Novelistas Imprescindibles - Julio Verne - Julio Verne - E-Book

Novelistas Imprescindibles - Julio Verne E-Book

Julio Verne

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Beschreibung

Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables.Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Julio Verne que son Viaje al Centro de la Tierra y Cinco semanas en globo.Julio Verne es considerado por la crítica literaria como el inventor del género de ciencia ficción, habiendo hecho predicciones en sus libros sobre la aparición de nuevos avances científicos, como los submarinos, las máquinas voladoras y el viaje a la luna. Hasta hoy, Júlio Verne es uno de los escritores cuya obra ha sido más traducida a lo largo de la historia, con traducciones en 148 idiomas, según las estadísticas de la UNESCO, habiendo escrito más de 100 libros.Novelas seleccionadas para este libro:Viaje al Centro de la Tierra.Cinco semanas en globo.Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

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Tabla de Contenido

Title Page

El Autor

Viaje al Centro de la Tierra

Cinco semanas en globo

About the Publisher

El Autor

Julio Verne (nacido el 8 de febrero de 1828 en Nantes, Francia - murió el 24 de marzo de 1905 en Amiens), prolífico autor francés cuyos escritos sentaron gran parte de los cimientos de la ciencia ficción moderna.

El padre de Verne, con la intención de que Julio siguiera sus pasos como abogado, lo envió a París para estudiar derecho. Pero el joven Verne se enamoró de la literatura, especialmente del teatro. Escribió varias obras de teatro, trabajó como secretario del Teatro Lírico (1852-54) y publicó cuentos y ensayos científicos en la revista Musée des familles. En 1857 Verne se casó y durante varios años trabajó como corredor en la Bolsa de París. Durante este período continuó escribiendo, investigando en la Biblioteca Nacional y soñando con un nuevo tipo de novela que combinara el hecho científico con la ficción de aventuras. En septiembre de 1862 Verne conoció a Pierre-Jules Hetzel, quien aceptó publicar el primero de los Viajes Extraordinarios de Verne ("Extraordinary Journeys")-Cinq semaines en ballon (1863; Five Weeks in a Balloon). Inicialmente serializada en Le Magasin d'éducation et de récréation de Hetzel, la novela se convirtió en un best seller internacional, y Hetzel ofreció a Verne un contrato a largo plazo para producir muchas más obras de "ficción científica". Posteriormente, Verne dejó su trabajo en la bolsa de valores para convertirse en escritor a tiempo completo y comenzó lo que resultaría ser una colaboración autor-editorial de gran éxito que duró más de 40 años y dio lugar a más de 60 obras en la popular serie Voyages extraordinaires.

Las obras de Verne pueden dividirse en tres fases distintas. La primera, de 1862 a 1886, podría denominarse su período positivista. Después de que su distópica segunda novela Paris au XXe siècle (1994; París en el siglo XX) fuera rechazada por Hetzel en 1863, Verne aprendió la lección y durante más de dos decenios produjo muchas novelas de aventuras científicas de gran éxito, entre ellas Voyage au centre de la terre (1863, ampliada en 1867; Viaje al centro de la Tierra), De la terre à la lune (1865; De la Tierra a la Luna), Autour de la lune (1870; Alrededor de la Luna), Vingt mille lieues sous les mers (1870; Veinte mil leguas de viaje submarino), y Le Tour du monde en quatre-vingts jours (1873; La vuelta al mundo en ochenta días). Durante estos años Verne se instaló con su familia en Amiens y realizó un breve viaje a los Estados Unidos para visitar la ciudad de Nueva York y las cataratas del Niágara. Durante este período también compró varios yates y navegó a muchos países europeos, colaboró en adaptaciones teatrales de varias de sus novelas y ganó fama mundial y una modesta fortuna.

La segunda fase, desde 1886 hasta su muerte en 1905, podría considerarse el período pesimista de Verne. A lo largo de estos años el tono ideológico de sus Viajes Extraordinarios comenzó a cambiar. Cada vez más, Verne se alejó de los cuentos pro-ciencia de exploración y descubrimiento en favor de explorar los peligros de la tecnología forjada por científicos llenos de arrogancia en novelas como Sans dessus dessous (1889; Topsy-Turvy o La compra del Polo Norte), L'Île à hélice (1895; La isla flotante o La isla autopropulsada o La isla de la hélice), Face au drapeau (1896; Frente a la bandera o Por la bandera), y Maître du monde (1904; Maestro del mundo). Este cambio de enfoque también se produjo en paralelo a ciertas adversidades en la vida personal del autor: los crecientes problemas con su hijo rebelde, Michel; las dificultades financieras que le obligaron a vender su yate; las sucesivas muertes de su madre y de su mentor Hetzel; y el ataque de un sobrino con perturbación mental que le disparó en la parte inferior de la pierna, dejándolo parcialmente lisiado. Cuando Verne murió, dejó un cajón lleno de manuscritos casi terminados en su escritorio.

La tercera y última fase de la historia de Julio Verne, de 1905 a 1919, podría considerarse el período Verne fils, cuando sus obras póstumas fueron publicadas, después de haber sido sustancialmente renovadas por su hijo, Michel. Incluyeron Le Volcan d'or (1906; El volcán de oro), L'Agence Thompson y Co. (1907; La Agencia de Viajes Thompson), La Chasse au météore (1908; La caza del meteoro de oro), Le Pilote du Danube (1908; El Piloto del Danubio), Les Naufragés du Jonathan (1909; Los supervivientes del Jonathan), Le Secret de Wilhelm Storitz (1910; El Secreto de Wilhelm Storitz), Hier et demain (1910; Ayer y mañana, una colección de cuentos), y L'Étonnante aventure de la mission Barsac (1919; La misión Barsac). Comparando los manuscritos originales de Julio Verne con las versiones publicadas después de su muerte, los investigadores modernos descubrieron que Michel hizo mucho más que simplemente editarlos. En la mayoría de los casos los reescribió completamente, entre otros cambios, refundió las tramas, añadió personajes ficticios e hizo su estilo más melodramático. La reacción académica a estos descubrimientos ha sido variada. Algunos críticos condenan estas obras póstumas por estar contaminadas; otros las ven como una parte legítima de la colaboración de Verne père et fils. El debate continúa.

Con la muerte de Michel en 1925, el capítulo final de Julio Ve

Viaje al Centro de la Tierra

CAPÍTULO I

El domingo 24 de mayo de 1863, mi tío, el profesor Lidenbrock, regresó precipitadamente a su casa, situada en el número 19 de la König-strasse, una de las calles más antiguas del barrio viejo de Hamburgo.

Marta, su excelente criada, se azaró de un modo extraordinario, creyendo que se había retrasado, pues apenas si empezaba a cocer la comida en el hornillo.

«Bueno» pensé para mí, «si mi tío viene con hambre, se va a armar la de San Quintín porque dificulto que haya un hombre de menos paciencia».

—¡Tan temprano y ya está aquí el señor Lidenbrock! —exclamó la pobre Marta, llena de estupefacción, entreabriendo la puerta del comedor.

—Sí, Marta; pero tú no tienes la culpa de que la comida no esté lista todavía, porque aún no son las dos. Acaba de dar la media en San Miguel.

—¿Y por qué ha venido tan pronto el señor Lidenbrock?

—Él nos lo explicará, probablemente.

—¡Ahí viene! Yo me escapo. Señor Axel, hágale entrar en razón.

Y la excelente Marta se marchó presurosa a su laboratorio culinario, quedándome yo solo.

Pero, como mi carácter tímido no es el más a propósito para hacer entrar en razón al más irascible de todos los catedráticos, me disponía a retirarme prudentemente a la pequeña habitación del piso alto que me servía de dormitorio, cuando giró sobre sus goznes la puerta de la calle, crujió la escalera de madera bajo el peso de sus pies fenomenales, y el dueño de la casa atravesó el comedor, entrando presuroso en su despacho, colocando, al pasar, el pesado bastón en un rincón, arrojando el mal cepillado sombrero encima de la mesa, y diciéndome con tono imperioso:

—¡Ven, Axel!

No había tenido aún tiempo material de moverme, cuando me gritó el profesor con acento descompuesto:

—Pero, ¿qué haces que no estás aquí ya?

