Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Sobre "No me digas que no. Diario secreto de un policía de Internet" ha dicho Teodoro Boot: "El texto que presentamos pertenece a un investigador civil en su momento contratado por la Policía Federal Argentina. Llegó a mis manos en el transcurso de una encuesta de Naciones Unidas acerca de la intromisión de los organismos estatales en la vida privada de los ciudadanos y fue recién con este hallazgo que se pudo comprobar hasta dónde eran capaces de llegar los detectives argentinos en tren de meter las narices en lo que no deben. Literalmente, a Japón. Para obtenerlo fue necesaria una orden directa del entonces secretario general de la ONU, el honorable doctor Kofi Atta Annan, pero aun así resultó arduo vencer la reticencia del comisario mayor, actualmente retirado, Esteban Sagasti, evidenciada en infantiles trampitas, dilaciones absurdas, llamadas telefónicas a horas inconvenientes, mensajes amenazantes en mi correo electrónico y la extemporánea visita de un médico de aspecto atormentado que me expidió un certificado por enfermedad por tres días para ser presentado ante la Asamblea General, que en ningún momento yo había solicitado". Lo cierto es que "No me digas que no" es una novela de personajes delirantes y eróticos que se asemeja mucho (demasiado) con la realidad.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 318
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
No me digas que no
Diario secreto de un policía de Internet
Teodoro Boot
Colección Imaginerías
La editorial y sus autores reciben
mensajes de texto de los lectores
a través de Whatsapp al
54 11 25677388
No me digas que no
Teodoro Boot
Boot, Teodoro
No me digas que no : diario secreto de un policía de Internet / Teodoro Boot. - 1a ed. - : Daniel Adolfo Sorín, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-88-0824-6
1. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
© 2021, Al Fondo a la Derecha Ediciones
José Cubas 3471 (C1419), Buenos Aires, Argentina.
www.alfondoaladerecha.com.ar
© 2021, Teodoro Boot
Diseño de tapa e interior:
Al Fondo a la Derecha Ediciones
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723.
Contratapa
Teodoro Boot es, sin dudas, uno de los narradores contemporáneos más originales. La suya es una singularidad que apresa, que urde la palabra precisa; la exacta fidelidad que requieren sus subyugantes imágenes.
No me digas que no es delirante, pero de un delirio que apenas quiere esconder reveladores e inquietantes vínculos con la realidad. No me digas que no es suburbana, sudaca, rioplatense, porteña. Universal.
Advertencia
Este, por decirle de alguna manera, “diario” que aquí presentamos pertenece a un investigador civil —al menos así pude deducirse— contratado por la Policía Federal Argentina. Llegó a mis manos en el transcurso de una encuesta de Naciones Unidas sobre la intromisión de organismos estatales en las vidas privadas de los ciudadanos, pero fue recién con el hallazgo de este diario que fue posible comprobar hasta dónde eran capaces de llegar los detectives argentinos en tren de meter las narices donde no deben.
Literalmente, a Japón.
Para obtenerlo, fue necesaria una orden directa del entonces secretario general de Naciones Unidas, el honorable Dr. Kofi Atta Annan, pero aun así resultó arduo vencer la resistencia del entonces comisario mayor Esteban Sagasti, actualmente retirado, que se evidenciaba en infantiles trampitas, dilaciones absurdas, llamadas telefónicas a las cuatro de la mañana, mensajes amenazantes en mi correo electrónico y la extemporánea visita de un médico de aspecto atormentado que me expidió —“a pedido de un amigo”— un certificado de enfermedad por tres días para ser presentado ante la Asamblea General, que en ningún momento yo había solicitado.
El comisario mayor Sagasti era un hombre muy raro, al que si costaba imaginar policía, resultaba extravagante concebirlo a la cabeza de esa severa institución. De todos modos, no corresponde hablar de él, ni de ninguna otra persona que pudiera llegar a entablarnos una demanda.
Por ese y otros motivos dudé mucho antes de revelar el contenido del misterioso cuaderno Laprida tapa dura, forrado con papel araña azul, que tan celosamente Sagasti guardaba en la caja fuerte de su despacho. Si ahora lo doy a conocer es en la creencia de que ha transcurrido ya bastante tiempo desde que tuvieran lugar los incidentes que aquí se narran y seguro de que su conocimiento público habrá de constituir un aporte de importancia para la vida democrática del país.
A modo de advertencia, cabe decir que lo que, de no mediar mayores interferencias y amenazas más severas, aquí será reproducido es una trascripción casi textual del contenido del cuaderno, habiéndome limitado a expurgar insultos y palabrotas fuera de lugar y contexto, y sin destinatarios precisos, o al menos debidamente identificados, que surgen inopinadamente en medio de una oración con la que, por otra parte, no se relacionan en lo más mínimo.
Tampoco “actualicé” términos informáticos ni procedimientos de navegación, hoy seguramente obsoletos. Ocurre que el cuaderno fue escrito en épocas previas a la banda ancha, y en tren de verosimilitud, en todo cuanto no agravie gratuitamente a alguna persona, corresponde conservar la redacción original. En todo caso, será de utilidad para que se compruebe que existía vida en el planeta Tierra antes de la invención de la banda ancha.
