Nuestro primer amor - Jacqueline Diamond - E-Book
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Nuestro primer amor E-Book

Jacqueline Diamond

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Beschreibung

¿Qué probabilidades había de que el doctor Zack Sargent apareciera en la clínica de Safe Harbor? La enfermera Jan García, antigua prometida de Zack, trabajaba allí en el nuevo programa de donantes de óvulos... y él debía colaborar con ella. Una situación bastante incómoda. Años atrás, un terrible equívoco los había separado. Ahora, Zack, viudo a cargo de su pequeña hijastra, descubría que Jan había conservado en secreto a la hija que habían tenido juntos, y que él creía que había sido entregada en adopción. Zack se había convertido en el padre serio y cariñoso que ambas niñas necesitaban, y Jan y él no podían ignorar las chispas de atracción que aún saltaban entre ellos. Pero para convertirse en una familia, debían aprender a confiar el uno en el otro.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Jackie Hyman

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Nuestro primer amor, n.º 31 - abril 2015

Título original: The M.D.’s Secret Daughter

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6344-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

CapÍtulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

–SI NO puedo tener un gatito –dijo Kimmie–, ¿cómo voy a tener un papá?

Jan García, enfermera, estuvo a punto de escupir el café de la mañana contra el parabrisas del coche. De todas las preocupaciones que tenía aquella mañana, ¿cómo había podido arreglárselas su hija de siete años para sacar a colación la que más la inquietaba? Miró a la niña que estaba sentada junto a ella. Bajo los oscuros mechones que le caían sobre la frente, su hija fruncía ferozmente el ceño. Mala señal.

–Estás de broma, ¿verdad?

–Fiona tiene un papá. Vivía sola con él desde que se quedó sin mamá. Seguro que hoy la llevará al colegio.

–Y yo te llevaré a ti.

Aquella mañana le había planchado la blusa rosa y la falda de volantes y le había alisado la melena, una melena oscura, del mismo color que el suyo. Aun así, no podía esperar que una niña tan pequeña como ella valorara el amor que le profesaba su madre.

–Pero ahora Fiona tiene una mamá y un papá. ¿Por qué no puedo tener yo las dos cosas?

Cuando el semáforo cambió, Jan aceleró con cuidado. «Esto es lo que me pasa por intentar hacer las cosas bien», pensó. Preocupada por la adaptación de su hija al segundo curso de su nueva escuela, Jan se había esforzado en quedar con un antiguo amigo y compañero, el embriólogo Alec Denny, su esposa, Patty, y su hija de seis años. Aunque Fiona era un año más pequeña que Kimmie, Jan había pensado que conocer a una niña de su nueva escuela contribuiría a aliviar su ansiedad. Pero las buenas intenciones no habían funcionado como esperaba.

–Lamento que no puedas tener un gatito en el piso. Te prometo que más adelante buscaré una casa en la que acepten mascotas.

–Echo de menos a mis mascotas.

Todo un mundo de tristeza pareció teñir la voz de la niña.

–Solo estábamos acogiendo a esos gatitos hasta que encontraran otro hogar –le recordó su hija, mirándola esperanzada con sus enormes ojos verdes–. Y eso podemos hacerlo también aquí.

–Nada de mascotas significa nada de mascotas –a su derecha, entre dos edificios de dos plantas, Jan distinguió el puerto que daba nombre a la ciudad–. Mira, ¿no te parece precioso?

–Mmm –enfurruñada, Kimmie miró hacia delante con el ceño fruncido.

«Ya se adaptará», se dijo Jan sin mucho convencimiento.

Cuando el doctor Owen Tartikoff, experto en fertilidad y antiguo jefe de Jan, le había ofrecido un puesto de trabajo como jefa del nuevo programa de donación de óvulos del Centro Médico de Safe Harbor, había aprovechado la oportunidad al vuelo. Una oportunidad que le permitiría trabajar en un equipo de élite del que formaban parte algunos viejos amigos.

