No estás en la lista - Alison Espach - E-Book

No estás en la lista E-Book

Alison Espach

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Es un día precioso en Newport, Rhode Island. Phoebe Stone llega sola al majestuoso Cornwall Inn con un vestido verde, tacones dorados y sin ningún equipaje. Todos en el vestíbulo piensan que es una invitada más a la boda, pero en realidad es la única huésped que no está allí para ese gran evento. Ha ido al hotel porque llevaba años soñando con ese viaje y esperaba compartirlo con su marido, pero ahora está sola, tocando fondo y decidida a darse el último lujo de su decadente vida. Mientras tanto, la novia ha previsto cada detalle y cada posible desastre que pudiera depararle este fin de semana, excepto una cosa: Phoebe y su plan. Sin embargo, contra todo pronóstico, las dos mujeres se ven dispuestas a compartir sus secretos más íntimos desde el mismo instante en que se conocen. Con momentos que van desde lo absurdamente cómico hasta lo desgarradoramente tierno, No estás en la lista de Alison Espach es, en última instancia, una mirada matizada y conmovedora sobre los caminos sinuosos que podemos tomar hacia lugares que nunca imaginamos y sobre los encuentros azarosos que a veces son necesarios para reconducir nuestra vida.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Una novela apasionante y extraordinariamente sabia sobre una invitada inesperada a una boda y las sorprendentes personas que la ayudan a empezar de nuevo.

 

Es un día precioso en Newport, Rhode Island. Phoebe Stone llega sola al majestuoso Cornwall Inn con un vestido verde, tacones dorados y sin ningún equipaje. Todos en el vestíbulo piensan que es una invitada más a la boda, pero en realidad es la única huésped que no está allí para ese gran evento. Ha ido al hotel porque llevaba años soñando con ese viaje y esperaba compartirlo con su marido, pero ahora está sola, tocando fondo y decidida a darse el último lujo de su decadente vida.

Mientras tanto, la novia ha previsto cada detalle y cada posible desastre que pudiera depararle este fin de semana, excepto una cosa: Phoebe y su plan. Sin embargo, contra todo pronóstico, las dos mujeres se ven dispuestas a compartir sus secretos más íntimos desde el mismo instante en que se conocen.

Con momentos que van desde lo absurdamente cómico hasta lo desgarradoramente tierno, No estás en la lista de Alison Espach es, en última instancia, una mirada matizada y conmovedora sobre los caminos sinuosos que podemos tomar hacia lugares que nunca imaginamos y sobre los encuentros azarosos que a veces son necesarios para reconducir nuestra vida.

Alison Espach es licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Washington en San Luis y profesora de escritura creativa en el Providence College de Rhode Island.

Sus novelas se han convertido en lecturas recomendadas por el Chicago Tribune, The New York Times y Barnes and Noble. Ha escrito para diversos medios, entre ellos Vogue, Outside y LitHub.

No estás en la lista es un best seller de The New York Times, Publishers Weekly y USA Today, y se publicó en más de veinte países.

A todos los desconocidos que le ponen magia a los días más sombríos.

¡Fue horrible, gritó, horrible, horrible!

Aun así, el sol daba su calor. Aun así, superamos las cosas.

Aun así, la vida iba poniendo un día después del otro.

 

Virginia Woolf, La señora Dalloway

MARTES

La recepción de apertura

El hotel es tal cual lo que quería Phoebe. Está posado al borde del acantilado como un perro viejo y majestuoso que la ha estado esperando. No puede ver el océano detrás, pero sabe que está ahí, del mismo modo en que, cuando se acercaba a casa con el auto, podía sentir a su marido en el escritorio tecleando su manuscrito.

El amor era un cable invisible que los conectaba todo el tiempo.

Phoebe baja del taxi. Un hombre en un uniforme morado se le acerca con tanta seriedad que parece un movimiento coreografiado hace mucho tiempo. Eso le asegura que está haciendo lo correcto.

—Buenas noches —dice el hombre—. Bienvenida al Cornwall Inn. ¿Me permite su equipaje?

—No tengo equipaje —responde Phoebe.

Cuando se fue de St. Louis, le pareció importante dejar todo atrás: el marido, la casa, el equipaje. Era hora de seguir adelante y ella lo sabía porque era lo que habían acordado el año pasado, al final de la audiencia de divorcio. Phoebe estaba muy conmocionada por cómo había terminado la conversación, por la forma en que su marido le dijo: “Bueno, cuídate”, como si fuera el cartero diciéndole que le fuera bien. No era capaz de otra cosa más que de meterse en la cama, beber gin-tonics y escuchar el ruido del refrigerador haciendo hielo. No es que hubiera algún otro sitio adónde ir. Estaban en medio del confinamiento, cuando solo se salía de casa a buscar gin y papel higiénico y ella daba clases virtuales con la misma blusa negra todos los días, porque ¿qué otra cosa se suponía que debía ponerse la gente? Cuando terminó el encierro, ya no se acordaba.

Pero ahora Phoebe se encuentra frente a un hotel del siglo XIX en Newport, luciendo un vestido de seda color esmeralda, la única prenda de su armario de la que puede decir con honestidad que sigue enamorada, sin duda porque era la única que no había usado nunca. Con su marido nunca hicieron nada tan elegante como para ese vestido. Eran profesores. Eran sencillos. Relajados. Tan cómodos junto al fuego con el gatito en el regazo. Les gustaban las cosas básicas, lo que estuviera en cartel, lo que dieran por la tele, lo que hubiera en el refrigerador, la camisa que se viera más normal, porque ¿no era ese el objetivo de la ropa? ¿Demostrar que eras normal? ¿Demostrar que cada día, pasara lo que pasara, eras una persona que podía ponerse una camisa?

Pero aquella mañana, antes de subir al avión, Phoebe se despertó y supo que ya no era normal. Igual se hizo una tostada. Se duchó. Se secó el pelo. Buscó los apuntes para el segundo día del semestre de otoño. Abrió el armario y miró toda la ropa que se compraba antes solo porque parecían camisas que llevaría una profesora al trabajo. Hileras de blusas de colores lisos, las versiones femeninas de las que llevaba su marido. Sacó una gris, la sostuvo frente al espejo, pero no llegó a ponérsela. No podía ir a trabajar, ponerse delante de la impresora de la oficina y mantener una expresión de interés mientras su colega hablaba largo y tendido sobre la sorprendente importancia del queso en la teología medieval.

En lugar de eso, se puso el vestido esmeralda. Los tacones dorados de su boda. Las grandes perlas que su marido le había puesto en los ojos como una venda la noche de bodas. Se subió a un avión, se bebió un gin-tonic impresionantemente bueno, tan agradable y fresco que apenas sintió las ampollas al salir del avión.

Phoebe le da al hombre veinte dólares, y él parece sorprendido de que le den propina por no hacer nada, pero para Phoebe no es nada. Hace mucho tiempo que un hombre no se levanta apenas la ve salir de un coche. Años desde que su marido salía de su escritorio para saludarla cuando llegaba a casa. Es agradable que alguien se ponga de pie por ella, sentir que su llegada es un acontecimiento importante. Oír el ruido de los tacones al avanzar por el viejo camino de entrada de ladrillo. Siempre quiso hacer ese sonido, sentirse grande y digna al entrar en una sala de conferencias, pero en su universidad había alfombras.

Sube las escaleras, pasa junto a los grandes faroles negros y los leones de granito que custodian las puertas. Cruza las cortinas y entra en el vestíbulo y esto también se siente como lo correcto. Como retroceder en el tiempo a un mundo más antiguo que probablemente no era mejor, pero al menos estaba cubierto de terciopelo.

Entonces ve la cola para el registro de entrada.

