Noches en índigo - Louise Bay - E-Book

Noches en índigo E-Book

Louise Bay

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Beschreibung

Dylan James no tiene ninguna expectativa en cuanto a las relaciones sentimentales. De las mujeres solo busca sexo sin ataduras y ellas se relacionan con él por su dinero y su poder. Es un intercambio justo, y él se siente cómodo así. Decididamente funciona. Beth Harrison está harta del amor. Está cansada de las mentiras y los juegos que se traen los hombres y ha decidido dedicarse por completo a su pasión, la repostería, que es lo que la protege de que le rompan el corazón. Y más cuando comienza su carrera como repostera televisiva y un nuevo mundo se abre ante ella. Tanto Dylan como Beth saben que el sexo casual consiste en dar lo que necesitas para conseguir lo que quieres. Excepto que a veces das más de lo necesario y obtienes todo lo que siempre quisiste.

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Título original: Indigo Nights

Primera edición: noviembre de 2023

Copyright © 2016 by Louise Bay

© de la traducción: María José Losada, 2023

© de esta edición: 2023, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-99-4

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografías de cubierta: Foremniakowski /depositphotos.com y wirestock/freepik

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

Epílogo

Agradecimientos

Contenido especial

1

Beth

—¿Una copa de champán, señorita? —preguntó la auxiliar de vuelo rubia.

Champán.

Antes era mi droga preferida. Me gustaba todo lo que tenía que ver con él. Desde la pesada botella fría, pasando por el envoltorio dorado de la parte superior, que la hacía parecer un regalo, hasta el hermoso sonido del aire que se escapaba al descorcharla con cuidado. El suspiro de la doncella, lo llamaban, y lo prefería al estallido brusco y ruidoso, que no le hacía justicia al champán; no era lo bastante seductor ni sutil. No, yo anhelaba el suave silbido que prometía un placer inevitable.

Pero ya no era así.

—No, gracias —respondí. Dos años antes, me habría resultado difícil decir que no. Tres, casi imposible. Pero ya estaba acostumbrada a rechazar el alcohol, y cada vez que lo conseguía un escalofrío de orgullo me hormigueaba en la piel. Sin embargo, eso no me impedía recordar lo mucho que disfrutaba cuando lo sacaba de la nevera y terminaba la primera copa. Y si hubiera podido parar ahí, todo habría ido bien. El problema era que, en cuanto probaba el primer sorbo, me poseían el ansia por beberme el resto de la botella y la desesperación por abrir otra, y perdía el control. El champán era como un mal novio (y había pasado por muchos como para poder dar fe de ello). Me atraía, me prometía el mundo y, luego, me abandonaba, dejándome vulnerable, sola, llena de arrepentimiento y dolor, y con una resaca monumental.

Parafraseando a Taylor Swift, el champán y yo nunca, jamás, volveremos a estar juntos.

—¿Al final ha facturado? —preguntó la auxiliar rubia a otra más bajita de pelo castaño que llenaba con patatas fritas los pequeños cuencos alineados en la barra.

—Sí, está en el 8A. —Las dos miraron en mi dirección. Yo estaba sentada en el 9A. Parecía como si estuvieran esperando a alguien famoso.

Los asientos de primera clase de esa compañía estaban dispuestos de forma diferente a los de la mayoría de las aerolíneas. En lugar de por parejas, había cuatro largas filas de asientos contiguos, pero en diagonal, de extremo a extremo de la cabina. Cada asiento tenía laterales altos para ofrecer cierta intimidad. Por eso prefería viajar con ellos; sobre todo, cuando lo hacía sola. Gracias a esa disposición, no tenía que entablar la típica conversación de cortesía con el completo desconocido que tuviera al lado. Me gustaba perderme en mi propio mundo de recetas y repostería mientras volaba, así que saqué el cuaderno y me abroché el cinturón.

Un tripulante de cabina, que me resultaba conocido por los numerosos vuelos que realizaba entre Chicago y Londres, se unió a la pareja y se puso a echar hielo en un vaso.

—¿Ya ha llegado?

—No —replicó la morena—. Suele ser de los últimos en embarcar. ¿Podéis repartir las patatas uno de vosotros? Si llega mientras estoy haciéndolo, es probable que se me caigan.

—Es el tipo de hombre que te propinaría unos azotes para darte una lección —comentó el tripulante de cabina.

No oí el resto de las respuestas susurradas entre risitas conspiradoras. ¿Qué aspecto tenía un hombre así?

Fuera quien fuese el señor 8A, debía de ser importante si había conseguido poner a la tripulación tan nerviosa. Estaban acostumbrados a volar con gente rica y famosa: las salas vip de los aeropuertos y los aviones eran el ambiente habitual de los famosos. Yo misma había visto a Eva Longoria la última vez que había viajado a Nueva York. Era bajita, sí, pero muy guapa.

La rubia cogió la bandeja de aperitivos y comenzó el primero de los muchos viajes que iba a hacer entre las filas de primera clase.

Leí las últimas descripciones que había escrito en el cuaderno, intentando evadirme de los ruidos que hacía la auxiliar de vuelo. Había estado trabajando en un pastel de jengibre y arándanos; me gustaba la mezcla de sabores picantes y ácidos con otros más dulces, pero le faltaba algo.

La repostería se había convertido en mi tabla de salvación durante la batalla que había librado para mantenerme sobria. Me había dado algo que hacer, me había ayudado a organizar mis días y a seguir un camino que había terminado por transformarse en una pasión.

Había empezado con los brownies porque a mi hermano le encantaban y porque hacérselos era una forma de decirle lo mucho que valoraba su apoyo incondicional. Solía añadirlos al almuerzo que llevaba al trabajo. Luego pasé a las lemon bars y, al final, a cualquier tarta inventada o por inventar. Al poco tiempo, hacía algo en el horno todos los días.

