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Estaba escrupulosamente planeado… Nikki Morrissy se había mudado al precioso pueblo pesquero de Banksia Bay para empezar de nuevo. Alquilar parte de la casa del solitario y enigmático Gabe Carver no iba a distraerla de su tarea: empezar una nueva vida. Gabe, a pesar de tener que compartir su casa con la atractiva Nikki, estaba decidido a seguir encerrado en sí mismo. Hasta que un perro asustado y solitario aullando en medio de la noche hizo que, literalmente, chocasen el uno contra el otro. Cuando el pobre animal abandonado los miró, Gabe y Nikki supieron que iban a tener que unir esfuerzos para resolver aquella situación. De repente, sus planes de evitarse el uno al otro se habían derrumbado…
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Seitenzahl: 166
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Marion Lennox. Todos los derechos reservados.
NIKKI Y EL LOBO SOLITARIO, N.º 2449 - marzo 2012
Título original: Nikki and the Lone Wolf
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-555-9
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
HABÍA un lobo en la puerta.
Muy bien, tal vez no en la puerta, tuvo que admitir Nikki volviendo a la tierra. O más bien al sofá. Pero el aullido sonaba muy cerca y era el sonido más desolador que había escuchado nunca.
Dejó su taza sobre la mesa con cuidado, absurdamente contenta de no haber derramado una gota. Ahora era una chica de campo y las chicas de campo no se asustaban de los lobos.
Sí se asustaban.
Nikki intentó pensar con lógica: no había lobos en Banksia Bay, en la Costa Norte de Nueva Gales del Sur.
¿Sería un dingo?
Su casero no había mencionado a los dingos.
Pero claro, ¿cómo iba a mencionarlos?, pensó amargamente. Gabe Carver era uno de los hombres más taciturnos que había conocido nunca y desde que se conocieron lo único que había dicho era: «Firme aquí. El alquiler, el primer martes de cada mes. Algún problema, hable con Joe, en el embarcadero».
¿Estaría en casa?
Nikki miró por la ventana y sintió cierto consuelo al ver las luces encendidas en la casa de al lado. Bueno, en realidad no era la casa de al lado. Ella vivía en un apartamento que era parte de una casa enorme a las afueras del pueblo. Tres habitaciones habían sido separadas de la edificación principal para convertirlas en un bonito apartamento y su casero estaba al otro lado de la pared, aunque sólo compartían el porche.
Taciturno o no, pensar que Gabe Carver estaba en casa la animaba un poco. El rudo marinero parecía fuerte, capaz, poderoso… incluso daba un poquito de miedo. Si el lobo entraba en su casa…
Aquello era absurdo. Nada iba a entrar en su casa porque la puerta estaba cerrada con llave. Y no podía ser un lobo…
Nikki escuchó el aullido de nuevo, largo, llenando la noche de desesperación.
¿Desesperación?
¿Cómo lo sabía?
Sólo era un perro ladrando a la luna.
Pero no sonaba como un perro.
De nuevo, Nikki miró por la ventana. Lógico o no, aquello daba mucho miedo. Lo que debía hacer era poner una barricada en la puerta e irse a la cama.
Otro aullido.
De dolor.
De desolación.
¿Tenía algún sentido que oyera dolor y desolación en un aullido?
«Aléjate de la ventana, Nikkita», se dijo a sí misma. «Esto no tiene nada que ver contigo, son cosas raras del campo».
–Yo soy una chica de campo –dijo en voz alta–. No, no lo eres –dijo luego–. Eres una chica de ciudad que va a vivir en Banksia Bay durante tres semanas. Has venido aquí porque el canalla de tu jefe te rompió el corazón y ha sido una locura porque tú no sabes nada de la vida en el campo.
Pero su casero estaba al otro lado de la pared. ¿Perros? ¿Lobos? Fuera lo que fuera, también él tenía que oírlo y, si hubiera algún problema, lidiaría con ello o llamaría a Joe.
Ella se iba a la cama.
Los aullidos llenaban la noche, haciendo eco en la vieja casa.
Ahí fuera había un perro perdido. No era problema suyo, pensó Gabe.
