Mystero - Miquel Giménez - E-Book

Mystero E-Book

Miquel Giménez

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Beschreibung

Una oleada de crímenes mantiene en vilo a Londres y la reina emperatriz Victoria, triunfadora tras la sanguinaria guerra contra Marte, teme que una nueva amenaza se apodere de la capital del imperio. Todas las sospechas recaen sobre el doctor Von Frankenstein y sir Edward Sherrinford es el encargado de convencer a la única persona de todo el planeta capaz de derrotarlo: Mystero, un ser con habilidades y poderes extraordinarios. Pronto descubrirán que la amenaza es mucho mayor de lo que creían y todos se preguntan si la humanidad está al borde de una nueva guerra.

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Seitenzahl: 358

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Ähnliche


Miquel Giménez

Mystero

El Imperio de las tinieblas

Saga

Mystero

 

Copyright © 2014, 2022 Miquel Giménez and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726983357

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Al culpable de todo, Sir Arthur Conan Doyle, con agradecimiento.

“Inglaterra es un lugar extraño, como si por su propia antigüedad se le hubiera concedido permiso para torcer las reglas de la realidad más que en cualquier otro sitio. Su propio suelo es una esponja empapada con la sangre de cientos de años de guerras, conquistas y sacrificios, ahogadas en las psiques de oleadas y oleadas de invasores, carniceros, tiranos, santos y locos.

 

Si se excava profundamente en los lugares adecuados, se encuentran cortezas de tierra estampadas con las huellas de gigantes, mientras que, en estratos inferiores, se albergan fósiles que no habrán visto más de veinte pares de ojos vivos y que ahora están guardados con la seguridad habitual de los tesoros nacionales.

 

En un lugar así, se puede esperar que, de vez en cuando, surja algo que no tenga la menor consideración hacia las leyes naturales.”

Brian Hodge

(Extraído del relato Lejos llegó la fama de sus hazañas, incluido en el libro Hellboy, casos insólitos)

Aviso al lector

Los acontecimientos que aquí se narran tienen lugar tras a la guerra que enfrentó a la Tierra y a los ejércitos invasores de Marte. Gracias a la Divina Providencia y a los esfuerzos de muchos valientes que dieron sus vidas para preservar una civilización y una raza, Marte fue derrotado.

 

A pesar del tiempo transcurrido se han alterado nombres, lugares o datos, tanto por respeto como para evitar interpretaciones erróneas o maliciosas.

Los terribles crímenes de Londres

Londres, una fría noche de otoño a caballo entre el siglo XIX y el XX. La niebla amarillenta y pegajosa del Támesis parecía enroscarse en los tejadillos y chimeneas de la capital del Imperio. La inclemencia del tiempo y los macabros rumores que difundían a diario las gacetillas habían conseguido que todas sus calles estuvieran desiertas. Sólo las potentes luces de los Dirigibles de la Royal Air Police rasgaban aquí y allá la tupida cortina de niebla, oscuridad y miedo que se abatía ominosa sobre la ciudad.

 

Hacía semanas que una brutal ola de crímenes se ensañaba cual plaga bíblica sobre los londinenses. A diferencia de los asesinatos de Jack el Destripador, todavía frescos en la mente de los habitantes de aquella gran metrópoli, los de ahora presentaban una índole terroríficamente peculiar que los distinguía de los primeros. Lo único que tenían en común era que el criminal o criminales atacaban a cualquiera que osara salir solo por la noche. El resto difería en mucho. No importaban el sexo, la edad o condición. Mujeres u hombres, jóvenes o ancianos, ricos o pordioseros, cualquiera que se aventurase a salir a partir de la caída del sol era una víctima en potencia. Igual podía aparecer descuartizado en el arroyo de un barrio obrero un vagabundo alcohólico, que podía hallarse el tronco y la cabeza de un Par del Reino colgando de un farol al lado de Westminster. El asesino no hacía distinciones. Su garra amenazaba, invisible y terrible a la vez, al mismo corazón del Imperio.

 

Aquel nuevo modus operandi no había pasado desapercibido a las autoridades. El Lord Mayor de Scotland Yard, Mariscal Lestrade, había presentado un minucioso y extenso informe al Home Office acerca de todo lo que la Seguridad Imperial sabía hasta aquel momento. La metodología empleada en los homicidios era harto peculiar. Una vez cometido el asesinato, se amputaba del cadáver algún miembro, víscera, tejido epidérmico, incluso cuero cabelludo, dentaduras, uñas o globos oculares. Trabajo rápido. Limpio. Profesional. Efectuado de manera fría y eficaz. El informe insistía en que los crímenes se ejecutaban con una pulcritud extrema. Poca cosa más podía añadirse, dado que hacía bastantes días que los lebreles del Yard intentaban hallar una pista, por insignificante que fuera, sin el menor éxito. Eso colocaba a Lestrade en una situación muy delicada ante el gobierno de Su Majestad, que exigía soluciones drásticas y el arresto inmediato del culpable.

 

El Lord Mayor intentaba aparentar por todos los medios que sabía más de lo que decía. Era su única manera de ganar tiempo. Dar la impresión de conocerlo todo acerca del asesino, pero atando a la vez muy corto la traílla para poder atraparlo de manera rotunda, sin dudas ni fisuras legales por las que pudiera escaparse. Lamentablemente, como indicaba la prensa, Lestrade lo sabía todo menos un detalle: la identidad del monstruo del bisturí, como apodaban los tabloides sensacionalistas al homicida múltiple.