A medida que fui cogiendo confianza, empecé a variar las recetas que conocía e, incluso, a inventar las mías. Me encantaba que, a partir de los ingredientes más básicos, fuera posible crear algo que provocara verdadero placer a la gente. Con la repostería conseguía hacer feliz a la gente, aunque fuera por unos instantes, y eso me alimentaba el alma.

Así que, aunque el champán y yo hubiéramos terminado, tenía una relación seria con la cocina.

Poco tiempo después, empecé a grabarme mientras cocinaba y creé mi propio canal de YouTube. Me sorprendía lo popular que se había vuelto en poco tiempo, tanto que había llamado la atención de algunos ejecutivos de la televisión de Chicago, y ese era el motivo de que viajara con tanta frecuencia a mi ciudad natal. Que la repostería sirviera para algo más que para ayudarme a mantenerme sobria me resultaba muy gratificante. Significaba que los cuatro últimos años no habían transcurrido solo para dejar el alcohol, sino también para establecer los cimientos de una carrera. Después de pasarme esos cuatro últimos años en una burbuja, centrada en no recaer en la bebida, estaba lista para la vida real.

—Buenos días, señor James —oí decir a la morena. Sus compañeros giraron la cabeza. Debía de ser el Señor 8A.

No pude resistirme a echar un vistazo para ver el porqué de tanto alboroto. La morena tenía los ojos muy abiertos, y al seguir la dirección de su mirada llegué a una espalda cubierta por una americana. Quienquiera que fuera el señor 8A, era alto y grande y vestía un carísimo traje a medida. Levanté la vista, esperando ver un perfil famoso. Tenía el pelo casi negro, con solo algunos matices castaños en las puntas, y lo llevaba más largo que la mayoría de los ejecutivos. Tal vez fuera una estrella de cine a la que le gustaba ir de traje… Pronto aparecieron ante mi vista su perfil y su fuerte mandíbula; estaba bien afeitado y su mirada era seria, además de que fruncía el ceño con severidad. No lo reconocí; no me habría olvidado de esa cara si la hubiera visto antes.

Me estremecí cuando noté el roce del sujetador en los pezones. Hacía mucho tiempo que no pensaba en el sexo; había bloqueado esa faceta de mi vida mientras me centraba en alcanzar la sobriedad. Y de eso hacía ya más de tres años.

Mi madrina en Alcohólicos Anónimos me había aconsejado que no saliera con nadie durante un año, y habían pasado tres. Sin embargo, después de haber sido muy desgraciada y de descontrolarme por completo durante muchísimo tiempo, por fin me sentía feliz y sobria. No valía la pena arriesgarse a perder todo lo que había conseguido por salir con alguien. Mi última relación había terminado muy mal. De hecho, había empezado mal, había continuado de forma desastrosa y, finalmente, me había dejado débil y desesperanzada. A pesar de todo, prescindir de tener relaciones con el sexo opuesto no me había supuesto un sacrificio; me bastaba recordar en quién había llegado a convertirme para que no me costara seguir sin pareja y, de todos modos, tampoco era que tuviera que quitarme a los hombres de encima como moscas.

Pero debía reconocer que el señor 8A exudaba un sex appeal tan intenso que casi llegaba al punto de perturbarme, porque despertaba algo desconocido en mí.

Contemplé su rostro mientras él sacaba un montón de documentos del equipaje de mano.

—¿Quiere que le ayude a poner eso en el compartimento superior, señor? —El auxiliar de vuelo correteó hacia él: debía de esperar unos azotes. El señor 8A asintió, enérgico, una única vez. Parecía un hombre que lo hacía todo con absoluto control, sin cometer errores.

Se quitó la chaqueta y el caro tejido se arrugó bajo sus dedos, y se la dio a la rubia, que, casualmente, también pasaba por allí. Él mismo abrió el compartimento, y pude ver cómo se le tensaban los músculos bajo la ajustada camisa cuando guardó la maleta. Me resultaba difícil determinar su edad. Su aspecto sugería treinta y pocos, pero la expresión severa de su rostro daba a entender que podía ser mayor.

Mientras deliberaba conmigo misma sobre su edad, su cuerpo, su boca…, el Señor 8A se volvió en mi dirección y me pilló mirándolo. Sonreí, intentando disimular que estaba imaginándolo desnudo y entre mis muslos, por no decir que también me preguntaba si todo él era tan duro como parecía.

No sonrió, no se presentó. Se limitó a mirarme o a mirar dentro de mí; no estaba segura.

Puse la palma de la mano sobre el esternón para calmar el acelerado palpitar de mi corazón, pero, por algún motivo, no pude apartar la mirada. Entonces, como si me comprendiera, como si me hubiera tomado la medida, me dedicó un breve gesto con la cabeza y se dio la vuelta.

Desvié la vista cuando se sentó. Solté el aire, aliviada, pero deseando que los laterales de mi asiento hubieran sido un poco más bajos para poder mirarlo un rato más.

Hacía tiempo que no me fijaba en un hombre. Al menos, que no me fijaba en uno al que quisiera tocar y que él me tocara. El Señor 8A había despertado una parte de mí que llevaba mucho tiempo dormida. Llevaba meses pensando en volver a salir con alguien, pero no porque echara de menos tener pareja ni porque quisiera compartir mi vida con alguien, sino solo porque creía que debía hacerlo. Más que nada, porque era el siguiente paso en mi recuperación. Estaba empezando a pensar que iban a pasar más de diez años sin que tuviera un amante si no ponía remedio. Incluso mi hermano me sugería a menudo que saliera y conociera gente. Su mujer, Haven, era todavía más insistente, y había intentado concertarme citas en varias ocasiones. Decía que no tenía por qué enamorarme, pero que era divertido salir a cenar y echar un polvo sin compromiso.

