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Conjunto de cuentos y relatos de notable versatilidad temática y alcances expresivos. Sus sorprendentes resoluciones, pródigas en capacidad suscitante, no dejan ningún lugar...al lugar común.
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Seitenzahl: 223
Veröffentlichungsjahr: 2015
Niños Militares y siguientes cuentos
Adolfo D. Faistman
Editorial Autores de Argentina
Faistman, Adolfo D.
Niños Militares y siguientes cuentos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2015.
198 p. ; 20x14 cm.
ISBN 978-987-711-284-9
1. Narrativa Argentina. 2. Poesía. 3. Relatos. I. Título
CDD A860
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail:[email protected]
Diseño de portada: Justo Echeverría
Diseño de maquetado: Juan Andrés Gallardo
-¿Se puede acceder al otro lado?... -No te lo recomiendo. -Entonces..., se puede acceder.
conversación anonima
Índice
I -NIÑOS MILITARES
II-BENEFICIO PREVISIONAL
III-HANNAH DE HANOI
IV-ELLA EN EL BAR
V-ESTACIÓN DE WAKAMATSU
VI-DE GUERRAS EQUIVOCADAS
VII-CIRCO SIN ANIMALES
VIII-CLAMA EL VIENTO, RUGE EL MAR...
IX-RAID DELICTIVO
X-YO LO PUEDO AYUDAR
XI-EL HUMOR DE JAVIER
XII-CURUPAYTÍ
XIII-DE FELIGRÉS A PASTOR
XIV-MALABARES EN LA ESQUINA DESOLADA
XV-ARRESTO DOMICILIARIO
XVI-¡COSA E’ MANDINGA!...
XVII-TAN FULEROS BERRETINES
XVIII-BOCA DE TORMENTA
XIX -MATARON AL NÚMERO VIVO
XX -¡CHIPA!...¡CHIPA!...
XXI -RÍTMICAS ALABANZAS
XXII -PENETRAR EN PAZ
XXIII-MYCOBACTERIUM LEPRAE
XXIV-LA SECTA DE LA ORDALÍA
XXV -MERCADEO EN LANÚS
I
NIÑOS MILITARES
Los padres de Raulito no estaban, por lo que a pesar de que el hermano mayor pasaba de tanto en tanto para controlarlos, ellos podían jugar con tranquilidad a los soldaditos, el juego cuya preferencia compartían.
El amplio fondo de la casa en Almagro, aislado del resto de la vivienda, era un sitio ideal para desarrollar las contiendas.
Hasta contaban con arena de la obra en construcción de la esquina.
Los pantalones cortos les generaban rodillas mugrientas, al desplazar las tropas por el piso embaldosado de notoria antigüedad y algo descuidada limpieza.
La guerra es mugre y padecimiento..., le escucho decir a su padre, Guillermo, el compañero de grado y amigo de Raulito.
Próximo a cumplir nueve años, se hacía una idea al respecto.
Hizo avanzar a los que llevaban una cruz roja en el casco, al grito de:
-¡Camillero!...¡Camillero!...
-Tenés algunos casos de gangrena gaseosa; habrá amputaciones.
Dijo Raulito.
Como no sabía exactamente de lo que hablaba, Guillermo le contestó que se ocupara de la sanidad de sus propias fuerzas, atrincheradas en la arena.
-La compañía Charly Bravo va a tomar la colina 344..., anunció, reviviendo la épica de la Guerra de Corea, finalizada cuatro años atrás.
-Los mios no se van a entregar facilmente...
Contestó Raulito, cuando desde la parte delantera de la casa, se escuchó un...
-¡Raulitoooo!...
Sus padres habían llegado y reclamaban su presencia.
-Debo reportarme, dijo, se establece un armisticio transitorio. Que cada bando se encargue de la evacuación de sus bajas.
Raulito ató su pañuelo no demaciado blanco a un palito de helado, que luego incrusto en la arena al lado de sus efectivos, antes de partir a ver a sus padres.
Guillermo se hallaba impresionado por los términos que empleaba su amigo...¿Su viejo no sería militar?...
Se dedico a inspeccionar las posiciones enemigas.
Esos soldados estaban enterrados en la arena asomando solo la cabeza.
