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LA MÍTICA NOVELA DE UN ICONO DEL FEMINISMO ESTADOUNIDENSE. Para Diana Balooka —madre, escritora, bailarina de claqué—, el matrimonio siempre ha sido una continuación del divorcio. Ahora, con cuatro hijos, un terrier zulú como mascota y una nueva relación a la que poner fin, repasa su frenético diario sentimental: desde la granja de su abuelo en Albany, deteniéndose en París o Ciudad Juárez, hasta la desquiciada y desquiciante Nueva York de finales de los años sesenta. Como escribió Philip Roth, gran admirador de esta ya mítica novela, «Nota de despedida es una suerte de Herzog concentrado y erotizado, la cara femenina de la locura del divorcio. A medida que cada uno de los capítulos gira y gira sobre su propio cómico y excéntrico eje, la realidad del desastre marital va desplegándose convincentemente gracias al angustiado entusiasmo de la narradora. Y tan afilado es el retrato del desconcierto sexual, tan concentradas las escenas de irónica indignación y perpleja emotividad, que uno termina pensando en la protagonista como en una fugitiva de la En la Colonia Penitenciaria de Kafka, con la sentencia de divorcio marcada en la piel». «La obra de Sandra Hochman perdurará mientras la gente siga leyendo en nuestro idioma». ROBERT LOWELL «Sus palmadas de alegría, en las que se insinúa siempre la sombra de algún fantasma, otorgan a cuanto escribe una sensual intensidad». NORMAN MAILER «Exceptuando a Sylvia Plath, no conozco a ninguna otra escritora capaz de reflejar lo que es ser mujer con una prosa tan bella».ANNE SEXTON «Nota de despedida es una novela terriblemente divertida». JOHN CHEEVER «Una obra de primera categoría que destaca por su autenticidad e ingenio». PHILIP ROTH
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Seitenzahl: 404
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Edición en formato digital: febrero de 2019
Título original: Walking Papers
En cubierta: fotografía de © iStock.com / Happyfoto
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Sandra Hochman, 1966, 1968, 1971, 2017
© De la traducción, Carlos Jiménez Arribas
© Ediciones Siruela, S. A., 2019
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17624-66-8
Conversión a formato digital: María Belloso
Prefacio: Las notas del fin de semana
Flashback: Jason
La voz de Haig
Pareja
Divorcios
Los ciegos
Lamento por mi cabeza
La Casa del Bogavante
1.001 lecciones de higiene femenina
La millonaria
El blues de los ángeles caídos
No se busca
Hacer sombra, como en el boxeo, o la política de la paz
Haig
Soledad y nervios
París
Philipe
El Beth
Nacimiento
Don Perro
Primera persona del presente de indicativo
Vida animal
Cabalgando a pelo hacia Divorcilandia
Para Alexandra Emmet
A C R Ó B A T A S
Yo también estoy
estirando. Y desafío el aire igual que tú —me retuerzo en
inauditas posiciones—, hago el
Wrisly —con una mano me toco el pie, con un pie me toco el otro, como tú, abocada
a tener pies soñadores, a tener manos de aroma penetrante
como las naranjas—, el bendito silencio de una pirueta en el aire
con la que no aterrizas en ninguna parte. Nosotros,
estúpidos zombis,
soñamos sueños que nos turban y nos hacen leves como ángeles.
Me llamo Diana Balooka y me he casado tres veces. Mi primer marido era hipnotizador y ahora dirige el Centro de Refuerzo, que cuenta con oficinas en Los Ángeles y Nueva York. Aunque tenemos la nulidad matrimonial, nos seguimos viendo en el Roseland porque a los dos nos encanta bailar en sociedad. Mi carrera como bailarina de claqué en los festivales de verano y en Broadway quedó interrumpida para siempre cuando me enamoré de mi adorado segundo esposo, un abogado muy guapo que trabajaba para el servicio diplomático y fue nombrado cónsul general en Birmania. Allí nos hicimos los dos sacerdotes según el canon de Pali y oficiamos los ritos de la ceremonia de las velas. Imaginaos la conmoción que sufrí cuando mi amado sacerdote, marido, maestro y dulce alma gemela se resbaló en una pagoda y murió en la posición del loto. Hombre famoso, bien conocido por su amabilidad y sabiduría, era toda una celebridad en Asia, y su nombre sale a menudo en los crucigramas de todo el mundo. No me quedaron ánimos para seguir con el claqué después de una experiencia tan trágica, así que volví a los Estados Unidos, donde estudié los efectos psicológicos que tiene el divorcio en los hijos. Como es lógico, mi tercer matrimonio tenía que durar toda la eternidad. Mi tercer marido, un israelí piloso y pelirrojo, enamorado de los bosquimanos de África —era antropólogo y había participado en los famosos estudios del comportamiento humano en Puerto Príncipe—, perdió un brazo un día que salió a cazar cocodrilos, y volvió a su amor de siempre, los estudios de ecología-medioambiente-población, hasta que se hizo especialista en biología de poblaciones. Para completar su interés por los ámbitos de la calidad del aire, la comida, el control de natalidad, de mortandad y la crisis medioambiental total, se pasó a la empresa privada y, al poco tiempo, acabó en el negocio de los fertilizantes. Yo le preguntaba: «Jason, ¿qué se siente cuando aparece uno en el Diccionario biográfico como autoridad mundial en estiércol?». Se rascaba entonces la barba pelirroja, soltaba una risa y decía, con su fuerte acento de Oriente Próximo: «Cuando la mierda me llegue hasta las orejas, por lo menos sabré que es mierda mía». Por aquel entonces, todavía nos reíamos juntos.
El amor es hola y adiós. La vida es hola y adiós.
Me pregunto qué salió mal con Jason.
¿Y conmigo? Difícil explicarlo. El cariño desapareció de repente. Desapareció la ternura, dejamos de hablarnos y de hacer el amor. No hablábamos. No nos tocábamos. Y entonces, ¿cómo se comunica la gente? Con los ojos, se comunica con los ojos. Pero él nunca me miraba a los ojos. Yo no apartaba la mirada de los suyos, buscaba una mirada suya que me dijera algo, y no encontraba nada. El hombre de los ojos ensombrecidos un día decidió que se iba de viaje de negocios: negocios de fertilizantes. Yo solo sabía que hacía meses que no teníamos relaciones sexuales; y que no quería quedarme sola. Tenía a la niñera para que se ocupara de mis cuatro hijos.
