Nadie se acordará de ella - Kat Rosenfield - E-Book

Nadie se acordará de ella E-Book

Kat Rosenfield

0,0
10,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Una novela inteligente e ingeniosa de suspense psicológico en la que una chica humilde de un pequeño pueblo conoce a una bella influencer de Instagram de la gran ciudad, con un giro mortal que sorprenderá incluso al lector más inteligente. En una hermosa mañana de octubre en una zona rural de Maine, un investigador de homicidios de la policía estatal se detiene en la deprimida ciudad de Copper Falls. El almacén de chatarra está en llamas, y Lizzie Oullette, una pobre mujer prácticamente vagabunda aparece muerta, y su esposo, Dwayne, no aparece por ningún lado. A medida que el escándalo recorre la comunidad, las investigaciones del detective Ian Bird lo alejan inesperadamente del pequeño pueblo de Maine y lo conducen a una lujosa casa adosada varias horas al sur de allí. Adrienne Richards, rubia y fabulosa influencer y esposa de un multimillonario caído en desgracia, había estado alquilando la pequeña casa del lago de Lizzie para hacer turismo rural... a pesar de que Copper Falls es cualquier cosa menos una ciudad turística. A medida que se aclara la conexión de Adrienne con el caso, también lo hace su conexión con Lizzie, quien narra su historia desde el más allá de la tumba. Cada mujer se siente desesperadamente sola a su manera, y navegan en una relación que trasciende los límites de clase: transaccional, complicada y, finalmente, mortal. Una historia de privilegios, identidades y astucia, en la que dos mujeres de mundos opuestos descubren los peligros de codiciar la vida de otra persona. «Afilada, inteligente y genuinamente original: un thriller para refrescar tu fe en el género». J. Finn, autor best seller de La mujer en la ventana «Inteligente y sorprendente». Publishers Weekly «Merece un gran aplauso. Los lectores quedarán cautivados por esta asombrosa historia en la que un giro que provoca asombro sigue a otro. Un page-turner único que esperamos se convierta en una película». Booklist "Divertidamente satírica y oscuramente sangrienta". The Washington Post

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 457

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Nadie se acordará de ella

Título original: No One Will Miss Her

© 2021, Kat Rosenfield

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

© De la traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Elsie Lyons

Imágenes de cubierta: © Elena Tregnaghi/Arcangel Images; © Wilqkuku/Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-823-3

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Segunda parte

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Tercera parte. Seis meses más tarde

Capítulo 27

Capítulo 28

Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Noah,

a quien le pareció una buena idea

Prólogo

 

 

 

 

 

Me llamo Lizzie Ouellette, y, si estás leyendo esto, es que ya estoy muerta.

 

 

Sí, muerta. En el otro barrio, en el más allá. Un ángel recién llegado a los brazos de Jesús, si crees en esa clase de cosas. Un montón de comida para los gusanos, si no crees. Yo no sé si creo.

No sé por qué me sorprende.

Es que no quiero morir; o no quería, supongo, y menos de esa forma. Un instante estás aquí y al siguiente ya no estás. Desapareces. Borrada de un plumazo. De golpe, sin un quejido.

Pero, al igual que muchas otras cosas que no quería, sucedió de todos modos.

 

 

Lo curioso es que algunas personas dirán que me lo tenía merecido. Quizá no con esas mismas palabras, quizá no de forma tan directa. Pero dales tiempo. Solo hay que esperar. Un día de estos, quizá dentro de un mes o dos, alguien lo dejará caer. En Strangler’s, por ejemplo, en esa hora mágica impregnada de alcohol antes de que el luminoso de neón de Budweiser se apague esa noche y enciendan esos fluorescentes mortecinos para que el camarero pueda ver el desastre que ha montado la clientela, para que pueda fregar el suelo pegajoso. Uno de los viejos parroquianos apurará el culo de su quinta o séptima o decimoséptima cerveza, se pondrá de pie tambaleándose, se subirá los pantalones holgados hasta ese punto justo por debajo de la tripa y dirá: «No es propio de mí hablar mal de los muertos, pero a la mierda, ¡al diablo con ella!».

Y luego eructará y se irá arrastrándose al baño a echar una meada que salpicará por todas partes menos en la taza. Y sin apenas mirar el lavabo al volver a salir, aunque tenga las manos llenas de polvo y mugre después de todo el día. El viejo con manchas en los pantalones, mugre debajo de las uñas y un mapa topográfico de capilares reventados que recorren su nariz hinchada, quizá con una esposa que le espera en casa con un moratón amarillento alrededor del ojo, de la última vez que le pegó…, en fin, el hombre es un buen samaritano, por supuesto. El héroe del pueblo. El alma de Copper Falls.

¿Y Lizzie Ouellette, la chica que comenzó su vida en una chatarrería y la terminó menos de tres décadas después en una caja de pino? Yo soy la basura que este pueblo debería haber sacado hace años.

Así son las cosas en este lugar. Así han sido siempre.

Y así será como hablen de mí cuando haya pasado el tiempo suficiente. Cuando sepan que mi cadáver ya está frío bajo tierra, o reducido a cenizas esparcidas por el viento. Da igual la muerte terrible y trágica que haya podido tener, porque las viejas costumbres…, esas no mueren nunca. La gente no se cansa de lanzar puñetazos, sobre todo cuando se trata de su objetivo favorito, e incluso aunque el objetivo en cuestión ya ni siquiera se mueva.

 

 

Pero esa parte, en fin, vendrá más tarde.

Ahora mismo la gente se mostrará un poquito más amable. Un poquito más respetuosa. Y un poquito más cautelosa, porque la muerte ha llegado a Copper Falls, y con la muerte llegan los forasteros. De nada serviría decir la verdad, y menos cuando no sabes quién podría estar escuchando. Así que darán una palmada, sacudirán la cabeza y dirán cosas como: «Esa pobre chica tuvo problemas desde el día en que nació», y en su voz se apreciará una compasión auténtica. Como si hubiese dependido de mí. Como si hubiese convocado yo los problemas ya desde el vientre de mi madre para que estuvieran allí, esperándome al salir disparada, como una red pegajosa que se me enganchó y ya nunca me soltó.

Como si las mismas personas que ahora chasquean la lengua y suspiran por mi vida llena de problemas no pudieran haberme ahorrado gran parte de ese sufrimiento, si se hubieran parado solo un momento a pensar y a rezar por su chica de la chatarrería.

Pero pueden decir lo que les venga en gana. Yo sé la verdad y, por una vez, no tengo motivos para no contarla. Ya no. No desde donde me encuentro, a dos metros bajo tierra, por fin en paz. No fui ninguna santa en vida, pero la muerte consigue volverte sincera. Así que aquí va mi mensaje desde ultratumba, el mensaje que quiero que recuerdes. Porque será importante. Porque no quiero mentir.

