Novelistas Imprescindibles - Concha Espina - Concha Espina - E-Book

Novelistas Imprescindibles - Concha Espina E-Book

Concha Espina

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Beschreibung

Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Concha Espina que son Despertar Para Morir y Dulce Nombre. Concha Espinafue una novelista española cuya obra supone una prolongación del realismo decimonónico al que se agregan elementos líricos y sentimentales; en este sentido, su narrativa se opone a las tentativas de renovación emprendidas por otros miembros de su generación. Novelas seleccionadas para este libro: - Despertar Para Morir. - Dulce Nombre.Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

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Tabla de Contenido

Título

El Autor

Despertar Para Morir

Dulce Nombre

About the Publisher

El Autor

María de la Concepción Jesusa Basilisa Rodríguez-Espina y García-Tagle nació el 15 de abril de 1869 en Santander, era hija de Víctor Rodríguez Espina y Olivares y de Ascensión García Tagle y de la Vega, la séptima de diez hermanos. Tenían la casa familiar en la calle de Méndez Núñez de Santander, en el barrio de Sotileza. Cabe destacar el parentesco que la une a la famosa pintora cántabra María Gutiérrez Cueto, más conocida como María Blanchard, su prima. A los trece años de edad, su familia se trasladó a Mazcuerras, al domicilio de la abuela paterna. Allí comenzaría a escribir.

El 14 de mayo de 1888 publicó por primera vez en El Atlántico de Santander unos versos usando el anagrama «Ana Coe Snichp». En 1891 fallece su madre. 12 de enero de 1893, contrajo matrimonio en su localidad natal con Ramón de la Serna y Cueto, y se trasladaron a Valparaíso (Chile). En 1894 nació su primer hijo, Ramón, y en 1896 quien sería el periodista Víctor de la Serna. En Chile comienza a colaborar con periódicos chilenos y argentinos. En 1898 regresaron a España y en 1900, en Mazcuerras, nació su hijo José, fallecido siendo niño, en 1903, su única hija, Josefina (esposa del músico Regino Sainz de la Maza y madre de la actriz Carmen de la Maza) y en 1907, su último hijo, Luis. Su incipiente éxito como escritora incide en su matrimonio, debido a los celos profesionales de su marido.

En 1909, logró un puesto de trabajo para su marido en México, y ella se instala en Madrid con sus cuatro hijos, separándose así el matrimonio. Aunque escribió estudios, poesía y otros muchos géneros, es con su narrativa en cuentos y novelas con los que alcanzó la notoriedad y el reconocimiento.

Escritora ilustrada y una de las mentes más preclaras de la literatura española de la primera mitad del siglo xx, celebraba los miércoles un salón literario en la calle Goya, donde asistían personajes de la alta burguesía e intelectuales, como la esposa de Antonio Alcalá Galiano, el crítico Luis Araujo-Costa, el doctor Carracido, los dibujantes Bujados y Fresno, también escritores hispanoamericanos como el venezolano Andrés Eloy Blanco, el costarricense Max Jiménez y un buen número de poetisas noveles. También era asiduo Rafael Cansinos que en 1924 publicaría una amplia obra crítica, Literaturas del Norte, dedicada a la obra de la escritora. Concha Espina también fue colaboradora de diversos periódicos como El Correo Español de Buenos Aires y en España con La Libertad, La Nación, ya desaparecidos, y El Diario Montañés de Cantabria.

En julio de 1934 finalmente se separa jurídicamente de su marido, quien fallecerá en 1937. La Guerra Civil Española la sorprendió en su casa de Mazcuerras, de donde no pudo salir hasta la ocupación de Santander por las tropas del bando sublevado, en 1937. A partir de entonces colabora habitualmente en el diario ABC de Sevilla y escribe novelas testimoniales como Retaguardia, Diario de una prisionera o Luna roja.

En 1938 empezó a perder la vista y aunque fue operada, en 1940 quedó completamente ciega, aunque no dejó de escribir. Además, varias de sus obras son adaptadas al teatro y al cine. Murió a los ochenta y seis años de edad, el 19 de mayo de 1955 en Madrid, y sus restos reposan en el cementerio de la Almudena.

Entre muchos otros premios y honores, en 1914 y en 1924 recibió premios de la Real Academia Española por La esfinge maragata y Tierras del Aquilón respectivamente. Además, en este último año, fue nombrada hija predilecta de Santander, erigiéndose a tal efecto en 1927 un monumento diseñado por Victorio Macho e inaugurado por Alfonso XIII, que también la nombró dama de la Orden de las Damas Nobles de la Reina María Luisa. Ese mismo año le fue concedido el Premio Nacional de Literatura por su obra Altar mayor. Asimismo, llegó a ser candidata en tres ocasiones consecutivas al Premio Nobel de Literatura (1926, 1927 y 1928). El primer año perdió por un solo voto y el galardón lo recibió la italiana Grazia Deledda.

En 1948 el pueblo de Mazcuerras adoptó oficialmente el nombre de Luzmela, cuando se celebró allí en su casa la ceremonia de imposición de la banda y gran cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio. El 8 de febrero de 1950 recibió la Medalla al Mérito en el Trabajo.

En la localidad cántabra de Torrelavega se inauguró en enero de 2007 un teatro municipal que lleva su nombre. Anteriormente y en el mismo solar se encontraba el Cine Concha Espina, cerrado a finales de la década de 1980. La ciudad de Madrid la ha homenajeado con una avenida con su nombre, que cuenta con aproximadamente 1,2 km. El Metro de Madrid le ha dedicado una estación en la línea 9. Un avión de Iberia, del modelo A340/300, con matrícula EC-GGS, lleva también el nombre de la escritora cántabra. En Valencia, en el barrio de Cruz Cubierta, una guardería lleva también su nombre. En la localidad cántabra de Reinosa, junto al barrio de Las Eras y el parque de Las Fuentes, existe un colegio de EGB (educación primaria) -ya cerrado- con el nombre de la escritora, inaugurado en 1931.

Despertar Para Morir

LIVRO PRIMERO

I

—Aquí hacemos verdadera vida de campo—decía la marquesa con negligente ademán—; aquí saboreamos los placeres de «la escondida senda»... Mis hijas están encantadas de esta libertad... Años hace que tenían el antojo de pasar un verano en Las Palmeras, aburridas ya de Biarritz, de San Sebastián... de San Juan de Luz...

Sonriendo amablemente, López, el condiscípulo provinciano del marqués, repetía:

—Muy bien... muy bien... perfectamente...

Y en sus ojos grises y fríos, que miraban al rostro bello de la dama, había una expresión de refinada picardía.

—El campo—añadió la marquesa—es para mí una deliciosa novedad. Estos paisajes, esta paz, este silencio, son como un baño del alma... Aquí se siente uno más joven... ¿No es cierto, amigo mío?... En las grandes ciudades se vive tan deprisa que hasta los muchachos de quince años tienen allí señales de prematura vejez... ¡Quién pudiera vivir siempre en el campo!... Los que ocupamos cierta posición en el mundo, somos igual que los reyes, prisioneros de nosotros mismos... Sólo el que es pobre es libre...

Con un tono de profunda cordialidad, asentía López:

—Perfectamente... mucho que sí...

Y estaba pensando el buen señor:—Mi ilustre amiga la marquesa de Coronado, siente ahora inclinaciones á la vida pastoril... á la santa pobreza... ¡Coqueterías y caprichos de mujer guapa y ociosa!... Y ¡cuidado que es guapa... todavía! Me parece una figura de Rubens... con un poquito de malicia meridional... Juraría haber visto su retrato en la galería de los Médicis.

La luz cansada y triste de la tarde, de una tarde melancólica del Norte, penetraba por las ventanas del salón, donde la marquesa de Coronado recibía á sus amigos. Era la estancia moderna y elegante, pero con algunos rasgos de mal gusto en el decorado y los muebles. Sin duda los dueños de la casa no debían ser muy rigurosos en cuestionas de estética.

En un ángulo del salón, junto al piano, sostenía animada conversación un grupo de muchachas.

