No quiero tu amor - Jo Ann Algermissen - E-Book

No quiero tu amor E-Book

Jo Ann Algermissen

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Beschreibung

Julia 1023 Barbara Stone no podía creer lo que tenía anotado su jefe en el calendario. ¡Se casaba el veinticuatro de diciembre con alguien cuyas iniciales eran S.E.C.! Pero, cuando Sam Reed reveló la identidad de su misteriosa futura esposa, Barbara se llevó una sorpresa aún mayor. No sólo S.E.C. significaba secretaria, ¡sino que esa secretaria era ella! Pero Barbara nunca había pedido un marido como regalo de Navidad, ni en ningún otro momento del año. Que su jefe quisiera una esposa no implicaba que ella tuviera que aceptar ese papel. Al fin y al cabo, el matrimonio no entraba en las obligaciones de su puesto de trabajo. Sólo tenía que conseguir olvidarse de lo irresistible que podía llegar a ser él…

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Seitenzahl: 182

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Jo Anne Algermissen

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

No quiero tu amor, JULIA 1023 - septiembre 2023

Título original: A husband for Christmas

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411801324

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

BARBARA Stone, con manos temblorosas, dejó caer el bolígrafo con el que había anotado las citas de la semana en el calendario de mesa de su jefe. Sintió un vacío en el estómago, como si se hubiera tirado de cabeza desde un quinto piso, al ver la guirnalda de flores y corazones rojos que el señor Reed había dibujado alrededor del veinticuatro de diciembre. Leyó en silencio las letras doradas que había en su interior: «SIR se casa con SEC».

Sam Isaiah Reed, su jefe, ¿iba a casarse en menos de tres semanas?

Sintió las rodillas flojas y se dejó caer en el sillón de cuero de su jefe. Inspiró profundamente, intentando recuperar el equilibrio.

¿Quién diablos era S.E.C.?

Aunque se ocupaba de sus compromisos sociales, además de los profesionales, no se le ocurrió la respuesta. Por lo que ella sabía, hacía meses que Sam no salía con nadie.

Su mirada helada pasó del calendario al teléfono de Sam. La futura esposa debía ser una de las mujeres que llamaban al señor Reed por la línea privada. El teléfono sonaba tan a menudo que había llegado a pensar que su jefe no era simplemente un soltero codiciado, sino el único soltero disponible de Marble Falls. Quizás incluso del estado de Tejas.

«Quienquiera que sea», pensó Barbara, «¡la odio!»

Rápidamente se tapó la boca con los dedos y miró la puerta de conexión entre su cubículo y el despacho de Sam. Trabajaba allí desde hacía cinco años, tiempo suficiente para que él casi le pudiera leer la mente. La imagen de sí misma que había construido cuidadosamente se rompería en mil pedazos si Sam captara ese pensamiento.

Bajó los párpados hasta que apenas pudo ver a través del rímel que cubría sus espesas y rizadas pestañas. Así era como le había ocultado a Sam sus pensamientos privados durante más meses de los que se atrevía a confesar.

—¿Barbara? —la voz de la recepcionista se oyó a través del interfono—. ¿Estás en el despacho de Sam?

—Sí.

—Tienes una llamada en la línea tres. Creo que es tu madre. ¿Quieres que retenga las llamadas de trabajo que lleguen?

—No. No tardaré mucho. Gracias, Heather.

Preocupada, Barbara miró la luz que parpadeaba.

Madeline, como su madre prefería que la llamara, no telefoneaba casi nunca. Era una mujer de negocios y respetaba el deseo de su hija de mantener su vida privada aparte del trabajo.

—Hola, Madeline.

—¡Cariño! ¿Cómo estás?

—Bien —antes de ir al grano y enterarse de qué quería su madre, Barbara aguzó los oídos para ver si Heather estaba escuchando, ya que era muy dada a cotillear. Casi convencida de que hablaban en privado, preguntó —. ¿Qué ocurre?

