Novia de invierno - Lynne Graham - E-Book
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Novia de invierno E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Angie siempre había amado a Leo Demetrios, pero él simplemente la deseaba. Después de todo, ella no era más que la hija del mayordomo. Durante dos años, Angie mantuvo en secreto el fruto de aquel fin de semana de pasión, pero se vio obligada a pasar las navidades con Leo. ¿Cómo podía seguir ocultándole que Jake era su hijo? Leo parecía convencido de que Angie era una seductora, una mentirosa y una ladrona. ¿Por qué iba a creerla si le decía que era el padre de Jake?

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Seitenzahl: 226

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1997 Lynne Graham

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Novia de invierno, n.º 1232 - enero 2016

Título original: The Winter Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8032-0

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

UN aumento...? ¿De verdad me estás pidiendo un aumento? –preguntó Claudia mirando atónita a la joven–. Creo que somos más que generosos contigo. Te damos un salario, pensión y alimentación completa, ¡y recuerda que sois dos!

Angie se sintió tremendamente avergonzada ante aquella respuesta, pero insistió:

–Pero trabajo seis días a la semana, y además también hago de niñera por las noches...

–No puedo ni siquiera creer que estemos teniendo esta conversación –contraatacó Claudia, roja de ira–. Te ocupas de los trabajos de la casa y cuidas de los niños. ¿Por qué no ibas a cuidarlos? De todos modos, tienes que cuidar de Jake por las noches... no esperarás que te paguemos un extra por eso, ¿no? No sé cómo puedes ser tan desagradecida después de todo lo que hemos hecho por ti...

–Es que me cuesta mucho llegar a fin de mes –la interrumpió Angie humillada.

–¿Sí?, pues no entiendo qué haces con el dinero –replicó su jefa secamente–. Lo que sí sé es que mi marido, George, se va a quedar de piedra cuando le cuente cuáles son tus exigencias.

–No son exigencias –contraatacó Angie tensa–, son peticiones.

–Pues petición denegada –contestó Claudia airada, caminando resuelta hacia la puerta de la cocina–. Estoy muy enfadada y muy decepcionada contigo, Angie. Aquí tienes un trabajo muy bueno. ¡Dios, ojalá alguien me pagara a mí por quedarme en casa y llenar el lavavajillas! Os tratamos, a Jake y a ti, como si fuerais de la familia, te cuidamos cuando estabas embarazada... y te diré una cosa: ¡ninguno de nuestros amigos habría considerado siquiera la posibilidad de meter en casa a una niñera embarazada y soltera!

Angie no respondió, no había nada más que decir. No quería arriesgarse a que Claudia estallara y la echara. Ninguna niñera trabajaba la cantidad de horas que trabajaba Angie aunque, en realidad, no era solo una niñera, por mucho que Claudia insistiera en ello. Había entrado en casa de los Dickson como niñera aceptando una miseria en lugar de un salario digno, pero sus horas de trabajo habían ido en aumento hasta convertirse también en sirvienta. En aquel momento se había sentido tan agradecida de tener un techo bajo el que cobijarse que no había puesto ninguna objeción.

Lo cierto era que, cuando había estado embarazada, había sido muy inocente. En aquel momento, los Dickson habían sido para ella como una parada de autobús: Angie había creído que, en cuanto tuviera al niño, podría encontrar un trabajo mejor. Sin embargo, poco a poco, aquella idea había ido desvaneciéndose al comprender el dinero que costaba mantener a un niño y, más aún, lo que costaba alquilar una casa en una ciudad tan cara como Londres. No había tenido elección.

–No se hable más –murmuró Claudia graciosamente desde el umbral de la puerta, consciente de que quien calla otorga–. ¿No crees que deberías ir metiendo a los niños en el baño? Son más de las seis y media, y están armando un buen alboroto.

Eran más de las ocho cuando Angie consiguió por fin meter a los niños en la cama. George y Claudia habían salido a cenar hacía tiempo. Sophia, de seis años, y Benedict y Oscar, los gemelos de cuatro años, eran niños encantadores, ricos en juguetes y pobres en cariño y atención por parte de sus padres. George era juez, y nunca estaba en casa, y Claudia era una mujer de negocios que pocas veces abandonaba la oficina antes de las siete.

