Novelistas Imprescindibles - Antonio de Hoyos y Vinent - Antonio Hoyos y de Vinent - E-Book

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Antonio Hoyos y de Vinent

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Beschreibung

Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Antonio de Hoyos y Vinent que son Cuestión de ambiente y A flor de piel. Antonio de Hoyos y Vinent fue un escritor y periodista español, perteneciente a la corriente estética del decadentismo. Marqués esteta, abierto homosexua​ y dandi, aspiró a ser el antihéroe decadente que tantas veces plasmó en sus novelas. En su obra narrativa pueden distinguirse tres fases, marcadas desde el punto de vista temático por el "escándalo aristocrático", el erotismo de tonos decadentistas y las aspiraciones filosóficas. Novelas seleccionadas para este libro: - Cuestión de ambiente; - A flor de piel. Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

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El Autor

 

 

 

De familia aristocrática recibió una esmerada educación en Viena, Oxford y Madrid. Heredó el mayorazgo, pero su homosexualidad, que no se ocupó en ocultar, y sus defectos, que hoy pasarían por virtudes, le convirtieron en una oveja negra para la parte menos tolerante de la buena sociedad (su madre le retirara el saludo por haber colgado en el salón su colección de retratos de jóvenes púgiles), aunque no para su amiga e introductora en el mundillo literario, Emilia Pardo Bazán, cuya tertulia casera frecuentaba. Este bondadoso contertulio sordo de nacimiento (que obligaba o los demás a hablar por señas), provisto de monóculo y vestido como un dandy, de quien dijo su amigo César González Ruano que "era un ser impresionante y tenía una casa más impresionante aún" dirigió la revista Gran Mundo Sport e hizo crítica literaria para El Día y artículos para ABC. Era amigo de la bailarina Tórtola Valencia, del dibujante y figurinista José Zamora, de su tía Gloria Laguna y del pintor Antonio Juez. Le interesaban los efebos de clase obrera y fue visto a menudo con ellos en salones y cafés literarios. Mira afirma que la homofobia no afectó de forma brutal la vida de Hoyos, su clase social y su fama le daban una cierta inmunidad, tal como relata Rafael Cansinos-Asséns en una de sus viñetas:

Antonio pasea impunemente la leyenda de su vicio, defendido por su título y su corpulencia atlética. Porque este degenerado tiene todo el aspecto de un boxeador [...] Antonio de Hoyos es una estampa, ya aceptada, del álbum de la aristocracia decadente [...] Pero cuidado, que ya vienen pisando recio las alpargatas socialistas de Pablo Iglesias [...], con una gran escoba dispuesta a barrer todo eso [...]

Rafael Cansinos, op. cit. Alberto Mira (2004).

El decadentismo (de autores como Lorraine y Rachilde), el género erótico y su militancia anarquista caracterizaron su literatura, que difundió en colecciones baratas de novelas cortas (compuso más de cincuenta) como Los Contemporáneos, La Novela Semanal, La novela de Hoy, La Novela Corta... sin olvidar el cuento, que desarrolló en la revista La Esfera; solamente en un par de novelas suyas aparece explícita la homosexualidad. En ellas tiene papel la represión social, encarnada en una religión institucionalizada. La homosexualidad aparece, no como mera perversión, sino como disidencia.

Al estallar la Guerra Civil militó en la Federación Anarquista Ibérica (FAI) y sus artículos combativos publicados en El Sindicalista (órgano del Partido Sindicalista), le llevaron a la cárcel al terminar la Guerra Civil, y en ella murió pobre y abandonado por sus viejos conocidos y su familia. En este periódico tuvo una sección con el rótulo "Modos y maneras" en la que publicó cientos de artículos. Entre otros, fue significativo "El secreto de saber esperar" (8 de julio de 1937), en el que aborda la actitud para salir de un guerra:

En una guerra como la que padecemos, guerra civil en que además de los imponderables de tales contiendas se mezclan elementos extraños; en que juegan codicias, ambiciones, rivalidades, "incluso temores egoístas, no pueden resolverse las cosas de la noche a la mañana, con un gesto, una acción o un aislado intento. Mucho más, que no se trata aquí de una lucha por supremacía, dominio, influencias territoriales, comerciales o políticas, sino de fórmulas fundamentales de vida. (...) Para ello hemos de mirar esta guerra inicua a que la rebeldía, contra el Gobierno legítimo nos arrastró, como un entrenamiento penoso, como esos trabajos extraordinarios que en las leyendas se imponían a los héroes, como prueba de su temple, antes de entrar en posesión del poder supremo. De aquí, precisase que salgamos fortalecidos, curtidos, entrenados, para entrar en la posesión de nuestro bien.

Existen dos retratos de Hoyos por Federico Beltrán Massés y otro por uno de los Zubiaurre.

Marqués esteta y dandy, aspiró a ser el antihéroe decadente que tantas veces plasmó en sus novelas. En su obra narrativa pueden distinguirse tres fases, marcadas desde el punto de vista temático por el "escándalo aristocrático" (1903-1909), el erotismo de tonos decadentistas (1910-1925) y las aspiraciones filosóficas (1925-final).

En una entrevista realizada por José María Carretero en 1916, éste le preguntó a Antonio de Hoyos y Vinent qué era lo que más le inquietaba e interesaba a lo que contestó el autor:

El pecado y la noche es el leitmotiv de mis libros. Hay tres cosas en la literatura que me han obsesionado: el misterio, la lujuria y el misticismo. Dicen que mis libros son inmorales. ¡Pero si en ellos no hay voluptuosidad ninguna, en mis libros el amor es una cosa horrenda y escalofriante!

El gran crítico Eduardo Gómez de Baquero, Andrenio, escribió sobre su obra lo siguiente:

Sus novelas ofrecen riqueza de invención, sagaz empleo de los recursos de interés y un atildamiento de estilo que se contiene en ese límite en que el preciosismo no es afectado ni ha perdido la soltura.