—¿Tan obvio es? —rió Madeline.

—No sueles hacer llamadas en horas de trabajo sólo para charlar.

—Esto podría considerarse una llamada de negocios. La garantía de tu coche está a punto de vencer.

Barbara percibió, con desazón, que el coche que había comprado en el concesionario de su madre no tenía nada que ver con la llamada.

—Si fuera así, le habrías pedido a Charlie que me llamara para intentar venderme un coche nuevo —replicó con sequedad—. ¿Cómo está Charlie?

—De pena.

Barbara estiró el bajo de su minifalda. Aunque su madre tenía un gusto exquisito para elegir ropa, muebles y coches, en cuanto a los hombres lo tenía deplorable. Rezongó por lo bajo, y deseó que el quinto marido de su madre no estuviera a punto de morder el polvo.

—¿Qué ha hecho esta vez?

—Tiene celos de Vernon.

—¿Vernon? —intentó recordar si era el tercer o el segundo marido—. ¿Taylor?

—Claro, cielo. ¿Cuántos hombres que se llamen Vernon conoces?

—Ninguno. Quiero decir, uno —fue un matrimonio rápido, lo mismo que el divorcio: estilo Las Vegas. El imitador de Elvis cantaba los últimos compases de «Sé fiel» cuando el juez confirmó el divorcio con un golpe de su mazo—. Apenas.

—Charlie me ha prohibido que hable con alguno de mis ex-maridos —suspiró Madeline—. No es nada razonable ¿no te parece?

—Estipulaste que «os separaríais amistosamente» en el acuerdo prematrimonial, ¿no?

—Por supuesto que sí. Pero Charlie dice que se siente como si fuera un miembro más de un club de admiradores de los Rolling Stone. Se me ha ocurrido que quizás podrías hablar con él.

—Mamá, sólo he visto a Charlie una vez: el día de la boda. ¿Por qué iba a interesarle mi opinión?

—¡Porque has vivido conmigo toda la vida! ¿Quién me conoce mejor que tú?

—Nadie —admitió Barbara, confundida por la lógica de su madre. Pero conocer a Madeline y comprenderla eran dos cosas totalmente distintas.

—Le diré a Charlie que te llame esta semana. Gracias, cariño. Adiós.

Antes de que Barbara pudiera negarse, su madre colgó. Mareada, como si estuviera en el vórtice de un tornado, dejó el auricular.

¿Cómo diablos iba a explicarle las rarezas de su madre a Charlie, cuando se sentía incapaz de confiárselas a su mejor amiga?

Inmersa en ese dilema, recorrió con el dedo los corazones rojos pintados en el calendario de sobremesa de Sam. Madeline creía en el matrimonio; en ese sentido estaba chapada a la antigua y opinaba que una señora no debía acostarse con un caballero sin intercambiar votos matrimoniales.

Barbara, a propósito, excluyó las palabras sagrados y eternos. Esos conceptos tan etéreos brillaban por su ausencia en las fotos de boda de su madre.

Su mirada se centró en el corazón que había garabateado Sam. Ella había difuminado el trazo del rotulador rojo con el dedo, inadvertidamente.

S.I.R. Incluso sus iniciales incitaban al respeto, pensó soñadora. Su mente pasó de un problema a otro, mezclándolos. Soñar despierta era mucho más seguro y satisfactorio que la dura realidad.

El señor Reed se convirtió en Sam cuando cerró los ojos por completo. Conjuró la imagen de su jefe: alto, de pelo oscuro, ojos grises, hombros anchos y caderas estrechas. Sam tenía un cuerpo tan esbelto y fuerte como las casas que diseñaba.

—Y un atractivo irresistible —musitó para sí.

No era extraño que las mujeres lo persiguieran. No sólo era atractivo físicamente, además cuidaba su imagen tan meticulosamente como el entorno paisajista de las casas de sus clientes. Era uno de esos escasos hombres que podían dedicarse a cavar zanjas sin sudar ni una gota y sin mancharse la ropa.

