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Jugando con la alegoría y una escritura de expansivos recursos, Atilio Caballero propone una visión interactiva y casi filosófica de la realidad. Los controvertidos personajes de esta novela se hallan inmersos en una trama que nos invita a la reflexión desde el cuestionamiento. En la red de acontecimientos que alcanza a urdir, Naturaleza muerta con abejas, es una obra de gran frondosidad conceptual y notable ejecución estilística.
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Seitenzahl: 226
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Edición: Odalys Calderín
Corrección: Julio Martínez Molina
Diseño: Roberto C. Berroa Cabrera
Diseño de Cubierta: Roberto C. Berroa Cabrera
Conversión a ebook: Madeline Martí del Sol
© Atilio Jorge Caballero Menéndez, 2019.
© Sobre la presente edición:
Ediciones Mecenas, 2019
© Primera edición, 1999
© Segunda edición, 2019
ISBN 9789592204225
Ediciones Mecenas
Centro Provincial del Libro y la Literatura
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El tallo de arroz regresa a la posición anterior con la misma pertinacia con que fue pisado, no con la misma violencia.
Omar Pérez
Carecer de algo también tiene su perfume, su energía.
Robert Walser
Corriendo. Corriendo. Todo el tiempo, sin parar. Las pisadas del pelotón sobre la tierra se vuelven una sola, un paso controlado por una única voz, una orden que gritan desde atrás y marca el ritmo. Aún no ha amanecido, y a su alrededor apenas logra distinguir algunas siluetas borrosas, fantasmales, contornos distorsionados por el movimiento, espectros que han decidido acompañar su marcha. Corriendo. Todo el tiempo. O más bien deslizándose junto a él en la neblina, bultos cansados que se recortan al paso contra la sombra difusa de los pinos, en el aire frío e incómodo de la madrugada. Puede estirar o acortar sus zancadas, da lo mismo. Siempre tendrá que conservar la unidad, el bloque compacto que se mueve impulsado desde el fondo. Sin embargo, ha oído decir que así es mejor: de esta forma puede aprovechar el calor que emanan los cuerpos alrededor, mientras el aliento colectivo envuelve su cara en un vaho que huele a algas de mar.
No le disgusta correr, pero preferiría hacerlo solo, trazar su propio rumbo, tomar los atajos según lo fueran sugiriendo los inconvenientes del camino. De ser así habría entonces frente a él un inmenso prado verde, ondulante, y la hierba fresca mojaría sus pies. Más allá estaría el bosquecillo tupido y sinuoso, y entre sus árboles podría zigzaguear con habilidad. Sería confortable sentir el suelo cuando se hunde a su paso, esa alfombra de hojas húmedas que cede levemente a la presión del pie y desprende un olor denso, penetrante, un olor dulzón que le hace recordar el patio de la casa cuando las ramas caídas de los pinos formaban un colchón esponjoso que él alguna vez, por curiosidad, levantaba. Al hacerlo, el somier de hojas podridas dejaba escapar los gases comprimidos durante tanto tiempo, liberados en fuertes emanaciones que llegaban a marearlo. Una vez pasado el efecto del olor, se deleitaba durante horas en el descubrimiento de un universo soterrado y misterioso, invadido por extrañísimos insectos de colores opacos.
También era posible que encontrara en estas carreras de la imaginación grupos dispersos de personas que aprovechan un claro del bosque para sentarse o conversar o reírse, o aquellos que se acuestan simplemente sobre la hierba para llenar de aire limpio sus pulmones: esos que ignoran su trote; que ni siquiera, a su paso, vuelven por un ninstante la cabeza. Cuánto daría por detenerse algunos segundos, por cualquier motivo, preguntar la hora, hacer algún comentario sobre el tiempo, interesarse por la trama de un libro tirado sobre el césped sin otra intención que no fuera la de arrancar una palabra como un cumplido, una mínima atención que le haga sentirse vivo, tomado en cuenta, parte de un mundo al que no ha dejado de pertenecer, pero del que al mismo tiempo no recibe señal alguna, ninguna reciprocidad porque no existe, no ha existido nunca, es el mundo de su ficción, el más real de todos.