No he eliminado ni alterado ningún nombre propio; mucho menos el del autor, a quien no he podido identificar y en consecuencia permanece en un anonimato que no correspondería llamar absoluto, pues desde un primer momento nos ha revelado tanto su apodo familiar como su alias más usado.
Tampoco ha sido posible identificar al misterioso Dr. Mínimo al que fue dedicado el diario. Aunque cabe sospechar que se trate de un especialista en enfermedades mentales o acaso en alteraciones endocrinológicas, solo podemos estar seguros de que no se refiere, definitivamente, al malogrado escritor, filósofo, psiquiatra y pensador Samuel Libermann, quien, como es de público conocimiento, ha sido recluido por orden judicial en una casa de salud especializada en adicciones.
T.B.
Al inolvidable Dr. Mínimo
1
¡Hola! Soy Tito. ¿Qué hora es ahí?
Querido diario:
Reúno todas las condiciones requeridas a un oficial: audacia, intuición, capacidad deductiva, sangre fría, aceptable dominio del inglés, amplios conocimientos en computación. Pero jamás podré pasar de patrullero: soy un PCBC.
Personal Civil Bajo Contrato, la casta más baja de la Policía Federal.
El subcomisario Iraola dijo que todavía estaba en edad de convertirme en efectivo, pero era imprescindible que bajara de peso.
—Tenés que hacer régimen. Y mucho ejercicio.
Asentí en agradecido silencio. Nunca estuve muy seguro de que la explicación familiar fuera la más conveniente: “Pirulo no es gordo; tiene un trastorno glandular”.
Me hacía sentir un mutante, un error de la naturaleza.
Todos parecían creerlo así. No los culpo. Cualquiera que observara a nuestro esbelto grupo familiar posando para una foto hubiera pensado en mí como en una mascota de otra especie.
El dinosaurio de los Picapiedras.
Lo peor eran las precisiones. “Sufre de la tiroides”, “La hipófisis le nació perezosa”, “No le bajaron los testículos”.
Esta última despertaba increíbles fantasías y no faltaba el audaz que pretendiera verificarlo. A veces —no siempre, porque no era amante de exhibir la vergüenza familiar en público—, al tiempo que ofrecía otra ronda de aceitunas a las visitas, mi madre me hacía bajar los pantalones.
“¡Pobrecito...!”
Sospecho que todo estuvo siempre en su lugar, pero lo confirmé recién en la adolescencia, gracias al doctor López Vázquez. Hasta entonces, me había regodeado en la cómoda posición de monstruo; no me sentía responsable de nada. Pero el doctor López Vázquez dio su diagnóstico definitivo:
—¡Es un gordo de mierda!
No era dietista. Era el esposo de la señora López Vázquez.
“¡Hola! Soy Tito. ¿Me pueden decir qué hora es ahí?”
Así comienzo mis sesiones de chateo. A pesar de su obviedad, consultar la hora sigue siendo una fórmula infalible para establecer un primer contacto con un desconocido. También podría solicitar información sobre el estado del tiempo. Muchos lo hacen, y más de una vez consideré la posibilidad de que se trate de colegas buscando entrar en una conversación sin despertar sospechas. Pero imaginar que me acerco a un extraño para preguntarle si llueve me hace sentir ridículo, por lo que sigo confiando en la vieja fórmula de consultar la hora, en la Estrategia de la Aproximación Indirecta.
El general Liddlehard escribió un tratado al respecto, pero aplicado a la guerra. Se llama Estrategia de la Aproximación Indirecta.
Es posible encontrarlo en numerosos catálogos de la internet.
El inspector Salvides tiene un ejemplar en su despacho. Y lo consulta con frecuencia.
El tratado de Liddlehard es casi el manual de operaciones de la Brigada, aunque Salvides está trabajando en el tema. Planea superar a su maestro.
De todos modos, el concepto central será básicamente el mismo: no es conveniente ir en forma frontal sobre un sospechoso, como si estuviéramos en una comisaría.
Surge del más elemental sentido común, pero Salvides no se cansa de repetirlo. Es que no ha hecho toda su carrera en la División Computación. Y durante varios años prestó servicio en la Guardia de Infantería.
Como lo oyes.
Cada vez que detectamos un ilícito en internet el inspector se sale de la vaina por ponerle una mano encima a los delincuentes. Entonces se encierra en su despacho. Y relee a Liddlehard.
Fuera de Salvides y la oficial Quintana —efectivos regulares de la Policía Federal— todos los demás integrantes de la Brigada pertenecemos al PCBC, aunque estamos sujetos al mismo régimen que un policía corriente. Si nos place, hasta podemos llevar un arma, pero no obligadamente.
Por si no lo sabes, todos los policías deben llevar un arma, aun cuando no se encuentren de servicio. Lo dice la ley. Es una aberración de la cual están exentas las demás profesiones, en especial aquellas no sujetas a la excentricidad parlamentaria. Un plomero, por ejemplo, no pasea los domingos con su mujer, sus hijos, y una terraja. Si bien las cañerías suelen romperse en el momento más inesperado, los plomeros son personas sensatas, capaces de pensar que siempre habrá un colega de servicio para hacerse cargo de la emergencia.