—Este buen López—decía una de ellas, á quien llamaban Teresita—es un hombre delicioso... Todo le parece bien... Es un perfecto ministerial de todos los Ministerios... No hay para él hombres necios ni mujeres feas... Parece un revistero de salones...

—Con menos años y más renta sería un excelente marido—apuntó Clara, una ingenua, que acababa de vestirse de largo—. El hombre que á todo dice amén, es el marido ideal.

—Pues yo no quisiera un marido tan complaciente—declaró Benigna, la hija mayor de la marquesa—, me gustan los hombres que saben serlo... los hombres de energía y de carácter... En lugar de «un López», yo prefiero el Petruchio de La fierecilla domada y, en último caso, Otelo, el moro de Venecia...

Rieron todas las muchachas, y en los ojos negros y ardientes de Benigna brilló una mirada burlona. Su hermana Isabel, niña gentil, ingeniosa y locuaz, célebre por sus dichos y sus hechos, añadió muy seria:

—Esta chica tiene gustos plebeyos... ¡Un marido celoso! ¡Dios nos libre!... Eso ya no se estila en ninguna parte... Los celos son de mal tono...

—No hay verdadero amor sin celos—repuso Benigna con entusiasmo—. El optimismo es indiferencia ó es hipocresía... Decir á todo «perfectamente», equivale á pensar «¿á mí qué me importa?» El optimismo de López es frialdad de corazón... Ahí tenéis en cambio á ese murmurador sempiterno, Pizarro, que vale mucho más que López. Yo no digo que Pizarro haya descubierto la pólvora ni conquistado siquiera el Perú... Es un «pobre hombre», pero, á lo menos, un hombre de carácter... Reniega de todo, pero es capaz de tener rasgos...

Aun seguía Benigna haciendo frases con su charla sentenciosa, cuando entró Pizarro en el salón, tosiendo recio y frotándose las manos.

—Muy malas tardes—dijo con voz ronca—. Porque supongo que ustedes no las tendrán por buenas, con este frío sutil y estos cielos grises... Yo he adquirido el primer catarro...

Habló Teresita con desmayado acento:

—¿El primero?... Llevo yo «el tercero de abono»... Esto es horrible... ¡vaya un tiempo!

De mal talante corrigió Pizarro.

—No es que yo numere por capricho este que hoy estreno; le clasifico usando de esa especie de adjetivo que anda por ahí ahora; se dice: «el primer susto»... «el primer sablazo»...

—¡Ah!... ya...—suspiró la niña en el colmo del aburrimiento.

—Entonces—dijo sonriente la marquesa—este será «el primer verano»...

—Perfectamente—aseguró López muy cortés.

Y Pizarro suplicó, dirigiéndose á la señora de la casa:

—Me dará usted su permiso para tiritar... no puedo remediarlo.

Condescendiente, la marquesa, le replicaba:

—Está usted muy exagerado en sus lamentaciones, amigo mío; hace un poco de fresco, la temperatura propia del país; á mí me placen sobremanera este cielo nublado y esta brisa del mar, refrigerante y pura...

—Ya... ya...—murmuró Teresita.

Prodigaba á todos una sonrisa el simpático López, mientras Pizarro hacía un desabrido gesto de protesta.

—En Madrid abrasa el calor... aquí se tiembla de frío... La naturaleza es una eterna paradoja... ¡Y luego quieren que los hombres seamos razonables!

Las muchachas que estaban al otro extremo del salón habíanse acercado al grupo de las personas «serias». Sólo una joven, rubia y hermosa, vestida de blanco, se quedó sentada junto á la reja mirando al jardín.

Teresita había mudado de silla varias veces. No podía estar cinco minutos en el mismo lugar, y á través de toda la sala iba dejando ayes de fastidio.

Las dos niñas de la marquesa embromaban á Pizarro ofreciéndole una manta, un ponche caliente, una pastillita pectoral...

Asomóse Clara á una de las ventanas abiertas sobre la gran avenida de Las Palmeras, y á poco volvió la cara hacia el salón, anunciando:

—Aquí está Eva, con su madre... Las acompaña Galán.

Cuchicheaban las muchachas malignas y curiosas.

—Están de acuerdo...

—Ella le persigue...

—¡Pues él no parece que da chispas!

—Es un valiente.

—Es un fatuo.

Intervino la marquesa con prudente insinuación:

—Vamos, niñas... ¿por qué esas bromas?... Todas queréis á Eva... Luis Galán es un joven excelente...

Callaron riéndose, menos Isabelita que susurró:

—Sí... para un apuro...—y miró á su madre que se alejaba de allí con un aire de suprema dignidad.

II

Anunciaron detrás de la portière:

—Las señoras de Guerrero... D. Luis Galán...

Entró primero doña Manuela, encendida y jadeante, repartiendo besos chillones y expresivos saludos, pugnando por conservar, en medio del cansancio que sentía, la compostura y afectación de su persona.

—Vengo rendida—suspiraba condoliéndose—, estos chicos se empeñaron en venir á pie desde la playa... ¡qué sofocación!... Claro, ¡como ellos vienen tan entretenidos!... Y esta mañana de compras... ¡no me he sentado más que para comer!

Mirándose con gozo de burlas se estaban solazando las muchachas. La niña rubia del vestido blanco había dejado su contemplación para saludar á la señora de Guerrero, y al acercarse á ella plegó con una sonrisa leve la dulce boca pensativa.

Detrás de doña Manuela apareció Eva, su hija, hermosa y arrogante mujer, y en último término Luis Galán, un buen mozo, insustancial y presumido.

Ya había penetrado Eva en el salón y aun sostenía con Galán un juego gracioso de mimosas palabritas, frases sin terminar, acentos insinuantes... todo un flirteo á la alta escuela. Siguiendo á la hermosa, Galán sonreía, luciendo su magnífica dentadura.

Después de los saludos convencionales volvieron las muchachas á su predilecto rincón, llevándose á la señorita de Guerrero, cuyo acompañante las envolvía en una sonrisa toda blanca por el marfil de los dientes preciosos.

Eva, irguiendo su lozano busto en medio de las vulgares niñas de la casa, adueñábase del salón, atrayendo todas las admiraciones. Por encima de plantas y muebles elegantes Pizarro y López entornaban los ojos para mejor acercarse la deliciosa imagen de aquella mujer.

También la marquesa miraba á hurtadillas, mientras hablaba con doña Manuela, y las muchachas deletreaban la hermosura de Eva con oculto despecho, á excepción de la niña rubia y silenciosa, que había puesto sobre ella, tranquilamente, la ingenua admiración de sus ojos azules.

Había en el semblante de Eva Guerrero un encanto sombrío y avasallador, trágico en ocasiones. En la palidez morena de su rostro ovalado, la boca sensual se abría como un clavel sangriento y tembloroso, y los soberanos ojos negros radiaban en las mejillas con un fulgor metálico y ardiente que fascinaba. Sobre aquellos tiranos ojos se arqueaban las cejas con valentía de ojiva gótica, y la orla rizosa de los párpados caía con majestad de crepúsculo en el intenso livor de las ojeras; la nerviosa elegancia del cuello y de las manos; el seno redondo y robusto; la riqueza del cabello, negro como la endrina; la esbeltez del talle; la plenitud y proporción de las formas; la gracia y desenfado de las actitudes; todo respiraba en aquella mujer fuerza y hermosura, vehemencia física y firmeza de la voluntad.

Su voz, un poco dura, que al hablar á los hombres se tornaba flexible y melosa, alzábase fácilmente en frívolas charlas, con menos ingenio que ligereza. Y en el abismo profundo de sus ojos, dulces para engañar, algunas veces se encendían relámpagos extraños, centelleos de un brío salvaje. Solía vestir con lujo exagerado, mostrando el alma primitiva en la riqueza de las telas y en la abundancia de las joyas, sin esa elegante sencillez de los espíritus finos é inteligentes.