Ser consciente de esta verdad inevitable lo laceraba hasta el dolor físico, lo hacía retorcerse de impotencia ante la evidencia de una realidad que su fantasía era incapaz de superar. Por eso solo deseaba largarse a correr cada mañana sin ese marcapasos sonoro que le taladra el oído, y en la evocación de esos prados y seres imaginarios recordaba entonces a aquel Smith que, en condiciones muy parecidas, soltaba su aliento y su imaginación en solitarios maratones de fondo. Sin embargo, esta visión dura solo la pausa que media entre una voz de mando y otra. Es la acumulación progresiva de estos espacios fugaces lo que le permite llegar hasta el final, corriendo como los demás aunque sin sentir el cansancio. Sabe que de nada le valdrá adelantarse, intentar escapar al vaho gástrico que se le pega al rostro como una máscara de carbono: la distancia a recorrer será siempre la misma. Desarrollar esta capacidad, irla entrenando en el fragor de cada madrugada y llegar a dominarla es también el resultado de un largo aprendizaje.
Esta era la primera actividad del día, utilizada también por los Superiores para saber quién estaba ausente, quién había volado la noche anterior y ahora lo sorprendía el amanecer como a un vampiro distraído. Correr era un ejercicio obligatorio y la manera ideal para arrancar definitivamente del sueño a todo el pelotón y censar la propiedad; luego desperezar los músculos, reordenar las neuronas, pero sobre todo hacer fluir con energía una sangre ociosa durante las horas del sueño, pues únicamente así y no como una retribución al trabajo de todo un día se concebía el descanso por parte de los Superiores.
Él tenía una hipótesis más arriesgada. Creía que también los obligaban a dormir porque con el descanso la mente quieta se activa; la vigilia, propensa a la elucubración, engendra una sarta de ideas inconexas que pueden llegar a convertirse en pensamiento. Y aquí cualquier reflexión es un riesgo. Pero como un sueño al alba, ese que por lo general es el único que se recuerda y que solo dura unos pocos segundos, así de fugaz era también el tiempo disponible para pensar en esto, pues aún no terminaba la carrera y ya sobre la inercia de los últimos pasos comenzaba la tanda de ejercicios. Saltos en el lugar. Rebotar cada vez más alto y comenzar luego con las flexiones de cabeza. Conteos entre cuatro y ocho. Arriba y abajo. Derecha izquierda. El cuerpo erecto y las manos en la cintura, como una rueda de danzarinas balinesas momentos antes de emprender el camino hacia la flor. El paso preciso y armonioso de la carrera debía conservarse ahora en orden descendente a través de los brazos, el torso, la cintura y las piernas hasta declinar en los dedos de los pies, siempre al compás de esa voz percutiva, salmódica, pretenciosa en el intento de dar a esta sesión la misma importancia de una maniobra o una audiencia del santo oficio.
Y así comenzaba a salir el sol, entre gritos y saltos y el fragor de los chorros de agua en los baños.
Fue ahí, parado frente a la pila abierta mientras se cepillaba los dientes, donde se sintió balbucear entre la espuma: Esta noche vuelo. Sólo un rumor, una gárgara con un lejano sabor a menta entre la boca y la garganta. Acercó la cara a un pedazo de espejo pegado en la pared. Luego escupió sobre el chorro de agua y volvió a mirar. Sus labios se movían sin emitir ningún sonido. Había reconocido su voz, aunque podía ser también, transformada por el agua, la de cualquiera de los dos pupilos que lo escoltaban. Una broma. Para convencerse, pensó que debía repetir la operación. Puso otra vez un poco de pasta dental en su cepillo y comenzó a frotarse los dientes con pasión hasta formar una gran bola de espuma. «Esta noche vuelo», volvió a repetir, y entonces ya no tuvo dudas, porque junto a la voz vio salir despedidas de su boca algunas partículas blancas que se clavaron en el azogue.
Detuvo la mano. Desde el fragmento de espejo sus propios ojos lo observaban. La cara de su vecino se metió en el cristal y lo miró desde atrás como se mira a un insecto. «Si sigues hablando solo te van a poner los hierros.» Luego desapareció, mientras él seguía con atención la trayectoria descendente de las gotas blancas al resbalar por el cristal. «¿Qué hago aquí?» era una pregunta que con mucha frecuencia se venía haciendo en los últimos años, independientemente del lugar donde estuviese. Pero era una pregunta más, una pregunta retórica, y algún día él o cualquier otro podría responderla. Ahora no hay interrogación. Ha sentido la seguridad de su voz, clara y sin temblores a través de la espuma.