Barbara se estremeció al reconocer que ella misma podría apuntarse a «cazar a Sam», si creyera que involucrarse sentimentalmente podría servir para mejorar su relación actual con él. Pero no era tan tonta.

Su madre, la mujer más dulce del mundo, era un ejemplo perfecto de cómo una mujer atractiva podía convertir a hombres agradables en ex-maridos. Se había casado cinco veces y aún seguía buscando a «Don Perfecto». ¡No era de extrañar que Barbara pensara que a las mujeres les iría mejor si se dedicaran a buscar el Santo Grial!

A muy temprana edad se había prometido no seguir los pasos de Madeline. La gordura infantil la había protegido del acoso de los adolescentes pero, por desgracia, cuando se marchó a estudiar a la Escuela de Negocios de Springfield, la madre naturaleza se ocupó de acelerar su metabolismo y el exceso de grasa que recubría su figura desapareció.

Entonces fue cuando dejó de ser «la niña gorda de la cara bonita» y se convirtió en «esa chica tan sexy».

Barbara echó una ojeada a su blusa verde limón, ajustada y de cuello caído, y a su falda, escandalosamente corta. Unos zapatos de tacón de aguja de más de siete centímetros, unos pendientes de aro enormes y una tintineante pulsera con colgantes completaban su atuendo de trabajo.

Madeline lo tildaría de inapropiado pero, aun así, era muy efectivo.

Desde luego que todos los hombres que entraban en la oficina se quedaban con la boca abierta al verla, pero no era el tipo de chica que uno llevaría a casa para presentársela a su mamá. Si uno de los vendedores se atrevía a dejarse llevar por sus impulsos masculinos, una heladora mirada de desprecio lo ponía rápidamente en su lugar. En menos de un minuto se marchaba en dirección opuesta como un perrito asustado, con el rabo entre las piernas.

No estaba hecha para el matrimonio. En cuanto un hombre y una mujer se involucraban sentimentalmente, llegaba la desilusión, seguida por el sufrimiento.

Barbara parpadeó; la imagen de Sam y su propio cinismo se desvanecieron. Convencida de que sus pensamientos influían negativamente en su aspecto, se ahuecó el largo cabello rubio. El tintineo de los colgantes de su pulsera no consiguió relajarla.

Se le oscurecieron los ojos de preocupación. No podía hacer nada para impedir los planes matrimoniales de Sam. Su vida privada no era asunto suyo. El señor Reed era su jefe; nada más y nada menos. Si quería convertir su vida segura y estable en un desastre caótico, era su problema, no de ella.

No tenía ninguna intención de hacerle ver a su jefe que estaba demasiado ocupado diseñando casas preciosas como para desempeñar el papel de marido y padre en la vida de una mujer. Estaba convencida de que en menos de seis meses, el señor Reed sería infeliz, su esposa estaría destrozada y su propio trabajo como asistente ejecutiva estaría en la picota.

Ya había pasado por eso. Se había visto obligada a dejar su último trabajo porque su ex-jefe la había agotado emocionalmente al utilizarla como paño de lágrimas. Después del divorcio, él se había avergonzado de todos los detalles íntimos que había revelado sobre su matrimonio. Su vergüenza había enrarecido el ambiente de trabajo y antes de que él la despidiera, había dimitido.

¡Por Dios bendito, odiaba los cambios!

¿Por qué no podían seguir las cosas como estaban? ¿Qué tenía de malo lo habitual? ¿Por qué no podía ser feliz la gente conformándose con lo que había?

¿Sería eso una repetición de la historia?

Cerró los puños y se prometió que no permitiría que el señor Reed se destruyera a sí mismo. Era demasiado buen jefe para que lo echara a perder una… una… ¡fémina enredadora!