—Llévame contigo, Jason. —Sin mirarlo a los ojos.
—No puedo.
Me daban ganas de gritar:
—Mírame. Reconóceme. —Me sentía como la República de Cuba—. ¿Te importaría reconocerme?
—Sí.
Al final, ya no quería que me reconociera. Lo llevé al aeropuerto.
—Cuídate —me dijo. Y entonces pensé: pero ¿sabes tú cómo se conjuga el verbo «cuidar»?
Me llegaron cartas suyas mientras estuvo de viaje. Aunque no eran cartas, parecían más bien instrucciones: Llévame la ropa al tinte. Renueva la póliza del seguro. ¿Qué tal los niños? ¿Los llevas al médico cuando les toca? Cartas que eran listas de indicaciones, sin alma. Solubles en agua y poco más. Me estaba echando fertilizante en la cabeza. Y yo me sentía enterrada. Aparece una mujer enterrada bajo una pirámide de mierda. Me estaba vendando todo el cuerpo. No me quedaba más que esperar a la momificación. Haig.
Haig. Él quitó los jirones que me cubrían. Me sacó del sarcófago y resucitó a la momia. Mis fluidos se disolvieron despacio. Y la mujer que estaba dormida en la tumba del no tocar y el no mirar y el no sentir volvió a la vida. El Dador de Vida. Haig, el que da la vida. El rey sol. El hombre, médico y amante que me quitó los trapos y me echó el aliento en los ojos. A mí. Bella Durmiente, tú que llevas seis años de casada dormida: despiértate ya. Y vive.
Un día en la vida de una naranja. El chiste malo del verano. Quogue. Un pueblo famoso por los marineros y por las mujeres que se quedan en casa construyendo sus pirámides de quejas entre los montones de tarjetas telefónicas gastadas en llamadas a cobro revertido o con prepago. La franja de tierra que es Long Island, con forma de pinza de bogavante, que llega hasta la bahía de Long Island y el océano Atlántico, y Quogue, que está al principio de la pinza, los dos tienen la culpa, aunque no lo parezca, de que me vea yo así, con el alma zarandeada por los temporales: de mi principio y mi final. Y de mi mal humor.
Anoche oí la historia de las naranjas. Salí a cenar con Micah, una judía francesa muy religiosa, de padres cabalistas. Micah vive ahora con vistas al océano, y esos ojos tan grandes como el mar se le llenan de olas. Cuando estábamos cenando, se volvió hacia mí y me dijo: «Quiero contarte un sueño. Estábamos todos juntos en un jardín, toda mi familia, mis amigos, todos los pintores que viven en East Hampton. Y nos dieron a todos una naranja para que la estudiáramos. A la media hora, nos dijeron que dejáramos las naranjas en un montón. ¿Y luego? Luego teníamos que coger cada uno nuestra naranja del montón e identificarla. Porque cada naranja es distinta de todas las demás. Igual que cada vida es distinta de las otras. Aunque todas las naranjas se parezcan. Y sean todas iguales. Así que nuestras vidas, Diana, se distinguen unas de otras como las naranjas. Y, a la vez, nuestras vidas... pues son todas iguales».
Menudo chiste, este zumo de naranja que es mi vida: el zumo que me exprimen, y mi jardín de naranjos, mi naranjal de agravios y zumo de vida. Los zumos que fluyen del pozo redondo en el ombligo de la gran madre naranja que es mi vida. Cada vez me cuesta más distinguir mi naranja de las otras. La piel. La gruesa capa que recubre la naranja. Partida en dos está mi vida.
¿Qué me pasó aquel verano? Por aquel entonces, me estaba divorciando por primera vez. Una muerte, una anulación. Y ahora un divorcio, peor que la muerte. Mi abogado está sentado detrás de un escritorio de madera de nogal, en Nueva York. Tiene en el despacho sus títulos universitarios, las fotografías de sus hijos, sus papeles, los legajos que dan fe del sube y baja en el mundo de los matrimonios. Es él, el rey de los matrimonios, el pequeño rey Salomón que rige el mundo de incompatibilidades y mal genio, el que decide cada día quién va a separarse, a cargo de quién van a quedar los niños, para quién serán los muebles, quién pagará el seguro médico. Sus legales secretarias traducen a jerga legal sus visiones armadas. Pero él es el que desenmaraña el caos de nuestra vida.
Me siento mirando al océano y hablo por teléfono con mi abogado: son llamadas que bien podría abonarme la Asociación de Sordos. Porque, por mucho que le suplique para que la decisión se alcance pronto, siempre me responde lo mismo.
«Jason se niega a firmar el acuerdo»; o bien: «Al señor Eyrenstein le está costando dar con Jason». O: «El señor Eyrenstein se ha ido a Florida y no puede atenderla».
Por lo menos dígame algo nuevo. En septiembre tendremos que ir al tribunal. Y más me valdría empezar a hacerle la corte a una nueva vida. Porque cortejar al amor es una invitación al desastre. Corte corte, ¡corte por lo sano, que la vida es muy corta! Deme cortisona, que me ha picado una avispa israelí pelirroja y manca: ¡Jason!
Oigo ese ruido. Es más que nada
el ruido que hace el mar cuando gime y llora y de repente
es ensordecedor. No me lo puedo apartar
de losoídos, de las fosas nasales, de mi vientre, de mi pelo largo.
Es transparente como un cultivo de cristales
dentro de un tarro. Es el ruido que hace el diente de león cuando
suelta semillas y el viento las esparce como gigantescas
sombras que tienen que desaparecer.
La arquitectura del hola y el adiós: los puentes del asombro que se desmoronan. Empieza por la lucha contra el paso de los años, contra la gramática de la soledad.