Otro factor que había tenido que ver con el traslado al oeste había sido la posibilidad de estar cerca de su familia. Jan se había criado a media hora en coche de allí, en Santa Ana, donde vivían su madre, su hermano, su cuñada y sus dos sobrinos.

Pero había un importante contratiempo en el que preferiría no pensar en aquel momento. Tenía que reconocerlo. Si no hubiera estado como estaba en fase de negación, se habría puesto en contacto con el doctor Zack Sargent en cuanto había visto su nombre en el listado de empleados del hospital. ¿Pero qué podía decirle una mujer al hombre que la había abandonado para terminar casándose con otra mujer? ¿Algo así como «por cierto, no entregué a nuestro bebé en adopción como te dije que haría»?

Antes o después, tendría que contarle la verdad. Imaginaba su cara cuando lo hiciera. Dudaba de que Zack quisiera formar parte de sus vidas y, en el fondo, se alegraba de que así fuera. Kimmie no necesitaba un padre sin voluntad de serlo. No necesitaba verse relegada detrás de la mujer de Zack y de los hijos que podía haber tenido a lo largo de aquellos años.

Pero fuera como fuera, temía el inevitable enfrentamiento.

Pasó por delante de los edificios del centro cívico, se incorporó a la fila de coches que entraban en el aparcamiento de la escuela y no tardó en encontrar un hueco.

–¿Lo tienes todo? –le preguntó a su hija mientras apagaba el motor–. ¿Lápices, rotuladores, pegamento? ¿El bocadillo?

–Y a Travieso –dijo Kimmie mientras se colgaba la mochila de los hombros.

Jan vaciló confusa hasta que descubrió al viejo osito de peluche en la mano de su hija. La escuela animaba a los alumnos de los primeros cursos a llevarse su peluche favorito el primer día de clase.

–Por supuesto. No podemos olvidarnos de Travieso.

Jan bajó del coche, se alisó la falda y se arregló la chaqueta. Padres y niños se dirigían hacia la escuela.

Vio a lo lejos a Fiona con un oso panda de peluche en una mano y agarrada a su madre con la otra. Alec caminaba a su lado, grabando con su videocámara el primer día de su hija en la escuela de primaria. Para alivio de Jan, Kimmie era demasiado bajita para verlos.

En momentos como aquel, lamentaba que su hija no tuviera un padre a su lado. Pero quizá algún día Jan conociera al hombre adecuado. Al fin y al cabo, solo tenía treinta años.

Resueltamente, concentró su atención en el plano. La clase de segundo de la señora Humphreys se encontraba al final del edificio que se alzaba a mano derecha. Sí, allí la tenía, justo delante de ella.

En la puerta esperaba una mujer elegantemente vestida. En aquel momento estaba saludando a un niño rubio y acariciando su dinosaurio verde.

–Eres Brady, ¿verdad? Estoy encantada de tenerte en mi clase este año.

–Yo también –respondió el niño transformando la voz–. Yo soy Estornudo.

–Esto de conocer a tantos peluches distintos es muy divertido –volviéndose hacia Jan, la profesora se presentó–: Hola, soy Paula Humphreys.

–Jan García –animó a Kimmie a ponerse delante–. Acabamos de llegar de Houston, así que este es un cambio grande para Kimmie.

–Y para Travieso también –añadió la niña, muy seria.

–Estoy segura de que los dos os sentiréis muy pronto como en casa –la profesora señaló un mural en el que aparecían diferentes animales de la fauna salvaje–. Como podéis ver, me encantan los animales.

–¡A mí también! –radiante de alegría, Kimmie entró a toda prisa.

Jan se apartó para hacer sitio a los que seguían llegando. Aunque su instinto de madre la urgía a quedarse, sabía que era mejor marcharse aprovechando que su hija estaba entretenida. Aquella mañana, además, tenía otros desafíos que enfrentar.