Cerró el agua y miró a su alrededor. Estaba solo. Las otras pilas goteaban, y él fue cerrándolas de un extremo a otro del baño hasta llegar a doce. En el piso se formaban delgadas corrientes que confluían siempre en el centro, bifurcándose luego hacia las esquinas, allí donde estaban los residuos que quedaron de la noche anterior.
Aún no había tenido que hacerlo, pero estaba seguro que de un momento a otro sería designado para limpiar la mierda de los demás. De eso no escapaba nadie. Para él era preferible marchar de la mañana a la noche levantando la pierna hasta rozar la frente con su rodilla, abrir zanjas inútiles, revolcarse en el fango o desmenuzar conejos desde el amanecer, por mucho más fatigosas que fueran estas obligaciones. No era un prejuicio escatológico; simplemente, nunca lo había hecho. «Me sentiría mucho mejor si me dijeran: usted es un simple palafrenero de palacio; limítese a limpiar el excremento de los animales, a mantener limpias las caballerizas, y cuide de ellas”.» Sería una distinción, un reconocimiento prosopopéyico, una alabanza concedida a través del discurso; cualquier cosa era mejor que el epíteto de cuartelero. Sin embargo, por un segundo tuvo la sensación de que aquel status deplorable podría convertirse en algo propicio. Generada tal vez por el mutismo momentáneo del agua, una nueva idea comenzó a rondar su cabeza. Sabía que ejercer estas «infames funciones» lo exoneraba por todo un día de la rígida disciplina de formaciones, pases de lista, inspecciones de taquilla. Nadie lo echaría de menos; esta ocupación equivalía a no existir, era el turno del apestado. Y así, aprovechando el olvido, la repulsión momentánea, podría volar.
«Mucho habías tardado, es un típico problema de circulación», dijo Nelson cuando se tiraron a reposar el almuerzo. Él había acabado de contarle su plan, extendiéndose en los detalles que lo animaban a intentarlo. «Pero hay algunas cosas que no van bien, son demasiado lógicas.» Nelson hizo una pausa para mirar alrededor. «Tú mismo lo dices, aquí se vive en la razón de la sinrazón y no es posible, por ejemplo, que te pasees por la Zona Franca con túnica limpia, sombrero y pañoleta después de las seis. Te estás regalando.» ¿Zona Franca? «Así le dicen. Puedes caminar por allí durante horas, encaramarte incluso en el muro, y nadie puede decirte nada, aunque baste un segundo para estar del otro lado, aunque todos los monjes piensen que lo vas a hacer.» ¿Y la túnica? «Según ellos, ninguno de nosotros volaría hecho un puerco. Siempre piensan que cuando lo hacemos es para ir corriendo detrás de una mujer, y para eso se deben tener las uñas brillantes. Otra cosa: no te pongas a dar vueltas, a mirar la puesta de sol ni a silbar como Pixie y Dixie cuando quieren que el gato no sospeche. Aquí los excesos de confianza siempre son peligrosos. Vas directo, incluso un poco apurado si es preciso, como si hubieses olvidado algo y quisieras regresar sobre tus pasos lo más rápido posible. Y ahí mismo, delante de todos, ¡zas!, desapareces.» Nelson hizo silencio para estudiar el efecto de sus palabras. Luego, satisfecho, aprovechó el intervalo para levantarse. «Ya te dije, lo importante es la disposición, la ebullición del ánimo y la sangre saltarina. Brinca, que el mundo es tuyo.»
«No pierdas tu tiempo con ese fanfarrón y lee El arte escapatoria de Lucio Sutilo», dijo una voz algunas camas más allá. Nelson se viró, asustado. Creía que nadie lo escuchaba. Él le hizo una seña para calmarlo, y ripostó a la voz: «no tengo tiempo hasta la noche, Maestro. Disculpe mi anorexia literaria...». «Igual léelo. Te servirá para otras ocasiones, para perfeccionar el método.» Era la voz del Sertit.
«Deja los libros ahora y escúchame, o después te vas a cagar en tu madre», dijo Nelson amenazándolo con el dedo. Él le sugirió que bajara la mano, de esa manera no hacía otra cosa que imitar al Sumo Pontífice cuando arengaba en el ágora. Y la intención era involucrar al de la voz. Luego hizo silencio y esperó.