Todos pensaban que me lo tenía merecido.

Todos pensaban que estaría mejor muerta.

Y la verdad, de la que me di cuenta en ese último instante terrible antes de que se disparase la escopeta, es la siguiente.

Tenían razón.

Primera parte

Capítulo 1

 

EL LAGO

 

 

 

 

Poco antes de las diez de la mañana del lunes, el humo del incendio de la chatarrería de Old Ladd Road comenzó a moverse hacia el este. La chatarrería llevaba para entonces varias horas ardiendo. Imparable, definido por esa asquerosa columna negra y ondulada que se veía a kilómetros de distancia; pero ahora la columna era una pantalla, impulsada por el viento creciente. Las puntas sinuosas de sus dedos venenosos avanzaban por la carretera y serpenteaban entre los árboles, en dirección al lago y a la orilla, y fue entonces cuando el sheriff Dennis Ryan envió a su ayudante, Myles Johnson, para que empezara a desalojar las casas que había allí. Aunque esperaba encontrarlas vacías, claro. El Día del Trabajo había pasado hacía un mes y, con él, la temporada turística. Ahora las noches eran más largas y más frías, impregnadas con la promesa de una helada. Aquel último fin de semana, pudieron verse bucólicas columnas de humo de leña ascendiendo sobre las casas, cuando los lugareños que se alojaban allí encendieron sus chimeneas para protegerse del frío nocturno.

El lago estaba tranquilo. No había motores atronadores ni griterío de niños. Nada salvo el murmullo del viento, el chapoteo musical del agua por debajo de los muelles de madera y un somorgujo solitario cantando a lo lejos. El ayudante del sheriff llamó esa mañana a seis casas, seis casas vacías y cerradas con llave, con los caminos de la entrada despejados, hasta que el discurso que se había preparado sobre la orden de evacuación se le olvidó por falta de uso. Solo quedaban dos casas cuando llegó al número trece y puso los ojos en blanco al ver el apellido pintado con espray en el buzón. Por un momento incluso se planteó pasar de largo, pensando para sus adentros que si el incendio de la chatarrería de Earl Ouellette era un buen comienzo, que su hija se muriera asfixiada por las cenizas sería un final excelente. Solo por un instante, claro; se lo repetiría a sí mismo más tarde, mientras apuraba el día con una botella de Jameson, bebiendo mucho para aliviar el recuerdo de las cosas terribles que había visto. Una fracción de segundo. Solo un breve pitido en su radar mental, en serio, nada que pudiera tenerse en cuenta, por el amor de Dios. Lo que le ocurrió a Lizzie había sucedido horas antes de que él supiera incluso que iba a acercarse por el camino de la orilla, lo que significaba que no podía ser culpa suya, por mucho que una vocecilla culpable en un rincón de su mente no parase de sugerirle lo contrario. Para cuando llamó a la puerta, ella ya estaba muerta.

Además, sí que llamó. De verdad. Estaba orgulloso de su trabajo, de la placa que llevaba. Pasar por alto la casa de los Ouellette fue solo un impulso arrogante, un viejo rencor que le recordó que seguía allí; pero no se dejaría llevar por él. Y además, contemplando el buzón, se dio cuenta de que también tenía que pensar en Dwayne, el marido de Lizzie. Quizá Lizzie no estuviera sola en la casa, o quizá ni siquiera estuviera allí. A veces la pareja tenía inquilinos en momentos extraños. Y no eran pocas las veces. Si había alguien capaz de desobedecer la norma y dejar que los inquilinos se quedaran pasada la temporada con tal de ganar unos cuantos pavos más al año, ese alguien era Lizzie Ouellette. Era bien probable que se tratara de personas de ciudad con un buen abogado que estuvieran inhalando un montón de humo tóxico, y entonces todos estarían en la mierda.

De modo que aparcó en el camino vacío de la entrada del número trece de Lakeside Drive y, al bajarse del coche, pisó el manto grueso de agujas de pino, que desprendieron su aroma bajo sus pies. Llamó a la puerta con las palabras «fuego», «peligro» y «evacuación» de nuevo en mente, y entonces dio un paso atrás abruptamente cuando la puerta se abrió hacia dentro con el primer golpe. Sin llave, sin candado.

Alquilar la casa a forasteros, fuera de temporada, era algo típico de Lizzie Ouellette.

Dejar su puerta abierta, en cambio, no lo era.

Johnson cruzó el umbral con la mano en la cadera, acariciando con el pulgar el seguro de la pistola. Más tarde, contaría a los muchachos en Strangler’s que supo que algo iba mal nada más entrar, haciendo que pareciera como si tuviera una especie de sexto sentido, cuando en realidad cualquiera de ellos lo habría sabido. El aire de la casa olía raro, tampoco era una peste que tirase para atrás, pero sí se percibía cierto olor rancio que indicaba que algo estaba empezando a pudrirse. Y eso no era todo. Había sangre: un rastro de sangre, goterones gruesos y circulares sobre el suelo de madera de pino, a escasos centímetros de sus pies. Las gotas, de un rojo oscuro y todavía brillante, bordeaban la esquina de la estufa de leña de hierro fundido, salpicaban la encimera de la cocina y terminaban con un manchurrón en el borde del fregadero de acero inoxidable.

Se acercó hacia allá, fascinado.

Ese fue su primer error.

Debería haberse detenido. Debería haberse parado a pensar que un reguero de sangre que terminaba en el fregadero de la cocina debía de tener un origen que merecería la pena explorar antes de investigar cualquier otra cosa. Que había visto más que suficiente para saber que algo iba mal y que debería llamar a la central y esperar a que le dijeran cómo proceder. Que, por amor de Dios, no debería tocar nada.

Pero Myles Johnson siempre había tenido un lado curioso, de esos que hacen que la cautela ocupe un segundo plano. Durante casi toda su vida, aquello había sido algo bueno. Dieciocho años atrás, siendo un chico recién llegado al pueblo, enseguida se había ganado el respeto de sus compañeros al poner a prueba la vieja cuerda para columpiarse que colgaba en el bosque al norte del lago Copperbrook, sujetándose con fuerza y saltando al vacío sin dudar, mientras el resto de los chicos contenía la respiración para ver si la cuerda se partía. Fue él quien se arrastró por el entrepiso de debajo de la casa para investigar a una familia de zarigüeyas que se había instalado allí, fue él quien se acercó al viejo trabajador de la oficina de correos y le preguntó por qué le faltaba un ojo. Myles Johnson aceptaba cualquier reto, exploraba cualquier lugar oscuro y, hasta aquella mañana, la vida nunca le había dado motivos para no hacerlo. El joven agente que se hallaba en la casa del lago aquella mañana no era solo un hombre aventurero e inquisitivo, sino aún optimista, animado por la certeza inconsciente de que no le sucedería nada malo simplemente porque nunca le había sucedido.