Tenían una casa espaciosa, bonitamente amueblada, un Porsche y un Range Rover, pero Claudia era tan tacaña, que había ordenado instalar un contador de gas en la habitación de Angie, sobre el garaje. El dormitorio no disponía de calefacción central y, en origen, había sido un trastero, así que hacía un frío helador.

Angie arropó bien a su hijo, tratando de que asomara solo la coronilla de cabellos negros rizados, cuando sonó el timbre de la puerta. Salió al pasillo y corrió escaleras abajo a abrir antes de que el timbre despertara a Sophia, que tenía un sueño muy ligero. Se retiró un mechón de cabello rubio platino del rostro y presionó el intercomunicador.

–¿Quién es?

–¿Angie...?

Angie dio un paso atrás, alarmada. Sedosa, sexy, aquella voz ronca tenía cierto acento griego. Hacía más de dos años que no escuchaba aquella voz, y reconocerlo la llenó de pánico. El timbre volvió a sonar, impaciente.

–¡Por favor, no llames así... vas a despertar a los niños! –exclamó por el intercomunicador.

–Angie... abre la puerta –ordenó Leo.

–No... no puedo... no me está permitido abrir por las noches, cuando estoy sola –musitó ella, diciendo la verdad–. No sé qué quieres de mí ni cómo me has encontrado, pero me da igual. ¡Vete de aquí!

Leo presionó otra vez el timbre con insistencia. Angie, de mal humor, se apresuró al porche, corrió las cortinas, y abrió.

–Gracias –respondió Leo con frialdad.

Atónita ante su sola presencia, Angie abrió la boca. El pulso le latía furiosamente.

–No puedes entrar...

–No seas ridícula –contestó él arqueando una ceja.

Angie miró involuntariamente sus ojos, del color de una noche tormentosa, y se estremeció ante la respuesta de su cuerpo. Era Leo Demetrios en persona: de pie, delante de la puerta de los Dickson, con su metro noventa de estatura y su aire de sofisticación y devastadora masculinidad. La chaqueta de etiqueta destacaba sus anchos hombros, y los pantalones de confección impecable acentuaban las estrechas caderas y las largas, larguísimas piernas. Cada línea de sus bellos y exquisitos rasgos expresaba confianza en sí mismo, y sus cabellos eran negros, espesos y brillantes. Angie no podía creer que fuera real, que estuviera de verdad delante de ella.

–No puedes entrar –repitió restregándose las manos sudorosas en la pernera de los vaqueros.

–Angie... tengo sed –musitó Sophia medio dormida, desde las escaleras.

Angie se dio la vuelta sobresaltada y corrió al pasillo escasamente iluminado.

–Vuelve a la cama, yo te llevaré un vaso de agua.

Leo entró en el vestíbulo y cerró la puerta. Angie se volvió hacia él y lo miró con ojos suplicantes, pero no dijo nada. No quería desvelar y alertar a la niña de la presencia de un extraño en casa. Se mordió el labio llena de frustración y corrió a la cocina por un vaso de agua, que subió al dormitorio. Claudia y George habían salido a tomar una cena rápida, y podían estar de vuelta en cualquier momento. Se enfadarían si veían que había dejado pasar a un extraño.

Confusa, acostó a Sophia y se apresuró a bajar de nuevo las escaleras. Leo seguía de pie en el vestíbulo. No le hubiera extrañado encontrarlo sentado en uno de los sofás de piel del salón. La gente extendía alfombras cuando pasaba Leo, jamás lo dejaban de pie en el vestíbulo o delante de la puerta. Su imperio electrónico, de éxito internacional, generaba una enorme riqueza que le confería un poder y una influencia inmensas en el ámbito de los negocios.

Angie captó la mirada desinhibida de Leo, que escrutaba su esbelta figura, y vaciló en el último escalón. Sus espectaculares ojos negros la observaban provocativamente, recorrriendo desde sus generosos pechos hasta los ojos. Angie se quedó sin aliento, se detuvo en seco. Su corazón latía tan aprisa y estaba tan sofocada, que sentía mareos.

