No todo va a ser sexo - Julio Teruel - E-Book

No todo va a ser sexo E-Book

Julio Teruel

0,0

Beschreibung

Potente colección de treinta y un relatos que abordan todos los ángulos de dos de los temas capitales de la literatura y el arte: el sexo, así como su pariente pobre: el amor. Pulsiones, lujurias, tentaciones, ensoñaciones y fantasías se dan cita en este huracán de sentimientos que llegan a lo más profundo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 164

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Julio Teruel

No todo va a ser sexo

Prólogo JIMMY BARNATÁN

Saga

No todo va a ser sexo

 

Copyright © 2015, 2022 Julio Teruel and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728395974

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Prólogo

Conocí a Julio cuando los dos alcanzamos la edad de los quince años. Entonces eran dulces días de instituto, soleadas noches de descubrimientos, sentidas escapadas a primera hora de la mañana, comprometidas fugas, clases saltadas y buenas lecciones aprendidas. Eran días de canutos y letras. Pintados, siempre, con el esmalte de las letras.

Recuerdo que me pareció un tipo muy interesante desde el primer encuentro en el patio, en aquel patio casi carcelario, rodeados de carpetas forradas, acorralados por mochilas correosas y cercados por los cuadernos repletos. Con lo odiosos que son los cuadernos repletos... Interesante, digo, no solo por su escrupulosa manera de contar, si no por su estricto y pragmático modo de mirar lo que cuenta. Por su forma tan apasionadamente tranquila de vivir lo que mira y cuenta.

Nuestra amistad siempre ha estado pintada con el esmalte de las letras. Satinada en vericuetos de palabras, barnizada con personajes ficticios, así como sus nombres. Patinada en inquietudes que en forma de largas charlas en la filmoteca, de apreciaciones milimétricas en alguna fonda ya sin nombre y en disertaciones sobre lo divino y lo humano — afortunadamente para ambos, más sobre lo humano que lo divino— han acercado nuestra peculiar pero a la vez simétrica actitud ante las historias mínimas que la vida nos brinda. Ante las historias mínimas que vemos, que miramos, que advertimos que la vida nos brinda.

Desde entonces hasta hoy hemos tenido oportunidad de llorarnos en los hombros, y no siendo tan niños ya, que es cuando se llora. De reírnos en los bares de carcajada dipsómana, de deliberar en prefijadas esquinas y de compartir altos secretos y bajas simplezas. Y siempre pintados con el esmalte de las letras. Y siempre con la historia individual que es bandera compartida, con la historia de cada uno, que son miles y millones de mínimas y máximas subtramas.

 

Porque precisamente Julio nos acerca en su libro, con verbo audaz y moderno y pulcro y nuestro, esencialmente a la belleza de lo cotidiano. A la belleza del drama de lo cotidiano. A lo trascendente de lo cotidiano.

Y en esa aparente contradicción reivindica la individualidad de lo simple, la genialidad de las historias mínimas que son máximas.

Es fastuoso revisar las fotografías de un álbum de relaciones amorosas ajenas y descubrir con el paso de los retratos, que los rostros mutan y se convierten en los nuestros. Que la peculiaridad, la individualidad de sus palabras serpentea perversa hasta hacerse nuestra. Se deja seducir hasta formar parte de nuestra propia historia. Las fotografías, las imágenes, los retazos que Julio nos muestra, ganan en intensidad de principio a fin intencionadamente, porque de manera ascendente como el propio enamoramiento, acumulan nudos sentimentales, contracturas amatorias que afortunadamente disponen del humor como bálsamo, como placebo, como caricia contra la piel enferma del enamorado. El humor fino y a la vez desgarrado, contra el inevitable sufrimiento, contra la amarga angustia que el que ama, padece.

El humor y el amor, que palabras tan distintas, que fonemas tan parecidos...