Es muy larga, el tipo de cola que esperaba ver en el aeropuerto, no en una mansión victoriana con vistas al océano. Sin embargo, allí está la cola, que se extiende por todo el vestíbulo y más allá de la histórica escalera de roble. La gente que está en la cola también parece fuera de lugar con sus rompevientos, sus vaqueros y sus calzados deportivos. Las camisas normales que solía ponerse Phoebe. Es gracioso su aspecto tan común y corriente al lado de las cortinas de terciopelo y los retratos de hombres barbudos con marcos dorados que cubren las paredes. Parecen personas sólidas y modernas, amarradas a la tierra por sus maletas resistentes como el titanio. Algunos hablan por teléfono. Algunos leen en sus teléfonos, como si estuvieran listos para estar en esta fila para siempre, y quizá lo estén. Quizá ya no tengan familia. A Phoebe le resulta tentador pensar así, creer que todo el mundo está tan solo como ella.

Pero no están solos. Están en grupos de dos o tres, algunos tomados del brazo, otros con una sola mano apoyada en una espalda. Están contentos, y Phoebe lo sabe porque de vez en cuando alguno de ellos anuncia lo contento que está.

—¡Jim! —grita un anciano, abriendo los brazos como un oso—. ¡Me alegro mucho de verte!

—Hola, abuelo Jim —le responde un hombre más joven, porque parece que casi todos los de la fila se llaman Jim. Los Jim intercambian violentos abrazos y saludos—. ¿Dónde está el tío Jim? ¿Ya está aquí?

Hasta la joven que trabaja en la recepción parece contenta, tan entregada a mirar a cada invitado profundamente a los ojos, preguntándoles por qué están aquí, aunque todos dicen lo mismo, y entonces ella les da la misma respuesta: “¡Ah, están aquí por la boda! Qué maravilla”. Su emoción por la boda parece auténtica y puede que lo sea. Tal vez es tan joven que cree que la boda de los demás tiene que ver con ella de algún modo.

Así se sentía Phoebe cuando era joven, pensando durante un mes qué vestido se iba a poner, aunque estuvo en la órbita exterior de todas las bodas a las que asistió.

Phoebe se suma a la cola. Se para detrás de dos chicas jóvenes que llevan en el brazo vestidos del mismo verde. Una de ellas todavía tiene alrededor del cuello su almohada de avión animal print. La otra tiene un rodete tan alto que los mechones rojos le cuelgan sobre la frente mientras hojea una revista People. Están enfrascadas en un debate susurrante acerca de qué vuelo fue peor y cuántos años tiene este hotel en realidad y por qué la gente está tan obsesionada con Kylie Jenner. ¿Se supone que nos tiene que importar que esté más buena que Kim Kardashian?

—¿Está más buena? —pregunta Almohada en Cuello—. En realidad, siempre me parecieron las dos igual de feas.

—Creo que eso se aplica a todas las personas —afirma Rodete Alto—. Todas las personas tienen algo que las hace feas. Hasta la gente que está buena, en un sentido profesional. Es como la norma de oro.

—Creo que quieres decir norma sagrada.

—Tal vez.

Rodete Alto dice que, aunque entiende que ella es de una belleza promedio, algo que recién pudo admitir después de cinco años de terapia, sabe que se le notan demasiado las encías cuando sonríe.

—Nunca me di cuenta —dice Almohada en Cuello.

—Es porque no sonrío del todo.

—En todo este tiempo que te conozco, ¿nunca hiciste una sonrisa completa?

—No desde que terminamos el colegio.

La fila avanza y Phoebe mira hacia el cielorraso artesonado, que es tan alto que empieza a preguntarse cómo lo limpian.

Otro “¡Ah! ¡Está aquí por la boda!” y Phoebe empieza a darse cuenta de cuántos invitados a la boda hay en el vestíbulo. Es perturbador, como en aquella película Los pájaros que tanto le gustaba a su marido. Una vez que identifica a algunos, ya los ve por todas partes. Invitados a la boda se relajan en el banco de terciopelo malva. Invitados a la boda se apoyan contra las estanterías empotradas en la pared. Invitados a la boda arrastran maletas tan futuristas que parece que podrían sobrevivir a un viaje a la luna. Los hombres en uniforme morado las apilan y forman altas y robustas torres de maletas, justo al lado de un gran cartel blanco que dice Bienvenidos a la Boda de Lila y Gary.

—Tu norma no aplica a Lila —dice Almohada en Cuello—. En serio, no se me ocurre nada que la haga fea.

—Es cierto —reconoce Rodete Alto.

—¿Recuerdas cuando fue elegida para ser la novia en nuestro desfile de moda del último año?

—Ah, sí. A veces, me olvido.

—¿Cómo puedes olvidarte de eso? Pienso una vez a la semana en lo raro que fue eso.

—¿Quieres decir porque nuestro tutor insistió en caminar hacia el altar con ella?

—Me refiero más bien a que algunas personas parece que nacen para ser novias.

—De hecho, creo que nuestro tutor vendrá a la boda.

—Qué raro. Pero es algo bueno. Significa que voy a conocer a alguien en esta boda —dice Almohada en Cuello.

—Ya sé. Yo casi no conozco a nadie —agrega Rodete Alto.

—Exacto, desde la pandemia, estoy como, bueno, supongo que ya no tengo amigos.

—¿No es cierto? La única persona que puedo decir que conozco ahora es mi mamá.

Se ríen y luego intercambian anécdotas de sus terribles vuelos y Phoebe hace todo lo posible por ignorarlas, por mantener la mirada fija en la magnificencia del vestíbulo. Pero es difícil. Los invitados a bodas son mucho más ruidosos que la gente normal.

Cierra los ojos. Le empiezan a doler los pies y, por primera vez desde que salió de casa, se pregunta si debería haber traído un par de zapatos cómodos. Tiene tantos alineados en su armario, tan seguros de sí mismos, sin hacer nada.

—¿Qué sabes del novio? —susurra Almohada en Cuello.

Rodete Alto solo sabe lo poco que le contó Lila por teléfono y lo que aprendió googleándolo.

—Gary es un poco aburrido si lo googleas —dice Rodete Alto, y luego susurra algo acerca de que es un médico de la Generación X con entradas tan poco pronunciadas que hay muchas posibilidades de que muera con la mayor parte de su pelo—. ¿Cómo no lo googleaste después de que Lila te pidió que fueras dama de honor?

—Estuve desconectada de Internet —explica Almohada en Cuello—. Me lo exigió mi terapeuta.

—¿Durante dos años?

—¿Estuvieron comprometidos tanto tiempo?

—Le propuso casamiento justo antes de la pandemia.

Avanzan de nuevo en la fila.

—¡Dios, mira este empapelado!

Almohada en Cuello espera que su habitación mire al océano.

—Mirar el océano te hace un cinco por ciento más feliz. Leí un estudio.

Por fin se callan. En su silencio, Phoebe está agradecida. Puede volver a pensar. Cierra los ojos. Hace que mira a su marido en la cocina y admira su risa. A Phoebe siempre le encantó su risa, cómo sonaba desde lejos. Como una sirena en la distancia, que le señalaba adónde ir.

Pero entonces uno de los Jim grita:

—¡Aquí viene la novia!

—¡Jim! —exclama la novia.

La novia sale del ascensor y entra en el vestíbulo con una banda brillante que dice novia, para que no haya confusión. No es que pueda haber confusión. Está claro que es la novia; camina como la novia y sonríe como la novia y gira como la novia mientras se acerca a Rodete Alto y a Almohada en Cuello en la cola, porque la novia puede hacer las cosas así durante dos o tres días. Es una celebridad momentánea, la razón por la que todo el mundo ha pagado miles de dólares para venir aquí.

—¡Estoy tan contenta de verte! —grita la novia. Abre los brazos para abrazarla, y las bolsas de regalos cuelgan de sus muñecas como pulseras de algas marinas tejidas.