Su temática oscila entre el cuento de terror, lo erótico y lo social. Escribió unos 140 títulos. Acertó a veces plenamente con sus satinados relatos cortos ("El maleficio de la noche", "El destino", "El crimen del fauno" o "El hombre que vendió su cuerpo al diablo") y con algunas novelas (La vejez de Heliogábalo o El oscuro dominio). Especuló también con imposibles teorías históricas y sociopolíticas (El primer estado, América). En su obra hay ecos de una amplia y extensa cultura. Le influyeron sobre todo autores postsimbolistas y decadentes tocados por el Naturalismo como Joris-Karl Huysmans, Jean Lorrain, Madame Rachilde, Octave-Henri-Marie Mirabeau, y en cierta manera, Pierre Louys, Paul Verlaine y Auguste Villiers de L'Isle-Adam. El Gustave Flaubert de Las tentaciones de San Antonio y los simbolistas Edgar Allan Poe y Charles Baudelaire.

La obra de Antonio de Hoyos y Vinent ha intentado recuperarse últimamente gracias a Luis Antonio de Villena, quien lo incluyó en su ensayo Corsarios de guante amarillo, además de escribir varios artículos sobre él y haber prologado en 1989 la reedición de su novela "La vejez de Heliogábalo".

 

 

Cuestión de ambiente

 

Prólogo

Emilia Pardo Bazán1

 

Siempre me ha dado asunto para pensar y escribir el hecho de que, cuando los autores, en obras de amena literatura -novelas, cuentos, comedias, dramas, viajes-, sacan a relucir las costumbres de la aristocracia española, suprimen los restantes colores heráldicos y de oro y azul la ponen solamente... El Padre Coloma, en Pequeñeces y La Gorriona; Pereda, en La Montálvez; Palacio Valdés, en La Espuma; Alfonso Danvila, en Lully Arjona y La conquista de la elegancia; Benavente, en Lo cursi; Chatfield Taylor, en El país de las castañuelas, fustigan (es la palabra de rigor), ora irónica, ora indignadamente, a la crema social, y repiten y glosan la diatriba de Jovino:

¿Y éste es un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifranlos timbres y blasones? ¿De qué sirvela clase ilustre, un alta descendencia,sin la virtud? Los nombres veneradosde Laras, Tellos, Haros y Girones,¿Qué se hicieron...?

Con todo lo demás que en aquella juvenalesca sátira se contiene, incluso el final, especie de invocación, desde una Roma putrefacta, a los bárbaros regeneradores:

... Venga denodada, vengala humilde plebe en irrupción, y usurpecasta, nobleza, títulos y honores.Sea todo infame behetría; no hayaclases ni estados...

A pesar de tan incesantes anatemas, por mi parte no he logrado nunca a persuadirme de que la aristocracia se encuentre más perdida de lo que me lo parecen, en conjunto, los otros estados y clases. No advierto en esa aristocracia de sangre -tan abierta, en roce tan íntimo con la multitud por los matrimonios, por la vida política y social- síntomas infecciosos que no se presenten en la mesocracia y el pueblo. Varias veces sostuve esta opinión benigna, asombrándome del puritanismo de los escritores, cuando exigen -según frase de Gracián en El discreto- que los magnates vivan con tal esplendor de virtudes, que si las estrellas del cielo, dejando sus celestes esferas, bajasen a morar entre nosotros, no vivieran de otra suerte. Me cansé (o cansé al lector, quién sabe) repitiendo que en todas las clases la mujer es mujer, hombre el hombre, y el enemigo enemigo de perder el tiempo, y que, otrosí, el mismo vicio, revestido de externa pulcritud, sobresaltará más, pero repugna menos que si se envuelve en pestífera zalea. Observé cómo en toda causa célebre (primero y segundo crimen de la calle de Fuencarral, proceso de el Chato de El Escorial, etc.) se descubren nidos de sapos y culebras, hierven las revelaciones romanas y bizantinas, no sólo acerca del criminal o criminales, sino sobre el aire que respiraron, las capas sociales a que pertenecen, y que no son de cierto aquellas donde la gente luce

Grabado en berroqueña, un ancho escudode medias lunas y turbantes lleno.

Viendo estoy, sin embargo, que al opinar así voto con una exigua minoría, y me lo demuestra la novela de mi joven amigo Antonio de Hoyos y Vinent, estreno literario al cual sirven de prólogo estos renglones. Confieso que la lectura de Cuestión de ambiente me puso en confusiones, haciéndome dudar si padeceré cataratas, y si, en efecto, la aristocracia española será una ciénaga, aquella ciénaga que infestaba la atmósfera dinamarquesa, y cuyas emanaciones el Padre Coloma también respiró en la clara ligereza del aire madrileño.

Porque no vale negarlo: ahora, quien nos refiere horrores del gran mundo es uno de casa, un muchacho de la grandeza, que penetra en los salones más clanistas, entre los cuales figura el suyo propio; es familiarmente Antoñito para los círculos elegantes; su padre era aquel inolvidable Marqués de Hoyos, en quien se reunían la vasta ilustración, la delicada cortesía y las prendas excelentes del carácter, y la Marquesa de Vinent, una de las damas más elegantes, de las que dan el tono en la sociedad de Madrid.

Y nunca agriado bohemio de café, nunca provinciano saturado de leyendas maldicientes que la distancia infla, pintaron cuadro más negro y triste de las costumbres aristocráticas que este aristócrata, en el rato de ocio que le dejan la comida de X... o el cotillón de Z...

Acaso la solución del problema sea cuestión verbal; a menudo se discute sin término, por no ponerse de acuerdo respecto a la significación de un vocablo. Cuando los novelistas pesimistas dicen pestes de la «aristocracia», quizá no se refieren a la «clase noble de una nación» (así la define el Diccionario de la Academia), sino de la «buena sociedad», que, según el mismo inefable Diccionario, es «el conjunto de personas de uno y otro sexo que se distinguen por su cultura y finos modales». Buena sociedad no es lo mismo que clase noble, y sospecho que contra la buena sociedad van los dardos de los moralistas.

Ni la buena sociedad se reduce a aristócratas de la sangre, ni basta serlo para formar parte de ella, ni los que la componen pertenecen siquiera todos a alguna de las consabidas varias aristocracias del poder, del dinero, del talento. Gente de muy vieja cepa no pone los pies en un salón, y es posible que a resucitar los enérgicos barbas y los refinados galanes de Calderón y Lope, caballeros de venera en ferreruelo y de almena en castillo, y asistir a un moderno sarao, se volviesen a morir de asombro, reparando con quiénes se codeaban. Así, pues, lo malo y bueno que de la sociedad se escriba, deberá aplicarse a cuantas clases sociales se mezclan en su terreno de aluvión. Pero aun extendiendo al indeterminado límite de la sociedad lo que se dijo de la nobleza, tengo para mí que no se producen en aquélla tantos fenómenos peculiares de perversión moral. Propendo a pasar el algodón barriendo barnices, y encuentro bajo todos los revestimientos igual madera. En España, el mal social, que no consiste en vicios mayores que los de otras partes, sino en debilidades, anemias y parálisis profundas, es mal que nos coge todo el cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Y no me enfrasco más en tales consideraciones, porque emborronaría un libro en lugar de un prefacio.