 

...Y así, en un taxi, con lluvia otoñal golpeando contra la ventana, parado en un semáforo en ámbar presa de un atasco más de la capital, miro a una joven pareja cortejándose. Ella, sibilina, juguetea con sus coletas de púber y él se agarra a la enorme y casi francesa verja de la Biblioteca Nacional, tratando de ganar el vigor necesario para decirle que la quiere. Se miran, se acercan. Se adoran pero no se lo cuentan.

La avenida se descongestiona de golpe, y la pareja de enamorados, de fervorosos enamorados, se pierden entre el gentío de la capital. En el gentío de otras fotografías.

 

¿Ven? ¡Levanten la vista del volumen por unos instantes y miren a su alrededor! ¿Ven como las palabras, las letras que tiene esmaltadas Julio Teruel, ven como las tatuadas historias que nos cuenta, se inyectan como el más perfecto de los venenos para hacerse nuestras?

Jimmy Barnatán

A mis padres, porque es obvio...

Y a Paula, por todo lo demás.

No todo va a ser sexo

Komodo

Si quieres que dos dragones de Komodo se reproduzcan en cautividad has de separar al macho de la hembra, pero dejando que se vean a través de un cristal que divida la estancia del macho de la de la hembra. Así, sabiendo de la existencia del otro, el celo va haciendo su trabajo, preparando a ambos ejemplares para la cópula. Juntarles antes de tiempo podría resultar en fracaso caníbal. En el zoo de Rotterdam optaron por esta separación forzosa y temporal de sexos, y pusieron el champán a enfriar.

La parcela de los varanos es una finca que ya quisieran muchos terratenientes. Allí, los responsables del zoo de Rotterdam recrearon con mimo las condiciones de Komodo. Plantas autóctonas, una temperatura igual a la que se registra en el archipiélago indonesio, una humedad justa, los mismos colores, parecida luz. El mundo acotado por paredes de vidrio, para que los protagonistas puedan espiarse, ansiarse, y también para que los voyeurs, los visitantes del zoo, conozcan al reptil más grande del planeta, un ser prehistórico que nace pesando 120 gramos y puede morir con 120 kilos y con las gónadas más o menos hinchadas.

La estancia de los dragones está dividida a la mitad por estructuras de cartón piedra que simulan montañas y por esa plancha de vidrio a través de la cual el macho ve a la hembra, y la hembra ve al macho. Solo cuando ambos animales estén preparados se les juntará en un brutal desafío a la naturaleza. Solo se había intentado una vez criar dragones de Komodo en cautividad y fue un fiasco. Mordiscos y violencia, pero sin amago de coito.

Se sabe que los dragones de Komodo, en su infancia, trepan a los árboles. Los zoólogos teorizaban que ésta es una afición que pierden cuando crecen. Como los humanos, que dejan de jugar según cumplen años y ganan metros. Eso dicen los que creen que saben. Pero hay humanos adultos que juegan con sus hijos en los parques, con sus amigos en las vacaciones, y con sus parejas en la cama. Y a los reptiles de Rotterdam, sin hijos y sin amigos, solo les quedaba una opción para volver a ser jóvenes. Ah, qué error menospreciar la libido cuando lo único que rige es el cerebro reptiliano.

La hembra, deseosa de rozar las escamas del macho, decidió trepar uno de los muros de cartón piedra, rememorando viejos tiempos, obviando el cartón y añorando la piedra. Desafiando teorías, consiguió llegar hasta arriba, pues el muro no llegaba hasta el techo de la enorme jaula. Pensaron los cuidadores que para qué levantarlo más si los dragones no escalarían. Así, estando ella allá arriba, posiblemente mirando al macho allá abajo, y éste mirando sin dar crédito a esa hembra valiente allá en lo alto, solo quedaba bajar, y consumar, por fin, que ya estaba la tentación enhiesta gracias al quiero y no puedo, gracias a un cristal puesto allí para excitar, pero sin tocar, como en las cabinas de un sexshop, como en las cárceles de máxima seguridad, como en los escaparates. Suponemos que tras tiempo de estudio y meditación la hembra concluyó que no había otra manera de descenso que dejarse caer. Todo el mundo sabe que la supuesta ley de si sabes subir, sabes bajar, no tiene por qué cumplirse. Para subir hay que ser fuerte y tenaz. Para bajar hay que ser hábil y ligero. Ella sabía qué era y qué no. Así que, sin contar hasta tres, sin rezarle a nadie, sin hacer caso a nada más que al olor del macho, nervioso allí abajo como novio primerizo que era, ella se dejó caer. Cinco metros de vuelo vertical para reunirse con la pareja prometida. Y después, ah, después solo quedaba el goce, la recompensa a la espera al otro lado del cristal, juntarse al fin.

