No somos refugiados - Agus Morales - E-Book

No somos refugiados E-Book

Agus Morales

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Beschreibung

«Cuando al cabo de algunos años se quiera conocer la barbarie de estos días, de cómo dejamos morir a miles de hombres, mujeres y niños en las aguas del Mediterráneo o calcinados en los vehículos de las mafias de la trata de personas, un libro estará entre los textos obligados a revisar: No somos refugiados, del periodista Agus Morales. Con la convicción de que los periodistas somos los nuevos cronistas de nuestra historia, Morales decidió capturar la odisea de aquellos que huyen de la guerra, de la tortura, de la persecución política y religiosa y de la esclavitud que se anida al otro lado de Europa, desplazándose en un periplo que estremece. Por su excelente estructura y narrativa, No somos refugiadoses un libro que interpela sobre la verdad que se esconde bajo el rótulo "refugiados"». Festival Gabo 

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Título: No somos refugiados, viaje por un mundo de éxodos

De esta edición: © Círculo de Tiza

© Del texto: Agus Morales

© De las fotografías: Anna Surinyach

© Del mapa: Cinta Fosch

© Del prólogo Martín Caparrós

© De la ilustración: Coco Dávez

Primera edición: octubre 2023

Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

Corrección: @notecomasmascomas

Maquetación: María Torre Sarmiento

Impreso en España por Imprenta Kadmos, S. C. L.

ISBN: 978-84-127090-9-4

E-ISBN: 978-84-127906-0-3

Depósito legal: M-33771-2023

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

A l’Anna, companya de viatge i vida, per fer-me millor periodista i, sobretot, millor persona.

A Magdalena y Antonio, migrantes

and grant me my second

starless inscrutable hour

Samuel Beckett, Whoroscope

Índice

Nota a la nueva edición: El mapa de la injusticia

Prólogo: La historia de ahora mismo

Antes de empezar: «No somos refugiados»

1. ORÍGENES: ¿Por qué huyen?

1.1 Refugiado Bin Laden | Afganistán y Pakistán

1.2 Un médico es más peligroso que un guerrero

1.3 Botellas de plástico | Sudán del Sur

2. FUGAS: ¿Quiénes son?

2.1 Bajo la sombra de un limonero turco | Salwah y Bushra, de Siria

2.2 Por culpa de un contable iraní | Nesime, de Afganistán

2.3 Olvidado lago Kivu | Birihoya, Julienne y David 

3. CAMPOS: ¿Dónde viven?

3.1 La ciudad de los refugiados | Zatari

3.2 Prisiones al aire libre | Malakal (Sudán del Sur)

3.3 El espíritu de los albergues

4. RUTAS: ¿Cómo viajan?

4.1 Esperando a La Bestia | Centroamérica - Estados Unidos

4.2 La ruta de la vergüenza | Turquía - Grecia - Balcanes

4.3 Olas libias | Mar Mediterráneo

5. DESTINOS: ¿Cuándo llegan?

5.1 Billete al limbo en clase refugiada | República Centroafricana

5.2 El Parlamento de los refugiados | Tibetanos en el exilio

5.3 La última frontera | Sirios en Europa

Epílogo. Los muertos que me habitan

Agradecimientos

¿Eres un refugiado? ¿Crees que nunca lo serás?

Nota a la nueva edición: El mapa de la injusticia

Han pasado solo tres días desde que Rusia invadió Ucrania. Estoy en la estación de trenes de Przemyśl, en Polonia, cerca de la frontera con Ucrania. En su ancha cafetería hay familias, niños y niñas gritando, murmullos, cansancio o energía, según adónde se dirijan la mirada y el oído. Hablo con una familia sentada en una mesa alargada. Galina Sakalska, de Irpín, uno de los puntos más castigados por la guerra, está con sus dos hijos. Lleva zapatillas rojas, pantalones grises, un jersey de cuello alto, un gorro azul oscuro: dice que lo lleva incluso bajo techo porque han viajado durante muchos días y no quiere mostrar el pelo sucio. Pendientes finos cuelgan de sus lóbulos como lágrimas. La niña, que lleva una sudadera amarilla, juega con una piruleta. El niño no suelta el móvil: su melena cae sobre la pantalla.

—No somos refugiados.

Galina dice que su familia no es refugiada pese a que describe esa historia universal que se repite en tantos puntos del planeta afectados por el conflicto. Es cierto que hay algunas diferencias. Ellos huyeron en coche, alquilaron provisionalmente una casa en la montaña y al final decidieron salir de Ucrania. En la frontera se encontraron una cola de vehículos infinita, y tras seis horas de espera se bajaron y decidieron seguir a pie. Su marido, cineasta, tuvo que quedarse en Ucrania, porque el Gobierno de Zelenski no permitió la salida de los varones de entre dieciséis y sesenta años desde el principio del conflicto: los necesitaba para la guerra.

—La suerte es que tenemos pasaportes. Por eso podemos ser simplemente personas, no refugiados.

Somos personas, no somos refugiados.

La palabra «refugiado» se ha degradado tanto durante las últimas décadas que ya solo remite a dolor y desprotección, pese a que en su propia etimología remite a ese lugar protegido al que toda persona puede acudir: el refugio.

En la frontera entre Ucrania y Polonia vi escenas diametralmente opuestas a las que aparecen en este libro. Voluntad política y popular para acoger a millones de personas que huían de la guerra. Coches privados ofreciendo viajes gratuitos. Transporte público gratuito. Voluntarios desviviéndose por los refugiados. Porque ellos sí que son refugiados: al principio, como deja entrever Galina, pudieron salir con su pasaporte, porque los ucranianos pueden viajar por la Unión Europea, pero pronto recibieron el amparo absoluto que necesitaban. La Unión Europea, que había ignorado otras crisis, recuperó una directiva de 2001 para ofrecer protección temporal automática a quienes huían de la guerra de Putin.

Ucrania demostró que las cosas se pueden hacer de otra manera.

Pese a que el éxodo ucraniano fue el más rápido desde que existe la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), el mapa de la injusticia global sigue siendo el mismo. La imagen que define este mundo en movimiento no son las largas colas de coches en la frontera o las estaciones de tren plagadas de voluntarios tras el inicio de la invasión rusa, sino la del pesquero cargado de humanidad que naufragó el 14 de junio de 2023 en el mar Jónico. Ucrania ha añadido complejidad a la distribución de ese mapa de la injusticia, pero sus características esenciales permanecen intactas desde hace más de una década. Aumento imparable de personas refugiadas y desplazadas. Conflictos crónicos que languidecen. Nuevas guerras que causan más desplazamiento. Y políticas migratorias que directamente están diseñadas contra las personas refugiadas. 