 

Uno de aquellos diarios leídos ávidamente por las clases bajas— o por personas con gustos morbosos—, el Sun Imperial Tribune, financiado por el propio Lestrade con fondos reservados de Scotland Yard, intentaba ofrecer una versión algo más tranquilizadora. Por desgracia para el antaño detective de a pie, los resultados no eran, ni con mucho, los deseados. Artículos loatorios escritos de su puño y letra acerca de las investigaciones en curso plagados de epítetos como Increíblemente inteligentes o Brillantemente ideadas , así como toneladas de incienso hacia el propio Lord Mayor con lindezas tales como Su astuta mirada de águila debe hacer estremecer al elemento criminal del Imperio, firmados como L.E. Strade, no engañaban a nadie.

 

El resto de periódicos, para desgracia del fatuo policía, no escatimaba pullas contra la ineficacia de Scotland Yard y, especialmente, contra su obtuso responsable. Día tras día, en ellos se informaba a los atemorizados lectores acerca de detalles siniestros, como que todos los cadáveres encontrados carecían de órganos genitales. Tal estado de cosas no contribuía, precisamente, a serenar los ánimos y el público pedía a gritos que se actuase con contundencia.

 

La situación se había vuelto tan grave que, finalmente, y tras ser apedreado su carruaje por una turba de ciudadanos indignados, el propio Lord Mayor tuvo que aceptar a su pesar que el asunto se le había escapado de las manos. Presionado por el Primer Ministro en persona, a instancias de la Reina Emperatriz, Lestrade se vio en la obligación de hacer una declaración pública ante centenares de periodistas sedientos de sangre. De la suya, claro.

 

—Caballeros, caballeros, tomen asiento y tengan sosiego— dijo pomposamente Lestrade, vestido para la ocasión con su magnífico uniforme de Mariscal del Imperio, condecoraciones incluidas, entre las que destacaba visiblemente la muy codiciada Cruz Victoria de la Campaña contra Marte.

 

Contoneándose como un pavo, se dirigió con voz engolada al conjunto de periodistas. Algunos, con más conchas que un galápago, sabían de qué pie cojeaba el ex inspector desde hacía muchos años.

 

—Créanme si les digo— prosiguió con voz ahuecada ante el auditorio de plumillas con lápiz y bloc de notas en ristre— que estamos muy cerca de hallar al responsable de todos éstos sucesos. Scotland Yard vela, no lo duden, vela.

 

Un rumor de risas envueltas en desprecio revoloteó en aquella recargada sala, en la que Lestrade raras veces hacía acto de presencia para informar a la prensa. Decorada con un mal gusto abominable, los muchachos de Fleet Street, la calle dónde se imprimían la mayoría de los diarios, la calificaban despectivamente como La Sala de los Horrores de Lestrade.

 

Dispense, Lord, soy Tom Palmer, del New Imperial Post. Algunos opinan que si el Gran Detective estuviera en Londres, el caso estaría ya resuelto. ¿Comparte usted ésa opinión?

 

Lestrade enrojeció hasta la raíz del cabello y, por un momento, sopesó la posibilidad de arrojar a la cabeza de aquel majadero uno de los pesados tinteros que tenía ante sí. Aparentando un aplomo del que carecía, tomó un sorbo de agua, carraspeó y respondió temblando de ira mal contenida.

 

—Como usted debería saber, Míster Palmer, Scotland Yard y el resto de las Fuerzas de Seguridad Imperiales son más que competentes para tratar con los elementos criminales, sin precisar de ayudas externas. En cuanto al “detective” acerca del que hace referencia, bien poco puedo decirle. No se halla en ninguno de los territorios Imperiales y, por lo tanto, no tengo jurisdicción sobre él ni sobre sus actividades. Por otra parte, rumores cada vez más insistentes me indican que existen muchas posibilidades de que “ése” individuo esté muerto, quizás debido a sus propias, llamémoslas piadosamente así, debilidades. Jamás formó parte de Scotland Yard. Por tanto, lo que haya sido de él resulta del todo indiferente y ajeno en lo que concierne al lamentable tema que nos convoca hoy.

 

Lestrade, intentando acallar las preguntas que temía hacía días, buscó la manera de llevar la conferencia de prensa por otros derroteros. Si aquella chusma quería carnaza, ya se cuidaría él en proporcionársela. Maldito detective. Estaba decidido a hacer llegar al director del Herald un dossier acerca de la posible relación homosexual entre aquel metomentodo morfinómano, que tanto odiaba, y su compañero de correrías. Un libelo, evidentemente, pero que haría las delicias de la masa, siempre dispuesta a regodearse con los detalles más escabrosos y secretos de las personalidades públicas.

 

Relamiéndose anticipadamente por el efecto desmitificador que tendrían tales revelaciones entre los seguidores de aquel diletante, Lestrade adoptó el tono más truculento del que era capaz y comenzó a hablar a los periodistas, atiborrándolos con detalles y más detalles sin la menor importancia. Estos, ávidos de titulares sensacionalistas que hicieran aumentar las tiradas de sus diarios y sus menguados ingresos, no dejaban de llenar cuartillas y más cuartillas. Según el Lord Mayor de Scotland Yard, diría al día siguiente toda la prensa, el monstruo responsable de aquellas atrocidades no parecía tener interés en nada que tuviera que ver con el ámbito sexual. No se trataba de un alienado que buscase algún oscuro placer lúbrico en la mutilación y la sangre.

 

El móvil escapaba a la mentalidad común. Habían sido consultados famosos especialistas de todo el Imperio pero, de momento, no se vislumbraba ninguna luz. Lestrade, que procuró presentarse como el único ser en toda la tierra capaz de conseguir la detención del asesino, estaba tan a sus anchas que incluso se permitió especular. Para él, aquella trama era obra de elementos nihilistas. Sujetos que, únicamente, deseaban crear un estado de terror y subvertir el orden social. Tras algunas consideraciones acerca del nihilismo en las que, forzoso es decirlo, Lestrade confundió en numerosas ocasiones conceptos y etimologías, dio por finalizada la conferencia no sin antes asegurar con toda solemnidad que, debido a lo excepcional de la situación, él mismo se había hecho cargo de la investigación. Y, como todo buen cretino, salió convencido de la sala de su capacidad de convicción, que consideraba rayana en lo sublime, sin oír como los caballeros de la prensa reían maliciosamente a sus espaldas.

