No entrar con llamas - Lidia Caro Leal - E-Book

No entrar con llamas E-Book

Lidia Caro Leal

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No entrar con llamas son cuatro semanas de sangre y calambres al mes. Son el muñeco de plástico de Érase una vez… el cuerpo humano. Son bragas regla con olor a desinfectante de limón y restos de la sección de carnicería del supermercado. Son los terrores nocturnos. Son los cáncer-de-algo. Son el sexo triste y el olor a canela de la piel quemada. Son la fantasía de arrasar el sex shop más grande de la ciudad con el entusiasmo de quien va por primera vez a un Lidl, a un IKEA o a un Makro. Son enamorarte del niño o la niña que tiene los ojos del color del logo de Oral-B…   Lidia Caro Leal nos presenta una colección de cuentos que hablan del deseo, de entrar al trapo de los pensamientos intrusivos, del burnout, de la precariedad, de la vulnerabilidad, de los diferentes lenguajes del amor, de las pastillas de encendido, de cuando estás ya acariciando los treinta y tus amigas abogadas, médicas, ingenieras no quieren salir a las mismas discotecas que tú. Habla de los mosquitos del parabrisas de un taxista en una carretera sin arcén, de las paellas que prepara una familia asiática en un bar con fotografías de pantanos, de las marcas en las piernas que dejan las sillas de metal de las terrazas, de la piel del que ha pescado en el Pacífico un atún lleno de microplásticos, del perfume de arrozales diseñado por una empresa de marketing olfativo, de la lycra sudada de los ciclistas sedientos y de los paquetes de salvado de avena que nunca se acaban.

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Seitenzahl: 132

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Sangre quemada

WhatsApp, Facebook, Instagram. Las otras, cuando se despiertan lo primero que hacen es mirar WhatsApp, Facebook, Instagram.

Twitter, Gmail, elDiario.es.

Yo salto de la cama y caigo en el baño, aunque no quiera ir al baño. Subo la tapa, me bajo los pantalones manchados y meo. Me limpio y sigue allí.

Sangre.

Cuatro semanas de sangre y calambres.

Ayer fue igual, y mañana será igual porque tengo litros y litros de sangre en mi cuerpo, y los mosquitos anoche solo se llevaron una de esas pequeñas latas de cerveza que ponen en los aviones. Qué comedidos, se podrían haber emborrachado gratis con mi hemoglobina. Total, se va a ir por el retrete junto con las sustancias que nadie quiere.

Distingo siete tipos de sangre, como dice la creencia popular que los esquimales distinguen hasta cuarenta tipos de nieve. Está la sangre ligera, que es casi el agua sucia de una colada desteñida, está el rojo patriótico, y el sucio. La sangre limpia también está, la que podría ser modelo en un centro de transfusiones. Hay una casi sólida y grumosa que los antiabortistas podrían usar para hacer un montaje truculento con minibebés enfadados.

Sangre de raspado, casi coagulada. Es como la película que se forma en la leche caliente, pero en rojo.

Tengo una pantonera de sangre. De la sangre cruda a la quemada.

También tengo una novela que en el primer capítulo pone: «Además de beber agua, he ido al váter. Cuando me he limpiado no había sangre. De nuevo el papel higiénico en blanco. Llevo once, doce, trece meses sin tener la regla. Mi cuerpo —¿o es mi cerebro?— no quiere pasar de la talla treinta y dos».

Ahora llevo un mes sangrando. Tampoco hay vida.

Meo sangre y mancho pijamas, sábanas, pantalones, bragas, me mancho los dedos, y mancho los dedos de quien me toca. He tirado todo lo textil a la basura, no quiero frotar mi genoma y que se convierta en una espuma desleída.

Los dedos me los he quedado.

Por la mañana, a primera hora, cuando aún no ha salido el sol y los vecinos de enfrente oyen la ser y tienen prisa —nunca desayunan juntos. Un beso al aire, un Nescafé sin más compañía que envoltorios de sobaos y galletas Digestive—, mi sangre es educada y tímida, no gasta papel ni compresas. Hay horas en las que es como un gato, corre y trata de escapar, y me pega calambres en la tripa que parecen zarpazos de minino callejero.

¡Halobacterias, microalgas, la materia prima de los paquetes de sal para el lavavajillas! Eso es el fondo del wc cuando meo sangre. Un rosa irreal, bacteriano, Santa Pola en invierno. Las salinas en una foto de la oficina turística.