–No te retendré mucho tiempo –le informó Leo con una sonrisa.

–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó Angie con un susurro, tratando de recobrarse de aquel instante de aturdimiento–. ¿Has venido por mi padre?, ¿está enfermo?

–No, que yo sepa Brown está perfectamente bien –contestó Leo frunciendo el ceño.

Angie se ruborizó. Comprendía perfectamente el desconcierto momentáneo de Leo. Sin duda, el infierno se helaría antes de que Leo Demetrios hiciera de chico de los recados de uno de los sirvientes de su abuelo. Rebelándose momentáneamente contra las rígidas reglas de Claudia, Angie abrió la puerta del salón y lo invitó a pasar.

–Podemos hablar aquí –dijo tensa, tratando de fingir que todo era normal.

Sin embargo, con Jake arriba, durmiendo, y Leo abajo, comportándose como un cortés y frío extraño, era imposible. Quizá Leo tuviera miedo de que ella volviera a echarse en sus brazos, pensó horrorizada. Angie bajó el rostro ruborizado, pero los humillantes recuerdos siguieron acudiendo a su mente como misiles que encontraran fácilmente su objetivo.

Había vivido obsesionada con Leo durante más años de los que deseaba recordar, y no había sido precisamente una de esas adolescentes que se sientan a soñar esperando a que ocurra el milagro. A los diecinueve años, ya había tramado todo un plan para conquistarlo, y había roto todas las reglas con el único objetivo de pescarlo. Había olvidado quién era él y quién ella. Y, finalmente, había conseguido lo que buscaba: Leo se había lanzado sobre ella tan deprisa y con tanta pasión, que la cabeza le había dado vueltas y más vueltas.

El silencio se hizo tenso. Nerviosa, Angie levantó la cabeza y vio a Leo observándola. Estaba atrapada sin remedio, tenía el pulso acelerado, sudaba. Angie se pasó una mano por los largos cabellos que caían en torno a su rostro y se los apartó de la cara. Los ojos de Leo siguieron de cerca aquel movimiento en cascada de cabellos brillantes. Las pestañas negras velaban su mirada penetrante. De nuevo los labios de Leo parecieron endurecerse y ponerse tensos.

–¿Cómo has descubierto dónde vivía? –se apresuró Angie a preguntar al comprender que el silencio se hacía insoportable.

–Mi abuelo me pidió que te buscara...

–¿Wallace? –inquirió ella frunciendo el ceño incrédula.

–He venido únicamente a ofrecerte su invitación –continuó Leo con sencillez–. Wallace quiere que vayas a pasar la Navidad con él.

–¿La Navidad? –repitió Angie confusa.

–Quiere conocer a su bisnieto.

Aquel último y sorprendente anuncio dejó a Angie con la boca abierta. Sus rodillas parecieron fallar, de modo que se sentó en un sillón. ¿Leo sabía que tenía un hijo? Jamás habría supuesto que Wallace Neville quisiera compartir aquel secreto con su nieto.

¿Wallace quería conocer a Jake? Dos años atrás, la había exhortado a deshacerse del bebé. La noticia de que la hija del mayordomo estaba embarazada de uno de sus nietos lo había enfurecido. Aquel caballero flemático al que lo aterrorizaba el escándalo había tratado por todos los medios de facilitarle la huida de Deveraux Court.

–Los viejos sienten que van a morir –explicó Leo con una mirada indescifrable, fija sobre ella–. Y, francamente, de lo que se muere es de curiosidad. Es evidente que si te humillas agradecida ante él eso redundará en tu propio provecho.

–¿Humillarme? –repitió Angie airada.

–Conozco el trato que hiciste con Wallace, Angie. Conozco toda la historia –alegó Leo severo.

–No sé de qué estás hablando –contestó Angie incrédula, tensa.

–Sabes muy bien de qué estoy hablando –contraatacó Leo–. Los robos, Angie –se apresuró Leo a recordarle–. Wallace te pilló con las manos en la masa, confesaste.