Han pasado más de seis años desde que publiqué este libro. Debido a su vigencia, Círculo de Tiza, editorial que siempre llevaré en el corazón, ha decidido reeditarlo. He revisado todos los capítulos, he actualizado datos y algunas historias que aparecen: los libros se cierran, pero las vidas siguen. También he añadido como epílogo una crónica sobre el cementerio de los desconocidos en Túnez, que para mí fue una epifanía, una reunión de tantas cosas que había visto, escuchado y sentido antes: todas están escritas en este libro. El resultado es un viaje por un mundo lleno de seres soñadores con el alma herida. Un viaje por un mundo de fronteras cerradas. Me gustaría que algunas de las ideas que aparecen en este libro —que no son mías, que son de las más de doscientas personas con las que hablé— formen parte de la cultura popular sobre las migraciones. De momento no es así. El marco mental sobre el que se asienta el conocimiento sobre los movimientos de la población es el impuesto por la extrema derecha racista. Conocimiento es quizá una palabra inadecuada para referirse a la amalgama de clichés, desprecio y odio que conforma ese discurso. Pero es un discurso, al fin y al cabo. Lo que no existe es un discurso actualizado de defensa de los derechos humanos de las personas que se mueven. Hay muchos culpables de ese abandono ideológico absolutamente consciente. La falta de valentía y de pasión intelectual y solidaria del ámbito supuestamente progresista es imprescindible para entender el momento en el que estamos.

La buena noticia es que hay muchos caminos —tantos como los que toman los protagonistas de este libro— hacia un orden más justo. Creo en la capacidad de autogestión de las personas que se ven obligadas a huir: en este libro hay muchos ejemplos. Creo en la voluntad popular para acabar con la cultura de la muerte que se ha implantado en las fronteras. Aunque hoy me queden pocos motivos, creo en el poder del periodismo no para cambiar todo lo que se cuenta en este libro, pero al menos sí para explicarlo en toda su complejidad. Creo en cultivar el futuro, creo en una nueva hora, creo en la larga distancia.

Después de tantos años, me es imposible permanecer impertérrito ante las atrocidades que hoy se siguen cometiendo, porque antes que periodista soy persona. Este libro está escrito con amor por el detalle, el dato y el contexto, pero también con una emoción templada que en algún momento se desata. No fue fácil. Este es uno de los temas más importantes del siglo xxi. Por eso la indiferencia no es una opción. Por eso la indiferencia es violencia.

Barcelona, 9 de julio de 2023

Prólogo: La historia de ahora mismo

Martín Caparrós

No queremos saber. Queremos, a lo sumo, informarnos —que con frecuencia es lo contrario—. Saber requiere tiempo y voluntad, la intención de entender, el compromiso de entender; saber te dificulta el recurso habitual de hacerte el tonto.

No queremos saber, como tantos y tantos tampoco quieren. Frente a esas mayorías hay personas, pequeños grupos que intentan levantarse. Creen que sí hay que contar lo que muchos prefieren ignorar, y que oiga el que quiera, el que no haya aprendido a cerrar los oídos. Grupos, personas: Agus Morales es una de esas personas y el inspirador de uno de esos grupos. 5W es la revista que dirige, pero es, sobre todo, una actitud: la de querer saber a toda costa, sobre todas las costas.

Esa actitud es la que mueve este libro —para hablar de esos movimientos de personas que nos mueven el piso—. Por eso su trabajo es un trabajo raro, que consiste en ver cosas que muchos no verán jamás: grandes desastres y pequeñas traiciones, esperanzas perdidas y esperas anhelantes; la muerte de tan cerca como tantos la verán una vez sola. Y en buscar aquí y allá los temas decisivos, y hacer sentido con todo eso que nos llega como imágenes sueltas, pequeñas historias que no se inscriben en la historia, cifras que no sabemos descifrar.

Los movimientos de personas —la intención de millones de cambiar su lugar por las guerras, miserias, persecuciones varias— marcan estos años. Antes, durante décadas, los estados ricos habían mantenido las migraciones «en un nivel manejable». Los extranjeros llegaban en cantidades controladas a países que los necesitaban para mandarles los trabajos más brutos, peor pagados. Sus presencias producían algún choque, cierta incomodidad; nada que sociedades que se pensaban fuertes no se creyeran capaces de asimilar. Hasta que, junto con el siglo, empezó la transformación del islam en el enemigo por excelencia: entonces algunos de esos migrantes se volvieron sospechosos, representantes del nuevo Mal Universal, y todo fue cayendo.

El miedo llegó a las cabezas y los televisores. De vez en cuando explotaba una bomba y explotaban los rumores de que sus responsables eran hijos de aquellos inmigrantes. Pero nada comparado a ese momento en que miles y miles se lanzaron a navegar, a marchar, a trepar hacia nuestros países. Los vemos, en general, a lo lejos, en las dos dimensiones de los televisores: naufragios con sus muertes, asaltos a los muros, campamentos de enfermos y de hambrientos. Y su efecto: esos reflejos de defensa, de rechazo, que hicieron que muchos europeos revisaran la idea que se hacían de sí mismos.

Dentro de algunas décadas alguien postulará que Europa dejó de creerse Europa en esos meses del verano de 2015, cuando decidió que ya no podía seguir simulando que era una tierra de asilo y libertades —porque los que pedían asilo y libertad eran ajenos, eran la amenaza—. Dentro de esas décadas, dirán que fue la amenaza de esa amenaza la que permitió que crecieran las derechas populistas, el control social, la vida cada vez más turbia. Dentro de esas décadas, entonces, los que quieran saber cómo fue aquello recurrirán a libros como este. Y ahora también: los relatos de Agus Morales son una fuente inmejorable para saber —saber, no informarse— quiénes son esos que queremos ignorar, que queremos rechazar; de dónde vienen, por qué vienen, cómo, cuándo, adónde llegan los que llegan.

Y discutir qué son: él los pensaba como refugiados, cuenta Morales, hasta que se dio cuenta de que los que le interesaban no lo eran o no se sentían tales; de que no podía nombrarlos desde afuera, de que debía escucharlos, aprender cómo se pensaban ellos, cómo se definían —y contarlo—. Contar docenas de historias de personas como Ulet, cuya existencia tan fácil ignoramos; esos que, como dice Morales, «si hubieran muerto en Libia, nadie se habría enterado». Y restituir alrededor de esas historias particulares los datos generales que las hacen comprensibles, explicativas, elocuentes: útiles. Todo, narrado con la firmeza y la elegancia de un cronista confirmado: un periodista en serio.