Y las gotas pringosas de sangre y aquel manchurrón siniestro en el borde del fregadero representaban un misterio demasiado tentador para ignorarlo. Avanzó, bordeando la sangre del suelo, con la mirada fija en el estropicio del fregadero, porque era un estropicio, desde luego, y el manchurrón era lo de menos. Al acercarse se dio cuenta: no era solo sangre, sino carne, una salpicadura de trocitos y cartílagos. Había algo rosa y húmedo que asomaba por el agujero oscuro del triturador de basuras, y un olor que recordaba a la trastienda de una carnicería. Y, cuando Johnson se acercó para mirarlo, con la mano estirada para tocarlo, sintió un vuelco en el estómago a modo de advertencia y escuchó un susurro que le era desconocido, una voz nueva que le decía: «Quizá no deberías».

Pero lo hizo.

Ese fue su segundo error. El que después le costaría explicarle a todo el mundo, desde el sheriff hasta el equipo forense, pasando por su propia esposa, que se pasaría semanas sin permitirle tocarla por mucho que se hubiera lavado las manos; el error que ni siquiera él mismo lograba entender. ¿Cómo podía explicarlo? Explicar que incluso en esos últimos segundos, cuando se disponía a extraer esa cosa del fregadero, lo hacía siguiendo el instinto de explorador que siempre le había ayudado. Que solo sentía curiosidad y que seguía convencido de que no sucedería nada malo.

Al fin y al cabo, nunca le había sucedido.

Aquella cosa rosada y blandengue del fregadero brillaba. En el dormitorio situado en el otro extremo de la casa, una nube de moscas se agitó por un instante, alterada por una fuerza invisible, y después volvió a posarse para seguir con sus asuntos; sobre una manta húmeda y manchada de rojo que cubría algo que había tirado en el suelo y que no se movía. En el aire, el sutil aroma de la descomposición se volvió un poco más acre. Y poco antes de las once de la mañana del lunes, cuando el humo de la chatarrería en llamas comenzaba a colarse entre las casas de la ensenada del extremo oeste del lago Copperbrook, el ayudante Myles Johnson metió dos dedos en el agujero del triturador de basuras y extrajo lo que quedaba de la nariz de Lizzie Ouellette.

Capítulo 2

 

EL LAGO

 

 

 

 

Los bosques que rodeaban el lago Copperbrook habían sido en otro tiempo hogar de una empresa de explotación forestal, que cerró de forma abrupta treinta años atrás al entrar en bancarrota. Lo único que quedaba eran los armazones derrumbados de los viejos cobertizos, la extraña sierra olvidada, oxidada y engullida por las moreras y los densos manojos de balsamina. El bosque iba ganando terreno a los claros donde derribaban y apilaban los troncos, dejando porciones irregulares de terreno llenas de maleza y pimpollos, situadas al final de los caminos de tierra llenos de surcos que llevaban hacia ninguna parte.

Ian Bird no era de por allí. En dos ocasiones se metió por el camino equivocado y echó pestes al llegar a un punto muerto, hasta que al fin encontró el desvío hacia la carretera de la orilla. Aparcó junto al buzón marcado con el número trece, justo detrás de una furgoneta propiedad del equipo forense. Al igual que a él, la policía estatal había convocado a los técnicos; lo antes posible, aunque en privado se quejaban de que seguramente ya fuese demasiado tarde para impedir que la policía local pisoteara el lugar, contaminando la escena del crimen y metiendo sus manos sin guantes en sitios donde no tenían que meterlas.

Como el triturador de basuras, por amor de Dios. Bird soltó un gruñido al pensar en ello. Era de los peores errores que se pueden cometer, pero era imposible no sentirse mal por el pobre gilipollas que lo había hecho. Y sin guantes, nada menos.

Aquella naricilla cortada del fregadero, como una piedra preciosa, había salido por radio cuando Bird aún estaba de camino, lo que significaba que algún metomentodo con un escáner probablemente ya habría hecho llegar la noticia hasta el límite del condado. Tampoco es que importara mucho. En un lugar como aquel, con un caso como ese, los detalles siempre se filtraban. Bird no había estado nunca en Copper Falls, pero había pasado tiempo en muchos pueblos como ese y sabía cómo iba el asunto. Los policías de ciudad tenían que enfrentarse a una prensa voraz para no revelar información; sin embargo, allí en las afueras, te enfrentabas a algo mucho más primario. La gente que vivía en sitios como aquel parecía conectada a los asuntos de los demás de manera casi celular, compartiendo secretos mediante una especie de consciencia colectiva, lanzándolos de una sinapsis a otra, como zánganos conectados a una misma colmena. Y cuanto más jugosas eran las noticias más rápido circulaban. Aquella historia habría recorrido toda la carretera de la orilla y el pueblo entero de un extremo al otro antes de que Bird se equivocase de camino la primera vez.

Aunque tal vez aquello fuese algo bueno. Cuanto más lejos llegaran los grotescos detalles sobre el asesinato de Lizzie Ouellette, más difícil le resultaría al marido esconderse. Incluso los amigos y familiares se lo pensarían dos veces antes de dar cobijo a un tipo que le había rebanado la nariz a su esposa…, si es que lo había hecho él, claro. Todavía era pronto y había que explorar todas las posibilidades, pero aquello tenía toda la pinta de una disputa doméstica, algo personal y horripilante. Era casi como las piezas que faltan en un rompecabezas: no había indicios de que hubieran forzado la puerta, no faltaban objetos de valor. Y, por supuesto, estaba el tema de la cara mutilada de la mujer. Bird había presenciado una atrocidad semejante solo en una ocasión, pero aquella vez eran dos los cuerpos: asesinato y suicidio, marido y mujer uno junto al otro. El hombre la había atacado con un hacha y había reservado la bala para sí mismo. Fue un final más limpio del que merecía y supuso un buen lío para el equipo de investigación. Se habían pasado semanas interrogando a amigos, familiares y vecinos, tratando de encontrarle el porqué al asunto. Lo único que decía la gente era que parecían felices, o al menos lo suficientemente felices.

Bird se preguntaba si Lizzie Ouellette y Dwayne Cleaves parecían también lo suficientemente felices.

Con un poco de suerte, atraparían a Cleaves a tiempo para preguntárselo.

