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¡Iba a reclamar la noche de bodas que le debía! El jeque Zahir Ra'if Quarishi escandalizó a su gente cuando tomó a una mujer occidental como esposa. Y casarse con Sapphire Marshall resultó ser el mayor error que Zahir había com etido en su vida. Tan fría e intocable como los zafiros, la joya de la que provenía su nombre, Sapphire se escapó de su reino antes de compartir el lecho matrimonial, dejando a Zahir afrontar su vergüenza solo, y con cinco millones de libras menos en su cuenta bancaria. Pero su exesposa había sido vista en el desierto de su país y, antes de que pudiera escapar de nuevo, Zahir decidió borrarla de su mente de una vez por todas.
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Seitenzahl: 222
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.
NOCHE DE BODAS CON EL JEQUE, N.º 83 - Agosto 2013
Título original: The Sheikh’s Prize
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3499-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Zahir Ra’if Quarishi, rey de Maraban, un estado del golfo pérsico, saltó de detrás de su escritorio cuando su hermano menor, Akram, entró de repente en su despacho.
–¿Qué ocurre? –exigió saber Zahir, estirándose hasta su metro noventa de altura y tensando el delgado y poderoso cuerpo como habría hecho el oficial del ejército que había sido, listo para incorporarse a la batalla.
Con el rostro más rojo de lo normal, Akram se paró en seco para hacer una reverencia al recordar, algo tarde, la etiqueta de la corte.
–Mis disculpas por la interrupción, Majestad...
–Supongo que hay una buena razón –concedió Zahir. Se relajó un poco al descifrar la expresión de Akram y comprender que algo privado y de índole personal había precipitado su impulsiva entrada en uno de los pocos sitios en los que Zahir solía poder disfrutar de la paz necesaria para trabajar.
Akram se puso rígido y su bien intencionado rostro mostró su vergüenza.
–No sé cómo decirte esto...
–Siéntate y respira hondo –le aconsejó Zahir con calma. Con su seguridad innata, acomodó su gran cuerpo en un sillón que había en un rincón de la habitación. Posó los ojos, oscuros como la noche, en el joven, mientras lo urgía a sentarse con un elegante gesto de la mano–. No hay nada de lo que no podamos hablar. Nunca seré tan intimidante como nuestro difunto padre.
Ese recordatorio hizo que Akram palideciera. Su difunto y poco querido padre había sido tan tirano y abusivo con su familia como en su papel de gobernante del que había sido uno de los países más retrasados de Oriente Medio. Mientras Fareed el Magnífico, como había insistido en que lo llamaran, había ocupado el poder, la riqueza petrolífera de Maraban había fluido en una sola dirección: hacia los cofres reales. Entretanto, su pueblo seguía viviendo en la Edad Media, sin educación, tecnología ni asistencia médica. Hacía tres años que Zahir había accedido al trono y los cambios que había iniciado seguían suponiendo una tarea monumental. Consciente de que su hermano dedicaba casi cada hora del día a mejorar la vida de su súbditos, Akram odiaba tener que darle la noticia de lo que había descubierto. Zahir nunca hablaba de su primer matrimonio. Era un tema demasiado controvertido. ¿Cómo no iba a serlo? Su hermano había pagado un alto precio por desafiar a su padre y casarse con una extranjera de otra cultura. Que lo hubiera hecho con una mujer claramente indigna de su fe solo podía ser una fuente mayor de agravio.
–¿Akram? –dijo Zahir, impaciente–. Tengo una reunión dentro de treinta minutos.
–Es... ella. ¡La mujer con la que te casaste! –Akram recuperó el habla–. Está en las calles de nuestra ciudad, avergonzándote mientras hablamos.
Zahir, paralizado, frunció el ceño y apretó con fuerza su ancha y sensual boca. Su espectacular estructura ósea se veía claramente bajo la tensa piel tostada de color miel.
–¿De qué diablos estás hablando?