Almohada en Cuello y Rodete Alto tenían razón. Phoebe no puede identificar nada que haga fea a la novia, qué podría ser lo único feo en ella. Se ve exactamente como se supone que debe verse: grácil y menuda con su vestido blanco de verano, sin marcas de ropa interior. Su pelo rubio está recogido en un arreglo de trenzas tan romántico y complicado que Phoebe se pregunta cuántos tutoriales habrá visto en Instagram.

—Estás preciosa —le dice Rodete Alto.

—Gracias, gracias —responde la novia—. ¿Qué tal los vuelos?

—Tranquilos —miente Almohada en Cuello.

No mencionan la imprevista bandada de gaviotas, ni el aterrizaje de emergencia, porque la novia está aquí. Es su trabajo mentirle a la novia durante toda la boda, haber disfrutado sus viajes hasta aquí, estar encantadas ante la perspectiva de una boda en Newport después de dos años sin hacer prácticamente nada.

—¿Cuándo vamos a conocer a Gary? —pregunta Rodete Alto.

—Estará en la recepción más tarde, claro.

—Claro que sí, me imagino —acota Almohada en Cuello, y se ríen.

La novia reparte las bolsas de algas marinas (con “provisiones de emergencia”) y las mujeres suspiran cuando sacan botellas de licor de tamaño normal. De todo tipo, explica la novia. Cosas que compró cuando ella y Gary estuvieron de viaje por Europa el mes pasado.

Escocés. Rioja. Vodka.

—Ah, qué sofisticado —opina Rodete Alto.

La novia sonríe, orgullosa de sí misma. Orgullosa de ser el tipo de mujer que piensa en otras mujeres menos afortunadas mientras viaja por Europa con su prometido médico. Orgullosa de haber vuelto como una mujer que sabe qué beber y qué no.

—Aquí tienes —le dice la novia a Phoebe con tal intimidad que la hace sentir como si fuera una prima perdida de la infancia. Alguna vez jugaron a las damas en el sótano de su abuelo o algo así. Le entrega a Phoebe una de las bolsas y después le da un fuerte abrazo, como si hubiera estado practicando los abrazos de novia igual que el marido de Phoebe solía practicar los apretones de manos antes de las entrevistas—. Solo un detalle para agradecerte que hayas venido hasta aquí. ¡Sabemos que no ha sido fácil llegar!

En realidad, fue muy fácil para Phoebe llegar hasta aquí. No interrumpió la correspondencia ni le encargó a algún chico del vecindario que regara el jardín ni le pidió a Bob que cubriera sus clases como hacía siempre antes de las vacaciones. Ni siquiera limpió las migas de tostada en la encimera. Tan solo se puso el vestido, salió de casa y se marchó como nunca antes se había marchado.

—Ah, yo... —empieza a decir Phoebe.

—Ya sé, ya sé lo que estás pensando —la interrumpe la novia—. ¿A quién se le ocurre beber vino de chocolate?

La novia es buena. Una novia muy buena. Te asusta que te hablen así después de dos años de intenso aislamiento, de decir “¿Qué es la literatura?” a un mar de cuadrados negros en su ordenador, y ninguno de los cuadrados lo sabía, o a ninguno de los cuadrados le importaba, o ninguno de los cuadrados ni siquiera la escuchaba. “¿Qué es la literatura?”, preguntó Phoebe una y otra vez, hasta que ni siquiera ella supo la respuesta.

Y ahora recibir un abrazo y una bolsa de vino con chocolate sin motivo. Que una bella desconocida la mire a los ojos después de tantos años sin que su marido la mire a los ojos. A Phoebe le dan ganas de llorar. Le hace desear que estuviera aquí para la boda.

—Pero es mejor de lo que crees —asegura la novia—. Parece que a los alemanes les encanta.

La novia sonríe y Phoebe ve un poco de comida atascada entre sus dos dientes delanteros. Ahí está: lo único que hoy hace fea a la novia.

—¿Siguiente? —llama la mujer de recepción.

Phoebe tarda un momento en darse cuenta de que le toca a ella. Ve que Rodete Alto y Almohada en Cuello ya están entrando en el ascensor. Toma la bolsa, le da las gracias a la novia y se dirige a la recepción.

—También debes de estar aquí por la boda —supone la mujer. Se llama Pauline.

—No —admite Phoebe—. No vine a la boda.

—Ah —suspira Pauline. Parece decepcionada. Confundida, en realidad. Sus ojos parpadean hacia la novia en la distancia—. Pensé que todo el mundo estaba aquí para la boda.

—Definitivamente no estoy aquí para la boda. Pero hice una reserva esta mañana.

—Oh, te creo —asegura Pauline, tecleando mientras habla—. Creo que alguien ha cometido un grave error. Incluso podría haber sido yo. Tendrás que disculparnos, estamos un poco faltos de personal desde el Covid.

Phoebe asiente.

—Escasez de mano de obra.

—Exacto —confirma Pauline—. Bien, ¿cómo te llamas?

—Phoebe Stone.

Es verdad. Este es su nombre, el nombre que ha llegado a pensar que es suyo. Sin embargo, siente que está mintiendo cuando lo pronuncia ahora, porque es el apellido de su marido. Cada vez que se oye a sí misma decirlo, siente como si la sacara de su cuerpo de un empujón. Hace que se vea a sí misma desde arriba, como un pájaro, como deben verla los de la boda, y está segura de que desde allí arriba también pueden ver lo único que la hace fea: el pelo. Hay que hacer algo con ese pelo. Esta mañana se olvidó completamente de peinarse.

—Aquí tienes —dice Pauline.

Ahora está tan concentrada en brindarle un servicio de calidad que ni siquiera levanta la vista cuando uno de los invitados a la boda entra por la puerta y se resbala detrás de Phoebe.

—¡Tío Jim! ¡Dios mío! ¿Estás bien? —grita la novia.

El tío Jim no está bien. Está en el suelo, gritando algo sobre su tobillo, y también sobre el suelo, que es un suelo malísimo, dice, por no decir que es un suelo de mierda. Los hombres de uniforme morado se reúnen a su alrededor y empiezan a pedirle disculpas por el suelo, que sí, sí, están de acuerdo en que es el peor suelo del mundo, aunque Phoebe puede ver que es algún tipo de mármol italiano.

—Ya está —dice Pauline. Pauline es una heroína—. Estás en Los locos años veinte.

—¿Cada habitación es una década? —pregunta Phoebe. Se imagina que cada habitación tiene su propio peinado. Su propia guerra. Su propio conjunto de triunfos y fracasos bursátiles. Su propia definición de feminismo.

—¡La verdad es que no sé cuáles son todos los temas! —exclama Pauline—. Soy nueva. A mí me parecen un poco aleatorios. Pero la tuya es una buenísima pregunta.

Abre el cajón y busca la llave correcta.

—Es nuestro penthouse. La única habitación con una buena vista al océano.

Parece ensayado, como si Pauline le susurrara algo a cada huésped para que se sienta especial. Es nuestra única habitación con un escritorio de la casa de los Vanderbilt. Es nuestra única habitación con un suministro infinito de papel higiénico.

—Maravilloso —dice Phoebe.

—¿Qué te trae al Cornwall Inn?

Aunque sabía que le iba a hacer esta pregunta, Phoebe se sobresalta. Cuando se imaginó aquí, no se imaginó teniendo que hablar con nadie. Para decirlo en pocas palabras, no tiene práctica.

—Este es mi lugar feliz —suelta Phoebe. No es toda la verdad, pero no es mentira.

—Ah, ¿así que te has alojado aquí antes? —pregunta Pauline.

—No —responde Phoebe.