Se dirigía al aparcamiento cuando se encontró con la madre de Brady. Aminoró el paso para adaptarse al de la niña que llevaba de la mano.

–He oído antes tu nombre. Eres nueva en el hospital, ¿verdad? –le dijo la mujer–. Yo me llamo Kate Franco y esta es mi hija Tara. Mi marido, Tony, es el asesor jurídico del hospital.

–Encantada de conocerte. Deben de ser muchos los trabajadores del hospital que traen a sus hijos a esta escuela.

–Sí, unos cuantos. ¡Mira, ahí llega otro!

Cuando siguió con la mirada la dirección de su dedo, Jan casi se olvidó de respirar.

Cerca de la puerta de la clase de tercero había un hombre de cabello rubio oscuro y tan tupido como lo tenía siete años atrás. No tuvo tiempo de prepararse para enfrentarse a la mirada de aquellos ojos verdes, del mismo color que los de Kimmie. Estaban fijos en ella con una expresión de absoluto asombro.

–Es el doctor Zack, uno de los obstetras del centro –le informó Kate–. ¿Quieres que te lo presente?

–No, gracias –consiguió contestar–. Seguro que nos veremos en el trabajo.

¿Qué estaría haciendo Zack allí? Él y su esposa, de nombre Rima, según había oído, no llevaban casados el tiempo suficiente como para tener un hijo en tercer curso.

–¿Qué niño es el suyo?

Señalando a una niña de tez oscura que vestía tejanos y una camiseta azul, Kate respondió:

–Esa es su hijastra, Berry. Su madre murió cuando ella tenía cinco años y la está criando solo.

–¡Ah!

Durante años, Jan había imaginado a su antiguo novio como un hombre felizmente casado, pero acababa de descubrir que Zack era viudo. Obviamente tenía un fuerte sentido paternal.

¿Cómo reaccionaría entonces cuando se enterara de que tenía una hija?

Cuando desvió de nuevo la mirada hacia él, vio que Zack se volvía en su dirección. Afortunadamente, la profesora que estaba en la puerta terminó de hablar con otro padre y tendió la mano a Zack para saludarlo. Aprovechando que estaba ocupado, Jan se disculpó con Kate y se alejó lo más rápido que se lo permitieron los tacones de sus zapatos.

 

 

¿Qué estaría haciendo Jan en la escuela? Por lo que Zack sabía, no se había casado y no tenía hijos. Seguía especulando sobre ello tiempo después de haberla visto, mientras se preparaba para una operación. La idea de renunciar a un hijo para entregarlo en adopción podía sonar fácil en abstracto, pero Zack había visto a pacientes sufriendo ansiedad y sintiéndose culpables años después de haber renunciado a un bebé. Él mismo había experimentado algunos de esos síntomas. El hecho de que Rima fuera madre soltera había alimentado la atracción inicial, había sido como una manera de expiar parcialmente sus errores. Que habían sido grandes.

La expresión de asombro de Jan cuando se habían encontrado sus miradas le había causado un gran impacto. Pese a encontrarse en un lugar público, había estado a punto de acercarse para hablar con ella.

Para disculparse, otra vez, y darle más explicaciones que durante la breve conversación que habían tenido por teléfono cuando había conseguido localizarla meses después de su ruptura. Zack había tardado en averiguar la verdad de las acusaciones que se habían lanzado contra Jan, acusaciones que habían provocado el final de su relación. Había tardado demasiado en descubrir lo equivocado que estaba. Para entonces, la furia que ella sentía hacia él se había convertido en un muro impenetrable. Y Zack ya estaba comprometido con otra mujer que le necesitaba desesperadamente.

Zack se obligó a volver a la realidad. Tendrían que establecer una nueva relación como compañeros de trabajo para poder ser capaces de tratar de asuntos médicos sin distracciones.

–¿Va todo bien, doctor? –la enfermera de quirófano Stacy Raditch estaba ya dispuesta para la operación.