En el salón de Las Palmeras, frente á la necia sonrisa de Galán, malgastaba la hermosa sus coqueterías y monadas, fuegos artificiales de un corazón ardiente y codicioso, inclinado á todos los vanos placeres del mundo. Belleza sin dote, cazadora esforzada de marido, contemplaba con angustia el declinar de su juventud; las luces del ocaso que encendían su rostro le quemaban el alma; sentía una secreta envidia de las mujeres ricas y más jóvenes, aun cuando fuesen menos hermosas. Apartando su mirada, un instante, del insípido buen mozo, buscaba con rencor aquellos ojos azules y serenos de la muchacha del vestido blanco, cuya dulce belleza le irritaba.

Pero la niña rubia, esquiva y silenciosa, se había sentado otra vez á la vera de la ventana, y los celestes ojos miraban siempre obstinados al jardín.

III

Se detuvo un coche al pie de la escalinata del vestíbulo, y Teresita corrió hasta la reja de la ventana para asomar su cabecita de pájaro y decir enseguida.

—Es el coche de usted, marquesa; viene Rafael y trae á Luisa.

Hubo entonces otro malévolo cuchicheo en el grupo juvenil, y dijo una voz atrevida:

—Van acudiendo en parejas...

La marquesa salió al encuentro de la señora que llegaba, una mujer arrogante, en pleno estío, vestida con exquisita sencillez y donosa de palabra y ademanes.

Con argentina voz declaró al entrar:

—Rafaelito, que estuvo á visitarme, se ha empeñado en traerme en el coche...

—Nunca mejor ocupado—aseguró la dueña de la casa.

Y después de algunas presentaciones, y cumplidos se llevó del brazo á la buena moza y le hizo sitio en el sofá.

Quedó en medio de la sala Rafaelito, haciendo graciosas reverencias.

Jamás un hombre mereció el despectivo remoquete de «sietemesino» con más justicia que el único hijo varón de los marqueses de Coronado.

Era enteco, menudo, zambo. Sobre su mezquino tronco se balanceaba una cabeza enorme, sostenida con esfuerzo por un cuello largo y sinuoso. El semblante era de una fealdad tan «perfecta» que inspiraba emoción; se le podía mirar con repugnancia ó regocijo, nunca con indiferencia.

De aquella caricatura de hombre salía una voz opaca y profunda, que tenía el raro privilegio de contener todas las conversaciones y reinar sobre todos los oídos con extraño deleite, por más que el peregrino vozarrón sólo dijese por casualidad algunas palabras de sustancia.

A Rafaelito le amaban sus hermanas y le adoraban sus padres, gozaba las simpatías de las más bellas mujeres y era solicitado y preferido en todos los centros de la «buena sociedad». No había gran fiesta sin su concurso ni escándalo aristocrático sin su tercería, y en amores prohibidos de estufa y de salón giraba siempre con fortuna alrededor de algún astro de primera magnitud.

Aquel año había tenido, como sus hermanas, el capricho de veranear en la quinta de Las Palmeras, suspendida sobre una playa admirable, á corta distancia de una capital norteña. Tal vez se hubiera aburrido demasiado, en la relativa calma de aquel modesto veraneo, si Luisa Ramírez no le hubiera cautivado allí con los sabrosos atractivos de su brillante puesta de sol...

Luisa alardeaba de ser una artista extravagante y genial. Gran lectora de toda clase de libros, y amiga de toda suerte de paradojas, salía, audaz, al encuentro de los más atrevidos murmuradores.

—La emoción estética—solía decir, hablando de Rafaelito—está lo mismo en la belleza absoluta que en la absoluta fealdad. Lo feo llega á ser hermoso por la enérgica expresión del carácter. Este muchacho, fruto de las viejas aristocracias corrompidas, es un hermoso ejemplar de decadencia, una obra de arte, digna del pincel de Rembrandt ó de Goya. Y al cabo es preferible para una dama llevar detrás un hombrecillo tan gracioso en lugar de uno de esos perritos falderos, tan del gusto de la señora marquesa.

Cambió Rafaelito al entrar algunas frases galantes con las muchachas y fuése apresurado hacia el grupo en donde estaba Luisa.

Entonces, alrededor del piano, se acentuó, en voz baja, la crítica perversa.

—Va ganando terreno—decía Teresita, balanceándose en la mecedora con demasiada libertad.

—¡Tiene una suerte este chico!—exclamó Benigna con orgullo.

—Pero ¡si es una delicia de muchacho!—afirmó su hermana Isabel—¡Dios me libre de los hombres guapos!... ¡son tontos de capirote!—Y miraba de reojo á Luis Galán.

—El talento no sirve para nada—dijo el buen mozo, sonriendo.

—Ni siquiera sirve para disculpar la pobreza—añadió Clarita, dándolas también de ingeniosa.

—Ser pobre es peor que ser tonto—aseguró Benigna muy formal—. Quizá son ambas la misma cosa...

Eva, que estaba sobre ascuas, al escuchar tan necias alusiones, quiso desviar la conversación, y dijo, con gesto desdeñoso, que la de Ramírez le parecía algo fané.

Galán, torpemente, se permitió contradecirla, opinando que tenía muy buen ver aquella señora.

Cuando quiso Eva confundirle con una mirada de reproche él estaba ocupadísimo en cultivar la simetría de su barba sedosa.

Mientras tanto afirmaba Clarita, muy risueña:

—Esa pobre Luisa «ya se ha caído»... He aquí para lo que sirve el talento... ¿No os lo dije?

Y se puso á tararear un tango popular, lleno de sal y pimienta.

La niña rubia y pensativa estaba demasiado cerca del grupo maldiciente para no oir aquella charla procaz. Había cogido un libro que disculpara su retraimiento; pero la luz de la tarde fué apagándose en el jardín, y tuvo que plegar el libro sobre las rodillas.

Por hacerla tomar parte en la conversación, la preguntó Galán:

—Y usted, María, ¿qué dice á esto?...

Una voz cristalina y blanda se alzó, respondiendo un poco insegura:

—No sé de qué hablan ustedes...

Acercándose Galán á la muchacha, repuso con acento misterioso:

—Del idilio de Rafael.

Y dijo entonces María, no sin cierta timidez:

—Doña Luisa es muy buena...

—Pero, Dios mío, ¿quién ha dicho que sea mala?—replicó la de Infante con cinismo.

Celebraron todos la ocurrencia, y á María le tembló el libro en las manos sobre la falda blanca del vestido.

Mirábala fijamente Galán sin acordarse de sonreir ni de alisarse la barba; y observándolo Eva, escondía un destello de ira á la sombra huraña de los ojos.

IV

Le estaba contando la marquesa á Luisa Ramírez:

—De esas dos niñas que le he presentado á usted, Teresita Vidal, la que está en la mecedora, es hija del célebre médico de Palacio. Huérfana de madre, hija única, mimada y llena de caprichos, enfermiza y neurasténica, le recomiendan aires puros y vida apacible, pero ella en todas partes se aburre y se fatiga. Vidal es nuestro médico; en Madrid nos tratamos mucho; así es que ahora la niña, que vino á esta playa con una señora de respeto, pasa con nosotros la mayor parte del día; en el hotel dice que está desesperada... La otra niña, Clara Infante, es también muy amiga de mis hijas, una madrileña alegre y desenfadada que siempre está de broma. Por no separarse de Benigna y de Isabel, vino este año á la quinta que poseen unos parientes suyos aquí cerca; pero más bien puede decirse que vive con nosotros; la mayor parte de las noches se queda aquí á dormir... Aquel joven, Luis Galán, es un íntimo de Rafael; á pesar de ello no conozco mucho sus antecedentes, pero en Madrid alterna con lo mejorcito de la sociedad, y se le ve «en todas partes»; debe de ser rico, porque tiene excelentes relaciones, y luego... ¡con esa figura!

—Sí—dijo Luisa un poco mordaz—, tiene unos dientes primorosos.

—Mi hijo—añadió la marquesa—le animó á que pasase aquí el verano.

—¿Y está contento?

—Galán lo está siempre; y además—insinuó confidencialmente la dama, recatándose de doña Manuela—tiene ahora motivos para estarlo... Eva, la más linda muchacha que tienen ustedes en la capital, le distingue mucho, ¿no lo ha observado usted?

—Apenas he tenido tiempo... Bueno sería que á ella «la distinguieran» al fin...