¿Estás en casa? ¿Puedo pasar? ¿Estás ahí? Bonsoir. ¿Qué palabras? Llevo un gorro acabado en pico y subo las escaleras del asador Wheeler-Dealer. Encima de las cocinas voy a ver a Haig, que me interesa el uno por ciento el dos por ciento el tres por ciento —el cien por cien— el ciento diez por ciento. Qué maravilla, los números. Y mi cuerpo: que alberga el cien por cien, el ciento veinte por ciento del sentimiento. Cada tramo de escaleras del edificio que subo me acerca más —más—, llamo a la puerta. «Está abierto», grita desde el sofá en el que se ha tumbado a ver la televisión. Tumbado sin palabras. La televisión duda y oh oh, la televisión chismorrea en las ondas sacudidas por la noche. Noticias oh noticias, suspira él. Nos cuesta tanto no discutir. Vemos una película de Basil Rathbone para la televisión. Él hace de Basil. Él hace de Sherlock. Vemos un partido de fútbol americano. Yo soy el balón, me llevan de un lado para otro. La piel de cerdo sudada que sujetan unos dedos profesionales, de arriba para abajo por el campo en un segundo esfuerzo. Haig, mi majestad armenia, exige el anonimato. Abandona el mundo tradicional por un momento privilegiado de su propia historia, sus propios pensamientos, su propia pureza. Se convierte en sí mismo; sabe lo que nos duele. Nos enseña a hacer el trabajo. A vivir la vida. Es el almacén para las películas de Lucille Ball, de Gary Cooper, y comienza ahora esa vida suya de ver en una pepita los mitos de la caja mágica de la televisión patas arriba. Haig: yo busco un conocimiento sin conciencia. Un conocimiento del silencio, sin título ni inmediatez. Hasta la vista, pantalla de televisión. Mundo de la televisión. Saldré a la calle y encontraré esos edificios oscuros en mitad de la noche. Haig se queda levantado en su edificio de filetes, su pequeña torre de recuerdos. No hace absolutamente ningún plan, nada para mí. Qué alivio siente mi sombra al verse a mi cuerpo sujeta. Finalmente estoy feliz de dejar a Haig y salir al mundo de la noche donde estoy yo sola. Singular. Femenina. En francés hay cuatrocientas formas de decir adiós. Cuatrocientas pequeñas conjugaciones de los verbos. Adiós pequeño mundo televisivo.
Su madre, Hourig, tiene ojos brillantes de girasol, y lleva la corona de hiedra del verano. ¡El verano! En el sótano de la casa, donde se ocupa de que el amor salga de un tiesto, hay yesca, periódicos, fundas de almohadas, carritos viejos, y la casa en sí está llena de objetos inservibles; todos, salvo las pinturas de colores y los dibujos a lápiz de toros y pájaros. Y ella es una flor amarilla con matas de judías boquiabiertas en el jardín de atrás. Porque, mientras todos los vecinos se arrodillan, plantando semillas de césped, como musulmanes en alfombras de hierba para la oración, Hourig está en su huerto de judías, alzando las manos hacia las flores sagradas: «Tengan, tengan, ten», dice, y toca a las rosas en sus partes pudendas. Yo estoy en la tierra con forma de corazón que ha diseñado. Arracimado entre las flores, el sol todopoderoso las hace florecer mientras ella las alimenta a base de té: no se le muere ningún zumaque, margarita o girasol con esos dedos. Porque ha traído las confesiones de toda una vida al jardín de ojos azules.
Para entender a Haig, me remonto a épocas prehistóricas: al principio del tiempo, más allá del tiempo, cuando había Crocodios y Arnihómidos; hasta la edad fósil del Cretáceo y el Jurásico. Imagínate a los dinosaurios. ¿Eran armenios también? El periodo cretáceo, al igual que el jurásico, era tropical o subtropical, y los dinosaurios arrastraron la cola a lo largo de los millones de años que vivieron sobre la Tierra...
¡Socorro!
Que me come un dinosaurio...
que se me está comiendo un dinosaurio armenio.
Estoy tan jodidadamente deprimida que ni siquiera puedo bailar claqué. Se acabó eso de bailar por puro placer. Se acabó lo de arrastrar los pies alternativamente y buscar el equilibrio con las manos. Se acabó el pasito del ángel y el punta tacón. ¿Y qué hizo falta para que una bailarina de claqué de un metro ochenta, tímida, desgarbada e inocente, con mechas claras en el pelo castaño y pequeños pies vendados (vendados los pies por zapatillas de ballet de puntas a los tres años), con treinta y tres años y cuatro hijos dejara el claqué?
El divorcio.
Los calamitosos armenios.
Un puñado de recuerdos inútiles.
Sentido del humor. Exceso de inteligencia.
El cómico del espíritu está enfermo. Eso fue. Acabo de mirar mi «Nota de despedida» y el ojo morado que tengo, y he decidido rendirme y trasladarme a la China comunista. O a Málaga. O a Cuba. O a Miami Beach. O a Mesopotamia. Cualquier cosa con tal de salir de este lío. «¿Hola? ¿Mudanzas Santini? ¿Puede alguno de los hermanos Santini venir a verme con un camión? Tengo muchos objetos y fotografías y muebles, y me gustaría meterlo todo en una furgoneta de alquiler para hacer yo misma el traslado, pero he pensado que mejor lo hago en plan profesional. Me gustaría coger todos los cachivaches que he acumulado en los últimos diez años y guardarlos en un trastero. ¿Tienen por ahí algún trastero oscuro así aparente, para poner mi vida en suspenso hasta que vuelva de dondequiera que sea que voy a irme? ¿Cuánto mide? ¿Cuántos bultos me caben? ¿Cuántos percheros? ¿Cuántas cajas de embalar? ¿Cómo sé cuántas me hacen falta? Usted mande un camión de los grandes. Una furgoneta grande con un montón de operarios. Que tengo mucho que operar...».
Vale, hablemos del ojo morado.
