ella—. Y no tengo llave.
Dallas suspiró. ¿Por qué él? ¿Por qué tenía que pasarle a él?
Su padre llevaría el caso de cualquier pelado que le llorase un poco, pero él no era su padre. Nunca sería tan ingenuo.
La calle estaba oscura y los hombres que paseaban por allí parecían acechar como una panda de chacales. Dallas casi podía oír a su padre regañándolo…
—Vamos a tomar un taxi —dijo por fin.
SHELBY entró en el taxi, suspirando. Allí se estaba mucho mejor que en el coche patrulla, con asientos de cuero, una ventanilla que podía abrirse y cerrarse. Además, no olía ni a vómito ni a sudor.
Dallas se sentó a su lado, con su metro ochenta, sus ojos grises, su pelo bien cortado… aunque su expresión dejaba claro que preferiría estar limpiando el horno antes que llevarla a casa.
¿Le había dado las gracias? ¿Debería dárselas? Su ayuda no iba a salirle gratis y ella ya tenía serios problemas para pagar lo que le correspondía de alquiler.
—¿Cuánto te debo?
—Olvídalo —dijo Dallas.
—¿Cómo que lo olvide? Han sido diez minutos de trabajo, así que te debo unos cincuenta dólares.
Shelby miró su reloj. Eran casi las ocho. Allison ya se habría ido a la discoteca y la llave del apartamento estaba en su bolso, en el salón de juegos, junto con el resto de sus cosas. Además, la tintorería cerraba a las ocho. ¿O a las ocho y media?
—¿Podría llevarme a la esquina de Black y Wheeler? —le pidió al taxista.
—Allison vive en la calle Rupert —observó Dallas.
—Pero tengo que ir a la tintorería a recoger una cosa.
—¿Vas a la tintorería ahora?
—Sí.
—A ver si lo entiendo: ¿te acaba de detener la policía, te has librado por los pelos de pasar la noche en comisaría, no tienes dinero, supongo que has perdido tu trabajo y lo primero que se te ocurre hacer es ir a la tintorería?
Shelby parpadeó.
—Sí —contestó tranquilamente. Conocía a la gente de la tintorería y, seguramente, le darían el vestido aunque no llevara el ticket.
Pero Dallas la miraba como si fuera un bicho bajo un microscopio.
—He quedado con Allison en Balley’s y no puedo aparecer con esta pinta.
—Ya.
—Podría ir andando, pero está a casi un kilómetro.
—Claro.
Shelby sonrió.
—Y gracias por sacarme de la cárcel.
—No estabas en la cárcel.
—¿No quieres decir «de nada»?
Dallas no sonrió.
—Sí, por supuesto.
—Puedo pagarte, no te preocupes —dijo ella entonces. Aunque no tenía muy claro cómo iba a hacerlo.
—Eres la compañera de piso de la novia de mi compañero…
—O sea, que prácticamente somos primos —bromeó Shelby.
Dallas no dijo nada.
—¿Es ésa la tintorería? —preguntó el taxista, que debía estar escuchando la conversación.
Shelby miró por la ventanilla, pero se llevó un disgusto al ver que las luces estaban apagadas. Un momento, había una mujer echando el cierre.
Si se daba prisa…
Shelby se tiró del taxi antes de que el taxista hubiese parado del todo.
—¿Dónde vas? —gritó Dallas.
—¡Necesito mi vestido! —contestó ella—. ¡Espere, espere, necesito un vestido! —le gritó a la mujer.
—Está cerrado —dijo ella.
—Por favor, es que lo necesito…
—Vuelva mañana.
—Pero…