El pañuelo blanco-con algunos mocos secos pegoteados-indicaba la interrupción de las acciones bélicas.
Lo que tanto les convenía..., pensó Guillermo, que sintió más asco por esos cobardes resguardados que por los lamparones verdosos del pañuelo.
Además, ese ejercito era del nuevo material, llamado plástico.
Una masa informe, que no tenía ni caras definidas.
¡Que diferencia con sus hombres de plomo!...
Los uniformes brillando al sol, a pesar de los combates y las privaciones.
Sintió que esa chusma enemiga escondida en sus madrigueras, era una afrenta a sus tropas desplegadas al descubierto.
Dio la orden de avanzar.
Con un movimiento envolvente, sus unidades rodearon al enemigo impidiéndole toda acción defensiva.
Sacó uno a uno de la arena a esos cobardes rendidos.
No llegó a saber si la idea le surgió al ver en un estante, una botella de alcohol Padilla al lado de una caja de fósforos Ranchera.
Lo que ocurrió fue muy grave.
-No se hacen prisioneros..., dijo en voz alta.
La ejecución fue con lanzallamas.
Se disponía a sepultar bajo la arena, a esa especie de gelatina solidificada en la que se había convertido el ejercito de Raulito, cuando vio a su amigo que lo observaba estupefacto.
Luego de unos segundos, el chico llamó a su hermano con un grito agónico.
El muchacho de quince años, de nombre Marcelo, apareció presuroso.
Junto a su hermano menor, miraban el plástico derretido sin hablar.
De inmediato, no mediando palabra alguna, Marcelo lo sujetó efectuandole una doble Nelson y lo maniató a la espalda con el pañuelo mugriento.
Mientras se debatía desesperado, comenzó a gritar, pero Marcelo lo amordazó con el pañuelo que le extrajo del bolsillo, en este caso, perfumado con la lavanda Atkinsons de su progenitor.
Llegaron los padres de los hermanos, alarmados por el tumulto. Fueron informados debidamente sobre la situación.
Decidieron, luego de una fugaz deliberación, que Guillermo sería sometido a juicio como criminal de guerra.
Le vendaron los ojos-esta vez con el pañuelo del padre de Raulito que también olía a lavanda-y lo trasladaron a una habitación, en la que vio, luego que le quitaron la venda, una mesa y tres sillas.
Antes de quitarle la mordaza y la atadura, un elocuente coscorrón de Marcelo, lo convenció de la inconveniencia de gritar, llorar o resistirse.
Se establecieron los roles.
El padre, fiscal.
La madre ejercería la defensa.
El hermano era el guardia y tomaría nota de las actuaciones en un cuaderno Laprida que encontró en un rincón. Raulito sería juez, con sentencia inapelable.
El padre lo acusó de ordenar un ataque a una tropa bajo bandera blanca, que a su vez, fue ejecutada mediante el empleo de armas prohibidas para estos casos por la Convención de Ginebra.
La madre-que no consultó con el acusado la estrategia de la defensa-indicó que la bandera blanca no era tal, dado que Raulito nunca le daba sus pañuelos usados para lavar.
El aludido, consideró improcedentes los argumentos de la defensa, cediéndole la palabra al autor de sus días.
Guillermo comenzó a decir algo, pero un sopapo en la nuca aplicado por el guardia con sonora eficiencia, le ejemplificó las virtudes del silencio.
-El reo solo podrá hablar cuando su Señoría-o sea él mismo- lo considere necesario, dijo Raulito.
Luego, su padre, pronunció un alegato demoledor contra Guillermo, donde lo comparaba con Nabucodonosor y Gengis Kan, para finalizarlo solicitando a la Honorable Corte, que le sea aplicada la pena capital en la horca.
Aunque su mente infantil no interpretaba fehacientemente lo que estaba sucediendo, se sintió invadido por el terror, por eso consideró que el timbre que se escuchó con nitidez, podría ser más salvador aún que el que llama a recreo cuando se está por pasar al frente.
Los dueños de casa supieron que era el Sr. Gómez, padre de Guillermo, que lo venía a buscar.
Nuevos coscorrones propinados por el hermano de Raulito, robustecieron la advertencia a Guillermo de que no debía efectuar comentarios sobre lo acaecido.