Angie levantó la vista. La angustia y el resentimiento eran evidentes en la expresión de su rostro.

–¡Me prometió que jamás se lo diría a nadie!

Angie deseaba morirse allí mismo. Wallace le había prometido mantenerlo en secreto y, más que nada, Angie deseaba ocultárselo a Leo. No podía soportar la idea de que él pensara que era una ladrona, que había robado pequeños objetos de arte de Deveraux Court, donde vivían y trabajaban su padre y su madrastra.

–Después de tu partida, no volvió a desaparecer nada, y eso resulta bastante significativo. Wallace tenía pocas esperanzas de mantener en secreto la identidad del culpable.

–Así que entonces mi padre debe saberlo también –musitó ella mortificada.

–Yo jamás he hablado de ese tema con él –replicó Leo tenso.

Jamás había sufrido humillación más amarga en su vida. Angie bajó los ojos y observó los zapatos italianos de piel de Leo. Odiaba a Leo por creer y aceptar sin más que ella era una ladrona. ¿Era ésa la razón por la que se había referido a Jake como si el niño no tuviera nada que ver con él? ¿Tan ofensiva le resultaba su falta de honestidad, que se sentía incapaz de reconocerla como a la madre de su hijo?, se preguntó Angie rabiosa. Wallace quería conocer a su bisnieto. ¿Acaso él no tenía el menor interés de conocer al niño? Angie era incapaz de pensar con claridad, nada de lo que oía tenía el menor sentido para ella.

–Quiero que te marches –contestó Angie temblorosa–. No te he pedido que vengas.

–Esa respuesta es completamente irracional, estoy convencido de que pronto cambiarás de opinión –aseguró Leo–. Wallace habría llamado a la policía de no haberle contado que estabas embarazada. Tuviste suerte de escapar sin una condena judicial. Esos robos tuvieron lugar durante un largo período de tiempo, no fueron el resultado de una tentación repentina.

Angie cerró los ojos brevemente. Cuando, en el calor del momento, había confesado una culpa que no había cometido, lo había hecho creyendo así proteger a alguien a quien amaba y pensando que, en todo caso, no tenía ya nada que perder. Después de todo, había perdido a Leo y había aceptado abandonar Deveraux Court antes de que su estado se hiciera patente. Tras el rechazo de Leo, se había sentido desolada, y era excesivamente orgullosa como para presentarse ante él y contarle cuáles eran las consecuencias de su fin de semana de pasión.

–Wallace está dispuesto a olvidar el pasado por el bien de tu hijo –continuó Leo.

–Mi hijo tiene un nombre... se llama Jake –contestó Angie.

–Sería una estupidez, en tu posición, hacer caso omiso de la oferta de paz. Estoy convencido de que Wallace está dispuesto a mantenerte.

–No quiero nada de ninguno de vosotros –contestó Angie profundamente ruborizada y disgustada, levantando la vista–. Pero me gustaría saber por qué Wallace cree de pronto que es su deber ofrecerme dinero.

–Es obvio que se debe a que su nieto, Drew, ha dejado de lado su deber de manteneros al niño y a ti –contestó Leo con ojos duros como diamantes, sosteniendo la mirada de Angie en una franca y dura colisión.

Angie se quedó helada. ¿Por qué iba a ser deber de Drew mantenerlos a ella y a Jake? De pronto comprendió, pero todo aquello no logró sino confundirla aún más. Era evidente que Leo creía que Drew, su primo, era el padre de Jake, pero, ¿por qué?

Angie estaba encendida de ira. Saber de dónde se había sacado Leo esa idea era lo de menos. Estaba demasiado enfadada por la opinión que Leo debía de tener sobre su moral. De modo que Leo la veía como una ladrona y una buscona. Al fin y al cabo, solo una joven promiscua habría mantenido relaciones íntimas con los dos nietos de Wallace en cuestión de tres meses. Leo parecía feliz de creer que ella se había acostado con su primo inmediatamente después de acostarse con él, y más contento aún de pensar que el niño era de su primo.