–Primer día de escuela –dijo él–. Es duro ver crecer a tu pequeña.

–¡Berry es una ricura! –exclamó la joven enfermera–. ¿En qué curso está?

–En tercero.

Alegrándose de poder cambiar de tema, Zack empezó una conversación intrascendente mientras entraban juntos en la sala de operaciones. Habló luego con la paciente, que iba a someterse a una operación de microcirugía para revertir la ligadura que la había dejado estéril.

Sirviéndose de una cámara microscópica, Zack reabrió las trompas de Falopio para permitir la fertilización.

–Como le dije, este procedimiento tiene un alto porcentaje de éxito –le aseguró a la paciente–. Puede que incluso pueda quedarse embarazada de forma natural.

–Eso sería maravilloso –con el cabello oculto bajo un gorro de quirófano, la mujer sonrió débilmente–. Nuestro seguro no cubre ese tipo de tratamientos, así que…

Zack le palmeó un hombro con gesto tranquilizador. La situación de aquella mujer no era inusual. Los milagros que conseguía la tecnología moderna tenían un precio. Ese era precisamente el motivo de que estuviera impulsando un programa de becas para padres estériles. Si él o alguno de los otros obstetras que habían aceptado colaborar con el programa conseguían ganar el llamado Desafío Esperanza, el premio con el que se promocionaba el hospital, recibirían una donación de cien mil dólares que les permitiría arrancar el proyecto.

El médico que consiguiera el índice más alto de embarazos en pacientes estériles podría elegir el destino del dinero del premio. Zack estaba en cuarto lugar por el momento.

Con gesto resuelto, apartó cualquier otra consideración de su mente. Se estaba enfrentando a una delicada operación quirúrgica que requería de gran precisión. En aquel momento, la paciente era lo único importante.

 

 

Jan pasó la mañana instalándose en su despacho y conociendo a parte del equipo de la clínica.

Previamente, se había puesto en contacto con Melissa Everhart, que como coordinadora del programa de fertilización in vitro jugaba un papel fundamental en el futuro banco de donantes de óvulos. A Jan también le presentaron al doctor Cole Rattigan, jefe del programa de fertilización masculina, y a Karen Wiggins, la asesora financiera.

¡Qué ironía que ella se hubiera quedado embarazada por accidente!, reflexionó Jan mientras comía un sándwich en su escritorio. En cualquier caso, el hecho de ser madre le permitía conectar mejor con las mujeres y parejas con las que trabajaba.

¿Cómo se estaría desenvolviendo Kimmie en la escuela? ¿Estaría haciendo amigos? Al principio, nada más descubrir que estaba embarazada, la primera intención de Jan había sido la de renunciar al bebé. Sin embargo, en algún momento durante el embarazo, había dejado de sentirse como una persona individual para convertirse en dos.

Pero su hija estaba creciendo. Ya estaba en segundo curso.

Jan procuró concentrarse en preparar las notas para la reunión del día siguiente. Eran muchas las decisiones que había que tomar antes de la presentación oficial prevista para la siguiente primavera.

Hasta entonces, los médicos continuarían recurriendo a otros bancos de óvulos.

El trabajo de Jan consistía en organizar un programa de donantes a domicilio. Aparte de solicitar y de seleccionar mujeres como potenciales donantes, planeaba implementar un método de ciclos compartidos que aliviaba la carga económica de algunos pacientes a la vez que incrementaba la cantidad de óvulos disponibles. A veces, una mujer producía óvulos viables, pero que seguían necesitando de fertilización en laboratorio e implante final. Si la paciente escogía compartir su ciclo, donaba la mitad de los óvulos que le habían sido retirados a otra mujer que no podía producir ninguno.

Unos golpecitos en la puerta entornada del despacho interrumpieron la concentración de Jan.

–¿Sí?