-La sentencia queda en suspenso: este tribunal pasa a cuarto intermedio. Al reo le sera notificada la decisión adoptada, en tiempo y forma, en su debido momento.
Enunció su Señoría, antes de irse hacia el fondo.
Ambos padres, luego de las formalidades de rigor, comenzaron a charlar animadamente sobre la maravilla del Sputnik, mientras la señora servía café.
-Lastima que lo hicieron los rusos y no los americanos..., dijo el Sr. Gómez, que al acariciarle la cabeza a su hijo detectó unos chichones.
-¿Que te pasó?..., le preguntó como al pasar mientras seguía hablando sobre la perrita Laika.
-Me golpeé con un estante, le dijo Guillermo, restándole importancia al hecho.
Le quedaba claro, que la guerra era mugre y padecimiento y que su primera víctima era la verdad.
-Anda a buscar tus cosas que nos vamos, le indicó su padre.
Al fin..., pensó Guillermo, su viejo decidió sacarlo de ese maldito lugar.
Raulito le acercó la bolsa con sus soldaditos de plomo y se despidió afectuosamente.
Al salir, noto algo raro dentro de la bolsita de lona.
Extrajo-sin que su padre lo notara-una, dos, tres, cuatro...cabezas de sus soldaditos, cercenadas.
Luego descubrió los troncos con uniformes galonados...
Con horror, comprendió que decapitaron a los jefes. Perdió a su Estado Mayor.
Se dio vuelta y lo vio a Raulito sonriendole en la puerta de su casa; en su mano derecha portaba una tenaza.
Los ojos se le cubrieron de lágrimas: no existe doctrina militar alguna que justifique tamaña salvajada, calificó para si mismo.
Sofocó el llanto viril que se le insinuaba por el atroz final de sus valientes, dado que su padre podría malinterpretarlo y el era consciente de que los hombres no lloran.
La guerra es mugre y padecimiento...
Ya tenía bastante; quizás era la hora del reposo del guerrero.
Decidió que para Reyes pediría el Cerebro Mágico o el Mecano Nº5, en vez del fuerte con torreones y troneras y una sección de la Legión Extranjera con bandera y banda, que hasta ahora era el objeto de sus anhelos.
- FIN -
II
BENEFICIO PREVISIONAL
La triada del Dragón Yacente, siempre lo consideró el mejor en lo suyo.
Lo suyo, era matar sin hacer ruido, pero espectacularmente; por lo tanto, no empleaba armas de fuego con silenciador.
La pistola-ballesta, habilmente disimulada en una bolsa de compras, era el dispositivo letal cuyo uso lo caracterizaba.
Un solo disparo, exactamente en la glándula pineal, abriéndole a la víctima el mítico tercer ojo.
Para generarle máxima conciencia, destrabarle las puertas de la percepción y el encuentro superior con todo. A su vez, para que pudiera comprender en su significado extremo, la índole de la infracción cometida que lo llevó a ese final.
Esto ocurría-según su particular concepción-una milésima de segundo antes, que la flecha concluyera su trayectoria de incrustación a la altura del entrecejo.
Lin se destacaba internacionalmente: ya había operado en Vancouver, Guayaquil, Kinshasha, Budapest, Tegucigalpa, Panamá, Port Moresby...
El ballestín lo despachaba desarmado en bodega de avión, lo mismo que los proyectiles; no había partes metálicas en el conjunto, realizado artesanalmente en madera dura, teflón y un cáñamo tratado especialmente para confeccionar las cuerdas.
Lin ensamblaba el equipo en su destino, la ciudad en donde se hallaba el objetivo a eliminar.
En este caso, Avellaneda-Pcia. de Buenos Aires-República Argentina.
Un automóvil discreto, conducido por un connacional con el que solo cambió un saludo en cantones, lo trasladó del aeropuerto hasta el sector de Sarandí donde debía realizar su tarea; durante el trayecto, ubicado en el asiento trasero del vehículo, armó el artilugio letal, algo que podría hacer aún con una venda cubriéndole los ojos.
El último tramo del viaje lo pasó dormitando, apenas entreviendo esa urbe desconocida y populosa que no le interesaba, lo mismo que todas las anteriores en las que estuvo por razones de trabajo.
