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En una Buenos Aires vibrante pero cargada de incertidumbre, los personajes de Narrativas Recuperadas se enfrentan a momentos que redefinen su percepción del mundo. Desde encuentros con un misterioso hombre sin hogar hasta los conflictos internos de las relaciones familiares y amorosas, estas historias exploran la belleza, la monotonía y la magia de lo cotidiano. Una colección de relatos que nos invita a reflexionar sobre la conexión humana y la forma en que la vida puede transformarse en un espectáculo de magia inesperada.
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Seitenzahl: 240
Veröffentlichungsjahr: 2025
YEFLER
Yefler Narrativas recuperadas / Yefler. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5998-2
1. Cuentos. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
La rutina de la Pelotita Roja
Cena familiar
Los sueños que nos unen
Acercarse
26/7/1986
Dafne en la orilla
Espero sea ella
El cuerpo de las palabras
Yo lo vi todo
El Tacataca
Se baja el telón
La casa en llamas
El lago de Von Morbiem
No somos esto
Un amor postergado
La desaparicióndel flaco Mafré
Largo viaje
Un leve estudiosobre los deseos
Tus miedos te persiguenpor el bosque
Contrapunto
Agua en el techo
Desde que estoy en Buenos Aires, hay un viejo que duerme en la puerta de nuestro edificio. Desayuna todas las mañanas con una boca muy cansada, los ojos perdidos, y palabras en silencio. Cada mañana me daban ganas de darle algo para acompañar el pan duro que comía, alcanzarle un buzo que me quedara viejo o de preguntarle cómo estaba. Pero suspendía todo trato por la excusa de turno: el colectivo está al pasar; hoy no puedo llegar tarde al trabajo; seguro me saca cagando. Al rato, y quizá con el tiempo, empecé a sentir una sensación extraña en la parte de atrás de mi estómago. Un conato de culpa, que al comienzo pensé que era lástima por el hombre. Por lo que, en varios viajes de vuelta a casa llegaba a la conclusión de que al otro día me levantaría más temprano y charlaría con él. O que a la noche cocinaría más para bajarle algo en un tupper medio cualunque que me hubiera quedado. Incluso llegué a decirme que si esa tarde–noche lo encontraba, lo haría subir al departamento. Pero nunca pasaba. Llegaba al edificio y él no estaba. Cocinaba de más y volvía a encontrar razones para no bajar. La mayoría de las veces con la supuesta certeza de que todavía no estaría preparando la cama pegado a la reja. Entonces la sensación de culpa se ponía en pausa hasta que en la mañana siguiente, bajaba por el ascensor y en un pestañeo cualquiera, recordaba que lo cruzaría. Las ganas de hacer mil cosas volvían a aparecer e instantáneamente se me desdibujaban hasta que abría la puerta, lo veía mirar la nada con los ojos perdidos y la boca mascullando palabras. Yo bajaba la cabeza y me iba a la parada a preguntarme si mañana podría hablarle.
Cuando me cambiaron de sector en el trabajo, y mi horario se hizo apenas un poquito más tarde, el debate de qué hacer fue acomodándose a la rutina. Quizá por las nuevas responsabilidades, me encontraba en el colectivo preguntándome por la agenda laboral del día, en lugar de preguntarme por el viejo. He llegado a pensar que quizá esa mañana no estaba o no lo había visto. Me entristecía un poco cuando lo confundía con una maceta grande. Darlo por hecho y entrar en la fatídica costumbre que tiene Buenos Aires, de ocultar urgencias humanas o sociales tras cuestiones que se inventan más importantes. En alguna vuelta del trabajo, por ese entonces, concluí que Buenos Aires era así: un espectáculo de magia. Con mucha labia, mucha capacidad para confundir las cosas. Por momentos divertida. Por momentos un poco estafa. Siempre atento a cómo se mueve una mano, mientras no vemos (o no queremos ver) que la pelotita roja está en la otra mano. Luego, solo queda fingir sorpresa y estupor cuando de la supuesta nada, aparece ante nosotros la pelotita roja. “¿Cómo puede ser?”; “¿Cómo nadie se dio cuenta?”; “¡Es increíble!”; “Sé cómo lo hicieron, pero no te voy a decir”. Y así, hasta que nos volvemos a maravillar con otra mano.