–¡Sapphire está aquí rodando un anuncio de cosméticos para la televisión! –clamó Akram con tono de condena, airado por lo que consideraba un insulto inexcusable hacia su hermano mayor.
–¿Aquí? –repitió Zahir con incredulidad. Sus fuertes manos se cerraron en un puño–. ¿Sapphire está rodando aquí, en Maraban?
–Me lo ha dicho Wakil –le dijo su hermano, refiriéndose a uno de los antiguos guardaespaldas de Zahir–. No pudo creer lo que veía cuando la reconoció. Es una suerte que nuestro padre se negara a anunciar vuestro matrimonio al pueblo. Nunca creí que viviríamos para agradecérselo...
A Zahir lo anonadó la idea de que su exesposa se hubiera atrevido a poner un pie dentro de las fronteras de su país. La ira y la amargura inflamaron su poderoso cuerpo y volvió a incorporarse. Había intentado no amargarse y olvidar su matrimonio fracasado; pero eso era difícil cuando la ex de uno se convertía en una supermodelo de fama mundial, presente en innumerables revistas y periódicos, e incluso en un gigantesco panel publicitario en Times Square. Lo cierto era que solo cinco años antes había sido un blanco fácil para una astuta intrigante del calibre de Sapphire Marshall, y eso había dejado una mancha indeleble en su ego masculino. Con veinticinco años de edad, debido a la opresión de su padre, había sido virgen y lo desconocía todo de occidente y de las mujeres occidentales. Aun así, al menos había intentado que su matrimonio funcionara. Su esposa, por otra parte, se había negado a hacer el más mínimo esfuerzo para solucionar sus problemas. Había luchado duramente para conservar a una esposa que no quería serlo, que de hecho no soportaba que la tocara.
Peor para él, reflexionó con cinismo, porque ya no era ningún inocente en lo referente a las mujeres. El deplorable comportamiento de Sapphire le había quedado claro como el agua cuando dejó de lado sus idealistas suposiciones sobre el honor de su esposa: su mujer solo se había casado con él porque era un príncipe e increíblemente rico, no porque lo quisiera. Aunque imperdonable, su objetivo al casarse con él había sido la compensación económica que obtendría con el divorcio. Se había casado con una mujer que tenía una caja registradora por corazón; no solo le había sacado un montón de dinero, además había salido bien librada mientras que él había pagado las consecuencias con creces. Rechinó los blancos dientes y chispas doradas encendieron sus fieros ojos. Si estuviera tratando con ella en el presente, como un hombre con experiencia, sabría exactamente cómo manejarla.
–Lo siento, Zahir –farfulló Akram, incómodo con la oscura furia que mostraba el rostro de su hermano–. Pensé que tenías derecho a saber que había tenido el descaro de venir aquí.
–Hace cinco años que me divorcié de ella –apuntó Zahir con dureza y rostro impasible–. ¿Por qué iba a importarme lo que hace?
–¡Porque es una vergüenza para nosotros! –se apresuró a afirmar Akram–. Imagínate cómo te sentirías si los medios de comunicación descubrieran que una vez fue tu esposa. ¡Debe de ser una desvergonzada sin conciencia para venir a Maraban a rodar su estúpido anuncio!
–Eso es una exageración, Akram –contraatacó Zahir, emocionado a su pesar por la preocupación de su hermano por él–. Te agradezco que me lo hayas dicho, pero ¿qué esperas que haga?
–¡Echarla a ella y a su equipo de rodaje de Maraban! –respondió su hermano de inmediato.
–Sigues siendo joven e impetuoso, hermano mío –dijo Zahir con sequedad–. Los paparazis siguen a mi exesposa dondequiera que va. Imagínate las consecuencias de expulsar a una celebridad mundialmente famosa. ¿Por qué iba a querer crear titulares que alerten a los medios de un pasado que tendría que seguir enterrado?
