Naturalezas - Ralph Waldo Emerson - E-Book

Naturalezas E-Book

Ralph Waldo Emerson

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"Lo que hace vigente hoy el pensamiento de R.W. Emerson es su visión de la naturaleza, ese grandioso escenario que nos empeñamos en destruir con ahínco pero que nos sigue aportando razones, verdades e imágenes para reconstruir un nuevo orden de la existencia. Emerson es tan actual porque encarna la figura del moralista que vuelve a poner en valor las lecciones del mundo natural: el vaivén de cambio y permanencia, el milagro de la regeneración, o el balanceo de materia y espíritu como danza sin fin. volumen En este volumen reunimos los dos textos más importantes que el autor dedicó al tema de la naturaleza, de los que emanan las bases para construir un nuevo mundo sostenible en sus fines y sustento de una humanidad, ahora tan perdida, pero que haría bien en prever su permanencia. Si el primero nos ofrece una reflexión teórica para fundamentar lo político y social; el segundo es su aplicación, el método emersoniano para encauzarlo. "Reunirlos juntos, y separados de otras obras de Emerson, ofrecen al lector la posibilidad de captar sin distracción el núcleo fundamental de su pensamiento", afirma Carlos Muñoz Gutiérrez en la espléndida introducción a este Virgilio norteamericano, tan útil hoy para hacernos comprender la complejidad de los vínculos y relaciones que nos atan a la vida.

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SOBRE EL AUTOR

Ralph Waldo EmersonBoston, 1803 – Concord, 1882

Filósofo y ensayista estadounidense perteneciente a la llamada Escuela de Concord y líder del movimiento transcendentalista, inspirado en el idealismo alemán. Una beca le llevó a la universidad de Harvard y posteriormente sus viajes a Europa le pondrán en contacto con intelectuales y poetas del momento: Stuart Mill, Thomas Carlyle, el orientalista Max Müller que le iniciará en la filosofía y literatura hinduista y, el romanticismo británico a través de las figuras de William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge. Naturaleza, publicado de forma anónima, fue su primer ensayo, germen de muchas de sus ideas que desarrollará en las más de mil quinientas conferencias y charlas que dio en vida. En 1844 reunió en Essays: Second Series nuevos ensayos de tema dispar, entre los que se incluye El método de la Naturaleza que hemos incluido en este volumen. Su pensamiento ejerció una notable influencia en otros autores como Whalt Whitman y Henry D. Thoreau, y en la actualidad goza de una nueva vigencia.

SOBRE EL LIBRO

Lo que hace vigente hoy el pensamiento de R.W. Emerson es su visión de la naturaleza, ese grandioso escenario que nos empeñamos en destruir con ahínco pero que nos sigue aportando razones, verdades e imágenes para reconstruir un nuevo orden de la existencia. Emerson es tan actual porque encarna la figura del moralista que vuelve a poner en valor las lecciones del mundo natural: el vaivén de cambio y permanencia, el milagro de la regeneración, o el balanceo de materia y espíritu como danza sin fin.

En este volumen reunimos los dos textos más importantes que el autor dedicó al tema de la naturaleza, de los que emanan las bases para construir un nuevo mundo sostenible en sus fines y sustento de una humanidad, ahora tan perdida, pero que haría bien en prever su permanencia. Si el primero nos ofrece una reflexión teórica para fundamentar lo político y social; el segundo es su aplicación, el método emersoniano para encauzarlo. Reunirlos juntos, y separados de otras obras de Emerson, ofrecen al lector la posibilidad de captar sin distracción el núcleo fundamental de su pensamiento, afirma Carlos Muñoz Gutiérrez en la espléndida introducción a este Virgilio norteamericano, tan útil hoy para hacernos comprender la complejidad de los vínculos y relaciones que nos atan a la vida.

¿No tienen las montañas, las olas y los cielos otro significado, salvo el que le otorgamos conscientemente, cuando los usamos como emblemas del pensamiento?