Pensó que estaba harto del jet-lag y las largas travesías aéreas, de efectuar su cometido y partir por otro medio de inmediato, con su segundo pasaporte-en este caso sería por Buquebus a Montevideo-para mediante otras combinaciones retornar a sus domicilios eventuales o a la base que le designaran.
La retribución que percibía por su menester era importante: podría establecerse en Singapur-entre la colonia china-con un comercio de nivel medio y llegar tranquilo a la vejez, que a sus sesenta y cinco años ya se insinuaba.
Esta sería su última intervención-como la triada denominaba su trabajo-y el merecido premio por años de impecable servicio.
Pensamientos dulces..., interrumpidos por el arribo al sitio de la faena.
El chofer le señaló un supermercado de rejas grises, sobre cuyo frente se desplegaba un cartel en tela vinílica que decía en español... “BUENA SUERTE”, mientras a cada lado de la frase, se hallaba la imagen de un gato levantando la pata delantera.
Lin observó también un pequeño ideograma en chino mandarín, a un costado del cartel, que tradujo como “maldito seas si le compras al de al lado”. Pensó que al propietario del establecimiento, ya no le servirían tales procedimientos para incrementar las ventas.
Ingresó con paso resuelto al local y colocándose frente a quien se hallaba sentado ante la caja, cumplió su cometido con la proverbial precisión que lo caracterizaba.
Su víctima-como siempre, un absoluto desconocido-cayó hacia atrás como fulminada por un rayo, ante el estupor del verdulero boliviano y la mirada horrorizada de una anciana, única clienta dada la hora.
Salió tranquilo-como era habitual-sin quitarse los guantes de examinación y desarmando el artefacto
mientras caminaba rumbo al auto estacionado a pocos metros, con el chofer presto a partir lo más rápido posible.
Pero no lo halló.
Se encontró solo, en una calle vacía de transeúntes a esa hora de un sábado por la tarde, en un barrio desconocido de una ciudad de la que no sabía el nombre, solamente que era cercana a Buenos Aires y se conectaba a la misma mediante puentes.
Cuando el boliviano de la verdulería comenzó a gritar, echó a correr doblando por la primera esquina, pero sabía que la huida estaba condenada al fracaso, aunque se fue deshaciendo de las partes del ballestín mientras avanzaba.
Recorrió apenas un par de cuadras en zig zag y ya las sirenas policiales, se hicieron nítidas en sus oídos.
Lo buscaban.
En fracción de segundos, estableció para si mismo un cuadro de situación.
No contaba con su arma ni con el único proyectil que portaba, ya que su cualidad era la perfección en su arte u oficio; no entraba en su consideración ni en la de sus empleadores, fallar el tiro.
Los únicos elementos materiales que llevaba consigo, salvo su vestimenta, eran un envase de Marlboro de veinte unidades y un encendedor barato con linterna y reloj digital incorporados; además de dos pasaportes de la República Popular China, uno de ellos apócrifo, cinco mil dólares en billetes de cien, algunos euros y yuans de baja denominación y el pasaje a Montevideo por Buquebus. No poseía dinero argentino.
Su atuendo se hallaba compuesto por un ambo oscuro, camisa blanca abierta en el cuello, zapatos negros acordonados, medias oscuras, slip a rayas, cinturón negro símil cuero y un pañuelo de nariz de algodón blanco.
Su único nexo con la triada, era un número telefónico de Shangai guardado en su memoria.
El pensamiento de por qué fue abandonado por el chofer, lo descartó rápidamente por inconducente.
Interpretó como prioritario, esconderse hasta que la policía despejara el área-con sus rasgos orientales no podría seguir circulando por esas calles-y tratar de abordar el barco a Montevideo en las siguientes dos horas. En el aeropuerto, había ajustado la hora del reloj digital en relación a la local.
Consideró que nunca había vivido circunstancias tan extremas en dos décadas al servicio de la triada, pero entrar en pánico no se hallaba en sus presupuestos. Tampoco ir a prisión en un país del que no sabía ni pronunciar su nombre; ya había pasado una temporada en las terribles cárceles chinas y no quería enriquecer esa experiencia.