Hace dos años, Phoebe vio una publicidad del hotel en una revista, el tipo de revista que solo leía en la sala de espera de la clínica de fertilidad. Miró las fotos de la cama victoriana con dosel, con vista al océano, y pensó: ¿Quién planea sus vacaciones hojeando una revista de viajes? Se enfadó con esa gente, aunque no conocía a nadie que hiciera ese tipo de cosas. Sin embargo, unos días después, cuando su terapeuta le pidió que cerrara los ojos y describiera su lugar feliz, se imaginó a sí misma en aquella cama con dosel porque solo podía imaginarse feliz en un lugar en el que nunca había estado, en una cama en la que nunca había dormido.

—Pues este sí que es un lugar feliz —le asegura Pauline.

Phoebe toma la llave. Ya han conversado demasiado. Ha fingido demasiado tiempo que es normal, y no va a pagar ochocientos dólares por quedarse aquí y fingir que es normal. Podría haberlo hecho en casa sin ningún problema. Siente que se está cansando, pero Pauline tiene muchas más preguntas. ¿Le gustaría añadir un paquete de spa? ¿Le gustaría reservar una visita con la tarotista de la casa? ¿Quiere una almohada normal o una almohada de coco?

—¿Qué es una almohada de coco? —pregunta Phoebe.

—Una almohada —responde Pauline— con coco adentro.

—¿Las almohadas son mejores así? ¿Con coco adentro?

Eso es lo que habría preguntado su marido. Un mal hábito de ella, el resultado de haber estado casada diez años: imaginar siempre lo que diría su marido. Incluso cuando no está. Sobre todo, cuando no está. Phoebe nunca pensó que acabaría siendo una mujer así.

Pero si algo le habían enseñado los últimos años, era que nunca se sabe en quién te vas a convertir.

—Las almohadas son mucho mejores así —afirma Pauline—. Créeme, ya verás. Te enviaremos una enseguida.

Phoebe entra en el ascensor y siente alivio cuando las puertas empiezan a cerrarse. Por fin, alejarse de los invitados a la boda. Hacer algo para variar un poco. Tener la llave de un lugar que no es su casa.

—¡Tengan las puertas! —grita una mujer.

Phoebe sabe que es la novia antes de verla. Grita como si se mereciera este ascensor. Pero nadie se merece nada. Ni siquiera la novia. Phoebe pulsa el botón para cerrar las puertas, pero la novia mete una mano entre ellas. No se abren de golpe como una esperaría, quizá porque el Cornwall se construyó en 1864. Un hotel antiguo no tiene piedad, ni siquiera a la novia.

—¡La puta madre! —grita la novia.

—¡Oh, Dios! —exclama Phoebe. Abre las puertas, mira la mano de la novia y no puede creer lo que ve—. Estás sangrando.

La novia se levanta el corte en el dorso de los nudillos como una niña y acepta el pañuelo que le ofrece Phoebe sin dar las gracias. Phoebe aprieta el botón y las puertas vuelven a cerrarse. Las mujeres no dicen nada mientras la novia se desangra con cortesía en el pañuelo y comienzan a ascender. Phoebe oye cómo la novia intenta estabilizar la respiración, observa cómo se oscurece el pañuelo que lleva en la mano.

—Te pido disculpas —dice Phoebe—. No me di cuenta de que pasaría eso.

—No te preocupes, todo va a estar bien —se esfuerza la novia. Se aclara la garganta—. Entonces, ¿estás con la familia de Gary?

—No —responde Phoebe.

—¿Eres de mi familia?

—¿No sabes quién es de tu propia familia? —pregunta Phoebe. La pregunta le da ganas de reírse, y es una sensación extraña. Es la primera vez que tiene ganas de reír en meses. Años, quizá. ¿Cómo es posible que la novia no conozca a su propia familia? Phoebe conocía a toda su familia. No le quedaba más remedio. Era muy pequeña. Solo Phoebe y su padre, tan pequeña que cabía en su vieja cabaña de pescadores.

—Tengo una familia muy grande —explica la novia, como si fuera un gran problema.

—Bueno, yo no soy de tu familia —aclara Phoebe.

—Pero tienes que ser de una de las dos familias.

—No —insiste Phoebe—. No soy de ninguna familia.

Había sido una verdad demoledora, de la que empezó a darse cuenta después del divorcio y se hizo más fuerte con cada fiesta que pasaba, hasta que esta mañana se despertó en una casa tan silenciosa que por fin comprendió lo que significaba no tener familia. Comprendió que siempre sería así: solo ella, en la cama, sola. Ya ni siquiera se oía el maullido de su gato, Harry, en la puerta.

—Pero todo el mundo está aquí para la boda. Me aseguré de ello. —La novia mira la bolsita con el regalo en las manos de Phoebe, confundida—. Esto tiene que ser algún tipo de error.

La novia lo dice como si Phoebe fuera la gran pesadilla que siempre ha temido. Phoebe es algo que está mal en un momento en el que se supone que nada tiene que estar mal. Porque cada pequeño detalle durante una boda tiene el poder de parecer un presagio, como el fuerte viento que sopló en el parque, que volcó los platos de papel y provocó un escalofrío en Phoebe el día de su propia boda. Deberíamos haber comprado platos de verdad, pensó, algo pesado y sustancioso.

—No hay ningún error —sostiene Phoebe.

Este es el lugar feliz de Phoebe. El lugar que ha elegido Phoebe de entre todos los posibles. ¿Cómo se atreve la novia a hacer sentir a Phoebe que no debería estar aquí?

—Pero si no viniste para la boda, ¿entonces para qué viniste? —le pregunta la novia en un tono mucho más bajo, como si por fin hubiera surgido su verdadera voz. Porque ahora, en este espacio privado con una persona que no vino a la boda, la novia no tiene que ser la novia. Puede hablar como quiera. Y Phoebe también. Phoebe no es Rodete Alto ni Almohada en Cuello. No es nadie, y lo único bueno de no ser nadie, se da cuenta, es que ahora puede decir lo que se le dé la gana. Incluso a la novia.

—Vine para suicidarme —suelta Phoebe. Lo dice sin dramatismo ni emoción, como si fuera un hecho. Porque eso es lo que es. Espera a que la verdad aturda a la novia y la envuelva en un silencio incómodo, pero la novia solo parece confundida.

—Eh, ¿qué acabas de decir? —pregunta la novia.

—Dije que vine a suicidarme —repite Phoebe, esta vez con más firmeza. Se siente bien decirlo en voz alta. Si no puede decirlo en voz alta, probablemente no podrá hacerlo. Y tiene que hacerlo. Lo ha decidido. Ha llegado hasta aquí. Siente alivio cuando las puertas empiezan a abrirse, pero la novia pulsa el botón para cerrarlas.

—No —dice la novia.

—¿No? —pregunta Phoebe.

—No. De ninguna manera vas a suicidarte. Esta es la semana de mi boda.

—¿Tu boda dura una semana?

—Bueno, unos seis días, para ser precisa.

—Es una... boda larga.

La boda de Phoebe duró una sola noche. Había intentado no darle mucha importancia. ¿Por qué? Ahora parece una tontería no haber celebrado algo bueno cuando tuvo la oportunidad. Pero Phoebe y su marido se habían graduado hacía un año, estaban entrenados para vivir de una beca con una botella de vino barato y un bonito árbol a lo lejos. Y una boda era todo un espectáculo, pensaba Phoebe. Cada vez que encargaba flores o probaba otro trozo de pastel o les contaba a sus amigas lo feliz que estaba, tenía la horrible sensación de estar fanfarroneando.

—En realidad, una semana es bastante normal ahora —asegura la novia con un tono que hace que Phoebe se sienta vieja—. Y la gente viene de muy lejos para estar aquí.

Pero a Phoebe no le importa.

—Esta es la semana más importante de mi vida —suplica la novia.