Unos ojos de un verde profundo se encontraron con los suyos. Una boca sensual, una expresión interrogante, unos hombros poderosos a los que recordaba haberse agarrado cuando hacían el amor… ¿Pero por qué tenía que acordarse de todo eso en aquel momento?

–Zack… –tenía la garganta demasiado seca para hablar.

–Hola –Zack ladeó la cabeza y la miró con expresión seductora–. Jan, tenemos que hablar. Voy a comer en la cafetería. ¿Te importaría acompañarme?

–Bueno. No me vendría mal un café.

«Y una intervención divina», añadió para sus adentros.

Y, con lo que esperaba que pudiera parecer una sonrisa, Jan se levantó.

Capítulo 2

 

UNA vez que la bola había empezado a rodar, Zack lamentó no haberse preparado lo que iba a decir. Se había pasado a ver a Jan porque quería hablar en privado con ella antes de la reunión del día siguiente. Y también quería averiguar qué estaba haciendo en la escuela aquella mañana.

En la cafetería, Zack optó por un plato de fruta mientras Jan se servía un café. Él pagó los dos tiques y buscó una mesa en el comedor atestado de gente. Aunque vio algunas libres, los tres años que llevaba allí le habían enseñado a evitar alimentar chismes en el hospital.

–Salgamos al jardín –propuso.

–Claro –la expresión de Jan no traicionaba sentimiento alguno.

Una vez fuera, Zack respiró aliviado al ver el jardín vacío. Rodeadas de un seto florido y de unas cuantas palmeras enanas, el puñado de mesas ofrecía una mínima intimidad.

Dejó la bandeja en una de ellas.

–Supongo que sabrás que vamos a trabajar juntos.

–¿Qué quieres decir? –preguntó Jan alarmada.

Aunque el nombramiento no era oficial, Zack había supuesto que el doctor Tartikoff se lo habría contado a Jan.

–Quiero colaborar en el lanzamiento del programa de donación de óvulos –le explicó Zack–. He estado aprendiendo nuevas técnicas del doctor T. y refrescando mi formación en embriología con la ayuda de Alec Denny. Necesitaréis un médico para que trabaje con vosotros.

Todavía de pie, Jan le fulminó con la mirada.

–¿Por qué me haces esto?

Zack comprendió entonces que había empezado mal.

–El proyecto me entusiasmó antes incluso de saber quién iba a ser su directora. Por favor, siéntate.

Jan se sentó en el borde de la silla, como si fuera a salir corriendo de un momento a otro. La melena cayó hacia delante ocultándole el rostro. No había que ser adivino para interpretar el lenguaje de su cuerpo.

–Vine a Safe Harbor para formar parte de un proyecto puntero. Cuando me enteré de que habían contratado al doctor T., me ilusioné.

Ayudar a mujeres y a parejas a tener bebés se había convertido en una pasión para Zack, quizá porque había tenido que renunciar a un hijo años atrás.

Jan soltó un largo suspiro.

–¿Irás mañana a la reunión? El doctor T. no me ha enviado la lista completa de los convocados. Antes era más organizado.

–Supongo que sabes que se ha casado y ha tenido gemelos –le explicó Zack–. Las noches en blanco le están pasando factura.

–Espero que no trate mal a su esposa por ello. Creo que es enfermera.

Obviamente, Jan no había conocido a Bailey.

–Ella es tan dura como él. Pero a su manera, más dulce.

–Me alegro de oírlo.

Zack dedicó unos momentos a comer mientras sopesaba su siguiente movimiento. Habían roto el hielo, lo cual ya era bastante. Pese a la curiosidad que sentía, sería preferible permanecer en un terreno neutral por el momento.

–¿Has oído hablar del Desafío Esperanza?

–Owen lo pone por las nubes.

Zack advirtió que se había relajado lo suficiente como para referirse al doctor T. por su nombre de pila. Una buena señal.