Ni siquiera los médicos se creen en la obligación de comportarse como eternos ángeles de la guarda. Y muchos, al salir de vacaciones, quitan de sus autos la cruz verde con que se los identifica, entre otras cosas, para disculparles las infracciones de tránsito.
En una ocasión, histórica de por sí, papá nos había llevado de vacaciones a las sierras de Córdoba. Había en el hotel otro turista con quien mi padre, un tipo muy entrometido —calculo que de ahí le vino a mi hermano Rolo su temprana vocación de policía, pero de policía de verdad— trabó relación casi instantáneamente.
Tomaban mate por las tardes, al regreso de la excursión. Papá también lo convidaba con salame casero, comprado quién sabe dónde. Esa era una especialidad suya: comprar cosas raras en sitios que pasaban desapercibidos para la mayoría. La otra, entrometerse en los asuntos ajenos.
Lo primero que hizo fue preguntar a su nuevo amigo dónde trabajaba.
—Cajero de un banco en Cabildo y Lacroze —repuso este.
No creas que mi padre se conformaría con tan poco, pero el interrogatorio no siguió mucho más allá porque no sabía nada de bancos y jamás en su vida había pasado cerca de Cabildo y Lacroze. Salía de Boedo únicamente para dirigirse al trabajo.
Este era un asunto que en ese entonces nos avergonzaba mucho a todos: papá era empleado administrativo en el neurosiquiátrico José Tiburcio Borda.
No vale la pena demorarme en las estúpidas bromas de mis amigos. De todos modos yo ya tenía bastante conmigo mismo como para sentir alguna vergüenza por el trabajo de papá.
De Boedo a Barracas y de Barracas a Boedo. Si de mi padre dependía, Buenos Aires podría haber tenido cincuenta mil habitantes. Esto, y su absoluta ignorancia sobre los asuntos bancarios, sirvió para que dejara en paz a su nuevo amigo. De hecho, resultaba casi agradable y el hombre no lo rehuía tanto como las demás personas que habían tenido la mala ocurrencia de cruzar con él más de dos palabras. Fíjate, diario, que para el desayuno, el bancario y su familia se sentaban en una mesa cercana a la nuestra.
Como lo oyes.
Ocurrió justamente durante el desayuno: de pronto, mi hermana Elena da un grito, deja caer la taza de café con leche, se dobla en dos y se desploma sin conocimiento.
Antes de que cualquiera de nosotros alcanzara a reaccionar, el bancario había desprendido el pantalón de mi hermana y le palpaba el vientre con manos expertas. Por un momento, pensé que se disponía a violarla en medio del comedor del hotel, delante de la mirada azorada de mi entero grupo familiar.
—Rápido, llamen al hospital —dijo el hombre, muy seguro de sí—. Tiene una apendicitis aguda.
Luego habló con el residente de guardia, le explicó los síntomas y dio algunas instrucciones. A los pocos minutos llegó la ambulancia y en menos de tres horas Elena salía sana y salva de la mesa de operaciones.
—Había sido médico... —repetía mi boquiabierto padre.
Después elaboró una teoría. A su modo de ver, lo que había impulsado al doctor López Vázquez a quitar la cruz de su automóvil y fingirse un simple empleado bancario, era la modestia.
Pamplinas.
Si mi padre se hubiera enterado antes de la verdadera profesión del doctor López Vázquez habríamos acudido día y noche a consultarle pequeños síntomas, jamás lo suficientemente serios como para motivar un examen de rutina, pero al menos yo habría sabido, tal vez a tiempo, que mis testículos estaban en el lugar en que debían estar.
Llegado el caso —la Situación de Emergencia, como quien dice— el doctor López Vázquez se hizo cargo de ella, salvando a mi hermana de complicaciones mayores. Pero no la operó.
Si una ley del Congreso obligara a todos los médicos a llevar permanentemente un bisturí en el bolsillo el asunto hubiera terminado en una carnicería.
Eso es lo que ocurre con la policía.
Sin ir más lejos, mi hermano Rolo se desprende de su Browning 9 mm únicamente para calzarse una Beretta 6.35, más chata y pequeña. Y ya participó en varios tiroteos, todos fuera del horario de servicio. El primero tuvo lugar cuando tres papanatas subieron a un colectivo en horario pico para robar a los pasajeros. En un rapto de lucidez mi hermano calculó que el lugar resultaría inadecuado para proceder.
—Alguien podría terminar herido —dijo haber pensado.
Fue una de las pocas ocasiones en que llegó a construir un razonamiento casi normal.
El normal hubiera sido: si tres papanatas y un policía descontrolado se tirotean dentro de un colectivo repleto de pasajeros, alguien seguramente saldrá herido.
Sin embargo, aunque con defectos, mi hermano había hecho, por fin, una reflexión. Pero recordó que llevaba la Browning, su arma reglamentaria, propiedad del Estado. Usted puede extraviar casi cualquier cosa del Estado, desde centrales hidroeléctricas a millones de dólares, pero no sus armas. Eso desemboca inevitablemente en un Sumario Administrativo.