Ahora mismo me planteo el jiu-jitsu como alternativa, pero más me valía haber pensado en ello el mismo día que conocí a Su Majestad, Haig. Iba a coger el autobús en la calle 72 para ir a la clase de claqué con Dilby Angel, y fue el caso que las Parcas se lo estaban pasando en grande. Una Parca me señaló desde lo alto y dijo: «¡Oye! ¿Veis a la mujer esa? La del bolso rojo de plástico en el que lleva unas mallas rosas y unos leotardos amarillos y zapatos de claqué de cuero negro. Esa mujer, sí..., la de los pantalones de lana blancos... ¿Veis que entra al asador Wheeler-Dealer para llamar por teléfono? Vale, pues vamos las tres con ese armenio loco, Haig, que precisamente está hoy en el mostrador del Wheeler-Dealer ocupado en alguna transacción comercial. Venga, hagamos que ella tarde un rato en encontrar el teléfono, y que mientras él la reconozca y se acuerde de que se la presentaron hace quince años en una anodina fiesta. Y venga, que la invite a salir. Y que acaben uno en los brazos del otro. Que se enamoren. Y hagamos que empiece entonces todo el armenianismo. Que ella decida que en vez de estar separada, va a divorciarse. Y él, que decida dejar a su mujer, Vestal, y se vaya a vivir a la oficina. Y luego hagamos que él le llene la cabeza de pájaros y empiece a hablarle de tener más niños. Que la convenza de que cuatro hijos no son suficientes y que tiene que tener doce, porque todo sale más barato por docenas. Si puede bailar claqué, puede tener más hijos. Venga, y vamos a hacer que él le diseñe una casa imaginaria para vivir en ella en zapatillas y fumando en pipa. Y siempre que ella le pregunte: “¿Cuándo vas a leer alguna vez un libro?”, entonces, que él responda: “En cuanto coja la pipa y me ponga las zapatillas”. Es más, vamos a hacer que él deje caer la posibilidad de una boda apostólica armenia a la que no le falten sus empanadillas de kefta de cordero, ni su guisado de carne con arroz pilaf, y luego vamos a sentarnos a ver cómo a esta mujer tan brillante le dan el Premio Nobel de masoquismo. Venga, hagamos que él le coma tanto el coco que la pobre no sepa si va o si viene. Que se haga pasar por el solterón de origen armenio más codiciado en los Estados Unidos, y que la lleve a todas partes en ese Jaguar que tiene que está para el desguace, y que la deslumbre con el jazz étnico y la convenza para que le encarguen al hermano de él la construcción de un edificio, venga, y vamos a hacer que sea él el que filosofe y epitomice y yuxtaponga y dirija y analice y a la vez que sea él el que, de forma subrepticia, dé con la manera de dejar la “relación” para que, en caso de que la mujer se divorcie, pueda dejarla tirada como una empanadilla caliente de kefta porque resulta que no le interesa comprometerse con ninguna señora que no sea su madre, y vamos a hacer que la meta de lleno en el rollo armenio: venga, que aprenda el idioma, conozca a toda la familia, sobre todo al hermano, famoso por cómo acaba los chistes (pues de empezarlos nunca se acuerda), y al que ahora le ha dado por plantar un carrito armenio en Central Park, vender baklava y kefta, solo por el placer de saber qué se siente al conocer de verdad a la gente; y que sea este hermano mayor de gran bigote el que le diga al oído a la mujer: “¿Por qué no te casas con mi hermano?”, en cuanto ella vuelva de Juárez con los papeles del divorcio, y que sea ella la que responda: “¿Y por qué no me lo pregunta tu hermano parapetado detrás de su propio bigote, y no del tuyo?” y que por qué ese mismo hermano cuya novia se describe a sí misma como “la viuda del carrito armenio” no empieza por casarse él mismo, tan filósofo como es —o ¿es que también está debajo de las faldas de mamá?, esa señora menuda tan encantadora de moño blanco y preciosos ojos azules llenos de inocencia que cultiva plantas en el jardín de casa, plantas que le crecen tan alto como matas de judías—. Pues venga, que para eso somos las Parcas y nos gusta joderle la vida a la gente que está decidida a desjodérsela: vamos a jodérsela un poco más».
Haig y sus amigos armenios llevan toda la noche bailando en el Seraph-East. Yo me estoy vistiendo, y me digo a mí misma: «Quiero verlo de todas las formas posibles: borracho, sobrio, de todas las formas. Voy allí a observarlo, a ver con mis propios ojos cómo es. Y a verme a mí misma de todas las formas posibles. A vernos a los dos: de todas las formas posibles. Bailando. Que la eternidad mueva el esqueleto».
Llego y lo único que veo es a unos armenios bailando, y a Haig, borracho, dando vueltas. Lo veo en la ebriedad del baile, y nadie comprende que esa ebriedad es el alma, que se sale de su curso. El alma, que revienta las costuras. Yo se las coso.
Él es quien domina el baile. La fuerza que lo nutre. Da vueltas y más vueltas.
Haig me regaló un reloj por mi cumpleaños. Y es lo único que funciona en esta casa. No podía haberme regalado nada que nos representara a los dos de manera más fidedigna. Nuestro tiempo. No paso tiempo con él que no valga la pena. Yo estaba leyendo Tiempo. Y ahora lo vivo: sus pies dan vueltas por la pista de baile como las manecillas de un reloj, vueltas y más vueltas. Está más allá del tiempo. El ocho es la eternidad horizontal. Pero Haig es un ocho que da vueltas en el Seraph-East.
Que baila para siempre.
Que siempre está bailando.
Bailamos con un pañuelo la música que tocan al oud.
Ya no tiene el pañuelo entre las manos. Y me imagino que se ha vendado con él los ojos.
Consciente
de que le
quitan de
las manos el
pañuelo.
Le
vendan
con él los
ojos
porque
no ve
quién es
su verdadera
pareja.
Porque su pareja todavía no tiene conciencia de serlo. Pero la tendrá.
—No entiendes mis símbolos.
—Quita las manos de las pistolas.
—Y tú quítate esas botas de soldado.
—Si es algo que dependa de mí, estaré contigo.
—Sería interesante que tuviéramos hijos.
—Eso no saldría bien. Te digo que no saldría bien.
—Mentira. Yo te digo a ti que es mentira.
—Entre nosotros no hay reciprocidad.
—No te me subas más a la chepa. Bájate de una puta vez.
—Pues no te subas tú a mi culo.
—Me das asco.
—Pues cuelga.
—Estoy harto de estos putos diálogos de mentira que nos traemos por teléfono y tengo que colgar, me tengo que ir ya, me tengo que ir. ¿Es que no respetas nada? No te me subas a la chepa, bájate de una puta vez y cuelga, cuelga, cuelga ya.