Al impactar contra el suelo, ya en el lado del macho, la hembra aterrizó mal, se fracturó una pata, y el hueso desgarró una arteria. El sangrado interno mató a la lagarta, que se quedó retorciéndose a la vera del macho, que solo podía mirarla con el mismo deseo que antes, cuando había un cristal de por medio.

Antes te oí llorar

—Que escribas —me repitió ella, imperativa.

—Que me folles —repliqué yo, peleón.

 

Un rato después, desnudos en la cama, obedecí y con la punta del índice dibujé las primeras palabras del relato en su espalda. Ella se agitaba por las cosquillas que hacían las comas en su columna vertebral. El punto y aparte no llegó hasta que alcancé el coxis. Acariciándole el culo me olvidé de ese primer párrafo que, la verdad, parecía estar bastante bien.

A la noche ella quiso cocinar y yo me senté ante el ordenador. Ella asomaba la nariz desde la cocina y resoplaba ante el inmovilismo de mis dedos. Olía bien el guiso.

Cenamos con poca ropa y menos hambre. El vino no motivó ninguna conversación y ninguno tuvo ganas de postre. Recogí la mesa mientras ella fumaba en el sofá, con las rodillas abrazadas y mirándose las uñas rojas de sus pies. Me lié un cigarro a su lado y fumamos estudiando la pared de enfrente. Anunció que se iba a la cama a leer y yo solo me di cuenta de su ausencia cuando miré a mi vera y era el gato el que ocupaba ese lado del sofá, aprovechando el calor que ella había dejado. La oí llorar y no me moví.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que me di cuenta de que la bombilla de la lámpara se había fundido y me había quedado en penumbra, solo, medio desnudo y con los ojos ansiando pestañear. Me moví despacio, como una estatua de piedra a la que por un extraño hechizo se le da la vida. Llegué hasta la cama y me quedé mirándola. Me maldije por construir desde el inconsciente una sonrisa compasiva.

Me deslicé en mi hueco de la cama, estirado como un muñeco rígido e intentando adivinar el techo, allá arriba, lejos, muy lejos me parecía, como si yo fuera cada vez más pequeño. Aun sabiendo que todo era invento de mi cerebro, me asustaba esa sensación. Percibía que ella se distanciaba de mí, aunque su cuerpo no se movía y podía rozar su pelo. Como cuando en las películas hacen zoom con la cámara mientras la alejan, distorsionando el espacio, provocando un efecto embudo, yo me quedaba en la parte ancha y todo era succionado hacia lo estrecho. Un agujero negro que lo traga todo, menos a mí, inmóvil, testigo de la deformidad del entorno. Hasta que ella habló y me sirvió de prueba de que no estaba solo ante la destrucción.

—¿Estás bien?

Parpadeé rápido, recuperando la noción del espacio. Ladeé despacio la cabeza y me enfrenté a su mirada.

—Sí.

Mentí.

—Estás sudando una barbaridad.

No me había dado cuenta. Pasé la mano por mi frente, parecía que acababa de salir de la ducha.

—Sí, no sé. He tenido una sensación rara.

Ella no dijo nada, pero yo sabía que su ceño fruncido quería saber más.