Pero volvió a escuchar el aullido, triste como la muerte, llenándolo de angustia. Si Jem estuviera allí, habría ido a investigar…
La echaba tanto de menos que era como si hubiera perdido una parte de sí mismo. Estaba sentado en su sillón, frente a la chimenea y las cosas seguían como siempre, pero el sitio a sus pies estaba vacío.
Había encontrado a Jem dieciséis años antes, una collie que era todo pelo y huesos comiéndose un pez podrido en la playa.
La había apartado del pez, esperando que intentase morderlo, pero el hambriento cachorro se había dado la vuelta para lamer su mano… sellando una amistad de por vida.
Jem había muerto mientras dormía tres meses antes, pero Gabe seguía alargando la mano cuando se sentaba en aquel sillón, esperando tocar su pelo. Esperando que estuviera allí.
El aullido interrumpió sus pensamientos. Era imposible ignorarlo.
Gabe murmuró una maldición.
Muy bien, no quería involucrarse. ¿Por qué iba a hacerlo?, se dijo. Pero no podía soportarlo. El aullido llegaba de la playa y si algún perro estaba atrapado… la marea estaba a punto de subir.
¿Por qué estaría un perro atrapado en la playa?
El aullido… otra vez.
Gabe suspiró. Dejando a un lado el libro que estaba leyendo y poniéndose las botas y la vieja gorra de marinero que era como una segunda piel para él, se dirigió a la puerta.
En realidad, estaba aburrido de mirar la chimenea. Cuando su mujer lo abandonó había tomado la decisión de no vivir con nadie más. Las relaciones sentimentales siempre acababan en desastre, pero eso no significaba que le gustase su solitaria vida. Con Jem, no le importaba.
Pero ya no.
Su pijama de seda estaba sobre el bonito edredón rosa, esperando que se lo pusiera, pero los aullidos continuaban.
No podía soportarlo.
Ella no era una chica de campo, pero era evidente que el animal que aullaba estaba en peligro o muy asustado. Y ese aullido contenía toda la tristeza del mundo.
Su casero debería encargarse de ir a ver qué pasaba, ¿pero lo haría?
El día que llegó a Banksia Bay le habían preocupado las ruidosas cañerías del antiguo cuarto de baño y había decidido hablar con su casero al respecto.
Gabe estaba fuera, cortando leña, y Nikki había vacilado antes de acercarse, intimidada por su estatura y su seria expresión. Cortando leña parecía un actor de cine.
En realidad, se había quitado la camisa y era un lujo para los ojos. Y Nikki había tenido que reunir valor para acercase, sintiéndose como Oliver Twist pidiendo otro plato de comida en el orfanato.
–Perdone, ¿le importaría arreglar mis cañerías? Hacen un ruido horrible.
–Pídaselo a Joe –se limitó a decir él antes de darse la vuelta.
Nikki se había quedado desconcertada.
Durante los días siguientes había intentado soportar el ruido de las cañerías, pero luego había ido a ver a Joe, un antiguo pescador que vivía en un desvencijado barco atracado en el puerto. El hombre prometió arreglar las cañerías esa misma tarde, pero mientras hablaban, un barco de pesca pasó a su lado. Enorme, recién pintado, brillante, el casco rodeado de linternas que, según le explicó Joe, eran para atraer a los pulpos y los calamares.
Su casero iba al timón.
Seguía siendo desconcertante. Grande, fuerte, poderoso.
Y seguía haciéndole cosas a sus hormonas.
–Gabe pesca de todo –le dijo Joe–. Algunos vienen aquí sólo a pescar calamares o atún y entonces bajan los precios –el hombre suspiró–. He sido pescador toda mi vida y he visto a muchos perderlo todo pero Gabe compra sus barcos y sigue adelante. Se marchó de aquí durante un tiempo, pero volvió cuando las cosas se pusieron feas y nos echó una mano. Seis de los barcos que hay aquí son suyos.
Al timón de su barco, Gabe tenía un aspecto imponente. Llevaba una gorra descolorida, un peto impermeable, botas de goma y una camisa a cuadros con las mangas remangadas, revelando unos antebrazos que eran cuatro veces el tamaño de los de Nikki.
Después de un día en el mar, su sombra de barba era casi una barba completa. Y su espeso pelo negro, que necesitaba un buen corte, estaba tieso por la sal.