Aunque no estaba segura de si lo mío era el sexo sin compromiso.

¿Era posible separar lo físico de los sentimientos?

¿Tenía que acostarme con un desconocido para romper mi racha de soltería?

No estaba convencida de ello. Tener una relación suponía un riesgo y, si iba a arriesgarme, ¿no debía ser con alguien que pudiera ser mi media naranja? Me había cansado de salir con hombres que me consideraban la chica con la que estaban antes de ir en serio, porque yo, estuviera borracha o no, siempre iba en serio; no podía evitarlo. Casi cuatro años era mucho tiempo, pero si supiera que iba a conocer, por fin, al hombre destinado para mí, podía esperar otros tres tan contenta. O, al menos, eso me decía a mí misma.

Una vocecita interior me susurró que solo tenía miedo; miedo a disfrutar de la intimidad con alguien sin que me protegiera el manto del alcohol.

El alcohol me daba confianza.

El alcohol me hacía ser sexy.

Y, si era sincera, me resultaba más fácil resistirme al sexo estando sobria.

Mientras tanto, el Señor 8A era un regalo para la vista, y yo estaba encantada de mirar y no tocar.

Comprobé la hora en el teléfono. Faltaban cinco minutos para el despegue y todavía no habían cerrado las puertas de la cabina. Íbamos a salir con retraso. Por encima del hombro, vi a través de la ventanilla que caía una copiosa nevada; esperaba que no nos impidiera volar.

Los tres tripulantes de cabina asignados a primera clase estaban charlando en el office, esperando la señal para ofrecer bebidas, mientras lanzaban miraditas de reojo al Señor 8A.

Comprendía su entusiasmo.

No había muchos hombres que lucieran un traje como él.

Tampoco eran muchos los hombres tan guapos como para robarte el aliento al verlos.

Ni los que te hacían pensar que, si tocaban a una mujer, sería suya para siempre.

Inquieta, me removí en el asiento; tenía que intentar distraerme. Hojeé las páginas y traté de seguir en el punto donde lo había dejado.

—Señor, señorita… —dijo la rubia, dirigiéndose al Señor 8A y a mí unos minutos después—. Me temo que vamos a sufrir un retraso debido al tiempo. Les estamos pidiendo a los pasajeros que regresen a la sala de embarque. Esperamos poder regresar a la pista dentro de un par de horas. Siento mucho las molestias.

Acostumbrada a viajar, no tardé más de un minuto en bajar del avión para dirigirme rápidamente a la sala vip. Quería encontrar una mesa libre en un rincón tranquilo para trabajar en mis recetas, así que debía llegar lo antes posible. Por eso siempre llevaba zapatos planos cuando viajaba.

Tras registrarme en la sala vip, fui hasta mi sitio favorito, en el extremo derecho del salón, más allá de las duchas y del centro de negocios. Solo había tres mesas para dos en esa sección, y la gente que no volaba con regularidad ni sabía siquiera que existían. Eran el sitio perfecto para encontrar paz y tranquilidad.

Saqué el cuaderno, crucé las piernas y me puse a tomar notas. Unos segundos después, noté que se acercaba alguien. Maldición, quería ese rincón para mí sola. Miré la silla vacía con la cabeza baja mientras la movían; alguien dejó un maletín encima de ella. Quería saber quién prefería sentarse conmigo cuando había otras dos mesas libres, así que levanté la cabeza y me encontré cara a cara con el Señor 8A.

El corazón me retumbó en el pecho como cuando me tropezaba con el alcohol al principio de mi etapa sobria; era como si me estuviera advirtiendo de la tentación.

—Disculpe. ¿Está ocupado este asiento? —Su voz era profunda, grave. No lo había oído hablar en el avión.

Miré hacia las mesas libres.

—No, por favor. Adelante. —No podía negarme, pero ¿por qué demonios quería que compartiéramos mesa?

Sacó el portátil y colocó al lado el teléfono, así como una pequeña Moleskine negra.

Fingí estar absorta en mis apuntes, pero solo podía pensar en él, y tenía que concentrarme para no mirarlo. Percibí su olor: terroso y oscuro, caro y sexual. Todo en él resultaba atractivo. Agarré el cuaderno más fuerte, con las manos temblorosas.

En ese momento, se acercó una camarera y clavó los ojos en mi compañero de mesa.

—¿Puedo traerles algo?

¿Creía que estábamos juntos? ¿Que estábamos casados? Una sonrisa me curvó las comisuras de los labios.

—Tomaré un mojito sin alcohol y, si fuera posible, un trozo de tarta.

La tarta era para evitar que me temblaran las manos. Los dulces eran, en esta nueva etapa de mi vida, la cura de todos los males.

—Puede que sí, pero tendré que comprobarlo —respondió la camarera.

—Gracias. Me vale la que haya. —Sonreí.

—¿Y usted, señor?

El Señor 8A seguía concentrado en su portátil. Levantó la vista, aunque enseguida volvió a mirar la pantalla.

—Un agua con gas con un toque de lima recién cortada, por favor. —No esperó ninguna reacción antes de volver a pulsar las teclas.

—Sí, señor. ¿Desea algo de comer?

—No. —Su voz era firme—. Gracias. —Lo dijo al final, casi como una ocurrencia tardía.

La camarera se apresuró a ir a buscar lo que habíamos pedido. El Señor 8A seguía dividiendo la atención entre el portátil, al que dedicaba la mayor parte del tiempo, el móvil y el cuaderno. Como sabía que estaba haciendo cualquier cosa salvo fijarse en mí, aproveché la oportunidad para volver a estudiarlo. Calculé que medía entre uno ochenta y cinco y uno noventa, bastante más que yo. Tenía las manos grandes, y las movía con rapidez y precisión sobre el teclado. Su expresión era la misma que en el avión: absolutamente severa.