Y me precipité en el despacho de mi irascible maestro. Otto Lidenbrock no es mala persona, lo confieso ingenuamente; pero, como no cambie mucho, lo cual creo improbable, morirá siendo el más original e impaciente de los hombres.

Era profesor del Johannaeum, donde explicaba la cátedra de mineralogía, enfureciéndose, por regla general, una o dos veces en cada clase. Y no porque le preocupase el deseo de tener discípulos aplicados, ni el grado de atención que éstos prestasen a sus explicaciones, ni el éxito que como consecuencia de ella, pudiesen obtener en sus estudios; semejantes detalles le tenían sin cuidado. Enseñaba subjuntivamente, según una expresión de la filosofía alemana; enseñaba para él, y no para los otros. Era un sabio egoísta; un pozo de ciencia cuya polea rechinaba cuando de él se quería sacar algo. Era, en una palabra, un avaro.

En Alemania hay algunos profesores de este género.

Mi tío no gozaba, por desgracia, de una gran facilidad de palabra, por lo menos cuando se expresaba en público, lo cual, para un orador, constituye un defecto lamentable. En sus explicaciones en el Johannaeum, se detenía a lo mejor luchando con un recalcitrante vocablo que no quería salir de sus labios; con una de esas palabras que se resisten, se hinchan y acaban por ser expelidas bajo la forma de un taco, siendo éste el origen de su cólera.

Hay en mineralogía muchas denominaciones, semigriegas, semilatinas, difíciles de pronunciar; nombres rudos que desollarían los labios de un poeta. No quiero hablar oral de esta ciencia; lejos de mí profanación semejante. Pero cuando se trata de las cristalizaciones romboédricas, de las resinas retinasfálticas, de las selenitas, de las tungstitas, de los molibdatos de plomo, de los tunsatatos de magnesio y de los titanatos de circonio, bien se puede perdonar a la lengua más expedita que tropiece y se haga un lío.

En la ciudad era conocido de todos este bien disculpable defecto de mi tío, que muchos desahogados aprovechaban para burlarse de él, cosa que le exasperaba en extremo; y su furor era causa de que arreciasen las risas, lo cual es de muy mal gusto hasta en la misma Alemania. Y si bien es muy cierto que contaba siempre con gran número de oyentes en su aula, no lo es menos que la mayoría de ellos iban sólo a divertirse a costa del catedrático.

Como quiera que sea, no me cansaré de repetir que mi tío era un verdadero sabio. Aun cuando rompía muchas veces las muestras de minerales por tratarlos sin el debido cuidado, unía al genio del geólogo la perspicacia del mineralogista. Con el martillo, el punzón, la brújula, el soplete y el frasco de ácido nítrico en las manos, no tenía rival. Por su modo de romperse, su aspecto y su dureza, por su fusibilidad y sonido, por su olor y su sabor, clasificaba sin titubear un mineral cualquiera entre las seiscientas especies conque en la actualidad cuenta la ciencia.

Por eso el nombre de Lidenbrock gozaba de gran predicamento en los gimnasios y asociaciones nacionales. Humphry Davy, de Humboldt y los capitanes Franklin y Sabine no dejaban de visitarle a su paso por Hamburgo. Becquerel, Ebejmen, Brewster, Dumas y Milne-Edwards solían consultarle las cuestiones más palpitantes de la química. Esta ciencia le era deudora de magníficos descubrimientos, y, en 1853, había aparecido en Leipzig un Tratado de Cristalografía Trascendental, por el profesor Otto Lidenbrock, obra en folio, ilustrada con numerosos grabados, que no llegó, sin embargo, a cubrir los gastos de su impresión.

Además de lo dicho era mi tío conservador del museo mineralógico del señor Struve, embajador de Rusia, preciosa colección que gozaba de merecida y justa fama en Europa.

Tal era el personaje que con tanta impaciencia me llamaba. Imaginaos un hombre alto, delgado, con una salud de hierro y un aspecto juvenil que le hacía aparentar diez años menos de los cincuenta que contaba. Sus grandes ojos giraban sin cesar detrás de sus amplias gafas; su larga y afilada nariz parecía una lámina de acero; los que le perseguían con sus burlas decían que estaba imanada y que atraía las limaduras de hierro. Calumnia vil, sin embargo, pues sólo atraía al tabaco, aunque en gran abundancia, dicho sea en honor de la verdad.

Cuando haya dicho que mi tío caminaba a pasos matemáticamente iguales, que medía cada uno media toesa de longitud, y añadido que siempre lo hacía con los puños sólidamente apretados, señal de su impetuoso carácter, lo conocerá lo bastante el lector para no desear su compañía.

Vivía en su modesta casita de König-strasse, en cuya construcción entraban por partes iguales la madera y el ladrillo, y que daba a uno de esos canales tortuosos que cruzan el barrio más antiguo de Hamburgo, felizmente respetado por el incendio de 1842.

Cierto que la tal casa estaba un poco inclinada y amenazaba con su vientre a los transeúntes; que tenía el techo caído sobre la oreja, como las gorras de los estudiantes de Tugendbund; que la verticalidad de sus líneas no era lo más perfecta; pero se mantenía firme gracias a un olmo secular y vigoroso en que se apoyaba la fachada, y que al cubrirse de hojas, llegada la primavera, la remozaba con un alegre verdor.

Mi tío, para profesor alemán, no dejaba de ser rico. La casa y cuanto encerraba, eran de su propiedad. En ella compartíamos con él la vida su ahijada Graüben, una joven curlandesa de diecisiete años de edad, la criada Marta y yo, que, en mi doble calidad de huérfano y sobrino, le ayudaba a preparar sus experimentos.

Confieso que me dediqué con gran entusiasmo a las ciencias mineralógicas; por mis venas circulaba sangre de mineralogista y no me aburría jamás en compañía de mis valiosos pedruscos.

En resumen, que vivía feliz en la casita de la König-strasse, a pesar del carácter impaciente de su propietario porque éste, independientemente de sus maneras brutales, me profesaba gran afecto. Pero su gran impaciencia no le permitía aguardar, y trataba de caminar más aprisa que la misma naturaleza.

En abril, cuando plantaba en los potes de loza de su salón pies de reseda o de convólvulos, iba todas las mañanas a tirarles de las hojas para acelerar su crecimiento.

Con tan original personaje, no tenía más remedio que obedecer ciegamente; y por eso acudía presuroso a su despacho.

––––––––

CAPÍTULO II

Era éste un verdadero museo. Todos los ejemplares del reino mineral se hallaban rotulados en él y ordenados del modo más perfecto, con arreglo a las tres grandes divisiones que los clasifican en inflamables, metálicos y litoideos.

¡Cuán familiares me eran aquellas chucherías de la ciencia mineralógica! ¡Cuántas veces, en vez de irme a jugar con los muchachos de mi edad, me había entretenido en quitar el polvo a aquellos grafitos, y antracitas, y hullas, y lignitos y turbas! ¡Y los betunes, y resinas, y sales orgánicas que era preciso preservar del menor átomo de polvo! ¡Y aquellos metales, desde el hierro hasta el oro, cuyo valor relativo desaparecía ante la igualdad absoluta de los ejemplares científicos! ¡Y todos aquellos pedruscos que hubiesen bastado para reconstruir la casa de la König-strasse, hasta con una buena habitación suplementaria en la que me habría yo instalado con toda comodidad!

Pero cuando entré en el despacho, estaba bien ajeno de pensar en nada de esto; mi tío solo absorbía mi mente por completo. Se hallaba arrellanado en su gran butacón, forrado de terciopelo de Utrecht, y tenía entre sus manos un libro que contemplaba con profunda admiración.

—¡Qué libro! ¡Qué libro! —repetía sin cesar.

Estas exclamaciones me recordaron que el profesor Lidenbrock era también bibliómano en sus momentos de ocio; si bien no había ningún libro que tuviese valor para él como no fuese inhallable o, al menos, ilegible.

—¿No ves? —me dijo—, ¿no ves? Es un inestimable tesoro que he hallado esta mañana registrando la tienda del judío Hevelius.

—¡Magnífico! —exclamé yo, con entusiasmo fingido.

En efecto, ¿a qué tanto entusiasmo por un viejo libro en cuarto, cuyas tapas y lomo parecían forrados de grosero cordobán, y de cuyas amarillentas hojas pendía un descolorido registro?