Cuando Akram se marchó, incapaz de creer que su hermano no hubiera expresado su deseo de venganza, Zahir realizó varias llamadas que lo habrían dejado atónito. Era una gran ironía, pero el astuto cerebro de Zahir estaba perpetuamente en guerra con la volátil pasión de su temperamento. Aunque no tenía ninguna lógica, quería la oportunidad de volver a ver a Sapphire en carne y hueso. Se preguntó si ese deseo implicaba que aún necesitaba poner fin a lo que había vivido con ella, o si era una curiosidad natural porque se enfrentaba al hecho de tener que tomar a otra esposa. En otros tiempos, en su búsqueda desesperada de una solución para sus problemas con Sapphire, Zahir había leído todo tipo de libros sobre temas extraños antes de aceptar que la explicación más sencilla de lo aparentemente inexplicable solía ser la que más se acercaba a la verdad. Desde entonces, la vida de su exesposa había venido a confirmar que sus escépticas ideas sobre su auténtico carácter eran ciertas. Se había casado con una cazafortunas que quería ascender en sociedad y que no sentía nada por él. Era muy consciente de que Sapphire vivía cómodamente con un laureado fotógrafo de la fauna salvaje, el escocés Cameron McDonald. Presumiblemente no tenía problemas para acostarse con él... Los oscuros ojos de Zahir brillaron como brasas con ese incendiario pensamiento.
Saffy, obediente, inclinó su rostro arrebolado hacia la corriente de aire de la máquina de viento, para que su melena rubia flotara como una nube alrededor de sus hombros. Sus rasgos perfectos no denotaban ni una chispa de su creciente irritación e incomodidad. Saffy era una gran profesional cuando estaba trabajando. Pero se preguntaba cuántas veces habían retocado ya su maquillaje por el agobiante calor. Se derretía en su cara. Y el equipo de seguridad no dejaba de interrumpir el rodaje para hacer que la multitud de excitados espectadores retrocediera y diese a sus colegas espacio para trabajar. Ir a Maraban a filmar el anuncio de cosméticos Hielo del Desierto había sido un gran error. Los sistemas de apoyo que el equipo de rodaje daba por hechos eran inexistentes.
–Dame esa mirada sexy, Saffy –suplicó Dylan, el fotógrafo–. ¿Qué te pasa esta semana? No estás en forma...
Como si alguien le hubiera lanzado una descarga eléctrica, Saffy intentó darle la expresión que le pedía; odiaba que alguien se diera cuenta de que no estaba de buen humor. Mentalmente, luchó por centrarse en la fantasía que nunca dejaba de poner la tan cacareada mirada de deseo en su rostro. Reflexionó durante un momento que era cruelmente irónico que tuviera que centrarse en algo con lo que había soñado a menudo, pero no experimentado en la realidad. Sin embargo, cuando estaba rodando una toma que a sus clientes les costaba miles de libras no tenía tiempo para dejar que esos malos pensamientos resurgieran. Con la fuerte determinación que sustentaba su temperamento, Saffy enterró los inquietantes recuerdos y buscó la familiar imagen: un hombre con el pelo negro como el ébano que caía hasta sus hombros, un hombre que exudaba magnetismo animal por cada poro de su poderoso y delgado cuerpo desnudo y de piel tostada. En cada imagen volvía la cabeza lentamente para mirarla, mostrando sus asombrosos ojos dorados, rodeados de pestañas tan negras y espesas que eran como lápiz de ojos para un hombre tan viril y apasionado que le quitaba el aliento. Y todas esas frustrantes respuestas inundaron su cuerpo como una ola, sus pezones se tensaron bajo la seda que lucía y todo su cuerpo se humedeció de deseo.
–Eso es. ¡Exactamente eso! –gritó Dylan entusiasmado, saltando a su alrededor y fotografiándola desde todos los ángulos, mientras ella cambiaba de posición con lánguida facilidad–. Baja las pestañas un poco más, queremos ver esa sombra de ojos... perfecto, cariño, ahora haz un mohín con esa deliciosa boca...