 

A pesar de tan altisonantes palabras, nada cambió en las semanas siguientes. Ningún rincón de la capital escapaba a la sombra onerosa del criminal. Incluso dentro de la zona conocida como El Domo, creada para proteger a los edificios y personalidades más importantes del Imperio, habían llegado a perpetrarse no menos de media docena de crímenes en un alarde de osadía sin límites. El Domo era una obra que representaba el poderío y la majestuosidad de Britania ante los ojos de la humanidad. Construido por los ingenieros de la División Especial del War Office y del Ministerio para la Ciencia, Industria e Ingenios Aeroespaciales como una coraza invulnerable, a partir de fluidos translúcidos y ondas vibratorias, se erigía, solemne y amenazador, cual silencioso manto de protección y solidez en señal de advertencia hacia los posibles elementos perturbadores del orden imperial.

 

Tamaña demostración de ingenio científico abarcaba centenares de millas de ancho, incluyendo lo que antes de la invasión marciana había sido el corazón de la City. Con una impresionante altura, que hacía que las nubes ocultasen habitualmente su cúspide, el Domo era de noche una visión impresionante. Iluminado por los potentes focos de los dirigibles, también conocidos por el público como “Ángeles de la Policía”, sus haces de luz se reflejaban contra la cúpula, creando destellos brillantes, arcos iris imposibles y sobrecogedores por su belleza, lo que daba al cielo nocturno londinense el aspecto similar al de un millón de fuegos de artificio estallando.

 

Pero la finalidad de aquella esfera distaba mucho de ser puramente estética. Había sido creada como la mejor y más impenetrable salvaguarda del corazón del Imperio ante la posibilidad de nuevas agresiones provenientes del espacio e, incluso, de potencias terrestres. Nadie podía entrar o salir de él libremente. Para acceder a su interior había que pasar por numerosos y formidables controles. Cien Entradas Menores, abiertas en el campo energético del Domo por medio de cañones de luz solar, estaban habilitadas para Ciudadanos Subalternos, Obreros Especializados, Burócratas en todos sus grados y calidades o Ciudadanos de cualquier tipo y oficio que demostrasen trabajar en la City.

 

Los tiempos en los que vendedores de agujas, mendigos, prostitutas o los que comerciaban con pieles de conejo se paseaban por Bond Street junto a lo más granado de la sociedad londinense habían quedado atrás. Ni un solo Screever, como calificaban despectivamente los habitantes de la capital del Imperio a los pordioseros, tenía carta de ciudadanía. No había lugar para ellos dentro del Domo. Vivian en barrios insalubres y míseros, externos a la City, lejos del amparo y la protección que la Corona dispensaba únicamente a los súbditos más leales, útiles o poderosos.

 

Lo mismo sucedía con la red de alcantarillado. Protegida por gases especiales, fabricados a partir de los empleados durante la invasión marciana, ningún indigente podía cobijarse en sus más de ocho mil millas de tuberías principales y otras cuatro mil secundarias sin esperar una muerte horrible. El ingeniero responsable, Joseph Bazalguete, había sido condecorado con la Orden de la Jarretera por la propia Reina Victoria en recompensa a su trabajo como creador de tal proeza, demostrado un sano y recto juicio al construir aquella tupida red de tan útil propósito frente a posibles invasores y deshechos sociales de toda calaña.

 

Luego estaban las magníficas y brillantes Doce Puertas Doradas, exclusivamente utilizadas por lo que se conocía como “El Círculo de los Elegidos”, la alta sociedad del Imperio. Con sus pases debidamente visados por el Ministerio de Reglamentación Social y las insignias de grado prendidas en augustas solapas o delicados encajes, aquella selecta comunidad de privilegiados entraban y salían a su antojo del Domo en majestuosos y artesonados carruajes propulsados por Cavorita Líquida, una substancia prodigiosa que había cambiado totalmente el concepto del transporte. La invasión había logrado que la ciencia hubiera adelantado en pocos años lo que, en circunstancias normales, hubiera tardado centurias. Orgullosos de pertenecer a la clase dirigente del Imperio, transitaban incesantemente por las áureas puertas banqueros, nobles, clérigos o altos cargos del gobierno que trabajaban en beneficio del Trono y del Imperio.

 

A diferencia de las Puertas para ciudadanos ordinarios, que simplemente aunaban la funcionalidad con los criterios de seguridad emanados del Home Office, las Doce Puertas Doradas eran unas colosales construcciones de Mármol Galvanizado de Adamantium, mezclado con Victorium, una nueva aleación descubierta en los arsenales de Woolwich. Las esculturas ciclópeas que las flanqueaban eran evocadoramente patrióticas. El León de Britania, el Almirante Nelson, el Buen Rey Ricardo Corazón de León o la propia Reina Victoria se alzaban como colosos de piedra, imponentes y majestuosos, provocando que el pueblo se sintiera humilde a la vez que orgulloso ante el poder del Imperio.

 

En su construcción se habían empleado más de tres años. No era extraño que, en los pocos días festivos que se celebraban, muchas familias fueran a hacerse un daguerrotipo galvánico en tres dimensiones junto a alguna de aquellas magníficas obras de arte. Aun y así, no se descuidaba la seguridad en ningún momento. La defensa del Trono hacía que todos, nobles o plebeyos, fueran escrutados por los Telépatas de la policía, permanentemente de guardia en unas garitas de control situadas en todas las puertas, sin excepción. Grandes amplificadores de ondas mentales les permitía identificar rápidamente a los elementos peligrosos.