Hace un par de años pensé mucho en intentar escribir algo así, un libro sobre los nuevos muros; desde entonces, cada tanto, volvía a preguntarme por qué no lo hacía. Ahora puedo contestarme sin más dudas: porque Agus Morales ya lo hizo. Por eso es un orgullo y una satisfacción y un trago amargo prologar este libro, que, más bien, querría haber escrito.

Antes de empezar: «No somos refugiados»

Su último acto de libertad fue mirar el mar Mediterráneo.

Ulet era un somalí de quince años que había sido esclavizado en Libia. Lo vi subir al barco de rescate con una camiseta amarilla de tirantes y señales negras en la rabadilla. No podía caminar sin ayuda: era un ave desgarbada con las alas heridas. Las enfermeras lo metieron en la clínica y al principio parecía que respondía al tratamiento. «Mamá» y «Coca-Cola» eran las únicas palabras que podía pronunciar.

Estaba solo. Era un menor sin familia ni amigos. Los somalíes que viajaban con él decían que había sido torturado en un centro de detención en Libia, que allí lo obligaban a trabajar, que no le daban ni agua ni comida. Según el equipo médico a bordo, Ulet sufría también algún tipo de enfermedad crónica, nunca se sabrá cuál.

Era increíble que, en aquellas condiciones, hubiera llegado hasta aquí, hasta el cruce entre Europa y África, hasta las coordenadas donde cada vida empieza a contar —solo un poco—, hasta el territorio donde la muerte se explica y se difunde. El quicio simbólico entre el Norte y el Sur: una línea caprichosa, en medio del mar, que marca la diferencia entre existir y no existir, entre la tierra europea y el limbo africano.

Unas millas náuticas. Un mundo.

Cuando Ulet llegó al barco, solo balbuceaba, deliraba, murmuraba deseos. Con la violencia marcada en la espalda y una mascarilla de oxígeno, luchaba por sobrevivir, se agarraba a la vida. No había ninguna cara conocida para darle aliento.

Tras el rescate, el barco navegó hacia Italia durante horas y horas. Ulet se sintió mejor y pidió a la enfermera salir a cubierta. Observó desde allí el movimiento acompasado de las olas, sintió en la cara la brisa del Mediterráneo. Ya lejos de Libia, el infierno que marcó su vida, perdió el conocimiento.

Intentaron reanimarlo durante media hora, pero falleció debido a un edema pulmonar, según el parte de defunción.

Si Ulet hubiera muerto en Libia, nadie se habría enterado.

* * *

Quería escribir un libro sobre personas que —como Ulet— huyen de la guerra, de la persecución política y de la tortura. Quería escribir un libro que siguiera sus vidas, que no se detuviera en el instante traumático de la guerra o en la alegría de la acogida. Quería escribir un libro infinito, con historias que no se acaban nunca. Quería escribir un libro sobre las personas que secciones oficiales y no oficiales de Occidente quieren convertir en el enemigo del siglo xxi.

Quería escribir un libro sobre refugiados.

Ya lo tenía casi todo escrito cuando pensé en Ulet. Y me di cuenta de que no era refugiado.

Pensé en Ronyo, un maestro de Sudán del Sur que seguía dentro de su país. Y me di cuenta de que no era refugiado.

Pensé en Julienne, una congoleña que fue violada por la milicia Interahamwe. Y me di cuenta de que ella tampoco era refugiada.

Luego pensé en los que en teoría sí lo eran: Sonam, un bibliotecario tibetano en la India; Akram, un empresario de Alepo en el puerto griego de Lesbos; Salah, un joven sirio al que Noruega concedió el asilo. Y me di cuenta de que ellos no se sentían refugiados.

El bibliotecario nació en el exilio indio y solo se sentía tibetano: él no tenía nada que ver con sirios o afganos.

El empresario de Alepo tenía mucho dinero antes de la guerra y decía que él no tenía nada que ver con esos refugiados que estaban huyendo hacia Europa.

El joven sirio al que Noruega concedió el asilo ya era parte de la minoría global que puede moverse por el mundo con relativa libertad. Sabía que ya no tenía nada que ver con toda esa humanidad que se jugaba la vida en el mar.

Diecisiete países y unas doscientas entrevistas después, me di cuenta de que la palabra refugiado se pronunciaba, sobre todo, en los países de acogida. Para ellos, para los que hablan aquí, esa palabra solo cobra sentido para reivindicar sus derechos, para buscar protección internacional.

¿La palabra refugiado es de consumo occidental?

Según la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados —la famosa Convención de Ginebra, de 1951— refugiado es la persona «que, como resultado de acontecimientos ocurridos antes del 1 de enero de 1951 y debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentra fuera del país de su nacionalidad».

Esos «acontecimientos» eran la Segunda Guerra Mundial. La Convención de Ginebra y la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) se hicieron, al principio, para europeos. Había refugiados ilustres: escritores, pintores, científicos. El refugiado iba acompañado de un aura de prestigio, porque era una persona digna, perseguida, que había huido de la barbarie.

Ahora la guerra ya está deslocalizada y los (no) refugiados también. Tres países —Siria, Ucrania y Afganistán— suman más de la mitad del total. Salvo en el caso de Ucrania, hoy el «refugiado» es una persona indigna, perseguida, que ha huido de la barbarie pero que no encuentra refugio.

Son el 1,3 % de la población mundial. Más de 110 millones de personas: cuatro de cada diez son «refugiadas», las que han cruzado fronteras, y seis de cada diez son «desplazadas internas», las que se quedaron atrapadas en el mismo país. Más del 70 % de las que sí salieron viven en países de renta media y baja: esta no es solo una crisis de Europa, pese a la irrupción de la guerra de Ucrania y la mal llamada crisis de los refugiados de 2015.

¿Son el 1,3 % de la población mundial? Las cifras oficiales de la ONU no incluyen, por ejemplo, a la mayoría de centroamericanos que huyen de las pandillas e intentan cruzar México para llegar a Estados Unidos. Personas que se enfrentan a la muerte si se atreven a volver a casa en países como Honduras, donde cada día hay más asesinatos que en algunas guerras.

Nunca ha habido tantos refugiados como ahora.

Nunca ha habido tantos refugiados en países empobrecidos como ahora.

Nunca ha habido tantas personas que no sabemos cómo llamar, pero que huyen de la violencia y no tienen protección.

Este libro habla sobre estas y aquellas personas. Sobre las que llegaron y las que nunca llegarán. Sobre las que están en Hamburgo, en Oslo o en Barcelona, pero también —sobre todo— en Bangui, Dharamsala, Tapachula o Zatari. Porque ese es el escenario de las poblaciones en movimiento a causa de la violencia: África, Asia, América, Oriente Medio. Y también Europa.