Inspiró hondo y de nuevo me pilló contemplándolo. Me sostuvo la mirada y, una vez más, no pude apartar la vista.

Su móvil vibró encima de la mesa.

—Sí —respondió sin dejar de mirarme.

Tenía los ojos azules, aunque de un tono inusual.

Azul índigo. Casi lo dije en voz alta.

¿Por qué no podía apartar la mirada?

Alzó un dedo a modo de disculpa, como si me pidiera que esperara, luego se levantó y dio varios pasos en dirección a las duchas para continuar hablando. ¿Había querido dar a entender que iba a preguntarme algo cuando volviera? El gesto había sido como si nos hubieran interrumpido en medio de algo. No me había dirigido la palabra desde que me había preguntado si el asiento estaba ocupado, pero, quizá, había estado a punto de hacerlo. Me di cuenta de que quería que me hablara, de que quería oír su voz profunda y grave; de que quería hablarle de mí, contarle un secreto.

Ansiaba intimar con él. No era mi comportamiento habitual. No caía en ese tipo de tentaciones. Tenía que controlarme y concentrarme en el trozo de tarta.

Dylan

Era exquisita. Insólita. Parecía una estrella de cine de los años 50: Vivien Leigh o Elizabeth Taylor de joven. Me había excitado cuando me había mirado en el avión, y era consciente de que me había estado contemplando mientras trabajaba; era algo a lo que estaba acostumbrado, y había disfrutado de que se tomara su tiempo y se recreara en todos los detalles de mi cuerpo.

Me encantaba que no hubiera apartado la mirada cuando la había pillado de pleno. Algo que también había hecho en el avión. Me resultaba intrigante: un desafío que estaba dispuesto a aceptar.

Necesitaba echar un polvo, y ella era ideal.

Sus tetas eran de verdad, lo que era una ventaja. Era un experto en distinguir las verdaderas de las falsas a cien metros. Prefería siempre las naturales, pero no descartaba a una mujer por haber buscado ayuda para subsanar lo que la naturaleza no le había dado. Y, además, había pedido tarta, lo que me había llamado la atención. La mayoría de las mujeres con las que me cruzaba no comían; que una lo hiciera resultaba refrescante.

—Me parece bien, Raf. Voy a estar en Londres una semana, así que, siempre que lo mandes antes de irme, llegará a tiempo.

Puse fin a la llamada con mi socio y regresé. Por suerte, se había aplazado la reunión que tenía al día siguiente, así que, si no salíamos esa noche, no era el fin del mundo. De hecho, dada la compañía que me esperaba en la mesa, habría dicho que era perfecto.

Comprendía la dinámica entre hombres y mujeres; me acostaba con mujeres atractivas y, a cambio, ellas follaban con un tipo rico con la esperanza de convertirse en beneficiarias de mi dinero. Podía ser guapo, pero sabía por amarga experiencia que, si llegaba un hombre más rico, pasaban a formar parte del conjunto de mujeres con las que me había acostado. La cuestión era que, en ese momento, no había muchos hombres más ricos, lo que me producía cierta satisfacción. Así que había hecho las paces con la naturaleza transaccional de las relaciones entre hombres y mujeres y ya no tenía expectativas. En algún momento de mi pasado, había pensado que el amor existía. Pero ya no creía en cuentos de hadas. Era un intercambio: dar para recibir.

Miré la mano de mi compañera de mesa; no llevaba anillo. No recordaba haber viajado en primera clase con una mujer atractiva, a no ser que yo le hubiera comprado el billete.

Habían servido las bebidas y seguíamos solos en esa parte de la sala vip. Desde el principio había tenido intención de sentarme a su lado; me había intrigado en el avión, pero la había perdido de vista, así que había dirigido mis pasos al fondo de la estancia, un lugar más discreto que poca gente conocía. Al parecer, ella pertenecía a ese grupo. ¿Usaba mucho ese salón? ¿Tal vez era una rica heredera? Estaba acostumbrado a estar con mujeres que querían mi dinero, no con mujeres que disponían del suyo.

Terminé de escribir unos correos, apagué el ordenador y volví a guardarlo en el equipaje de mano, dejando la Moleskine y el teléfono delante de mí, sobre la mesa.

Me recosté en la silla y la miré mientras partía la tarta con el tenedor.

—Así que te gustan las tartas, los mojitos sin alcohol y los pintalabios rojos. Supongo que también te gustan las películas de los cincuenta, los gatitos e ir la playa. —Quise añadir «Y apuesto algo a que eres muy buena en la cama», pero no lo hice.

Era cierto. Había estado con suficientes mujeres como para distinguir entre las que eran guapas pero pésimas amantes y las que estaban hechas para el sexo.

La mujer que tenía delante estaba hecha para follar. Pechos llenos y maduros, una boca roja y voluptuosa. Me moví en el asiento al pensar en rodearle la cintura diminuta antes de bajar la mano para recorrer las caderas que se ensanchaban hasta aquel increíble culo que había podido ver al salir del avión. Y estaba seguro de que también era de las ruidosas, así que íbamos a tener que ir a un lugar discreto para que pudiera soltarse y gritar tan fuerte como iba a querer hacer cuando la tocara.

No respondió a mi valoración. La mayoría de las mujeres encontraban estimulante que adivinara cosas sobre ellas, y la mayoría de las veces acertaba.

—Dime algo.

Entrecerró los ojos con desconfianza.

—No me gustan los gatitos.