Se imaginan que los delincuentes no iban a dejar a mi hermano en poder de su arma reglamentaria. Un Sumario Administrativo significa bien poco para quien se pasa el día violando el Código Penal.
De manera que Rolo se puso de pie en el atestado colectivo, sacó la Browning y dijo: “¡Policía!”.
Ver para creer.
2
La creación de la Brigada Internet
Ilícito en activeworlds.com: sorprendí a seis usuarios cocinando una torta con cannabis. No me pareció que entrar preguntando la hora daría resultados positivos. Escuché en silencio y tomé nota.
En la jerga de Salvides “tomar nota” equivale a guardar la información en el disco rígido.El chef era un tal Bob. Y, como Salvides, resultó un imbécil.
Rolo no es el único policía que va armado. También la oficial Quintana lleva un arma. En su cartera, junto a un revoltijo de cosméticos y disquetes. Y en muy pocas ocasiones viste uniforme. Es una pena.
¿Sabían que la chaqueta del uniforme de la policía femenina fue diseñada para realzar el busto? Lo juro.
Hay algo raro, definitivamente erótico en ese uniforme. Y no concierne solo la chaqueta, sino al conjunto, comenzando por las medias, de nailon azul.
Me gustaría saber si son enterizas, hasta la cintura o si la oficial Quintana usa liguero. Lo imagino también azul.
Desde ya, la página Web de la institución no dice nada al respecto. La hacemos acá, en la Brigada, como “tarea pasiva”. Pero la fiscaliza Salvides. Y después el subcomisario Iraola. Y así sucesivamente, hasta llegar al Jefe.
En la policía hay jefaturas casi para cualquier cosa, pero un único Jefe.
Iraola también es jefe, pero en minúsculas, de la División Computación, un destino rutinario, casi diría que insoportablemente aburrido para un tipo como él. Pero cuando le destrozaron la rodilla derecha de un escopetazo la opción era clara: computación o retiro.
Es un chiste.
Iraola cojea de la pierna derecha y hace bromas de doble sentido al respecto. En especial con los nuevos. Y con las chicas.
Las chicas fingen sonrojarse, echan una risita y se tapan la boca, pero todas piensan que Iraola es un pelotudo.
Así es la juventud. Cruel.
Todos los integrantes de la Brigada son jóvenes, casi adolescentes. Excepto yo. Y Salvides, que anda por los treinta. Le llevo más de cinco años, pero debo tratarlo como si fuera mi padre.
—¡Soy su superior! —brama Salvides cuando lo mando a paseo.
—Mi jefe —corrijo.
Salvides no entiende de sutilezas. Y queda conforme.
Llegó a jefe de Brigada por obra de un milagro escalafonario. No está a la altura de las circunstancias y la mayoría de las veces se muestra ansioso y confundido. Su presencia resulta frustrante para el subcomisario Iraola. La Brigada es Su Creación, y a veces el subcomisario se da una vuelta por nuestro piso y se sienta frente a una de las computadoras, “para desentumecer las tabas”, dice. Y navega un par de horas.
Iraola añora el trabajo investigativo y odia que una estúpida reglamentación interna lo haya condenado a pasar su carrera detrás de un escritorio de burócrata. Era un buen detective. En la División, los demás se alzan de hombros —ignoran todo cuanto se refiera a la vida anterior de Iraola— pero mi hermano Rolo, el único policía de verdad con quien tengo algún trato, acepta —de mala gana— que en sus buenos tiempos el subcomisario resolvió un par de casos.
Cuando viene de visita, Iraola ocupa la computadora contigua a la mía. Podría decirse que en ese momento somos compañeros de patrulla. Conversamos. Hay mucho tiempo para eso: hasta en aquellas ocasiones en que uno se encuentra bien encaminado, detrás de una pista, hay que esperar que bajen las imágenes. No saben lo tedioso que resulta. Entonces matamos el tiempo, conversando con el compañero. Con el partner, para que se entienda.
Puede sonar pretencioso de mi parte llamar así al jefe de la División Computación, pero el subcomisario y yo tenemos una relación especial. La Brigada será Su Creación, pero antes fue Mi Idea.
Surgió como lo hacen las cosas verdaderamente importantes: por obra de la casualidad. O de la desesperación.
Me habían dado ciento veinte discos para decodificar y clasificar, cada uno con seiscientos cincuenta millones de caracteres. Calculé que a razón de ocho horas diarias durante doscientos cuarenta días al año demoraría aproximadamente siete años en finalizar la tarea.
Imagínate, querido diario.
Presenté una queja.
—Es nuestra misión —dijo el inspector Gutiérrez, en aquel entonces mi jefe inmediato. Como no podía ser de otra manera, su cociente intelectual era apenas más alto que el de una gallina de Guinea. Ocultaba su ineptitud detrás de los galones.
—¡Sepan que estos huevos fritos —Gutiérrez se golpeaba las charreteras donde brillaban, impecables, sus flamantes insignias— no me los cagaron las palomas!
Un tipo muy extraño, con un sentido distorsionado de la realidad.
Ese día se apiadó de mí: compartía mi indignación.