Gabe saludó a Joe, pero sin sonreír.
Daba la impresión de que no sonreía nunca.
¿Compraba los barcos de otros pescadores cuando se arruinaban? ¿Ganaba dinero con la miseria de otros?
Sus hormonas necesitaban encontrar a otro hombre con el que fantasear y pronto.
–Entonces, imagino que no será muy popular por aquí –aventuró. Pero Joe la miró como si estuviera loca.
–Sin Gabe, la industria pesquera de Banksia Bay se iría al garete. Compra los barcos de los que se han arruinado a un precio justo y luego los contrata para que trabajen con él. Ahora tiene treinta hombres y mujeres en nómina y todos ganan más dinero que cuando trabajaban por libre. Y todos ellos darían su vida por él. Aunque no lo pediría, Gabe nunca pide nada. Si alguien tiene algún problema, Gabe hace lo que puede para ayudar, cueste lo que cueste, pero no quiere que le den las gracias. Después de su desastroso matrimonio no quiere amistad con nadie y todo el pueblo respeta eso.
Joe se quedó callado, observando cómo Gabe maniobraba para atracar el barco en un sitio que parecía demasiado pequeño. Lo hacía como si estuviera aparcando un Mini, como si tuviera todo el espacio del mundo.
–Pero ahora ha muerto su perra, Jem. No sé… nunca lo hemos visto sin ella y ahora… –el hombre sacudió la cabeza–. Bueno, vamos a ver esas cañerías.
Eso había sido dos semanas antes.
Otro aullido la devolvió al presente. Un perro con problemas. Un perro abandonado.
Tenía que hacer algo.
Pero no podía hacer nada. Eso era algo que debía resolver su casero.
El aullido sonó de nuevo, largo y aterrador.
Nikki se puso la chaqueta del pijama con gesto desafiante.
¿Y si su casero no estaba en casa? ¿Y si se había marchado dejando la luz encendida?
Ahí fuera había un perro con problemas.
Pero no era problema suyo.
Nikki cerró los ojos.
Otro aullido.
Suspirando, se quitó el pijama y se puso los vaqueros. De diseño. Debería hacer algo con su ropa.
Debería hacer algo con el perro.
–¿Dónde hay una linterna?
¿Y si era un dingo?
Nikki tomó su móvil y comprobó que tenía cobertura y batería.
Había un atizador al lado de la chimenea… por el momento no la había encendido. O más bien la había encendido una vez, pero salía tanto humo que tuvo que apagarla. ¿Qué hacía una cuando salía humo de la chimenea?
Una compraba un radiador.
Otro aullido… ahora eran casi continuos.
Ya estaba bien.
Con el atizador en una mano y la linterna en la otra, chica de campo o no, Nikki salió a investigar.
La oscura playa estaba llena de arbustos que llegaban casi hasta la orilla, pero Gabe había vivido allí toda su vida y no necesitaba linterna. El limitado haz de luz de una linterna te impedía ver el paisaje.
Cuando llegó a la playa miró a un lado y a otro siguiendo el aullido… y lo vio.
Era un perro grande, flaco, muy flaco que aullaba con toda la pena del mundo.
Gabe dio un paso adelante, con cuidado para no asustarlo, caminando como si estuviera paseando por la playa y ni siquiera lo hubiera visto.
Pero el perro sí lo vio. Dejó de aullar y dio un par de pasos atrás, hacia el agua, aterrorizado.
Parecía un perro lobo mezclado con algo… negro, flaco y desolado.
–No pasa nada –dijo en voz baja–. Vamos, chico, no pasa nada. ¿Vas a contarme qué haces aquí?
El perro se quedó muy quieto. ¿Habría saltado de un barco?
Entonces pensó en Jem, temblando en la playa dieciséis años antes. Jem, rompiéndole el corazón.
Aquel perro no tenía nada que ver con él. No era Jem. Pero no podía dejarlo allí. Si pudiera meterlo en su camioneta, lo llevaría al refugio de Henrietta para animales abandonados.
Sólo eso. Los perros te rompían el corazón casi tanto como las personas.
–No voy a hacerte daño –le dijo. Debería haber llevado galletas, algo que lo animara–. ¿Quieres venir a mi casa a comer?