–Angie, no he venido aquí a discutir contigo ni a hablar de temas personales que, francamente, no tienen ninguna relación conmigo –explicó Leo en tono de reproche–. Te he traído la invitación de Wallace, pero no tengo tiempo para altercados... Tengo una cita, y llego tarde.

Por una décima de segundo, Angie sintió como si la hubiera acuchillado. ¿Una cita? ¿De modo que el apenado viudo había vuelto por fin a la circulación? ¡Bravo por él! Y, por supuesto, los sórdidos problemas personales de Angie no tenían ningún interés para él. En realidad, para un hombre como Leo; sincero, inteligente y apasionado solo en la cama, escapar del escándalo de verse relacionado con una ladrona era algo de lo que se podía felicitar.

–Angie...

Angie se volvió. Estaba pálida. Sentía la necesidad de aplastar a Leo, de castigarlo por su deliberado distanciamiento de ella, de hacerle daño, de herirlo por fingir que entre ellos no había habido jamás nada más que una intrascendente amistad.

Los rasgos de Leo, duros y oscuros, parecían impacientes. Él insistió:

–Wallace te espera el jueves. Supongo que puedo decirle que aceptas su invitación...

Angie apartó los ojos de Leo. Sentía un torbellino de emociones en su interior, pero la más fuerte era la ira.

–Debes de estar de broma –sonrió amargamente–. No tengo ningún deseo de pasar las navidades con tu abuelo, y estoy segura de que él tiene menos ganas aún de pasarlas conmigo.

–Pensé que te tentaría la idea de hacer las paces con tu propia familia.

Una risa irónica resonó en la habitación. ¿Hacer las paces? Leo no sabía de qué estaba hablando. Jamás había tenido con su padre más que una relación tensa y difícil. Soltera y con un hijo, y etiquetada de ladrona, ¿qué bienvenida imaginaba Leo que le iban a dar?

–Me marché de Deveraux Court... sabiendo que no volvería jamás. No me dio pena, y no quiero volver ni de visita. Esa fase de mi vida terminó para siempre.

Los ojos negros de Leo, directos y desinhibidos, se fijaron en ella examinando su perfil.

–Supongo que he tenido muy poco tacto mencionando esos robos.

–Jamás esperaría ningún tacto ni consideración por tu parte –alegó Angie conteniendo las lágrimas, decidida a no desmoronarse delante de él–. Pero me niego a que me manejen. Estás loco si has creído que voy a presentarme ante tu abuelo con el sombrero en la mano, como pidiéndole caridad. Yo sola me las arreglo muy bien.

–Trabajas de sirvienta... siempre juraste que no trabajarías de sirvienta.

Angie vaciló, apretó los puños. Sirvienta. Pero no de Leo que, desde la cuna, se había visto rodeado de criados sin rostro que lo habían servido bajo la democrática e igualitaria etiqueta de «personal doméstico». Angie giró la cabeza bruscamente, ruborizada y tentada de abofetearlo.

–¡Dios...! ¡Solo el más estúpido y egoísta de los orgullos podría obligarte a rechazar tan magnánima invitación! Wallace podría hacer mucho por tu hijo. Piensa en el niño. ¿Por qué tiene que sufrir él por tus errores? –exigió saber Leo–. Tu deber, como madre, es tener en cuenta su futuro.

Una ola de dolor e ira embargó a Angie, que se volvió hacia él con ojos azules brillantes como zafiros.

–¿Y qué hay del deber de su padre?

La boca sensual y generosa de Leo se torció en una mueca antes de responder:

–Cuando te acuestas con una persona tan irresponsable y egoísta como Drew, debes saber que, si algo sale mal, estás sola.

Leo estaba enfadado, comprendió Angie de pronto. La tensión era patente en sus rasgos, en la fría condena que reflejaba su brillante mirada. Angie reconoció aquella mirada, comprendió que Leo no era tan indiferente como quería aparentar. Fingía que no le había importado que se hubiera acostado con su primo inmediatamente después de hacerlo con él. Un amarga felicidad la invadió. Leo no la deseaba pero, según parecía, tampoco deseaba que otro hombre la deseara.