—Comparto su indignación —dijo—, pero no se queje: los discos para decodificar no son ciento veinte, sino mil seiscientos treinta y dos. Todos aquí —eso era la sección— vamos a pasar los próximos siete años abocados día y noche a esa locura.
Y, con ánimo francamente suicida, agregó:
—Por culpa del boludo de Iraola.
Lo de “francamente suicida” viene a cuento porque el subcomisario estaba a menos de dos metros, a las espaldas de Gutiérrez. No le avisé —en realidad Gutiérrez nunca me había caído simpático— y jamás me lo perdonó.
Ahora rumia su inquina en una delegación patagónica.
Gutiérrez tenía algo de razón. En sus orígenes, la División Computación había sido planeada para informatizar el pago de salarios. Fíjate, querido diario, la importancia estratégica que le asignaba Jefatura que al momento de mi ingreso la mayor parte de mis compañeros de tareas eran sordomudos.
Era el fruto de un Convenio Altruista, parte de la campaña de imagen ideada por el nuevo Jefe. En el conmutador, por ejemplo, trabajaban un par de ciegos. Todos eran muy eficientes, pero constituían para Iraola un constante recordatorio de su propia discapacidad.
Decidió hacer algo al respecto. Y, de paso, ampliar su horizonte escalafonario. No éramos propiamente una división sino una brigada, aunque el resto del cuerpo policial nos conocía como “El cotolengo”.
Iraola presentó un proyecto asegurando que podríamos hacernos cargo de realizar pericias informáticas, lo que vino como anillo al dedo a la campaña publicitaria del Jefe, empeñado hasta la demencia en mejorar su imagen. Y deslumbró a los miembros del Poder Judicial, gente por naturaleza, muy impresionable.
Se aumentaron los recursos de personal y las partidas presupuestarias. Y el subcomisario Iraola logró ser, por fin, jefe de una División.
Hacía poco de esto y al momento de sorprender a Gutiérrez el subcomisario recorría ansioso los sectores de trabajo levantando la moral de la tropa con arengas sobre la alta responsabilidad informática que nos cabía en la lucha contra el delito.Una vez que liquidó a Gutiérrez me llamó a su despacho. Conmigo sería una cosita fácil: mi único vínculo con la institución era un endeble contrato. Un garabato de Iraola y estaría en la calle. Peor que eso: de nuevo en casa de Rolo.
—¿Por qué piensa —preguntó con suavidad el subcomisario, enfrentando las puntas de los dedos sobre el escritorio— que Nuestra Misión es una pérdida de tiempo?
En ese instante comprendí que me encontraba en poder de un sádico cuyo mayor placer consistiría en ablandarme a golpes, arrancarme las uñas y reventar mis esquivos testículos en vez de despacharme limpiamente, de un tiro en la nuca, como haría cualquier ejecutivo de una corporación civilizada. Iraola planeaba hacerme sufrir, obligarme a reptar como un gusano rogando piedad. Lo vi en sus ojos.
Pero me había dado un pie.
—Jamás cruzó semejante idea por mi cabeza, señor subcomisario. Fui malinterpretado por el inspector Gutiérrez.Iraola sonrió de costado, al borde mismo del orgasmo.
—¿Ah, sí?
—Sí. Creo, por el contrario, que no se da a esta División la importancia estratégica que merece ni se le permite desarrollar todo su potencial por culpa de un cúmulo de obligaciones burocráticas.
Iraola ya no sonreía.
—Prosiga.
—Tendríamos que hacer una página Web.
Si hubiera dicho Abracadabra el resultado no habría sido más extraordinario.
Iraola comenzó por fruncir el ceño: no había entendido ni jota. Rápidamente, antes de que fuera demasiado tarde, lo ilustré someramente acerca de internet. Y fuimos a un cibercafé. Sus ojos brillaban. Más tarde comprendí que su imaginación iba mucho más allá de donde yo me habría atrevido a llegar.
El Jefe con mayúsculas escuchó entusiasmado la idea de Iraola: que la Policía Federal tuviera una página Web era el colmo de la modernidad. Y se vio moralmente obligado a aceptar la segunda propuesta, a la que, erróneamente, calificó de complementaria. Al fin de cuentas, el subcomisario le estaba dando, respecto a su campaña de imagen, muchas más satisfacciones que la agencia de publicidad que el Jefe pagaba con fondos reservados del Ministerio de Interior.
Me tocó dar forma definitiva al proyecto. Y hacer la primera página Web: “Al servicio de la comunidad”.
Es el eslogan institucional, antiguo para mi gusto. Y muy poco original: cualquiera puede usarlo, desde una compañía de desinfección hasta un fabricante de cepillos de dientes. Yo hubiera preferido algo con más impacto. “Usted no está seguro hasta que nosotros llegamos”. “El crimen tiene los días contados”. “Vas a cantar mejor que en el Conservatorio Nacional”, “Donde ponemos el ojo ponemos la bala”. O un simple, pero efectivo y subliminal “En menos que canta un gallo”.
Pero soy un PCBC, el penúltimo escalón de la escala biológica, apenas por encima del resto de los mortales, los PCBV, Personal Civil Bajo Vigilancia.
La primera página Web fue un éxito. Hubo notas en los diarios y hasta salimos en televisión.