Sin embargo, no cesaban las admirativas exclamaciones del enjuto profesor.

—Vamos a ver —decía, preguntándose y respondiéndose a sí mismo—, ¿es un buen ejemplar? ¡Sí, magnífico! ¡Y qué encuadernación! ¿Se abre con facilidad? ¡Sí, permanece abierto por cualquier página que se le deje! Pero, ¿se cierra bien? ¡Sí, porque las cubiertas y las hojas forman un todo bien unido, sin separarse ni abrirse por ninguna parte! ¡Y este lomo que se mantiene ileso después de setecientos años de existencia! ¡Ah! ¡He aquí una encuadernación capaz de envanecer a Bozerian, a Closs y aun hasta al mismo Purgold!

Al expresarse de esta suerte, abría y cerraba mi tío el feo y repugnante libraco; y yo, por pura fórmula, pues no me interesaba lo más mínimo:

—¿Cuál es el título de ese maravilloso volumen? —le pregunté con un entusiasmo demasiado exagerado para que no fuese fingido.

—¡Esta obra —respondió mi tío animándose— es el Heimskringla, de Snorri Sturluson, el famoso autor islandés del siglo XII! ¡Es la crónica de los príncipes noruegos que reinaron en Islandia!

—¡De veras! —exclamé yo, afectando un gran asombro—; ¿será, sin duda, alguna traducción alemana?

—¡Una traducción! —respondió el profesor indignado—. ¿Y qué habría de hacer yo con una traducción? ¡Para traducciones estamos! Es la obra original, en islandés, ese magnífico idioma, sencillo y rico a la vez, que autoriza las más variadas combinaciones gramaticales y numerosas modificaciones de palabras.

—Como el alemán —insinué yo con acierto.

—Sí —respondió mi tío, encogiéndose de hombros—; pero con la diferencia de que la lengua islandesa admite, como el griego, los tres géneros y declina los nombres propios como el latín.

—¡Ah! —exclamé yo con la curiosidad un tanto estimulada—, ¿y es bella la impresión?

—¡Impresión! ¿Pero cómo se te ocurre hablar de impresión, desdichado Axel? ¡Bueno fuera! ¿Pero es que crees por ventura que se trata de un libro impreso? Se trata de un manuscrito, ignorante, ¡y de un manuscrito rúnico nada menos!

—¿Rúnico?

—¡Sí! ¿Vas a decirme ahora que te explique lo que es esto?

—Me guardaría bien de ello —repliqué, con el acento de un hombre ofendido en su amor propio.

Pero, quieras que no, me enseñó mi tío cosas que no me interesaban lo más mínimo.

—Las runas —prosigue— eran unos caracteres de escritura usada en otro tiempo en Islandia, y, según la tradición, fueron inventados por el mismo Odín. Pero, ¿qué haces, impío, que no admiras estos caracteres salidos de la mente excelsa de un dios?

Sin saber qué responder, iba ya a prosternarme, género de respuesta que debe agradar a los dioses tanto como a los reyes, porque tiene la ventaja de no ponerles en el compromiso de tener que replicar, cuando un incidente imprevisto vino a dar a la conversación otro giro.

Fue éste la aparición de un pergamino grasiento que, deslizándose de entre las hojas del libro, cayó al suelo.

Mi tío se apresuró a recogerlo con indecible avidez. Un antiguo documento, encerrado tal vez desde tiempo inmemorial dentro de un libro viejo, no podía menos de tener para él un elevadísimo valor.

—¿Qué es esto? —exclamó emocionado.

Y al mismo tiempo desplegaba cuidadosamente sobre la mesa un trozo de pergamino de unas cinco pulgadas de largo por tres de ancho, en el que había trazados, en líneas transversales, unos caracteres mágicos.

He aquí su facsímile exacto. Quiero dar a conocer al lector tan extravagantes signos, por haber sido ellos los que impulsaron al profesor Lidenbrock y a su sobrino a emprender la expedición más extraña del siglo XIX:

El profesor examinó atentamente, durante algunos instantes, esta serie de garabatos, y al fin dijo quitándose las gafas:

—Estos caracteres son rúnicos, no me cabe duda alguna; son exactamente iguales a los del manuscrito de Snorri Sturluson. Pero... ¿qué significan?

Como las runas me parecían una invención de los sabios para embaucar a los ignorantes, no sentí que no lo entendiese mi tío. Así, al menos, me lo hizo suponer el temblor de sus dedos que comenzó a agitar de una manera convulsa.

—Sin embargo, es islandés antiguo —murmuraba entre dientes.

El profesor Lidenbrock tenía más razón que nadie para saberlo; porque, si bien no poseía correctamente las dos mil lenguas y los cuatro mil dialectos que se hablan en la superficie del globo. Hablaba muchos de ellos y pasaba por ser un verdadero políglota.

Al dar con esta dificultad, iba a dejarse llevar de su carácter violento, y ya veía yo venir una escena desagradable, cuando dieron las dos en el reloj de la chimenea.

En aquel mismo momento, abrió Marta la puerta del despacho, diciendo:

—La sopa está servida.

—¡El diablo cargue con la sopa —exclamó furibundo mi tío—, y con la que la ha hecho y con los que se la coman!

Marta se marchó asustada; yo salí detrás de ella, y, sin explicarme cómo, me encontré sentado a la mesa, en mi sitio de costumbre.

Esperé algunos instantes sin que el profesor viniera. Era la primera vez, que yo sepa, que faltaba a la solemnidad de la comida. ¡Y qué comida, Dios mío! Sopas de perejil, tortilla de jamón con acederas y nuez moscada, solomillo de ternera con compota de ciruelas, y, de postre, langostinos en dulce, y todo abundantemente regado con exquisito vino del Mosa.

He aquí la apetitosa comida que se perdió mi tío por un viejo papelucho. Yo, a fuer de buen sobrino, me creí en el deber de comer por los dos, y me atraqué de un modo asombroso.

—¡No he visto en los días de mi vida una cosa semejante! —decía la buena Marta, mientras me servía la comida. ¡Es la primera vez que el señor Lidenbrock falta a la mesa!

—No se concibe, en efecto.

—Esto parece presagio de un grave acontecimiento —añadió la vieja criada, sacudiendo sentenciosamente la cabeza.

Pero, a mi modo de ver, aquello lo que presagiaba era un escándalo horrible que iba a promover mi tío tan pronto se percatase de que había devorado su ración.

Me estaba yo comiendo el último langostino, cuando una voz estentórea me hizo volver a la realidad de la vida, y, de un salto, me trasladé del comedor al despacho.

––––––––

CAPÍTULO III

—Se trata sin duda alguna de un escrito numérico decía el profesor, frunciendo el entrecejo. Pero existe un secreto que tengo que descubrir, porque de lo contrario...

Un gesto de iracundia terminó su pensamiento.

—Siéntate ahí, y escribe —añadió indicándome la mesa con el puño.

Obedecí con presteza.

—Ahora voy a dictarte las letras de nuestro alfabeto que corresponden a cada uno de estos caracteres islandeses. Veremos lo que resulta. ¡Pero, por los clavos de Cristo, cuida de no equivocarte!

Él empezó a dictarme y yo a escribir las letras, unas a continuación de las otras, formando todas juntas la incomprensible sucesión de palabras siguientes:

mm.rnlls esreuel seecJde

sgtssmf unteief niedrke

kt,samn atrateS Saodrrn

erntnael nuaect rrilSa

Atvaar.nxcrc ieaabs

Ccdrmi eeutul frantu

dt,iac oseibo kediiY

Una vez terminado este trabajo me arrebató vivamente mi tío el papel que acababa de escribir, y lo examinó atentamente durante bastante tiempo.

—¿Qué quiere decir esto? —repetía maquinalmente.

No era yo ciertamente quien hubiera podido explicárselo, pero esta pregunta no iba dirigida a mí, y por eso prosiguió sin detenerse:

—Esto es lo que se llama un criptograma, en el cual el sentido se halla oculto bajo letras alteradas de intento, y que, combinadas de un modo conveniente, formarían una frase inteligible. ¡Y pensar que estos caracteres ocultan tal vez la explicación, o la indicación, cuando menos, de un gran descubrimiento!