 

No había semana en la que algún subversivo de aviesas intenciones no intentara colarse entre las multitudes que vomitaban a diario las estaciones del Tren Subterráneo Hidráulico como Paddington, Saint Pancras o Victory, situadas fuera del Domo. Evidentemente, ésos pobres diablos eran identificados de inmediato y se les ejecutaba in situ como ejemplo para posibles traidores y satisfacción del honesto y sano pueblo inglés.

 

Pero incluso la maravilla del Domo, una genial invención más del Doctor Wells, se había revelado impotente ante aquellas criminales manos ávidas de sangre. La opinión pública pedía justicia a gritos. En el Parlamento, el Gobierno de Su Majestad había tenido que soportar estoicamente algunas sesiones tempestuosas. Se anunciaba una inminente crisis. La oposición no cesaba en sus continuos ataques y el ejército se había visto obligado a repeler algunas algaradas que habían estallado en los barrios obreros que rodeaban la capital del Imperio, igual que un cinturón de suciedad, miseria y resentimiento.

 

Las noches londinenses eran un cementerio espectral donde podía palparse el miedo como algo sólido. Únicamente se oía el sonido de numerosas botas claveteadas sobre el adoquinado, causado por los policías de la Special Branch del Yard y los soldados del Queen Victoria Special Service, un cuerpo de élite del que se aseguraba que no retrocedía jamás ante nada ni ante nadie. De momento, no habían encontrado nada más que cadáveres y más cadáveres. Incluso un integrante de los grupos de vigilancia había sido arrancado en medio de la niebla por una mano invisible, ante el estupor de sus camaradas, para ser encontrado posteriormente muerto y mutilado como los otros cadáveres.

 

El World British Times, que escapaba a las garras del Lord Mayor Lestrade y era un prestigioso rotativo de difusión mundial, había facilitado todos los espeluznantes detalles de aquel caso. Al joven y prometedor oficial Mountbatten le habían cortado la cabeza con un extraño instrumento, dado que la herida se había cauterizado en el mismo instante del tajo. La influyente familia de la víctima, que pertenecía al círculo íntimo de la Reina, se mostró airada contra lo que calificó como “la estupidez de una policía que no puede proteger a los más valientes y leales soldados del Imperio”. Frente a la casa del difunto, donde se había instalado la capilla ardiente, el todo Londres desfiló para dejar una tarjeta y mostrar sus condolencias con los familiares del bravo soldado. Multitud de personas, entre las que se hallaban por igual caballeros encopetados que obreros con gorras, llenaban los alrededores de Buckingham exigiendo justicia. Toda Inglaterra miraba hacia el Trono, buscando que éste tomase una decisión urgente y enérgica que devolviera la deseada paz a aquella nación, que tanto había sufrido.

 

La Reina, que contemplaba semioculta tras los visillos de una ventana a aquella muchedumbre que alternaba los “Dios salve a la Reina” con “Ahorquemos a Lestrade, justicia para nuestros muertos”, llamó a su edecán.

 

—Ordene convocar con carácter de urgencia el Gabinete Secreto.

 

Y siguió escudriñando a la multitud con mirada rapaz, como si quisiera encontrar entre ella al culpable de los crímenes.

El Gabinete Secreto

Aquella misma noche, tras el asesinato número cincuenta, mientras un terrible viento ululaba presagiando la llegada de la tempestad, en una sala privada de Buckingham Palace se celebraba una reunión a puerta cerrada. ¡Cuántos monarcas británicos se habían reunido allí para tratar graves asuntos de estado, de carácter tan reservado que los libros de historia no recogen ni una sola línea de los mismos pues yacen sepultados en el olvido, el silencio y algún archivo oficial de acceso limitadísimo!

 

En aquel desconocido rincón del Imperio llamado el gabinete secreto, las llamas crepitantes de un buen fuego eran la única iluminación de la lujosa estancia, ornada con armaduras y oropeles. No se distinguía puerta ni ventana alguna. La amplia estancia parecía estar aislada del mundo, incluso del tiempo. Sentados en butacas forradas de terciopelo azul con el anagrama real, alrededor de una mesa ovalada de pulida caoba, varios distinguidos caballeros se agitaban turbados frente a Su Majestad la Reina Victoria, que presidía con gesto severo aquella notable asamblea. Hora es ya de conocerlos, pues son lo más selecto del Gobierno Imperial.

 

Junto a la Reina, con expresión apesadumbrada, se hallaba el Primer Ministro del Imperio Británico Lord Richard de Hammer, aristócrata hasta la médula y un brillante militar distinguido en la campaña de las Colonias. Junto a él, con rostro ceñudo y mirada baja, tres miembros del gabinete de la máxima confianza real: Sir Allan Bolland, Ministro del War Office, Sir Ferdinand Ashton-Smythe, ministro del Home Office, y el científico y explorador Sir Edward Sherrinford, emparentado con los Sherrinford de Berkeley Square. Todo un caballero, aunque tildado por los envidiosos como un sujeto extravagante debido a sus experimentos científicos, a una vieja y antigua asociación con el profesor Wells y a los constantes viajes de exploración que había hecho a lo largo de su vida. Ante el escándalo de la corte, había rehusado en el pasado tres veces el cargo de Primer Ministro. Finalmente, la tenaz insistencia Real lo había persuadido y, en la actualidad, ostentaba el cargo de Ministro para la Ciencia, Industria e Ingenios Aeroespaciales del Imperio. A su genio inventor debíanse los dirigibles que vigilaban las noches londinenses.

 

Su Majestad la Reina Victoria comenzó a hablar mientras la tempestad, que había estallado con toda su furia, abatía sobre Buckingham y todo el Reino Unido una fuerza brutal, telúrica, aniquiladora.