Antonio de Hoyos Vinent se cuenta en el número de los partidarios de la cura de altitud y rusticación: como Pereda, como Eduardo Rod, es montañista; el aire puro, la vida campestre, crían virtud en el ánimo, aunque no presten salud al cuerpo -dado que los señores de Loidorrotea, tipo de los nobles honrados, lo pasan mal físicamente: ella muere tísica, él se consume, al extremo de servir de coco a los niños-. Y como ya es hora de que nos concretemos a hablar del autor novel, diré que la descripción de los últimos instantes del señor de Loidorrotea encierra mucha poesía y es lástima que sea tan breve. La novela entera está escrita con rapidez suma, sin digresiones, y deja, en pos de la lectura, una impresión de interés y aun de contrariedad porque termina: la mejor impresión que puede quedarnos de una obra de entretenimiento.

La imaginación del autor es viva y plástica, y añadiré que algo sensual: es una imaginación de diez y siete años, la edad del autor -dato que conviene tener presente para estimar las promesas del libro-. Trátase de quien casi se halla aún en la adolescencia, y no de uno de esos mozos eternos, de siete a nueve lustros corridos, para los cuales la prensa estereotipa el epíteto de «joven escritor», y que se pasan la vida a régimen de biberón literario. Confieso que me agradaría saber de una vez qué se entiende por «joven escritor» y por qué se huye de ser «escritor maduro». Madurar es una buena cualidad en las uvas; ¿no ha de serlo en los cerebros? Con la peregrina manía de perpetuarles la juventud a los que un día fueron jóvenes, igual que el resto de los mortales, sucede que tal mañana se despiertan, no maduros, no viriles, sino caducos, leleando. La más hermosa edad, la plenitud de la existencia, se va suprimiendo para los escritores, cual si fuesen las mujeres guapas y presumidas.

El libro que aquí veréis está escrito con la primer savia de la vida; es un rostro fresco, en el cual no se han borrado aún ciertos rasgos infantiles. Prevenida en favor de Antonio de Hoyos por mi antigua amistad con su padre, no sirvo en este caso para hacer de censor, sino para aplaudir una tentativa que considero muy afortunada. Aunque tan pesimista al describir los medios, Hoyos tiene el entusiasmo y la viveza y el radicalismo de su edad, el sentimiento intacto aún, la fantasía nueva. Aparte de las severidades satíricas, Hoyos es fiel en la pintura, y despunta en él un observador que dentro de algún tiempo adquirirá doble sagacidad, y al par reposo y malicia... ¡y hasta indulgencia! Con la experiencia y las lecturas a que se entrega asiduamente, y con las condiciones que este libro revela, mal profeta seré si Hoyos no se conquista uno de los primeros puestos entre los novelistas españoles, aun ahora que, al parecer, todas las novelas están escritas y agotados los filones todos.

 

 

I

Atmósfera

 

Cogió con mano febril La Época, que en blasonada bandeja de plata la ofrecía un criado vestido con la librea roja y verde de la Casa; buscó una postura cómoda para su respetable humanidad en la pequeña bergère que junto a la encendida chimenea ocupaba; desplegó el periódico húmedo aún, aspirando con fruición el acre olor a tinta de imprenta, y se dispuso a leer lo que con tanta impaciencia deseaba hallar. No debía ser su flaco la machacona prosa del artículo de fondo, puesto que, haciendo una imperceptible mueca de desprecio, pasó por alto la columna y media que ocupaba y leyó el título del artículo que allí venía.

«Tardes de la Aldea», cuento, rezaba el rótulo. Miró la firma: «Juan Liste». ¡Majadero! ¿Qué sabría aquel chiquillo, que sólo salía de Madrid para pasar el verano en Biarritz y luego detenerse algunos días en París, lo que sucede en las aldeas? De seguro sería alguna papa como aquella de «Juanón y Mariona», publicada por él, días antes, en el mismo periódico. Pero, señor, ¿qué entenderán estos chicos de lo que pasa en el alma, de los amores, de las pasiones y de tantas otras cosas de que hablan con adorable frescura? Cierto que ella tampoco comprendía gran cosa, pero por lo menos no se metía en tales honduras. Venían después los ecos de sociedad: Baile en la Embajada de Inglaterra. Primero, descripción de la casa. Se la sabía de memoria. Después, minuciosa explicación de las galas que cada dama ostentaba. Todas bellas, elegantes, distinguidas. Sí, sí, «a otro perro con ese hueso». ¡Si sabría ella a qué atenerse sobre el particular! Excepción hecha de cinco o seis, realmente elegantes, las demás, con arreglitos caseros del año pasado iban tirando... Todo lo fue pasando por alto, hasta llegar a las gacetillas colocadas al final de la crónica. La primera, una boda: ¡valiente noticia! Todo el mundo estaba harto de saber aquel matrimonio. En la segunda se detuvieron sus ojos. ¡Gracias a Dios que encontraba una noticia interesante! Veámosla. «Se hablaba esta tarde en los círculos aristocráticos de una cuestión personal, surgida anoche a la salida de la Embajada inglesa, entre dos jóvenes muy conocidos en la buena sociedad madrileña.» Se alegró. No porque les deseara mal alguno, ¡Dios la librara! Ni sabía quiénes eran. Sólo porque, como se aburría, necesitaba de una comidilla sabrosa para entretener sus ocios.

No era mala, ni tampoco buena. Era, sencillamente, frívola. Fue de esa generación de mujeres que no supo hablar más que de trapos, preparando otra que sólo supiese ocuparse de la galantería. Nada interesante, nada sólido. Cuando joven, fiestas y vestidos; cuando vieja, visitas y tresillo. ¡Oh, pero en su tresillo había algo más grato que el juego! Desde que envejeció, su delicia fue la murmuración. Ella no tenía gran malicia; por eso mismo hallaba un placer más picante y sentía más admiración por la de sus contertulios. Ellos sí que tenían gracia. Aquel veterano general, cubierto de laureles, era la peor lengua de España.