Nótese: salimos.
Iraola, el Jefe y yo. El Jefe robaba cámara, porque era El Jefe. Además, vestía uniforme de gala. La cabeza en forma de sandía del subcomisario Iraola asomaba sonriente detrás de la charretera derecha del Jefe.
Yo aparecí en un par de tomas. Hasta que el camarógrafo apartó su rostro del visor, levantó la cabeza y dijo:
—Che, que alguien corra a ese gordo de ahí.
Al cabo de cinco semanas habíamos completado la segunda parte del proyecto. Hicimos un modesto vino de honor al que también asistió el Jefe, esta vez sin uniforme de gala. Fue una ceremonia discreta, celebrada en la intimidad.
El subcomisario Iraola dijo unas palabras y el Jefe cortó la cinta azul y blanca que cruzaba la puerta del salón donde una docena de modernas VGA mostraba el logotipo de la Policía Federal.
Todos aplaudimos: la Brigada Internet había entrado en operaciones.
—Nosotros —suele decirme el subcomisario cuando operamos como compañeros de patrulla— somos, hoy por hoy, los únicos policías que realizamos una tarea verdaderamente detectivesca, investigativa. Todos los demás trabajan sobre la base de informantes. Por eso tantos casos quedan sin resolver.
3
Todo empezó con la torta de Bob
Ilícito en geocities.com: diagrama para la construcción de una bomba neutrónica. “Detónela sin miedo —dice—. Su computadora seguirá funcionando pero su suegra desaparecerá como por encanto”
¿Será un chiste?
Nunca estoy seguro. Y esto se ha convertido en un verdadero problema: la mayoría de las cosas me suenan a broma. Tengo un sentido del humor tan desarrollado que a veces pienso si no estará reemplazando a algún otro. Como los ciegos, que acrecientan hasta niveles inimaginables el tacto y el olfato.
Para Johnny, mi sentido faltante es el Sentido Común.
Esa sí es una broma, claro. Y me río.
Johnny es uno de los patrulleros jóvenes. Su verdadero nombre es Carlos Alberto, pero le decimos Johnny porque ese es el nickname que usa con más frecuencia.
A propósito, Salvides odia que digamos “nickname”.
—¡Alias! —aúlla— ¡Los delincuentes tienen alias!
Johnny se perforó el lóbulo de la oreja. Y lleva un arito con un diamante. Es auténtico. Mucho me temo que un día de estos un arrebatador lo deje como a Van Gogh.
La primera vez que salió a patrullar con el arito, Salvides tuvo un pico de presión. Le inició un sumario y amenazó con rescindir su contrato.“Falta grave al decoro”.
Consulté en Legales y, efectivamente, es causal de rescisión. Tuve que interceder ante Iraola.
El subcomisario captó la idea al instante.
—Salvides —dijo Iraola con la mal disimulada impaciencia con que un director de teatro puede dirigirse a un actor tartamudo—, estos muchachos son detectives, Salvides. Y están en una operación encubierta. ¿Entiende lo que eso quiere decir?
Salvides parpadeaba, sin atinar a una mínima defensa.
—Quiere decir —prosiguió el subcomisario— que no pueden andar por la internet pegando palazos como si irrumpieran en una manifestación opositora. Su misión es infiltrarse en el mundo del delito. ¿Comprende, Salvides? Pasar de-sa-per-ci-bi-dos.
Con esa compulsión al sadismo que le había adivinado durante nuestro primer tête a tête, Iraola había dejado abierta la puerta del despacho de Salvides, de manera que todos podíamos ver y escuchar lo que ahí sucedía.
Iraola se volvió y nos encañonó con su bastón.
—¡De ahora en más —gritó—, no quiero que ninguno de ustedes parezca, ni remotamente, un policía! No haremos fracasar una operación encubierta por el prurito estético de un pelotudo.
Tuve que dejarme crecer el pelo.
Siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Bob, preparé el pastel de cannabis. Absoluto fracaso.Bob es un enfermo. O tiene estragado el sentido del gusto. Suele suceder que los adictos únicamente obtengan placer de su compulsión: el resto del mundo les importa un comino. Pero lo de Bob era exagerado y su receta resultó horrible. Con la adecuada cantidad de esencia de vainilla podría haber sabido aceptablemente, pero Bob estaba muy ansioso y olvidó los pequeños detalles. Hubo que preparar de apuro un kilo de crema chantilly para disimular el gusto a mierda. Lo curioso es que no podíamos dejar de comer.
Cuando acabamos con la torta teníamos una sed de locos, por lo que también dimos cuenta de mi reserva de vino blanco y de un par de botellas de Grants. Todo esto tuvo la virtud de relajarnos un poco, crear un clima más distendido que el de la oficina, pero no lo suficiente como para que la oficial Quintana se desprendiera el corpiño. Íbamos bien encaminados, no crean, aunque en ningún momento mostramos apuro, como si el globo terráqueo hubiera disminuido su velocidad de rotación y todo funcionara en cámara lenta.
Me pareció que Janis Joplin era lo adecuado. Conservo un long play de vinilo, algo rayado por el uso y el maltrato. Contribuyó a “crear un clima”.