En mi concepto, aquello nada ocultaba; pero me guardé muy bien de exteriorizar mi opinión.

El profesor tomó entonces el libro y el pergamino, y lo comparó uno con otro.

—Estos dos manuscritos no están hechos por la misma mano —dijo—; el criptograma es posterior al libro, tengo de ello la evidencia. En efecto, la primera letra es una doble M que en vano buscaríamos en el libro de Sturluson, porque no fue incorporada al alfabeto islandés hasta el siglo XIV. Por consiguiente, entre el documento y el libro median por la parte más corta dos siglos.

Esto me pareció muy lógico; no trataré de ocultarlo.

—Me inclino, pues, a pensar —prosiguió mi tío—, que alguno de los poseedores de este libro trazó los misteriosos caracteres. Pero, ¿quién demonios sería? ¿No habría escrito su nombre en algún sitio?

Mi tío se levantó las gafas, tomó una poderosa lente y pasó minuciosa revista a las primeras páginas del libro. Al dorso de la segunda, que hacía de anteportada, descubrió una especie de mancha, que parecía un borrón de tinta; pero, examinada de cerca, se distinguían en ella algunos caracteres borrosos. Mi tío comprendió que allí estaba la clave del secreto, y ayudado de su lente, trabajó con tesón hasta que logró distinguir los caracteres únicos que a continuación transcribo, los cuales leyó de corrido:

—¡Arne Saknussemm! —gritó en son de triunfo— ¡es un nombre! ¡Un nombre irlandés, por más señas! ¡El de un sabio del siglo XVI! ¡Él de un alquimista célebre!

Miré a mi tío con cierta admiración.

—Estos alquimistas —prosiguió—, Avicena, Bacán, Lulio, Paracelso, eran los verdaderos, los únicos sabios de su época. Hicieron descubrimientos realmente asombrosos. ¿Quién nos dice que este Saknussemm no ha ocultado bajo este ininteligible criptograma alguna sorprendente invención? Tengo la seguridad de que así es.

Y la viva imaginación del catedrático se exaltó ante esta idea.

—Sin duda —me atreví a responder—; pero, ¿qué interés podía tener este sabio en ocultar de ese modo su maravilloso descubrimiento?

—¿Qué interés? ¿Lo sé yo acaso? ¿No hizo Galileo otro tanto cuando descubrió a Saturno? Pero no tardaremos en saberlo, pues no he de darme reposo, ni he de ingerir alimento, ni he de cerrar los párpados en tanto no arranque el secreto que encierra este documento.

«Dios nos asista» —pensé para mi capote.

—Ni tú tampoco, Axel —añadió.

—Menos mal —pensé yo—, que he comido ración doble.

—Y además —prosiguió mi tío—, es preciso averiguar en qué lengua está escrito el jeroglífico. Esto no será difícil.

Al oír estas palabras, levanté vivamente la cabeza. Mi tío prosiguió su soliloquio.

—No hay nada más sencillo. Contiene este documento ciento treinta y dos letras, de las cuales, 53 son vocales, y 79, consonantes. Ahora bien, esta es la proporción que, poco más o menos, se observa en las palabras de las lenguas meridionales, en tanto que los idiomas del Norte son infinitamente más ricos en consonantes. Se trata, pues, de una lengua meridional.

La conclusión no podía ser más justa y atinada.

—Pero, ¿cuál es esta lengua?

Aquí era donde yo esperaba ver vacilar a mi sabio, a pesar de reconocer que era un profundo analizador.

—Saknussemm era un hombre instruido —prosiguió—, y, al no escribir en su lengua nativa, es de suponer que eligiera preferentemente el idioma que estaba en boga entre los espíritus cultos del siglo XVI, es decir, el latín. Si me engaño, recurriré al español, al francés, al italiano, al griego o al hebreo. Pero los sabios del siglo mentado escribían, por lo general, en latín. Puedo, pues, con fundamento, asegurar a priori que esto está escrito en latín.

Yo di un salto en la silla. Mis recuerdos de latinista se sublevaron contra la suposición de que aquella serie de palabras estrambóticas pudiesen pertenecer a la dulce lengua de Virgilio.

—Sí, latín —prosiguió mi tío—; pero un latín confuso.

«Enhorabuena» pensé; «si logras ponerlo en claro, te acreditarás de listo».

—Examinémoslo bien —añadió, cogiendo nuevamente la hoja que yo había escrito—. He aquí una serie de ciento treinta y dos letras que ante nuestros ojos se presentan en un aparente desorden. Hay palabras como la primera, mm.rnlls, en que sólo entran consonantes; otras, por el contrario, en que abundan las vocales: la quinta, por ejemplo, unteief o la penúltima, oseibo. Evidentemente, esta disposición no ha sido combinada, sino que resulta matemáticamente de la razón desconocida que ha presidido la sucesión de las letras. Me parece indudable que la frase primitiva fue escrita regularmente, y alterada después con arreglo a una ley que es preciso descubrir. El que poseyera la clave de este enigma lo leería de corrido. Pero, ¿cuál es esta clave, Axel? ¿La tienes por ventura?

Nada contesté a esta pregunta, por una sencilla razón, mis ojos se hallaban fijos en un adorable retrato colgado de la pared: el retrato de Graüben. La pupila de mi tío se encontraba a la sazón en Altona, en casa de un pariente suyo, y su ausencia me tenía muy triste; porque, ahora ya puedo confesarlo, la bella curlandesa y el sobrino del catedrático se amaban con toda la paciencia y toda la flema alemanas. Nos habíamos dado palabra de casamiento sin que se enterase mi tío, demasiado geólogo para comprender semejantes sentimientos. Era Graüben una encantadora muchacha, rubia, de ojos azules, de carácter algo grave y espíritu algo serio; mas no por eso me amaba menos. Por lo que a mí respecta, la adoraba, si es que este verbo existe en lengua tudesca. La imagen de mi linda curlandesa se transportó en un momento del mundo de las realidades a la región de los recuerdos y ensueños.

Volvía a ver a la fiel compañera de mis tareas y placeres; a la que todos los días me ayudaba a ordenar los pedruscos de mi tío, y los rotulaba conmigo. Graüben era muy entendida en materia de mineralogía, y le gustaba profundizar las más arduas cuestiones de la ciencia. ¡Cuán dulces horas habíamos pasado estudiando los dos juntos, y con cuánta frecuencia había envidiado la suerte de aquellos insensibles minerales que acariciaba ella con sus delicadas manos!

En las horas de descanso, salíamos los dos de paseo por las frondosas alamedas del Alster, y nos íbamos al antiguo molino alquitranado que tan buen efecto produce en la extremidad del lago. Caminábamos cogidos de la mano, refiriéndole yo historietas que provocaban su risa, y llegábamos de este modo hasta las orillas del Elba; y, después de despedirnos de los cisnes que nadaban entre los grandes nenúfares blancos, volvíamos en un vaporcito al desembarcadero.

Aquí había llegado en mis sueños, cuando mi tío, descargando sobre la mesa un terrible puñetazo, me volvió a la realidad de una manera violenta.

—Veamos —dijo—: la primera idea que a cualquiera se le debe ocurrir para descifrar las letras de una frase, se me antoja que debe ser el escribir verticalmente las palabras.

—No va descaminado —pensé yo.

—Es preciso ver el efecto que se obtiene de este procedimiento. Axel, escribe en ese papel una frase cualquiera; pero, en vez de disponer las letras unas a continuación de otras, colócalas de arriba abajo, agrupadas de modo que formen cuatro o cinco columnas verticales.

Comprendí su intención y escribí inmediatamente:

T o b í a ü

e r e s G b

a o l i r e

d, l m a n

—Bien —dijo el profesor, sin leer lo que yo había escrito—; dispón ahora esas palabras en una línea horizontal. Obedecí y obtuve la frase siguiente:

Tobíaü eresGb aolire d,lman

—¡Perfectamente! —exclamó mi tío, arrebatándome el papel de las manos—; este escrito ya ha adquirido la fisonomía del viejo documento; las vocales se encuentran agrupadas, lo mismo que las consonantes, en el mayor desorden; hay hasta una mayúscula y una coma en medio de las palabras, exactamente igual que en el pergamino de Saknussemm.