–Lo creas o no, yo creí, en ese momento, que el padre de Jake era fuerte como una roca –explicó Angie–. Estaba enamorada de él. Creía que jamás me dejaría en la estacada.

–Tenías solo diecinueve años... ¿qué podías saber de los hombres y de sus motivaciones? –respondió Leo con impaciencia, mirando el reloj y caminando hacia la puerta–. Tengo que marcharme.

La brusquedad de su marcha sorprendió a Angie, que se apresuró a seguirlo hasta el porche. Al abrir la puerta él la escrutó abiertamente, sin previo aviso, y Angie sintió que el tiempo volvía peligrosamente atrás haciéndole recordar intimidades del pasado. Leo... respondiendo con una asombrosa y primaria pasión a sus flirteos, tumbándola en la hierba, junto al lago, presionando los labios contra los de ella con una voracidad explosiva. Angie se sintió cohibida, violenta y ruborizada.

Las mejillas de Leo parecieron oscurecerse resaltando los pómulos. Un brillo divertido e irónico se reflejaba en sus ojos. Leo levantó una mano y dejó que su dedo moreno acariciara suavemente la trémula línea de sus aterciopelados, generosos labios, provocando en ella una cadena de sensaciones estremecedoras, dejándola clavada en su sitio, inmóvil.

–Qué desperdicio que te dediques al servicio doméstico, Angie –comentó dándose la vuelta e internándose en la noche antes de que ella pudiera reaccionar–. Piensa en lo que te he dicho, Wallace está ansioso por conocer a ese niño... te llamaré mañana para que me des tu respuesta.

–No, no me llames, no serviría de nada. Estoy decidida, no tengo nada que considerar –contestó Angie tensa–. De todos modos, no tendría tiempo. Los Dickson tienen mucha vida social, y la casa siempre está llena de invitados en Navidad.

–¿Será posible que de verdad hayas cambiado tanto? –murmuró Leo–. Pensé que estarías deseando salir de esta casa, que te marcharías sin mirar atrás, igual que te marchaste de la casa de mi abuelo.

Angie se enfadó. Naturalmente, Leo había supuesto que la perspectiva del dinero la decidiría rápidamente a aceptar la invitación, pero se equivocaba. ¿Se equivocaría ella también con respecto a él? Jamás le había dicho a Leo que Jake era hijo suyo... en una ocasión, en mitad de una disputa, había estado a punto, pero al final había guardado silencio. ¿Por qué? En lo más hondo de su alma, la mortificaba recordar que, aquella noche, le había dicho a Leo que podían hacer el amor con toda seguridad. Había mentido, y lo había hecho con plena conciencia, a propósito, con conocimiento de causa.

Angie lo observó caminar a grandes zancadas hacia el Ferrari negro. Estaba helada en el umbral de la puerta, temblando. Tras la tensión del encuentro, su cuerpo comenzaba a reaccionar. De pronto, se encendió una luz. Angie oyó detenerse el Range Rover de George. Claudia salió del coche de un salto.

–¿Qué demonios está ocurriendo aquí? –exigió saber echando una mirada inquisitiva hacia Leo, de pie entre las sombras, sin dejar de dirigir su ira contra Angie mientras caminaba en su dirección.

–Vine a traerle un mensaje a Angie –contestó Leo fríamente.

–¿Dejas que un extraño entre en mi casa cuando mis hijos están durmiendo en la planta de arriba? –preguntó Claudia con un ataque de ira.

–Cariño... –intervino su marido–... no creo que debas calificar al señor Demetrios de extraño.

–Mi padre trabaja para Leo –contestó Angie tratando de ser breve–. Lo conozco desde hace años.

Claudia se detuvo y miró a su marido, esperando que le dijera qué hacer. George estrechó la mano de Leo. Consciente de que había hecho el ridículo, Claudia le lanzó a Angie una mirada llena de reproches.

–Hablaremos de esto en privado.