—Sí; tiene poca suerte, porque es muy bonita, lleva un apellido ilustre, y se está «quedando»...

—Los apellidos y la hermosura valen muy poco si no les acompaña el pícaro dinero. ¡Vivimos en época tan prosaica!

—¿Pero es cierto que están...?

—¡Tronadísimas!

—¿Y ese lujo, entonces?

—El último esfuerzo para atrapar marido, un esfuerzo lleno de vanidad y de angustia.

—Mal sistema...

—Sí, muy malo... Pero, dígame usted, marquesa, ¿es tonto ese amigo de Rafael?...

Rió la marquesa de buena gana y contestó con sorna, muy bajito:

—Lo parece, pero no debe de serlo... He notado que, á pesar de sus mariposeos con Eva, le gusta más mi sobrina María... que tiene un precioso capital...

En animado grupo discutía Pizarro con doña Manuela, dichoso al no dejar ociosas ni un momento sus dotes de polemista, y, cerca de ambos, López, paciente y amable, asentía:

—Convenido... convenido... mucho que sí...

Rafaelito contemplaba á Luisa con avidez, sentado en el brazo de un sillón.

Oyóse cercana la bocina de un automóvil, y se iluminó la sala cuando aun la marquesa le decía á su reciente amiga:

—Aquí se han conocido Eva y Galán. El padre de esta chica era muy amigo del marqués y, por lo mismo que la pobre está arruinada, mi marido quiere que tengamos con ella todas las atenciones posibles...

—Muy bien hecho—afirmaba Luisa—, es un rasgo de piedad que les honra á ustedes... ¿Y ese señor Pizarro?

—¡Ah! Es un tipo muy famoso: ex militar, ex negociante, ex político... en eterna oposición con todo lo divino y lo humano... Ha caído en esta playa por casualidad, cansado de recorrer todas las conocidas y renegando de todas... Nos divierte mucho, está furioso porque no sale el sol...

—¿Es casado?

—Sí..., pero está separado de su mujer... ¿no le digo á usted que es un disidente de todo lo establecido?

V

Entró el marqués, con mucha solemnidad, y cumplimentó puntual y cortésmente á toda la concurrencia, sin omitir frase ni sonrisa de las señaladas para el caso.

Figuraos un señor de tipo arrogante y majestuoso, uno de esos arquetipos con que suele representarse en mármoles y bronces la estampa de la noble ancianidad. La frente ancha y despejada; los ojos grandes y vivos; la nariz aguileña; el pelo abundante y sedoso, blanco como la nieve, igual que la barba, una barba de apóstol, toda rizada; el cuerpo alto y membrudo; la actitud grave y señoril... ¿Imagináis, con tan «hermosa cobertura» un entendimiento ruin y perezoso, un espíritu de una vulgaridad insuperable? La señora naturaleza suele darnos estas bromas crueles. Sin despegar los labios, el marqués imponía con su presencia: era un prócer de la vieja cepa castellana, con trazas de condestable ó de maestre; pero apenas abría la boca, brotaban de ella en afluente discurso todos los lugares comunes y tonterías épicas puestos al alcance de los caletres hueros. Y lo peor del caso era que el buen señor le placía hablar de todo, con una suficiencia, con una pausa y un énfasis que daban grima. Suponed por un momento al Moisés de Miguel Angel, abriendo sus labios de mármol para decir una majadería, y tendréis cabal idea del señor don Agustín María Celada y Osorio, marqués de Coronado.

Luego de cumplimentar á sus amigos y de acariciar con una mirada protectora el rostro bello de la marquesa y las caritas pálidas y maliciosas de sus hijas, anunció pomposamente, irguiendo el arrogante busto en medio del salón.

—Grandes noticias...

Hubo un movimiento de inquietud y curiosidad.

—¿Ha caído el ministerio?—preguntó López con voz suave.

—¿Se acaba el mundo?—suspiró tediosa la voz lastimera de Teresita.

—¿Ha dado á luz la reina?—interpeló Pizarro.

—No es nada de eso... tranquilizaos—repuso el marqués con un gesto enigmático.—Mis noticias son un poco más modestas y de un orden que pudiéramos llamar interior... sin alcance universal ni político... Una de ellas es que mañana llega Gracián Soberano...

—¡Gracián aquí!—exclamaron varias voces.

Y muchos ojos se volvieron indiscretos hacia la marquesa.

Sonriente, un poco pálida, la señora disimulaba con maestría su turbación, no obstante las miradas tenaces de sus hijos.

—¿Quién te ha dicho que viene Gracián?—preguntó Rafael, intranquilo y ceñudo, sin apartar los ojos de su madre.

—Esa es otra de mis noticias—añadió el prócer, acariciándose la barba y sonriendo con grande complacencia—. Me lo ha dicho un periodista madrileño..., poeta..., autor dramático..., muy amigo mío...

—¡Buen autor será entonces!—apuntó Clara al oído de Teresita.

—Del género chico...—agregó Teresa con desdén.

—Me lo ha dicho Nenúfar, que acaba de llegar...—dijo el marqués al fin.

—¿Ha venido Nenúfar?—clamó á coro la colonia madrileña.

Luego Teresita murmuró:

—¡Qué fastidio!

Y confesó Clara:

—¡Qué alegría!

—Ha venido—repitió don Agustín, muy satisfecho—, y estará aquí dentro de media hora; le he dejado en el hotel y he quedado en mandarle el auto para que le traiga en cuanto se vista.

Clara, muy amiga de los chistes fáciles, acercóse á Coronado, preguntándole en voz baja alguna cosa... A la cual contestó él, muerto de risa:

—Por Dios, Clara... es usted un diablillo delicioso... Nenúfar llega de un largo viaje, y estando usted aquí querrá presentarse como él sabe hacerlo...

—Sí, hecho un cursi—criticó Isabel, implacable—, con monóculo y gardenia..., diciendo palabras azules..., recitando versos modernistas, con ripios verdes..., y quedándose á comer todos los días con un apetito negro... Pero, papá, ¡qué amigos tienes!

Con mohines de protesta acudió Clara á decir, fingiendo grande enojo:

—¡Vaya! No consiento que se calumnie á mi poeta...

La voz melodiosa de Luisa Ramírez cortó los vuelos de algunos chistes equívocos que empezaban á brotar de aquellas boquitas maliciosas.

—Me habían dicho—refirió Luisa—que esta noche el marqués les iba á presentar á ustedes nuestro poeta..., un poeta de verdad...

Y resonó en la sala el bronco acento de Rafaelito, lanzando un nombre:

—Diego Villamor...

—Es cierto—afirmó el marqués—, á mí me encanta la amistad de los intelectuales... ¡Ah, señora! La literatura, el arte, la poesía... son... á no dudarlo... mis más preciados blasones... El talento... es mi flaqueza... Admiro mucho el talento de Villamor, y no esta noche, pero sí muy pronto, he de traerle aquí... ¡Oh los poetas!... Siempre fuí amigo de todos los poetas... Yo mismo hice versos en mi primera mocedad... Tuve el honor de ser premiado en algunos Juegos Florales...

Débilmente, saltando á otra silla, Teresita gimió:

—¡Cielo santo... una lluvia de poetas!... ¡Esto es intolerable!

Entonces, Eva Guerrero dijo con aires de suficiencia:

—Diego Villamor es también un gran novelista... Acaba de obtener un éxito ruidoso con su obra Almas sedientas. La alta crítica le ha consagrado maestro de la novela contemporánea... Dicen que va para académico... Le espera un porvenir brillantísimo... Ya lo habrán ustedes leído en los periódicos...

Casi todos los contertulios dijeron que sí, alabando mucho las altas cualidades del poeta cántabro.

Sólo Clara, con cierta hostilidad hacia la bella apologista del vate, murmuró desdeñosa:

—Yo estoy muy al tanto en cuestiones de alta crítica, pero no he oído nombrar nunca á «ese» Villamor...

Se iniciaron algunas sonrisas. Doña Manuela fué en apoyo de su hija para defender al paisano ausente, y como quien hace el más acabado elogio de un caballero, expuso:

—Es un buen partido.