Pero salvo que alguien le dirigiera la palabra, el Sertit no hablaba con nadie. En realidad, nada parecía afligirlo; solo era reservado, atento, un poco melancólico, de una cortesía poco común para el medio y suficiente para justificar el anagrama. Antiguo estudiante de Física Nuclear en Moscú, había regresado para ingresar directo al Convento por causas ajenas a la bomba atómica. Habían sido compañeros de escuela, aunque la amistad nunca fue más allá de un saludo fugaz cuando se topaban. Pero un encuentro casual los había acercado. Estaba citado en la Dirección para discutir su más reciente descalabro en matemática, física y química, «la santísima trinidad» según su madre, y al llegar se encontró al Sertit sentado en la poltrona del director. «¿Y a ti qué te pasó?» Era imposible que convergieran en aquel lugar por la misma razón; el otro tenía fama de lumbrera. «No sé —murmuró el Sertit—, creo que hubo un mal entendido… La profesora de geografía política preguntó si alguien sabía el nombre de diez de los cincuentiún estados que conforman los Estados Unidos. Yo le dije los cincuentiuno, incluyendo al islote del Caribe como Estado libre asociado… Sí, me gusta la riqueza fonética de algunos nombres: Massachusetts, Connecticut, Philadelphia... Ella me miró fijo, y dijo que si era así, entonces tenía que decirle el nombre de todas las repúblicas que integraban la Unión Soviética. Yo me quedé pensando, pero por más que quise solo recordé Bielorrusia y Tukmenistán, donde hace unos años estuvo mi padre en un viaje de estímulo. No recordaba otras, y entonces ella me botó del aula, por diversionismo ideológico, según dijo. Pero yo respondí lo que me preguntó, ¿o no?» Él había empezado a reírse, y se reía tanto que tuvo que acostarse en el sofá de la oficina. En eso entró el director. El Sertit también comenzó a reír y fueron expulsados de la escuela, al entender su director que se reían de él. Ahora se habían vuelto a encontrar, pero ya eran buenos amigos.
Como el silencio se hizo demasiado largo, el Sertit saltó de la cama y vino a sentarse junto a ellos. Nelson lo miró. «¿Y tú qué vas a decir, si ni siquiera eres capaz de robar un pan en el comedor?» «Más sabe el diablo por triste que por diablo. Fíjate...», dijo el Sertit volviéndose hacia el otro, «…es muy fácil. Todo consiste en hacer creer que estás cuando en realidad no estás, o estar en un lugar al mismo tiempo que en otro, es decir, estar y no estar, don de la ubicuidad, primera norma de sobrevivencia en el sistema».
«Ah, Saturno, otra vez, viejo, no...», se lamentó Nelson. «¡Escucha!», respondió el Sertit agarrándolo por un brazo. «¡Los últimos serán los primeros!» Él se divertía. «Pareces un testigo de Jehová», dijo dando un salto porque en ese momento comenzaban a sonar las campanas que llamaban a formación. «No le prestes atención a éste y báñate antes de escapar», le gritó el Sertit, «un condenado a muerte tiene que estar impecable para enfrentar con dignidad a la pelona». Él agarró una bota para lanzarla a la cabeza del agorero, pero el otro, como Sutilo, se había esfumado.
Por primera vez se quedaba solo en los dormitorios. Era un inmenso rectángulo con dos filas interminables de literas pegadas a las paredes laterales y algunas ventanas que más bien parecían respiraderos. Dos rayas en el piso, como un ancho binario de tren, marcaban el lugar en el que debían coincidir las camas. Él las fue ordenando hasta lograr una simetría que pareciera perfecta si se miraba desde la puerta del fondo.
También por primera vez oía desde aquí el mar. En el sopor de la tarde, el silencio y la dirección del viento lo permitían. «Un marinero sin ojo de buey es como un mirahuecos sin cerraduras: solo ve planos generales. De ahí, seguro, la forma de las ventanas…», pensó. Siempre había sentido una particular atracción hacia el mar. Había nacido a su orilla, conocía todos sus sabores, sus cambios de coloración según la época del año. Nadar y caminar fueron dos cosas que aprendió casi al mismo tiempo, le había oído decir una vez a su madre. Tal vez por eso siempre lo había visto como algo propio, familiar, necesario incluso.