—Para mí también —dice Phoebe.

Phoebe aprieta el botón para que se abran las puertas, pero la novia vuelve a cerrarlas, y eso enfada a Phoebe, tan enojada como cuando queda atrapada en el tráfico camino al trabajo. Todas esas luces rojas delante de ella le daban ganas de gritar, pero nunca lo hacía, ni siquiera en la intimidad de su propio coche. No era una gritona. No era el tipo de mujer que le planteaba exigencias al mundo, que esperaba que la calle se despejara solo porque ella tenía prisa. No era como la novia, que se estira tan autorizada con su faja reluciente como si fuera la única novia que ha existido en el mundo. A Phoebe le dan ganas de arrancarle la banda, de sacar la foto de su propia boda, de demostrarle que una vez fue novia y que las novias pueden convertirse en cualquier cosa. Incluso Phoebe.

Pero entonces el pañuelo ensangrentado cae al suelo. Cuando se agacha a recogerlo, la novia suelta un sollozo y mira a Phoebe como si ya se hubiera arruinado toda su vida.

—Por favor, no lo hagas —suplica la novia, y a Phoebe le da de nuevo esa sensación, como si la conociera, como si la novia se lo pidiera de una prima a otra.

—Nadie se dará cuenta —promete Phoebe—. Podría poner algo de jazz ligero de fondo, pero no lo oirás.

—¿Es todo mentira? ¿Es una broma de mal gusto o algo así? ¿Jim te ha metido en esto?

De su bolso, Phoebe saca su antiguo discman y un CD titulado “Saxo para amantes”. Una de las pocas cosas que trajo de casa. De la primera noche de su luna de miel en los Ozarks. Un pequeño motel en la ladera de un cañón con un jacuzzi en forma de corazón que humedecía toda la habitación. Su marido encontró el CD en el equipo de música. “Saxo para amantes”, leyó en voz alta, y se rieron un buen rato. “Pues póntelo, amante”, dijo ella, y bailaron hasta que se desnudaron.

—Ay, Dios mío —se atemoriza la novia—. Lo dices en serio. ¿Vas a hacerlo aquí? ¿En tu habitación? ¿Cuándo?

—Más tarde —responde Phoebe—. Al atardecer.

Va a fumar un cigarrillo en el balcón. Va a pedir al servicio de habitación. Comerá algo rico mirando el agua. Comerá un postre elaborado. Escuchará el CD. Se tomará un frasco de analgésicos para gatos y se quedará dormida en la gran cama con dosel mientras se pone el sol. Va a ser rápido, bonito y totalmente incruento, porque Phoebe se niega a hacer que el personal del hotel limpie como tuvo que limpiar su amiga Mia después de que su marido Tom se cortara las venas. “Eso es egoísta”, dijo el marido de Phoebe cuando se enteraron, y Phoebe estuvo de acuerdo, porque Tom sobrevivió. Porque parecía importante que marido y mujer estuvieran de acuerdo en algo así. Pero también porque Phoebe es una persona ordenada, dueña de la creencia de que cada libro ocupa el lugar que le corresponde en la estantería y que la sangre siempre debe estar dentro de nuestro cuerpo, incluso después de la muerte, especialmente después de la muerte, y qué horrible para Mia, tener que arrodillarse y fregar la sangre de su marido para quitarla de la pastina.

—No habrá ningún desorden —promete Phoebe.

—No —insiste la novia con firmeza—. Por supuesto que no. Esto no puede ocurrir. Esto no puede ser real.

Pero su herida es un círculo rojo que sigue ampliándose. La novia lo mira y pregunta: “¿Cómo has podido hacerme esto?”.

Pero ¿Phoebe le está haciendo algo? Si no es Phoebe, algo más la arruinará. Así son las bodas. Así es la vida. Siempre es una cosa tras otra. Es hora de que la novia aprenda su lección.

—Aunque no lo creas, esto no tiene nada que ver contigo —dice Phoebe.

—¡Claro que sí! —exclama la novia—. ¡Esta es mi boda! La estuve planeando toda mi vida.

—Lo estuve planeando toda mi vida.

Recién cuando Phoebe lo dice, se da cuenta de que es verdad. No es que siempre haya querido acabar con su vida. Pero ha sido una idea, un botón de autodestrucción que Phoebe nunca olvidó que estaba ahí, incluso en sus momentos más felices. ¿Y de dónde viene esta tristeza? ¿Se la transmitió su padre como una enfermedad de la sangre?

—Por favor —suplica la novia—. Por favor, no hagas esto aquí.

Pero tiene que hacerlo. Este es el único lugar que le parece correcto: un hotel de cinco estrellas a miles de kilómetros de casa, lleno de extraños ricos que no se sentirán mal por su muerte, y un personal tan bien entrenado que simplemente asentirán ante su cadáver y luego lo trasladarán en silencio en el ascensor de servicio por la mañana.

Pero aquí está la novia, que ya se siente mal.

—Por favor —vuelve a decir la novia, como una niña, y a Phoebe se le ocurre que eso es lo que es. Veintiséis años. ¿Veintiocho, tal vez? Una niña como lo eran ella y su marido cuando se casaron. La novia aún no entiende lo que significa estar casada. Compartir todo. Tener una sola cuenta bancaria. Orinar con la puerta abierta mientras le cuentas a tu marido una historia sobre pingüinos en el zoo. Y luego, un día, despertar completamente sola. Mirar atrás y ver tu vida entera como si hubiera sido un sueño y pensar: ¿Qué carajo pasó?

—¿Y tu marido? —intenta la novia, cuando ve el anillo de boda de Phoebe—. ¿Y tus hijos?

Phoebe ya no quiere dar más explicaciones. Le da un último pañuelo.

—Tómalo como un regalo de boda —sugiere Phoebe—. Espero que ustedes dos sean muy felices.

Se abren las puertas. Es el último piso. Phoebe por fin llegó. Pero, por supuesto, no importa dónde esté. Puede estar en el último piso, junto al océano, o en el pequeño dormitorio de su casa. No existe tal cosa como un lugar feliz. Porque cuando eres feliz, cualquier lugar es un lugar feliz.

Y cuando estás triste, todos los lugares son tristes. Cuando se tomaron esas espantosas vacaciones en los Ozarks, eran tan felices que se reían de cualquier cosa. Y las toallas eran de tan mala calidad y tan cortas, pero no importaba, porque dejaban ver las piernas futboleras de su marido hasta el muslo. “Me estás escandalizando”, decía ella.

—¡Lila! —grita Rodete Alto desde el final del pasillo.

No hay escapatoria para ninguna de los dos. La novia se alisa el vestido, se prepara para volver a ser la novia, pero entonces ve un punto rojo en el dobladillo.

—¿Es sangre? —le pregunta a Phoebe.

El vestido está arruinado. Las dos lo saben. Son dos mujeres que han sangrado en su ropa interior durante la mayor parte de sus vidas, y saben que no hay forma de salvarlo. Pero la novia respira hondo cuando se acercan Rodete Alto y Almohada en Cuello y abre los brazos para saludarlas de nuevo. Phoebe se pregunta cuántas veces más tendrá que hacer esto la novia esta noche.

—¡Estamos en la misma planta! —exclama Rodete Alto, mientras Almohada en Cuello observa el corte en la mano de Lila, pero no dice nada. Son buenas damas de honor, y se niegan a señalar las cosas que afean a la novia.

—¿En qué habitación están? —pregunta Lila.

—El Gloucester —responde Rodete Alto—. ¿Se pronuncia así?

—Creo que se debes decir Gloster —acota Almohada en Cuello.

Phoebe empieza a caminar por el pasillo, dejando a la novia totalmente atrapada en la telaraña de su boda, la que se tejió de pequeña, soñando con este momento.