—Era como si de repente todo a mi alrededor se alejara, pero muy raro, porque claro, yo veo que está todo en su sitio, pero, no sé, todo parecía irse. Muy raro.

Me callé y ella también.

—Antes te oí llorar.

Una de esas frases que no llevan a nada. Si yo la había oído ¿por qué no había acudido a ver qué pasaba? Porque lo imaginaba y no había nada que hacer. Era obvio, tanto el motivo de sus lágrimas como mi reacción invisible. Pero aun así reconocí que me había enterado. Ella cogió aire.

—Sí. Porque parece que todo se aleja. Que se pierde. Tardé medio segundo en contestar.

—Yo no quiero perderte.

Ella sí pensó su réplica.

—Pero tal vez no dependa de ninguno. Tal vez sea, simplemente, que esto no funciona. Yo espero de ti cosas que no debería. Tú esperas de mí cosas que no te voy a dar.

Otra vez, el agujero negro. Y yo como el astronauta que lo ve desde lejos, boquiabierto, asomado al ojo de buey de una nave cara.

—¿Lo estamos dejando?

El techo había desaparecido. Las paredes habían sucumbido. Ella flotaba a años luz y yo, náufrago de mi océano, solo tenía una cama como balsa.

—Sí.

La pregunta demandaba un monosílabo, y ella me lo dio, pero me quedé insatisfecho. No sé qué explicación quería, que circunloquio me habría gustado oír, que subjuntiva estaría a la altura de unas expectativas que ni yo mismo conocía.

No nos movimos. Ella se dio la vuelta, se puso en posición fetal. Yo seguí tumbado boca arriba, los dedos de los pies estirados, la mirada siguiendo al techo en su vuelo hacia ninguna parte. Tenía la boca seca.

—Buenas noches.

Claro, buenas noches. No serían buenas para ninguno de los dos, pero la educación lo primero. No contesté.

—Vuelve a escribir, por favor.

Cerré los ojos, negué con la cabeza. Creo que dormí.

 

Al día siguiente ella recogía unas pocas cosas mientras yo me duchaba, dejando que el agua correteara por mi cuerpo y sin hacer el más mínimo amago de poner la esponja en funcionamiento.

Cuando por fin salí, ella esperaba junto a la puerta, fumándose un cigarro en ayunas y procurando sonreír, no sé si con ternura o con lástima. Pero no me gustó la sonrisa.

—Hablamos ¿vale?

O no, pensé yo. O tal vez no volvamos a saber el uno del otro, porque para qué, si esto empezó en forma de relación y una amistad no se concibe porque no la hemos practicado. Pero asentí con la cabeza. Ella se acercó un poco a mí, pero luego pareció arrepentirse. Agarró la maleta, miró al suelo, me miró de nuevo, apagó su cigarro y se afianzó al pomo de la puerta como el marinero que se aferra a un cabo en plena tormenta.

Giró el pomo y volvió a sonreír, pero esta vez no emanaba ni ternura ni lástima, al menos no hacia mí.

—No me odies ¿vale?

Al cerrarse la puerta contesté, a nadie, al aire que me acompañaba.

—Claro que no.

Mírame, mírame, mírame

Me levanto por las mañanas sabiendo que voy a estar por encima de todos vosotros. Odio madrugar, como cualquiera al que le guste el sueño, pero sé que al poco de apagar el despertador, me erigiré sobre vuestras cabezas, os veré desde arriba, vuestros pelos o su falta, vuestros gorros y sombreros, las ideas que se os escapan, los deseos que no sabéis ni proyectar. Os contemplaré más cerca del cielo, y vosotros ahí abajo, caminando, corriendo, deteniéndoos, tropezando.