Un día, a causa de mis nuevos problemas laborales salí del ascensor, abrí la puerta, vi al hombre vaciar de un último saque su tarro con lo que supuse era agua, y con la mano en la puerta se me escapó un “buen día”. Acompañado con un movimiento corto de cabeza. No esperaba que el viejo me saludara. Tampoco lo hizo. Esa noche quise creer que lo había tomado por sorpresa. Sin embargo, al repetir el saludo, el hombre solo asintió. La dinámica continuó: un gesto cortito con un saludo breve, con voz seca de mi parte. Como quien coloca una pelota al lado del palo, que viene con mucha velocidad y solo hay que poner apenas el frentón para que no salga disparada para cualquier parte. Un tick que oficiaba de saludo mientras él murmuraba palabras que yo no escuchaba.
El tiempo pasó como solo en Buenos Aires sabe volar. Con las preocupaciones en la boca del estómago y la garganta apretada por la incertidumbre con que los porteños saben convivir. Hasta que un triste día, mi jefe me despidió. Dijo que no me había acoplado bien al nuevo trabajo, que al estar en negro prácticamente, me correspondía un sueldo diminuto y que gracias por todo, sin las gracias. Enmascarado en una sonrisa de costado, desagradable, casi canchereada. No sé por qué me levanté al otro día al mismo horario y tuve la necesidad de salir de mi casa. Saludé al viejo que terminaba de desayunar como todas las mañanas. Al cerrar la puerta, me quedé varios segundos congelado, agarrando la manija de la puerta. Habré dicho algo en voz alta, porque de pronto pude escuchar que el viento me trajo con su voz ronca y su nariz roja e hinchada como la de un payaso:
—Cuando me despidieron del trabajo, al principio fue duro. Tuve que hacer varios arreglos económicos, pero poco a poco (y con mucha angustia, déjeme decirle), fui encontrando un nuevo trabajo. El clima laboral era precioso. La paga era magnífica. Claro que correspondía a esos casos que tienen un alto costo de tiempo y esfuerzo. Sepa que el sacrificio no es tal, si uno hace lo que ama–. El viejo hablaba mirando el fondo del tarro vacío. Tenía la pera apenas más adelantada de la cara y se le hundía el labio superior producto de solo tener un diente frontal. Mascullaba las palabras. Las apretaba. Como si hablara desde la panza. Tragué saliva (aún recuerdo el alquitrán que en verdad pasó por mi garganta) y le dije con mucho cuidado:
—¿A usted lo despidieron...? –solté la manija y guardé mi llave en un bolsillo mientras me giraba hacia él. Recuerdo cómo pestañeó con fuerza y masticó en el aire. Parecía confundido y agregó, casi susurrando:
—Yo nunca tuve trabajo.
Arqueé mis cejas y me fui.
Caminé largo rato sin mucho rumbo. Volví alrededor del mediodía y el viejo ya no estaba. Una vez en casa, busqué trabajo y me fui a dormir sin comer. Pensaba que quizá vivir en Buenos Aires no era una buena opción para mí. Dormí apretando los dientes. Las mañanas siguientes no volví a salir tan temprano como acostumbraba. Usaba ese tiempo para tirar currículums, tener reuniones virtuales para trabajos que no me interesaban y hacía cuentas para ver qué cosas debería vender para pagar el alquiler. Lo primero que vendí fueron las mancuernas. Un muchacho con los músculos más inflamados que trabajados los quiso retirar a primera hora de la mañana. Me pareció una locura volver a levantarme a las inentendibles horas que me levantaba cuando apenas me había mudado. Al bajar por el ascensor, recordé que no veía al viejo hacía mucho tiempo y resolví volver al saludo con la cabeza. Abrí la puerta, dije “buenos días”, el viejo asintió con su frente y el muchacho que compraba las mancuernas se sonrió. Me respondió el saludo, me dio un sobre con el dinero y me apretó mucho la mano. Dijo muchas palabras que no escuché, ni me interesaron. Se subió a su auto, y se largó. Entonces el viejo habló:
—Cuando yo vivía en el 1°A –y señaló el edificio–, una vuelta tuve que vender el televisor y unas zapatillas para pagar el alquiler. Fue un momento muy raro, déjeme decirle. Pero al no tener televisor, me dio más tiempo para enfocarme en mi nuevo trabajo. Asentarme bien y comenzar más tranquilo. El departamento era lindo. Nunca me quise ir.