Y si me muero, entonces qué pasara, le pregunto a Haig, y se pone a gritar:
—Pues que no pienso ir a tu entierro. Me da igual que te mueras o no. Es que no lo entiendes: me da igual que te mueras o no. Porque eso no es cosa mía. Tocas el silbato. ¿Has intentado alguna vez hacerle el amor a alguien que toca un silbato, joder?
—Estoy aquí sentada en ropa interior y tengo que colgar. —HALA HALA HALA GRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRR.
Una semana más tarde.
Vengo del campo y quedo con Haig en la tetería rusa. Entro, y no se alegra de verme: ni siquiera levanta la vista del periódico, lleva ropa sucia y no se ha afeitado.
—¿Y? ¿Qué es lo que tienes que decirme? —Está aburrido. Deseando acabar con esto. Quitárseme de encima—. ¿Qué? —pregunta, levantando la vista del periódico. Veo el asco en sus ojos, la hostilidad hacia las mujeres: la H es de hostil. Un día iba caminando por la calle y me encontré una H dorada gigante y me la llevé a casa. Era de un letrero en una tienda que iba a pasar a mejor vida. Arrastré la H por la calle, crucé la calle con ella; estaban mis hijos conmigo y yo seguía arrastrando la H. Llevaba a los mellizos en una mano y la H en la otra. Esa noche le di la H dorada a Haig. «Mira lo que he encontrado en la avenida Madison. Es tu nombre. Es tu signo». Se la llevó a su oficina. Lo que se da no se quita, y ya nadie me devolverá mi letra dorada. Mi H.
La H dorada.
Estaba allí sentada, pensando en la dulzura floreada de las medusas. En las conversaciones con los abogados. En la lista que me dieron para el divorcio. Lo que tenía que devolverle a Jason:
Una máscara africana por un valor de quince mil dólares.
Un libro sobre la vida de Moshe Dayan por un valor de diez dólares.
Dos tambores por un valor de cien dólares.
Tres lanzas Mau Mau por un valor de cincuenta dólares.
Siete collares rituales por un valor de setenta dólares.
Un terrier zulú ambivalente, de nombre Don Perro, cuyo amado hocico no tenía precio.
—¿Cómo se escribe Mau Mau? —preguntó el abogado.
—¿Cómo quiere que yo lo sepa?
—¿Está de acuerdo con lo que le pide? El señor Eyrestein, el abogado de su marido, tiene mucha prisa en darle carpetazo al divorcio. En virtud del acuerdo que hemos alcanzado, se va usted a México en cuanto lo firme. Le da el dinero que pide y entonces sale usted pitando para México.
—Le daré todo menos el terrier zulú. Los dos lo queríamos y deseo quedarme con el perro.
—El terrier zulú lo quiere él.
—Pues no, el terrier zulú lo quiero yo.
—¿El terrier zulú, de quién es el terrier zulú?... Diana, si le soy sincero, es una lista bastante comedida.
Un alcista del divorcio. Y de los recuerdos.
Nací en Manhattan, en el Hospital General de Manhattan. Y ahora me gustaría presentar mis credenciales: una madre que tenía los ojos azules. Una abuela que tenía el pelo castaño. Un abuelo que iba follándose a todas. Una abuela que tenía una portería en un edificio del Lower East Side. Un abuelo epiléptico que murió en el asilo para pobres del Lower East Side. Un padre con los ojos azules. Mi familia, así, muy por encima: unos padres que, siempre que hablaban por teléfono entre ellos, acababan colgando. Una niñera que insistía en que recitara el catecismo con ella y que me dijo que jamás me abandonaría. Una tía que no hacía más que traerme tigres. Una tía soltera que salía con drogatas. Un tío que tocaba el piano. Un tío que era bueno todos los días del año. Un tío que tenía bigote y daba gritos. Un tío que siempre estaba borracho y me besaba. La pierna de una niña pequeña que se torcía. La mente de una niña pequeña que hacía demasiadas preguntas. La cama de una niña pequeña con sábanas de goma grasientas. Y fundas de colchón que siempre acababan mojadas. Un pequeño mundo que un gruñido partió por la mitad. Una casita con caléndulas y una pecera con peces de colores y un gato y un perro y un conejo y sofás de cretona y libros y planos de edificios en las estanterías y álbumes de fotos y estrellas en el papel pintado y frascos de colonia en un tocador con espejo, una casa con jardín delante y con jardín detrás que dejamos, mamá y la niñerita y yo, el día D, el día del Divorcio cuando mi madre se hizo marine y desembarcó con nosotros en la lengua de tierra de la avenida East End, el día que llegamos a la ciudad de las Separaciones. De la separación de mi padre. Y de la huida de mamá. Y de la desaparición de papá. El día que las tías salieron corriendo, como si se les estuviera quemando la casa. Solo que la que vivía en su casa era yo. Allí, mientras mi madre me bañaba.
—¿A quién quieres más? Dile al juez en el tribunal a quién quieres más.
—¿Cuándo?
—Mañana, en el juzgado. Háblale al juez de mamá.
—¿Y qué pasa con papá?
—¿Papá qué?
—Que si vendrá papá. Tenemos que ver a papá.
—Estará en el juzgado.
Un chapoteo detrás de otro en la bañera. Y llegó el día del juicio. El juzgado lleno de gente. Pero no era como sale en los cuentos de hadas, con princesas que hacen reverencias, y reyes y reinas. El suelo era de madera, había sillas plegables, y parientes y salas, y cuartos de baño que olían a pis; pis que me hacía yo en la silla plegable.
Y luego llegó el internado. Las noches sin dormir en las literas.
—El aire fresco es bueno para la salud —decía la directora.
—¿Ah, sí? Y entonces, ¿por qué tengo sinusitis desde que vivo en este sitio horrendo?
No paraba de sonarme los mocos en las sábanas, ni de hacerme pipí en el edredón. No paraba de escuchar mi caja de música, de echar de menos a mi mamá y a mi papá y la casita de campo. Y en estas que llegó el diablo: subió por la pared y se metió en mis sueños de marfil. Susurró: «Tú duerme conmigo, y te llevaré de vuelta al pasado, cuando la casa estaba allí y tu madre y tu padre te querían en los pasillos, te daban besos en los salones y en la escalera. Cuando vivías sin separaciones». El demonio del internado.