Bird apuró los posos del café, dejó su taza sobre la guantera y salió del coche. El viento había cambiado, impulsando el humo de la chatarrería en llamas en dirección norte a través del lago, pero en el aire aún quedaba una ligera peste acre. Se tomó su tiempo mientras recorría el camino de la entrada, fijándose en la escena: la casa ubicada entre los pinos, visible al doblar la última curva. Más allá resplandecía el lago, con las aguas agitadas por el viento. Por encima del crujido de los árboles se oía el golpearde las olas en la parte inferior de un muelle. El sonido llegaba hasta allí. En una noche tranquila, tal vez podría oírse un grito desde el otro lado del lago, si acaso hubiese alguien que lo escuchara. Pero la noche anterior todos los lugares cercanos habían estado desocupados. Sin testigos. Lo que significaba que el asesino tenía mucha suerte o era de la zona.

Bird tenía claro por cuál de las dos opciones apostaría.

Myles Johnson se encontraba frente a la puerta y su rostro lucía un tono ligeramente verdoso. Se echó a un lado al ver la identificación de Bird y señaló hacia el pasillo, donde había media docena de personas arremolinadas alrededor de la puerta del dormitorio. Bird reconoció a los policías locales gracias a sus miradas de fastidio; estaban hasta el cuello y aun así no les hacía gracia ver a un forastero entre ellos.

Los restos de Lizzie Ouellette estaban tendidos en el suelo junto a la cama. Uno de los técnicos se echó a un lado cuando Bird se asomó por la puerta, dejándole ver el cadáver por un instante. La elevación de una cadera enfundada en un bikini rojo y tirante sobre el hueso, un hombro desnudo donde la camiseta se le había retorcido y el pelo apelmazado por la sangre. Mucha sangre; vio las salpicaduras sobre su piel desnuda y, debajo, una mancha que iba haciéndose más grande sobre la alfombra. Había moscas revoloteando, pero no gusanos. Todavía no. No llevaba mucho tiempo allí.

Bird echó un vistazo a la zona que rodeaba la cama y se fijó en la colcha arrebujada en el suelo. Más sangre. La colcha estaba manchada, pero no empapada.

—Estaba debajo de la colcha —dijo una voz, y Bird se volvió y vio al joven ayudante que le había permitido el acceso a la vivienda de pie en el pasillo detrás de él, con unos hombros anchos que casi rozaban cada pared de aquel espacio angosto.

Retorcía un paño de cocina con ambas manos, apretándolo con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

El tipo de la nariz.

—¿Es usted entonces quien ha encontrado el cuerpo?

—Sí. Bueno, no lo sabía cuando moví la colcha; pensé que estaría, ya sabe, viva o…

—Viva —repitió Bird—. ¿Después de haber encontrado su nariz en el fregadero? ¿Sigue allí?

Johnson negó con la cabeza mientras una técnica salía del dormitorio y señalaba con la cabeza en dirección al pasillo.

—Se le cayó —comentó—. La hemos metido en una bolsa. No parece gran cosa.

Bird se volvió de nuevo hacia Johnson.

—De acuerdo, agente. No pasa nada. Dígame lo que vio.

—Seguí el rastro de sangre —respondió Johnson con una mueca de repulsión—. Había un reguero desde la cocina, después de encontrar la… ya sabe. Y vi entonces la colcha, con más sangre. Me di cuenta de que había alguien debajo. La aparté. Y la vi. Eso es todo. No intenté… Es decir, nada más verla, supe que estaba muerta.

—Así que él la tapó antes de marcharse —comentó Bird con un gesto afirmativo.

—¿Él? ¿Se refiere a…? —Johnson negó con firmeza, agarrando con fuerza el paño de cocina—. Ni hablar. Dwayne no haría una…

Bird entornó los ojos al oír el nombre de pila del marido.

—¿Sí? ¿Dónde está Dwayne entonces? ¿Ha probado a escribirle un mensaje? ¿Le ha respondido?

Bird experimentó una breve satisfacción al ver que Johnson se ponía rojo. El comentario sobre el mensaje había sido solo una suposición, pero era evidente que había acertado. Johnson y el marido de la fallecida no solo se conocían de pasada; eran amigos.

El sheriff Ryan había permanecido apoyado contra la pared durante toda la conversación, pero ahora se acercó y le puso una mano a Johnson en el hombro.

—Oiga, este es un pueblo pequeño. Todos conocemos a Dwayne, algunos de nosotros desde hace mucho tiempo. Pero nadie está intentando entrometerse en sus asuntos. Aquí todos queremos lo mismo y mis hombres le prestarán toda la ayuda que necesite. Ya hemos enviado un coche a la casa que tienen Lizzie y él en el pueblo. No hay nadie en casa. El Toyota de Lizzie está aparcado detrás, y tenían otro vehículo, una camioneta; esa no está, así que lo más probable es que la tenga Dwayne, allí donde esté. Hemos publicado por radio la descripción. Si está en carretera, tarde o temprano lo pararán.

Bird asintió en respuesta.

—Así que vivían en el pueblo, y entonces ¿este sitio qué es? ¿Una casa de vacaciones?

—Earl, el padre de Lizzie, es el dueño de esta casa. O lo era. Creo que Lizzie se hizo cargo de ella, la adecentó y empezó a alquilarla. A gente de fuera, sobre todo. —El sheriff hizo una pausa, cambió el peso de un pie al otro y frunció el ceño—. Eso no sentó muy bien a algunos de los demás propietarios.

—¿A qué se refiere?

—Somos una comunidad muy unida. A casi todos los que tienen casas en Copperbrook les gusta hacerlo todo por el boca a boca, ¿sabe? Familiares, amigos de los familiares. Gente con contacto con la comunidad. La chica de Ouellette anunciaba esta casa en una página web, de modo que cualquiera podía alquilarla. Como ya le digo, eso no sentaba muy bien. Tuvimos algunos problemas, algunos vecinos se cabrearon.

Bird enarcó las cejas y ladeó la cabeza en dirección al dormitorio, a la sangre, al cuerpo.

—¿Hasta qué punto se cabrearon?

El sheriff captó el tono y se puso rígido.

—No es lo que está pensando. Me refiero a que algunos de los tipos que alquilaban este sitio, bueno, pues no sabemos quiénes eran o en qué andaban metidos. Le sugiero que investigue eso.

Se produjo un largo silencio mientras ambos se miraban. Bird fue el primero en apartar la mirada y miró su teléfono. Cuando volvió a hablar, utilizó un tono más suave.

—Investigaré cualquier cosa que sea relevante, sheriff. Ha mencionado al padre de la víctima. ¿Vive en el pueblo?

—En la chatarrería. Tiene allí una caravana, o la tenía. Dudo que haya sobrevivido al incendio. Dios, no me puedo ni imaginar… —El sheriff negó con la cabeza y Myles Johnson se quedó mirándose las manos, sin parar de retorcer el paño de cocina.