—¿Usted vivió acá? –le dije casi instantáneamente. El viejo pestañeó varias veces, masticó el aire y como volviendo de una confusión dijo:
—¡No hombre! mire si yo viví en este edificio –e hizo un ademán con la mano como mandándome a mudar. Me sonreí y lo saludé. No me respondió.
Encontré un nuevo trabajo. No tuve que vender tantas cosas como esperaba. Mi horario era solo por la tarde. La paga era lo justo como para no darse cuenta de que quizá Argentina, paga sueldos muy bajos. Al viejo no lo volví a cruzar. Aunque muy esporádicamente se me venía a la cabeza. Alguna vez quise contar en el trabajo sobre este hombre, pero no me animaba. Temía no poder explicar la extrañeza que me generaron sus comentarios. Y más allá de eso, no creía que fuera un buen tema de conversación para hablar con Esmeralda, una compañera de trabajo que me tenía loco. No recuerdo con qué excusa logré que un viernes fuésemos a tomar algo. Pasamos toda la noche yendo de un lado a otro. Cena tranquila. Luego un bar. Después una simulación de baile que no fue tal y preferimos una caminata por el parque. “Acá es medio medio, vayamos para el lado de mi casa”. Me dejé guiar hasta su hermosa plaza en Saavedra. De la nada apareció un show improvisado. Nos reímos a distancia y nos internamos en otro bar que cerraba tarde. De pronto amanecía, Buenos Aires era verdaderamente la ciudad que nunca dormía. Nos dimos un abrazo más potente e íntimo que un buen beso. La llevé hasta su casa, me aclaró que se había divertido. Y cerró la puerta del auto dejando su perfume por todos lados. Volví a casa con una sonrisa pegada en mi rostro.
Al llegar, el viejo estaba desayunando. Asentía solo, mirando el suelo. Dije “buen día” queriendo apurar el encuentro, más por el sueño, que por otra cosa. Entonces él respondió:
—Y un día, conocí a alguien en el trabajo. Un encanto de mujer. ¿Usted sabe esa sensación de estar haciendo algo cotidiano y pensar “qué hice para merecer semejante ángel”? Entonces aparece un miedo reconfortante. Una sensación de estar por encima de las posibilidades. Todo porque una mujer, la que nosotros queremos, nos pide volver a vernos. Qué hermosa sensación puede producirse justo abajo del corazón. A unos centímetros del músculo recto del abdomen. En verdad, más adentro. Lo que se dice justo “en el fundus del estómago” –. Dejé la puerta abierta y tuve el impulso de sentarme a su lado. No lo hice. En su lugar, me quedé callado, con la puerta abierta, mirándolo casi de reojo. Continuó:
—...Y se volvieron a ver varias veces. Tantas que terminaron conviviendo en el 1°A –de a poco, el viejo bajó la voz. Yo me acerqué para seguir sus palabras. Como ver en cámara rápida una planta crecer hacia donde recibe mayor cantidad de luz solar. Desperezó la boca en un movimiento minúsculo y dijo–. Tuvieron tres hijos. Él quería un perro, pero ella no. Tres hermosos hijos que crecieron fuertes–, el viejo se encogía de hombros, como diciéndose las cosas a su propio pecho. En algún momento la puerta se cerró y yo intentaba meter la oreja a una lógica distancia para escucharlo concluir con cierta tristeza: –, pero los hijos necesitan rutinas. Automatismos. Prioridades. Los anhelos personales pasan a otro plano y uno se pregunta... –El viejo exhaló como dando por concluida la charla. Mi garganta se transformó en arena al tragar y se me cayeron un par de preguntas en un susurro:
—¿De qué está hablando? ¿Ésa es mi historia o la suya?... ¿Quién tuvo tres hijos? –Al estar tan cerca, pude ver sus ojos que lloraban. Pestañeó varias veces, masticó en el aire y soltó una risotada: –¡Ja! ¡Y yo qué mierda sé! Déjeme tranquilo ¡Ay, por favor!