Pero fue aquí donde comenzó a temerle. El sosiego que hasta ahora conocía era solo una simulación, breves reposos temporales de alguien habituado a una siesta inviolable, o quizás la consecuencia de una particular morfología costera, recogida junto al patio de su casa en una apacible bahía de bolsa. Aquí descubrió que la verdadera esencia del mar era la irracionalidad. Lo había intuido en un ejercicio de rutina, cuando la noche y un oleaje inútil de fuerza cinco se confabularon para convertir en un infierno la tranquila superficie de espuma. Aquella muestra de insensatez le hizo deducir la similitud que existía entre este elemento y su nuevo régimen disciplinario: ambos comienzan donde termina la razón.
Luego de terminar con las camas, dedicó una media hora a pensar en los murales. Los estrategas del Convento profesaban un fervor casi místico hacia las pancartas, una devoción iconográfica que lindaba con el misticismo de la imagen, los colores, la perfección caligráfica y la goma Pegolín. A cada paso había un letrero con máximas que alertaban contra el acecho constante del demonio, indicando al mismo tiempo el camino de la fe y el sacrificio. Cualquier gesto extraño podría parecer una blasfemia. Por tanto, el sentido común aconsejaba una sutil reverencia con los ojos al pasar frente a ellos, y seguir adelante sin interiorizar la moraleja que intentaban transmitir, como no fuera para descomponer su sentido y estructurarlo de otras mil maneras.
Pero en las últimas semanas se habían dado algunos casos de herejía. Leves alteraciones de alguna letra, la supresión de una coma o algún signo de admiración que de la noche a la mañana se convertía en duda hicieron que estos axiomas comenzaran a amanecer con un significado novedoso -y sospechoso-, suficiente para que se activaran las guardias nocturnas y se reforzara el trabajo en los murales. Y él debía ahora, como cuartelero de turno, actualizar los tres que correspondían a su área, es decir, uno a la entrada principal de los dormitorios, otro junto a la puerta trasera y el tercero a la entrada de los baños. Era una orden y debía ser cumplida.
Pero la palabra «actualizar» le resultaba un poco vaga.
Fue hasta la biblioteca del Convento —que también hacía las funciones de sala de reuniones, zona para fumar, área de pingpong y barbería— con la idea de encontrar alguna publicación reciente, pero no había nada. «La Verde Revista de la Orden se terminó, solo quedan encíclicas», dijo el que cuidaba los libros, «...pero no las puedes clavar en un mural». Eran larguísimos sermones, arengas interminables impresas en papel gaceta y letra diminuta. «Son material de estudio», concluyó el otro dándole la espalda, y él volvió a los dormitorios.
Allí fue hasta su taquilla, sacó un libro que había estado leyendo en esos días y lo abrió. Dispuesto pues el corazón a creer lo que te he dicho está, ¡oh hijo!, atento a este tu Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto de este mar proceloso donde vas a engolfarte... Aquí estaban los mejores consejos del mundo.
Agarró un pincel, un pomo de tempera y un vaso de lata con un poco de agua, y llegó hasta el mural de la entrada. Arrancó algunos recortes viejos que colgaban y escribió: «Lo primero, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es lo más difícil, el más difícil conocimiento que puede imaginarse». Luego volvió a pegar en un espacio libre el horario de actividades, y puso debajo, con letra más pequeña: «Sea moderado tu sueño, que el que no madruga con el sol no goza del día.» Para él, el espíritu de la letra de aquellas sentencias reflejaba con exactitud algunas cuestiones relacionadas con el reglamento interior de la Orden, y como tal serían vistas por sus cófrades y Superiores.
Después de contemplar por un momento el resultado, tomó sus instrumentos de trabajo y caminó despacio hasta el fondo, buscando en el libro un consejo apropiado para el tema del otro mural: porte y aspecto personal. Repitió la misma operación de desyerbe sobre la superficie, diagramó bien las letras y escribió, apelando ahora a su memoria: No andes, Sancho, desceñido y flojo; que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmazalado, si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de socarronería, como se juzgó en la de Julio César. Detrás de este último nombre dibujó una corona de laurel que encerraba la misma rúbrica del primer cartel. Tomó distancia y lo analizó. El efecto logrado por el detalle final lo animó a ribetear los ángulos con algunos motivos florales, pequeños ramos de olivo en diversas posiciones como campanillas de querubines que proclamaban el enunciado a los cuatro vientos.