En este libro no hay un retrato tipo del enemigo invasor que una parte de la derecha quiere crear: no hay islamofobia, no hay racismo, no hay una reivindicación de las fronteras.

En este libro no hay un retrato tipo del amigo vulnerable que parte de la izquierda quiere crear: no hay seres angelicales, no hay mentiras piadosas, no hay una reivindicación explícita de las fronteras abiertas.

Pero en este libro no hay una falsa equidistancia: hay personas que luchan, que lloran, que se enfadan, que no se rinden, que lo vuelven a intentar, que lo vuelven a intentar, que lo vuelven a intentar.

Y también hay injusticia. Porque a veces este mundo es una mierda.

* * *

Al atracar en el puerto italiano de Vibo Valentia, el cadáver de Ulet, el adolescente somalí de quince años rescatado en alta mar, fue evacuado en un féretro de madera.

La Policía italiana dijo que estaba buscando un lugar para enterrarlo, que eso no es nada fácil, que esta ciudad es muy pequeña, que no hay sitio en los cementerios de la zona para este somalí que cruzó el Cuerno de África y llegó a Libia, para este somalí que fue masacrado en un centro de detención, para este somalí que ya no tenía familia, para este somalí que trabajó y cocinó y limpió para una gente sin escrúpulos, para este somalí que fue golpeado y humillado, para este somalí que logró subirse a bordo de una patera y cruzar el Mediterráneo, para este somalí que resume todos los éxodos del mundo, para este somalí que tenía el absurdo sueño de llegar a Europa por mar cuando estaba al borde de la muerte, tan solo protegido por una camiseta amarilla de tirantes, para este somalí que murió cuando huía de la esclavitud, para este somalí que murió cuando estaba a punto de ganar.

Para este somalí que nunca fue refugiado.

1. ORÍGENES: ¿Por qué huyen?

«La violencia es cada vez más un asunto de grupos periféricos».

Gilles Lipovetsky, La era del vacío

¿Por qué nos matamos? ¿Qué motivo te empujaría a matar? ¿Empuñarías las armas por tu país? ¿Por valores? ¿Por una bandera? ¿Por tu familia? ¿Has matado? ¿Te sería fácil matar? ¿Crees que el peso de la ley caería sobre ti? ¿Tienes armas en casa? ¿Y si las tuvieras? ¿Dónde están tus límites? ¿Matarías si todo el mundo a tu alrededor lo hiciera? ¿Crees que tu vecino sería capaz de matarte? ¿Y alguno de tus seres queridos? ¿Te han amenazado? ¿Has pensado alguna vez en huir? ¿Cuánto tiempo aguantarías una situación de violencia extrema? ¿Cuál es tu línea roja: que cayeran bombas sobre tu casa, que un ejército rodeara tu barrio, que una pandilla te extorsionara, que un grupo terrorista controlara tu ciudad? ¿Dejarías a tus hijos atrás? ¿Te quedarías? ¿Y si tu hija no quisiera huir? ¿Sabrías adónde ir? ¿Cómo organizarías la huida? ¿A qué esperarías? ¿Te sentirías después con derecho a pedir asilo? ¿A tener un techo? ¿A comer? ¿A quién se lo pedirías? ¿Matarías a los que te obligaron a huir? ¿Por qué no? ¿Y si los que te obligaron a huir fueran los mismos que asesinaron a tu amigo de la infancia? ¿Y si fueran los mismos que violaron a tu sobrina? Y si los mataras, ¿se lo contarías a los que pides que te ayuden? ¿Cuánto estarías dispuesto a perdonar? ¿Aceptarían tus amigos y tu familia que perdonaras? ¿Cuánta energía emplearías en la venganza? Si no mataras, ¿te atreverías a contar lo que te hicieron? ¿En una conversación privada? ¿A la prensa? ¿Te sentirías utilizado? ¿Crees que alguien te ayudaría? ¿Crees que el mundo te escucharía? ¿Por qué a ti sí y a otros no? ¿Hasta dónde llega tu solidaridad? Si escaparas, ¿ayudarías a los que huyen como tú? ¿Qué precio estarías dispuesto a pagar? ¿Compartirías techo con otra familia? ¿Y si no hubiera espacio para tus hijos? ¿Y si la familia fuera del otro bando? ¿Te has sentido alguna vez perseguido? ¿Formas parte de una minoría? ¿Has extorsionado a alguien? ¿Han atacado a los tuyos? ¿Mentirías sobre lo que te ha pasado para que te dieran el asilo? ¿Has sufrido un ataque racista? ¿Has puesto la otra mejilla? ¿Te lo puedes permitir? ¿Hay guerra en tu país? Seguro que alguna vez la hubo. ¿Tus padres son migrantes? ¿Escaparon de la pobreza o de la violencia? ¿O de ambas? ¿Eres migrante? ¿Cómo te han acogido? ¿Hablas su idioma? ¿Alguien habla el tuyo? ¿Acogerías a un musulmán en tu casa? ¿Crees que los muros son necesarios? ¿Y las fronteras? ¿Qué hay que hacer con los «flujos» de población? ¿Crees que alguien tiene que controlarlos? ¿Crees que está bien que llamemos «flujos» a las personas que se mueven? ¿Te sientes amenazado por la gente que huye? ¿Te jugarías tu vida y la de tus hijos subiéndote a una patera sin saber nadar? ¿Qué está pasando ahora mismo en Kiev? ¿Y en Kabul? ¿En San Pedro Sula? ¿En Alepo? ¿Calais? ¿Bangui? ¿Peshawar? ¿Qué piensas de los campos de refugiados? ¿La indiferencia es violencia?

¿Eres refugiado? ¿Tienes la certeza de que nunca lo serás?

* * *

—¿Por qué estáis aquí?

Aquí es el mayor campo de refugiados sirios del mundo. Aquí es el campamento de Zatari, en Jordania. Aquí es una de esas caravanas que dibujan las calles y avenidas de este campo, a las que llaman Downing Street o Campos Elíseos: uno nunca sabe si de forma irónica o romántica. Aquí es la casa en el exilio de una familia siria que huyó de los bombardeos.

—¿Por qué estáis aquí?

Aquí es una esterilla árabe: el padre, sentado junto a mí, sonríe, mira a su hija de cuatro años y prepara su respuesta perfecta.

—Díselo. Explícale a este señor por qué estamos aquí —dice el padre con sorna.

—Sauarij.

Misiles, dice la niña en árabe. Ni siquiera aparta la mirada de sus juguetes mientras pronuncia la palabra, que sale con dulzura de sus labios: sauarij.