¿No reina aquí la paz? El aire en Quogue está lleno de mar. Mi propia vida se rige por la mentira y el divorcio. Y vuelven otra vez los fantasmas. ¡Hay que joderse! Me muero en un hospital de Long Island: quisiera que me enterraran en el cementerio que está junto al estanque de los patos, que me pusieran en la tumba al lado de la de aquel amigo mío tan joven que se metía todos los días en la sauna y también murió en la flor de la vida, accidentalmente, como vivíamos todos entonces.
MIS ÚLTIMAS PALABRAS. ¡Por todos los santos! A mí me va demasiado el espíritu de la comedia como para acabar sin mi repiqueteo final: a veces tenía la sensación de que me quería quedar, y a veces tenía la sensación de que me quería ir. Tenía que quedarme. Tenía que irme. Mi sombrero de copa: mi cerebro. Mi muleta; mi bastón. Me arranqué con un baile de claqué y arrastré los pies, los batí, punta tacón, punta tacón, eso es, todo eso hice. Las luces amarillas del vodevil parpadearon dentro de mi cavidad craneal. Oh, empeño humano: ¿por qué tuve que caerme del caballo... con todo el equipo? ¿Por qué no mantener el tipo?
Miro por la ventana y veo casas de contrachapado y plástico. Para los ciegos, toda verdad es repentina. Son como lindas doncellas puestas en fila. ¿De qué están hechas las niñitas? Y los niñitos, ¿de qué están hechos? De declaraciones juradas y de querellantes y de términos y de acuerdos y garantías. Aquí sentada, en un búnker de la playa —que le he alquilado al señor Sam Yohart, del negocio cristalero—, procuro que esté la nevera llena y que las moscas no ocupen la casa; ni las liendres, el pelo de mis hijos; ni las gotas de lluvia, el suelo; ni la arena, las almohadas y las sábanas. Procuro siempre ser la que ofrece amor y respuestas. Los chicos —mis cuatro hijos, mis bebés mis cariñitos mis flechas mis milagritos— me los cuida una niñera, que en otra vida fue una amazona. Esa mujer tiene una energía a prueba de bomba: juega con ellos, se los lleva de compras, salta a la comba, corre con ellos. ¡Cristo bendito!: si tiene casi noventa años y se apunta hasta a las carreras de sacos. Los chicos están todo el rato haciendo preguntas. Me preguntan que de dónde vienen los ponis, que de dónde vienen las máquinas de escribir, que de dónde vienen los todoterrenos. ¿Cómo coño voy a saberlo? Le pregunto a Jimmy si tiene sueños por la noche.
—Los sueños es cuando ves cosas. A ver, cuando estás dormido, ¿tú ves cosas? ¿Ves cosas cuando tienes los ojos cerrados?
—No, mami. Yo veo cosas cuando tengo los ojos abiertos.
Vale, no más conversaciones de niños por hoy. Amo a estos chicos. Yo. Ellos. Estamos todos implicados en esta vida que transcurre de un momento a otro momento a otro momento. Ellos son las cartas de carne y hueso que le escribo al mundo. Mis versos. Mis mensajes. No. Son ellos mismos. Sus propios mensajes. Sus propios alfabetos. Mis naranjitas del mes de julio.
Está lloviendo. La niñera va a la playa con los niños haga el tiempo que haga. Y cuando llueve, se pone a buscar conchas. Mis hijos se pavonean por la playa con botas de goma e impermeables amarillos, como pollitos, y dejan pequeñas huellas por dondequiera que pasan. Recogen recuerdos de arena para adornarse con ellos los ojos adormecidos. La excursión de hoy es el recuerdo de mañana. Y yo me quedo sentada en casa, echándole un ojo a mi alma. Mi alma, que está en la estupa de la batidora.
Me acaba de llamar Cynthia por teléfono: Cynthia, mi amiga canadiense, la que no tiene espina dorsal. Lo que más me gustaría darle a Cynthia es una espina dorsal. ¿De dónde la saco? ¿Tiene alguien por ahí una espina dorsal que le sobre para Cynthia? ¿Una espina dorsal como Dios manda, que esté todavía unida a la cóclea? Ojalá pudiera darle a mi amiga una espina dorsal que la protegiera del mundo. Va por ahí alicaída, como una muñeca de trapo: tiene dos botones por ojos. Alicaída, caídas las alas. Bebida la vida. Cynthia, tontina, angelito, tan dulce y tan noble como una niña gigante que no quiere crecer, yo te comprendo. ¡Joder!, si yo me vine a este agujero inmundo, a este knish de patata llamado Quogue para estar cerca de ti y de tu sádico marido: un intelectual de la industria zapatera de Saskatchewan. El magnate ese, que llevaba cordones oscuros en los zapatos y te daba palizas. Cynthia, en la universidad a ti te beatificaron. Llevabas bailarinas negras y fumabas cigarrillos Gauloise. Pero cuando saliste de la facultad te desmoronaste. Venga a beber. Drogas. Aunque seguías beatificada. Una vez, el profesor de Literatura Francesa, el señor Lebel, te mandó una carta, y en ella te decía:
Querida Cynthia:
Debes de estar muy orgullosa de formar parte del movimiento beatnick.
Ya has hecho historia.
Tuyo,
EL CACHAS (su seudónimo católico)
¡Y vaya si hizo historia! Porque ahora bebe a todas horas. Lleva cinco días echándose unas gotitas de whisky en la leche. Y yo le digo:
—Cynthia, no bebas.
Y ella me mira como un zombi y me dice:
—Tienes razón.
—¡Por Dios, Cynthia! Tienes que dejar a ese magnate. Recompón la figura y sé exigente contigo misma: nada de alcohol, nada de ir montando escenas por ahí.
—Ya lo sé —dice Cynthia, y se lleva una mano al pecho—. Pero tengo que tomarme la medicación. Mi Torazina, mi Torazina. No te imaginas lo que cuesta dejarlo.
—Haz el favor, Cynthia. Vete a un hospital, que el magnate correrá con los gastos.
Se suceden escenas, llamadas de teléfono, abogados. La llevo al tren de Quogue. Y me dice adiós con la mano, esa pequeña ala caída. Cuando sube al tren, y la locomotora roja se aleja con un traqueteo en dirección a Manhattan, toma asiento, pone cara de apatía y da comienzo el parpadeo. Así se liga a un profesor de canto de setenta años. Y él empieza con sus arias:
—¿Adónde va usted, señorita?