 

—Nos sentimos complacida al teneros aquí, caballeros. La crisis no ha sido controlada. El pánico se ha adueñado de nuestros honrados y leales súbditos y nadie osa salir a la calle en la capital del Imperio a partir de las siete de la noche. Lamento decir que nos encontramos profundamente decepcionada por haber llegado hasta éste punto. Ni siquiera los que hallamos cobijo bajo el Domo podemos sentirnos a salvo.

 

Un silencio embarazoso se produjo. El Ministro del Home Office, Sir Ferdinand, se apresuró a decir que el Lord Mayor de Scotland Yard, Lestrade, había sido cesado ésa misma mañana como escarmiento y que, en aquel preciso instante, ya se hallaba a bordo de un dirigible Imperial de carga, de camino a un puesto fronterizo lindante con los Reinos Zulúes rebeldes de Ashanti, como castigo a su incompetencia.

 

—Me parece justo. Quizás debamos pensar en algo parecido para usted, Sir Ferdinand.

 

Al escuchar la augusta réplica, dicha sin el menor ápice de emoción, Sir Ferdinand casi envidió al desgraciado de Lestrade. Al fin y al cabo, el ex policía sólo debería enfrentarse a una horda de salvajes, mientras que él tenía que vérselas con una mole de poder autocrático carente de piedad.

 

—Caballeros, sugerencias. ¿Qué tenéis que decirnos al respecto, Sir Richard?— conminó la Reina.

 

Todos clavaron sus miradas en el Premier Británico. Éste, ajustándose la levita y aclarando la voz con un poco de agua, pues la Reina tenía terminantemente prohibido fumar y beber alcohol en su presencia, hizo acopio de valor. Las piernas le temblaban. No era en modo alguno nada singular. Lord Plantagenet, que también había ocupado el honorable cargo de Primer Ministro, dijo en una ocasión que prefería enfrentarse a toda una escuadra de naves marcianas armado con un lápiz, a tener que soportar una reprimenda Real.

 

—Si me lo permitís, Majestad, puedo daros mi palabra de oficial y caballero que vuestro gobierno pone todo su empeño en evitar más crímenes. Patrullas mixtas de la Special Branch de Scotland Yard y el grupo de élite del Ejército Imperial vigilan con suma atención los puntos más conflictivos. Recorren las calles, registran los rincones, las plazuelas, los docks, todo ello a despecho de sus vidas, como bien sabéis.

 

La Reina hizo un mohín de disgusto.

 

—Al fin y al cabo, para eso les pagamos, ¿no es cierto? Proseguid.

—Las lanchas anfibias dragan el Támesis día y noche. Los dirigibles creados por Sir Edward patrullan sin cesar. Incluso fuera del Domo, el barrio chino de New Limehouse está prácticamente cercado, después del incidente con aquel diabólico oriental, y nadie puede entrar ni salir sin un permiso firmado por mí mismo. Lo mismo sucede con el Soho o con la Warsawa, el barrio judío. Hemos detenido a varios centenares de sospechosos. Puedo aseguraros que no hay un sólo nihilista o cualquier otro tipo de revolucionario que no esté encerrado en nuestros calabozos. En cuanto a los hampones, me disgusta tener que decir esto a Vuestra Majestad, pero son los primeros en ofrecerse a colaborar.

—Fascinante. Jamás lo hubiéramos sospechado.

—Yo tampoco, Señora. Hoy mismo me he entrevistado con dos de los jefes del crimen más importantes de Londres. Es poco probable que hayáis oído hablar de ellos. Son los que manejan, ¿cómo lo llaman ellos?, el “cotarro”.

—¿El “cotarro” decís, Sir Richard?- susurró la Reina de tal forma que el rostro del Primer Ministro adquirió instantáneamente un color verdoso.

—Sí, Majestad, el “cotarro”. Creo que es la palabra con la que denominan sus negocios ilícitos— repuso el de Hammer, más azorado que una novia virgen en su noche de bodas.

—Quizás debiéramos cambiar de nombre a nuestro gabinete por el de “cotarro”.

—Si tal cosa os place, Majestad… Lo cierto es que me he rebajado a conversar con tales rufianes porque no hay sacrificio que no hiciera por mi Reina y mi país. Quería que les quedase claro que no se trataba de cerrar un garito clandestino de apuestas o un local de mala nota. Tengo aquí apuntados sus nombres. Timmy El Hurón y Hawkeye O’Donovan, dos buenas piezas. Puedo aseguraros que, menos ponerse el uniforme del Yard, han accedido a una total y sincera cooperación. Aunque deteste a ésos miserables, que merecen colgar de una buena soga, son ingleses, Majestad, y no pueden desoír el llamamiento de su patria en un momento de grave crisis como el presente. Debo añadir, en honor a la verdad, que me dieron a entender que también son una especie de, ¿cómo decirlo?, hombres de negocios. Sin público en las calles, nadie acude a sus garitos. Por tanto, están tanto o más interesados que nosotros en que la normalidad retorne a las calles de la capital del Imperio. Eso es todo cuánto puedo decir a Vuestra Majestad. Confieso que no alcanzo a ver qué más podemos hacer en éstas circunstancias.

 

Un pesado silencio cayó como una lápida entre los presentes. El Primer Ministro interpretó aquel mutismo de la Reina como un signo favorable para que continuara con sus explicaciones.

 

—Si os he de ser sincero, nos hallamos ante algo totalmente nuevo, desconocido. Un enemigo poderoso y cruel que no se detiene ante nada. Carece del más elemental sentido de la piedad y de la decencia. Es un monstruo lo que perseguimos, Majestad, y no un ser humano.

 

Sir Edward hizo disimuladamente a la Reina un signo de inteligencia. Esta, que comenzaba a impacientarse ante la grandilocuencia del Primer Ministro y sentía una cierta debilidad por el audaz científico, asintió graciosamente con la cabeza en un gesto que significaba “Podéis hablar, Sir Edward.”.