Un febrero estuve en Santa Pola con una mujer diez años mayor que yo. Estaba obsesionada con esas nubes rosas. Y un poco conmigo. Era de una aldea cerca de La Orotava, y parecía más joven.

Aunque igual era yo quien le restaba años, que se me había metido en los ojos la niebla que no dejaba a los pescadores faenar.

Inventamos una palabra: «flamíngeo», que es cuando las nubes tienen el color de los flamencos envueltos en fuego para regalo.

Tengo pesadillas: sueño con un pólipo, con la esterilidad, con una hemorragia, con cáncer de algo, con una puñalada por la espalda, con los miles de síntomas descritos en medlineplus.gov y todas esas páginas médicas que me resisto a mirar, porque mirar es asumir.

Me gustaría ser el muñeco de plástico de Érase una vez… el cuerpo humano y tener en el estómago una ventana que abrir. Metería las manos sin guantes, hurgaría entre las trompas y entre todos esos conductos y tejidos que nos explicaron en Conocimiento del medio.

Buscar la fuga, poner un parche. Olvidar.

Mis ovarios son estufas viejas que hacen ruidos, se hinchan y se contraen. Se quejan.

Se ha caído un típex, un bote de lejía, un cerebro antes de una oposición, un traje de novia infinito, una ballena de espaldas, el vientre níveo de mi gato, el siguiente folio de esta historia.

El papel higiénico está blanco.

Combustión espontánea

Quería que pasasen del fuego a las llamas

y de las llamas al incendio.

CHRISTINE BEARD,

I’m dying laughing

Soy sexo triste y los restos de una barbacoa. Soy la fuente de fósforo, potasio, calcio y boro que alimenta el jardín en donde se ha celebrado una fiesta. La amistad consumada, la carne quemada, las personas consumidas.

Soy tu vecino, el que sabes que va a tener un hijo porque está en el balcón pintando las barreras de una cuna desmembrada mientras fuma un cigarrillo. La ceniza —o sea yo— cae y se pega en la pintura blanca del futuro humano o humana. ¿Y cómo van a vivir los tres en ese piso de cincuenta metros cuadrados, si tienen una tele de plasma a la que le sobran pulgadas, y un gato blanco y gordo y un perro lánguido que necesitan más espacio?

La ceniza sirve (sirvo) para evitar plagas y hacer jabón. Una pastilla salvaje y resbaladiza que quita restos de tomate, de pintalabios o de cochinilla.

Donde hay ceniza humana, no crecen las plantas. Tenemos el ph muy alto, me han dicho.

Lo que sé seguro es que donde hay ceniza brota la soledad.

En la farmacia no hay ungüentos mágicos para el existencialismo. Solo hay pequeños paliativos para la melancolía. Por lo general, comprimidos blancos, que son más baratos de fabricar y fáciles de tragar.

Tampoco hay en el diccionario un buen sinónimo de soledad.

«Soy una mujer de cuarenta y tres años, no soy una chavala». Eso tú, que yo soy ceniza.

No tengo edad.

En el bolso lleva un blíster a medias, con algunas pastillas partidas por la mitad, que Maricarmen y sus más de cuarenta años saben de posología. Con la dosis recomendada no hay bastante para el pistoletazo en el pecho. Un comprimido al día antes de dormir no hace que en el centro juvenil donde trabaja María del Carmen Ripoll López dejen de amenazarla con una sanción grave, que puede acabar en inhabilitación.

Necesita más gramos para olvidarse de David el Niño.

Las cenizas también nos equivocamos. Lo que necesita no es olvidarse, es apagar la llama, los fuegos artificiales, el volcán en erupción, todos los símiles trillados respecto al orgasmo femenino.

«Yo lo que quiero es pegarle un buen polvo. Pero como eso no puede ser, me tengo que montar mis películas. Quiero pegarle un polvo y reventarlo, pero ah, Amparo, tú sabes, es que me echarían del curro».

Amparo sabe que Maricarmen, orientadora laboral, soltera, de culo duro —se lo mira cuando van juntas a pilates, piensa en él cuando yace con su marido— comparte apellidos con dos cougars históricas. Lo ha leído en la Diez Minutos: La duquesa de Alba, María del Rosario Cayetana Fitz-James Stuart y Silva, que dejó viudo a Alfonso Díez, veinticuatro años menor que ella y J-Lo, que se enrolló con un bailarín veinteañero cuando ella tenía cuarenta y dos años.