—Pero tengo razón en el resto.

Se encogió de hombros.

—¿A quién no le gustan las películas de los cincuenta e ir a la playa?

Tenía razón.

—Bueno, pues cuéntame algo interesante sobre ti.

Sonrió, aunque no era la sonrisa coqueta a la que yo estaba acostumbrado. Más bien, era una sonrisa educada, las que las camareras reservaban a los tontos como yo cuando les metían un corte.

—Vale: estoy ocupada.

Oh. Sentí una punzada de decepción en el estómago. Quería divertirme un poco; tenía el trabajo bajo control y estaba listo para relajarme. Por lo general, no tenía que esforzarme tanto para conseguir que una mujer me siguiera el juego. A pesar de ello, no iba a rendirme, al menos con facilidad; me gustaban los retos.

—¿Qué estás leyendo?

Bajó el cuaderno.

—¿Sabes? Estoy segura de que cualquiera de los auxiliares de vuelo, ya sean hombres o mujeres, estarían encantados de complacerte en… —movió la mano en mi dirección— lo que sea que quieras hacer.

Tomé un sorbo de agua sin dejar de mirarla.

—No me interesa ningún miembro de la tripulación de cabina. Estoy flirteando contigo y espero que respondas.

Dejó el libro sobre la mesa y me miró con intensidad. Tenía unos ojos preciosos, grandes y de un castaño intenso. Además, lucía un precioso lunar en lo alto del pómulo derecho.

—¿Y para qué? Pareces muy capaz de divertirte con tus aparatitos. No puedes estar aburriéndote.

—Y no me aburro, quiero conocerte. —Sonreí. No me importaba lo más mínimo usar todas las armas de mi arsenal; ella lo merecía.

Ladeó la cabeza y frunció el ceño.

—Deja de mirarme así.

—¿Así cómo? ¿Como si quisiera que te corrieras con tanta fuerza que te hiciera ver las estrellas? —Contuve la respiración un segundo, preguntándome cómo iba a reaccionar. Quizá había ido demasiado lejos.

Negó con la cabeza, pero enarcó una ceja. No me iba a rechazar de plano.

—Ah, ¿sí? ¿De verdad crees que eso va a pasar?

—Estoy seguro. Sientes curiosidad. Me has estado mirando.

Se sonrojó, pero no era mi intención hacerla sentir mal.

—No tienes por qué avergonzarte, me ha gustado. Me encanta atraer la atención de las mujeres, sobre todo, de las que son tan guapas como tú. —La atención que me había dedicado la tripulación de cabina me había resultado irritante, pero que una mujer como aquella me comiera con los ojos era estimulante.

Puso los ojos en blanco. Pensaba que era una frase trillada, y para ser sincero, lo parecía, pero lo había dicho en serio. Me había fijado en ella, así que me habría decepcionado que no se hubiera fijado en mí.

—Que haya visto algo nuevecito y reluciente en un escaparate no significa que vaya a sacar la tarjeta de crédito para llevármelo a casa.

Me reí entre dientes.

—Cariño, no cobro. —Era capaz de devorarme con la mirada y de menospreciarme al mismo tiempo.

Tenía que cambiar de táctica.

—¿Y si rebobinamos un poco? Me llamo Dylan James. —Le tendí la mano.

Inspiró hondo como si tratara de armarse de paciencia, pero, al final, me estrechó la mano.

—Beth Harrison.

Disfruté al sentir la cálida suavidad de su piel contra la mía. Era muy suave, y me habría encantado lamerla de arriba abajo.

—Háblame de ti. ¿Vas a Londres por negocios o por placer? —le pregunté.

Suspiró.

—Vamos a estar juntos en un aeropuerto durante una hora y luego no volveremos a vernos. No hace falta que nos conozcamos.

—Si nunca hablas con extraños, nunca conocerás a gente nueva. ¿No te interesan las relaciones humanas?

Entrecerró los ojos como si estuviera considerando mi pregunta.

—No estoy interesada en el tipo de relación que sugieres.

La camarera apareció entonces junto a la mesa.

—Otro mojito sin alcohol, por favor, y yo tomaré otra agua con gas. —No aparté la mirada de Beth—. ¿Quieres más tarta?

Negó con la cabeza.

—En realidad, señor, venía a decirles que el vuelo ha sido cancelado. El tiempo va a empeorar todavía más; esperamos que esté despejado por la mañana, y hemos reprogramado la salida para las siete. Hemos reservado un número bastante limitado de habitaciones de hotel, así que estamos dándoles prioridad a nuestros clientes habituales. Puedo registrarlos yo misma si quieren, antes de que se llene todo.

Miré a la camarera. Tenía un iPad en la mano y estaba lista para teclear la información, lo que representaba una oportunidad. Disponía del resto de la noche para persuadir a Beth de que se desnudara, y en vez de ser en un lugar cercano a donde nos encontrábamos —probablemente las duchas—, iba a ser en una cómoda habitación de hotel.

—Claro. Regístrenos.

Beth empezó a decir algo, pero cambió de idea. ¿Vivía en Chicago? ¿Estaba planteándose volver a casa?

Beth se concentró en la joven que tecleaba en la pantalla de la tablet y frunció los labios formando un mohín. Es adorable, pensé mientras paseaba la mirada por su cuerpo.

—Señor y señora James, tienen reservada la habitación 302 en el Hilton. Tendrán la llave en la recepción.

Me reí entre dientes.

Beth lanzó una mirada a la camarera antes de volver la vista hacia mí, sin duda esperando a que yo la corrigiera.

Puedes esperar sentada porque eso no va a pasar.

—Lo siento, pero no soy la señora James. —Sacudió la mano—. No estamos casados. Ni siquiera somos pareja. Creo que es mejor que nos registre por separado. —Beth había abierto mucho los ojos, como si sintiera pánico.