Pasaron un par de minutos antes de que Saffy volviera de repente al calor, el ruido y la curiosa multitud, con sus grandes ojos azules reflejando incomodidad por la inmensa atracción que causaban. Pero Dylan tenía las fotos que quería y saltaba por todas partes como un maniaco. La concentración de Saffy había desaparecido, y cuando miró por encima de la multitud vio un vehículo aparcado en la cima de la enorme duna de arena dorada, y una figura con túnica al lado, sujetando algo que destellaba al sol.
Zahir tenía los prismáticos de alta definición enfocados en su increíblemente bella exesposa. Con la gloriosa melena dorada volando alrededor de su rostro como una sábana de seda, y sentada sobre un gigantesco montón de falsos cubitos de hielo, habría estado impresionante en cualquier caso. Pero en los cánones de belleza, Sapphire ocupaba una categoría en sí misma y a Zahir le empezó a hervir la sangre. Estaba indignado por que se atreviera a aparecer en público en Maraban, vestida con solo unos trocitos de seda azul que enmarcaban sus generosos pechos, la suave piel de su estómago y sus increíblemente largas y perfectas piernas.
Observó a los hombres relacionados con el rodaje corriendo alrededor de Sapphire, ofreciéndole bebida y comida, tocándole el pelo y la cara, y se preguntó con rudeza cuál de ellos se beneficiaba de su bello cuerpo. Al fin y al cabo, aunque viviera con Cameron McDonald, la prensa amarilla del Reino Unido había expuesto sus muchas aventuras con otros hombres. Era obvio que no era una amante fiel. Por supuesto, era posible que Cameron y Sapphire tuvieran una civilizada «relación abierta», pero a Zahir no lo impresionaba esa posibilidad, ni tampoco el concepto de las relaciones abiertas. Él no se acostaba con cualquiera, ni siquiera lo había hecho cuando tenía libertad para hacerlo. Decidió con amargura que su exesposa tenía que ser un poco ligera de cascos, y su rostro se endureció como el granito al reconocerlo. Se había casado con una casquivana y, lo peor de todo, era que seguía deseando a esa desvergonzada. Zahir apretó los dientes y el sudor perló su labio superior mientras su poderoso cuerpo se tensaba de furia y excitación al contemplar el cuerpo perfecto y el rostro que iba más allá de la perfección.
Sapphire era el único error que había cometido en su vida y las consecuencias habían sido brutales. Había soportado un castigo indescriptible para mantenerla como esposa durante un año. Ella tenía una deuda con él por esos más de doce meses de infierno. Si añadía a eso los millones que había recibido cuando el divorcio puso fin a su farsa de matrimonio, tenía todo el derecho del mundo a sentirse maltratado, molesto y hostil. Lo había utilizado y abusado de él antes de marcharse sin mácula y mucho más rica. La adrenalina de Zahir se disparó cuando pensó que por fin había llegado el momento de la venganza. Teniendo en cuenta que ella y su equipo de rodaje habían elegido rodar en Maraban sin el permiso de las autoridades competentes, se había puesto en sus manos, y también a su fulgurante carrera. Tener a Sapphire en su poder era la imagen más seductora que Zahir se había permitido en años. Bajó los prismáticos, pensando a toda velocidad, aplastando las desconcertantes objeciones lógicas que intentaban asaltarlo y persuadirlo de que controlara sus reacciones primarias. Ya nada sería igual entre ellos, razonó con ira; él no era el mismo hombre. Esa vez disponía de las armas para hacer que ella deseara volver con él.