No quería nada que la molestase. «No quiero músicas», decía cuando alguien venía a causarla algún trastorno o a llorarla alguna pena. Ella ¿qué culpa tenía? Sus padres, los Condes de los Alpes, habíanla educado así; su marido, el difunto Barón de Las Heras, no había intentado variarla.

Buscó por todo el periódico para encontrar algo más relativo al desafío. En la segunda plana lo halló: «Cuestión personal». Se había resuelto con un acta. Fue entre Pepito Arnal y el Conde de Casa Baia. «Por lo de su hermana, seguramente», murmuró.

Se abrió la puerta, dejando paso a la criatura humana más hermosa que vieron jamás ojos mortales. Para crear una imagen cercana a la suya en belleza, haría falta la paleta de Ticiano, el cincel de Fidias o la pluma de Milton; y, sin embargo, aunque ninguno de los tres poseo, voy a intentarlo. Su rostro pequeño y blanco, perfilado en un dibujo perfecto, se iluminaba con la claridad que en suaves ondas emanaban dos pupilas aterciopeladas, de un azul tan obscuro que casi tocaba en negro: aquellos ojos, de brillo diamantino, producían sobre la persona en que con insistencia se fijaban, una impresión dolorosa que no bastaba a mitigar la suave sombra que sobre ellos proyectaban unas largas pestañas de oro. También rubia, aunque con reflejos de cobre, era la enorme mata de rizados cabellos que coronaban su gallarda figura, aprisionados en un aro de zafiros y brillantes. Su cuello, largo y flexible, acababa en un busto de una suavidad de contornos ideal, revestido de una piel blanquísima, surcada de tenues venas azules, tan transparentes que casi se veía circular la sangre bajo ellas... Los hombros mórbidos, completamente desnudos, sólo se separaban de los torneados brazos por ligeras cadenas de piedras azules. Desde el busto descendía, marcando la irreprochable línea de las caderas y extendiéndose, al llegar a las rodillas, en anchos pliegues señoriles, que daban a aquella figura una distinción de diosa, el traje de terciopelo azul heráldico. Realmente, era un conjunto encantador de hermosura y elegancia.

Avanzó tan bella mujer, lentamente, con pasos cortos e iguales, ligeramente fruncido el pequeño entrecejo y agitando el aire con un enorme abanico de plumas grises. Se detuvo ante la butaca donde la otra dama proseguía su lectura, esperó un instante, y al ver que no levantaba los ojos del papel, dijo en voz alta: «¡Cuánto tardan esos!» Esos, eran su marido, el ilustre Duque de Alcuna, y un chico de provincia, algo pariente, y que por segunda o tercera vez llevaban a un baile; y pareciéndola que aquella frase no sacaba a la anciana de su abstracción, cogió una novela de Prevost, que sobre la chimenea dormía, y abriéndola por una señal, se enfrascó en la lectura, reinando de nuevo el silencio.

Esta vez quien lo interrumpió fue la anciana.

-Por tu parte se podía hundir el mundo sin que me dijeras una palabra. ¿Qué fue lo del desafío? Estoy impaciente deseando que llegue el general para saber lo que hay; no cuentas nada.

Cerró la joven la novela, abrió la boca de rosa y marfil para hablar. Pareció arrepentirse.

-Ya te lo contará Suárez (el general).- Y empezó a hojear el libro. Después de cinco minutos que transcurrieron silenciosos, murmuró con profundo hastío: «¡Qué aburrido es comer en familia!» Lo dijo ingenuamente, sin intención de ofender a su madre.

Ella también era frívola, pero con frivolidad bien distinta. Era la suya una frivolidad apasionada. No se contentaba, al igual de la autora de sus días, con hablar de trajes, criticar a las amigas, rezar como un papagayo y pertenecer a ocho o diez juntas benéficas. No. La educación había sido la misma. El carácter, muy distinto. «Mientras sea muy católica, todo irá bien», decía su madre. Y fue muy católica. ¿No había de serlo? Todos los domingos iba a misa y todos los años hacía ejercicios por Semana Santa.

-Aparte de eso, que haga lo que quiera.- ¡Y vaya si lo hizo! De cosas serias aprendió poco; pero ¿clases de adorno? Era en ellas maestra. Equitación, música, pintura. La pintura era su especialidad. Luego leyó, leyó mucho, sin orden ni concierto, desde Fray Luis de León a Bocaccio, desde Virgilio (traducido) a Paul de Kock. Pero su pasión eran los autores psicólogos: Bourget, Prevost. Se creía un espíritu complicado. ¡Ella sí que comprendía a D'Annunzio!

¡Mentira! Ella no le comprendía, ni ganas. Era una postura (pose, como dicen los franceses).

Hubo una época en que la dio por hablar con los que pasaban por usar mayores libertades de palabra. Luego, por charlar con literatos artistas.

Sí, sí. Era una apasionada, pero de lujo, de elegancia, de ostentación y de amor. De amor a su manera.

¡Qué aburrido era comer en familia! En aquella casa se practicaba el culto al hogar, pero sólo ante los extraños; cuando estaban solos, era otra cosa.

Entró uno de «esos». Era el pariente. Ignacio de Loidorrotea. De regular estatura, porte distinguido, buen color, pelo castaño obscuro, partido a un lado por la raya, y frente ancha y despejada que le daba un aspecto de franca nobleza; eran, sin embargo, lo más interesante de su fisonomía, sin duda alguna, los ojos, donde vagaba una mirada llena de dulzura y lealtad que no excluía la inteligencia que en ellos brillaba. En convivencia con los ojos, se plegaban los labios en una sonrisa de bondad. En verdad que era simpático aquel muchacho. Vestía bien, sin exageración.

Se inclinó ante la baronesa viuda, que le tendió su mano, siempre enguantada; saludó a la joven y fue a colocarse de pie ante la chimenea. Agotó en breve dos o tres temas de conversación. La anciana no parecía hacerle gran caso, sumida ahora en la lectura de un crimen espeluznante, cuyos espantables detalles parecían producirla profundo interés. La rubia, colocada a alguna distancia, le envolvía, mientras hablaba, en una mirada tibia y acariciadora. Algunas veces se tornaba en ardiente, y entonces ella descendía con rapidez sus largas pestañas para velar el fuego de sus pupilas. Pasado un rato dio algunos pasos hacia él, arrastrando con majestad su larga cola sobre la mullida alfombra.