¿Se acordarán de ella Rodete Alto y Almohada en Cuello mañana por la mañana, después de que se hayan llevado su cuerpo? ¿Pensarán: La mujer muerta es aquella con la que te vimos en el ascensor? ¿O solo recordarán haber visto a la novia?

El vestíbulo se oscurece a medida que avanza, iluminado únicamente por un candelabro de cobre perfectamente colocado. Phoebe pasa junto a una alcoba con una máquina de hielo que le recuerda a otros hoteles, hoteles de menor nivel, del tipo de los que elegía en su vida anterior, cuando iba a congresos y daba charlas sobre las tramas matrimoniales del siglo XIX. También hay una máquina expendedora, pero está oculta tras una alta pared de pan de oro, como si fuera un acuerdo entre ricos. Es un hotel agradable. Si quieres hacer algo que no debes, por favor, hazlo en privado.

Dentro de la habitación, Phoebe cierra la puerta con traba. Le satisface el sonido metálico y agudo. Vuelve a estar sola. Apoya la espalda contra la puerta y, antes de admirar la vista del océano o las borlas doradas de las lámparas, baja la vista y se da cuenta de que aún tiene la bolsa con el regalo en la mano. Saca el vino de chocolate alemán. Una botellita de algo llamado Everybody Water, un agua embotellada muy costosa. Una vela servida a mano por la dama de honor, quienquiera que sea. Un paquete de cookies que se parecen a las Oreo lo máximo que permite la ley. Nunca volveré a comer una Oreo, piensa Phoebe. Y son estas pequeñas cosas las que no puede aceptar. El no volver a beber vino. No volver a sentir el dedo de su marido en la espalda. El cuerpo que siempre quiere ser un cuerpo.

Abre el vino de chocolate alemán y bebe un sorbo. La novia tiene razón. Es mejor de lo que hubiera creído.

—En el Cornwall, podemos ir a navegar en un ganador de la America’s Cup —le dijo Phoebe a su marido, Matt.

—Podemos alquilar un coche antiguo y dar vueltas como un par de imbéciles —agregó Matt.

Era enero de hace dos años. Estaban en la cama, mirando en Internet, tratando de planear unas buenas vacaciones, algo que Phoebe y Matt decidieron que necesitaban después de su última visita a la clínica de fertilidad. Los embriones habían sido malos, todo había sido una pérdida de tiempo y dinero, y Phoebe había abortado, aunque el médico nunca lo diría con esa palabra. Dijo: “Fue un embarazo no viable” y “Sugeriría que no te embarcaras en un sexto ciclo en este momento”, y durante todo el viaje de vuelta a casa, Phoebe no podía dejar de sentir que su cuerpo no tenía nada que ver con ella. Su cuerpo no era más que un trozo de tierra, como los campos de soja sobreexplotados a lo largo de la autopista. Phoebe bebió whisky por primera vez en meses y Matt se quedó mirando la luna por la ventanilla hasta que dijo: “Vayamos a algún sitio divertido en las vacaciones de primavera”.

Ahí fue cuando Phoebe recordó el hotel victoriano de la revista. Encontró el Cornwall Inn en Internet.

—Mira, podemos sentarnos en el jacuzzi mirando al mar —dijo Phoebe.

—Podemos aspirarnos unas ostras y coordinar para reírnos exactamente al mismo tiempo —añadió, y se sintió bien al hacer esta lista de cosas nuevas que de repente querían hacer juntos.

Al final, Matt se durmió, pero el cuerpo de Phoebe seguía demasiado inestable para dormir. Seguía sangrando. Se quedó despierta mirando el hotel, analizando las habitaciones y las excursiones; había tantas excursiones entre las que elegir. Podían hacer paddleboard con focas. Hacer un “viaje acuático” en un balneario cercano. Visitar la casa de Edith Wharton en una caminata por los acantilados. Hacer yoga junto al océano, aunque nunca lo había practicado. Pero le gustaba la idea de convertirse en una mujer que hiciera yoga junto al mar.

Armó una detallada hoja de cálculo con las excursiones, porque era investigadora de profesión. Llevaba una larga lista de todos los libros que había leído y las frases favoritas que había tomado de ellos. Escribió una tesis en la que daba cuenta de todas las caminatas que dio Jane Eyre en la novela de Brontë. Llegó a dominar el alemán en un año y el inglés medio al siguiente. Y después de tener sexo con su marido, siempre quería profundizar más en este tema, como: ¿Cuándo se usó por primera vez la palabra cunt en la lengua inglesa? Y Matt se reía y decía: “Shakespeare, ¿no te parece?”, y Phoebe continuaba: “Apuesto a que fue Chaucer”. Y entonces ambos lo buscaban y se enteraban de que doscientos años antes de Chaucer, había una calle en Oxford llamada Gropecunt Lane.

Le encantaba que Matt la malcriara. Eran muy parecidos. Él también era investigador, aunque nunca lo diría. Era filósofo. Leía libros los viernes por la noche y sobreanalizaba publicidades con ella, y se sumergía con ella en largos debates acerca de cómo debían llamar a sus partes íntimas durante el sexo, aunque lo único en lo que estaban de acuerdo era en que nunca las llamarían partes íntimas.

Pero cuando Phoebe le enseñó la hoja de cálculo a la mañana siguiente, Matt dijo: “¿Has hecho una hoja de cálculo de la diversión?”, de la misma forma que una vez dijo: “¿Has hecho una hoja de cálculo del sexo?”. Y sí. Phoebe tenía treinta y ocho años. Ya no podían permitirse el sexo casual si querían tener un bebé. Pero cuando llegaba el momento del sexo, él la miraba desde el otro lado de la cama como diciendo: “OK, ¿estamos en fecha?”, y ella lo miraba como si él no fuera nada, solo el jarrón de la mesita de apoyo.

—¿De verdad esperas que me crea que la gente se va de vacaciones sin antes hacer una hoja de cálculo de la diversión disponible? —preguntó Phoebe.

Era una broma, pero él no se la tomó como tal, así que no pareció una broma. Se limitó a mirarla como si estuviera decidiendo algo que tenía que ver con ella. Una mirada corta, pero su marido no necesitaba mucho para llegar a una conclusión. Su marido era un lector de textos cuidadoso y astuto. Una vez escribió un artículo de treinta y cuatro páginas sobre una sola palabra de Platón.

—Seguro que es genial —le dijo, y se despidió de ella con un beso.

Matt no era el hombre más guapo del mundo, pero lo había sido para ella. Y parecía que se estaba poniendo más buen mozo con la edad. Las canas que se iban apoderando de su pelo castaño, la sonrisa que la desarmaba. Su marido todavía podía salir al mundo y tener hijos sin ella (era algo que pensaba cada vez que salía de casa rumbo al trabajo. Se preguntaba si él también lo pensaría).

—Te veo a la noche —le dijo Phoebe y se fueron a dar clases a la misma universidad en dos autos separados. Ella daba literatura y él, filosofía. Se comió una barrita de cereales en su escritorio. Se fue a una reunión y pasó por delante del gigantesco despacho de Bob, el premio consuelo por tener que ser jefe de departamento. Estaba escuchando un cuarteto de cuerda lo bastante alto como para que ella lo oyera.

—Hola —le dijo él, impostando un fuerte acento británico. Phoebe subió las escaleras, pasó frente a la puerta de su marido, que estaba abierta, pero no del todo, porque estaba con una estudiante. Una morocha. Una chica. Siempre dejaba la puerta abierta si había una chica en su despacho, incluso si lo único que hacía era escucharla describir su relación con la Biblia.

—Nunca me di cuenta de que se podía leer como si fuera un libro —decía la chica—. Nunca entendí que seres humanos de verdad escribieran la Biblia. Creía que la había escrito Dios. ¿Es una estupidez eso?

