No quiero morir en Nueva York - Alberto Herrera - E-Book

No quiero morir en Nueva York E-Book

Alberto Herrera

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Beschreibung

En esta historia de intensa originalidad, escrita en una prosa electrizante, con clima de sueño que deviene en pesadilla y la poesía del caos, Alberto Herrera ha logrado reflejar el ritmo de Nueva York, sus luces y sus sombras. Monólogo sutil de un personaje profundamente argentino, viaje iniciático de salvación y de condena, en una época trágica en la que la "única tarea era sobrevivir", esta novela, que no puede ser contada y debe ser leída, irrumpe en el panorama de la narrativa con una estética diferente, que angustia y cautiva y evoca los relatos más altos del existencialismo.

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Alberto Herrera

No quiero morir en Nueva York

Herrera, Alberto

No quiero morir en Nueva York / Alberto Herrera. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2019.

Libro digital, EPUB - (Ficcionaria)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-590-1

1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Novela. I. Título.

CDD A863

©Libros del Zorzal, 2019

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

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Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com>

Índice

1 | 8

2 | 11

3 | 15

4 | 20

5 | 24

6 | 30

7 | 32

8 | 34

9 | 36

10 | 40

11 | 42

12 | 45

13 | 48

14 | 51

15 | 54

16 | 56

17 | 60

18 | 64

19 | 68

20 | 71

¡Vos sí que tenés suerte!, dentro de una semana te vas a Nueva York. La cara familiar, agria y familiar, del jefe de noticias incrustada entre mis ojos y la computadora, con voz alegre y fraterna descarga, a volumen moderado: ¡Vos sí que tenés suerte!, dentro de una semana te vas a Nueva York.

Borronear “érase una vez” es un necio comienzo en esta noche de diciembre, en la que asoman los primeros insomnios por el calor. Necio comienzo estimulado por la fatalidad de contar, porque para contar siempre hay una vez y un lugar. Y acaso arropar silencios.

Fue aquel tiempo. Tres días después del ocaso del verano aparecieron los cuervos, el cielo se enlutó y las estelas esporádicas por las que el sol asomaba no consentían a los habitantes fundar la memoria. Como si la historia fueran sucesos de otros, tiempo y espacio ajenos. El cielo no se desfondó, no hubo lluvia vendaval ni lluvia furia machacando sobre la gente. Fue sólo ennegrecer desde ese marzo de 1976.

Suspendidos los derechos de los trabajadores y la actividad política, intervenidos los sindicatos, la cgt y la Confederación General Económica, disuelto el Congreso, destituida la Corte Suprema de Justicia, censurados los medios de comunicación, clausurados los locales nocturnos y hasta reglamentado el corte de pelo para los hombres, sólo quedaba la ocultación.

La desmesura no podía ser explorada. Película parecida a otras, pero con enorme producción para lo siniestro. Lo esencial era invariable; apenas una semana y el ministro de Economía nos hacía saber la necesidad de contener la inflación, liquidar la especulación y estimular las inversiones extranjeras.

Sí, contar para justificar silencios tras un miedo ambiguo. Porque escribir cuando otros mejor lo hacen, desilusionar con lo que otros seducen, es vana tarea, sólo explicable para soportar la noche de los cuervos.

Confusos se deslizaron unos meses, hasta el reencuentro con el coterráneo que se adjudicó ser mi protector. Según él, mis preocupaciones políticas estimulaban el riesgo de desvanecerme, ni siquiera de morir. Cuando se produjo el golpe, tomé conciencia del pasaporte vencido. No podía salir más allá de los países limítrofes, la misma ratonera. Miedo ambiguo, porque no participé de la guerrilla, pero toda opinión disidente, sobre todo desde el marxismo, era letal.

El antiguo compañero del internado, convencido de que no había estado en la pesada, se compadeció de aquel adolescente perdido por el socialismo, palabra que por suerte cabe en muchos sayos. Y vaya si me ayudó.