Esa vez me volví a la puerta, y la abrí confuso. Estado que me acompañó hasta el ascensor y mi cuarto. Al acostarme, solo tenía una pregunta repiqueteando por todas partes: “¿Cómo hice yo para salir con una mujer como esa?”. Dormí contento, a pesar de todo.
Pasaron meses para que me cansara de mi nuevo trabajo. Efectivamente las semanas se parecieron mucho entre sí. Todo se tornó un poco cansador. Hasta tuve momentos en que no supe si con Esmeralda me aburría o solo repetíamos acciones. Comer, salir, saludar, garchar, conversar. Comenzó a tener cierto tinte de esperable. No tenía muy claro cómo esta hermosa mujer estaba conmigo. Intuía que un poco de Buenos Aires se me había metido en la piel, como para chamuyar lo justo y que creyera que yo era interesante. Distraerla con una mano para que no vea la pelotita roja. Sin embargo, llegado octubre, sentí el profundo deseo de pedirle que convivamos. Como quien se cansa de hacer siempre el mismo truco y se lanza a intentar uno más grandioso. Un poco para los aplausos. Otro poco para no repetirse. Mucho de inconsciencia. Nos fuimos a Saavedra, a su precioso 1°A. Recuerdo momentos de deja vú en esa casa que nunca terminé de sentir mía. Creo que para el año, Esmeralda me sentó en la mesa, me miró profundamente a los ojos, y planteó la posibilidad de ser padres. No sabía que la felicidad podía tener un costado aterrador. Nos abrazamos como la primera vez, cuando bajaba de mi auto y dejaba su perfume por todas partes. Hicimos el amor como nunca y dormimos en una hermosa nube blanca. Al otro día, cuando me desperezaba en el baño, para ir a trabajar, tuve la certeza de que, si quería tener tres chicos, no podría dejar el trabajo. Un vaho salió de mi epiglotis que manchó la ventana. Fue así que se me volvió a hacer presente aquel viejo de mi antiguo edificio. Desayuné cualquier cosa, saludé a Esmeralda como pude, y me fui directo a mi domicilio anterior. El viejo estaba hamacándose con el tarro vacío en la mano. No tengo memoria de haber estacionado. Imposible saber cómo lo hice, porque recuerdo verlo, bajarme del auto y gritar:
—¿Cómo sigue mi vida después? ¿Qué pasa cuando me dé cuenta que la rutina me está matando? ¿Que el trabajo no es lo que quiero? Dígame, por favor –terminé bajando la voz, le dije las últimas palabras casi susurrando y doblando las rodillas. Amagaba con arrodillarme para tener sus ojos a mi altura. Diría que no miraba mis pupilas, quizá se situó sólo en la esclerótica del ojo. Le supliqué: – ¿Cuáles son esos anhelos que voy a postergar por la rutina? –El hombre inspiró. Incluso retuvo el aire para soltarlo levemente. Sonrió y dijo:
—¡Yo qué mierda sé, hombre! ¡Suélteme!