—No es ninguna estupidez —le aseguró el marido de Phoebe.

Después, Phoebe fue a la reunión del Comité de la Sala de Profesores Adjuntos, formado en su totalidad por hombres con apodos monosilábicos que de alguna manera pasaban por nombres profesionales. Jack. Jeff. Stan. Russ. Vince. Mike. Phoebe era la única mujer y la única adjunta, convocada para responder preguntas sobre cómo querrían una mujer y un adjunto que fuera este futuro espacio de oficinas.

—¿Phoebe? —preguntaba Mike—. ¿Qué te parece?

Era un embarazo inviable.

—¿Crees que las sillas deberían tener mesitas adosadas o no? Russ dice que las mesitas se ven muy industriales —dijo—. Queremos que te sientas como en casa. Pero las mesitas eliminan la necesidad de mesas de café.

A los hombres de éxito de todo el mundo siempre se les festeja su capacidad de eliminar algo para dejar más espacio para otra cosa. Como los tres pólipos que le extirpó del útero la doctora Barr para hacer espacio para sus futuros hijos.

—Me parece que van a quedar mejor las mesas de café de verdad —dijo Phoebe. Y todos se fueron a casa, los hombres con sus esposas y Phoebe con su marido. Pero él aún no había llegado.

Voy a tomar algo con unos compañeros del trabajo. Ese era el mensaje que le mandó.

Se sirvió un poco de vino que había sobrado y se preguntó quiénes serían esos compañeros. No podía preguntar, porque sabía que quedaría como controladora, y ella se esforzaba mucho por no serlo, sobre todo en esta delicada etapa de su matrimonio. Se esforzaba por que no le importara un carajo el modo en que estaba perdiendo a su marido, pero ¿por qué? Claro que le importaba. Era su marido.

¿Estaría tomando algo con Bob? Bob guardaba una botella en su escritorio, como hacen los profesores en las películas sobre profesores. Pero ella sabía que a su marido no le gustaba tanto beber con Bob. “El hombre bebe para destruirse”, dijo una noche, cuando volvió de una fiesta en la facultad que se alargó demasiado, sobre todo por culpa de Bob.

A veces toma algo con Rick o Adam o Paula de su departamento. ¿Quizás Mia? Aunque desde que Mia y Tom habían tenido un bebé hacía nueve meses, Mia aún no había vuelto al mundo. Y Matt la habría invitado si hubiera ido con Mia, porque Mia era la mejor amiga de Phoebe en el trabajo, si es que a la gente se le permitía tener mejores amigos en el trabajo. Phoebe nunca estaba segura. Pero se habían vuelto bastante cercanas en sus oficinas contiguas, y aún más después de que el marido de Mia intentara suicidarse hacía dos años. Phoebe se había propuesto invitar a Mia y a Tom a cenar casi todos los fines de semana, porque Mia se empeñaba en hablar con Phoebe cuando muchos de los otros profesores titulares no lo hacían. En esas cenas, Tom hablaba de todas las cosas que estaba haciendo para sentirse mejor: meditaba tres veces al día y se suscribía a revistas de senderismo y dejaba de comer azúcar refinado porque era su disparador, algo que les explicó una noche cuando le ofrecieron pastel. Tom necesitaba ser honesto y abierto sobre su depresión, porque avergonzarse de su depresión solo lo deprimía más. Todos estuvieron de acuerdo, lo entendían perfectamente, y aun así Phoebe y Matt no pudieron evitar intercambiar miradas después de que se fueran Mia y Tom.

—No sé qué puede ser lo que tenga a Tom tan deprimido. ¿No están intentando tener un bebé? Y Mia es preciosa —le había dicho Phoebe a Matt, porque así de segura estaba del amor de su marido por ella. Podía reconocerlo cuando otras mujeres eran más hermosas, había aprendido a una edad temprana que no era la mujer más atractiva del mundo. Lo había aceptado.

Pero esa noche, se bebió el vino y agregó información a su hoja de cálculo de la diversión y no se sentía bien. Tampoco se sentía divertida, que era lo que su marido le había pedido específicamente. “Tenemos que divertirnos”, le había dicho. Y tenía razón. Ya se reían más. Apenas dormían juntos. Era difícil, con su cuerpo siempre sintiéndose tan mal. Pero ella quería hacer algo por él. Algo que nunca había hecho. Algo divertido.

“Cuando llegues a casa, te voy a sacar la leche”, le escribió a su marido en el móvil. Pero solo con mirar la frase sacar la leche se puso nerviosa. Así que la borró, escribió “hacer eyacular”, y luego volvió a poner “sacar la leche”, porque no sabía si era mejor ser correcta o divertida, y ¿por qué le parecía que siempre tenía que elegir entre las dos cosas?

CUANDO MATT VOLVÍA a casa después de ir a beber, venía con champán. Rara vez compraba champán. Cuando lo hacía, se sentía obligado a bromear al respecto.

—He ido de caza y nos he traído champán —dijo.

—¿Estamos celebrando algo? —preguntó Phoebe—. ¿O solo estamos bebiendo champán?

Lo vio ir a buscar dos copas. Esperó a que dijera algo sobre su mensaje, pero no dijo nada. ¿Se lo había enviado a la persona equivocada? Levantó el teléfono, pero no, ahí estaba el mensaje, colgando torpemente al final de la conversación.

—Estamos de celebración —dijo—. Tengo novedades.

Nunca llegaban a casa del trabajo con novedades reales. El trabajo era siempre lo mismo. Era bueno o malo u ocupado o simplemente OK. Los estudiantes eran perezosos o entusiastas o inspiradores o deprimentes. Escribían mal los nombres de personajes históricos o hacían comparaciones básicas entre Virginia Woolf y el cubismo. Se perdían el parcial porque se les había vuelto a morir la abuela (¡tan de repente y por la noche!) o estaban listos para salir, blandiendo los lápices.

—¿Cuáles son las novedades? —preguntó ella.

La botella de champán se erguía sobre la encimera como un dios verde. Odiaba esta mala sensación en el estómago. Esta suposición de que lo que eran buenas noticias para su marido no podían ser buenas para ella.

—Me he enterado de que me han otorgado el premio Landers al Académico del Año —dijo. Su marido hizo girar el corcho y se oyó un fuerte disparo en toda la habitación.

—Oh, guau —dijo Phoebe.

¿Cómo celebraba la gente? Phoebe recordaba haber lanzado confeti al aire en Año Nuevo. Se acordaba de hacer yip-yip-yip en lo alto del cañón de Arkansas. Pero, en general, estaban bastante fuera de práctica.

—No lo puedo creer todavía —dijo.

Phoebe sí podía creerlo: sabía que en algún momento ganaría el premio. La facultad era muy pequeña y el premio se lo daban a la mayoría de los profesores si permanecían allí el tiempo suficiente, aunque a Phoebe nunca le ocurriría, porque los adjuntos no recibían premios. Tampoco tenían coberturas médicas, a pesar de que ella hacía exactamente el mismo trabajo que su marido, un profesor titular de filosofía con un seguro médico que cubría las visitas de su gato al dentista. Y eso estaba bien entonces, porque estaban casados y tenían suficiente amor y dinero entre los dos para comprarse una casa y hacer las cosas que hace la gente que acaba de comprarse una casa, como sembrar un jardín y renovar la cocina con una losa de cuarcita y hacer seis embriones en un laboratorio.