Ese proceso de autoconvencimiento era de lo más seductor. A lo largo de su vida, Zahir casi nunca había hecho lo que él quería hacer, porque la obligación de tener en cuenta las necesidades de los demás siempre había tenido prioridad. Pero ¿por qué no poner sus propios deseos por encima de todo por una vez? Había investigado la agenda de Sapphire y sabía que se iría de Maraban en unas horas, y eso había dado alas a su mente. Zahir hizo sus planes allí mismo, con la misma resolución fiera, y casi suicida, que en otro tiempo lo había llevado a tomar como esposa a una mujer extranjera sin pedir el consentimiento de su despótico padre. Cuando esa comparación asaltó su mente un instante, reprimió la punzada de intranquilidad que despertó en él.
Agradeciendo el alivio que suponía dejar de exhibirse, Saffy subió al tráiler para cambiarse de ropa. Se libró de la diminuta banda de seda y la falda con aberturas y se quitó la joya del ombligo antes de ponerse unos pantalones blancos de lino y una camiseta de color aguamarina. En un par de horas estaría de camino a casa; cuanto antes le dijera adiós a Maraban, mejor. Era el último lugar del mundo que habría deseado visitar, pero la falta de interés del país vecino había llevado a un cambio de localización de rodaje en el último momento. Nadie había prestado atención a sus vagas objeciones. Pero también era un alivio que nadie supiera nada de su conexión con Maraban y con Zahir. Por suerte, ese periodo de su vida, de antes de alcanzar la fama, seguía siendo un oscuro secreto.
Así que, a pesar de todo lo que había dicho sobre las corruptas normas de dictadura hereditaria, Zahir había acabado aceptando el trono para convertirse en rey. Por lo que había leído en los periódicos, los habitantes de Maraban no tenían ni idea de qué hacer con la oferta de una democracia y habían hecho piña alrededor de su popular y heroico príncipe, que se había rebelado con el ejército contra su horroroso padre, para proteger al pueblo. Había fotos de Zahir por todas partes: había visto una en el vestíbulo del hotel con un jarrón de flores debajo, como si fuera un altar sagrado. Torció su sensual boca al cuestionar la amargura que dominaba sus pensamientos. Concedió, a su pesar, que era honorable, un enamorado de la justicia y, probablemente, un excelente rey. No era justo culparlo por lo que no había podido evitar. Su matrimonio había sido un desastre y seguía evitando esos recuerdos en la medida de lo posible. Le había roto el corazón y la había abandonado cuando no pudo darle lo que quería; no estaba segura de que fuera justo odiarlo por eso cuando a esas alturas llevaba meses pidiéndole que se divorciara de ella. Todo el mundo hacía elecciones y tenía que vivir con ellas, y no siempre tenían como conclusión un final feliz.
Mientras el equipo de seguridad le abría paso entre los espectadores, para que pudiera llegar a la limusina que la llevaría al aeropuerto, se recordó que tenía ante ella tres gloriosos días de libertad. Dejó escapar un suspiro mientras tocaba el sedoso pétalo de un capullo del bello ramo de flores que había en la limusina, preguntándose vagamente de dónde habían salido. Cuando llegara a Londres se pondría al día con sus hermanas, una de las cuales estaba embarazada, otra desesperada por concebir y la última aún estudiando en el instituto. Kat, su hermana mayor, tenía treinta y seis años, se planteaba hacer un tratamiento de fertilidad y disfrutaba de la felicidad de la vida de recién casada con un millonario ruso. Tras una incómoda entrevista con su duro cuñado, Mikhail, Saffy no estaba muy contenta con el marido de su hermana. Mikhail había exigido saber por qué Saffy no le había ofrecido ayuda a Kat cuando se había endeudado. Saffy pensó, airada, que Kat nunca le había dicho que tenía problemas económicos e, incluso si se lo hubiera dicho, Saffy sabía que habría supuesto un gran reto conseguir esa cantidad de dinero a corto plazo. Al principio de su carrera, Saffy había adquirido el compromiso de financiar una escuela africana para huérfanos enfermos de SIDA y, aunque vivía bien, vivía sin lujos.