Bird pensó que no tardaría en partirlo por la mitad.

—El incendio —repitió—. ¿Es el sitio del padre? Menuda coincidencia.

—Por eso estaba yo aquí. Se levantó viento y vine a pedir a los residentes que evacuaran el lugar —explicó Johnson—. Pero la puerta…

—Bird. —Un técnico forense asomó la cabeza por la puerta del dormitorio y le hizo un gesto con un dedo enguantado.

Bird asintió y le hizo el mismo gesto a Johnson.

—Vamos a echarle un vistazo. Ve contándome los detalles.

 

 

Segundos más tarde, estaba de pie junto al cadáver, leyendo en voz alta las notas preliminares garabateadas que alguien le había entregado para que las revisara.

—Elizabeth Ouellette, veintiocho años… —Desvió la mirada del cuaderno al cuerpo y frunció el ceño. El nombre estaba escrito con una letra bien clara, pero el rostro era irreconocible. La mujer estaba tendida de costado, con los ojos medio cerrados bajo los mechones de pelo rojizo empapados de sangre. Eran la única parte que todavía se parecía a lo que había sido; todo lo que había más abajo estaba despedazado, la clase de herida a la que algunos de los chicos del barracón se referían como «pastel de cerezas». La nariz mutilada era lo de menos. Quien fuera que hubiera matado a Lizzie Ouellette le había puesto el cañón de algo grande debajo de la barbilla —tal vez una escopeta, la que estaba registrada a nombre de Dwayne Cleaves y había desaparecido del hogar que compartía con este— antes de apretar el gatillo. La bala le había destrozado la mandíbula, arrasando con los dientes y rompiéndole el cráneo antes de salir por la parte trasera de la cabeza. Una única muela resplandecía en mitad de aquella carnicería, tan blanca e intacta.

Bird se estremeció, apartó la mirada y se fijó en el resto de la habitación. Había una salpicadura en la pared, trozos de hueso y sesos, pero aun así a él le llamó la atención el aspecto de la estancia. Alguien —suponía que la mujer que yacía muerta a escasa distancia— se había esmerado mucho con la decoración. Había una alfombra oriental deshilachada pero elegante en el suelo, a los pies de la cama, de una tonalidad azul claro que hacía juego con las cortinas que enmarcaban el ventanal y con la colcha, ahora manchada de sangre, que había cubierto el cuerpo. Había dos bonitas lámparas de noche, de latón o algo así, situadas en sendas mesillas. Sobre la cómoda, una pila de libros antiguos colocados con elegancia. Las casas del lago solían convertirse en un almacén de muebles desparejados, viejos trofeos de caza, cojines horteras con frases como HE SALIDO A PESCAR bordadas; su propia familia había alquilado en una ocasión una casa cerca de la frontera que parecía tener una cabeza de ciervo colgada en todas las superficies verticales. Pero aquella casa parecía sacada de una revista. Tendría que localizar en qué página web la tenía anunciada Ouellette, pero ya entonces pudo imaginarse lo acogedora que debía de parecerle a la gente de ciudad que buscaba hacer una escapadita al monte.

Se dio la vuelta y se inclinó sobre el cuerpo. «Pastel de cerezas», pensó de nuevo. En un bolso que había sobre la cómoda habían encontrado la cartera, las tarjetas de crédito y el carné de conducir de la mujer, pero la cara planteaba un problema. Y una incógnita. Levantó la mirada para echar otro vistazo a la habitación, pasando de los técnicos al sheriff y a Johnson, que ahora hablaba en susurros con otros dos hombres más jóvenes que también debían de ser policías locales.

—¿Quién se ha encargado de la identificación? —preguntó Bird y, en aquel momento, la energía de la estancia experimentó un cambio súbito y sutil. Una quietud cargada de incomodidad, con miradas rápidas de unos a otros. El silencio se prolongó más de la cuenta, de modo que se incorporó molesto—. ¿Johnson? ¿Sheriff? ¿Quién se ha encargado de la identificación? —repitió.

—Ha sido una especie de… trabajo en equipo —respondió un hombre rubio a quien Bird no conocía.

Johnson miró al suelo y se mordió el labio.

—Un trabajo en equipo —repitió Bird, y se produjo otro silencio, y otra vez miradas, hasta que Johnson dio un paso al frente, extendió un dedo y señaló el cuerpo.

—Está ahí —dijo.

Bird siguió la dirección del dedo y lo vio. En un primer vistazo lo había pasado por alto, entre toda la sangre y las moscas negras y gordas que revoloteaban alrededor. La fallecida tenía la camiseta levantada hasta el cuello y en la cara interna de un pecho pálido lucía una mancha oscura del tamaño de una mosca, pero sólida. Y estática. Las moscas revoloteaban formando una nube, pero aquella mancha permanecía quieta. Entornó los párpados.

—¿Es un lunar?

—Sí, señor —confirmó Johnson—. Es una marca distintiva. Se trata de Lizzie Ouellette, no cabe duda.

Bird parpadeó y frunció el ceño; no le gustaba la sensación de haber pasado algo por alto, y mucho menos el cambio de energía que percibió en la habitación.

—Está seguro de ello —dijo, y se fijó en que Johnson no era el único que decía que sí con la cabeza. Miró a los demás hombres—. ¿Están seguros todos? ¿Hasta ese punto conocen los pechos de Elizabeth Ouellette?

Johnson tosió y se puso rojo.

—Todo el mundo los conoce, señor.

—¿Y eso?

La pregunta quedó suspendida en el aire y entonces Bird se dio cuenta: los hombres estaban intentando no reírse. La risa nerviosa era un instinto, incluso en momentos como aquel. Se dio cuenta de que casi temblaban por el esfuerzo que suponía aquella contención.

«Nadie quiere decirlo», pensó.

Pero, curiosamente, alguien lo hizo. El poli rubio, con la boca un poco torcida —aunque sin llegar a ser una sonrisa; nadie podría acusarle de sonreír—, miró a Bird a los ojos y respondió.

—A usted qué le parece.

No era una pregunta.

Bird suspiró y se puso a trabajar.

Capítulo 3

 

LA CIUDAD

 

 

 

 

Eran casi las diez de la mañana y la luz del sol entraba por los ventanales orientados al sur cuando la pareja de aquella casa multimillonaria de Pearl Street por fin empezó a desperezarse. Ella se despertó primero, y de golpe, cosa que era inusual. Desde siempre a Adrienne Richards le costaba trabajo despertarse, se resistía a abandonar el sueño con una serie de patadas y gruñidos. Pero ahora la mujer que yacía acurrucada en esa cama inmensa se despertó con un solo parpadeo. Ojos cerrados. Ojos abiertos. Como Julieta al despertar en su tumba, solo que con sábanas de algodón egipcio de altísima calidad en lugar de una losa de mármol.