No sabía exactamente cómo poner freno a sus planes de boda, pero ya se le ocurriría algo.

—Algo parecido a darle un golpe en la cabeza con un palo— murmuró.

Barbara echó una última ojeada al odioso garabato. Le dieron ganas de agarrar una goma y borrar los corazones del calendario pero consiguió controlarse. Eso era algo que se le daba muy bien: controlar sus impulsos.

Se ordenó a sí misma hacer algo trivial. Afilar lapiceros. Contar clips. Concentrarse en salir del despacho. Poco a poco.

Se levantó de la silla del señor Reed y, vacilante, atravesó el despacho adjunto en dirección hacia el «Abrevadero», como llamaban a la salita del café. Necesitaba urgentemente una taza de café solo y fuerte para poner en marcha su creatividad.

El familiar olor de café recién hecho la asaltó en cuanto cruzó el umbral. A Barbara no le hizo falta mirar a su alrededor para saber dónde estaba todo. Su tazón colgaba de un gancho debajo del armario que había justo encima de la cafetera. Había sobres de leche en polvo para el café de Alexia y de edulcorante para el de Heather en una caprichosa caja que tenía escrito en un lateral: Esta es una cocina a favor de la igualdad de oportunidades.

No tuvo que mirar sobre el hombro para saber que Alexia Potter, la contable, estaba tirada sobre el sillón de cuero verde, con una pierna doblada bajo ella y la otra colgando y moviéndose al ritmo de la música de ambiente.

Alta, delgada y en la treintena, Alexia llevaba una melena hasta los hombros de color pelirrojo subido. Ese mes, pensó Barbara, sabiendo que Alexia cambiaba el color de su pelo para adaptarse al gusto del hombre con el que estuviera saliendo en ese momento.

Sentada ante la mesa redonda de madera, Heather Webster, la recepcionista, estaría enrollando y desenrollando en el dedo un mechón de su largo pelo castaño, con un ojo en la puerta y el oído pendiente del teléfono, mientras hojeaba una revista femenina.

El ambiente familiar, tranquilizó a Barbara. Sus ojos oscuros recorrieron la habitación, observando las fotografías de casas diseñadas por Sam Reed. La influencia del arquitecto Frank Lloyd Wright se dejaba notar en la forma en que las casas se fundían con su entorno natural. A Barbara le encantaban todas, como si hubieran sido creadas especialmente para ella.

Sin duda la nueva señora Reed desearía redecorar su casa.

Barbara agarró su taza, sopló suavemente el café que se había servido y tomó un sorbo. Le gustaba todo exactamente como estaba. Según el calendario de su jefe, sólo tenía tres semanas para asegurarse de que siguiera así. No tenía ni idea de qué podía hacer, ni de cómo hacerlo, pero no pensaba quedarse sentada a esperar que su mundo se derrumbara a su alrededor.

¡Tenía que pensar en alguna manera de impedir el matrimonio!

Barbara tragó, y el latigazo de cafeína redujo su intranquilidad.

—¿Te ha comido la lengua el gato? —dijo Alexia, arrastrando las palabras con marcado acento sureño.

Barbara hubiera deseado suspirar, contarles sus problemas y pedir sugerencias pero, en cambio, se acurrucó en el pequeño sofá y dio un sorbo de café.

—No. ¿Por qué?

—No pareces tan animada como siempre. Normalmente entras diciendo: «Buenos días, chicas. ¡Hace un día estupendo!» —sonrió Alexia—. Eso si hace sol. O :«¿Qué ha dicho el hombre del tiempo?» si llueve o nieva.

Los labios de Barbara se curvaron con una media sonrisa. Parecía que ella, al contrario que la meteorología de Texas, era previsible.

—¿Qué ocurre? —insistió Alexia—. ¿Tuviste bronca con el jefe cuando os quedasteis trabajando hasta tarde ayer?