Que venga Fuego y convierta en cenizas la prensa rosa hasta volverla gris.

David el Niño le ha dicho: «Yo contigo aprendo un montón, igual que tú conmigo, porque te quitas miedos y tocas la juventud. Por eso estamos tan bien». Maricarmen lo ha acompañado al Zara a por zapatos y una camisa blanca para la graduación. Se los ha pagado ella. También unos chinos y una cena en el Saona.

«Y es que tía, que a veces vamos al Carrefour a por pizzas para cuando vienen sus amigos a jugar a la Play, que me intenta enseñar, pero no me entero, y ay, es que me coge de la cintura, o se quita la camiseta y va todo tatuao, y yo le digo que se la ponga, que no soy de piedra. Y así. Que me enseña youtubers y no entiendo nada, y se pone a jugar a la Play y tampoco entiendo nada, pero intento jugar. Le digo que estudie, que tiene coco, pero lo que pasa es que es un vago. Que se deje de gamers y se saque una FP».

Maricarmen es un ave fénix. Un polluelo arrugado con la cresta flácida que resurge de las cenizas tras un espectáculo de combustión y maquillaje del Sephora (materia susceptible de inflamación espontánea. Manténgase alejada de las llamas). En anteriores vidas, Maricarmen fue la esperanza de Chema, su director.

Hay dos verdades respecto al tiempo: que nada que valga la pena dura menos de cincuenta minutos, y que nunca estamos cuando la otra persona llega: el repartidor de Amazon, la notificación de Hacienda, el amor.

Solo estamos de cuerpo presente cuando es la hora de la muerte.

Cenizas.

Hoy es miércoles de ceniza y he estado un poco ausente. Precisamente en estas fechas, hace un año, Chema le dijo a Maricarmen que dejaría a su mujer por ella. Chema tenía en la frente los restos de la cruz que le había dibujado el párroco del barrio durante la misa. Se había perfumado con la colonia más cara que venden en el Mercadona, y había comprado un ramo de flores timoratas en un puestecillo frente al hospital provincial. No se aclaraban, las flores, si debían ser blancas, amarillas o de plástico.

Maricarmen fue Maricruz y cruzó los dedos, se cruzó de brazos, frunció el ceño, fue el emoji ese con gesto de rechazo frontal.

Quiso estar con Chema, pero no ese día.

Maricarmen quiso dejarse la terapia holística, los viajes a los outlets de Las Rozas, las cenas de menú degustación que al segundo pase saben a cocaína, las fantasías genéticas de cómo combinarían sus adns, las fantasías de ir a un club de swingers, a un resort nudista, a arrasar en el sex shop más grande de la ciudad con el entusiasmo de quien va por primera vez a un Lidl, a IKEA o a Makro.

O de quien tiene su primer hijo.

Maricarmen quiso a Chema un año antes del miércoles de ceniza ese de las flores mohínas y la camisa negra, ligeramente brillante, que Chema insiste en ponerse. Chema no quiere ver que se le quedan marcas de desodorante y le sienta como el culo.

Tanto, tanto uso de Google Calendar, Maps y alarmas, para llegar siempre tarde y jadeantes.

A mí, un día me echaron por un acantilado, esperando que me esparciera por el mar. El viento paró, y me enganché en la procesionaria de un pino que en el pie tenía pañuelos meados y latas de cerveza oxidadas.

La muerta fue un desecho más en un parque natural mal protegido.

Ningún rechazo aguanta más de un año.

David el Niño tiene los laterales de la cabeza rapados. En el medio tiene una cascada de rizos teñidos. Sus ojos son del color del logo de Oral-b, Vimeo, American Express.

«Es verlo y estar con él, y querer tocarlo y follármelo, pero no puedo, Amparo. Que es un niño. Que no está bien follarse a los niños. Y es que me he puesto ciega. Y puede que le dijera que me lo quiero follar, pero no puedo. No sé qué hacer. Yo soy una mujer de cuarenta y tres años, que no sé por qué queda conmigo y no con chavalas de diecisiete años, que no soy una chavala, soy una mujer».