Cogí el móvil y llamé a mi asistente.

La camarera tragó saliva.

—Lo siento mucho. He supuesto que… ¿Me puede decir su nombre?

—Marie, ¿podría reservarme una suite en el Hilton para esta noche, por favor? Han cancelado el vuelo. —Marie era supereficiente; iba a encontrar una habitación aunque tuviera que presentarse en la recepción para ello. Y no iba a ser como las habitaciones estándar de mierda que había reservado la aerolínea—. Llámeme cuando la consiga.

—Beth Harrison. —Beth parecía preocupada. Debía de haber pensado que iba a insistir en que durmiéramos juntos y, en realidad, no era tan mala idea; de hecho, reservar dos habitaciones era un gasto innecesario.

—Se me ha bloqueado la tablet. Será solo un minuto. —La camarera se alejó para solucionar los problemas informáticos.

Beth sacó su propia tablet y se puso a teclear en ella.

—Oye —dije, tocándole la mano—. No te preocupes. Mi asistente me encontrará una habitación. Quédate con la 302.

Retiró la mano de debajo de la mía.

—Pero no van a cancelar solo nuestro vuelo. Habrá miles de pasajeros buscando una habitación de hotel. Solo Dios sabe cuánto tardará la camarera en desbloquear la tablet. Si espero, nos quedaremos con una sola habitación.

La miré.

—Confía en mí. Quédate la habitación.

Su pecho subió al inspirar y descendió al soltar el aire.

—De acuerdo. —Hizo una pausa—. Oye, ¿no será esto una treta para que me relaje y que luego me vengas con la triste historia de que no tienes habitación cuando te llame tu falsa asistente?

—Beth. —Mi tono era serio—. Yo no miento, y jamás he obligado a una mujer a compartir mi cama. Créeme. —Hacía tiempo que no me trabajaba tanto un polvo. Normalmente, me bastaba con hacer ostentación de mi dinero. Para ser sincero, hacía mucho que pensaba que no valía la pena esforzarme.

Mi teléfono vibró en la mesa, delante de mí.

—Marie…

Mi asistente me dio el número de una habitación en el Hilton, una suite en la planta ejecutiva, le di las gracias y colgué.

—¿Qué te había dicho? —Le guiñé un ojo a Beth.

—¿Ya tienes habitación? —me preguntó. Mi ego sufrió un poco al ver que ella había pensado que no iba a poder conseguir una habitación en el Hilton. Podía comprar el puto hotel si hubiera querido…

—Dime, ¿qué tiene de malo la idea de compartir la cama conmigo? —pregunté. Me interesaba saber qué era exactamente lo que la refrenaba. Acabábamos de conocernos, ella podría tener una relación, aunque estaba casi seguro de que no era así. Podía detectar a la legua a una mujer enamorada, llevara o no un anillo de compromiso.

Se rio.

—¿Quieres decir aparte del hecho de que nos acabamos de conocer?

Fruncí el ceño.

—Sí. Dame tres buenas razones aparte de esa.

—Deberíamos irnos, o tendremos que hacer mucha cola para registrarnos en el hotel. —Empezó a guardar sus cosas en el bolso.

—Justo lo que pensaba: no se te ocurre ninguna.

—Se me ocurren muchas. Primera, podrías ser un asesino en serie…

—He dicho dejando a un lado el hecho de que acabamos de conocernos.

Se levantó y cargó el peso sobre un pie: esa postura resaltaba sus deliciosas caderas y enfatizaba sus curvas.

—Tú lo has querido. —Me miró directamente a los ojos—. Una, soy alcohólica. Dos, nunca me he acostado con nadie estando sobria. Y tres, me da miedo que cuando por fin practique sexo de nuevo, no lo disfrute de la manera en que solía hacerlo.

Vaya, no era lo que esperaba. No, no lo esperaba en absoluto. Las mujeres no intentaban desalentar mis coqueteos con sinceridad; no me contaban sus secretos más oscuros. ¿Quién era esa chica?

Cogió el bolso y dio media vuelta para huir hacia la salida a toda velocidad.

Volví a meter mis pertenencias en el equipaje de mano e intenté alcanzarla. Era una chica a la que merecía la pena seguir.

Increíble.

2

Beth

Estaba acostumbrada a decirle a la gente que era alcohólica, pero no a extraños con cuerpos de infarto que me ponían la piel de gallina a un palmo de distancia; aun así, me sentía algo eufórica por habérselo soltado al Señor 8A. No me había quedado para ver su reacción, pero, sin duda, lo había dejado con la boca abierta. Me reí para mis adentros y me tumbé en la cama de la habitación.

La rudeza de Dylan James con la tripulación de cabina contrastaba con la forma en que me había dicho que quería hacer que me corriera. Me estremecí. Me había deseado y me había hecho sentir bien aunque nuestra conversación hubiera durado poco tiempo. Quizá, cuando volviera a Londres, debía salir con alguien. Al parecer, esa parte de mí no estaba tan muerta y enterrada como sospechaba.

Me sobresalté cuando sonó el teléfono del hotel. Cogí el auricular desde la cama.

—¿Diga?

—¿Qué llevas puesto?

Me dio un vuelco el corazón al oír la voz del Señor 8A. Era un hombre persistente, insistía incluso después de lo que le había dicho.

—¿Pretendes practicar sexo telefónico? —Fingí arrogancia.

—Si pensara que me vas a seguir el juego, lo haría. —Soltó una risita profunda y sexy que hizo que me entraran ganas de pasarle las manos por el pecho—. Ahora, en serio, ¿por qué has huido de mí? ¿No quieres cenar conmigo?