-¡Qué poca gracia tienes para arreglarte la corbata!- Tiró el abanico sobre una butaca y se preparó a perfeccionar con sus bellas manos el nudo. Hizo un movimiento de coquetería. Perdió la estatua su rigidez marmórea. Se ladeó la cabeza curvando el cuello, olvidó la cara en una picaresca sonrisa su irreprochable dibujo, se achicaron los ojos, echáronse hacia adelante los hombros dejando su clasicismo para tomar un no sé qué de lúbrico, adquirieron movilidad las caderas, y la imagen cambió por completo, exhalando toda ella un perfume de voluptuosidad embriagador. Dejó la diosa de serlo y se convirtió en mujer. Tal vez estaba más apetitosa así, pero indudablemente estaba menos bella.

Después de la corbata le pasó la mano por el bigote, luego por el pelo. ¡Para eso eran primos! Él la miró casi con inocencia. ¿Qué tenía de particular? Aquellos parientes eran muy buenos, muy buenos; le habían recibido como a un hermano; como si lo fueran les quería, y como a tal le trataban.

Volvió a abrirse la puerta. El marido. Bien vulgar por cierto.

Corrió a su encuentro. Le abrazó. ¡El amor conyugal era su flaco!

-Hijito..., ¡cuánto has tardado! ¿Dónde has estado?- formuló melosamente. Tomó el prócer un acento solemne y extendió el brazo como si fuese a pronunciar un sermón:

-Ahora que ya pasó, se puede hablar de ello. He sido padrino del Conde de Casa Baia.

«El motivo de la cuestión es un secreto que no puedo violar. (La suegra no preguntó nada. Bien sabía ella que se lo contaría al día siguiente.) Afortunadamente, la cuestión, juzgada a través del más severo prisma de honor, no daba motivo para ir al terreno, y se resolvió con un acta y un almuerzo.»

Ellos, los padrinos, habían estudiado minuciosamente el motivo, y así, resuelto. Si hubiese habido la menor ofensa, no hubieran cesado hasta lavarla en sangre. «Como las mujeres sois así -continuó-, nada os quise decir, para no causaros inquietud».

Calló el magnate. La tierna esposa estaba emocionada con aquel rasgo de cariñosa prudencia.

¡Oh! Indudablemente las cuestiones de honor eran el fuerte del ínclito caballero. Volvió a tomar la palabra para encararse con Ignacio. A propósito; ya sabía que la noche antes no habla quitado los ojos del palco de la hermana del Marqués, y ella parece que también correspondía. Se alegraba. Una gran familia, muy noble; el padre, un gran señor; la madre, una santa. Pues ¿y el hermano? Un perfecto caballero.

¡Qué bondad condescendiente ponía aquel señor en sus palabras!

Verdaderamente, era un ser paternal.

Los tres le agobiaron. Una boda magnífica. La niña, un ángel; gran posición; todos se alegraban mucho. Ellos, que tanto le querían, no cejarían, no, hasta arreglarlo. Allí estaba su futura felicidad; de ello no cabía duda. «-Sí, sí -acabó la anciana-. Cosa hecha; te casamos, o poco hemos de poder. Ellos son algo parientes, y nos consideramos como hermanos».

Sonreía, un poco cortado, la cara teñida de rojo, y en los ojos una franca y reposada alegría. ¡Qué buenos eran! ¡Qué suerte la suya! Había encontrado allí unos padres que velaran por él. No lo negó. ¿Para qué? Hubiera sido ingratitud. Era verdad. La noche anterior no quitó en todo el transcurso de la representación los ojos del palco que, en unión de sus padres, ocupaba la hermana de Casa Baia, latiéndole el corazón con agitadas palpitaciones. Ella también le miraba mucho, no cabía duda. ¿Por qué aquel cambio, cuando veinticuatro horas antes no parecía fijarse en él? No podía explicárselo. Pero ¿qué le importaba? ¿Acaso hace falta buscar la explicación de los sentimientos cuando se tiene un corazón sano y joven? Analizar es más propio del médico que del amante. Para creer, para amar, no hace falta el análisis: basta sentir. El que analiza, mata.

Una impresión gratísima le invadía al sentir nacer aquel amor en su alma ansiosa de cariño, y condenada a estar privada de él desde la muerte de sus padres.

¿Podrían llegar a realizarse tan bellas ilusiones? Sentía ganas de arrojarse a sus plantas y cubrirles las manos de besos. ¡Qué buenos! ¡Oh, qué buenos!

Entró la doncella sosteniendo un rico gabán de chinchilla, en el que se envolvió la dama. Después se acercó ésta a su madre y la besó la mano. Lo hacía siempre que había gente. Aquel era su orgullo. «Mi hija -decía en cuanto se ofrecía ocasión propicia- está muy bien educada. La he dado una educación patriarcal. Me muero por los hogares a la antigua usanza, y aunque me esté mal el decirlo, el mío tiene mucho de ellos.»

Sí tenía mucho. Por el pronto los sitiales de la antesala.

Se colgó del brazo de Ignacio para descender la monumental escalera de mármol, seguidos por el marido, y un minuto más tarde se perdían al trote de los soberbios caballos que arrastraban la berlina entre las brumas de la noche.

 

 

II

Aires de la montaña

 

Ahora, lector, retrocede algunos años conmigo.

Sacude de ti todo polvo mundano hasta que no te quede ni la menor partícula de la maldad ni de las pasiones humanas. Reúne cuanto en ti haya de noble, de honrado y de bueno. Haz un llamamiento a los recuerdos de tu infancia para anegar tu alma de dulzura. Pídele ternura a la memoria de tus padres, si tuviste la desgracia de perderlos, o a sus amantes brazos, si Dios te los conserva aún; busca poesía en el recuerdo de tu primer amor, y ahora que en tu alma se desborda el bien, ven tras de mí.