El perro volvió a dar un par de pasos atrás. Aparentemente, no quería compañía.
Tendría que llevarle un filete, pensó. Sin eso no podría atraparlo.
–Quédate aquí. Volveré con tu cena en dos minutos. ¿Te gustan los filetes?
El perro estaba casi metido en el agua. ¿Era tonto o sólo actuaba de manera irracional?
–Dos minutos –le prometió–. No te vayas.
El perro estaba en la playa. En cuanto salió al porche, Nikki imaginó que era allí donde estaba porque era de allí de donde llegaban los aullidos. ¿Debía llamar a la puerta de su casero?
Si estaba en casa, debía de haber oído los aullidos, pensó. Y si los había oído y no había hecho nada, entonces daría igual que se lo pidiera. Joe decía que Gabe Carver ayudaba a la gente… ¡ja!
¿Pero debía llamar a su puerta?
¿Qué era peor, el perro de los Baskerville o su casero?
«No seas tonta, llama».
Nikki llamó con los nudillos. Nada.
No sabía si sentirse aliviada o no. Otro aullido.
¿Qué podía hacer, llamar a la policía? ¿Y qué iba a decir: «Perdone pero hay un perro en la playa»? No le harían ni caso, por supuesto.
Había un camino desde la casa a la playa, pero sólo había bajado en un par de ocasiones. Era un camino privado, lleno de arbustos y malas hierbas. ¿Dónde empezaba?
Nikki buscó el camino con la linterna, pero en la oscuridad no lo encontraba.
En fin, sólo había cincuenta metros de arbustos entre la casa y la playa y no eran tan espesos como para que no pudiese apartarlos. Y ese aullido estaba empezando a romperle el corazón. Sonaba como imaginaba que debía de haber sonado el aullido del perro de los Baskerville en el solitario páramo inglés.
El pobre animal debía de estar atrapado o herido.
Pero si estaba atrapado, ¿qué podía hacer ella?
Ir a la playa, comprobar qué pasaba y luego llamar para pedir ayuda.
«Puedes hacerlo, eres una adulta, una chica de campo. O no».
De repente le gustaría estar de vuelta en Sídney, en la vida que había dejado atrás.
Pero pensaría en eso al día siguiente. Por el momento, lo que tenía que hacer era bajar a la playa para ver qué demonios pasaba.
Gabe iba por el camino a toda velocidad. Pensaba tomar el filete de desayuno porque necesitaba reunir fuerzas antes de ir a pescar, pero tendría que conformarse con unos huevos.
«No te dejes engatusar».
–No me estoy dejando engatusar –se dijo a sí mismo–. Voy a darle el filete y a llevarlo al refugio de Henrietta, fin de la historia.
Estaba oscuro.
Los arbustos eran muy espesos y la linterna no iluminaba más que un par de metros delante de ella.
Y los aullidos habían cesado.
¿Por qué?
El silencio empeoraba la situación. ¿De dónde llegaban los aullidos? ¿Dónde estaba el animal?
Podría encontrarse con cualquier cosa: un lobo, un neandertal, un violador.
Estaba perdiendo la cabeza, pensó. Tenía que volver a casa de inmediato. Pero cuando se volvió, una rama la golpeó en la frente y estuvo a punto de gritar.
Y los aullidos habían cesado.
¿Dónde estaba la cosa detrás de los aullidos?
Nikki se abrió paso entre los arbustos pero, de repente, el follaje se venció y estuvo a punto de caer al suelo.
Unas manos la agarraron por los hombros y ella gritó, levantando el atizador para golpear a su atacante.
LO HABÍA matado.
El extraño cayó al suelo como un tronco, doblándose por las rodillas.
Nikki tuvo valor suficiente para apuntar con la linterna a lo que había golpeado. Había golpeado a alguien… o a algo. Ella no creía en los hombres lobo y por lo tanto…
Casi lo sabía antes de iluminar su cara con la linterna y cuando sus sospechas se vieron confirmadas dejó escapar un gemido. Aquello era horrible en tantos sentidos que su cabeza estaba a punto de explotar.
Había noqueado a su casero.
Entonces sonó un aullido a unos metros de ella y Nikki dio un salto.