La gemela de Saffy, Emmie, estaba embarazada, y a Saffy no la había sorprendido que no tuviera a su lado un hombre que la apoyara. Saffy era muy consciente de que su gemela no perdonaba a quienes le hacían daño o la ofendían; era muy probable que el padre del bebé de Emmie hubiera cometido ese error. Saffy sabía mejor que nadie lo inflexible que podía ser su hermana porque la relación entre ellas había sido tensa y problemática durante mucho tiempo. De hecho, Saffy no podía evitar los pinchazos de culpabilidad que la asaltaban cada vez que veía a su gemela. De pequeñas, Emmie y ella habían estado muy unidas, pero los ajetreados años de la adolescencia las habían separado y nunca habían conseguido superar esa brecha. Saffy nunca olvidaría el daño que su temerario comportamiento había infligido a su hermana gemela, ni los años de sufrimiento que Emmie había tenido que soportar en consecuencia. Algunas cosas eran imperdonables y Saffy lo sabía muy bien.
En cualquier caso, Mikhail y Kat ayudarían a Emmie en su vida de madre soltera, y Saffy sabía que cualquier oferta de ayuda por su parte sería rechazada. Pero no podía entender por qué Emmie había decidido mantener en secreto la paternidad de su bebé. Saffy se estremeció al pensarlo. Aunque nunca les había contado a sus hermanas la humillante verdad sobre su matrimonio fracasado, creía tener razones de peso para su silencio, y una de ellas era el vergonzoso hecho de haber ignorado la súplica de Kat: que intentara conocer mejor a Zahir antes de casarse con él. En realidad, era un consejo de puro sentido común. Casarse a los dieciocho años con un tipo al que había conocido dos meses antes y con quien nunca había vivido había sido una locura. A Saffy, tan inmadura e idealista como la mayoría de los adolescentes inexpertos en la vida independiente, le había costado desde el principio integrarse en el papel de esposa en una cultura distinta a la suya. Y mientras ella forcejeaba, Zahir se había ido distanciando más y más, por no hablar de su costumbre de desaparecer durante semanas para participar en maniobras militares justo cuando más lo necesitaba. Sí, ella había cometido errores, pero él también.
Satisfecha con esa conclusión, que distribuía equitativamente la culpa por las equivocaciones del pasado, Saffy volvió al presente y descubrió, con sorpresa, que la limusina recorría una amplia carretera vacía que le recordó una pista de despegue. Como la ruta de vuelta al aeropuerto suponía pasar por el centro de Maraban, frunció el ceño al contemplar el desierto que la rodeaba. El árido terreno apenas contaba con vegetación, solo se veían piedras y alguna formación de rocas volcánicas. La arena invadía la carretera, emborronando sus límites.
A Saffy nunca había acabado de gustarle la preferencia de Zahir por estar rodeado de arena, nunca había aprendido a acostumbrarse a las temperaturas extremas ni a la austeridad del paisaje. Se preguntó dónde diablos iban. Tal vez el chofer había elegido una ruta que le permitiera evitar el tráfico de la ciudad. Arrugó la frente y se inclinó hacia delante para dar unos golpecitos en el cristal de separación y captar la atención del conductor. Aunque vio que sus ojos miraban el espejo retrovisor, él no respondió en manera alguna. A Saffy le molestó que la ignorase, pero su comportamiento también despertó los primeros atisbos de genuina aprensión. Golpeó el cristal con más fuerza y le gritó que parase. No entendía a qué estaba jugando ese estúpido hombre. No quería perder su vuelo de vuelta a casa y no tenía mucho tiempo.
Cuando apartó los dedos del cristal, sus nudillos rozaron las flores del jarrón y, por primera vez, vio que había un sobre junto a ellas. Lo agarró y lo rasgó para sacar la tarjeta.
Es un gran placer invitarte a disfrutar de mi hospitalidad durante el fin de semana.