El gin-tonic que ella y Amparo se beben es de ese color: los ojos de David fundidos, licuados, emulsionados con hielo picado y arrojados sobre un cuerpo fibroso a base de hacer deporte en las barras del parque.

Y Maricarmen no es de hierro, y tiene óxido.

«Y es que va y el otro día me dice que no nos vean tan juntos, que no quiere que el resto de chiquillos piensen que pago por estar con él. Que lo saben, lo saben sus compañeros y lo sabe Chema y vete tú a saber. Que las otras largan mucho. Le digo al niño que qué se cree, que tengo el cuerpo aún follable, y que yo no tengo que pagar a nadie. Tú, Amparo, tú me has visto en pilates. Que tengo un culo que me quita edad. Pues me ha molestado lo que me ha dicho David el Niño. Qué mal lo estoy pasando, porque a ver esto, a ver a quién se lo cuento».

En las terrazas de los bares no se puede fumar, pero Amparo lo obvia, y me tira contra los adoquines en los que chicos de la quinta de David han tirado un gapo.

«Chocho, Amparo, espera que vamos a pensar. Me encanta, es superinteresting, pero es que parece que en la vida no todo pueda ser, Amparo. Y yo me jodo. Es que en la vida la toma de decisiones es lo más difícil que hay. No digas nada, eh».

¿Qué hacemos con toda esta tristeza, Maricarmen? ¿Cuántos gin-tonics azules o rosas como tus vestidos favoritos tienes que ponerte para empujar la pesadumbre hasta los pies? Empujar la bola hacia abajo, como una clase de ejercicios de Kegel. ¿Te quedas inmóvil, al borde del pasillo del centro educativo, o te bajas Match y ligas con solteros exigentes como tú? ¿Qué hacemos con David el Niño, Maricarmen? ¿Lo reduzco a ceniza y que me haga compañía a mí, que también soy mayor que él, pero menos que tú?

Somos un mechero Bunsen.

Y llevas demasiada laca en el pelo para que el riesgo de incendio no se acreciente.

Estoy a tres metros de ti, a tu espalda, dentro de una lata arrugada de cerveza de marca blanca. Observo cómo miras el WhatsApp esperando un mensaje de David, y el mensaje no llega.

«Escucha, que le he mandado al chiquillo un audio diciéndole que estamos de birras y no hemos ido al museo y ni me ha contestado, el chaval. Que está al lado, por si se venía.

A todo esto, oye, Amparo, entre tú y yo, no quiero nada de cotilleos de esto, que yo tengo una familia. Oye, Amparo, estás fumando más de lo normal, y esos cigarros son más largos. Yo ya no fumo, puti, que lo dejé en enero, que pensaba que no me iba a poder salir de fumar, pero lo hice. Pero dame uno, anda, que un día es un día».

Maricarmen lleva siete cigarrillos. Eso es la mitad de ceniza que genera la incineración de un recién nacido.

«No me parece bien mandarle un audio y que no me haya contestado. ¿De qué vas, niño?… Que tienes diecisiete años. Anda, Amparo, ponte aquí, que vamos a hacernos un selfi. Se lo mandamos a él y al grupo de estas».

Estas son el grupo de amigas, que se llama Satisfyer. En la imagen de perfil están todas menos Pili, que nunca está. Salen quemadas bajo el sol de un resort todo incluido. Todo menos Pili, que tiene una María, un Borja y los mellizos, además de marido con una empresa de ollas exprés.

Soy un cazo al fuego con macarrones al que se le ha evaporado el agua. Una lata de atún a medias en la nevera, quemada por el frío. La responsable de los números en la multinacional de conservas, que ejemplifica el síndrome del burnout. La piel del que ha pescado en el Pacífico ese atún lleno de microplásticos. Sí, eso soy yo.

Y también Maricarmen.

Hoy, el papa ha dicho que todos lo somos, que somos ceniza.

Mosquitos en los ojos

Cuando el verde cubra todas las ciudades

y no paren las flores de florecer,

cuando el azul del mar cubra todos los puertos

y acalle las ganas de quemar combustible

en medio de este incendio.

GUILLEM ROMA FEAT. SILVIA PÉREZ CRUZ,

La profecía

Tiene una escopeta y no tiene licencia de armas. Tiene un nombre común: Toni.

Toni es un