Acentuóse el regocijo de la tertulia con estas ingenuas palabras, y para disimular la risa que le retozaba en los labios, dijo Luisa Ramírez:

—Aquí encontrará Villamor dos amiguitas... Eva y María...

Repuso Eva con aplomo:

—Es un muchacho de porvenir.

Y María, dulcemente, aseguró:

—Diego es muy bueno...

Otra vez se rieron las muchachas, al compás de la voz cristalina que sonaba á milagro en el salón de Las Palmeras, y Clara, como cosa indiscutible, pronunció en secreto:

—Esa chica es tonta...

Mientras se sucedían estos menudos acontecimientos, se estaba Galán atusando la barba con perezosa delectación; Pizarro gruñía desaforadamente, luego de discutir con la marquesa sobre el problema femenino; el marqués lanzaba su cómica elocuencia en medio del salón, diciendo herejías sobre cuestiones de arte; Rafaelito miraba á Luisa con sus grandes ojos de saurio, y López, el «buen López» repetía á cada instante sus predilectas muletillas:

—Muy bien... convenido... perfectamente...

VI

Llegó Nenúfar, al cabo, tal como le había descrito Isabel; vestido con presumida elegancia, luciendo unas románticas melenas, la gardenia y el monóculo.

Llevaba el rostro afeitado, un rostro moreno y triste, de expresión fatigada y viciosa, máscara de una vida bohemia y artificial.

Fué recibido con socarrón alborozo por la colonia madrileña; bajo la égida protectora del marqués, recorrió el salón en triunfo, perseguido por las miradas curiosas de las señoras provincianas. Comprendiendo y aceptando al punto su papel de histrión distinguido, sacó á luz el largo repertorio de encumbradas galanterías, derrochadas en verso y prosa durante su larga carrera de pícaro elegante y poeta de salón.

Esgrimiendo con insistencia su pertinaz monóculo, hízose lenguas de la noble hospitalidad de aquella casa:

—Ilustre hogar, en cuyo viejo escudo,

su nido hicieron águilas caudales

y su nido, también, los ruiseñores...

Dijo luego las excelencias de

...aquella costa bravía

grande orquesta singular,

que entona la sinfonía,

la bárbara sinfonía de los vientos y del mar...

Según le explicó luego el marqués, la repetición de la palabra sinfonía en estos versos era un alarde maravilloso de «instrumentación poética»...

Habló también del paisaje, del admirable paisaje montañés, «sonata patética en gris mayor».

... Melancolía de invierno,

profunda melancolía,

que adormece y extasía

cual la imagen de lo eterno...

Cielo gris, tierra mojada,

silencio, tristeza, y una

vieja torre abandonada,

vieja torre enamorada

de la luna...

Estos versos le parecían al poeta «la última palabra de la sensación», y así lo decía con gran orgullo y graciosa petulancia.

Disertó largamente sobre la poesía clásica y la poesía moderna; sobre los místicos y decadentistas; sobre Santa Teresa y San Juan de la Cruz, Verlaine y Rubén Darío; mezclando lo divino con lo humano, lo viejo con lo nuevo, la poesía con la extravagancia; mentando libros y autores con pasmosa intrepidez, deslumbrando al candoroso marqués de Coronado con las nuevas teorías del ritmo, del «color de las vocales» y otras por el estilo. Y como notase en el auditorio ciertos síntomas de aburrimiento, se dedicó á las damas, obsequiándolas con disparatados requiebros y frases conceptuosas.

Halló á María «albescente»; á Eva «rojeante», y á la de Ramírez «esmeraldina»; comparó á las niñas del marqués con «las hijas del Rhin», y á la marquesa apellidó Walkyria, «diosa inmune al crepitar del fuego», y tal lenguaje hubo de usar en la lírica expresión de sus admiraciones, que las señoras festejadas, ignorantes de aquella jerga modernista, se quedaron en ayunas del discurso.

Tampoco López entendió una palabra, pero, fiel á su costumbre, repetía embelesado:

—Muy bien... convenido... perfectamente...

Cuando se hubo encalmado el regocijo que produjeron las palabras de Nenúfar, recayó la conversación sobre la próxima llegada de Gracián Soberano, y el joven modernista ensalzó hasta las nubes la vida y milagros del viajero, menudeando los golpes de monóculo, dirigidos hacia la dueña de la casa.

—Gracián es un hombre extraordinario—afirmaba Nenúfar—, es el prototipo del superhombre. Tanto tiene del héroe como del discreto; tanto de valor como de cortesía; su pecho es de diamante y su palabra de oro... Veo en él cifrada la estrella de los antiguos «escultores de pueblos»... Gracián es la esperanza de la España joven...

Coronado y sus niñas unieron sus ponderaciones á los exagerados elogios de Nenúfar, y también Clara y Galán se contagiaron de aquella entusiasta apología. Hasta la displicente niña de Vidal soliloquió devota, trasladándose á otra silla:

—Gracián Soberano... ¡ya lo creo!...

La novedad del asunto tenía suspensos á los contertulios provincianos. Escuchaban Eva y Luisa con visible interés aquella letanía de alabanzas, á las cuales hacía coro la marquesa con naturalidad de consumada actriz. López colocaba á destajo sus muletillas, con la mayor satisfacción, y el contumaz murmurador, Pizarro, buscaba inútilmente un lado vulnerable por donde asaltar, con demoledora discusión, aquella bizarra fortaleza de flores, sobre la cual se engreían triunfantes una leyenda y un nombre.

—Gracián... Gracián...—murmuraba entre dientes—Todas las muchedumbres necesitan un ídolo... Y en España, cuando faltan hombres, se crean ídolos para mayor comodidad... Un héroe..., un superhombre..., ¡ahí es nada! Pero, después de todo, ¿quién es Gracián? Un aventurero afortunado, un hombre listo, un orador... ¡aquí donde todos vivimos á la aventura y somos grandes oradores y nos pasamos de listos!...

¡Pobre Gracián... y pobre España!

Unos soñadores ojos de cielo se abrían con infantil curiosidad encima de aquel nombre y de aquella leyenda, y Rafaelito balanceaba en la conversación su enorme cabeza de bufón velazqueño, un poco desmayada y reflexiva...

VII

Una tarde, sonó tras la portière el nombre peregrino, que fué rodando de boca en boca iluminado por el brillo de todos los ojos.

Gracián Soberano apareció en la puerta. María no pudo reprimir un movimiento de instintiva curiosidad. Miró al forastero y experimentó de repente cierta desilusión. Tanto le habían ponderado á Gracián, que imaginó verle como á un sér extraordinario, semejante á un príncipe de los cuentos de hadas.

Era un hombre de mediana estatura, sencillo en apariencia, elegante sin afectación. Los cabellos negros y rizosos, los ojos oscuros y audaces, la nariz fina y recta, los labios fuertes y bien modelados, la tez morena y brillante, daban la impresión de una hermosura viril y enérgica, de una cumplida madurez.

Al entrar en el salón detúvose un instante para abarcarle de una ojeada. Avanzó con elegante soltura, se acercó á la dueña de la casa y, tomándole una mano, le hizo una gallarda reverencia. Luego saludó á las demás personas conocidas y se dejó abrazar por el marqués, que le decía enternecido:

—¡Dichosos los ojos!...

Fué presentado con toda solemnidad á los nuevos contertulios. Tuvo Gracián para todos ellos palabras y sonrisas de una exquisita urbanidad, probando cumplidamente que era un perfecto hombre de mundo.

—Vengo de Bilbao—dijo explicando su presencia en aquellos lugares—adonde fuí para estudiar un negocio de minas... Allí supe que estaban ustedes en Las Palmeras... Se me ofrecía nueva ocasión de ver á mis amigos predilectos... Pasaré unos días en esta playa; es un breve descanso que me permito.

—Siempre igual—repuso el marqués encantado—usted no puede estar ocioso.