Pero no se sentía bien cuando su marido ganaba premios. Ni cuando estaban en un acto de la facultad y alguien le sugería que solicitara el nuevo puesto de titular en Filología Inglesa. Qué oportunidad, qué momento oportuno para que muriera Jack Hayes. Pero ella sabía que no la considerarían. Solo había publicado una vez desde su graduación, y eso no era suficiente. Era Matt quien tenía que decir las cosas que Phoebe no podía, como “Phoebe está trabajando en su libro todavía”, y luego le preguntaban de qué trataba y se daba cuenta de que no podía describirlo. Dijo algo sobre los espacios domésticos en Jane Eyre. Algo sobre la cultura ambulante de la época victoriana. ¿Sobre el feminismo? Ya no lo sabía. Ahora todo aquello la aburría. Cada vez que abría su tesis en el ordenador, se sentía como si se sentara a tomar un café con un antiguo novio del que no se imaginaba que volvería a estar enamorada.

—Felicitaciones —le dijo Phoebe a su marido—. Es genial.

Phoebe sonrió y besó a Matt en la mejilla. Le apretó el brazo como si fuera a violarlo más tarde, y tal vez lo haría. Tal vez él había visto el mensaje y la llevaría a la planta alta y esta noche sería la noche en que todo cambiaría, cuando ella se inclinaría sobre la cama mientras él la tomaba por detrás. O quizá lo harían cara a cara, mirándose a los ojos, como cuando se enamoraron por primera vez.

—Tendré que dar un discurso en la cena de entrega de premios en febrero —le dijo su marido.

—¿Es algo malo dar un discurso?

Si Phoebe tuviera que dar un discurso en febrero, eso sería muy malo. Phoebe empezaba a odiar tener que pararse cada día delante de sus alumnos, todos ellos esperando en silencio a que demostrara lo que sabía. ¿Acaso no lo había demostrado ayer? ¿Y anteayer? ¿Por qué tenía que levantarse todos los días para demostrar sus conocimientos si no parecía importar cuántas veces lo hiciera? Al final de la hora, estaba agotada, y no se sentía mejor hasta que llegaba a casa, y se tomaba una copa de vino.

—Dar un discurso es genial —dijo Matt—. Necesitamos cosas que nos den ilusión.

Y tenía razón. No tenían nada que les diera ilusión, que era todo el punto de planificar las vacaciones.

—Toma —le dijo mientras le ofrecía una copa de champán. Era delgada y frágil. Se puso nerviosa con solo sostenerla—. Sé que realmente no significa nada para un ascenso, pero tiene que ayudar al menos un poco.

El objetivo de su marido antes era casarse con ella y formar una familia. Ahora se concentraba mucho en un ascenso.

—Por supuesto —dijo ella—. Todo ayuda.

—Salud.

Ella bebió.

—Este champán es bueno —dijo él.

Ella no pudo evitar notar que, en la historia de la vida de su marido, él nunca había comprado un champán malo.

—Lo es —dijo ella. Le encantaba el primer sorbo de champán. El primer sorbo siempre la devolvía a la vida. Al parque donde hicieron su primer brindis como matrimonio. A los cálidos balcones nevados en Año Nuevo. Pero el segundo y el tercer sorbo eran siempre tan secos que volvían a matarla—. Sí que es bueno.

Su marido... qué gran académico. Y los estudiantes lo adoraban. Siempre estaban reunidos fuera de su despacho. En sus ojos resplandecía la adoración. En ellos se leía: “Es un genio, y ni siquiera se manda la parte”. Y era verdad. Sabía mucho. Hablaba tres idiomas y podía mantener una larga conversación sobre cualquier tema, desde la cultura de la bebida en la antigua Grecia hasta la política local de St. Louis, pasando por el problema del dopaje en los Juegos Olímpicos o la especie de pájaro que había en su comedero. Su inteligencia fue una de las razones por las que se enamoró de él. Pero resultaba molesto ver cómo las jóvenes la adoraban, porque nadie adoraba a la suya. La gente se sorprendía o la desaprobaba. Ni siquiera Bob era ya un fan.

—¿Sabes cuál es tu problema, Phoebe? —le había preguntado Bob unos días antes. Ahora Bob era técnicamente su colega, ya no era su asesor de tesis, ya no tenía que preocuparse por su historial de publicaciones. Pero lo hacía. Y Phoebe lo entendía. Phoebe también estaba preocupada. Habían pasado diez años desde que se graduó y ella seguía aquí, en la misma universidad, recorriendo los mismos pasillos académicos, enseñando como adjunta, sin haber avanzado nunca como los demás de su camada, sin haber podido convertir su tesis en un libro de verdad. No sabía cuál era el problema y odiaba las ganas que tenía de que Bob se lo dijera. ¿Cuánto tiempo de su vida había pasado en esa misma actitud, esperando que alguien decidiera algo concluyente sobre ella? Ese era su problema, lo sabía. Pero Bob dijo:

—Piensas demasiado. —Y eso la sorprendió de verdad. ¿No era eso bueno? ¿No era esa la razón de ser de un académico?

 

 

NO FUE HASTA más tarde en la cama que Matt vio el texto.

—Oh, mierda —dijo—. No lo había visto. Lo siento.

Se disculpó, pero no llegó a tocarla. Ella estaba tan avergonzada que cambió de tema.

—Deberíamos reservar el Cornwall —dijo Phoebe.

—¿Qué? —preguntó Matt.

—El hotel. Para las vacaciones de primavera. El Cornwall.

—¿Era el caro?

—Muy caro.

—¿Caro como rehipotecar la casa?

—Como ochocientos por noche

—Eso es... demasiado, Phoebe.

¿Pero no se trataba de eso? ¿Ser demasiado? ¿Ser imprudente? ¿Ser extravagante? ¿Hacer lo que les diera la puta gana porque, si no podían tener hijos, al menos podían divertirse gastando la cuenta de ahorros que Phoebe había abierto diez años atrás para sus hijos?

Era lo que Phoebe necesitaba. Pero podía sentir que él ya no. Él hoy había cambiado. Había ganado un premio. Tenía algo divertido que le daba ilusión y ni siquiera había tenido que comprarlo. Se lo había ganado, y qué bien debía sentirse, de maravilla, al haberse ganado de nuevo un lugar digno en el mundo.

—¿Por qué no vamos a los Ozarks? —dijo Matt—. Siempre nos gustó.

Phoebe se quedó mirando al techo oscuro. La invadió una sensación de pánico, como cuando era niña, y se perdía en el supermercado, miraba a su alrededor y se daba cuenta de que todo el mundo se parecía a su padre. Todos llevaban los mismos vaqueros.

—No —dijo Phoebe.

Siempre iban a los Ozarks. Pasaron la luna de miel en los Ozarks y se iban de vacaciones de primavera a los Ozarks, y las caminatas eran algo hermoso que la hacían sentir tan contenta a Phoebe como para disfrutar del happy hour nocturno. Phoebe siempre había sentido que la diversión había que ganársela, que sus vacaciones también debían ser un trabajo, algo que requería mucho equipamiento.

Pero Phoebe estaba cansada de trabajar. Ahora toda su vida le parecía trabajosa. Incluso las cosas que antes eran las más divertidas, como leer en el verano o tener orgasmos durante el sexo o conversar con su marido en la cena. Ahora le parecían cosas en las que tenía que ser muy buena, para demostrar que todo seguía siendo normal. Que incluso sin un bebé serían felices. E incluso sin un libro, los diez años que había pasado intentando escribirlo habían valido la pena. Porque se le estaba haciendo cada vez más difícil creérselo. Casi todas las noches, hacía un repaso de toda su investigación, de todas las hojas de cálculo, de todas sus anotaciones, sus documentos y sus inyecciones y pensaba: ¿Pero qué carajo hice?

—Los Ozarks son para familias —le dijo Phoebe a Matt.

Estaban llenos de niños que volaban cometas. Padres y madres que usaban sombreros iguales y paseaban por el bosque comiendo helados con banderas de Estados Unidos.

—Nosotros somos una familia —dijo Matt.

—Pero no tenemos una familia.

—Tenemos a Harry.