Sube la empinada cuesta que en derredor del monte Igueldo se enrosca, y ya que has dejado a tus pies, allá al final de la blanca carretera, San Sebastián, casi oculto a tu vista por las sombras de la tarde, que ante ti ves extenderse el mar, brillar sobre tu cabeza un cielo sin nubes, respira para impregnar tus pulmones con las saludables emanaciones del Cantábrico y regalar tu olfato con los suaves aromas de las campestres florecillas.

Dejemos a un lado el camino real, tomemos este sendero que ante nosotros se abre, andemos cinco minutos aún, y hemos llegado. Es aquella casa medio oculta por los árboles, cuya parte trasera se apoya en la elevada montaña, coronada orgullosamente por la vetusta torre, viejo faro que, por desafiar al rayo con demasiada gallardía, yace abandonada hoy.

¿Ves? Desde sus balcones sólo se divisa la azul inmensidad del Océano, viniendo a morir en rizadas ondas contra los arrecifes que la sirven de base unas veces, elevando amenazadoras montañas que se deshacen bramando en blancas espumas otras, pero siempre grande, siempre hermoso. Crucemos la verja y entremos en el jardín. Fíjate: la mansión debe haber sido un antiguo caserío. Aún conserva sobre la portalada, grabadas en granito, las señoriles armas, en que campean cruces, torres, leones y águilas.

Pero una mano amante debe haber convertido el antiguo caserón en nido de amores. Mira qué alegre aspecto tiene su fachada, pintada de color de ladrillo; los balcones de par en par, abiertos para dar paso a las mil armonías de la Naturaleza, y qué suave sombra esparce ante la puerta la frondosa parra, por entre cuyos apretados racimos se filtran los áureos rayos del sol.

En esa casa, en ese delicioso retiro que sólo el bien y la honradez pudieron crear, vivían cuatro seres dichosos. Cuatro seres buenos, amantes y nobles.

Un matrimonio con su hijo y una vieja sirviente, que en los veinte años transcurridos desde que el noble señor de Loidorrotea dio su nombre a Laura, hasta el momento de hallarles, jamás se separó de ellos, y que por única familia les tenía, gozando con sus alegrías y llorando con sus penas.

Don Francisco Loidorrotea y Castro de los Urdiales era el último vástago de una de las más nobles e ilustres familias del solar de Guipúzcoa. Con los títulos de nobleza heredó todo el orgullo, toda la fe y toda la lealtad de su patria; y así como su aspecto físico, su recia musculatura y su marcialidad montañesa le daban el aire de un antiguo vasco, así florecían en su alma todas las francas virtudes de su raza. Su severa educación había contribuido a aumentar y fortalecer sus cualidades, revistiéndole a la vez de una enérgica severidad contra el mal y de un inmenso amor hacia el bien.

Huérfano y sin patrimonio para vivir según exigía el rango, que su orgullo no le permitía abandonar, vegetó durante algunos años aislado del mundo en su heredado caserío de ennegrecidas paredes, entregado al estudio, sin descender sino muy rara vez a la ciudad, y teniendo por único recreo la contemplación del mar, que a sus pies majestuoso se extendía.

Frisaba en los treinta y ocho años; ya entre sus negros cabellos brillaban algunas canas, cuando su alma, dolorosamente oprimida por la soledad, buscó una a quien unirse, no como ella herida, sino joven, fresca, rozagante cual flor de la mañana henchida de aromas.

En el único sitio donde sus ojos veían seres humanos, en la iglesia, a que la firmeza de su fe le llevaba, halló a Laura, buena como un ángel, hermosa como un sol. A la luz que emanaba de sus ojos se fundió aquel corazón, que sólo aguardaba que alguien le diera un poco de amor para desbordar todos los sentimientos en él aprisionados, y se realizó aquel cambio sin sacudimientos, sin violencias, naciendo en él una pasión mansa y tranquila propia de aquel bien equilibrado carácter. Feliz, cual jamás pudo soñarlo, vio acercarse el día en que iba a unirse a la única mujer que amó en el mundo. Quiso entonces convertir el ruinoso caserón de sus padres en nido de amores. Así, la negruzca fachada tiñose de vivo color rojo; el tejado, de sucias y rotas tejas llenas de goteras, fue sustituido por uno de pizarra que relucía a los rayos solares; se abrieron anchas ventanas para que el aire y la luz entraran a raudales, por donde sólo había antes pequeños ventanillos que apenas dejaban penetrar la claridad del día, y, por último, el descuidado huerto se convirtió en alegre jardín poblado de flores, mariposas, pájaros y cuantos seres contribuyen a hacer grato el campo, siendo sólo respetados en aquella metamorfosis, en el exterior, las ostentosas armas que sobre el portón campeaban, y en el interior, la lóbrega capilla, sobre cuyas sucias paredes de agrietada piedra pendían los retratos de algunos ascendientes ilustres.

Celebrose la boda y vino a habitar la casa aquella enamorada pareja sobre la que Dios pareció enviar su bendición. Laura era digna compañera del hombre que la eligió por esposa, pues así como en él tomaban cuerpo todas las sobrias virtudes del alma masculina: la fe, la constancia, la energía, el valor y la lealtad, juntos a una educación perfecta y una ciencia sólida, en la de ella florecían las que son ornato de la mujer, uniéndose a todas una bondad ingénita y una ternura infinita.

Un año transcurrió con la rapidez de los días felices, y, al terminar, una nueva dicha vino a coronar aquel hermoso edificio de felicidad. Nació un niño, a quien bautizaron con el nombre del santo patrón de Guipúzcoa.

Sobre aquel hogar feliz se cernió un nubarrón negro, muy negro.

El hijo nació sano y robusto, pero la madre quedó herida de muerte. La tisis se cebó en ella. La enfermedad, con su descarriada imagen, vertió amarilla sombra sobre aquella casa. Desde entonces una taciturna tristeza se apoderó de nuevo del ánimo del señor de Loidorrotea, y una dulce melancolía del de la pobre enferma. Las risas huyeron para siempre, siendo sustituidas por tristes sonrisas o tenues gemidos, entre cuyas temblorosas notas se mezclarían las palabras de una resignada oración.