Debo de confesar que estas observaciones me parecieron en extremo ingeniosas.

—Ahora bien —prosiguió mi tío, dirigiéndose a mí directamente—, para leer la frase que acabas de escribir y que yo desconozco, me bastará tomar sucesivamente la primera letra de cada palabra, después la segunda, enseguida la tercera, y así sucesivamente.

Y mi tío, con gran sorpresa suya, y sobre todo mía, leyó:

Te adoro, bellísima Graüben.

—¿Qué significa esto? —exclamó el profesor.

Sin darme cuenta de ello, había cometido la imperdonable torpeza de escribir una frase tan comprometedora.

—¡Conque amas a Graüben! ¿eh? —prosiguió mi tío con acento de verdadero tutor.

—Sí... No... —balbucí desconcertado.

—¡De manera que amas a Graüben! —prosiguió maquinalmente—. Bueno, dejemos esto ahora y apliquemos mi procedimiento al documento en cuestión.

—Abismado nuevamente mi tío en su absorbente contemplación, olvidó de momento mis imprudentes palabras. Y digo imprudentes, porque la cabeza del sabio no podía comprender las cosas del corazón. Pero, afortunadamente, la cuestión del documento absorbió por completo su espíritu.

En el instante de realizar su experimento decisivo, los ojos del profesor Lidenbrock lanzaban chispas a través de sus gafas; sus dedos temblaban al coger otra vez el viejo pergamino; estaba emocionado de veras. Por último, tosió fuertemente, y con voz grave y solemne, nombrando una tras otra la primera letra de cada palabra, a continuación la segunda, y así todas las demás, me dictó la serie siguiente:

mmessunkaSenrA.icefdoK.segnittamurtn

ecertswrrette, rotaivxadua,ednecsedsadne

IacartniiiluJsitatracSarbmutabiledmeili

MeretarcsilucoYsleffenSnl

Confieso que, al terminar, me hallaba emocionado. Aquellas letras, pronunciadas una a una, no tenían ningún sentido, y esperé a que el profesor dejase escapar de sus labios alguna pomposa frase latina.

Pero, ¡quién lo hubiera dicho! Un violento puñetazo hizo vacilar la mesa; saltó la tinta y la pluma se me cayó de las manos.

—Esto no puede ser —exclamó mi tío, frenético—; ¡esto no tiene sentido común!

Y, atravesando el despacho como un proyectil y bajando la escalera lo mismo que un alud, se engolfó en la König-strasse, y huyó a todo correr.

––––––––

CAPÍTULO IV

—¿Se ha marchado? —preguntó Marta, acudiendo presurosa al oír el ruido del portazo que hizo retemblar la casa.

—Sí —respondí—, se ha marchado.

—¿Y su comida?

—No comerá hoy en casa.

—¿Y su cena?

—No cenará tampoco.

—¿Qué me dice usted, señor Axel?

—No, Marta: ni él ni nosotros volveremos a comer. Mi tío Lidenbrock ha resuelto ponernos a dieta hasta que haya descifrado un antiguo pergamino, lleno de garrapatas, que, a mi modo de ver, es del todo indescifrable.

—¡Pobres de nosotros, entonces! ¡Vamos a perecer de inanición!

No me atreví a confesarle que, dada la testarudez de mi tío, esa era, en efecto, la suerte que a todos nos esperaba.

La crédula sirvienta, regresó a su cocina sollozando.

Cuando me quedé solo, se me ocurrió la idea de írselo a contar todo a Graüben; mas, ¿cómo salir de casa? ¿Y si mi tío volvía y me llamaba, con objeto de reanudar aquel trabajo logogrífico capaz de volver loco al viejo Egipto? ¿Qué sucedería si yo no le contestaba?

Me pareció lo más prudente quedarme. Precisamente, daba la casualidad de que un mineralogista de Besanzón acababa de remitirnos una colección de geodas silíceas que era preciso clasificar. Puse manos a la obra, y escogí, rotulé y coloqué en su vitrina todas aquellas piedras huecas en cuyo interior se agitaban pequeños cristales.

Pero en lo que menos pensaba era en lo que estaba haciendo: el viejo documento no se apartaba de mi mente. La cabeza me daba vueltas y me sentía sobrecogido por una vaga inquietud. Presentía una inminente catástrofe.

Al cabo de una hora, las geodas estaban colocadas en su debido orden, y me dejé caer sobre la butaca de terciopelo de Utrecht, con los brazos colgando y la cabeza apoyada en el respaldo. Encendí mi larga pipa de espuma, que representaba una náyade voluptuosamente recostada, y me entretuve después en observar cómo el humo iba ennegreciendo mi ninfa de un modo paulatino. De vez en cuando escuchaba para cerciorarme de si se oían pasos en la escalera, siempre con resultado negativo. ¿Dónde estaría mi tío? Me lo imaginaba corriendo bajo los frondosos árboles de la calzada de Altona, gesticulando, golpeando las tapias con su pesado bastón, pisoteando las hierbas, decapitando los cardos a interrumpiendo el reposo de las solitarias cigüeñas.

¿Volvería victorioso o derrotado? ¿Triunfaría del secreto o sería éste más poderoso que él?

Y mientras me dirigía a mí mismo estas preguntas, cogí maquinalmente la hoja de papel en la cual se hallaba escrita la incomprensible serie de letras trazadas por mi mano, diciéndome varias veces:

—¿Qué significa esto?

Traté de agrupar las letras de manera que formasen palabras; pero en vano. Era inútil reunirlas de dos, de tres, de cinco o de seis: de ninguna manera resultaban inteligibles. Sin embargo, noté que las letras decimocuarta, decimoquinta y decimosexta formaban la palabra inglesa ice, y las vigesimocuarta, vigésimo quinta y vigesimosexta la voz sir perteneciente al mismo idioma. Por último, en el cuerpo del documento y en las líneas segunda y tercera, leí también las palabras latinas rota, mutabile, ira, nec y atra.

¡Demonio! —pensé entonces—. Estas últimas palabras parecen dar la razón a mi tío acerca de la lengua en que está redactado el documento. Además, en la cuarta línea veo también la voz luco que quiere decir bosque sagrado. Sin embargo, en la tercera se lee la palabra tabiled, de estructura perfectamente hebrea, y en la última mer, arc y mere que son netamente francesas.

¡Aquello era para volverse loco! ¡Cuatro idiomas diversos en una frase absurda! ¿Qué relación podía existir entre las palabras hielo, señor, cólera, cruel, bosque sagrado, mudable, madre, arco y mar? Sólo la primera y la última podían coordinarse fácilmente, pues nada tenía de extraño que en un documento redactado en Islandia se hablase de un mar de hielo. Pero esto no bastaba, ni con mucho, para comprender el criptograma.

Luchaba, pues, contra una dificultad insuperable; mi cerebro echaba fuego, mi vista se obscurecía de tanto mirar el papel; las ciento treinta y dos letras parecían revolotear en torno mío como esas lágrimas de plata que vemos moverse en el aire alrededor de nuestra cabeza cuando se nos agolpa en ella la sangre.

Era víctima de una especie de alucinación; me asfixiaba; sentía necesidad de aire puro. Instintivamente, me abaniqué con la hoja de papel, cuyo anverso y reverso se presentaban de este modo alternativamente a mi vista.

Júzguese mi sorpresa cuando, en una de estas rápidas vueltas, en el momento de quedar el reverso ante mis ojos, creí ver aparecer palabras perfectamente latinas, como craterem y terrestre entre otras.

Súbitamente se hizo la claridad en mi espíritu: acababa de descubrir la clave del enigma. Para leer el documento no era ni siquiera preciso mirarlo al trasluz con hoja vuelta del revés. No. Podía leerse de corrido tal como me había sido dictado. Todas las ingeniosas suposiciones del profesor se realizaban; había acertado la disposición de las letras y la lengua en que estaba redactado el documento. Había faltado poco para que mi tío pudiese leer de cabo a rabo aquella frase latina, y este poco me lo acababa de revelar a mí la casualidad.

No es difícil imaginar mi emoción. Mis ojos se turbaron y no podía servirme de ellos. Extendí la hoja de papel sobre la mesa y sólo me faltaba fijar la mirada en ella para poseer el secreto.