 

—Majestad, caballeros— dijo éste con su habitual tono cortés— el Imperio tiene tantos enemigos que hacer la lista completa resultaría tan enojoso como inútil. El Primer Ministro, ha mencionado al innombrable oriental. Podríamos añadir algunos más. Recuerden por ejemplo, caballeros, a aquel infernal aliado de nuestros invasores. Un Conde Rumano, creo, que compartía sus hábitos alimenticios con ellos e intentó sublevar a toda una legión de buenos ingleses convirtiéndolos en vampiros. Gracias al cielo y al profesor Van Helsing, que en paz descanse, acabó empalado y decapitado en la Torre de Londres y hoy descansa en la Abadía de Carfax. No quisiera olvidar en modo alguno que, en la captura del monstruo, fueron de vital importancia estratégica los valientes esfuerzos de nuestro Ministro de la Guerra, brillante y osado militar sin parangón el todo el Imperio.

 

Sólo la Reina supo apreciar la sutil ironía que brilló por un instante en los labios de Sir Edward al decir aquellas palabras. Esbozó una sonrisa que el Ministro de la Guerra aceptó, torpe y obtuso, como un cumplido de Su Majestad.

 

—Tampoco fueron poca cosa gentuza como el autoproclamado amo de las nubes, Robur— prosiguió Sir Edward, que se había levantado y recorría la sala a grandes zancadas-, al igual que su homónimo en los mares, Nemo. Ambos se perdieron lamentablemente para la ciencia y la civilización por sus debilidades mentales y sus patológicas ideas subversivas. Pero no dirijo ahora mis pensamientos hacia ellos. Su época ya pasó. Nuestros avances en la técnica, gracias a Wells, Cavor, Challenger y muchos otros, además de los secretos que arrancamos de aquellos abominables marcianos que Dios maldiga, nos han hecho la primera potencia mundial. Sentado ésto, no es de extrañar que existan otras naciones, antaño independientes y poderosas y hoy felizmente aliadas del Imperio, que no alberguen elementos subversivos con un retorcido sentido del patriotismo tan delirante que no pretendan levantarse contra nosotros. ¿Cómo? Sembrando el terror en nuestra sociedad. Ahora bien, yo comprendería que tales adversarios empleasen métodos como dar golpes de mano inesperados, sabotajes, bombas, incluso secuestros, pero en modo alguno esperaba que creasen réplicas artificiales de algunos de los ciudadanos más eminentes del Imperio para substituirlos por los originales.

—¡Ignoraba todo eso que decís, Sherrinford¡— bramó el Primer Ministro— . Quizás deberíais haberme informado primero.

—Lo estoy haciendo ahora— contestó Sir Edward sin perder un ápice de su acerada, pero gélida cortesía.

 

La Reina murmuró unas palabras de aprobación e instó a éste para continuara su explicación. El Ministro Científico volvió a sentarse, estirando las piernas indolentemente de tal forma que hizo torcer el gesto al resto de los miembros del gabinete en señal de desagrado.

 

—Detrás de todo éste sangriento guiñol, de tan funesta tramoya, intuyo a una formidable organización dirigida por un cerebro de primer orden. Un cerebro de índole criminal, por descontado. Pero con grandes potencialidades científicas. No se entra y se sale del Domo impunemente, Majestad, ni se elude la vigilancia que hemos establecido. Muerto el profesor Moriarty y otros personajes de alto nivel científico, como los ya citados Nemo o Robur, debo reconocer que, en lo que respecta a la identidad de nuestro enemigo, me hallé sumido en la más absoluta y total de las ignorancias. Pero, tras analizar exactamente los pros y los contras, estoy en condiciones de revelar su identidad a Vuestra Majestad y a mis colegas de gabinete.

—Oh, por Dios Santo— rugió sir Ferdinand—, Edward, con todos los respetos hacia Su Majestad, déjese de rodeos y vaya al grano. Ni yo ni mis policías somos matemáticos.

—Pues deberían, querido Ministro. Las matemáticas crean un cerebro ordenado y eficaz.

—Caballeros— terció la reina en un tono que no admitía réplica- si os hemos citado ésta noche en sesión secreta es para aclarar conceptos, escuchar sugerencias y finalizar todo éste enojoso asunto. Os rogamos precisión. Sir Edward, ¿decíais?

 

Sir Ferdinand detestaba con todo su corazón a Sherrinford y hubiera disfrutado enormemente si su cuello pendiese de una buena soga de cáñamo. ¡Cómo podía ser que la Reina no apreciara los tremendos esfuerzos que él realizaba cada día para asegurar la vida de la Reina Emperatriz y, en cambio, prefiriera a aquel titiritero de Edward con sus fantasmagorías de pacotilla!

 

—Seré conciso, Majestad— prosiguió Sir Edward mirando con el rabillo del ojo a Sir Ferdinand, que movía los labios maquinalmente, con aire de completa derrota—. En seis meses, algunos de nuestros mejores políticos, militares, banqueros y hombres de ciencia han sido sustituidos por ingenios mecánicos tan perfectos que es imposible distinguirlos de los reales. Estos dobles han cometido dieciocho intentos de asesinato contra Vuestra Augusta Persona. Evidentemente, todo ello se ha ocultado a la opinión pública en aras de la seguridad del Imperio y de la misma Corona.

—Diecinueve intentos, Edward, diecinueve. Lamentable error en un matemático— corrigió rápidamente Sir Ferdinand en tono bilioso y cargado de resentimiento.