Dedicaron su existencia, corta o larga, a crear la felicidad de su hijo. Se aislaron del mundo, y sólo en la misa los domingos veían a los demás moradores de la montaña. En el transcurso de diecinueve años, que permitió Dios vivieran, sólo una vez se separó aquel padre de los suyos. Fue a Madrid para vestir el hábito de caballero de la insigne Orden de Calatrava, a que lo ilustre de su prosapia le daba derecho, y volvió ostentando sobre su pecho la roja cruz. Desde entonces, siempre que acudió a la iglesia llevó sobre su traje la insignia de fuego. Aquella severa vestimenta, el aislamiento en que vivía y el torvo silencio que ante los que no acudían a él en demanda de auxilio guardaba, fue rodeándole ante el vulgo de una leyenda, primero sombría, después terrorífica. Como los enérgicos rasgos de su fisonomía con los años tomasen extraordinario relieve y se marcasen exageradamente los huesos en su cuerpo, de día en día más flaco, llegó a ser el espanto de los niños, que huían de él.

-¡Que viene Loidorrotea y os lleva, pues! -decían las madres a sus hijos, y éstos se cogían a sus faldas, temblorosos.

¡Qué injustas eran aquellas injurias que inocentemente y sin pensar le dirigían las buenas mujeres, que no tenían más mal que su ignorancia! ¡Insultarle a él, tan bueno, tan dulce! En aquellas ofensas había algo del necio fanatismo del pueblo que dejó matar a Cristo, a su Dios, que le amaba y sufría por redimirle, y a quien al verle pasar camino del Gólgota, doblado al peso de la salvadora cruz, insultaba groseramente.

Aquellas dos vidas se dedicaron por completo al tierno ser en que cifraron todos sus humanos amores, y así, bajo la dirección de su padre, fue adquiriendo todas las virtudes de éste, pero aún más perfeccionadas, más grandes y más hermosas que las de él.

Tuvo fe sin superstición, valor sin temeridad ni fanfarronería, energía sin terquedad, constancia en todo, y fue leal, muy leal; ¿cómo no serlo con aquellos dos seres que le habían dado su vida entera? Sin embargo, con todas aquellas virtudes había heredado también algo del árido y severo sentimiento del deber que en el autor de sus días dominaba.

Cuando contaba veinte años, murió su padre.

Jamás aquella escena se borraría de su memoria.

Al sentir su fin aproximarse, sin oír las súplicas de su mujer y de su hijo, se hizo levantar del lecho en que yacía, vestir el blanco hábito de los calatravos y conducir apoyado en el hombro del heredero de su nombre, que también de sus virtudes debía serlo, a la ruinosa capilla. Allí se hincó de rodillas ante el altar. Empezó la misa. En un ángulo, la madre y el hijo sollozaban abrazados; permanecía rígido el noble caballero, dejando arrastrar por el desgastado pavimento los largos pliegues de su manto, mientras inclinaba la cabeza de luenga cabellera blanca sobre las huesudas manos cruzadas en el pecho. Avanzaba la misa lentamente; murmuraba el sacerdote las oraciones; oscilaban las velas, haciendo agitarse en la pared la sombra del anciano en fantásticos contornos; caían las lágrimas de cera a lo largo de los cirios, formando caprichosos arabescos, y un tenue gemido se escapaba del pecho de la pobre tísica. Llegó el momento solemne. El Ministro de Dios alzó en su mano la divina forma y la depositó en la boca del moribundo, que, lívido y con el semblante bañado en copioso sudor, permaneció rezando un momento aún. Luego se irguió, se puso en pie, y volviéndose al sitio en que su hijo estaba, con voz empañada por angustioso estertor, habló:

-¡Hijo mío, yo te bendigo! Eres bueno. Selo siempre.

Y volviéndose a su esposa:

-Tú me has querido. Me hiciste feliz; también yo te bendigo.

Trazó una cruz con su diestra en el espacio, y su cuerpo se desplomó en tierra, rebotando su cabeza en los escalones del altar. Corrieron a él. ¡Estaba muerto!

¡Qué triste se deslizó desde entonces el tiempo en aquella casa!

Dios, que en muy pocos días arrebatara la vida a aquel ser, fuerte siempre, dejó vivir aún en una larga agonía a Laura. En ella la enfermedad mermaba la existencia lentamente, sin sacudimientos; y aquella mujer que, de carácter alegre y expansivo, se avino por amor a su marido a vivir aquel retiro, si bien grato en apariencia, tétrico en el fondo, se propuso infiltrar en el alma de su hijo adorado todas las ternuras de la suya. Que así como el carácter de su padre dejó enérgica huella, el de ella sirviese para perfeccionar y cincelar el bien que en grandes bloques había en aquel espíritu virgen de vulgares contactos.

Así fue. Bajo la dirección de la santa mujer, las asperezas se fueron suavizando, las brusquedades desapareciendo, adquirió aquel carácter dulce igualdad, y perdió todo lo que de exaltación en él había.

Y como si, cumplida su misión sobre la tierra, la dulce mártir volar pudiera al cielo, llegó su hora.

Eran las once de la mañana de un magnífico día de junio. Brillaba el sol en medio de la lámina azul de un cielo de cobalto que se reflejaba en la transparente superficie de las dormidas aguas; bandadas de pájaros cortaban la atmósfera límpida y tibia; blancas velas se perdían del horizonte al confín, y a veces la brisa rizaba las ondas y venían las olas a morir en las costas. En la terraza estaba la enferma hundida en almohadas. Sobre la nívea blancura se dibujaba el amarillo contorno de su agónica tez; de su pecho escuálido salía ronca y trabajosa la respiración; sus ojos azules, hundidos, muy hundidos, miraban con inmenso fervor al cielo. A sus pies, sentado en un pequeño taburete, estaba su hijo estrechando entre sus manos la demacrada de su madre, que de vez en cuando cubría de besos.

Habló la pobre tísica con voz apenas perceptible, llena de cadencias de ternura. Iba a morir, y su hijo quedaría solo en medio del mundo, que desconocía... Era preciso que buscase una mujer digna de ser su compañera en las alegrías y tristezas de la vida. Él era bueno, noble, listo, sabio; ¿cómo no serlo, si su padre, compendio de sobrias virtudes, le había dedicado su vida entera, y ella, pobre mujer, todo su corazón? Era preciso, sí, que buscase una muchacha que le amase, pero no para ir a enterrarse con ella en el viejo caserío, sino para vivir en el hermoso mundo, donde sus méritos debían lucir y donde soñaba en su amor materno lauros para él.