La dificultad para ocultarse resultaba manifiesta; ya se había cruzado con personas que parecían mirarlo con atención. Supuso que en pocos minutos, todo el barrio se enteraría de lo que sucedió y de que había un sospechoso con su aspecto.
La zona era totalmente urbana: ningún área boscosa, ningún parque...,tampoco hallaba a la vista, predios en estado de abandono como para intentar intrusarlos. Por otra parte, los ladridos de los perros que lo identificaban como un extraño hollando sus territorios, lo alarmaban sobremanera.
Cuando parecía que su habitual serenidad profesional, se hallaba próxima a ser reemplazada por el desconcierto, vio una puerta abierta, no en sentido metafórico sino real.
Un hombre mayor que él, fornido, de cabello completamente blanco, dejó abierta la puerta de una vivienda, mientras depositaba al borde de la acera lo que parecía ser el gabinete de una vetusta computadora.
En segundos, Lin tomó conciencia de que aparentemente nadie lo veía e ingreso a la casa.
Al trasponer el umbral, interpretó que entraba a un living con acceso directo a la calle. Buscó ambientes laterales y dio con un dormitorio infantil, habida cuenta de los juguetes y artículos para niños que se presentaban a su vista.
Observó otra habitación frente a esta, la puerta entreabierta de un baño y un pasillo que quizás conducía a la cocina.
Le pareció que no había nadie en la casa, salvo el individuo setentón, que luego de ingresar cerró la puerta de calle con traba.
Su primer impulso fue ocultarse bajo la cama del niño, pero el sonido de un teléfono en el living interrumpió tal proceder.
Tras un cortinado, escuchó como el hombre hablaba pausadamente, en un idioma que suponía era el del país en el que se hallaba; lo hacía de modo distendido, relajado, a veces, emitiendo carcajadas estentóreas. De a ratos, parecía que su voz se entrecortaba, como si necesitara aire.
Lin consideró que quizás se trataba de un asmático.
La conversación resultaba extensa. Lin aprovechó para observar detenidamente al hombre, que se había descalzado y se hallaba repantigado en un sillón-dando la espalda a la posición en la que se encontraba él-y parecía leerle algo a su interlocutor telefónico.
Consideró que la vivienda podría ofrecerle adecuado resguardo al menos por un breve lapso, o sea, hasta que la presencia policial en la calle disminuyera.
De todos modos, debía reducir al hombre, dado que precisaba comunicarse con Shangai para recibir instrucciones.
Esta consideración le provocó un punzante sentimiento de alerta...
¿Y si los de la triada decidieron dejarlo librado a su suerte dada su edad y próximo retiro?..., se preguntó mentalmente.
Podría ser factible, estimó.
Se hallaba solo en un país extraño donde no tenía conocidos, no hablaba el idioma y debía huir de la policía por haber cometido un homicidio.
No podría delatar a nadie y su culpabilidad-de ser atrapado al poco tiempo de ocurrir el hecho-resultaría manifiesta.
Pensó que de llamar a Shangai, era probable que interrumpieran la comunicación.
Rápidamente, lo que comenzó siendo una hipótesis se convirtió en certeza.
Fue un ingenuo al creer que en esta actividad, podría retirarse para disfrutar los beneficios de la merecida jubilación.
Siguiendo con este planteo, le quedaba claro que viajar a Montevideo no tenía ningún sentido: nadie lo esperaría en la terminal portuaria, para guiarlo en la ruta triangulada de retorno a China.
Lo abandonaron, esperando que no halle salida a su estado, aunque llevaba encima cinco mil dolares en efectivo, que algún recurso podrían significar.
Elucubró que desde otro punto de vista, ya no resultaba acuciante salir de la casa-refugio para llegar al puerto; tampoco era necesario el teléfono, pero debería idear un rápido plan de escape, porque la situación en la que se hallaba no podría postergarse indefinidamente.
Mientras el hombre proseguía hablando, ingresó al cuarto del niño y observó con detenimiento el sitio.
Dedujo que se trataba de la habitación de un varón de diez a once años-las fotos enmarcadas daban testimonio del crecimiento del mismo-que conservaba libros, juegos y juguetes de años anteriores.