—Diecinueve, correcto— prosiguió Sir Edward sin dejar de sonreír a Sir Ferdinand, lo que hizo que éste enrojeciera de furor- aunque la cifra no importa cuando se trata de nuestra Soberana. Con uno sólo sería suficiente. Y si bien los primeros nos cogieron totalmente desprevenidos, gracias al Departamento de Telépatas creado por mí a raíz de la invasión marciana hemos podido detectar a los otros “dobles”. Claro que nos resultaba muy difícil encontrarlos. ¡No emiten ondas cerebrales, mi Reina! Hablan, se mueven, lloran, ríen, pero, insisto, no tienen ondas cerebrales. En lugar de masa encefálica tienen instalado dentro de sus cráneos, concretamente en la parte occipital, un curioso aparato. Se trata de una placa rectangular de color verde, con unos cables muy delgados cruzados unos encima de otros de forma muy compleja. Lo estamos estudiando a fondo, Señora, pero aún no hemos podido arrancarle su secreto. No es tecnología marciana ni, por supuesto, nuestra. Wells opina que esas placas están hechas de arena endurecida por una altísima temperatura.

—¡Absurdo!— exclamó Sir Ferdinand, que no quería aparecer como un idiota al lado de sir Edward—. Ahora pretenderá que creamos que esos autómatas homicidas están hechos de paja.

 

Sherrinford lanzó a su interlocutor una mirada llena de benévola conmiseración, igual que lo haría un naturalista con una ameba.

 

—Ojalá fueran de paja. Con quemarlos bastaría, ¿no, Sir Ferdinand? Sea como fuere, la clase de ondas que emiten tales seres son muy semejantes a las que produce un aparato inventado por un buen amigo mío. Conociendo sus trabajos, me puse en contacto con él gracias al Gramófono Multiterreno a Distancia. Recomiendo vivamente a ése muchacho, Señora. Dará mucho que hablar en el futuro.

—¿De quién se trata?— preguntó la Reina, siempre interesada en adquirir nuevos talentos para su gabinete.

—Es un científico muy prometedor y modesto. Trabaja en el Instituto Prince Albert de Philadelphia y su nombre es Thomas Edison, catedrático de energía por la Universidad de las Colonias.

—Agradecemos a Míster Edison su ayuda y lo tendremos presente, Sir Edward, no lo dudéis. ¿Algo más?

—Sí, Majestad. Después de compartir con Thomas nuestras notas, instalamos varios detectores de metal en los Portales del Domo, además de rastrear la City con aparatos similares. Gracias a ello, mi División de Telépatas ha desarticulado toda la red de autómatas regicidas.

 

El Primer Ministro y Sir Ferdinand se levantaron al unísono, como impelidos por un poderoso resorte.

 

—¡Esto es el colmo! Sir Edward, os tomáis unas atribuciones excesivas. ¿Desde cuándo el Home Office ha de enterarse de la desarticulación de una red de nihilistas por boca del Ministro de Ciencia? ¡Exijo una satisfacción! Señora, con el debido respeto, opino que Vos…

—Exactamente— añadió el Primer Ministro—, exactamente, si Su Majestad considera oportunas tales osadías, francamente…

 

La Reina agitó una mano con tal autoridad, que los dos políticos se sentaron al instante y sólo sus rostros denotaban la humillación que sentían.

 

—Sir Edward, sabemos de vuestra inveterada costumbre de saltaros las normas cuando os place. Ahora bien, os estamos agradecida por volver a salvarnos. Concluid.

 

—Gracias, Señora. A pesar de las pequeñas disensiones que haya podido producir mi particular forma de llevar éste asunto, por lo que presento mis más sentidas excusas a Sir Ferdinand y a Sir Richard, creo honestamente que se ha evitado una catástrofe de tal alcance que no me atrevo a concebir. Que el pueblo piense que nos hallamos ante una nueva epidemia de crímenes similares a los del Destripador. Bien está. Finjamos no saber, finjamos ignorar la aterradora realidad. Porque no me cabe la menor duda que la mente que está detrás de todo éste asunto sigue urdiendo algún otro método diabólico con la misma finalidad, que no es otra que segar la vida de Vuestra Majestad.

 

Un murmullo de espanto brotó de aquellos hombres al escuchar como Sir Edward Sherrinford anunciaba que la pesadilla no había terminado. El Ministro de la Guerra habló con su voz gutural, más hecha a dar órdenes en el fragor del combate que a las reuniones políticas.

 

—Edward, insinuáis que estamos tan sólo al inicio de una escalada aún mayor de operaciones de carácter subversivo, ¿no es así?

—Efectivamente, Sir Allan, ¡ésto no ha hecho más que comenzar! Nos hallamos ante una conspiración de proporciones gigantescas. Debemos esforzarnos como nunca, señora, porque quien se halla detrás de éste reguero de sangre y horror no cejará hasta veros muerta.

 

A pesar de la tremenda amenaza que pendía sobre su testa coronada, la Reina habló con una voz que sonó tan tranquila y helada como la de un arroyo que brota en medio de la nieve.

 

—Sir Edward, ¿cuál es vuestro criterio en éste enojoso asunto para poder hallar una solución razonable y discreta?

—He diseccionado uno de ésos ingenios y, he de reconocerlo con franqueza, me hallo desconcertado. Son básicamente mecánicos, no me cabe duda, pero tienen algunas partes orgánicas. Son, ¿cómo decirlo?, una mezcla de ser vivo y artilugio, de carne y metal. Tal cosa sólo ha podido idearla una persona. Ese tipo de conocimientos no se adquieren en las escuelas de medicina de ningún país.

 

La Reina miró profundamente a su más valioso ministro.

 

—¿Significa que ha vuelto? ¿O se trata de alguno de sus discípulos? Responded sin escondernos ningún hecho, os lo rogamos.

 

Todos los presentes concentraron su atención en el científico. Las llamas de la enorme chimenea hacían que su sombra, proyectada en los tupidos cortinajes, pareciera agrandarse hasta extremos gigantescos, como si dentro de él habitase un coloso al servicio de la causa de la Reina.