Cuando la oficial se libró del holgado sweater que usa durante las misiones operativas, pude comprobar que el efecto perturbador de sus pechos no era provocado por el diseño de la chaqueta policial. También que mis fantasías no estaban descaminadas: el soutien era azul marino.
Tomamos más tragos. Nadie mostraba urgencia ni planeaba saltar ya mismo sobre la oficial Quintana para arrancarle las pocas prendas que le quedaban. Al fin se derrumbó en el sillón, profundamente dormida.
Luego de unos minutos, Johnny y yo intercambiamos una mirada de complicidad. Y empezamos a reír. Todo nos parecía muy divertido. Johnny se puso de pie, se tambaleó hasta el sofá y durante un tiempo que, aun de habérmelo propuesto, en mi estado hubiera sido incapaz de precisar, permaneció observando a la oficial Quintana. Al fin se inclinó sobre ella y pasó las manos debajo de su espalda, buscando la presilla del corpiño. La oficial hipó.
Johnny se irguió lentamente y giró hacia mí. Tenía la cara y el torso cubiertos de pedacitos de la torta de Bob nadando en una baba de crema chantilly.
No podíamos parar de reír.
Después dormí a pata suelta, casi desmayado. Cuando desperté, la oficial Quintana había desaparecido.
Johnny planea darle un par de comprimidos del éxtasis que compró a un productor de Boston, Massachussets. Le ofrecieron la representación local. Está trabajando en eso.
—Hay que desacartonarla un poco —dijo—. Esto es ideal.
Puede ser, pero habrá que planificar muy bien el asunto. No creo que la oficial Quintana acepte una nueva invitación para tomar el té en mi casa.
4
Un deja vu en casa de Rolo
Disturbios en la Red Boquense. Un grupo de barrabravas de Tel Aviv solicita solidaridad internacional ante un caso claro de censura de prensa.
Estoy infiltrado en almaboquense.com desde hace un par de meses, bajo el alias de “Mayonesa”. Hasta el momento, no me contactaron para ningún ilícito, pero pude participar en algunos tumultos. Ahora se estaba planificando una avalancha. Di parte a Salvides.
Me miró bizqueando.
—¿Usted viene para decirme que las autoridades de la televisión estatal israelí levantaron la transmisión en directo de Fútbol de Primera?
Eso mismo acababa de decirle. No entiendo por qué Salvides tiene la costumbre de repetir cada una de mis palabras, pero bajo la forma interrogativa. Ese hombre está mal, muy mal.
—Dígame, Mayonesa —en eso de llamarme por un alias seguía estrictamente las instrucciones de Iraola, pero me pareció detectar un matiz irónico en su voz—, ¿qué propone que hagamos al respecto? ¿Sugiere acaso el retiro de embajadores para defender la libertad de expresión de Macaya Márquez?
Macaya Márquez era el conductor del programa censurado por el Estado de Israel, pero yo no había mencionado a Macaya Márquez.
—No se trata de la libertad de expresión, que en todo caso es un problema de Macaya Márquez —repuse, no muy seguro de lo que decía—, sino del derecho a la información de la hinchada de Tel Aviv.
—¿El derecho a la información de la hinchada de Tel Aviv?
Lo hacía de nuevo. ¿Ves lo que te digo, querido diario?
Asentí.
—Usted se me está volviendo un poquito subversivo, Mayonesa.
—Me limito a repetir los argumentos de los afectados, Señor.
Yo también podía mostrarme irónico. Salvides disimuló.
—Bien. ¿Y qué propone que hagamos en favor de los afectados?
Era una pregunta desconcertante.
—¿No se le ocurre nada, Mayonesa?
—Solo quería informarle —mi voz salió algo estrangulada—, que la red está al rojo vivo.
—¿La red está al rojo vivo?
¡Otra vez! Era como hablar con un eco.
—Vaya, Mayonesa. Siga patrullando.
—Como usted ordene, Señor.
Un incompetente.
La red boquense se vanagloria de ser la mitad más uno de internet. Eso no es verdad, desde luego, pero sus integrantes tienen un alto potencial de violencia. Definitivamente, Salvides no está a la altura de sus responsabilidades. Debo encontrar el modo de sacar el tema cuando Iraola haga su próximo patrullaje.
Por el momento, decidí seguir actuando como Mayonesa y sumarme a la avalancha. No bien me senté frente a mi computadora envié un correo personal al primer ministro israelí.
“¡¡¡Macaya para todos o para nadie, carajo!!!”.
La oficial Quintana no me dirigió la palabra en todo el día. Ni apartó la vista de la pantalla.
Mujeres.
A la noche pasé por lo de mi hermano Rolo. Fue su novia quien abrió la puerta.
—¿Qué hacé, gordito?
Ignoro de dónde saca sus novias. Probablemente de un catálogo de prostitutas de un puerto tercermundista impreso en papel de estraza. Ésta dice llamarse Marilín. Tiene una enorme y roja boca en forma de O. Es lo más parecido que vi en mi vida a una muñeca inflable.
Me atrae de una manera extraña, como un precipicio, por lo que trato de mantener entre nosotros una distancia prudencial. Pongamos, unos dos metros. No resulta fácil en lugares cerrados.