Para salvar zonas de mi conciencia y evitar ataques de culpa, junto con compañeros del sindicato formamos una agrupación para estudios históricos y sociales bajo el nombre de un prócer cuyo perfil más duro la historia oficial desconocía. Reuniones una vez por semana en casas particulares, ajustando llegar de a uno o por parejas, evitando toda ostentación. Por supuesto, mi altillo de San Cristóbal era imposible. En grupos pequeños, una militancia partidaria era suicida; se hacía lo que se podía, que era poco.

La tarea del momento era sobrevivir. El gris es pátina de la vida cotidiana. Yo, que me sospechaba destinado a una soltería orgiástica, empecé a delirar con una pareja estable. Pero ese fin necesitaba de un trabajo. No sabía qué hacer, cómo hacer. Esa realidad generaba furias por impotencia. El país consistía en pocos afortunados y la muerte, la real y la simbólica.

El camino revelado por mi valedor fue transformarme en filmador de noticias. Camarógrafo de uno de los canales privados. Mi consuelo me puso en mejores condiciones para observar una realidad disimulada.

Superados los días, relegada la preocupación política a las discusiones en el centro histórico, trabajo y duendes nocturnos son el primer plano. Me gusta el nuevo oficio y sujeté la escritura a los fantasmas noctámbulos con la ilusión de concretar un metalenguaje. Una escritura continuación de otras preocupaciones en diferentes tonalidades. Variaciones, vidrio oscuro distorsionando, temores ancestrales y quimeras permanentes. En definitiva, vanidades, dignidad de lo trivial o nadería de la excelencia.

El límite cero, el papel en blanco y un reflejo en la ventana que devuelve la imagen triste mientras intento conjurar espectros. Buscar una clave, tal vez en desuso, como la antigua de fa en tercera. Escribir. Escribir sin indagar si existe el genio o el ingenio. Como taxidermista disecando el flujo de la memoria.

Para contar, confiemos. Por eso comienzo en esta noche de diciembre, en la que asoman junto a las sombras los primeros insomnios por el calor.

1

El título se coloca al final. Preceptiva antigua, simple, perpetua, rebrota desde lo contado. Como antaño con el recién nacido, cuando el sexo era una incógnita hasta el llanto inaugural; primero tenerlo, después adjudicar el nombre. Ahora cambió, hasta se puede tener una fotografía del nonato. Comparables novedades me suceden. Hace días me persigue el título de un cuento. Insólito. El título de un cuento. Del cuento increado, del cuento que vendrá. Estoy ansioso, nunca me ocurrió, ni conozco a quien le haya pasado, pero para alejar el pecado de soberbia, no lo afirmo, sólo aseguro mi ignorancia.

Abandono el mecanografiado, pero no puedo descansar. Pretendo concentrarme en este clásico que es Dios se lo pague, Zully Moreno y Arturo de Córdova, pero es imposible. El título acosa, se cuela, ¡la puta madre!, “No quiero morir en Nueva York”. ¿Cómo pudo aparecer? ¿Por qué? “No quiero morir en Nueva York”. Soporto una rara sensación; nada me vincula a esa ciudad, nada en mi pasado asila simpatías por ella. Estéril desatender el título, “No quiero morir en Nueva York” reaparece. ¿Qué tan profundo se encajó el misterio para no reconocer qué me está pasando? Esa ciudad es apenas retazos de viejas películas, muelles con barcos entre brumas, rascacielos ocultados por nubes, gente atropellándose en sus calles, subterráneos como socavones mágicos por donde aparece y desaparece una tropa silenciosa y tensa, el patinaje en el Rockefeller Center, el Central Park. Chispas de celuloide sin más interés que Roma, Madrid o Milán. Veinte días para estar perseguido por un título es demasiado y no me atrevo a divulgarlo, me tomarían por loco. No, no me animo, ni siquiera a José, amigo y todo un psiquiatra, porque me da vergüenza. Él me estima, y con qué cara le digo: ¿sabés?, veinte días que no puedo dormir ni exaltarme por una mujer porque el título de un cuento me persigue. ¿Estaré envejeciendo y es el primer síntoma que registro? Sigue dando vueltas el título. Nueva York es un símbolo. Ahí está, es alusión y no soporto la idea de la muerte. Pero hay una alternativa en el título. ¿O es un espejismo para reanimarme? “No quiero morir en Nueva York”. Símbolo o realidad no importa, me aferro a la ilusión, la opción permite la salida de elegir mi muerte y por lo tanto demorarla. Yo afirmo que no quiero morir en Nueva York, nada más. Si no voy, no muero. Zully Moreno deja sus joyas en el sombrero arrimado por la mano extendida de Arturo de Córdova; él enfoca su mirada en ella; Zully lo toma de un brazo llevándolo hacia ella y entran a la iglesia. Estoy alarmado, pero veo el final de la película. “No quiero morir en Nueva York”, y si fuera a Nueva York, ¿cuáles serían las condiciones para la salvación? O en un código inexplorado Nueva York es otra cosa, y quiera o no moriré sin saber dónde ni cuándo, pero pronto. Me aferro a razones que tranquilizan; con no ir jamás a Nueva York, resuelto, y si Nueva York significa lo definitivo, no estaré peor que en estos cuarenta y tantos años vividos. Los quitapesares como aparecen se disipan. ¿Cómo hago para que no vuelva el título a enloquecerme? ¿Cómo? ¡Por favor, cómo!