No; ella no creía, como su marido, que día llegaría en que resucitaran los nobles con todos los esplendores de la edad feudal, y que, mientras, deben esperar recluidos en sus casas el momento del triunfo...; pero, en cambio, creía en la bondad de aquel mundo donde quería lanzar a su hijo, convencida de que la victoria sería suya.

Y habló cual si hubiera muerto. Trazó rosados proyectos de gloria, de dicha, de amor; y si su cariño de madre le daba fuerzas para hablar, la proximidad de la muerte envolvía sus palabras en una patética majestad rayana en lo sobrenatural. A veces vibraban enérgicas, llenas de pasión; pero otras morían en sus labios.

Abrazó a su hijo fuerte, muy fuertemente, con la ansiedad del último abrazo; cubrió de besos su rostro, y el débil círculo de sus brazos se fue aflojando, aflojando; luego dejó caer la cabeza sobre la blanca almohada, exhaló su boca un tenue suspiro, y cerró los ojos, sus dulces ojos de mártir, para siempre. Ignacio no tuvo fuerzas ni para moverse ni para gritar; permaneció de rodillas junto al cadáver, y un raudal de lágrimas se desprendió de sus pupilas. Mientras, el sol, a la mitad de su triunfal carrera, brillaba en medio del firmamento inundándolo todo con sus rayos; los pájaros cantaban en las ramas; venían las olas a romper en las rocas, cubriéndolas con sus bellas espumas, y se perdía a lo lejos, hinchadas sus velas por la suave brisa, una lancha, de donde salía, cantada tal vez por enamorada pareja, la última estrofa de una poética barcarola:

Boga como boga el alma,esde la cuna a la tumba......................................

 

 

III

Miasmas de pantano

 

-¿Pero a quién ha salido esta chica? ¡Ay! Dios me dé fuerzas para resistir este golpe, que bien las he menester. ¡Esto es atroz! ¡Un caso así en nuestra familia! ¡Qué impudor! ¡Qué desfachatez! Esta hija me va a matar. ¡En nuestra casa, donde la pobre abuela Rita murió en opinión de santidad y todos siempre han sido tan buenos, tan buenos, que por concesión de Pío IX nos llamamos santos protectores de la abadía del Recuerdo! Si al menos fuese casada... (Esto se la escapó sin querer, y era el símbolo genuino de su modo de pensar.) ¡Con la educación que te hemos dado tu padre y yo -siguió-, parece imposible que hayas hecho lo que has hecho! -Y luego, con acento doloroso de egoísmo herido-: Cuando todo iba tan bien, esta chica viene a aguar la fiesta.

Tu hermano, matándose tal vez a estas horas; nosotros, deshonrados mañana cuando la gente sepa (porque en este dichoso Madrid todo se sabe) tus necedades e indecencias. ¡Bonitas nos pondrán! ¡Hay tanto envidioso! ¡Esto no se puede sufrir, es atroz... atroz!

La que así hablaba no era otra que la Excma. Sra. D.ª Rosa Álvarez de los Burgos, Condesa de Torres Altas, grande de España de primera clase, perteneciente por parte de su padre a la ilustre familia de los Álvarez de los Burgos, cuyo último vástago, hijo y heredero de la que al presente nos ocupa, el joven Marqués de Casa Baia, dio fin a su preciosa existencia levantándose la tapa de los sesos, después de derrochar su patrimonio, el de su mujer y buena parte del de sus amigos, y cuya historia, sobre ser muy posterior a la que narramos, es vulgarísima, aunque no me atrevería a jurar que algún profundo psicólogo no hallase en ella abundante filosofía y provechosa enseñanza.

Era doña Rosa (Rosina, como la llamaban sus íntimos) una morena alta, de buena figura y arrogante porte, ojos negros y relucientes, un poco pequeños; nariz remangada, aunque no mucho; tez fresca relativamente para su edad (debía de frisar en los cuarenta y cinco), pelo negro y abundante, donde seguramente habría numerosas canas a no estar cuidadosamente teñidas, y expresión afectada e insinuante. De prendas morales más valía no hablar, y no hablaríamos seguramente, a no exigirlo la claridad de la presente historia.

Nada diremos de la deficientísima educación que recibió en uno de los más célebres conventos franceses; pasaremos también por alto sus primeros resbalones de soltera, aunque sobre ellos tendríamos mucho que contar, y nos detendremos en el tercer período de su vida, o sea después de su boda con el Conde de Puente y de Casa Baia.

En honor de la verdad, hay que confesar que la época de mayor esplendor que alcanzaron las ya nombradas casas, fue en el tiempo que Rosina y su marido reunieron en sí sus títulos y preeminencias; y esto, aunque parezca extraño en personas de tan escasas dotes morales, tiene sencilla explicación, teniendo en cuenta que careciendo de toda virtud y de todo noble sentimiento, e incapaces de ninguna mira verdaderamente elevada, se habían compenetrado aquellos dos seres hasta formar un solo carácter, cuyas ideas, aspiraciones e ideales llegaron a estar perfectamente definidos y aun a realizarse en gran parte. Habían aceptado ambos la vida como un buen negocio en que eran socios, para cuya ventajosa realización necesitaban apoyarse mutuamente con su cariño y su respeto. No engañarse nunca para poder engañar a los demás, era su máxima; y, ciertamente, les dio buenos resultados.

Verdad que el vulgo la acusaba de algunos deslices; pero no menos cierto que nunca había dado ningún escándalo, cosa que la salvaba, pues en la sociedad actual no se condena el mal, sino el ruido que produce; y también verdad que si había existido el desliz, lo había ocultado tras un tupido cendal, que nada había trascendido al exterior. Sólo como un rumor de malas lenguas, en las que Dios nos libre de creer, diremos que se susurraba que las personas en cuyo obsequio descendía de su pedestal de inquebrantable virtud, eran casi siempre personajes de grandísimo influjo, y (horroriza pensar dónde llega la malicia humana) que el marido lo sabía y hasta daba su venia. Claro que el autor rechaza con indignación la calumniosa especie, que directamente va contra tan virtuosa señora y tan pundonoroso caballero. Lo que sí es indudable, es que aquellos dos seres habían dedicado su vida entera, no a la educación de sus hijos, no a hacer la felicidad de su hogar, sino a subir, subir, escalando las alturas de la posición, de la elegancia y de la fortuna, prefiriendo las satisfacciones de la vanidad a cualquiera otra, y no menos indudable que lo habían conseguido.