Supuso que quién se hallaba en el living debía ser el abuelo, aunque por supuesto no podía determinar el motivo de su presencia en la casa, pero dado que había una nueva pc aún embalada y lo vio al hombre llevar afuera un viejo monitor, pensó que sería posible que esperara la llegada de un técnico instalador, mientras el niño y sus padres no estaban presentes.
Reflexionó sobre la situación en la que se hallaba inmerso y decidió reducir al hombre desde atrás-cuando finalizara la comunicación telefónica-amarrándolo con una soga de saltar que halló en el cuarto y amordazándolo con el pañuelo que llevaba en un bolsillo.
Tomaría todo el dinero argentino que encontrara en cambio chico-él no se consideraba un ladrón y si procedía de este modo era forzado por las circunstancias-y saldría a la calle buscando una avenida donde pudiera abordar un taxi.
No hablaba inglés, pero sabía que downtown equivalía al centro de la ciudad y el taxista lo entendería. Allí intentaría hallar las oficinas de Malaysia Airlines para intentar el regreso a China, plan riesgoso, pero carecía de otras opciones válidas. Usaría su segundo pasaporte, por si testeaban su ingreso y detectaban que solo estuvo unas horas en el país.
Cierto que quizás no habría vuelos en lo inmediato, en ese caso, debería buscar un hotel para pernoctar. Otro problema era que su reducido equipaje quedó en el automóvil operativo. No tenía ni un cepillo de dientes.
Pensó que no debía sentirse acosado por las dificultades, sino aguzar su inteligencia y su audacia para de este modo poder sortearlas con éxito. Se consideraba un combatiente veterano, cuyas virtudes marciales no podían dejarlo inerme ante las situaciones límites.
Pero a pesar de la tarea de autoconvencimiento que intentaba, no dejaba de percibir la presión del desaliento sobre su ánimo, como si se tratase de una marea negra que va oscureciendo una costa.
Su propósito era salir de la vivienda. Se dijo que debía dejar que el el flujo de los acontecimientos, le generara la capacidad de respuesta que hasta el momento le sirvió para sobrevivir. Dicho de otro modo, menos reflexión y más acción inmediata.
Se disponía a proceder según lo previsto con el individuo que dejó de hablar por teléfono, cuando un juguete en el placard abierto concitó su atención.
Sabía que debería apresurarse ante la posibilidad de que llegara más gente a la casa, pero no pudo dejar esa pistola-ballesta de juguete, en el lugar en el que se hallaba.
Fabricada en plástico de brillante colorido, era una réplica muy realista de las que él empleaba.
De tamaño más reducido que la que abandonó en su retirada, poseía detalles que la aproximaba a las que tanto conocía.
La sopesó con cuidado, verificando un excelente balance y condiciones de tensado.
Cuando halló el rotulo de MADE IN TAIWAN en la base de la culata, sintió cierto encono histórico recordando que su padre combatió contra Chiang Kai-shek en el 49, pero estimó que no faltaría mucho para que la provincia rebelde vuelva a la madre patria, como Hong Kong y Macao.
Este pensamiento le provocó una sonrisa y la satisfacción de pertenecer a lo que fue el Celeste Imperio.
Colocó un proyectil en el ballestín en miniatura. La punta de la flecha, en vez de ser lacerante, con enorme poder de penetración, era una ventosa de goma de color rojo.
Sin abandonar una sobria sonrisa, mojó la ventosa con su saliva, en un gesto que lo retrotraía a su alegre infancia en Fujian, cuando comenzó su casi amorosa relación con las ballestas, en aquella época, de fabricación casera.
Otra imagen mental de Fujian, ensombreció su rostro: su padre humillado por adolescentes menores que él, durante la revolución cultural, pero rápidamente la desplazó de su memoria.
En milésimas de segundo estableció que se perdió en la nostalgia, descuidando a su objetivo que se hallaba a pocos pasos de distancia y ahora estaba en la puerta del cuarto del niño.
Al verlo a Lin, evidenció un sobresalto de estupor, que en una fracción infinitesimal pareció mutar en terror, al sentir la ventosa del proyectil de juguete adherida entre sus ojos, como resultado de un tiro perfecto.
El hombre se derrumbó como un peso muerto, emitiendo un ronquido que Lin supuso estertor, soltando lo que aferraba con una mano, gesticulando como para impedir que avanzara un dolor intenso en el lado izquierdo de su cuerpo.