A unos pocos os veo trabajar a pocos metros de mi nariz, y os doy el mayor de los regalos: el mundo y la vida que lo corroe. Para que cuando apartéis vuestros ojos asmáticos de cualquiera de las pantallas que os atrapan, ceros y unos, ceros y unos, os deis cuenta de nuevo de lo que hay ahí fuera. Aquí fuera. Donde yo habito. Donde soy emperador, sin súbditos reconocidos, pero con fieles que ni saben que lo son.

Os regalo mirar, y no habéis aprendido a verlo.

Canto y no me oís. Tarareo y no lo percibís. Pero canto y tarareo, y no me importa la audiencia. Soy como el jilguero, que no puede reprimir sus ansias de estremecer tímpanos sensibles, y al que le importa poco que no se le preste atención... excepto cuando busca a su pareja. Ay, si no contesta.

Ay, si no contestas.

Te canto y te tarareo y ni tus auriculares ni el hilo musical te permiten atenderme. Me dejo los pulmones, me irrito la garganta, fuerzo las cuerdas vocales. Pero tú... ceros y unos, ceros y unos. Y hay infinitos números. Y a ti se te han olvidado. Y yo te canto y te tarareo y tú naufragas en el LCD, que ni canta ni baila, pero te obnubila como yo deseo hacerlo todas las mañanas, cuando madrugo, cuando te huelo a mi lado... si ni siquiera he rozado tu pelo. Pero juro que te huelo a mi lado.

Mírame, mírame, mírame.

Limpio los cristales de tu oficina una vez cada dos semanas, cuando me toca regalaros a los de Hendriks & Hendriks el sol, la lluvia, las nubes, las hojas que vuelan, los pájaros que pasan tan cerca, tan cerca, que casi asustan.

Hago nítido el mundo para ti, y no giras la cabeza. No agradeces lo que te doy. No sabes, supongo, que existo, aquí afuera, aquí arriba, y tú ahí dentro, tan a dentro que me entran ansias de espeleología.

Mírame, mírame, mírame.

Me regalaría un diamante, para romper el cristal que nos sirve de frontera, convertirme en inmigrante, en buscavidas, en superviviente de tu entorno.

Nunca te regalaría un diamante, porque si ni tú ni nadie de los que te rodean y te hacen gris, cuando estás llena de colores, se percatan de mi presencia, de lo que hago por y para vosotros, cómo ibas a apreciar algo tan pequeño, tan material, tan caro como un diamante. Yo te obsequio con la vida, y tú no respondes.

Mírame, mírame, mírame.

Y cuando por fin me miras, cuando por fin apartas la vista de tu portátil por un impulso que no acertamos a adivinar, obedeciendo a mi imperativo por triplicado, dejo de cantar, incapaz de cerrar la boca, de pestañear, de respirar. Y se me cae el haragán para vidrios, modelo Ergo-Tec Unger, mis pies se asustan y se alejan hacia atrás, mis muslos tocan la barra protectora de mi plataforma, mi equilibrio deja de existir, porque me miras, solo porque me miras, y vuelo hacia abajo, hacia donde estáis todos vosotros, andando, corriendo, deteniéndoos, tropezando.

Caigo, ahora caigo, ahora que me miras y ya no me ves, ahora que tienes el cristal de tu oficina tan limpio que puedes asistir al espectáculo que te he ofrecido siempre y que ahora concluyo. Y cuando te arriesgas a bajar a ras de suelo, a la tierra, esa que abandono todas las mañanas, ves mis sesos en el asfalto, y una sonrisa estúpida en mi cara que ni el horror del vértigo ha podido borrar. Ahora que me miras, ahora te das cuenta.

Luces rojas

Ya no corro. Ya no aguanto la respiración.

Me doblo sobre las rodillas, boqueo lento y parpadeo rápido.

Miro hacia atrás, no sé muy bien por qué, sé de sobra que nadie me sigue. Que nadie me ha visto. Que nadie sabe.

Pero miro hacia atrás.

A lo lejos, la luz de casa, titilando. El coche con el motor encendido junto al portal. La radio escupiendo rap, que no oigo pero podría tararear.