Me había escapado porque había supuesto que lo que le había soltado ponía fin a cualquier flirteo y no quería quedarme a ver cómo cambiaba de opinión, pero, al parecer, no lo había espantado.

—¿Cenar?

—Sí. Anda, dame el gusto. Al menos, nos ayudará a distraernos unas horas —dijo.

¿Que le diera el gusto? Quería besarlo. Que me besara. Inspiré hondo.

—No ceno con desconocidos —contesté. ¿Podía permitirme conocerlo? Después de todo, cenar con alguien mientras esperaba a que terminara una tormenta de nieve no podía considerarse una cita, sino, más bien, algo fortuito. Y me ayudaría a pasar el tiempo. Además, era el hombre más guapo que había visto en mi vida y me había llamado después de que le hubiera confesado ciertas cosas sobre mí que deberían haberle hecho salir pitando.

—Venga, haz una excepción.

Lo dijo como si fuera sencillo. Como si cenar con un hombre cuando no estaba borracha no fuera para tanto.

—No salgo con nadie —dije.

—Haz una excepción —insistió.

—No pienso acostarme contigo.

Se rio entre dientes.

—Puede que sí, puede que no, pero te prometo que no te presionaré. Y, al fin y al cabo, los dos tenemos que cenar. Podemos irnos a la cama más tarde si eso es lo que quieres.

Lo que quería era tirarle el teléfono a la cabeza. Me parecía demasiado arrogante, pero esa absoluta confianza en sí mismo me atraía en lugar de espantarme, como si esa actitud suya pudiera protegerme del dolor en vez de exponerme a él. Si él estaba tan seguro de todo, quizá yo no tenía por qué no estarlo. Como él decía, solo era una cena. Una cena con alguien a quien no volvería a ver. Podía resultar un desastre, y no pasaría nada. Intenté refrenar la sonrisa que se me formaba en la comisura de los labios.

—¿Solo una cena?

—Por ahora.

Inspiré hondo.

—Vale. —¿Qué tenía que perder…, salvo mi mente, mis sentidos y mi confianza?

—De acuerdo. Ven a mi suite. Habitación 2035.

Colgó.

Podía haber aceptado cenar con él, pero no había pensado que fuera en su habitación.

Qué presuntuoso por su parte. Obviamente, me parecía atractivo, pero eso no significaba que fuera a hacer nada al respecto. No, de ninguna manera iba a subir a su suite. Pedir un sándwich vegetal y ver American Idol en mi habitación era un plan perfecto.

Volví a colocar el receptor en el soporte, me desplomé en la cama y cogí el mando a distancia.

Le había creído cuando me había dicho que no iba a presionarme para que mantuviera relaciones sexuales con él: su ego no iba a permitírselo. Era la clase de hombre que no perdía el control ni cometía errores, como ya había pensado. A lo mejor lo de ir a su suite era pura conveniencia. Era un lugar más íntimo, y no tenía que ver cómo las camareras coqueteaban con él.

Sin embargo, yo no iba a subir.

Al mismo tiempo, y por primera vez en años, quería estar con un hombre. Podía subir a tomar una copa y quedarme diez minutos. Probar el agua con la punta del pie, figuradamente, y luego marcharme, ¿verdad?

Saqué el estuche de maquillaje del equipaje de mano, me volví a aplicar el pintalabios rojo en el que él se había fijado y subí a la planta veinte.

El corazón me latía con fuerza al llamar a su puerta. ¿De verdad estaba a punto de hacerlo?

Solo me quedaría diez minutos.

Eso sería todo.

Se abrió la puerta y Dylan se plantó delante de mí con el pelo algo más despeinado que en el avión. Ya no llevaba la corbata ni la chaqueta y se había desabrochado los botones de arriba de la camisa. El impávido Señor 8A se había relajado. No me dijo nada y yo repasé los posibles saludos con los que llenar el silencio antes de que extendiera la mano y me pasara el pulgar por el pómulo. Me ardió la piel en el punto en el que me había acariciado. Se acercó un paso más, hasta que nuestros cuerpos casi se tocaron y la puerta se cerró tras él, dejándonos a los dos en el pasillo.

—¿Hola? —susurró como si no se hubiera dado cuenta de que nos habíamos quedado fuera.

Di un paso atrás. Tenerlo tan cerca me había dejado sin palabras. Había esperado que intentara algo, pero solo después de un primer contacto: de tomar una copa, de cenar, de flirtear o, incluso, de mantener una conversación. Sin embargo, me puso la mano en la parte baja de la espalda y me estrechó contra él. Jadeé y tuve que agarrarme a sus antebrazos para no perder el equilibrio. Extendí los dedos y sentí los firmes músculos bajo su camisa. Su cuerpo era duro y estaba en tensión cuando me amoldé a él.

—Mírame. Puedo adivinar cómo eres a través de tus preciosos ojos y quiero ver todo lo que te haga esta noche reflejado en ellos.

Un latido cobró fuerza entre mis muslos.

—¿No has oído lo que te he dicho antes…? —¿Había olvidado que le había confesado que no había mantenido relaciones sexuales estando sobria? ¿Que no lo había hecho nunca? Ni siquiera recordaba haber besado a alguien desde el instituto sin haber bebido antes.

—He oído todo lo que has dicho. —Me levantó la barbilla, obligándome a mirarlo. Se echó hacia delante y me besó—. Ese pintalabios me está volviendo loco —gruñó, y volvió a besarme, esa vez con más fuerza. Me separó los labios con los suyos y se me cortó la respiración al sentir que me rozaba el superior con la lengua. Dios, cada movimiento creaba en mi interior unas ondas de choque que me recorrían el cuerpo y me encendían, como si fuera el monstruo de Frankenstein y me estuvieran reanimando por primera vez.