Por fin logré calmar mi agitación. Resolví dar dos vueltas alrededor de la estancia para apaciguar mis nervios, y me arrellané después en el amplio butacón.

«Leamos» me dije enseguida, después de haber hecho una buena provisión de aire en mis pulmones.

Me incliné sobre la mesa, puse un dedo sucesivamente sobre cada letra, y, sin titubear, sin detenerme un momento, pronuncié en alta voz la frase entera. ¡Qué inmensa estupefacción y terror se apoderaron de mí! Quedé al principio como herido por un rayo. ¡Cómo! ¡Lo que yo acababa de leer se había efectuado! Un hombre había tenido la suficiente audacia para penetrar...

—¡Ah! —exclamé dando un brinco—; no, no; ¡mi tío jamás lo sabrá! ¡No faltaría más sino que tuviese noticia de semejante viaje! Enseguida querría repetirlo sin que nadie lograse detenerlo. Un geólogo tan exaltado, partiría a pesar de todas las dificultades y obstáculos, llevándome consigo, y no regresaríamos jamás; ¡pero jamás!

Me encontraba en un estado de sobreexcitación indescriptible.

—No, no; eso no será —dije con energía—; y, puesto que puedo impedir que semejante idea se le ocurra a mi tirano, lo evitaré a todo trance. Dando vueltas a este documento, podría acontecer que descubriese la clave de una manera casual. ¡Destruyámoslo!

Quedaban en la chimenea aún rescoldos, y, apoderándome con mano febril no sólo de la hoja de papel, sino también del pergamino de Saknussemm, iba ya a arrojarlo todo al fuego y a destruir de esta suerte tan peligroso secreto, cuando se abrió la puerta del despacho y apareció mi tío en el umbral.

––––––––

CAPÍTULO V

Apenas me dio tiempo de dejar otra vez sobre la mesa el mal hallado documento.

El profesor Lidenbrock parecía en extremo preocupado. Su pensamiento dominante no le abandonaba un momento. Había evidentemente escudriñado y analizado el asunto poniendo en juego, durante su paseo, todos los recursos de su imaginación, y volvía dispuesto a ensayar alguna combinación nueva.

En efecto, se sentó en su butaca y, con la pluma en la mano, empezó a escribir ciertas fórmulas que recordaban los cálculos algebraicos.

Yo seguía con la mirada su mano temblorosa, sin perder ni uno solo de sus movimientos. ¿Qué resultado imprevisto iba a producirse de pronto? Me estremecía sin razón, porque una vez encontrada la verdadera, la única combinación, todas las investigaciones debían forzosamente resultar infructuosas.

Trabajó durante tres horas largas sin hablar, sin levantar la cabeza, borrando, volviendo a escribir, raspando, comenzando de nuevo mil veces.

Bien sabía yo que, si lograba coordinar estas letras de suerte que ocupasen todas las posiciones relativas posibles, acabaría por encontrar la frase. Pero no ignoraba tampoco que con sólo veinte letras se pueden formar dos quinquillones, cuatrocientos treinta y dos cuatrillones, novecientos dos trillones, ocho mil ciento setenta y seis millones, seiscientas cuarenta mil combinaciones.

Ahora bien, como el documento constaba de ciento treinta y dos letras, y el número que expresa el de frases distintas compuesta de ciento treinta y tres letras, tiene, por la parte más corta, ciento treinta y tres cifras, cantidad que no puede enunciarse ni aun concebirse siquiera, tenía la seguridad de que, por este método, no resolvería el problema.

Entretanto, el tiempo pasaba, la noche se echó encima y cesaron los ruidos de la calle; mas mi tío, abismado por completo en su tarea, no veía ni entendía absolutamente nada, ni aun siquiera a la buena Marta que entreabrió la puerta y dijo:

—¿Cenará esta noche el señor?

Marta tuvo que marcharse sin obtener ninguna respuesta. Por lo que respecta a mí, después de resistir durante mucho tiempo, me sentí acometido por un sueño invencible, y me dormí en un extremo del sofá, mientras mi tío proseguía sus complicados cálculos.

Cuando me desperté al día siguiente, el infatigable peón trabajaba todavía. Sus ojos enrojecidos, su tez pálida, sus cabellos desordenados por sus dedos febriles, sus pómulos amoratados delataban bien a las claras la lucha desesperada que contra lo imposible había sostenido, y las fatigas de espíritu y la contención cerebral que, durante muchas horas, había experimentado.

Si he de decir la verdad, me inspiró compasión. A pesar de los numerosos motivos de queja que creía tener contra él, me sentí conmovido. Se hallaba el infeliz tan absorbido por su idea, que ni de encolerizarse se acordaba. Todas sus fuerzas vivas se hallaban reconcentradas en un solo punto, y como no hallaban salida por su evacuatorio ordinario, era muy de temer que su extraordinaria tensión le hiciese estallar de un momento a otro.

Yo podía con un solo gesto aflojar el férreo tornillo que le comprimía el cráneo. Una sola palabra habría bastado, ¡y no quise pronunciarla!

Hallándome dotado de un corazón bondadoso, ¿por qué callaba en tales circunstancias? Callaba en su propio interés.

«No, no» repetía en mi interior; «no hablaré». Le conozco muy bien: se empeñaría en repetir la excursión sin que nada ni nadie pudiese detenerle. Posee una imaginación ardorosa, y, por hacer lo que otros geólogos no han hecho, sería capaz de arriesgar su propia vida. Callaré, por consiguiente; guardaré eternamente el secreto de que la casualidad me ha hecho dueño; revelárselo a él sería ocasionarle la muerte. Que lo adivine si puede; no quiero el día de mañana tener que reprocharme el haber sido causa de su perdición.

Una vez adoptada esta resolución, aguardé cruzado de brazos. Pero no había contado con un incidente que hubo de sobrevenir algunas horas después.

Cuando Marta trató de salir de casa para trasladarse al mercado, encontró la puerta cerrada y la llave no estaba en la cerradura. ¿Quién la había quitado?; evidentemente mi tío al regresar de su precipitada excursión.

¿Lo había hecho por descuido o con deliberada intención? ¿Quería someternos a los rigores del hambre? Esto me parecía un poco fuerte. ¿Por qué razón habíamos de ser Marta y yo víctimas de una situación que no habíamos creado? Entonces me acordé de un precedente que me llenó de terror. Algunos años atrás, en la época en que trabajaba mi tío en su gran clasificación mineralógica, permaneció sin comer cuarenta y ocho horas y toda su familia tuvo que soportar esta dieta científica. Me acuerdo que en aquella ocasión sufrí dolores de estómago que nada tenían de agradables para un joven dotado de un devorador apetito.

Me pareció que nos íbamos a quedar sin almuerzo, como la noche anterior nos habíamos quedado sin cena. Sin embargo, me armé de valor y resolví no ceder ante las exigencias del hambre. Marta, en cambio, se lo tomó muy en serio y se desesperaba la pobre. Por lo que a mí respecta, la imposibilidad de salir de casa me preocupaba mucho más que la falta de comida, por razones que el lector adivinará fácilmente.

Mi tío trabajaba sin cesar; su imaginación se perdía en un dédalo de combinaciones. Vivía fuera del mundo y verdaderamente apartado de las necesidades terrenas.

A eso del mediodía, el hambre me aguijoneó seriamente. Marta, como quien no quiere la cosa, había devorado la víspera las provisiones encerradas en la despensa; no quedaba, pues, nada en casa. Sin embargo, el pundonor me hizo aceptar la situación sin protestas.

Por fin sonaron las dos. Aquello se iba haciendo ridículamente intolerable, y empecé a abrir los ojos a la realidad. Pensé que yo exageraba la importancia del documento; que mi tío no le daría crédito: que sólo vería en él una farsa; que, en el caso más desfavorable, lograríamos detenerle a su pesar; y, en fin, que era posible diese él mismo con la clave del enigma, resultando en este caso infructuosos los sacrificios que suponía mi abstinencia.

Estas razones, que con indignación hubiera rechazado la víspera, me parecieron entonces excelentes; llegué hasta juzgar un absurdo el haber aguardado tanto tiempo, y resolví decir cuanto sabía.

Andaba, pues, buscando la manera de entablar conversación, cuando se levantó el catedrático, se caló su sombrero y se dispuso a salir.