—Me atrae la lucha, me tienta la acción, me enamora el riesgo... Siento la poesía de los viajes y los negocios, la fiebre de la actividad... He pasado una temporada en el extranjero buscando nuevas orientaciones á mis empresas; pero, al cabo, sentí el deseo de volver á nuestro país... ¡la pícara nostalgia!... Cuando estoy en mi patria, la aborrezco y cuando me alejo de ella, la amo; ¡sólo soy buen español fuera de España! Condición, al fin, de españoles, de espíritus inquietos que sólo adoran lo que no poseen...

Habló de sus viajes por el extranjero con amenidad extraordinaria, salpicando el relato de observaciones ingeniosas; contó algunas originales aventuras, recatando sus triunfos bajo el velo de una estudiada modestia. Parecía hombre de mucho saber y gran copia de lectura, y las palabras acudían á sus labios fáciles y sumisas, enfervorizadas por el fuego de una vibrante elocuencia.

—¿No le atrae á usted la política?—preguntó el marqués, que le escuchaba absorto.

—¡Psé! tuve algunos coqueteos con esa dama—respondió Gracián sonriendo—, pero me seduce más la vida de los negocios... La política es el arte de los pueblos viejos, y á mí me encantan los pueblos nuevos, enamorados del porvenir, resonantes de fábricas y de oro, coronados por las altas virtudes del trabajo y de la inteligencia... El mundo vive y progresa por razones económicas... Los hombres de estado son prisioneros de los hombres de negocios... En España, todo lo inficiona la política, y es preciso orientar á la juventud por los caminos de la libre actividad. Conviene despertar este gran pueblo, dormido á la sombra de sus catedrales, y lanzarle al galope en la vida moderna, en ese torrente de energías hermosas que corre por el mundo...

Acostumbrados los contertulios del marqués á la frívola charla de los salones, juego necio de frases con pretensiones de elegancia y de ingenio, sentíanse como sorprendidos por aquella palabra impetuosa, llena de imágenes y penetrada de emoción.

Comprendiéndolo así Gracián, y estimulado por la religiosa unción con que le oían, habló de política, de arte, de literatura, de negocios... No profundizaba gran cosa en tan distintas materias; pero las tocaba con habilidad y atrevimiento, poniendo en el discurso una fuerza admirable de persuasión. La palabra le enardecía; embriagado por su propio verbo, con los ojos brillantes y el rostro iluminado, hacía resaltar los más menudos pensamientos con el brío de la expresión y la gracia natural de sus maneras. Desde el primer instante captóse las simpatías de las damas; era Gracián un maestro en el arte de halagar á las mujeres, lisonjeándolas, y atacando como astuto psicólogo el punto flaco de la vanidad femenina.

—La mujer—decía con su sonrisa galante—no es sólo el ornamento de la vida, sino también la razón y el impulso de todas las grandes acciones. Detrás de todo héroe hay siempre una heroína; que no se mueve el corazón ni la inteligencia de los hombres sin que les ayude la mano delicada de una mujer...

Habíanse agrupado los contertulios en torno de Gracián, hechizados por su conversación. Unicamente Pizarro seguía con burlona mirada el vuelo audaz y voluble de la palabra conmovedora. Aquella gente superficial é impresionable, aunque no comprendiese gran cosa de los discursos de Gracián, no por ello estaba menos encantada. López tenía en los labios una sonrisa deslumbradora; Clarita, con los ojos encandilados, repetía en voz baja:

—¡Delicioso!... ¡delicioso!...

—¡Un gran artista!—decía Eva.

—¡Un ruiseñor!—pensaba la de Ramírez.

—Eclatante—aseguraba Nenúfar.

El marqués miraba á su esposa y á sus hijos como queriendo decir:

—¡He aquí los amigos que yo tengo!

Y el disidente Pizarro rezongaba entre dientes con aspereza.

—Oratoria «fin de siglo»... pour épater les bourgeois...

Generalizóse, al fin, la conversación; mas apenas abría la boca el forastero tornaban todos á escucharle con profundo interés...

María estaba de pie, junto á una de las ventanas. Caía la tarde; el sol, al ponerse, desgarrando el palio tenaz de las nubes, bañaba el parque de encendidos reflejos, dorando suavemente la mullida tierra mojada. Un opulento rosal escalaba el muro de la quinta y asomaba en los cristales la púrpura de sus rosas. Todo era bello y triste en aquella tarde estival.

—¡Qué hermoso paisaje!—murmuró Gracián, asomándose á la ventana—¿No es verdad que conmueve?—añadió, clavando sus ojos en María—Estos paisajes enternecen y llegan á lo más hondo del corazón... Al mirar ese horizonte el pensamiento vuela, como una golondrina, hacia el país del sueño... ¡Es tan dulce soñar!

Escuchaba la joven en silencio, y conmovida por la palabra acariciadora, le pareció ver en el rostro de aquel hombre un gran resplandor de juventud.

—¡Hermoso atardecer!—seguía diciendo Soberano—¡Tiene una tristeza y una dulzura! No sé por qué imagino que, al contemplarle, siente usted una ternura fraternal... Es usted bella y triste como ese crepúsculo... Algo del alma de usted flota en el alma de ese paisaje...

María no respondió; sentía una turbación inexplicable, algo muy dulce y profundo que le salió del pecho y le tembló en los labios y le brilló en los ojos, en los ojos azules y pensativos.

VIII

Las jornadas de Las Palmeras se animaron desde que Gracián llegó á la playa, precedido de Nenúfar.

En el «elemento femenino» creció sordamente la lucha de pasioncillas en torno á las dos mujeres, gala de aquellas tertulias, Eva y María, que descollaban sobre las demás con fácil dominio. Luisa Ramírez, cuya juventud declinaba en una sabrosa madurez de estío, era precisamente la única en mirar sin enojos la triunfante belleza de las dos muchachas.

Era en María el don de la hermosura, gracia pasiva y melancólica, divina luz encendida en el semblante como un resplandor del alma; y era en Eva don agresivo y orgulloso, roja lumbre de soberbia, amenaza de esclavitud y de dolor.

Heredera de una copiosa fortuna, creció María en la triste paz de su casa solariega, hundida en el fondo de un valle norteño, cerca de una blasonada villa. Llorando la muerte prematura de sus padres, asomábase al mundo sola y niña, con un vago anhelo lleno de timideces y delicados asombros. Aliviaba con el blanco ropaje estivo el grave luto de sus dolores, cuando su tío, el marqués de Coronado, quiso que les acompañase unos días en Las Palmeras, sin abandonar la íntima tutela de doña Cándida, una bendita señora que cuidaba á la niña con maternal solicitud, vigilándola con su cariño desde cualquier rincón que la fuése propicio para rezar, suspirante y quejosa, diciendo en voz queda: ¡Ay, Dios mío!

Era ajeno á María el trato mundano de las gentes; ella sólo sabía las costumbres patriarcales de la buena sociedad aldeana, y, en sus breves visitas á la capital, habíase iniciado apenas en la vida de los salones. Pero de su nativa distinción emergía, con natural y elegantísimo alarde, un aroma aristocrático lleno de atractiva sencillez, y en el noble reposo de sus maneras, en sus mismos silencios observantes y pensativos, había una placidez romántica, un grave misterio señorial.

Sazonada su belleza por la madurez de los treinta años, diestra ya en lances de la vida, Eva Guerrero sabía del mundo todo lo que tranquilamente ignoraba su joven amiga María Ensalmo. Ni el paisanaje, ni las añejas relaciones de ambas linajudas familias, unieron á las dos muchachas más que con una débil amistad de buen tono, sin raíces y sin flores. La arrogante morena de ojos de sultana tenía un corazón rebelde y ambicioso. Creíase con derecho á la felicidad por haber nacido hidalga y hermosa; los quebrantos de fortuna, que pusieron en manos de su padre un arma suicida, irritaron el amor propio de Eva sin amansar su dura condición. Sólo por coquetería dominaba la destemplanza del carácter; mas, aun en los momentos en que su voz fingía blandas cadencias y melosas risas, fulguraba en sus ojos un destello implacable. Contaba algunos años más que María, nuevo motivo de rencor; miraba ya declinar su estrella y perderse en caminos de crepúsculo todo el cortejo de sus ardientes ilusiones.