—Rolo se está dando un baño.
Me lo dijo echando el aliento casi dentro de mi boca. Huele a alcohol. Y siempre me toca. Debe estar al tanto de la versión familiar.
—Me gustaría ver que tenés ahí.
Cada vez que pretende hurgar en mi entrepierna, junto las rodillas y echo el culo hacia atrás, pero en esa oportunidad no fui lo bastante rápido. Para cuando alcancé a reaccionar, Marilín me sostenía como a un enorme y laxo palito helado.
—Puede aparecer Rolo —dije con la voz más estrangulada que nunca.
—No me digás que le tenés miedo, gordito.
Asentí con frenéticos cabeceos mientras con su mano libre ella tomaba una de las mías y la conducía hasta su sexo. Mis rodillas se aflojaron.
No hay prácticamente nadie que pueda con mi peso, a excepción de una grúa pórtico. Por más esfuerzos que hiciera Marilín por transformarse en una, le faltaba capacidad de tonelaje. La sentí retroceder, aunque sin soltarme, de manera que marché pesadamente detrás suyo, arrastrando los pies. Nada muy diferente al show que brindé en el casamiento de mi hermana Elena, una de las pocas veces que me atreví a salir a una pista de baile. En aquella oportunidad también bajo coacción, pero de carácter moral, porque Hilda López Vázquez era incapaz de una conducta tan zafia como la de Marilín, al menos en público.
Hilda López Vázquez era la esposa del doctor López Vázquez, el médico que en el imaginario familiar había salvado la vida de mi hermana durante nuestras únicas vacaciones en Córdoba, y en cualquier otra parte del planeta. Ambas circunstancias habían hecho del episodio un acontecimiento memorable y del doctor López Vázquez un personaje de leyenda.
Mi padre no iba a perder una oportunidad como el casamiento de su adorada hija para presentar a semejante eminencia médica a sus amistades y lo persiguió sin tregua hasta que fue finalmente Hilda, durante una tumultuosa visita de la familia en pleno, quien dio el resignado okey.
Ahorraré los pormenores de nuestra irrupción en lo de los López Vázquez. Bastaría con mencionar la exhibición de calistenia de Rolo, por iniciativa de mi padre, quien no sabía qué hacer para agradar a los López Vázquez.
Rolo cursaba el último año del secundario y ya mostraba su poderosa musculatura a través de una ceñida remera de algodón, y un notorio bulto en la entrepierna, del que, durante el ejercicio de circunvalación de brazos, Hilda López Vázquez apenas conseguía apartar la vista para vigilar mi acometida sobre la fuente de merengues.
Pero obtuvimos el “sí” tras el truco de magia con que nos deleitó papá.
Cuando lo vimos ponerse de pie y hacer la acostumbrada reverencia, mamá cerró los ojos y Elena se llevó una mano a la boca. Rolo no tuvo reflejo alguno: ya era insensible a cualquier emoción y mostraba sus bíceps, tríceps, gemelos y bultos varios a la azorada dueña de casa. Yo, preventivamente, levanté la fuente de merengues, de manera que cuando papá dijo “Hop” y tiró del extremo del mantel desparramando tazas, tetera, servilletas, un florero con jazmines y las masas secas que mamá había llevado para la ocasión, únicamente los merengues siguieron teniendo alguna utilidad.
Papá comenzó a balbucear disculpas hasta que Hilda López Vázquez dio el ansiado “sí” y todos marchamos felices de regreso a Boedo.Pero algo había ocurrido dentro de mi alegre cabecita impúber. Un cambio ligero, casi imperceptible, como si me encontrara ante una puerta entornada. Apenas debía empujarla con la punta de los dedos.
A veces tengo la impresión de que cada vez que abro una puerta me encuentro con una torta de crema volando hacia mí.
Esa noche, ya en el colectivo, sin sospechar las horribles consecuencias que tendría mi ingreso al complicado mundo de los adultos, comencé a imaginar a la señora López Vázquez en distintas posturas, aunque siempre llevando el liguero que había entrevisto en el momento en que la tetera caía en su regazo.
Dejé de pensar en el liguero recién en el casamiento de Elena. La señora López Vázquez llegó a la fiesta con un escotado vestido de satén. O seda. Era suave al tacto y me parecía palpar directamente su piel y cerré los ojos y la imaginé desnuda en mis brazos. Pero eso ocurrió después, cuando la fiesta estaba en plena animación, y mi padre ya había bailado con Elena, y con mamá y con la señora López Vázquez mientras yo vaciaba todas las botellas de cerveza que los mozos iban dejando en mi mesa, cuando no las arrebataba de la bandeja.
Aunque apenas había cumplido 15 años, ya era una deforme montaña de más de un metro ochenta de altura y 120 kilos de peso. Podría haberme delatado mi voz, que en ese entonces era todavía más atiplada que en la actualidad. Y mi pubis sonrosado, sin asomo de vello. Pero estaba de traje (lo que al margen de cubrir mis partes me otorgaba cierto halo de madurez) y balbuceaba incoherencias, arrastrando las palabras, por lo que los mozos no me trataban como a un niño sino como a un imbécil.