¡Horror! ¡Marcharse de casa y dejarnos encerrados en ella...! ¡Eso nunca!

—Tío —le dije de pronto.

Pero él pareció no haberme oído.

—Tío Lidenbrock —repetí, levantando la voz.

—¿Eh? —respondió él como el que se despierta de súbito.

—¿Qué tenemos de la llave?

—¿Qué llave? ¿La de la puerta?

—No, no; la del documento.

El profesor me miró por encima de las gafas y debió observar sin duda algo extraño en mi fisonomía, pues me asió enérgicamente del brazo, y, sin poder hablar, me interrogó con la mirada.

Sin embargo, jamás pregunta alguna fue formulada en el mundo de un modo tan expresivo.

Yo movía la cabeza de arriba abajo.

Él sacudía la suya con una especie de conmiseración, cual si estuviese hablando con un desequilibrado.

Yo entonces hice un gesto más afirmativo aún.

Sus ojos brillaron con extraordinario fulgor y adoptó una actitud agresiva.

Este mudo diálogo, en aquellas circunstancias, hubiera interesado al más indiferente espectador.

Si he de ser franco, no me atrevía a hablar, temeroso de que mi tío me ahogase entre sus brazos en los primeros transportes de júbilo. Pero me apremió de tal modo, que tuve que responderle.

—Sí —le dije—, esa clave... la casualidad ha querido...

—¿Qué dices? —exclamó con indescriptible emoción.

—Tome —le dije, alargándole la hoja de papel por mí escrita—; lea usted.

—Pero esto no quiere decir nada —respondió él, estrujando con rabia el papel entre sus dedos.

—Nada, en efecto, si se empieza a leer por el principio; pero si se comienza por el fin...

No había terminado la frase, cuando el profesor lanzó un grito... ¿Qué digo un grito? ¡Un rugido! Una revelación acababa de hacerse en su cerebro. Estaba transfigurado.

—¡Ah, ingenioso Saknussemm! —exclamó—; ¿conque habías escrito tu frase al revés?

Y cogiendo la hoja de papel, leyó todo el documento, con la vista turbada y la voz enronquecida de emoción, subiendo desde la última letra hasta la primera.

Se hallaba concebido en estos términos:

In Sneffels Yoculis craterem kem delibat

umbra Scartaris Julii intra calendas descende,

audax viator, el terrestre centrum attinges.

Kod feci. Arne Saknussemm.

Lo cual, se podía traducir así:

Desciende al cráter del Yocul de Sneffels que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de Julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la tierra, como he llegado yo.

Arne Saknussemm.

Al leer esto, pegó mi tío un salto, cual si hubiese recibido de improviso la descarga de una botella de Leyden. La audacia, la alegría y la convicción le daban un aspecto magnífico. Iba y venía precipitadamente; se oprimía la cabeza entre las manos; echaba a rodar las sillas; amontonaba los libros: tiraba por alto, aunque en él parezca increíble, sus inestimables geodas: repartía a diestro y siniestro patadas y puñetazos. Por fin, se calmaron sus nervios, y, agotadas sus energías, se desplomó en la butaca.

—¿Qué hora es? —me preguntó, después de unos instantes de silencio.

—Las tres —le respondí.

—¡Las tres! ¡Qué atrocidad! Estoy desfallecido de hambre. Vamos a comer ahora mismo. Después...

—¿Después qué...?

—Después me prepararás mi equipaje.

—¿Su equipaje? —exclamé.

—Sí; y el tuyo también —respondió el despiadado catedrático, entrando en el comedor.

––––––––

CAPÍTULO VI

Al escuchar estas palabras, un terrible escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Me contuve, sin embargo, y resolví ponerle buena cara. Sólo argumentos científicos podrían detener al profesor Lidenbrock, y había muchos y muy poderosos que oponer a semejante viaje. ¡Ir al centro de la tierra! ¡Qué locura! Pero me reservé mi dialéctica para el momento oportuno, y eso me ocupó toda la comida.

No hay para qué decir las imprecaciones de mi tío al encontrarse la mesa completamente vacía. Pero, una vez explicada la causa, devolvió la libertad a Marta, la cual corrió presurosa al mercado y desplegó tal actividad y diligencia que, una hora más tarde, mi apetito se hallaba satisfecho y me di exacta cuenta de la situación.

Durante la comida, dio muestras el profesor de cierta jovialidad, permitiéndose esos chistes de sabio, que no encierran peligro jamás; y, terminados los postres, me hizo señas para que le siguiese a su despacho.

Yo obedecí sin chistar.

Se sentó él a un extremo de su mesa de escritorio y yo al otro.

—Axel —me dijo, con una amabilidad muy poco frecuente en él— eres un muchacho ingenioso: me has prestado un servicio excelente cuando, cansado ya de luchar contra lo imposible, iba a darme por vencido. No lo olvidaré jamás y participarás de la gloria que vamos a conquistar.

«Bien» pensé; «se halla de buen humor: éste es el momento oportuno para discutir esta gloria».

—Ante todo —prosiguió mi tío—, te recomiendo el más absoluto secreto, ¿me entiendes? No faltan envidiosos en el mundo de los sabios, y hay muchos que quisieran emprender este viaje, del cual, hasta nuestro regreso no tendrán noticia alguna.

—¿Cree usted —le dije— que es tan grande el número de los audaces?

—¡Ya lo creo! ¿Quién vacilaría en conquistar una fama semejante? Si este documento llegara a conocerse, un ejército entero de geólogos se precipitaría en pos de las huellas de Arne Saknussemm.

—No opino yo lo mismo, tío, pues nada prueba la autenticidad de ese documento.

—¡Qué dices! Pues, ¿y el libro en que lo hemos encontrado?

—¡Bien! no niego que el mismo Saknussemm pueda haber escrito esas líneas; pero, ¿hemos de creer por eso que él en persona haya realizado el viaje? ¿No puede ser ese viejo pergamino una superchería?

Me arrepentí, ya tarde, de haber aventurado esta última palabra; frunció el profesor su poblado entrecejo, y creí que había malogrado el éxito que esperaba obtener de aquella conversación. No fue así, por fortuna. Se esbozó una especie de sonrisa en sus delgados labios, y me respondió:

—Eso ya lo veremos.

—Bien —dije algo molesto—; pero permítame formular una serie de objeciones relativas a ese documento.

—Habla, hijo mío, no me opongo. Te permito que expongas tu opinión con entera libertad. Ya no eres mi sobrino, sino un colega. Habla, pues.

—Ante todo, le agradeceré que me diga qué quieren decir ese Yocul, ese Sneffels y ese Scartars, de los que nunca oí hablar en los días de mi vida.

—Pues, nada más sencillo. Precisamente recibí, no hace mucho, una carta de mi amigo Paterman, de Leipzig, que no ha podido llegar en fecha más oportuna. Ve, y coge el tercer atlas del segundo estante de la librería grande, serie Z, tabla 4.

Me levanté, y, gracias a la gran precisión de sus indicaciones, di con el atlas enseguida. Lo abrió mi tío y dijo:

—He aquí el mapa de Handerson, uno de los mejores de Islandia, el cual creo que nos va a resolver todas las dificultades.

Yo me incliné sobre el mapa.

—Fíjate en esta isla llena toda de volcanes —me dijo el profesor—, y observa que todos llevan el nombre de Yocul, palabra que significa en islandés ventisquero. Debido a la elevada latitud que ocupa Islandia, la mayoría de las erupciones se verifican a través de las capas de hielo, siendo ésta la causa de que se aplique el nombre de Yocul a todos los montes ignívomos de la isla.

—Conforme —respondí yo—, mas, ¿qué significa Sneffels?

Creí que a esta pregunta no sabría qué responderme mi tío; pero me equivoqué de medio a medio, pues me dijo:

—Sígueme por la costa occidental de la isla. ¿Ves su capital, Reykiavik? Bien; pues remonta los innumerables fiordos de estas costas escarpadas por el mar, y detente un momento debajo del grado 75 de latitud. ¿Qué ves?

—Una especie de península que semeja un hueso pelado y termina en una rótula enorme.

—La comparación es exacta, hijo mío; y ahora, dime, ¿no ves nada sobre era rótula?