 

—Señora, los recientes crímenes no son más que la ínfima parte de un mosaico gigantesco. Procedamos con lógica. Alguien necesita cadáveres frescos. ¿Por qué? La época en que los médicos pagaban a sepultureros y criminales para que les proporcionasen carne fresca, a fin de poder estudiar el cuerpo humano, pertenece al pasado. Por tanto, deduzco que quien asesina y utiliza partes de sus víctimas, lo hace con algún horrible propósito. Con parte de esos cadáveres y una tecnología sorprendente crea seres hechos con fluidos, sangre, aceite de máquina, tornillos y mecanismos de precisión. Tales engendros son una réplica exacta de eminentes miembros de la Corte. Se toma la molestia de secuestrar y, mucho me temo, hacer desaparecer para siempre a los originales para reemplazarlos por los “suyos”. Cubre todo ello bajo una cortina de humo pretendiendo un supuesto retorno de El Destripador. No deja rastro. No hay cómplices. Es evidente que estamos ante el hombre que juró vengarse de Vos y de la humanidad entera. Ha vuelto de entre los muertos para cumplir su venganza. Majestad, ¡se trata del barón Víctor Von Frankenstein!

 

Un gemido ahogado surgió de algunas de las bocas más eminentes del Imperio. Recordaban perfectamente que, durante los días inciertos y horribles del ataque alienígena, cuando la especie humana luchaba desesperadamente por su supervivencia, algunos seres abyectos se aliaron con las criaturas de Marte para conseguir sus delirantes propósitos. Uno de ellos fue Von Frankenstein. Deseoso de venganza contra sus semejantes, a los que culpaba de su desgracia, y con las facultades mentales perturbadas, el morboso inventor realizó numerosos experimentos bajo protección marciana. Unos experimentos que, a fuer de sinceros, ninguna persona en su sano juicio osaría concebir.

 

El terrible pacto de Frankenstein con los invasores era el siguiente: los marcianos deseaban crear una raza mixta entre sus mejores especímenes y los humanos más selectos, a fin de que los seres resultantes les sirvieran como agentes en nuestro planeta. El resto de la humanidad sería tratado simplemente como alimento para aquellos engendros, pues se nutrían de sangre como es bien sabido por todos los que vivieron aquella ordalía de sangriento pavor.

 

Frankenstein halló la oportunidad perfecta para dar rienda suelta a sus sueños más delirantes bajo la égida marciana, creando monstruosidades, mutilando e ideando abominaciones inimaginables. En los llamados “campos de trabajo científico”, millones de seres hallaron la muerte por culpa de tales experimentos, fruto de su locura e infamia.

 

Finalmente, gracias a los esfuerzos de Inglaterra y los por entonces llamados Estados Unidos, que volvieron a formar parte del Imperio en agradecimiento por la ayuda prestada en su liberación, se obtuvo una rotunda victoria sobre los seres de Marte. Estos se vieron obligados a huir en sus naves, después de dejar millones de muertos tras de sí.

 

Los pueblos de la Tierra que habían combatido juntos, codo con codo, bajo la Union Jack y el inspirado liderazgo de la Reina Victoria, se conjuraron para capturar a los colaboracionistas y organizar un tribunal mundial que los procesara. Frankenstein se las ingenió para hacer creer que había muerto, ingiriendo veneno en su celda y dejando una nota en la que intentaba justificar su vida en aras de la ciencia y la creación de una raza superior. Escribió “Prefiero morir por mi propia mano antes que afrontar el juicio público al que vosotros, indignos seres primitivos, no tenéis derecho a convocarme. Nunca permitiré que mis inferiores sean mis jueces. Sólo a mí me compete valorar mis actos. Habéis menospreciado mi genio y algún día lo pagareis caro. ¡Os veré en el infierno, especialmente a ti, maldita reina de opereta y al bastardo de Edward Sherrinford!”.

 

A Von Frankenstein se le acusaba de ser responsable de ordenar personalmente más de cuatro millones de asesinatos a través de sus “verificaciones de laboratorio”, como él las denominaba eufemísticamente. Los detalles del sumario fueron espeluznantes. Tal era la naturaleza de aquellas siniestras torturas, apenas disfrazadas de ciencia, realizadas por la sádica mentalidad de Frankenstein que la prensa le apodó “El monstruo de Frankenstein”. Muchas personas que asistieron al proceso tuvieron que abandonar la sala en estado de shock al oír los testimonios de los pocos supervivientes que habían quedado con fuerzas para declarar lo que había sucedido en aquellos campos de terror. Incluso a los propios jueces les costó mantener la compostura ante el cúmulo de horrores que Frankenstein y sus cómplices habían ejecutado bajo la protección de los alienígenas.

 

El Muy Honorable Procurador General del Tribunal Internacional de Edimburgo, donde se celebró el juicio, el Juez Mayor del Reino Lord Jackson, ordenó que se expusiera el cadáver de Frankenstein ante el público en una urna protegida, como ejemplo de a que niveles de abyecta deprecación del alma pueden llegar los seres que creen ser “civilizados”. A tales extremos llegaron las manifestaciones de inquina ante el cuerpo de Von Frankenstein, que tuvo que ordenarse a la Guardia Real la protección del féretro ante los reiterados intentos de agresión por parte de las miles de personas que acudían para verlo y escupir en él. Y hete aquí que Sir Edward Sherrinford lanzaba de nuevo a la palestra el más odiado de todos los nombres. Alguien del nivel científico de Frankenstein, con su cerebro perverso y retorcido, podía haber creado perfectamente un doble de sí mismo y hacerlo pasar por su propio cadáver.

 

La Reina Victoria meditó profundamente durante algunos instantes. Después, alzó la cabeza y sus ojos leoninos parecieron traspasar a todos los presentes. Sus palabras fueron claras y diáfanas. Parecía que estuviera dando instrucciones a una sirvienta acerca de cómo debía servirse el té.