No me di cuenta que lo estaba tomando por los hombros. Lo solté y caminé dos pasos dándole la espalda. Sentía mucha impotencia. Buenos Aires se iba despertando. Coches, camiones de basura. Chicos al colegio. Mujeres discutiendo con sus maridos por teléfono. Algunos perros en su recorrida matutina ladrando porque sí. Una risita picaresca de algún viejo. De un viejo. De un tipo que duerme en la puerta de lo que supo ser mi edificio. Me di vuelta y con toda la amabilidad del mundo, como si aquel desencuentro no hubiese pasado dije al aire:
—¿Qué será de ese que vivía en el 1°A? –noté que el viejo masticó en el aire y pestañeó varias veces. Como si entrara en un trance perdió la vista en cualquier parte. Intenté no mirarlo. Retomó su discurso como si los meses no hubiesen pasado:
—Entonces uno se pregunta: “¿Cómo puede la rutina cambiar prioridades o anhelos?”; “¿Será verdad que la costumbre pospone sueños hasta que quedan olvidados?”; No debe haber nada más triste que despertarse una mañana y darse cuenta que viviste la vida de alguien más. Entonces creemos que debemos ser el mago que muestra seguridad en el escenario, que controla la situación, que dirige los tiempos de lo que va a suceder y no vemos la verdad...–no pude preguntarle “¿cuál es la verdad?”. En su lugar, levanté las cejas y lo apunté con la cabeza para que continuara. Después de unos instantes, retomó:
—...Somos la asistente. Que hace lo que puede. Que no recibe los reflectores necesarios. Que esconde la pelotita mientras el otro le grita ampulosamente al público. Somos los que manejamos los tiempos del truco, los que con nuestros detalles contamos la historia de una forma diferente... Eso...la asistente con la que nadie cuenta... tan sencillo como eso...–El viejo bajó la voz y parecía hablar a su pecho. Cansado, agotado. No dije nada para no interrumpir sus cavilaciones. Después de algunos suspiros, repitió:
—...Para que el público sienta que lo mágico es posible. Solo debemos contar historias de una forma que nunca antes fueron contadas. Que no es el mismo truco de siempre. Para que se maraville y crea que lo mágico existe en este mundo.
No le dije nada más. Lo observé pestañear muchas más veces que antaño. Masticó el aire con más fuerza de lo que yo podía recordar. Me aparté lentamente entre asustado y cuidadoso, hasta que volví a mi auto. Llegué muy tarde ese día al trabajo. Me excusé diciendo que me sentía con la panza revuelta.
A las pocas semanas tuve una revelación. Avisé en el trabajo que mi mujer estaba embarazada de trillizos y tuve toda la historia del viejo en mi cabeza esa semana. Inventé en el trabajo que ella tenía controles muy rigurosos algunas mañanas, por lo que podría llegar tarde de vez en cuando. Mis jefes lo aceptaron con ternura y nunca les dije que en verdad, era para juntarme con el viejo. Cómo lo podrían entender. Llegaba al horario de mis primeras interacciones con él. Le servía el desayuno que aceptaba cual autómata. Yo siempre arrancaba con los “buenos días” que acostumbrábamos. Sacaba mi lapicera y mi cuaderno, y me disponía a esperar. No siempre tenía respuesta, así que simplemente hacía círculos pequeños en la hoja hasta que me aburría. Algunas mañanas solo desayunábamos y yo llegaba tarde al trabajo sin más. Pero hubo un día en que todo se disparó. Estaba haciendo círculos en el costado de la hoja con una lapicera roja, hasta que le pregunté sin pensarlo:
—Ésa historia está muy bien para un 1°A, pero... ¿Qué hay de los demás departamentos?
Me respondió con un hilo de susurro:
—Todas las historias ya fueron contadas ¿Para qué quiere más? –Sin pensarlo mucho le dije:
—Ya es hora de que se cuenten con un nuevo estilo.
Hubo un silencio cómplice. Se sonrió de costado, me miró esperando que diga algo. Le acerque mi rostro, preparé mi lapicera roja en el cuaderno y le dije:
—¿Qué le gustaría contarme de un 1°B, por ejemplo?
El viejo sostuvo la sonrisa de costado, pestañeó varias veces con fuerza, se irguió lentamente y masticó en el aire varias veces hasta que comenzó de un tirón:
—Cuando el padre del 1° B le pregunta a su hija mayor cómo fue su día ayer, la madre sabe que comienza el juego. La hija menor sospecha,...
Guardé silencio y simplemente me dediqué a transcribir su particular forma de narrar.
(2024)
Cuando el padre del 1° B le pregunta a su hija mayor cómo fue su día ayer, la madre sabe que comienza el juego. La hija menor sospecha, pero sigue comiendo sin más. Entonces la mayor cuenta que estuvieron practicado Tchiavkosky. Y no cualquier obra, ni más ni menos que Romance en fa menor, op.5. Mueve la boca a un costado antes de decir que le costaba, pero que por suerte ya lo había superado. “Quizá fue un mal día” dice, y mira a la madre, quien sabe bien que no fue al colegio. Que se escapó para ver a su novio Andrés, y que discutieron. Una de esas discusiones banales, pero que dejan una pequeña marca. Volvió temprano del colegio y se lo contó a su madre. “El amor es complicado” le supo responder con instinto maternal, mientras la hija mayor ponía la mesa e intentaba cambiar la cara antes de que llegara su padre. Quizá hubiese sido mejor enamorarse en Fa mayor, pero el amor es como la música. La madre alarga el pestañeo, en lo que podría ser una sonrisa solapada. Escondida. Confidente. Amorosa.