Entre Eva y María, entre estas dos mujeres cuyas vidas iban á correr á la par en distintos caminos de dolor, alzábase una frontera de mal callados sentimientos. Los negros ojos profundos miraban siempre con secreta perfidia á los azules ojos, brillantes y apacibles como un girón de la calma del cielo...

Para el prodigioso viajero, que se llamaba Gracián Soberano, fueron aquellas dos mujeres una novedad tentadora, el «plato del día» en su insaciable apetito de galanteos.

No se cuidó Gracián de que apareciese como un capricho su prolongada estancia en aquellos cántabros arenales ó como una promesa que cumplía cerca de su complaciente amiga Generosa de la Dádiva, marquesa de Coronado. En la altivez majestuosa con que andaba por la vida á grandes pasos, sin tropezar nunca y siempre victorioso, tampoco se cuidó de ocultar que Eva, María y Luisa, las tres flores costaneras, le parecían adorables; y hasta se permitió declarar públicamente que en Las Palmeras había otra provinciana encantadora, una doncellita muy peripuesta y gentil, que se llamaba Rosa.

También Nenúfar lo había advertido, y apostado en el hall de la quinta, mientras acomodaba lentamente el sombrero y el bastón, le había rezado á la moza una oración modernista, tan extravagante y pomposa, que la buena muchacha, creyendo que la hablaban en idioma extraño, roja y confusa, murmuró:

—No entiendo...

Fué perspicaz en cambio para «entender» el lenguaje atrevido de las manos del bohemio, y contuvo su «explicación» con tal agilidad y valentía, que el goloso, escarmentado, tornóse con ella prudente y humilde, y á hurto de las damas, en breves solaces deliciosos, le confesó que se llamaba únicamente Simón Ruiz, y que era un pobre vagabundo, un pícaro con talento, que sitiado por el hambre «hacía de Nenúfar»... y de otras cosas peores...

Su acento adolecido hirió el tierno corazón de la muchacha, que se fué humanizando un poco á los amorosos requerimientos del señorito; y sin tardar muchos días, delante de una sonrisa apicarada y suave de la moza, declaraba también Nenúfar que Clara Infante era una caprichosa pervertida, y que á él sólo le gustaban las frescas amapolas del campo, las lindas mujeres de la aldea:

Flores de sangre y sol, en cuyos labios,

la pura esencia del amor se bebe...

IX

Mientras Nenúfar demostraba su sagacidad de hambriento solicitando los apetitosos favores de Rosita y cultivando los de Clara, más refinados y exquisitos, Gracián, que hacía las cosas en grande, se apoderaba, en el concurrido salón de Las Palmeras, de la admiración y el aplauso de todas las mujeres, derrochando sus artes y enamorándolas «por turno»...

Su apostura elegante, su continente varonil, su gracejo y su elocuencia le daban un indiscutible dominio en sociedad, donde jugaba con el propio prestigio como con una baraja, en temerarios alardes de buena fortuna, ganando siempre.

Al «mundo», á esa monstruosa entidad anónima que amedrenta á muchos hombres de talento positivo, le tenía Gracián deslumbrado con el brillo audaz de sus ojos, las vibrantes ondulaciones de su voz y el gallardo gesto de su persona. Y el terrible mundo, engañado como un niño, había tomado por admirable existencia la farsa seductora en que Gracián vivía. Mujeres fascinadas y hombres necios ó cándidos aseguraban que Gracián era un gran artista, un negociante genial, «un águila y un ruiseñor»; como decía Nenúfar, un superhombre...

Debajo de la estupenda fábula sólo había un perfecto comediante, un salteador de buenos caminos, disfrazado con arte de imaginarias virtudes. Cierto día apareció en la corte con aires de fortuna y distinción, diciendo que venía de París, en cuya Universidad había estudiado varias facultades. Como parecía rico y era guapo, y se decía «de buena familia», fué admitido en muy selectos círculos, logrando la amistad de personas influyentes. Tomóle bajo su protección la marquesa de Coronado, con harto detrimento de la honra y los dineros del marqués, y aquel mozo de origen oscuro subió como la espuma.

Graves disgustos costó á la de Coronado su flaqueza. Gracián no era lo que parecía. Hombre sin escrúpulos, dominante y codicioso, frío de corazón como la nieve, sólo atendía á su propio medro y á la satisfacción de su naturaleza inconstante y caprichosa.

La imaginación hacía en él las veces del sentimiento. Fabricábase un mundo de imágenes y ficciones, de rasgos fabulosos y aventuras fantásticas, y era en su pensamiento tan natural la mentira como un hecho vivo y presente. Mentía por necesidad y deporte, ejerciendo con la falsedad un arte sutilísimo, poseyendo de tal modo sus propias invenciones que las incorporaba á su vida haciéndolas reales á fuerza de creerlas y practicarlas.

Todo su poder estaba en la palabra, en aquella palabra encendida siempre en pasajeros entusiasmos; después de hablar mucho, embriagándose con ficticios ardores, quedábase como vacío. Desfloraba todas las cosas, hastiándose de ellas en cuanto las poseía.

Llegó la marquesa á conocerle á fondo cuando ya se hallaba hechizada por la sugestión de tan extraño carácter. Sufrió en silencio engaños y humillaciones, arrastrando como un castigo aquel amor culpable lleno de ingratitudes y amarguras.

Gracián no paraba mientes en tales cosas; dispuesto á la caza de «una buena dote» que supliese la vacuidad de su imaginaria fortuna, mariposeaba entre las mujeres aun en presencia de su amiga, la de Coronado, con una brillante y elegantísima insolencia...

Nutrióse con nuevos elementos la tertulia de los marqueses. La colonia madrileña de la playa encontraba desanimadas y «cursis» las veladas del Casino, y, tácitamente, acordaron los más distinguidos veraneantes asistir á las que en Las Palmeras se habían improvisado, encadenadas con jiras y paseos por los alrededores del balneario.

Aprovechando en aquellas gratas reuniones el conato de un silencio, la sonora voz de Gracián comenzaba con hábil estrategia un curioso relato; agrupábanse los señores complacidos en torno al orador, y al compás de un acento que repetía: «convenido... convenido...» las frentes varoniles se inclinaban en señal de aprobación; todas las atenciones quedaban sumisas al poderoso farsante, y todas las damas soñaban con ser la favorita de aquel galante taumaturgo...

X

Al fin, una noche presentó el marqués en Las Palmeras á Diego Villamor. Era el poeta un muchacho de aspecto simpático, de facciones finas y aniñadas, el pelo rubio, los ojos zarcos, la boca sonriente, mediana la estatura, tímida la expresión. Había en su figura cierta nativa elegancia; pero el busto algo encorvado y la mirada indecisa dábanle un aire de prematura vejez, de cansancio ó de tristeza.

Al penetrar en el salón una picante brisa de curiosidad agitó las ligeras cabecitas de las niñas veraneantes. Clara fué la única que le miró con ceño; las demás le brindaron protectoras sonrisas y placentera conversación.

Diego no se mostró muy comunicativo, y el lisonjero recibimiento que se le hacía pareció acrecentar su natural timidez y envolverle en un amago de inquietante torpeza. Con graciosa amabilidad salió la marquesa al encuentro de aquel malestar embarazoso, y tomando gentilmente el brazo del poeta, fuése á iniciarle en la amistad de las muchachas, contándole, con llaneza señoril, las menudas intrigas y bagatelas de aquel salón de verano.

La insinuante benevolencia de la dama no logró disipar la turbación del artista, y sólo cuando entre los grupos bullangueros columbró la delicada figura de María, sintióse Diego acompañado en la tertulia y guiado hacia un rostro amigo.

Juntos compartieron ambos jóvenes en el mismo valle natal las plácidas intimidades de la infancia, y, más tarde, al abrigo de una amistad serena, Diego le había regalado á María muchos ramos de rosas en las lindes del huerto, muchas rimas sinceras, improvisadas con ese arte primicial y balbuciente de la adolescencia, inculto y bravo perfume del corazón. Fué María su primera musa, la reveladora de sus primeras emociones, un delicado ensueño hecho carne y belleza de mujer. Ella había sonreído siempre sin coquetería ni complicidad al embeleso encendido en los ojos miopes del poeta; y ahora, en el ambiente frívolo de aquella sala abierta al mundo, también le sonrió, ingenua y bondadosa, como en los solitarios caminos de la aldea.