—Veo un monte que parece surgir del mar.

—Pues ese es el Sneffels.

—¿El Sneffels?

—Sí, una montaña de 5.000 pies de elevación. Una de las más notables de la isla, y, a buen seguro, la más célebre del mundo entero, si su cráter conduce al centro del globo.

—Pero eso es imposible —exclamé, encogiéndome de hombros y rebelándome contra semejante hipótesis.

—¡Imposible! ¿Y por qué? —replicó con tono severo el profesor Lidenbrock.

—Porque ese cráter debe estar evidentemente obstruido por las lavas y las rocas candentes, y, por tanto...

—¿Y si se trata de un cráter apagado?

—¿Apagado?

—Sí. El número de los volcanes en actividad que hay en la superficie del globo no pasa en la actualidad de trescientos: pero existe una cantidad mucho mayor de volcanes apagados. El Sneffels figura entre estos últimos, y no hay noticia en los fastos de la historia de que haya experimentado más que una sola erupción: la de 1219. A partir de esta fecha, sus rumores se han ido extinguiendo gradualmente, y ha dejado de figurar entre los volcanes activos.

Ante estas afirmaciones no supe qué objetar, y traté de basar mis argumentos en las otras obscuridades que contenía el escrito.

—¿Qué significa era palabra Seartaris —le pregunté—, y, qué tiene que ver todo eso con las calendas de julio?

Tras algunos momentos de reflexión, que fueron para mí un rayo de esperanza, me respondió en estos términos:

—Lo que tú llamas obscuridad resulta para mí luz, pues me demuestra el ingenio desplegado por Saknussemm para precisar su descubrimiento. El Sneffels está formado por varios cráteres, y era preciso indicar cuál de ellos era el que conducía al centro de la tierra. Y, ¿qué hizo el sabio islandés? Advirtió que en las proximidades de las calendas de julio, es decir, en los últimos días del mes de junio, uno de los picos de la montaña, el Scartaris, proyectaba su sombra hasta la abertura del cráter en cuestión, y consignó en el documento este hecho. ¿Es posible imaginar una indicación más exacta? Una vez que lleguemos a la cumbre del Sneffels, ¿podemos titubear acerca del camino a seguir teniendo esta advertencia presente?

Decididamente mi tío había respondido a todo. Me convencí de que no había posibilidad de atacarle en lo referente a las palabras del antiguo pergamino. Cesé, pues de seguirle por este lado: mas, como era preciso convencerle a toda costa, pasé a hacerle otras objeciones de carácter científico, en mi concepto, más graves.

—Bien —dije— tengo que convenir en que la frase de Saknussemm es perfectamente clara y no puede dejar duda alguna al espíritu. Estoy conforme también en que el documento tiene todos los caracteres de una autenticidad perfecta. Ese sabio bajó al fondo del Sneffels, vio la sombra del Scartaris acariciar los bordes del cráter antes de las calendas de julio y le enseñaron las leyendas de su tiempo que aquel cráter conducía al centro del globo: hasta aquí, estamos conformes; pero admitir que él en persona fue al centro de la tierra y que volvió de allá sano y salvo, eso no; ¡mil veces no!

—¿Y en qué fundas tu negativa? —dijo mi tío, con un tono singularmente burlón.

—En que todas las teorías de la ciencia demuestran que la empresa es impracticable del todo.

—¿Todas las teorías dicen eso? —replicó el profesor, haciéndose el inocente—. ¡Ah, pícaras teorías! ¡Cuánto van a darnos que hacer!

Aun comprendiendo que se burlaba de mí, proseguí:

—Es un hecho por todos admitido que la temperatura aumenta un grado por cada setenta pies que se desciende en la corteza terrestre; y admitiendo que este aumento sea constante, y siendo de 1.500 leguas la longitud del radio de la tierra, claro es que se disfruta en su centro de una temperatura de dos millones de grados. Así, pues, las materias que existen en el interior de nuestro planeta se encuentran en estado gaseoso incandescente, porque los metales, el oro, el platino, las rocas más duras, no resisten semejante calor. ¿No tengo, pues, derecho a afirmar que es imposible penetrar en un medio semejante?

—¿De modo, Axel, que es el calor lo que a ti te infunde respeto?

—Sin ningún género de duda. Con sólo descender a una profundidad de diez leguas, habríamos llegado al límite de la corteza terrestre, porque ya la temperatura sería allí superior a 300°.

—¿Es que temes liquidarte?

—Mi terror no es infundado —le contesté algo mohíno.

—Te digo —replicó el profesor, adoptando su aire magistral de costumbre—, que ni tú ni nadie sabe de manera cierta lo que ocurre dentro de nuestro globo, ya que apenas se conoce la docemilésima parte de su radio. La ciencia es eminentemente susceptible de perfeccionamiento y cada teoría es a cada momento obstruida por otra teoría nueva. ¿No se creyó, hasta que demostró Fourier lo contrario, que la temperatura de los espacios interplanetarios decrecía sin cesar, y no se sabe hoy que las temperaturas inferiores de las regiones etéreas nunca descienden de cuarenta o cincuenta grados bajo cero? ¿Y por qué no ha de suceder otro tanto con el calor interior? ¿Por qué, a partir de cierta profundidad, no ha de alcanzar un límite insuperable, en lugar de elevarse hasta el grado de fusión de los más refractarios minerales?

Como mi tío colocaba la cuestión en un terreno hipotético, nada podía responderle.

—Pues bien —prosiguió—, te diré que verdaderos sabios, entre los que se encuentra Poisson, han demostrado que si existiese en el interior de la tierra una temperatura de dos millones de grados, los gases de ignición, procedentes de las substancias fundidas, adquirirían una tensión tal que la corteza terrestre no podría soportarla y estallaría como una caldera bajo la presión del vapor.

—Eso, tío, no pasa de ser una opinión de Poisson.

—Concedido; pero es que opinan también otros distinguidos geólogos que el interior de la tierra no se halla formado de gases, ni de agua, ni de las rocas más pesadas que conocemos, porque, en este caso, el peso de nuestro planeta sería dos veces menor.

—¡Oh! por medio de guarismos es bien fácil demostrar todo lo que se desea.

—¿Y no ocurre lo mismo con los hechos, hijo mío? ¿No es un hecho probado que el número de volcanes ha disminuido considerablemente desde el principio del mundo? ¿Y no es esto una prueba de que el calor central, si es que existe, tiende a debilitarse por días?

—Si sigue usted engolfándose en el mar de las hipótesis, huelga toda discusión.

—Y has de saber que de mi opinión participan los hombres más competentes. ¿Te acuerdas de una visita que me hizo el célebre químico inglés Humfredo Davy, en 1825?

—¿Cómo me he de acordar, si vine al mundo diecinueve años después?

—Pues bien, Humfredo Davy vino a verme a su paso por Hamburgo, y discutimos largo tiempo, entre otras muchas cuestiones, la hipótesis de que el interior de la tierra se hallase en estado líquido, quedando los dos de acuerdo en que esto no era posible, por una razón que la ciencia no ha podido jamás refutar.

—¿Y qué razón es esa?

—Que esa masa líquida se hallaría expuesta, lo mismo que los océanos, a la atracción de la luna produciéndose, por tanto, dos marcas interiores diarias que, levantando la corteza terrestre, originaría terremotos periódicos.

—Sin embargo, es evidente que la superficie del globo ha sufrido una combustión, y cabe, por lo tanto, suponer que la corteza exterior se ha ido enfriando, refugiándose el calor en el centro de la tierra.

—Eso es un claro error —dijo mi tío—; el calor de la tierra no reconoce otro origen que la combustión de su superficie. Se hallaba ésta formada de una gran cantidad de metales, tales como el potasio y el sodio, que tienen la propiedad de inflamarse al solo contacto del aire y del agua; estos metales ardieron cuando los vapores atmosféricos se precipitaron sobre ellos en forma de lluvia, y, poco a poco, a medida que penetraban las aguas por las hendeduras de la corteza terrestre, fueron determinando nuevos incendios, acompañados de explosiones y erupciones. He aquí la causa de que fuesen tan numerosos los volcanes en los primeros días del mundo.

—¡Es ingeniosa la hipótesis! —hube de exclamar sin querer.