La hermana menor intenta evocar el recuerdo de su hermana ayer en la clase de piano, pero no lo logra. Entonces aprende que ha comenzado un juego. Luego de algunos silencios, la brillante calva del padre, adornada con una corona de pelos grises prolijos, se sostiene firme como el mazo de un juez a punto de dictar sentencia. Pregunta luego de tragar: −¿Y hoy? ¿Qué fue de hoy? –Y antes de que la menor diga algo, la mayor responde con celeridad. Con la respuesta, la menor confirma que debe aprender a jugar. Pero quiere saltar arriba de la mesa, y contarle que no fueron al colegio, que estuvo todo el día con su hermana, que se quedaron en la plaza y se divirtieron entrando al sector para perros, para revolcarse entre ellos. La más grande, despliega la mejor sonrisa, la mirada más franca y un poco sacando pecho. La madre escucha tensa, aunque disimulada:
−Estudiamos mucho. Tuve que practicar Nocturno op.9, N°2, de Chopin. Carla tuvo problemas con la digitación y la profesora le dio una increíble cantidad de ejercicios para la próxima clase −apunta el tenedor a su hermana Lucía, al otro lado de la mesa, y al verla con los ojos tan grandes, incrédulos, sigue diciendo con total naturalidad –,vi por la ventana cómo Lucía se tropezó y se cayó en el jardincito lleno de tierra del patio del colegio.
La mirada inquisidora del padre se posa sobre la menor, la madre aprieta el pedazo de carne con los dientes antes de tragarlo. Lucía, la hija menor, simula concentración en su plato, y dice: −Me caí, llegué a casa y me bañé.
−Me di cuenta, dejaste la ropa llena de tierra en el bidet
La madre traga y decodifica. Se contiene de mover ningún músculo, inspira y cierra los ojos suavemente. Tal vez la más chica aprenda más rápido de lo que pensaron. Entiende, también, que si ha sido Chopin, en su segundo movimiento de Nocturno, significa que volvió a ver a Andrés. Un movimiento con saltos elegantes y floridos. El romance en 12 pulsaciones. Que fueron con su hermana a la plaza. Que mientras la hermana se zambullía entre los perros y la tierra, ella se quedaba a un costado hablando con Andrés recreando en acciones la obra del compositor polaco. Mientras el padre asiente, la madre recuerda cuando su hija mayor dijo Mozart. Rebeldía pura. Había dicho que practicó el Concierto para piano y orquesta en Re mayor KV 382. Que significó “dejarse llevar”. Hacerle alguna maldad adolescente a la profesora, patear tachos en la calle mientras esperaba que sea la hora en que la irían a buscar del colegio o rayar el auto de la directora. Hace rato que su hija no practica Mozart. La madre toma agua, para que no se note lo aliviada que está de que su hija dijo Chopin.
−Terminamos de comer y pongo la ropa a lavar, amor −.La madre con tono neutral, pero agradable. El mismo tono de su hija mayor.
Los ruidos de los platos se confunden con miradas cómplices que sobrevuelan los vasos, la ensalada, los cubiertos, la jarra y el mantel verde con flores blancas. El padre asiente en silencio. Poseído por un mantra interno. Realiza pequeños movimientos como si por fin hubiese llegado a ser Director de Orquesta. Entonces, el tenedor es una pequeña batuta cuando cierra los ojos. Lo bambolea en el aire siguiendo alguna obra. Probablemente de Serguéi Rajmáninov. O tal vez, sea Beethoven. O quizá solo le gusta imaginar que su hija está sentada al piano, con un vestido elegante, siguiendo las indicaciones de su mano abyecta cual sutil emperador. Pero la cena está por terminar, y el padre suelta una pregunta pesada que cae en el plato sucio, con algún resto de comida, y mueve los cubiertos con el último pedacito de carne:
−¿Saben mañana qué van a tocar?