–Supongo que ha recibido una buena publicidad en la prensa y en blogs. Entiendo que el objetivo es promocionar el hospital y el programa de fertilidad.

–Así es. Ayuda a que el público nos conozca –le explicó Zack–. No andamos cortos de pacientes.

–Y, ese concurso, ¿cómo funciona? ¿Cuentan las concepciones o el total de nacimientos?

–Las concepciones confirmadas –respondió Zack–. Cada embarazo cuenta como uno, al margen del número de bebés. No queremos potenciar los embarazos múltiples.

Concebir trillizos o cuatrillizos podía sonar maravilloso cuando una pareja había luchado durante años por quedarse embarazada, pero los resultados finales podían ser devastadores si los bebés eran prematuros o nacían con algún defecto.

–Hay un premio de cien mil dólares para este concurso, ¿verdad? –dijo Jan–. Un detalle muy generoso por parte de la corporación del hospital.

–El doctor que lo gane elegirá el proyecto. Yo estoy animando a los posibles ganadores a que apoyen un programa de becas para pacientes estériles.

–¡Es una gran idea! –a Jan se le iluminó el semblante–. ¿Cómo escogerías a las receptoras? ¿Estrictamente por criterios económicos?

–Preferiríamos tener en cuenta también la edad de la mujer y si ya ha tenido hijos.

–Tener un programa en marcha ayudaría al menos a algunos pacientes –Jan frunció el ceño–. ¿Pero no hay un proyecto de la competencia? ¿Algo que tiene que ver con un centro terapéutico?

–¿Conoces a nuestro administrador, el doctor Mark Rayburn? –al ver que asentía con la cabeza, Zack continuó–: Su esposa, la pediatra Samantha Forrest, creó hace unos años un programa de terapia psicológica para parejas. La idea era acercarse a las familias, madres adolescentes y perfiles que pudieran ser reacios a un ámbito más formal y a todo el papeleo que normalmente implica. La labor del centro ha sido beneficiosa, gracias al personal voluntario, pero no ha llegado a cuajar del todo y siempre parece estar a punto de cerrar. Lo último que he oído es que pueden llegar a perder el local que tienen en el centro municipal.

–Un proyecto bienintencionado –murmuró Jan–. Pero que no es probable que llegue a autofinanciarse, dado que no lo ha hecho ya. Tu idea me gusta más.

Zack experimentó un destello de la antigua conexión que habían compartido. Del placer de poder hablar libremente sobre todo tipo de cosas después de haber tenido unos padres tan fríos y tan críticos como los suyos. Las cosas habían sido distintas con Rima. Las preocupaciones por su salud y el cuidado de Berry habían dominado su relación.

Pero volvió a concentrase en Jan. Aunque podría seguir jugando sobre seguro, al final tendrían que enfrentarse al tema que realmente importaba. Decidió abordarlo.

–Por si estás buscando a alguien que pueda hacer de canguro después del colegio, ¿te ha comentado Kate Franco que su hermana Mary Beth Ellroy cuida niños? Recogen a mi hija Berry en la escuela y cuando estoy de guardia, se queda a dormir allí.

–No, no me ha dicho nada –Jan jugueteó nerviosa con su taza vacía.

–No pretendo inmiscuirme en tu vida –¡y un infierno! Eso era precisamente lo que estaba haciendo–. O sí, lo reconozco. Te he visto hoy en el colegio. ¿Tienes a algún hijo allí?

–Mi madre vive a quince minutos de aquí.

¿Qué tenía eso que ver con nada? ¡Ah, claro! Seguramente la ayudaba con su hijo.

–¿Ella cuida a…? ¿Es niño o niña?

–Niña –Jan se recostó en la silla y desvió la mirada.

Ocho años atrás, se había quedado embarazada de una niña. Su hija, pensó Zack. La incipiente sospecha que se había negado a reconocer hasta entonces comenzó a crecer en su interior.

–Tenía entendido que no te habías casado. Pensaba que a lo mejor habías adoptado.