«Recuerdo bien dónde debería estar».

«Y aquí estoy».

«¿Dónde está mi Romeo?».

Podría haberse dado la vuelta para verlo, pero no le hacía falta; lo sentía junto a ella, oía la respiración acompasada y lenta que significaba que tardaría al menos otra hora en despertarse, a no ser que lo zarandeara. Era una de las muchas cosas que sabía por instinto después de casi diez años de matrimonio. Conocía el sonido y el ritmo de su respiración mejor que los suyos propios.

Tendría que zarandearlo, claro. En algún momento. No podían pasarse todo el día durmiendo. Había cosas que hacer.

«Recuerdo bien dónde debería estar».

Así era.

Lo recordaba todo.

Había habido mucha sangre.

Pero se quedó tumbada despierta sin moverse durante varios segundos, satisfecha deslizando la mirada por el dormitorio. No era difícil quedarse quieta; el gato, un macho grande y gris de ojos verdes y piel sedosa, se había acomodado en el recodo de su cuerpo durante la noche y lo notaba caliente y ronroneante contra ella, y la almohada sobre la que tenía apoyada la mejilla estaba suave y limpia. La habitación estaba pintada de un precioso azul oscuro —Adrienne había pasado por una fase de colorterapia y se suponía que aquel tono promovía el bienestar, el sueño profundo y el buen sexo— y tenía las cortinas echadas, de modo que incluso en aquel momento, en aquella última hora antes de que la mañana diese paso al mediodía, las sombras envolvían como el terciopelo los rincones y los huecos, extendiéndose por debajo de los muebles. El vestido que había llevado la noche anterior yacía en el suelo como una tortita, donde se lo había desabrochado y quitado —un error estúpido, porque probablemente habría que llevarlo al tinte—, pero por lo demás la habitación estaba perfecta. Sencilla. De revista. Los toques personales se reducían a una estantería cercana: una figurita de latón de una bailarina de ballet, unos pendientes de zafiro sobre un platito y una fotografía enmarcada de los recién casados, el señor y la señora Richards el día de su boda. Un recuerdo de tiempos más felices. Adrienne aparecía rubia, delgada y sonriente con su vestido de seda blanco; Ethan era alto, de hombros anchos, y ya lucía un corte de pelo rapado que disimulaba sus entradas. Él tenía treinta y cuatro años cuando se casaron, doce más que ella; era su segundo matrimonio, para ella el primero.

Aunque le parecía que esas cosas no se notaban solo con mirar la foto. Ambos parecían inmensamente felices, emocionados por la novedad. Unos recién casados al inicio de su aventura en común, para toda la vida.

Los envidiaba. La joven pareja de la fotografía no tenía ni idea de lo que les esperaba. Un horror inimaginable, solo que a ella no le hacía falta imaginarlo. Había sucedido y, en las pocas horas que había dormido, se había quedado grabado en su recuerdo con todo detalle. La noche anterior… suponía que habría estado conmocionada, y él también, durante el largo camino de vuelta a casa. Ambos sentados en silencio mientras todo desaparecía por el espejo retrovisor: el pueblo; el lago; la casa y todo lo que había dentro.

Los cuerpos.

La sangre.

Había habido mucha sangre.

Pero, a medida que iban recorriendo los kilómetros en la oscuridad y los acontecimientos de la noche quedaban atrás, fue fácil sentir que había sido todo una especie de mal sueño. Incluso la mundana llegada a casa había parecido algo irreal. Aparcó el Mercedes en el callejón de detrás de la vivienda, y entonces solo podía pensar en que ya casi estaban en casa. Había llevado las llaves apretadas hasta la puerta, con los nudillos blancos por la fuerza y los labios comprimidos en una fina línea, con su marido de pie junto a ella. Debieron de hablar en algún momento, aunque solo fuera para acordar que sería mejor dejar la conversación para la mañana siguiente, pero ella solo recordaba el silencio. Ambos moviéndose con cuidado por el pasillo a oscuras, hasta llegar al dormitorio, sin ni siquiera molestarse en buscar el interruptor de la luz. Ella se había quitado los zapatos, se había desabrochado el vestido y, tras dejarlo caer al suelo, se había metido en la cama. Lo último que recordaba era contemplar la oscuridad y pensar que jamás se quedaría dormida, que no podría.

Pero sí pudo.

No podía seguir allí tumbada sin moverse.

El gato le dedicó una mirada de reproche cuando cambió de postura y saltó al suelo sin hacer ruido cuando ella salió de debajo de la colcha. A su lado, su marido se agitó. Ella se detuvo.

—¿Estás despierto? —susurró. Con suavidad. Solo para ver.

Los párpados de él se agitaron, pero siguieron cerrados.

Lo dejó durmiendo y salió de la habitación, cubriéndose los pechos desnudos con los brazos mientras seguía al gato por el pasillo hacia la cocina. Se estremeció con la luz del sol que entraba por los ventanales. La casa tenía unas preciosas vistas del vecindario, pero, Dios, había mucha luz. Todo ese cristal, kilómetros de ventanas, con las fachadas de piedra de las casas de enfrente reflejando la luz. Era cegador. Sobre las calles estrechas, el cielo se extendía azul y sin una sola nube.

El gato le pasó entre las piernas desnudas, maullando. Hambriento. Tendría que cancelar la visita del cuidador.

—Venga, colega —le dijo con suavidad—. Vamos a buscarte algo de desayunar.

 

 

Estaba bebiendo café junto a la encimera, envuelta en un jersey mientras escribía en un portátil, cuando su marido apareció al final del pasillo. Lo había oído levantarse de la cama hacía veinte minutos, pero la puerta había permanecido cerrada; se produjo un breve silencio seguido del sonido del agua. Al principio se quedó perpleja. Salir de la cama y directo a la ducha, como si fuese una mañana como otra cualquiera. Como si no tuviesen que mantener una conversación urgente. Pero luego la sorpresa dio paso al alivio. En esas circunstancias, un hombre podía hacer cosas peores que ceñirse a su rutina. Significaba que estaba haciéndose cargo de la situación.

Se detuvo en el mismo lugar donde lo había hecho ella, contemplando la vista a través de la pared de ventanales. Llevaba una vieja sudadera de la universidad y se había afeitado. Tenía trocitos de papel higiénico pegados a la cara; uno de ellos se soltó y acabó posándose en el cuello deshilachado de la sudadera. Ella se aclaró la garganta. Era el momento de ir al grano.

—Hola.

Él se volvió despacio al oír su voz. Tenía los ojos rojos, supuso que por la falta de sueño. Eso esperaba. No creía que hubiese estado llorando. Se quedó mirándolo, pero tenía una expresión indescifrable.