RALPH WALDO EMERSON

CUADERNOS DE HORIZONTE

Naturalezas

RALPH WALDO EMERSON

EDICIÓN Y PRÓLOGO DE CARLOS MUÑOZ GUTIÉRREZ

Título de esta edición:Naturalezas

Primera edición enLA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES: noviembre de 2016

© de esta edición:

la línea del horizonte ediciones:

[email protected]

© de la edición y prólogo: Carlos Muñoz Gutiérrez

© de la traducción de Naturaleza: Salvador Sediles

© de la traducción de El método de la naturaleza: Carlos Muñoz Gutiérrez

© de la maquetación y el diseño gráfico: Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN mobi: 978-84-15958-54-3 | IBIC: HPN;RGC

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Naturalezas

el virgilio americano. una introducción

naturaleza

EL VIRGILIO AMERICANO. UNA INTRODUCCIÓN

La relativa actualidad de Emerson en España, sin ser algo sorprendente o inusitado, no deja de ser extraña, teniendo en cuenta tanto su figura intelectual y literaria como la idiosincrasia de la cultura y del mercado editorial español. Sin ser Emerson un pensador de referencia o que haya superado a sus fuentes, Platón, Kant, idealismo alemán, Nietzsche o el pensamiento oriental, tampoco resulta un poeta excepcional, como otros autores de su generación como Walt Whitman, y ni siquiera posee un pensamiento político de la eficacia de la generación precedente, los Padres de la Patria norteamericana; resulta, entonces pertinente, cuando menos, iniciar una reflexión sobre esta actualidad que podemos presenciar apoyada en las numerosas ediciones que al español se están vertiendo en los últimos años1. Si quisiéramos calificar la figura intelectual de Emerson, tras rastrear sus muy diversos escritos, podríamos decir que es fundamentalmente un moralista. Pero un moralista que asume el peligroso papel de transmitir opinión en una situación histórica muy concreta, los albores de los Estados Unidos de América. A lo largo de artículos, conferencias y sermones, fundamentados en una escrupulosa escritura autobiográfica que vierte en sus Diarios y ornamentada en sus poemas, Emerson pretende dirigir a sus conciudadanos a lo largo de un camino por hacer que una nueva nación ha emprendido apenas cincuenta años antes. ¿Hacia dónde dirigirnos desde un origen virgen? Es la pregunta que en el fondo de sus escritos parece expresar la intención de alguien a quien las circunstancias de su vida le llevan a la posibilidad de hablar a los demás que conforman o que van a conformar un pueblo. ¿Cómo relacionarnos entre nosotros, estadounidenses, con nuestra tierra y con la patria? ¿Adónde y a quiénes hay que atender para que nos ayude en este comienzo? Alrededor de esta responsabilidad autoasumida por algunos de los pioneros americanos se va a edificar una novedosa figura intelectual que no es la que se ha dado en Europa ni en otras partes del mundo. Emerson, como anteriormente Thomas Jefferson o Benjamin Franklin o John Adams, parece tener en mente, ante una gran ocasión, la obligación de tomar el camino adecuado, empezar con buen pie, un proyecto esbozado en la Constitución Norteamericana.

Bajo estos supuestos es por lo que denomino a Emerson moralista, un creador de opinión de su época para un proyecto de futuro. ¿No presenta similitudes la situación española, europea quizá, cuando tras siglos de historia parece que hemos llegado a la necesidad de un punto final para recomenzar desde cero, borrar un pasado, e inventar nuevas prácticas, nuevas instituciones, nuevas formas de relación entre las personas, con la naturaleza, con una diversidad cultural cuya presencia ya no podemos dejar de atender? ¿Quién nos dará las pautas y guiará en este nuevo comienzo? ¿Quién tiene ideas nuevas y desinteresadas? ¿Quién puede proporcionar directrices para el nuevo mundo posible que cada cual imagina y nadie es capaz de concretar?