Atónita, Saffy miró la tarjeta sin firma. Se preguntó quién la invitaba, a dónde y por qué. Quizás esa fuera la razón de que el silencioso conductor fuera en la dirección errónea. Apretó los perfectos dientes blancos con frustración. Se preguntó si la escasez de ropa durante el rodaje había atraído la atención de algún lujurioso jeque de la localidad. Tal vez la del tipo que había visto en las dunas usando unos prismáticos. Tal vez había creído que era una chica fácil. «¡No, no, no». Sus ojos azules destellaron como fuegos. De ningún modo iba a sacrificar su único fin de semana libre satisfaciendo el ego de otro hombre rico, uno de esos que suponían que el hecho de que se ganara la vida con su rostro y su cuerpo la convertía en un polvo fácil, asequible para quien pujara más alto. La empresa cosmética Hielo del Desierto siempre estaba dispuesta a ofrecerla a los clientes más importantes como el rostro de su producto, y la reputación que le achacaba la prensa amarilla daba lugar a expectativas erróneas que hacían que fuera aún más difícil rechazar a sus supuestos enamorados.
De ninguna manera iba a pasar el fin de semana con un hombre al que ni siquiera conocía. Rebuscó en su bolso para sacar el móvil, con la intención de llamar a uno de sus colegas y solicitar ayuda, pero no lo encontró. Tras vaciar el contenido del bolso en el asiento tuvo que aceptar que el teléfono no estaba allí. Frunció el ceño y recordó que lo había tenido en la mano antes de cambiarse. Lo había dejado en la repisa y... ¡obviamente había olvidado recogerlo! Apretó los dientes e intentó abrir la puerta del coche. No le sorprendió descubrir que tenía el seguro echado y, en cualquier caso, le dio igual; no tenía ninguna intención de arriesgarse a sufrir lesiones saltando de un coche en marcha.
Consciente de las miradas preocupadas que le lanzaba el conductor por el espejo retrovisor, irguió la cabeza con orgullo y puso su cerebro a funcionar a doble velocidad. Podía tener la sensación de que estaba siendo secuestrada, pero era una interpretación poco probable en un país tan anticuado y regulado como Maraban. Además, ningún árabe querría a una huésped reacia en su hogar. De hecho, hacer que un invitado se sintiera incómodo era casi un delito en la cultura marabani, así que cuando explicara que tenía un compromiso previo y pidiera disculpas por no estar disponible, recuperaría la libertad para irse. Lo malo era que para entonces podría haber perdido su vuelo de vuelta a casa. Sus carnosos labios se curvaron hacia abajo con disgusto.
Unos minutos después, la limusina se detuvo a un lado de la carretera y se oyó el «clic» del seguro de su puerta antes de que se abriera. Saffy enarcó una ceja cuando bajó del coche y se planteó echar a correr. Pero no sabía hacia dónde ir. Era la parte más cálida del día y se tostaría como una corteza. Además, la carretera estaba vacía y habían recorrido muchos kilómetros a través del desierto. Mientras llegaba a la conclusión de que no había lugar seguro hacia el que correr, un enorme todoterreno llegó y paró al otro lado de la carretera. El conductor bajó y abrió la puerta del pasajero, examinándola con expectación. Era obvio que habían concertado un encuentro para transferirla a otro vehículo. No quería aceptarlo, pero tampoco podía luchar contra ello. Miró el interior de la limusina y estudió el jarrón de cristal que contenía las flores. Tardó un instante en estrellarlo contra el bar empotrado y agarrar un trozo de cristal que ocultó en la mano, sin apretar los dedos para no cortarse. Cuadró los delgados hombros, cruzó la carretera y subió al todoterreno. La puerta se cerró de inmediato.
Se preguntó con irritación si existiría algún peligro o si el riesgo real era dejarse llevar por un exceso de confianza y pensar que podía seguir controlando la situación. En cuanto llegaran a su destino, dejaría muy claro que quería volver al aeropuerto de inmediato, y si alguien se atrevía a ponerle un dedo encima lo atacaría con el trozo de cristal. Se dijo que ese no era el momento adecuado para desear haber tomado clases de defensa personal.