Entonces la hija mayor con su espalda recta mira a su padre a los ojos, la hija menor toma nota, la madre espera. Porque tiene que volver a jugar. Espera que diga que practicará Claro de Luna, de Dabussy. Lo que sería estar en el colegio, seguir con las indicaciones, y ser la alumna ejemplar. Mientras la más grande abre la boca, con los ojos casi cerrados, la más chica está convencida de que dirá Haydn, Sonata en Mi bemól mayor H. XVI. 52, porque ve a su hermana madura, complicada, hermosa. Pero en su lugar, la mayor abre los ojos, mira a su madre y dice con total convicción que mañana verán a Bach, la suite orquestal N°3 en re mayor. Todos saben que Bach era un romántico por antonomasia. Debería estar saltando de alegría. Sin embargo, se dispone a levantar los platos. El padre se alegra de las respuestas de su hija, porque cree que las noches de gritos y severos castigos han dado sus frutos. La más chica sospecha que mañana su hermana volverá a verse con Andrés. La madre observa a su marido mover la cabeza, como danzando levemente en la silla con los ojos cerrados. Como si fuese posible vivir sin música. Inmediatamente mira a su hija mayor caminar seria y despreocupada hasta la cocina, como si fuese posible vivir sin amor.
(2021)
Según aprendí, los tobas tienen una palabra para referirse a los sueños extremadamente reales. Los llaman icoỹaoxon. Muy similar a icoỹadeuo, frase verbal con mucha potencia que significa “acompaña cual guardián”. Ellos están convencidos de que los sueños tienen una función social, y los dividen en tres grandes grupos. Primero, los más conocidos y que mejor prensa han tenido con el paso del tiempo, los sueños de carácter premonitorio. Se identificaban por ser críticos, simbólicos, relacionados más a la sociedad, que al soñante. Cabe aclarar que los soñantes de este tipo de apariciones eran gurús, oráculos, o profetas que se sometían a arduos entrenamientos e iniciaciones, para despojar de sí toda historia personal y estar “abiertos” a los sueños de éste calibre.
Por el contrario, los sueños del segundo grupo, los relacionados al descanso y el camino espiritual personal, tendrían el detalle de ser profundamente introspectivos. Que, aunque enigmáticos o evidentes, se pueden asociar a situaciones y acontecimientos vividos por el soñante. De duración y carga emocional variada, dependiendo de infinidad de factores.
Finalmente, y a diferencia de estos dos, existen los sueños extremadamente reales. Los icoỹaoxon, los más interesantes, y que desde siempre llamaron mi atención.Su particularidad radica en que no hay simbología. Es, lisa y llanamente, la realidad. O, para ser más precisos, una realidad. Una realidad desconocida por el soñante. Unos entornos, unas interacciones, unos elementos con las mismas reglas de la vigilia, pero totalmente ajenos a uno. Es necesario aclarar que, en todo momento del sueño no se percibe estar soñando. La sensación general es de familiaridad. Cosa que se pierde, o genera extrañeza al despertar. Quizá, incluso, por la sorpresa de haber estado tan naturalmente en contextos, con personas y representaciones desconocidas. Suelen ser de una carga emocional más bien fuerte. Sueños a los que algunos tienen más predisposición que otros. Descubrí, luego de mucho estudio, que el motivo social que los tobas encuentran a estos sueños, es que el soñante acompañe a un completo desconocido a transitar ése preciso momento de su vida. De lo contrario, estaríamos solos al atravesar emociones con una potencia atroz. Una emoción que no nos cabe en el pecho. Que las rodillas no aguantan el peso. Que la felicidad es una semicorchea y hay que juntar dos corazones para no perder el tempo. O que el dolor vale para dos cuerpos enteros. Que el aire que se respira pareciera ser, de pronto, espeso y viscoso. Situaciones y emociones en donde las lágrimas son para más de dos ojos. Como me pasó a mí, aquella vez, en la cueva.