—Venga. He hecho café.

Señaló con un dedo el armario que había junto al fregadero. Él lo abrió como si estuviera aturdido, sacó una taza y se sentó junto a ella.

—La he cagado. Me he cortado —dijo. Su voz sonaba áspera—. Me va a estar sangrando todo el día.

—No pasa nada —respondió ella—. De todas formas te vas a quedar en casa hoy. Sin que nadie te vea. No sé cuánto tiempo tenemos. He concertado algunas citas y me marcho en menos de una hora para ver si nos da tiempo a organizar algunas cosas. ¿De acuerdo?

—¿Qué ocurre? —le preguntó él dejando la taza.

—La han encontrado.

Se quedó pálido.

—¿Y a él?

Ella negó con la cabeza y se inclinó hacia delante para leer en voz alta.

—«Pedimos la colaboración ciudadana para localizar al marido de Ouellette, Dwayne Cleaves —dijo—. Cualquiera que tenga alguna información», bla, bla, bla. Hay un número de teléfono. Eso es todo.

—Mierda. ¿Cómo? ¿Cómo es posible que hayan…?

—El incendio de la chatarrería —repuso ella con voz queda—. Esta mañana se ha levantado viento. Han debido de ir allí para evacuar la zona. Pero no pasará nada…

Él no estaba escuchándola. Negó con la cabeza y golpeó la encimera con la palma de la mano abierta.

—Mierda. Mierda, mierda, mierda. Maldita sea, ¿por qué tuviste que…?

La miró, se fijó en su expresión y decidió no terminar la frase.

—No pasará nada. ¿Lo entiendes? No pasará nada. No pasa nada. Se han hecho la idea adecuada. Dwayne Cleaves mató a su esposa y ahora se ha dado a la fuga.

Se produjo un silencio largo.

—Acabarán por encontrarlo —dijo él al fin.

—Con el tiempo —convino ella con un gesto afirmativo—. Es probable. Pero quién sabe cuándo será eso. Ya viste lo que hice. Podría pasar mucho tiempo.

—¿Y entonces qué hacemos?

—¿Nosotros? Nada. Tú te quedas aquí, escondido. Yo voy a por el dinero y luego elaboraremos un plan. Un plan de verdad. Hemos tenido suerte, pero quiero ser lista, aunque eso suponga tomarnos unos días. No pasa nada. No tenemos por qué correr, porque nadie nos persigue.

La odiaba en aquel momento. Percibía el odio brotar del cuerpo de él, notaba la tensión en su mandíbula mientras apretaba los dientes. Nunca le había gustado cuando ella adoptaba ese tono que dejaba demasiado claro que pensaba que era la lista de los dos. «Vaya, pues es lo que hay», pensó. Sí que era lista. Siempre lo había sido y siempre lo había sabido, aunque las personas como su marido pudieran no querer darse cuenta. Y, si tenía que cabrearlo para recordarle todo lo que estaba en juego y quién estaba al mando…, bueno, pues prefería su rabia ofendida a otras alternativas. Esa mirada atormentada de ojos rojos que había mostrado al salir del dormitorio y quedarse mirando por los ventanales como si no supiera dónde estaba o quién era…, no, a ella no le gustaba en absoluto. Si no podía controlar los nervios, estarían los dos jodidos.

—¿Y si viene la policía? —preguntó al fin.

—¿Y por qué iba a pasar eso?

Él se encogió de hombros y bajó la mirada.

—No sé. ¿Y el Mercedes? La gente se acordará de haberlo visto, si es que lo han visto. Una matrícula de otro estado, fuera de temporada, un puñetero coche de lujo que destaca entre los demás. Sobre todo después de la estupidez del mercado del año pasado. Tú y el puto yogur. Se acordarán, sí, y vendrán a hacer preguntas y…

—Entonces les diré lo que necesitan saber —le interrumpió ella con actitud desafiante—. Se lo diré. Mírame. Mírame. —Y la miró. Durante varios segundos se quedó sosteniéndole la mirada. Ella puso la mano encima de la suya y habló con una convicción feroz—. Estamos a punto de terminar con esto. Tú solo deja que yo me encargue de todo.

Por fin asintió con la cabeza. La creía; lo notaba en su cara. Pero esa mirada perdida… seguía ahí. Suspiró.

—Dilo. No podemos permitirnos jugar a este juego, ahora no. Di lo que sea que no me has dicho.

Él se quedó mirando su taza de café. Apenas lo había probado y ahora ya estaba frío.

—Es que… —Dejó la frase a medias y estiró los hombros—. Lo averiguarán. Sabrán lo que hicimos.

Ella negó con furia.

—No lo sabrán.

Él suspiró y dio vueltas a la alianza que llevaba en el dedo. Un gesto familiar de nerviosismo. Al verle hacer eso le dio un vuelco el corazón, pero tenía que ser firme.

—Escúchame —le dijo—. Lizzie y Dwayne están muertos. Se acabó. No hay nada que podamos hacer. Pero nosotros estamos vivos. Tenemos un futuro. Y nos tenemos el uno al otro, ¿verdad? Tienes que confiar en mí.

Él dejó caer los hombros, ella también, pero con alivio. Estaba cediendo, como hacía siempre, como ella sabía que haría. Pero seguía con esa mirada atormentada y, cuando volvió a hablar, casi le dieron ganas de gritar.

—No puedo parar de pensar en… —empezó a decirle y ella se inclinó hacia delante y lo agarró por los hombros, incapaz de soportarlo.

—No lo hagas.

Pero no podía evitarlo. No podía contenerse. Las palabras le salieron en un susurro y el aire del apartamento quedó impregnado de terror.

—En cómo me miraba ella.

Capítulo 4

 

LIZZIE

 

 

 

 

Que conste que nunca me follé a ese tío.

Ya sabes a cuál me refiero. A ese que, de pie frente al cadáver ensangrentado y mutilado de una mujer asesinada, no pudo evitar fanfarronear con sus colegas del pueblo diciendo que todos le habían visto ya las tetas. Tienen auténtica clase los chicos de Copper Falls. En serio. Sobre todo esa frase. Una combinación tan perfecta de vulgaridad y recato que hasta se hizo un poco famosa. Alguien que estaba allí se lo contó a alguien que no estaba —«No te vas a creer lo que le dijo Rines a ese policía»— y, sin tardar mucho, la gente ya la repetía como un eslogan prácticamente en todo el condado. La recuerdas, ¿verdad?

«Y a usted qué le parece».

Hay que joderse, santo Dios.