El título avanza, teje una madeja que asfixia; hilos invisibles rozan mi cara lívida y se desplazan sobre el cuerpo que afloja pusilánime. El título es un monstruo que exhibe la cabeza y disimula el resto. El título se transfigura, se infarta dentro de mí, porque desde hoy sé que no podré soportar demasiado tiempo. Desde hoy a la mañana, sé que no podré, y lo único que se me ocurre es dejar constancia por escrito. Desde hoy, preciso, a las 11 de la mañana de este caluroso diciembre, sentado ante mi isla de edición, sé que he sido arrojado al territorio del misterio y todo será distinto. Desde el momento de mierda en que la alegre y fraterna voz del jefe de noticias me anticipa: ¡Vos sí que tenés suerte!, dentro de una semana te vas a Nueva York.

2

Desoír es condenarse. Las oportunidades no se desperdician. Esto me sucede de puro idiota, después de tanta preocupación por no saber qué hacer con el título que me perseguía. Primera mañana en la gran ciudad y me despabilo con una alegría desmedida. Desperté en medio de un sueño que era el cuento que buscaba, pleno, sin ripios: una joya. Desde mero fogonazo de la realidad, el título se fue mudando a sustancia, quedó desarrollado el tema principal como una melodía seductora y, tras una ingeniosa vuelta de tuerca, el final fue un acorde intenso y perfecto. No supe dónde transcribir el recuerdo y confié, cándido, en que si estaba en lo esotérico de la existencia nada impediría su escritura. Omití mi distintiva imposibilidad de recordar sueños y el advenido síntoma senil de disminución de la memoria. Total, si está en el misterio de la realidad, ¡nada impedirá su escritura!

Pero soy impío y tampoco la realidad me ayuda a cambiar. El sueño quedó borrado. O enterrado en algún lugar del inconsciente, que para el caso es lo mismo. A continuación de un vuelo perturbador, tratando de disimular miedos y agotado por la presión de reconocer cada uno de los ruidos que poblaban el avión; tras horas con esa difusa molestia en la boca del estómago; después de preguntas sin respuestas y con la vaga intuición de que eran una sola, estoy caminando en cenicienta y helada mañana con una acidez estimulada por la frustración que no puedo endosarle a nadie. ¡Qué pelotudo! ¿Por qué no escribí en el dorso del sobre que cubría el pasaje? La bronca sube y se enrosca contra el cuello; algo dentro de mí echa guiños a la autodestrucción. El frío y el dolor incierto me hacen caminar encorvado. Ni siquiera sé si es el clima crudo o que no estoy bien abrigado. Varios edificios me hacen conocer la hora y la temperatura, pero ¡qué significan 44 grados para quien sólo conoce otra escala!