El tercero de los murales era un desastre. Estaba tirado sobre la hierba, le faltaba una pata y por diversos lugares la madera comenzaba a podrirse. Él lo alzó y lo apoyó contra la puerta de ingreso a los baños. Buscó un pedazo de cartón que cubriera la mayor parte del espacio dañado, lo clavó por las puntas y escribió: Come poco, y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. El texto quedó secándose al sol, y él dio por terminada su faena. Había matado dos pájaros de un tiro: cumplir con la patria y la literatura.
¿Alguien me lo dijo? No recuerdo. ¿O tal vez lo inventé? Podría ser, pero de lo que sí estoy seguro es que doblé allí mismo, cuando de repente me vino a la cabeza, y me fui directo al zoológico para sorprender al hipopótamo en su bostezo. Me habían dicho ¿o había leído? ¿no era una canción? que una gran respuesta podría llegar si uno tenía la paciencia y la tenacidad necesarias para sentarse y esperar, algunas horas y al borde del estanque, a que el monstruo emergiera, decidiese abrir su boca y provocara el satori. Hipopótamo hipotético. Pero de momento había olvidado las preguntas, y me entretuve pensando en la posibilidad de que aquel pobre animal tuviese una muela enferma; en cómo sería la maniobra de empastársela, por ejemplo; quién le pondría la anestesia, cómo reaccionaría con el barreno... Opio para monstruos prehistóricos. El hipopótamo recorría el perímetro de la laguna nadando a flor de agua en torno a una piedra, oscura y vertical, que emergía en el centro, donde el musgo y la humedad habían formado una gelatina espesa que lo hacía resbalar cada vez que intentaba escalarla. Parecía aburrirse en su miasma inmemorial mientras pretendía, con un poco de terquedad y auténtica parsimonia, conquistar aquel punto tibio donde podría descansar y exponer a los rayos del sol su carapacho, una coraza medieval cubierta por una capa rugosa de conchas pequeñísimas. Tal vez nadie se había dado cuenta hasta entonces, pero lo que tenía ese animal sobre el lomo era simple y vulgar escaramujo. Como un viejo barco abandonado. Pensé que si estos tipos del zoológico no hacían algo, el pobre paquidermo terminaría hundiéndose por su propio peso, tragado por la densidad de esa misma envoltura que él inconscientemente hacía florecer. Y lo peor, una vez ido a pique, ya nadie podrá sacarlo a flote.
Agarré un palo y me apoyé contra la cerca del estanque, esperando que en una de sus vueltas el paquidermo se aproximara. Entonces podría, con algunos golpes, arrancarle un poco de aquella costra que lo estaba fosilizando sin remedio. Estudiaba la táctica, ensayaba algunos golpes en el aire, y tan dentro de esta maniobra estaba que no me percaté, pero cuando vine a ver tenía tres tipos detrás gritándome cosas.
Era increíble… ¿Cómo podían pensar que yo pretendía maltratar al animal, yo, en mi zoolatría? Helos ahí, sin embargo, con sus caras de portero de hotel ladrando estupideces y mirándome como si yo fuese el depredador de las estepas pantanosas del África ecuatorial. No siquiera sabían lo que era el escaramujo. Peor aún: tampoco querían saberlo. Sólo estaban seguros de que yo había alterado el orden, yo, insensible abusador, atentaba impunemente contra la (zoo)propiedad estatal. Quise dar alguna explicación, pero enseguida deduje: si lo haces, pensarán que te burlas de ellos. Estos tipos se vuelven muy susceptibles cuando visten de uniforme. Para ser sincero, tampoco me interesaba.
Por tanto seguía parado allí, con mi gorra metida hasta los ojos y el palo agarrado como una lanza. Era extraño, tanto para mí como de seguro también para ellos. Los miraba solamente, sin odio, sin burla, sin compasión, mientras ellos vociferaban sin que ninguno de los cuatro decidiese hacer algo en concreto: acercarse, caminar hacia alguna parte, invocar la lluvia; nada. A mí no me interesaba, y ellos tal vez comenzaban a inquietarse por mi inmovilidad, a sospechar quizás que estaba loco. Todo era muy ridículo.
Detrás, el viento hizo crujir un bosque de árboles de bambú. Era un sonido tan extraño que de repente los tipos bajaron las manos en silencio. La fricción entre los troncos producía un aullido, una queja dolorosa, un rumor de huesos quebrados por algún instrumento de tortura medieval. Miré hacia arriba, como siempre hago cuando no quiero pensar en nada, pero allí solo había un cielo azul y sin interés.