En el fin de las ideologías, en la evidencia de un sistema que se alimenta de sus contradicciones, en la constatación de una naturaleza que languidece ante nuestra acción, en un mundo global dirigido por el riesgo que nos amenaza cada vez más con catástrofes impredecibles, parece que requerimos de un nuevo saber. Un saber que aliente y nos frene a la vez, que localice una línea sagrada inquebrantable en un fundamento firme, pero que sea lo suficientemente mundano para orientarnos en la vida cotidiana de cada uno de los hombres, de los estados y sus gobiernos. Un saber que busque la eternidad perdida ante el cambio tecnológico, ante la contingencia de lo particular, ante la finitud que marca la historia. Emerson encarna, para su tiempo, un saber de este tipo, que la nueva nación norteamericana necesitaba. Y es esta figura, the scholar, la que también parece requerir nuestro tiempo. Alguien que sin una teoría sistemática ofrezca directrices concretas, alguien que sabe urdir un hilo entre saberes para hacerlos depender de un proyecto universal, un pensador capaz de llegar a cualquiera y de hacerle mejor. Porque la tarea del moralista no es más que esa, hacernos mejores. ¿Mejores que qué o que quién? ¿Mejores en relación con qué valor? El moralista es, en el fondo, aquel que es capaz de unir a todos alrededor de un valor. Y tan antiguo como el propio Aristóteles el valor deseado debe ser el objeto de la acción. ¿Qué queremos? Evidentemente ser felices. En comprender la complejidad de los vínculos y relaciones, en atender a la felicidad del otro y en articular una acción duradera, radica el pensamiento de Emerson y de los scholars norteamericanos, y por eso hoy estos pensadores, creo, tienen una actualidad y nos sirven de referencia porque no son ideólogos de nada, ni científicos especializados en algo, ni teóricos políticos que delimiten férreamente un orden de Estado, sino que, para cada caso, buscan soluciones concretas. De ahí el éxito de las escuelas americanas en los tiempos europeos que corren, desde los Padres Fundadores a los transcendentalistas y de éstos al pragmatismo más cercano. Lejos, y a menudo en contra, de la tradición europea, sin alzar la voz, han conseguido hacerse oír y han influido sin que nos hayamos dado cuenta en el curso de una historia que está por continuar.

THE SCHOLAR AMERICANO

Sin pretender entrar en la clásica polémica historiográfica sobre quién hace la historia, es curioso que hoy, muchas voces, reclaman figuras que puedan liderar el cambio histórico, como lo pretendió en su momento Lenin. Sin duda, los momentos históricos son situaciones en las que intervienen tal cantidad de variables, que hace imposible abordar una solución a este debate sobre si la historia es el producto de muchos, o si los grandes hombres son elementos claves y necesarios para la transformación histórica de los pueblos, aunque hay un hecho innegable en el fondo de esta reflexión y es que los hechos humanos son realizados por actores humanos. ¿Alguien habría inventado la democracia si no lo hubiera hecho Pericles? ¿Qué habría sido del Imperio Romano sin César? ¿Cómo sería la historia europea si no hubieran existido Napoleón o Hitler? Estas preguntas contrafácticas, que tanto gustan a los especuladores historicistas, están, naturalmente, fuera de lugar. Pero, cuando los caprichos de esta misma historia producen una situación donde es evidente que algo está por comenzar, donde el origen es principio, preguntarse qué clase de historia se quiere hacer, que es lo mismo que preguntarse por qué tipo de estado o de pueblo se quiere crear, parece una reflexión imprescindible, y no es lo mismo quiénes sean los que se pregunten, o quiénes sean los que inicien la acción tras una respuesta. En estos momentos, tan claros y significados como el nacimiento de los Estados de Unidos de América tras la revolución de las trece colonias británicas de América del Norte (Declaración de Independencia del 4 de Julio 1776), y comparativamente con otros procesos revolucionarios que se desencadenarán posteriormente, es indudable que acudir a los nombres de aquellos que pensaron y lideraron este proceso es historiográficamente significativo. Y si no es significativo apelar a los nombres de John Adams, Benjamin Franklin, Alexander Hamilton, John Jay, Thomas Jefferson, James Madison o George Washington2, es decir, los Padres Fundadores, tal vez lo sea mucho más investigar el tipo de saber que generaron para que los Estados Unidos de Norteamericana iniciara un camino propio y en la historia mundial.

Hannah Arendt en su admirable trabajo Sobre la Revolución3 (que todos los políticos o aspirantes a políticos profesionales deberían leer o, mejor, estudiar), indaga y compara los procesos revolucionarios que durante el siglo XVIII van a determinar el proceso histórico de Occidente. Partiendo de un hecho fundamental como fue el éxito de la Revolución Americana frente al fracaso de la Revolución Francesa y de todas las que en el Viejo Continente vendrán a producirse a partir de ella, analiza las razones a partir de los datos históricos, que quizá ahora no sean de nuestro interés, pero también a partir de las referencias teóricas que los Padres Fundadores tuvieron a la hora de constituir el Estado Norteamericano. Es indudable que la Revolución Americana es el resultado de un poder constituido ya en las colonias, un poder que emanaba del pueblo, pero el problema fundamental que tuvieron que afrontar los Padres Fundadores, como también lo tuvieron que hacer los franceses y no consiguieron, era cómo conservar ese poder a lo largo del tiempo, cómo proyectar al futuro el proyecto constitucional que ellos iniciaban, cómo hacer de los Estados Unidos de América algo perdurable para las generaciones siguientes. En el contexto de la Ilustración, de la que todos los hommes de lettres —como los denomina Arendt—, y bajo esta denominación podemos incluir a los tenues teóricos americanos, los Padre Fundadores tuvieron el gran acierto de mirar a la antigua Roma para llevar a cabo su empresa de fundar la autoridad del poder popular en el acto constitucional que dará lugar a los Estados Unidos de América.