—Debe haberlo visto —intervino Heather, antes de que Barbara pudiera responder. Sin levantar la cabeza de la revista añadió—. Seguro que sabe quien es S.E.C.

—¿S.E.C.? —repitió Barbara. Heather gruñó.

—¡La futura esposa de Sam! —dijo Alexia, dejando de balancear la pierna y echándose hacia delante.

Barbara las miró inexpresiva y se quedó callada, sin confirmar o negar que había visto el garabato del señor Reed.

—¿Podría ser Sara Caldwell? —sugirió Heather—. Ya sabes, la magnate de la madera que vino de Oregón.

—Perseguía a Sam como una mosca a la miel —asintió Alexia—. Pero no creo que sea ella, porque he comprobado los viajes de Sam. No ha cargado ningún vuelo a Portland en su tarjeta de crédito —Alexia hizo una pausa, pensando en otros nombres que encajaran con las iniciales—. ¿Qué decís de Samantha, la de la tienda de azulejos? ¿Cómo se apellida?

—Schalnsky —respondió Barbara, dejándose llevar por la especulación de sus compañeras—. Pero no puede ser ella. Está casada y tiene cinco hijos.

—Vamos, Barb, ¡dilo! —exclamó Heather, dejando de hojear su Cosmopolitan y levantando su pecosa cara hacia Barbara—. Tú filtras la mayoría de sus llamadas. ¿Quién le telefonea que tenga esas iniciales?

—Nadie —para cambiar de tema, Barbara se volvió hacia Alexia—. Hablando de azulejos, ¿te han confirmado el pedido para la casa de los Randall?

—Llegó ayer.

—¿Todo?

—Excepto el mármol que va en el cuarto de baño principal. Eso queda pendiente. Se supone que entregarán el material en la obra dentro de diez días.

Mientras Alexia y Barbara hablaban de trabajo, Heather volvió a concentrarse en la revista.

—¡Aquí está el artículo que te decía, Alexia! —exclamó excitada. Levantó la foto de una mujer muy sexy con un velo nupcial y poco más, agarrada del brazo de un hombre vestido con esmoquin—. Hombres… Salvajes y alocados a los cuarenta. Sam tiene cuarenta y tantos, ¿no?

Barbara iba a corregir a Heather, pero se mordió la lengua.

—Tiene treinta y cuatro —apuntó Alexia—. Se acerca lo suficiente como para estar justo en su punto.

—¿Sam es tan joven? —los ojos de Heather se abrieron con sorpresa—. Creía que tenía por lo menos cuarenta.

—Nena, a tu edad parece que cualquier hombre que pase de los veinticinco es una reliquia —rió Alexia. Echó una ojeada al artículo—. ¿Te acuerdas del artículo que me leíste sobre las tres cosas que más atraen a las mujeres de un hombre?

—Sí. Ojos, hombros y trasero, no necesariamente en ese orden.

—Sam tiene las tres. Hace que me apetezca cambiar mis iniciales a S.E.C. —dijo Alexia, con una mirada soñadora en sus grandes ojos marrones—. Francamente, amigas mías, si tuviera diez años menos no me importaría nada que Sam aparcara sus botas bajo mi cama. ¿Y tú que dices, Barbara?

—Nena —Barbara arrastró las palabras, imitando el acento sureño de Alexia y adoptó una pose de chica de calendario—. No calientes tu preciosa cabecita pensando en esas estúpidas iniciales…

Alexia gruñó, como Barbara esperaba. Se le puso la cara tan roja como el pelo teñido y se pasó el dedo por los labios indicando silencio.

Bien, pensó Barbara, Alexia había captado la indirecta. Miró a Heather. El rostro de la joven había descendido a milímetros de la revista, que estaba al revés.

Eso debería haberla prevenido de que algo iba mal, pero como estaba empeñada en erradicar ese tema de conversación para siempre, Barbara decidió despedirse con una frase impactante.

—Es mío.