–Si no te importa, ahora me voy a la cama –contestó Angie con calma–. No quería que Leo tocara el timbre, así que tuve que dejarlo entrar.

Angie subió las escaleras, consciente de que no podría evitar otra regañina de Claudia, pero demasiado nerviosa por la visita de Leo como para preocuparse. La había hecho sentirse airada, enfadada, extraña, hipersensible… Seguramente se debía a que había sentido vergüenza al recordar cosas que ninguna mujer, con una pizca de orgullo, habría deseado recordar. Eso era todo, se repetía en silencio.

Decidida a conformarse con aquella explicación, Angie se metió en la cama luchando contra el deseo de tomar en brazos a su hijo y apretarlo contra sí para reconfortarse. Habría sido un gesto egoísta, y ella no era una madre egoísta... ¿o sí?

Soportaba a una jefa que hubiera podido acabar con la paciencia de un santo, y todo para que Jake pudiera comer bien, vivir en una casa cómoda y jugar en un espacioso jardín con muchos juguetes. No tenía nada suyo, hasta la ropa que llevaba su hijo había pertenecido a los gemelos. Pero Jake era demasiado pequeño como para darse cuenta. Aquel año, no obstante, Angie quería ofrecerle unas verdaderas navidades. Esa era la razón por la que había pedido un aumento. No obstante, el recuerdo de ese suceso apenas podía captar su atención en ese momento.

Le resultaba casi imposible de creer que Wallace Neville quisiera invitar a la hija de su mayordomo a su mansión. ¿Pensaría instalarla en la casa principal, o esperaría que se instalara en las húmedas y lóbregas dependencias de la planta baja de su padre y madrastra? Y, si el abuelo de Leo le ofrecía ayuda económica, ¿sería ella tan débil como para aceptarla?

Incómoda ante la idea, Angie dio vueltas y más vueltas en la cama sin poder dormir. La cuestión, de todos modos, era irrelevante. Claudia montaría una escena si ella le pedía unos días vacaciones en Navidad. Y, mientras Jake no tuviera edad para ir a la guardería, los Dickson podían estar tranquilos.

A pesar de todo, Angie siguió despierta recordando la primera vez que vio a Leo, a los trece años. Cada Navidad y cada verano Leo había ido a visitar a su abuelo, y aunque su inglés era perfecto, seguía siendo, esencialmente, griego. Su padre había sido un rico magnate griego que se había casado con la hija de Wallace. Exótico, fascinante, y extravagantemente guapo, Leo se convirtió, como era natural, en el objetivo del primer flechazo amoroso de Angie. Él, en cambio, con ocho años más que ella, jamás había reparado en su existencia.

El verano en el que Angie tenía catorce años Leo llevó a su novia a casa de su abuelo. Aquella novia tenía un risita sofocada de lo más irritante. Angie, profundamente divertida, observaba a Leo hacer una mueca cada vez que ella reía. Pero al año siguiente aquella risa desapareció. Petrina Phillipides, una perfecta muñeca de porcelana, una rica griega de sedosos cabellos negros, llegó al verano siguiente a visitar a Leo acompañada de una vieja niñera que hacía las veces de carabina. Y Angie observó incrédula cómo Leo se enamoraba de ella. ¿Cómo no se daba cuenta Leo de que Petrina era una niña mimada, una engreída sin cerebro?

No, Leo había estado ciego, y al verano siguiente Petrina tuvo aún más motivos para mostrar su vanidad. Llevaba el anillo de compromiso de Leo. Angie estaba horrorizada, pero ni siquiera entonces se dio por vencida. Después de todo, muchos compromisos se rompían antes de llegar al altar, razonó ilusoriamente.

Sin embargo, cuando Wallace salió de viaje para asistir a la boda de Leo Angie se mostró inconsolable. Para entonces tenía ya diecisiete años, y comenzaba a estar harta de languidecer por un hombre que siempre había estado fuera de su alcance y que, finalmente, se había convertido en el marido de otra mujer. Angie comenzó entonces a salir con chicos. Su figura elegante y esbelta, sus rasgos agradables y su melena rubia no dejaron de procurarle admiradores.