* * *

Para la población refugiada es un insulto que le pregunten qué hace fuera de su país. Han salido porque hay guerra.

Durante siglos, en todas las civilizaciones y pese a las más radicales transformaciones sociales, la violencia colectiva se ha expresado de forma incansable a través de la guerra, que ha mantenido su legitimidad social. Está ahí, es humana, aunque la veamos a través de un plasma; a veces, incluso, es necesaria, nos decimos. También es normal que la guerra tenga sus consecuencias, y los refugiados son solo una de ellas, nos decimos. Pero de repente una imagen nos incomoda: un niño muerto en una playa turca, un río de coches intentando salir de Ucrania, una humanidad hacinada cruzando Macedonia en tren, una barcaza yéndose a pique en el Mediterráneo. Sentimos compasión. Pensamos —a la vez— que Europa está siendo invadida (sic) por una enorme masa de gente que huye de la guerra. Decenas de millones de personas en movimiento. Diásporas, huidas, éxodos. Aquel sufrimiento que veíamos como aséptico y lejano —el de las guerras ajenas— empieza a hacer presencia en nuestro mundo.

Y entonces empiezan las preguntas, la mayoría egoístas.

¿Por qué ahora? ¿Por qué vienen todos a Europa? ¿Estamos ante el momento más violento de la historia? ¿Están viviendo otros países que ignoramos su Segunda Guerra Mundial? ¿Qué se puede hacer para que dejen de venir? ¿Cómo se pueden parar aquellas guerras?

(Parar aquellas guerras no para evitar muertes, sino para que dejen de venir aquí).

Y entonces, cuando salimos de nuestro ensimismamiento, de la jaula de nuestros pensamientos circulares, queremos ir a las raíces. ¿Por qué huyen? Y entonces parece que la pregunta tenga sentido. Los orígenes.

Todo ha estallado a cámara lenta. La población desplazada crece en el siglo xxi porque los éxodos que generan las nuevas guerras, como Ucrania, se suman al goteo incesante de conflictos que ya empiezan a alargarse en el tiempo, como Siria, y a otros enquistados, como Afganistán, que hunden sus raíces en la Guerra Fría o en los primeros años del nuevo orden mundial. Más que un mundo donde triunfa la guerra, es un mundo donde fracasa la paz. Afganistán, que durante treinta años —treinta años— fue el país que más refugiados tenía repartidos por el mundo, es uno de los escenarios olvidados que mejor explican por qué estamos aquí: intervenciones extranjeras, intereses geoestratégicos, huidas hacia delante, segundas y terceras generaciones de refugiados en el exilio sin ningún horizonte y, sobre todo, procesos de paz fallidos. En Afganistán todo el mundo perdió la esperanza de que un régimen democrático lograra la paz a través de un diálogo con los talibanes. La retirada por la puerta de atrás de Estados Unidos y la vuelta de los talibanes al poder en 2021 abrió una nueva era: las principales damnificadas fueron las mujeres y minorías como la hazara, que profesa el chiismo. Millones de personas que creyeron en las promesas occidentales se quedaron atrapadas en el país.

La guerra ha cambiado de anatomía. Atrás quedan los grandes conflictos entre Estados ricos que marcaron la primera mitad del siglo xx. Atrás quedan, también, los conflictos típicos de la Guerra Fría entre países apoyados por el bloque capitalista o comunista. El siglo xxi es una época de intervenciones militares extranjeras (Ucrania, Afganistán, Irak), de guerras civiles (Siria, Sudán del Sur), de Estados militarizados contra grupos insurgentes (Pakistán, Etiopía). Negocios, redes, alianzas. Milicias, mercenarios, señores de la guerra, paramilitares: el número y la desigualdad de los actores armados multiplica la incertidumbre. En un mismo conflicto puede haber drones estadounidenses, guerrillas que luchan contra un régimen, participación del Grupo Wagner y voces que, para aderezarlo, piden cascos azules de la ONU. En el mundo hay decenas de conflictos armados, la gran mayoría en África y Oriente Medio. Ucrania abrió una gran herida en Europa. Algunas de estas guerras, si son de inusitada potencia, como fue el caso de Ucrania y Siria, pueden crear enormes movimientos de población, pero casi siempre estos y otros conflictos no declarados causan pequeñas olas de refugiados que se van acumulando a lo largo del tiempo.

* * *

El periodista Thomas L. Friedman dijo que nunca ha habido una guerra entre dos países con un McDonald’s. Es la conocida como teoría de los arcos dorados, nacida de la euforia por la globalización en la década de 1990. Varios conflictos echaron pronto por tierra esta teoría. No es que las democracias capitalistas sean pacíficas, sino que durante unas décadas la guerra se deslocalizó, se alejó de Occidente. El lugar más seguro de la historia de la humanidad es la Europa occidental del siglo xxi, con una tasa de homicidios de uno por cada 100.000 personas al año. Desde ese refugio —que ahora tambalea con la guerra de Ucrania—, hemos construido una nueva imagen exótica de algo que era tan familiar para Europa como la guerra. Hemos concedido a la guerra la inmerecida aura de la mística. Y la hemos imaginado —sin proyecto, sin sentido, sin objetivos— en un escenario africano o islámico.

La guerra es un hecho objetivo, histórico, que tiene lugar lejos de aquí.

Hasta que llegó Ucrania y echó por tierra tantos prejuicios.

Hay dos visiones sobre la guerra. Una: la luz le está ganando terreno a la oscuridad, estamos en el momento más pacífico de la historia, dicen estudiosos como Steven Pinker. La otra: es el momento de la historia con más personas fuera de sus casas a causa de la violencia, dice Acnur; jamás se habían dado tantas crisis humanitarias de forma simultánea, dicen las organizaciones de ayuda internacional.

¿Por qué una u otra realidad deberían cambiar nuestra mirada sobre el mundo? ¿Cuánto estamos dispuestos a soportar? ¿Qué clase de cataclismo cósmico necesitamos para que despierte nuestra solidaridad o, al menos, nuestra curiosidad?

Quizá ninguno.

Solo un relato puede cambiarnos y no simplemente agitarnos.

Solo una historia puede cautivarnos y no simplemente interesarnos.

En este capítulo, el de los orígenes, hay tres relatos sobre la guerra: Afganistán (y Pakistán), la primera guerra del siglo xxi, Siria, una de las guerras más sangrientas del siglo xxi, y Sudán del Sur, la guerra del país más joven del mundo.

No son solo relatos sobre la guerra.

Son relatos sobre nuestro tiempo y sus secretos.