Seguro que pensabas que estaba de broma. O que exageraba, que estaba equivocada o siendo algo dramática. No pasa nada; ya lo he oído antes. «Se lo está inventando. Solo busca llamar la atención. Todo el mundo sabe que la chica de Ouellette es una bolsa de basura mentirosa». Las que dicen esas cosas son, claro está, personas que van a la iglesia. Buenos samaritanos de la clase obrera de Nueva Inglaterra. Cuesta creer en ese tipo de crueldad tan casual a no ser que la hayas visto con tus propios ojos.

Pero ahora ya lo has visto. Ahora lo sabes. ¡Ven a visitar Copper Falls! Donde el aire es puro, la cerveza es barata y los polis locales llaman putón a una chica en la escena de su jodido asesinato.

El tipo se llama Adam Rines. El rubio de la sonrisilla torcida, el señor «Y a usted qué le parece». Y, pese a que quiere que todos los demás lo crean, nunca me acosté con él. Nunca me acosté con ninguno de ellos, salvo con Dwayne, y eso fue distinto y más adelante. Mucho más adelante. Para entonces habían pasado ya cinco años desde aquel día de principios de verano, la humedad de las tablillas mohosas de la cabaña de caza entre mis omóplatos, las burlas de seis chicos feos resonando en mis oídos.

«Y a usted qué le parece», y unos cojones.

Yo te diré lo que pasó. O a lo mejor te lo puedes imaginar. Solo hace falta un poco de imaginación. Por ejemplo: imagina que tienes trece años. Pesas cuarenta y dos kilos y todavía no eres una mujer, pero tampoco eres ya una niña. Imagina tu cuerpo, los brazos larguiruchos, las piernas torcidas y las rodillas muy juntas, que nunca logras colocar de manera adecuada, y el pelo de un tono rojizo, siempre sucio y lacio, con las puntas desiguales porque te lo has cortado tú misma con unas tijeras romas. Imagina tu ignorancia: una madre que murió hace mucho tiempo y un padre que no sabe, que no se da cuenta de que su hija de trece años ya tiene edad para necesitar sujetador, una caja de compresas y una charla sobre lo que significa todo aquello. No se da cuenta de que estás creciendo.

Pero los demás sí se dan cuenta. Ven lo que le está sucediendo a tu cuerpo. Lo ven antes incluso que tú misma.

Imagínatelo.

Me alcanzaron cuando volvía a casa en bici el último día de clase, ocho kilómetros polvorientos, la mochila tan cargada que tenía que bajarme de la bici y subir a pie cada vez que llegaba a una colina. Eran media docena. Algunos eran mayores y todos ellos más grandes. Dejé la bici tirada en la carretera, con la rueda delantera dando vueltas. Salí corriendo hacia el bosque por delante de ellos y traté de desaparecer entre los árboles, pero me atraparon. Claro que me atraparon. Después me consideré afortunada de que lo único que hicieran fuese levantarme la camiseta por encima de la cabeza.

Había tenido ese lunar desde siempre. Era imposible no verlo, pronunciado como era y tan oscuro en contraste con mi piel. Sabía que era feo —incluso entonces, me cuidaba de no dejar que las otras chicas lo vieran cuando me cambiaba a toda velocidad en el vestuario después de la clase de gimnasia—, pero aquel día no pude hacer nada por ocultarlo, acorralada como estaba contra el cobertizo ruinoso, a cien metros del camino, en mitad del bosque, con los brazos estirados formando una T y un chico agarrándome con fuerza de cada uno de los hombros. Ni siquiera podía verlos a través del dobladillo de la camiseta, apretado contra mi cara, húmedo por el sudor y las babas. No llevaba nada debajo, y uno de ellos me pinchó con un dedo la imperfección oscura que tenía debajo del pecho, con tanta fuerza que me dejó un moratón, y al hacerlo soltó un sonido de repulsión.

Todos lo vieron. Y los que no lo vieron, como Adam Rines, lo oyeron igualmente. Era toda una leyenda local, mi lunar, que crecía cada vez que alguien volvía a contar la historia, como la carpa gigante y prehistórica que se suponía que vivía en lo más profundo del lago Copperbrook. Aún recuerdo aquella primera vez con Dwayne, cuando me quité el vestido y me quedé ahí, desnuda, como él quería, dejando que me mirase, que contemplase aquel lunar oscuro y dijese: «Pensaba que sería más grande». Y yo contesté: «Le dijo ella a él», porque me pareció una respuesta ingeniosa, pero Dwayne no se rio.

Dwayne nunca se reía de mis chistes. A algunas personas les parecía graciosa, pero no a Dwayne Cleaves. Mi marido era como muchos otros hombres. Siempre alardeaba de que le encantaba la comedia, pero en realidad no tenía sentido del humor. Hasta los chistes más tontos se le escapaban, y los pocos que le gustaban eran siempre a costa de otra persona. Le chiflaban, y lo digo en serio, le chiflaban los programas radiofónicos en los que gastaban bromas telefónicas, cuando los locutores ponían nervioso a alguien con una historia falsa, que estiraban conforme la persona se ponía más y más nerviosa, y solo confesaban la verdad cuando el pobre desgraciado perdía los estribos por completo. Dios, qué pena me daban esos tipos. Quizá no debería ir por ahí dando consejos matrimoniales dadas las circunstancias, pero, si tu hombre se parece un poco a eso, no te cases con él. Porque es un idiota y probablemente mala persona además.

Claro está, yo no fui tan lista como para seguir mi propio consejo. Tampoco es que tuviera opciones. No es que los chicos llamaran a la puerta de la caravana de mi padre para salir conmigo u ofrecerme un anillo de diamantes. Dwayne nunca habría admitido que no estaríamos juntos de no haber sido por lo que sucedió aquel verano después de la graduación, y se le notaba la vergüenza; esa humillación absoluta y siniestra que resulta tan potente que todos los demás sienten vergüenza ajena. Se palpaba en el aire el día que nos casamos. La gente se miraba los pies con cara de incomodidad cuando dijo «Sí, quiero», como si se hubiese cagado en los pantalones delante de todos. En eso consiste ser un Ouellette en Copper Falls: ya solo el hecho de estar a tu lado resulta vergonzoso. Como esas tristes doncellas de la India. Intocables.

Aunque, claro, ser intocable no significa que no se te puedan follar, razón por la que esta historia tan retorcida acaba como acaba.

La policía tampoco querrá saber nada del asunto. Los hombres que vengan a buscar pruebas y a hacer preguntas solo se llevarán una parte de la verdad, o mentiras descaradas de gente como Adam Rines, y yo tampoco dejé un diario en el que pudiera contarlo todo. Quizá debería haberlo hecho. Quizá entonces la gente me escucharía por fin, como nunca me escuchó en vida. Quizá incluso lo entenderían.