Lin se hallaba inmóvil, sin comprender el efecto letal de un artefacto infantil que accionó por lo que en su estima, fue puro reflejo profesional.
Cuando vio los electrocardiogramas caídos al lado del sujeto, le quedó claro lo ocurrido.
Mientras le revisaba los bolsillos, se exculpó por el desenlace.
Su intensión no había sido matarlo; desconocía la cardiopatía del desconocido, que por otra parte, quizás el mismo desestimaba y por eso se reía al hablar por teléfono.
Tampoco es momento para sentimentalismos..., pensó, dado que su contexto se enrarecía como si un destino implacable en su objetivo de destruirlo, se ciñera contra su persona cada vez con más potencia.
Salió al exterior y dirigió desde la puerta una última mirada al cadáver de quien-pensó-quizás fue un buen hombre, signado por una muerte absurda; aunque en alguna medida, toda muerte lo era, dado que el común denominador de los mortales no la elige como corolario de su existencia.
¿Y la vida no estaba contextualizada por el absurdo?..., se cuestionó Lin, sino, como concebir sus circunstancias actuales, abandonado por aquellos a quienes brindó lealtad y eficiencia en el cumplimiento de sus servicios. Si bien ellos fueron siempre generosos en la faz remunerativa, resultaron arteros y traidores a la finalización del contrato vigente durante dos décadas, mas allá de que la impiedad fuera el signo distintivo de su menester.
La impiedad, pero no la felonía y la trampa.
Juró ante si mismo, ejercer la venganza al retornar a China, pero en un breve lapso adoptó un pensamiento realista sobre este asunto.
¿Volvería a ver China?...,aunque fuera así...¿Como localizar a una triada de la que solo conocía un número telefónico que quizás ya no existía?...
Siempre fueron ellos los que lo localizaban a él; luego de cada intervención, llamaba a un número de teléfono que siempre cambiaba.
Solo conocía a individuos que le transmitían instrucciones, le pagaban y luego desaparecían. Las caras podían repetirse pero luego de varios años y salvo estas personas, solo conocía choferes locales con quienes cambiaba pocas palabras.
Así fue durante veinte años, a un promedio de una o dos operaciones anuales.
Su estipendio le permitía vivir bien sin otros ingresos, capitalizarse y tener tiempo para dedicarse a la caligrafía y a la arquería zen, disciplina que él aplicaba al empleo de la ballesta.
O sea que la triada del Dragón Yacente era inubicua. Supuso que en el piso 45 de algún rascacielos de Shangai, alguien consideró que Lin debía finalizar su ciclo activo para la organización, de modo diferente al que él había previsto.
Mientras caminaba sumido en sus cavilaciones, no dejaba de tener plena conciencia del entorno circundante: le pareció que los pocos transeúntes con quienes se cruzaba, lo miraban con algo más que curiosidad.
Sin rumbo fijo, entre casas bajas y lo que le parecieron pequeños talleres, percibió que nuevamente se sumía en una sensación de extravío, de desconcierto, de pérdida de equilibrio entre el ying y el yang. De no bloquearla, incurriría en la desarmonía que suele implicar quiebre y caos.
Sintió que su centro vital , insustituible y homogéneo, iniciaba algo así como un proceso de fragmentación. Aferró con fuerza el arma de juguete que se llevó de la vivienda y la guardó en un bolsillo del saco, con una de las flechas de ventosa roja ya montada.
Cuando le dijo... ¿Downtown? , a una mujer que venía en sentido contrario y esta se alejo corriendo, comprendió que en estos momentos los cinco mil dolares que llevaba, podrían llegar a resultar inútiles.
Transcurrieron unos pocos minutos, cuando un móvil policial sin sirena activada, frenó quemando neumáticos a su lado.
Dos policías, con las armas reglamentarias prestas a ser accionadas, le dieron la voz de alto; a pesar de desconocer el idioma, Lin comprendió la pretensión de los uniformados.
Iba a cumplir con el requerimiento, pero bastó que los efectivos vieran el ballestín que no interpretaron era de juguete asomando de un bolsillo de su saco, para que lo acribillaran a balazos preventivamente, aterrorizados ante un asesino exótico.