1.1 Refugiado Bin Laden | Afganistán y Pakistán

«El 11 de septiembre llegó en el momento idóneo para justificar el agresivo expansionismo militar de Estados Unidos: ahora que somos también víctimas, podemos defendernos y contraatacar».

Slavoj Zizek, Sobre la violencia

Me llaman por teléfono a primera hora de la mañana porque tengo que cubrir una noticia. Es un amanecer tibio del verano pakistaní y el sol empieza a encender mi despacho oriental. Afuera no hay gritos, no hay helicópteros, no hay vehículos militares. Nada se oye en las calles, nada hace sospechar que la historia de esta parte del mundo acaba de cambiar para siempre.

La noticia es el asesinato del terrorista más buscado del mundo, Osama bin Laden. Las primeras filtraciones dicen que el ataque ha tenido lugar «en las afueras» de Islamabad, donde trabajo como corresponsal. Entre legañas y en pijama, aún incrédulo, buceo entre mis recuerdos del fin de semana, por si había asistido a alguna fiesta en los alrededores de la capital pakistaní y había tenido la exclusiva ante mis narices. En ese momento se te pasan las ideas más extrañas por la cabeza.

Pronto el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, comparece para confirmar la muerte de Bin Laden y explicar que tuvo lugar en Abbottabad, una ciudad de militares jubilados situada a unas dos horas en coche de Islamabad. Subo el volumen de la televisión. Veintitrés Navy SEALs a bordo de dos helicópteros Black Hawk acaban de lanzar una audaz operación para matar al líder de Al Qaeda, que se escondía en una finca de tres plantas, a tiro de piedra de la principal academia militar de Pakistán, dice la versión oficial. Entraron de madrugada, en una noche de luna nueva, lo acribillaron y tiraron el cadáver al mar Arábigo. La fecha quedaría marcada para siempre en el calendario de Pakistán y del mundo: 2 de mayo de 2011.

Tropas de élite norteamericanas. Black Hawks. El refugio de Bin Laden. Pakistán. Tirar los dados.

Habían liquidado a la representación del mal para Occidente, al fanático que justificó una década de países invadidos —y de éxodos—, al responsable de la muerte de miles de personas y de atentados organizados por todo el planeta.

Me visto, preparo la cámara. Mientras llega en coche mi compañero e intérprete pakistaní, Waqas Khan, llamo a todos —todos— los números de mi agenda telefónica que pueden saber algo del tema. Solo me contesta el portavoz del principal partido islamista de Pakistán, el Jamat-e-Islami.

—Osama bin Laden es el líder de una forma de pensar. No está solo. Es el jefe del mayor régimen del mundo.

Llamo a fuentes de inteligencia para saber si el camino está cortado por el Ejército pakistaní, algo más que plausible después de que Estados Unidos violara la soberanía territorial de un país con armas nucleares y gobernado en la sombra por los militares. Un país que rechazaba las acusaciones de Occidente de que daba cobijo a terroristas y que ahora veía cómo un comando de Navy SEALs mataba al líder de Al Qaeda no en la inhóspita frontera con Afganistán, sino en una ciudad repleta de cadetes pakistaníes.

Cuando estoy a punto de salir de casa y subirme al coche con Waqas, mi compañera de piso se levanta y, despeinada, se dispone a desayunar.

—Parece que han matado a Bin Laden —bosteza—. Hoy tendrás un día ocupado, ¿no?

* * *

Todo empezó al otro lado de la frontera, en Afganistán. Con las Torres Gemelas aún humeantes, en octubre de 2001, unos 40.000 soldados estadounidenses invadieron Afganistán apoyados por 400 aviones militares para derribar al régimen talibán y desmantelar a su huésped, la red terrorista Al Qaeda. Los grandes canales de televisión retransmitieron en directo la onírica persecución del responsable del 11-S, el saudí Osama bin Laden, que logró cruzar, quizá en motocicleta o a caballo, la montañosa frontera entre Afganistán y Pakistán, la célebre Línea Durand. Al igual que miles de yihadistas, Bin Laden instaló su nueva base de operaciones en Pakistán. Son dos países cuya historia no se puede desligar: AfPak es el revelador acrónimo acuñado por la diplomacia estadounidense para referirse a la región. Para Washington, era un teatro de operaciones conjunto. AfPak.

Pese a ser el escenario donde se desarrolló la primera gran guerra del siglo xxi, los focos mediáticos nunca alumbraron el sufrimiento de los millones de refugiados que vagan por la región, ni siquiera cuando comenzaron a llegar a Europa. Cuando los norteamericanos pusieron sus botas sobre este rincón del planeta, no era una página en blanco. Ya había dos millones de refugiados afganos en Pakistán y 1,4 millones en Irán, a causa de más de dos décadas de guerra e inestabilidad. Otro éxodo estaba a punto de desbordarse en los albores del nuevo siglo.

Esta parte del globo ha sido siempre una pesadilla para los ejércitos extranjeros. Con un tamaño parecido al de la península ibérica, Afganistán tiene unos 40 millones de habitantes, menos que los de España sola. Sin salida al mar y dividida entre norte y sur por las cordilleras de Hindu Kush y Pamir, Afganistán ha sobrevivido pese a estar rodeada de tres grandes civilizaciones y los imperios que allí se instalaron: Persia al oeste, Asia Central al norte y el subcontinente indio al sureste. Los historiadores han tirado de épica para describir las sonadas derrotas militares que allí se han producido. «Cementerio de los imperios». «Corazón de Asia». «La gran encrucijada».

Los civiles han pagado cara esa ubicación estratégica. El escritor afgano Saboor Siasang cuenta la historia de un hombre que, pese a detestar la política —o eso decía—, colgaba sistemáticamente el retrato, enmarcado en oro, del gobernante afgano del momento. A su esposa no le gustaba esta costumbre, cada vez más asidua dado el cambiante escenario político afgano y la sucesión de guerras. Así que aceptó la propuesta de su hijo, que quería sustituir el retrato por un mapa de Afganistán. Cuando lo hicieron, la casa fue acribillada a balazos.

Un día me pareció haber conocido a ese hombre que siempre sabía qué cuadro colgar en su casa.

Desde el principio de la invasión norteamericana, uno de los lugares favoritos de los talibanes para colocar artefactos explosivos era la carretera que unía Kabul con el aeropuerto. Taxis amarillos, niños con mochilas cruzando sin mirar, convoyes de la OTAN con un soldado apuntando desde la torreta, coches destartalados, afganos con turbante circulando en bicicletas, todoterrenos de organizaciones humanitarias: un desfile de las contradicciones de la guerra, del despilfarro y la pobreza, divididas por una delgada mediana.