Logró Diego sentarse á su lado y ofrecerle, un poco anhelante, la rosa pequeña y linda que llevaba en el ojal.

—No es tan bonita como las de nuestro valle, ¿te acuerdas?—le dijo.

—Sí... allá arriba tú me las buscabas muy hermosas—respondió levemente la muchacha.

Pero en vano Diego perseguía los celestes ojos absortos en la rosa. La niña blanca, de casta belleza, la musa de los lejanos senderos, alzó sobre la florecilla sus pupilas acariciadoras para dejarlas caer sin cautela en la sugestión de otras audaces. Siguiendo el camino de aquella mirada, comprendió el poeta que á su amiga la estaba Gracián enamorando.

Y se sintió otra vez solo en la tertulia, extraño y triste en aquella sociedad ligera...

También Eva se hallaba sola en aquel instante. Con frecuencia, al lado suyo hacíase un vacío desdeñoso por parte de las muchachas, que no acababan de perdonarle su hermosura, ni el orgullo con que la ostentaba. María en aquellas ocasiones acudía bondadosa cerca de la bella desairada, sin que Eva mostrase agradecer semejante favor, ni ofenderse con las otras crueles displicencias. Bajo el escudo de su recia altivez sonreía como una esfinge; atenta sólo á sus planes de conquista, contemplaba en silencio el «campo de batalla», como un experto general, y era precisamente María el blanco de sus temores. Delante de la niña rubia, desplegaba Luis Galán sus más necias y petulantes sonrisas; quemaba Nenúfar el incienso de sus conceptuosos madrigales; modulaba su harmoniosa voz el «superhombre», y hasta la voz ronca del marquesito, al resonar junto á María, se apagaba dulcemente, como el suspiro de un violoncello.

Eva, despechada, conteníase á duras penas...; ¿iban á ser también para la «niña romántica» los obsequios de Villamor?...

Sin duda le nacieron inquietas alas á esta pregunta insidiosa, porque voló á lo largo del salón, posándose en los oídos de las señoritas veraneantes, y la alarma de esta sospecha llegó hasta la dueña de la casa que había puesto los ojos en Diego con la secreta intención de fraguar un desquite...

Por cierto que los ardientes ojos de la marquesa parecía que habían llorado...

Rosa, la doncellita gentil, le contó á Nenúfar aquella tarde que el señorito Gracián había discutido acaloradamente con la señora marquesa en un escondido rincón del parque...

XI

—Sé que es usted un gran poeta... y un hombre excesivamente modesto—decía Gracián, clavando sus ojos de águila en los tímidos ojos de Villamor.

Bajo la cruda sugestión de aquella mirada vaciló el poeta, respondiendo con voz insegura:

—Muchas gracias..., usted me favorece demasiado.

Sonrió Gracián, un poco burlón, y repuso con aire entre protector y desdeñoso:

—La modestia excesiva, la timidez, es cómo una niebla del talento. Audaces fortuna juvat. Los hombres, amigo mío, para cumplir una elevada misión, necesitamos hacernos duros y valerosos. No basta con tener talento, se necesita fuerza para imponerle. Todo gran pensamiento es agresivo, cortante, eficaz como una espada...

—¿Es usted poeta?—murmuró Diego, embelesado por las palabras sonoras de Gracián.

—Sí..., algo poeta..., pero un poeta de acción... Yo no hago poesía..., la vivo. Los viajes, los negocios, las realidades, son mis poemas... ¿Qué mejor estrofa que un pensamiento dominador que en un instante se hace dueño del mundo? Aborrezco la vida sedentaria, y le confieso á usted que no admiro esa poesía del surco, ocioso canto de cigarras en la pereza del verano... Ya que tiene usted talento y es poeta de verdad, abandone el rincón de su provincia, láncese al mundo, suelte esa timidez un tanto rústica de su persona y... algún día me dará las gracias por el consejo. Es usted muy joven..., según parece. Vaya usted por de pronto á Madrid, escriba para la Prensa y los teatros, busque usted el gran público, la popularidad, los halagos de la fortuna, las grandes emociones de la vida, el dinero y la gloria. Roto el hielo, consagrado el nombre, todo lo demás le será dado por añadidura.

La tertulia del marqués hallábase pendiente de los labios de Gracián. Aquella voz limpia y armoniosa, aquel tono de energía y suficiencia, capaces de vestir con brillantes galas los conceptos más falsos y vacíos, producían un efecto seguro en el frívolo auditorio. Estaba el marqués radiante; triste y conmovida la marquesa; entusiasmadas las niñas y hecho un puro caramelo el optimista López. María callaba pensativa; á su lado Eva ponía una sonrisa en el duro semblante, y Pizarro, el eterno disidente, repetía en un rincón:

—Palabras... palabras... palabras...

—Yo no sirvo para la lucha—decía Diego con ingenua sencillez—, mi mundo acaba tras de las tapias de mi huerto. No me seducen otras glorias... El amor y la poesía se reducen á un nido... ¿Por qué buscar tan lejos lo que está dentro del corazón?

Las humildes frases del poeta causaron una emoción extraña. Decíalas con voz fina y temblorosa; los ojos miopes brillaban con ardiente luz.

Gracián, un poco sorprendido, refutó victoriosamente las razones del vate, volcando sobre el trémulo mozo un aluvión de frases elocuentes, y mortificándole de paso con algunas ironías poco piadosas. Diego intentó responderle; mas la sugestión de aquellos ojos, clavados en él con fuerza, cortóle las alas del discurso, y calló al fin, balbuciendo torpes y débiles disculpas, azorado al descubrir en los rostros femeninos ciertas sonrisas mal disimuladas. Huyó á esconder su derrota en un rincón de la sala, donde fué acogido cordialmente por el gruñón de Pizarro.

El superhombre, luego de haber «inutilizado» á Villamor, según frase de Clarita Infante, paseó con regalo sus finezas conquistadoras por todas las damas de la tertulia, y decidióse por fin, con seriedad extraña, á enamorar á María.

Con sus saltitos de pájaro y sus atrevidas intromisiones, Teresita Vidal descubrió el galanteo. Unos comentarios maliciosos volaron como dardos por la estancia cuando el descubrimiento «se hizo público», y sólo Luisa Ramírez tuvo para esta noticia sensacional un franco gesto de indiferencia que rodó en las murmuraciones como rara nota de bondad.

Pero en estos rumores sibilantes, levantados á la sombra de habituales sonrisas, no había tanto despecho ni tanto furor como en el maligno silencio con que Eva acogió la certidumbre de que Gracián se constituía en pretendiente «oficial» de María Ensalmo.

Durante algunos días acarició Eva la esperanza de aquella singular conquista; en el flirteo galante de Gracián hubo para ella halagos y promesas, y atizada su vanidad, fomentada su ambición, vióse vencida de improviso por la mansa hermosura de aquella niña contemplativa y dulce.

Altanera y rabiosa—es porque tiene dote—había pensado.

La amargura del desengaño irreparable cinceló en su cara morena una mueca despreciativa, y fué un vaso henchido de cólera su corazón, mucho más combatido por los celos que el de la abandonada marquesa de Coronado...

En aquella tormenta de sus ilusiones, apremiada por los años y la vergonzante pobreza, Eva Guerrero miró frente á frente á Diego Villamor, aprovechando aquel instante en que el poeta, fácilmente vencido por Gracián, se sintió forastero y desorientado en la velada de Las Palmeras, sin más apoyo que la adusta cordialidad de Pizarro.

No era Diego un extraño para Eva; vecinos de la misma ciudad, conocíanse todo lo que el retraimiento del artista lo había consentido. Admirábala él siempre por hermosa; ella no le había prestado nunca gran atención por considerarle pobre, pero últimamente el nombre de Villamor había corrido por España con entusiasta elogio, y el triunfo de su reciente novela le abría dilatados horizontes. Se le auguraba un puesto eminente en el mundo literario, y esto ya no era grano de anís.