Como señala Arendt, que la interpretación del espíritu romano por parte de los hombres de la Revolución fuera el factor decisivo en el éxito de la independencia se constata en que estos hombres adoptaron ellos mismos el nombre de Padres Fundadores, no por arrogancia o por sabiduría, sino porque «se habían propuesto de modo consciente imitar el ejemplo y el espíritu romanos»4. Y es que, o eran fundadores y, por tanto terminarían siendo antecesores como los senadores romanos, o su fracaso sería semejante al de la Revolución francesa unos años después.

Sin detenernos en los aspectos de por qué Roma proporcionó la clave del éxito revolucionario americano, lo que es evidente es que aquellos hombres que afrontaron la responsabilidad de sostener intelectual y políticamente el acto fundacional tenían muy claro lo que querían producir y, sobre todo, que aquello que querían producir perdurara en el tiempo para las generaciones futuras y para todos aquellos que quisieran unirse al proyecto americano. Porque desde los teóricos improvisados que fueron los Padres Fundadores hasta los neopragmatistas contemporáneos hay un rasgo sobresaliente en la intelectualidad americana y es su deseo de sumar, o como tan bien lo expresó Richard Rorty: «Ampliar el círculo del nosotros». Y, lo que resulta sorprendente, como lo fuera también la autoridad que la ley obtuvo en el Imperio Romano, es que fuera alrededor del acto fundacional, de una Constitución susceptible de enmendarse y aumentarse, a la que se rinde aun hoy culto, lo que haya mantenido y dirigido el esplendoroso futuro del Estado norteamericano creado, como se pensó, sumando oleadas de migraciones tan diferentes cultural y socialmente que su único vínculo sigue siendo la aceptación de la autoridad de ese acto fundacional que en 1787 puso por escrito la Convención Constitucional de Filadelfia en Pensilvania.

Pero, si esta regresión al origen, y nunca mejor dicho, porque más allá de todas las leyendas fundacionales sobre las que los pueblos se ven obligadas a erigirse como naciones, en el caso americano no es legendario, sino histórico, parece desviarnos de nuestro autor; preguntémonos entonces qué diferencia o semejanzas podemos encontrar entre los primeros teóricos americanos y la generación que representa Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau, Whalt Whitman, Margaret Fuller, Amos Bronson Alcott o Louisa May Alcott con su grupo de transcendentalistas y unitarios. ¿Qué papel cumple la generación de Emerson en el proceso iniciado por Jefferson, Adams, Madison, y el resto de cabezas pensantes con los que se inicia el desarrollo de la intelectualidad americana?

Los hombres que hicieron la revolución a ambos lados del Atlántico no eran revolucionarios profesionales, y nunca imaginaron lo que de su iniciativa iba a producirse, al contrario, volviendo a la distinción de Hannah Arendt, eran hommes de lettres, es decir, «hombres preparados para el ejercicio del poder y que se sentían impacientes por aplicar lo que habían aprendido mediante el estudio y la reflexión»5. Matiza Arendt que el término de hommes de lettres o philosophes es más adecuado que el término más generalizado hoy de intelectual o de ideólogo, que designa más bien a periodistas o escritores aliados con los media y la burocracia de los gobiernos, y que crean opinión a la vez que entretienen y distraen a las masas, con más precisión deberíamos denominarlos (al menos en nuestro país) tertulianos. La diferencia entre unos y otros no es tanto una diferencia de calidad sino, sobre todo, de actitud respecto a la sociedad de la que forman parte. Mientras los intelectuales o ideólogos se conforman y nutren a la sociedad mediante su opinión, los hommes de lettres son críticos y emergen desde fuera de la sociedad. Se educaron en un retiro libre y se colocaron a una distancia prudencial tanto de lo público como de lo social. Precisamente es a partir del siglo XVIII cuando emergen en rebeldía contra la sociedad y sus prejuicios. Sin ser pobres, poco a poco empezaron a utilizar su ocio en el interés de la res publica y de ahí su mirada a la antigüedad clásica, no por buscar la verdad o la belleza en sus obras, sino que el anhelo de libertad pública fue lo que les llevó al estudio de las instituciones donde ésta había aparecido por primera, y tal vez única, vez en la historia. Sin embargo, compartían con los pobres su oscuridad social, y no hay nada peor que esta oscuridad para la mejora personal y social. Adams lo describe con particular expresividad:

La conciencia del pobre es limpia; sin embargo, se siente aver­gonzado [...] Se siente apartado de los demás, andando a tientas en la oscuridad. La humanidad no se ocupa de él. Callejea y va­gabundea sin que nadie se ocupe de él. En medio de la multitud, en la iglesia o en el mercado [...] se encuentra tan a oscuras como en una cueva o en un desván. No le censuran ni reprueban sus ac­tos; lo que ocurre es que nadie repara en él [...] Ser totalmente ig­norado, y saberlo, es intolerable. Si Crusoe hubiera tenido a su disposición la biblioteca de Alejandría y la certeza de que nunca iba a ver a otro hombre, ¿habría hojeado nunca un libro? 6

Efectivamente, lo que significa la libertad política, lo que significó en la Atenas del siglo V a. C., fue la posibilidad de ver y ser vistos en un espacio común, la posibilidad de discutir y deliberar los asuntos comunes en una comunidad de iguales. Este era el anhelo de los Padres Fundadores y la semilla que, tras muchas reflexiones y deliberaciones, quisieron dejar en el texto y el espíritu de la Constitución. Solo así se alcanzaría una «felicidad pública», un objetivo —que preocupaba especialmente a Jefferson— que ninguna otra Constitución menciona ni procura.

Este anhelo de «emulación», como lo denominaría Adams, es lo que llevó a estos primeros colonos, que querían deshacerse del yugo de esclavos que imponía la Corona británica, al estudio de la teoría política y a iniciar un camino a la futura intelectualidad norteamericana. Así lo expresa de nuevo Adams, con su habitual claridad, en una carta que dirige a su esposa escrita en París en 1780:

Debo estudiar la política y el arte de la guerra para que mis hijos gocen de libertad para estudiar matemáticas y filosofía. Mis hijos deben estu­diar matemáticas y filosofía, geografía, ciencias naturales e ingeniería naval, navegación, comercio y agricultura para transmitir a sus hijos el derecho a estudiar pintura, poesía, música, arquitectura, escultura y artes decorativas.7

Como puede deducirse, los Padres Fundadores no eran estadistas ni deseaban una profesión en el mundo de la política (salvo Hamilton quien de alguna manera dirigió la política económica americana a partir 1861), sino que se encontraron en las circunstancias, con los medios y en la disposición de afrontar la responsabilidad de crear un país en la que sus hijos y nietos pudieran, sobre lo que pensaron que era la condición necesaria, la libertad política, vivir felizmente sus vidas. Como los clásicos, creían que eran más excelsas aquellas actividades que se desarrollan por el mero placer de saber, que las necesarias como medios para otros fines, pero para aquello era necesario esto en una naturaleza salvaje y en una civilización por hacer.

Aunque los británicos habían creado nueve universidades en Norteamérica, en las cuales se educarán la mayoría de los hombres de la Revolución (exceptuando a Washington y Franklin, que no tuvieron una educación formal, Jefferson lo hizo en el College of William and Mary, Madison en Princeton y John Adams, como posteriormente Emerson, en Harvard) es indudable que, a la vez que se constituyó el Estado, era fundamental crear los centros educativos que formaran a las futuras generaciones en el ideario contenido en la Constitución recién promulgada. Como después Napoleón hiciera en Francia creando las Escuelas Politécnicas para romper con la Universidades medievales que recogían el espíritu del Antiguo Régimen. Prueba de ello es que Jefferson fundó en 1819 la universidad de Virginia, aunque ya la concibiera en 1800 e incluso Franklin fundará en 1740 la universidad de Pennsylvania. Sin duda, Emerson, a pesar de sus viajes por Europa en los que estableció contacto con los intelectuales y poetas europeos, ya claramente románticos, es partícipe y heredero, y terminará siendo reconocido como maestro, de esta transmisión de saber que ha de resultar fundamental para el desarrollo de los Estados Unidos. Así describe su país en The Young American, una conferencia leída ante la Mercantile Library Association en el Odeón de Boston en 1844.