Era julio de 2010 y Afganistán estaba gobernado por un régimen apoyado por Occidente y sus tropas. En los márgenes de la carretera, como si fuera un río alrededor del cual crece la vida, afloraba basura en la que husmeaban cabras negras. Controles militares, dispersión de pájaros, bullicio, polvo, comerciantes, rostros desmoronados.

—Mi hijo perdió la vida en un atentado en esta carretera —me dijo un vendedor con la mirada perdida en el tráfico—. Cualquier cosa que dijera sobre lo que pasa aquí sería profanar su memoria.

Desde la carretera que tenía hipnotizado al comerciante nacían callejuelas donde el ruido se desvanecía: un barrio con una historia de dolor a cada paso, con senderos abandonados, con puertas metálicas azules. Detrás de una de ellas vivía Mohamed Khan, un funcionario jubilado del Ministerio de Transportes.

El 15 de agosto de 2009, cinco días antes de unas elecciones presidenciales marcadas por el fraude, Mohamed se dirigía al Ministerio para cobrar su pensión. Un suicida al volante de un todoterreno cargado de explosivos se hizo estallar cerca del cuartel de la misión de la OTAN y de la embajada de Estados Unidos, en el corazón de Kabul. Siete personas murieron y 91 resultaron heridas.

Son números: los que encabezan las noticias de atentados, los que supuestamente sirven para explicar lo que pasó, los que parecen describir de forma quirúrgica el alcance de la muerte y el dolor.

Mohamed fue uno de los 91 heridos.

—De repente, llegó un vehículo y estalló. Quedé gravemente herido. Estuve cuatro meses en el hospital. Me sometieron a tres operaciones en el estómago, en el hígado, en...

El anciano detuvo su explicación. Se levantó la túnica ocre y mostró un vientre hinchado, plagado de cicatrices infectadas. La cirugía le costó 40.000 afganis, unos 425 euros. La renta per cápita de Afganistán no llega a los 400 euros.

—No puedo mantener a mi familia —dijo mientras acariciaba la cabeza de su nieta, que se había dado un coscorrón.

—¿Es este uno de los peores momentos para Afganistán?

—¿No lo ve usted? Todo el mundo lo ve —contestó el anciano, algo enfadado por mi absurda pregunta—. Bueno, yo ahora tampoco puedo opinar mucho, porque me paso el día en la cama.

Mohamed se quedó cabizbajo. Su orgullo estaba herido: por él mismo. Así que reaccionó. De repente, alzó el bastón y se proclamó «revolucionario», promotor del cambio, soñador. ¿A qué se refería con «revolucionario»? El anciano aclaró que esa palabra no tenía nada que ver con el comunismo, no tenía nada que ver con los regímenes que la Unión Soviética instaló en Kabul durante la Guerra Fría. Él no estaba a favor de Rusia. Ni de Estados Unidos, que invadió su país a principios de este siglo. Ni de los talibanes, que ahora amenazaban con volver al poder. Él era un revolucionario porque, aunque estaba jubilado, no perdía la esperanza de que el pueblo afgano levantara cabeza.

Mohamed no era de nadie. A sus sesenta y cinco años no necesitaba que le explicaran el cuento del retrato del gobernante y el mapa, porque lo había sufrido durante toda su vida.

—No tengo ninguna opinión sobre el proceso de paz entre el Gobierno afgano y los talibanes —dijo al concluir nuestra charla, sentado y con la mano sujetando el bastón—. Hay que apoyar a este Gobierno, porque es el Gobierno que tenemos ahora.

* * *

Salgo en coche desde Islamabad rumbo a la última morada de Bin Laden, en Abbottabad, ese pueblo flanqueado por colinas con el que el viajero tropieza cuando la legendaria carretera de Karakórum, una de las más altas del mundo, empieza a empinarse de verdad. Hay dos rutas para llegar. Para evitar los controles, o quizá embelesado por la montaña, escojo la ruta menos directa y más bella, porque serpentea la carretera de Karakórum y atraviesa apacibles pueblos pastunes, entre ellos Murree, un enclave turístico que la clase alta visita durante el fin de semana. Aquí no hay ni Alá: vía libre. No se observa ninguna señal de que aquella operación de dimensión global se haya producido de verdad. Al volante, mi compañero Waqas adelanta a esos enloquecidos camiones de Pakistán, homenaje oriental al horror vacui: orgía de colores, espejos, versos en urdu, maderas, motivos religiosos. Dejamos atrás a un hombre que sube la carretera a caballo, enfundado en un camisón crema y unos pantalones anchos, el tradicional shalwar kamiz.

Los periodistas sabíamos que Osama bin Laden se refugiaba en esta insondable parte del mundo, pero el fin de su líquida biografía parecía, otra vez, ficción. Había algo en su trayectoria vital y en el guion de su muerte —una máscara, una exageración— que desvelaba el espíritu de un cambio de época. El castillo de conspiraciones y paranoias, de tabúes y miedos alrededor del terrorismo y el islamismo en AfPak parecía tambalearse. En la gente se percibía una mezcla de escepticismo y alivio. De conciencia de participar en un circo.

Llego a Abbottabad.

—¿La casa de Bin Laden?

—Por ahí —señala con una sonrisa picarona un pakistaní de Abbottabad, vecino de Bin Laden, que no duda en invitarme a un té. No parece el mejor momento.

Los militares son los que finalmente me dan el alto cuando ya estoy a punto de llegar a meta. Este remanso de paz es el barrio residencial de Bin Laden, Bilal Town, que está acordonado por las fuerzas de seguridad. No puedo ver la casa, que descansa en un claro de 3.500 metros cuadrados cercano a ese cordón. Hablo con algunos vecinos para ver si pueden colar un móvil o sacar alguna imagen de la casa, pero piden demasiadas rupias y el presupuesto de la agencia EFE no permite tales dispendios. Cuando intento derribar el control militar por las bravas, un soldado me pone la mano en el pecho.

—Algunas cosas deben mantenerse en secreto —dice con ridícula altivez.

Mientras los periodistas amenazamos con amotinarnos, el único que deambula por allí con una sonrisa, con la satisfacción del deber cumplido, es el corresponsal de ABC News, Nick Schifrin, que ha conseguido imágenes exclusivas del interior de la casa —sábanas ensangrentadas, medicamentos, caos—, seguramente gracias a los primeros agentes que inspeccionaron la vivienda.

Los vecinos no se lo creen.

—Es todo una comedia montada por Obama para sacar a sus tropas de la guerra afgana —dice Faisal Ilyas, un funcionario de Abbottabad que vive a pocos kilómetros de la casa del jeque.

Incredulidad, escepticismo, cinismo.