—A una clínica para alcohólicos que han abierto nueva.
—¿Le parece a usted que le cantemos a eso? —Y al poco rato, la alicaída Cynthia y el señor Caruso se arrancan con unas arias, con unas canciones que los llevan con un traqueteo al mundo de la nada. Cynthia. Lo que más atesoro son las cosas que tú me diste: un par de bailarinas, un disco, Las aventuras de un carricoche —una suite para orquesta para niños—, un libro, las Iluminaciones de Rimbaud, y una tarjetita con un dibujo de un pájaro bordado a mano en lana. Pienso en ti en estos días en los que a Quogue lo envuelve la niebla:
Il y a une troupe de petits comédiens en costumes
aperçus sur la route à travers la lisière du bois.
¿Quiénes son esos actores pequeñitos que van vestidos para una función? ¿Esa troupe que alguien ve pasar entre los árboles? En ella va Don Perro. Y Chan, mi primer marido. Va Jason, mi tercer marido. Y Haig, el hombre al que amo. Mis hijos: Jimmy, Jake, Jeremy y Joe. Su niñera: Frau Pillmark. Va mi amiga Cynthia, dulce muñeca de trapo. Hay algo en Cynthia que valoro por encima del resto: que siempre me dice la verdad. Va Sally, una aniñada mujer, divertida como un payaso. Van los que ya se han muerto y me han abandonado: mi padre, mis abuelos. Van las sombras de la gente a la que amo y sigue viva: mi madre, las sombras de todos mis amigos. Leoncitos todos, pequeños mamíferos en cautividad. Señalo a mi padre en la multitud. Está casi ciego. Bajito y gordo. Y me llama. «¿Qué coño estás haciendo con tu vida?», me pregunta. Tiene la cara embadurnada de pintura. Me señala con la mano regordeta. Da una voltereta en el aire. Hace el pino. Y entonces veo a Haig. Se gana la vida haciendo tatuajes. Alza una mano, y en la palma pone TE AMO. La palma me guiña un ojo. Los osos están bailando. Papá y mamá son osos bailarines. ¿Y la que baila en la cuerda floja? Es mi abuela nacida en Polonia.
¿Quién es esa gente? ¿Quién soy yo? Una mujer obsesionada con las necesidades básicas, que vuelvo loca a mis amigos porque me obsesiona la palabrita «Haig». Todos están hartos de que tenga siempre su nombre en la boca. Busco todos los días gente nueva para hablarle de Haig. Mi amiga Sally me ha dicho que le cambie el nombre, que lo llame «Irving». «Estoy tan harta de oír el nombre de Haig que voy a soltar un berrido. Llámalo de otra forma». Hablo de sus ojos. De lo bueno que es, de lo hombre que es, de sus cualidades campesinas, de su talento para el negocio inmobiliario, de su ternura, de su amabilidad, de su energía, de su vida y del sentido que tiene de la vida, de su mente brillante, de su increíble sabiduría.
Sally:
—Sí, sí, sabiduría. Tú piensa que el año que viene le aplicará esa sabiduría a otra.
—¿Y qué? Lo que haga con su vida sexual es cosa suya. —Pero también es cosa mía, porque, según estoy tumbada en la arena, sueño con hacer el amor. En una cama de arena. Una vez hicimos el amor en la arena. Y Haig fue al día siguiente, cogió un palo y dibujó el contorno de un corazón en el punto en el que habíamos hecho el amor. Pienso en Haig a todas horas. Tic, tac. ¿Con quién estará el año que viene? ¿El mes que viene? Tic, tac. Es el reloj del amor: una esfera solitaria, un kilómetro de minutos. Vida mía. Sol de mis días.
Cuando estoy con Sally en Quogue siempre hablamos de HOMBRES. Me la llevo a un pícnic una noche, y se me acerca y me dice al oído:
—Yo he ido de pícnic con la mitad de los hombres que hay aquí. —Estoy asando malvaviscos en la hoguera, pensando en Haig, el gran ausente, en sus ojos, sus orejas, su nariz, su garganta (de esta me meto a cirujana), y Sally dice—: ¿Ves a ese tío de ahí? ¿Ese que no tiene pinta de judío? Es Melbert Hoosinger. Lo conocí en una fiesta, y podía ahora estar casada con él. Se tiró un año detrás de mí. O sea que me podía haber casado con él.
Se me ha quemado el malvavisco, así que le paso el palo a Sally.
—¿Y por qué no te casaste con él entonces? —Estamos las dos sentadas en la arena.
—Porque no soportaba esa forma de ser suya tan poco judía, tan indecisa. Íbamos a la compra y decía: «Sally, ¿qué compro, manzanas o peras?». Le costaba horrores decidirse. —Sally se queda callada, y luego dice—: Como te podrás imaginar, un tío que no sabe distinguir entre manzanas y peras no suele acabar en la cama con alguien que le chupe la polla. Yo fui lo mejor que le pasó a ese hombre en la cama. Pero estaba todo el rato así, sin decidirse. ¿Manzanas o peras? Así que se casó con una shiksa muy maja que tampoco se decide nunca. Y van los dos por el supermercado, con sus conversaciones nasales, tan ricamente. ¿Cebollas o pimientos? ¿Compramos unas chuletas de cordero? ¿O un poco de jamón? Yo lo llamaba don Masacruda. Porque le faltaba una cocción, eso seguro. Don Manzanas o Peras.
El teléfono es mi enemigo: tengo conversaciones que empiezan llenas de júbilo y acaban en una depresión. ¿Por qué me tengo que quedar siempre tan colgada cuando hablo por teléfono con Haig? Me gustaría poner clavos en el auricular, para que cada vez que hablase por teléfono sufriera una auténtica tortura. O comprarme un reloj de cocina como el de cocer los huevos, así ninguna conversación superaría los tres minutos. Empezamos a hablar por teléfono. Y Haig dice, con esa voz de aburrido que pone:
—No sé qué decirte de mi coche: es que está roto.
—Pues arréglalo. O coge el tren.
—Puede que sea lo que haga.