Deslizó las manos por mi espalda y me temblaron las rodillas, inestables ante su contacto. Me agarró antes de que me cayera, rodeándome la cintura con el brazo.

—Oh, nena, si te gusta lo que acabo de hacer con la lengua, estoy deseando enseñarte de qué más soy capaz.

El latido entre mis muslos se hizo más fuerte.

Al aceptar cenar con él, ¿había aceptado desnudarme y acostarme con él? Y si era así, ¿había algo malo en ello? Lo de probar el agua podía ser un baño rápido. Mi cuñada lo llamaba «hacer una cata» antes de conocer al hombre perfecto. No iba a volver a ver al Señor 8A después de esa noche. Tal vez fuera lo que necesitaba para descubrir lo que me gustaba estando sobria, y deshacerme de aquella especie virginidad inducida por la falta de alcohol, que tanto me avergonzaba, antes de empezar a tener citas propiamente dichas.

Me besó en la frente.

—Pasa. He encargado la cena, y no te preocupes, no follaremos hasta que necesites hacerlo.

¿Necesitarlo? Negué con la cabeza. Estaba muy seguro de sí mismo, pero tampoco podía poner la mano en el fuego por que se equivocara.

La puerta debía de estar entreabierta, porque la empujó y me guio al interior.

La suite era enorme, con una zona de estar a un lado, donde había dos grandes sofás blancos enfrentados, y un comedor al otro. Me envolvieron la iluminación, tenue e íntima, y la música, que sonaba suavemente de fondo.

—Vamos a cenar. —Me cogió de la mano y me llevó a la mesa. Había varias fuentes con cubreplatos de plata repartidos por una mesa para seis comensales. Movió una silla, se sentó y tiró de mí para ponerme en su regazo.

—He pedido por los dos.

Levantó la tapa de la fuente más cercana y dejó al descubierto una enorme porción de tarta de chocolate cubierta de nata montada.

—¿Tarta? —Lo miré mientras me ofrecía un trozo.

—Te gusta, ¿verdad?

¿Si me gustaba? Podía desayunar, comer y cenar dulce.

—Claro.

—He pensado que podemos empezar por esto y luego decidir cómo queremos continuar. Después de todo, esta noche lo más importante es el placer. —Me acercó el tenedor a la boca otra vez—. Ábrela bien… —Volví a notar el latido entre mis muslos cuando separé los labios.

La tarta estaba deliciosa y, obviamente, era casera.

—¿Qué te parece?

Abrí los ojos. Tenía tendencia a bloquear todos los demás sentidos cuando probaba algo espectacular. Por un segundo, había olvidado que estaba sentada en el regazo de Dylan.

—Está buena, muy buena.

Me cogió del cuello, me acercó a él y me lamió los labios.

—Mmm, tú sí que sabes bien. Tenías un poco de nata en la comisura de los labios. Así te ayudo a limpiarte.

Sonreí, le quité el tenedor de la mano y cogí la tarta.

—Deberías probarla tú también. Está francamente buena.

Le acerqué el tenedor a los labios. Sus hermosos ojos color índigo se clavaron en mí y aceptó con voracidad el bocado que le ofrecía. Gimió, y ese sonido provocó un eco en mi interior que hizo desaparecer mi autocontrol

Lo deseaba.

Mi deseo era superior a cualquier vergüenza que pudiera sentir por estar tan cerca de un hombre totalmente sobria.

Dejé caer el tenedor y le pasé las manos por el pelo, viendo cómo me miraba. Bajé la cabeza y deslicé la lengua por sus labios, como él había hecho conmigo. Volvió a gruñir y su lengua se unió a la mía: el sabor del chocolate, el de la nata y el de él se mezclaban a la perfección.

Dylan

Estaba acostumbrado a estar con mujeres guapas, pero la que estaba sentada en mi regazo con los labios hinchados como si llevara horas besándome era más hermosa que la mayoría. Todo mi cuerpo se mostraba de acuerdo y estaba incómodamente duro. Sus pechos llenos no lo ponían más fácil, ni tampoco los pequeños movimientos que hacía contra mi muslo. Joder, si no me controlaba, iba a correrme como un adolescente en cuanto la viera desnuda. Gruñí y le metí la mano en el escote, deslizando los dedos entre sus pechos para acariciar su piel suave. Quería que fuera mi erección la que ocupara el lugar de mi mano, pero era demasiado pronto. No estaba preparada. Moví la mano dentro del sujetador y le rocé un pezón, que ya estaba duro. Echó la cabeza hacia atrás y me apretó la rodilla.

—Dylan…, yo…

Estaba nerviosa, y me resultaba adorable. Estaba hecho a mujeres que le echaban más pelotas a la vida que la mayoría de los hombres, no a las que mostraban un atisbo de inocencia.

—No tienes que preocuparte por no disfrutar del sexo estando sobria. —De hecho, ese era el tipo de sexo que yo prefería. Rara vez bebía, y nunca si en mis planes entraba follar. La bebida me embotaba los sentidos, y no quería perderme nada cuando mantenía relaciones sexuales—. Te vas a correr con tanta fuerza que te olvidarás de lo que es estar borracha.

Le bajé el sujetador de un tirón y dejé sus pechos al descubierto. Me sujetó la cabeza, y eso me hizo vacilar. Si mostraba la más mínima reticencia, no llegaríamos más lejos. Iba a tener que excusarme para ir al baño a aliviar mi dolorida erección, pero dejaría de tocarla.

Pero no intentaba detenerme. Me arañó el cuero cabelludo cuando me llevé su pezón a la boca, lo chupé y noté su sabor dulce; ella se apretó contra mi muslo, y alterné las caricias con mordiscos y lametones.