—No es verdad, es un cuento de Estados Unidos —repiten todos con los que hablo.

Solo aquellos ojos frescos de los vecinos, entre miedosos e indiferentes, excitados y cautos, cuentan sin querer que Osama bin Laden ha muerto y que no sabemos qué hacer: una desorientación que tiene como banda sonora el murmullo de los ubicuos televisores que la gente sigue con atención en las tiendas, los comercios, los pisos a pie de calle.

¿Qué se puede contar desde allí? Solo se puede hablar con los vecinos, ver, tocar, sentir el final de una etapa: observar cómo la región, otra vez, se va por el sumidero de la historia, pierde el poco interés que el mundo tenía en ella. Y, sobre todo, dudar. La imagen que más se recuerda de aquella operación contra Bin Laden no es de Pakistán, del lugar de los hechos, sino del equipo de seguridad nacional de Estados Unidos en la Situation Room de la Casa Blanca, con un Obama adusto y Hillary Clinton tapándose la boca.

Así es nuestro tiempo.

* * *

En 2007 me pegué una de las mejores vacaciones de mi vida, no muy lejos de donde mataron a Bin Laden. Visité el idílico valle de Swat con un amigo. Era conocido como la Suiza pakistaní. Nos alojamos en un hotel de lujo semiabandonado, rodamos por las carreteras de Swat con un pastún que nos hacía de conductor y guía y que ponía la música de un casete a todo trapo mientras nosotros asomábamos la cabeza por el techo roto del coche, como si fuera un descapotable, gritando no sé bien qué. Swat: solo el murmullo de un río y su chasquido contra las rocas, teleféricos que cuelgan de cables pelados, gasolineras mínimas, recodos por los que corre la brisa pero no el tiempo, puestos para comer carne a la olla.

Solo unos meses más tarde, los talibanes tomaron el valle de Swat e implantaron la sharía. Allí, el grupo integrista estaba liderado por el mulá Fazlulá, más conocido como mulá FM por sus arengas radiofónicas a los lugareños para que empuñaran las armas, y que se paseaba por el valle en un caballo blanco.

Este enclave turístico convertido en campo de batalla era el desconocido escenario de uno de los mayores éxodos de la región. Dos millones —¡dos millones!— de personas huyeron del conflicto en el valle. Son los desplazados internos, los que no cuentan como refugiados, los que no han podido salir de su país para recibir protección internacional. Dos millones es una cifra espectacular que pasó desapercibida en medio del terrorismo, la yihad, la desestabilización del país, la seguridad y todas esas palabras chapadas de amenaza que siempre son la cáscara de una realidad mucho más profana y dolorosa: la de gente muriendo y huyendo de las bombas.

En 2009 Swat saltó a las portadas de la prensa internacional cuando los talibanes se situaron, conquista tras conquista, a unos cien kilómetros de Islamabad, más al sur, y arreciaron las especulaciones sobre qué pasaría si los integristas se hicieran con el arma atómica. El revuelo empujó al Ejército a lanzar una operación militar para desalojar a los talibanes del valle. Ese fue el contexto en el que Malala Yousafzai, la estudiante pakistaní que escribía un blog para la BBC sobre la vida bajo el yugo de los talibanes, estuvo a punto de ser asesinada. Convencida de su causa, Malala desafió a los integristas, defendió los derechos de las mujeres y acabó convirtiéndose, con tan solo diecisiete años, en la ganadora más joven del Premio Nobel de la Paz.

En medio de aquel infierno, y en una zona del valle que las autoridades pakistaníes habían reconquistado, el Ejército lanzó un llamativo programa piloto para convencer a los periodistas de que estaba reinsertando a los talibanes en la sociedad. La idea era reformar a insurgentes y potenciales «terroristas» en dos centros educativos. El movimiento talibán pescaba en familias desestructuradas y de bajo nivel socioeconómico, pero, aunque el tópico diga que el terrorismo aflora entre la pobreza, funciona mejor la explotación de agravios: el hijo de un pakistaní muerto en una ofensiva militar era el recluta ideal de los talibanes.

Los militares nos dieron folletos en los que se indicaba que el 40 % de los alumnos se presentaban de forma «voluntaria» a estos programas y que otro 40 % eran insurgentes que habían sido arrestados por las fuerzas de seguridad y luego metidos en las aulas de esta especie de reformatorios. Centros de desintoxicación. Clínicas de rehab religioso y social.

—¿Por qué viniste aquí? ¿Te convencieron o acudiste voluntariamente?

—Vine aquí por mí mismo, decidí hacerlo. Quiero ser electricista —respondió uno de los estudiantes, de veintidós años. Todos habían sido bien adoctrinados para responder con decoro a la prensa.

En el centro de formación para adultos, era conmovedor observar a insurgentes que habían dejado el kaláshnikov absortos en tareas de reparación eléctrica y de motores, carpintería e incluso costura y bisutería: había un grupo que ensartaba bolitas de colores para confeccionar pulseras que ahora causarían furor en un mercado hípster.

Durante toda la visita no me pude quitar a los militares de encima. La seguridad era el pretexto del Ejército para controlar a la prensa. Los periodistas no podíamos, sobre el papel, aventurarnos sin permiso fuera de Islamabad, Karachi y Lahore, las grandes ciudades pakistaníes. Lo hacíamos igualmente, porque el permiso muchas veces no llegaba. Pero había tanto contacto con los militares, para bien o para mal, que al final se creaba una suerte de extraña y peligrosa camaradería, de comprensión mutua.

Al inicio de aquella visita a los centros de rehab de Swat, el soldado que nos acompañó día y noche hizo un aparte conmigo en uno de los numerosos controles militares para decirme que no podía seguir, que tenía que volver a Islamabad porque no tenía los permisos necesarios para ir a Swat, que ya sabía que con eso eran muy estrictos. Me gastó una broma. ¿Cómo no iba a tener autorización si iba en su convoy? Se echó unas risas a mi costa. Así transcurría la vida en Pakistán, entre la certidumbre de que meterte en algunos sitios era jugarte la vida y la sensación de que parte de aquel tinglado surrealista era un montaje.

* * *

Menos de veinticuatro horas después de la llegada de la prensa al barrio de Bin Laden, las autoridades pakistaníes deciden por fin abrir la cinta y dejar que pasen los reporteros. Entramos en estampida, como si fueran las rebajas. Comprobamos que, efectivamente, la finca se halla en el centro de una tierra cultivable que está a tiro de piedra de la Academia Militar de Kakul, el West Point pakistaní, la cuna del Ejército. Un lugar supuestamente vigiladísimo: allí se formaban los cuadros militares de Pakistán.