—¿Puede? No parece que te haga mucha ilusión hablar conmigo.
—No quiero hablar de eso. No me gusta el cariz que está tomando esta conversación. Quiero colgar ya.
—Pero Haig... ¿es que quieres que me quede así, sola y deprimida?
—No puedo evitarlo, cariño.
—Sí que puedes evitarlo. Si me dijeras algo amable, como que me echas de menos y estás deseando verme, entonces me sentiría de otra manera. Porque lo que es ahora, estoy tensa y me siento lejos de ti, con este brazo en alto y el auricular en la mano. Te noto tan lejos, y yo soy el tipo de mujer que tiene que estar cerca de su hombre.
—Sin comentarios.
—Me da rabia decirte adiós así.
—Tú dilo, mujer, dilo. Que lo que quiero es colgar el teléfono.
—Haig, a mí no me grites.
—Te juro que yo lo flipo. Lo único que quiero es colgar. ¿Es que no te vas a dar por enterada de que lo importante es vivir la experiencia, no verbalizarla?
—Ya tuve mi experiencia no verbal con Jason, y duró seis años. Quiero alguien con quien pueda hablar.
—Escucha, so puta, no me hables de las conversaciones que no tenías con Jason. A mí no me interesa Jason. Te vas a mentalizar de una cosa, señorita Diana: quiero colgar el teléfono.
—Haig, deja de gritarme.
—Pues pónmelo fácil para que diga adiós. Quiero colgar. ¿Te enteras, puta? No quiero enfadarme, pero no quiero ir más allá con esta conversación. Así que ya lo estás diciendo.
—Vale, pues lo voy a decir.
—Dilo ya, hostia. Acaba de una vez. Haz lo que sea y cuelga.
—¿Así? ¿Y me voy a mi cuarto y me echo a llorar por culpa de tus gritos?
—Me da igual lo que hagas. No quiero seguir pegado al teléfono. No me interesan las conversaciones.
—¿Y por qué me llamaste?
—Ya dije lo que tenía que decir. Y ahora quiero colgar. Escucha: por favor, pónmelo fácil para te diga adiós y ya está.
—Pero es que tenemos necesidades tan distintas, al parecer. Me llamas, quieres hablarme del motor del coche, se te nota a la legua en la voz que estás enfadado y molesto. En mitad de la noche, oigo el océano, oigo tu voz que sale de la nada... una voz que no muestra ningún interés ni se alegra de oírme.
—Diana, para el carro. Páralo YA MISMO. NO QUIERO SEGUIR CON ESTE DIÁLOGO.
—Vale, pues buenas noches, Haig.
(Con voz queda, deprimida): —Buenas noches, Diana.
Luego miro el teléfono. Es como un palo pequeño. Los hombres de las cavernas llevaban palos. Haig usa el teléfono para darme de palos: me pega con este palo blanco en la cabeza y destroza mis sueños. ¿Tanto le habría costado decir: «Buenas noches, cariño, te quiero»? Pues sí: porque no sabe lo que siente. Ahora me quiere y al rato ya no me quiere. Y pasa de lo uno a lo otro de golpe, como con un temblor. Tiembla la conversación y entra y sale de mí como el agua. No me quiere. No me quiere.
El hombre sabio que hay en la vida de todas las chicas es su padre: Papá Yogananda, el gurú papá. Cuando pienso en mi padre, pienso en un hombre que se levantaba tarde. Me acuerdo del piso en Riverside Drive: mis padres dormían en camas separadas, papá tenía unos bigotes de morsa que a nadie le gustaban, solo a mí.
—¿Por qué no te afeitas, Jonathan? —decía mi madre. A mí me encantaba que me hiciera cosquillas en la cara, como si le crecieran copos de nieve debajo de la nariz. Tenía la tripa grande y redonda. Dormía en calzoncillos. Por la mañana, yo iba a su cuarto. Mi madre se levantaba pronto y de buen humor, y estaba ocupada siempre, fuera de casa: por ahí por Broadway, de compras. Yo odiaba ir de compras porque mi madre era muy simpática y hablaba con todos los tullidos y tenía hordas de discapacitados en la calle siempre a su alrededor y yo me quedaba pegada a sus faldas, a ver cuándo se arrancaba. Pero mi padre no era tan sociable. Nadie le importaba, a él solo le gustaba dormir. Y roncar. Y dar cabezadas aquí y allá. Me acurrucaba a su lado los domingos por la mañana y le decía:
—Papi, ¿me llevas al zoo?
—Vale —decía él, y se daba la vuelta en la cama.
—Papi, quiero ir al zoo. Y quiero que sea ahora, por favor, papi.
—Vaaale, chis. —Se daba la vuelta y empezaba a roncar por la nariz. Porque se hacía el dormido—. ¿Qué hay en el zoo que tienes tú tantas ganas de ir? —preguntaba, sin asomar la cabeza, debajo de las sábanas.
Estaba mecido en las arenas del sueño, y yo me ponía a saltar en la cama, porque él era mi barca.
—¿Qué haces?
—Monto en barca, papi.
Se daba la vuelta otra vez, con un temblor del bigote.
—Se me ha ocurrido una idea: vamos a jugar a un juego, ¿vale?
—Vale.
—Vamos a jugar a ver quién se queda dormido antes.
Cerraba los ojos y se daba la vuelta para el otro lado.
—Papi, este juego no me gusta. Quiero ir al zoo, a ver los camellos y montar en poni.
—Has perdido y he ganado yo: me quedé dormido antes que tú.
—Papi.
—Sí. —Y de repente, la barca se hundió: papá estaba dormido como un tronco.
Cuando por fin llegábamos al zoo, todos los niños ya iban de vuelta a casa a comer: era la una de la tarde, pero para nosotros, como si fuera muy de mañana. Íbamos dando un paseo hasta las focas: yo quería saltar al foso con ellas, me daba rabia no poder participar en su vida anfibia, y quería estar en el agua también.
—¿Puedo meterme con las focas?
Mi padre me miraba con sus gafas de culo de botella.
—¿De verdad eres hija mía? —Y eso era algo que tendría que oír el resto de mi vida—. ¿De verdad eres mi hija? Porque una hija mía no haría ninguna locura como eso de meterse en el foso de las focas.