Aún mirándolas, dio tres pasos hacia atrás y notó que la parte de atrás de su ajustada falda chocaba con algo muy sólido. Involuntariamente, los brazos bajaron hacia los costados y sus dedos rozaron unos duros y musculosos muslos, cubiertos por unos pantalones de sarga color verde caqui.

—¿Señor? —farfulló Barbara, al sentir que unas fuertes y masculinas manos la agarraban de los hombros para impedir que perdiera el equilibro. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Cuánto había oído? Sintió que un pulgar se deslizaba por su brazo hasta el codo y el estómago le dio un vuelco.

—¿Señorita Stone?

Incapaz de pensar en una excusa, la cabeza le daba vueltas. ¿Qué podía decir? «¡Uy! Era una broma». Tragó saliva. Era imposible explicarse con la boca seca.

La silla de Heather chirrió como una uña sobre una pizarra, cuando ésta la apartó de la mesa.

—Perdón —tartamudeó la joven y consiguió pasar entre la imponente figura de su jefe y la puerta—. Creo que ha sonado el teléfono.

«¡No se te ocurra abandonarme!» Los ojos color caramelo de Barbara exigieron fulminantes a Alexia que se quedara sentada.

—Me gustaría verte en mi despacho, señorita Stone —Sam Reed le quitó la taza de la mano—. A no ser que pienses tomarte otro café.

—Sí, señor. No, señor —Barbara respondió una pregunta tras otra. Aunque seguía nerviosa, su voz sonó clara y firme, demasiado profesional para su imagen. Había decidido actuar como si no hubiera ocurrido nada extraordinario y se apartó de él, se dio la vuelta y le sonrió seductora—. ¿Me hará falta el cuaderno de taquigrafía? ¿O te valgo así?

El gesto sardónico y silencioso de Sam al levantar una ceja, la informó de que una cremallera en la boca no estaría de más. La risita de Alexia tampoco ayudó, le dio dentera.

—Las propuestas que me dictaste anoche están listas para firmar —lo informó con su mejor imitación de la voz profunda y sexy de Kathleen Turner. Con alivio, vio como su ceja izquierda volvía a su posición normal—. Alexia dice que el mármol para la casa de los Randall está agotado. ¿Quieres que probemos con otro proveedor?

Sam colgó la taza del gancho y le hizo un gesto a Barbara para que lo precediera, a continuación murmuró en voz baja, para que sólo ella pudiera oírlo.

—¿Ojos, hombros y trasero? Mmm. Me pregunto cuál sería tu primera elección.

Barbara se bamboleó hacia delante, como si él hubiera acabado la frase acariciándole el trasero.

—¡Creo que Mármol Greco tiene exactamente lo que buscas! —con un tono de voz una octava más agudo de lo normal, ella respondió a su propia pregunta.

El sonido de sus pasos, casi pegado al que producían sus tacones altos, la puso nerviosa. Tuvo la impresión de que el pasillo que llevaba del Abrevadero al despacho medía treinta centímetros de ancho y treinta metros de largo. Notaba su mirada observándola y, a propósito, comenzó a dar pasos largos, contoneando las caderas.

Sus sospechas se confirmaron cuando se sentó ante la mesa frente a él. Los ojos grises mostraban un brillo depredador, el mismo brillo que el fotógrafo del artículo de la revista había capturado en los ojos del novio de cuarenta años al mirar a su prometida.

—Dime, señorita Stone —inquirió Sam, sentándose, inclinándose hacia delante y apoyando la barbilla sobre una mano—, ¿fueron mis ojos lo que te atrajo?

En los cinco años que llevaba trabajando como su asistente ejecutiva, nunca le había hecho una pregunta personal. Y nunca parecía haberse fijado en como se ceñían sus blusas alrededor de sus senos. Ahora, en cambio, podría jurar que él había fijado la mirada en el escaso escote que dejaba entrever la blusa de cuello caído.