Una mujer más cobarde habría salido corriendo. Pero no había sitio para la cobardía, de modo que se puso de rodillas para comprobar los daños. Un hilillo de sangre caía por la mejilla de Gabe Carver, que tenía una herida encima del ojo.
Estaba totalmente inconsciente.
Decir que se le encogió el corazón sería decir poco. Tenía el corazón en los pies.
Pero entonces… él se movió para llevarse una mano a la cabeza.
Estaba consciente. Eso tenía que ser bueno.
¿Qué podía hacer? Nikki respiró profundamente. No era momento de ponerse histérica.
–¿Se encuentra bien? –le preguntó, dejando el atizador en el suelo.
Él dejó escapar un gemido.
–No –consiguió decir–. No estoy bien.
–Iré a buscar un médico –se ofreció Nikki, con voz temblorosa–. O llamaré a una ambulancia.
Él abrió los ojos entonces, pero volvió a cerrarlos después de hacer una mueca de dolor.
–No.
–Pero necesita ayuda. Alguien… yo no sé…
Metió la mano en el bolsillo para sacar el móvil, pero Gabe sujetó su muñeca con una mano que parecía de hierro.
–¿Con qué me ha golpeado?
–Con un… atizador de la chimenea –respondió Nikki.
–Un atizador.
–Lo siento mucho.
–¿Lleva un pistola en la chaqueta o sólo iba armada con el atizador?
Bueno, si estaba haciendo bromas tontas, el daño no podía ser tan grande.
–Eso no tiene gracia. Me ha dado un susto de muerte.
–Y usted me ha dado un golpe de muerte.
–Pero es que apareció de repente en la oscuridad –Nikki había empezado a levantar la voz sin darse cuenta–. Y me agarró.
–Yo iba por el camino… mi camino, mi casa. Y usted apareció de repente con un atizador.
Bueno, era verdad. Pero ¿cómo iba a saber ella que era su casero?
–Sea amable con Gabe y respete su privacidad –le había dicho la mujer de la agencia inmobiliaria–. Es un hombre muy solitario. Déjele a Gabe en paz y se llevarán bien.
Dejarlo en paz no incluía darle un golpe con un atizador, tuvo que reconocer. Y, mentalmente, ya estaba haciendo la maleta.
–Necesito un filete –dijo él entonces.
Nikki parpadeó.
–¿Un filete? ¿Para ponérselo en el chichón? Yo no tengo filetes, pero puedo ir a buscar hielo…
–Para el perro –Gabe intentó levantar la cabeza, pero tuvo que volver a apoyarla en el suelo–. Hay un filete en mi nevera, vaya a buscarlo.
–Yo no puedo…
–Vaya a buscarlo –repitió él, cerrando los ojos–. Si va por ahí con atizadores en la mano, tendrá que enfrentarse con las consecuencias.
–No puedo dejarlo aquí –protestó ella.
Gabe abrió un ojo y volvió a cerrarlo.
–Deje de apuntarme con la linterna.
–Perdón –murmuró Nikki.
–No se asuste.
–No estoy asustada.
Pero entonces el perro volvió a aullar y pensó que tal vez sí estaba un poco asustada.
–Ese animal necesita ayuda y yo volvía a casa para buscar un filete. Pero como tardaré un rato en dejar de ver las estrellas, vaya usted a buscarlo.
–¿De verdad ha visto estrellas?
–Se me pasará. No me moriré mientras usted va a buscar el filete, pero necesito unos minutos para que deje de darme vueltas la cabeza. El filete está en la nevera, córtelo en trozos. Yo me quedaré aquí y contaré las estrellas hasta que vuelva. Las del cielo.
–No puedo dejarlo –insistió Nikki–. Creo que debería llamar a una ambulancia.
–Estoy bien –dijo él, con exagerada paciencia–. He pasado por momentos peores que éste y he sobrevivido. Haga lo que le pido como una buena chica.
–Pero ha perdido el conocimiento durante unos segundos. No puedo…
–Ha sido algo momentáneo –la interrumpió él–. Está perdiendo el tiempo, vaya de una vez.
Nikki fue a buscar el filete sintiéndose fatal. Iluminaba el camino con la linterna, pero no se atrevía a correr porque el suelo estaba cubierto de raíces.