–¿Adoptado?

Zack ya estaba comenzando a hartarse de andarse con tantos rodeos.

–¿Qué pasa, Jan?

Suspiro profundo. Silencio prolongado.

«No puede ser», pensó Zack. Durante todos estos años, Zack había imaginado a su hija adoptada por un matrimonio. Jan no le había mencionado ninguna familia en particular ni ningún centro de adopción cuando le había presentado los papeles de renuncia. Aun así, jamás se le había pasado por la cabeza que hubiera podido traicionar su confianza.

La verdad era que para cuando había descubierto que Jan había sido injustamente acusada de perjudicar a un paciente, ya estaba comprometido con Rima. Cuando Jan había rechazado sus disculpas y había insistido en que su familia la estaba ayudando durante el embarazo, había entendido su postura y lo había dejado todo en sus manos.

–Bueno… –empezó a decir Jan.

Justo en ese momento se abrió la puerta del jardín y salieron dos enfermeras.

Zack se esforzó por disimilar su disgusto. Una de las enfermeras era Stacy, que los miró preocupada. Nunca había ocultado que le gustaba Zack. La otra enfermera, Erica Vaughn, ayudaba al doctor T. en el quirófano. Mientras la veía acercarse hacia ellos, Zack recordó abatido que Jan y ella eran viejas conocidas.

–¡Jan! Qué alegría verte –Erica se detuvo con la bandeja de la comida en la mano–. ¿Interrumpimos algo?

–Estábamos… –Jan se interrumpió al fijarse en el abultado vientre de la enfermera–. ¡Estás embarazada!

Tomando aquello como una invitación, Erica se reunió con ellos en la mesa. Stacy hizo lo mismo.

–Me casé. Esta población tiene algo que invita al romance. Estoy embarazada de siete meses.

Mientras Zack fingía interesarse por la conversación, sus pensamientos volvieron a sus dudas sobre la hija de Jan. ¿Habría conservado a su bebé y se habría negado a contactar con él durante todos aquellos años?

Zack se había enfadado consigo mismo por haber traicionado la confianza de Jan. Pero, al parecer, también ella había traicionado la suya, y al contrario que él, con pleno conocimiento de lo que había estado haciendo.

Sonó un móvil. Todo el mundo se llevó la mano al bolso o al bolsillo.

Era el de Jan el que sonaba. Escuchó atentamente, con expresión de preocupación en el rostro.

–¿Seguro que no es nada serio, señorita Humphreys? Porque supongo que si no estuviera preocupada, no me habría llamado.

Zack experimentó una punzada de alarma. Sabía que la profesora de segundo curso no se asustaba fácilmente.

–Sí, eso suena propio de ella…. Será mejor que vaya ahora mismo. Mi madre se acercará a recogerla, pero quiero ir yo también. Gracias por avisarme.

Después de que colgara el teléfono, Erica le preguntó:

–¿Qué le ha sucedido a Kimmie?

Kimmie. Así que ese era el nombre de la hija de Jan. Que, a lo mejor, también era su hija.

Evidentemente, Erica debía de haber conocido a la niña cuando Jan trabajaba con el doctor T. en Boston. Zack sintió una fuerte opresión en el pecho al comprender que otros miembros de aquel hospital la habrían conocido desde que era un bebé, mientras él había permanecido absolutamente ajeno a su existencia.

Jan agarró el bolso y se levantó.

–Al parecer, en el patio del colegio, la niña ha intentado rescatar a una gatita callejera de algunos perros. Muy propio de mi pequeña. No soporta ver sufrir a un animal.

–¿Se encuentra bien? –preguntó Zack, con un tono más ansioso del que había pretendido.

Stacy frunció el ceño, claramente perpleja,

–Solo han sido unos arañazos. La enfermera del colegio se los está curando. Pero Kimmie se niega a separarse de la gatita e insiste en conservarla.

–¡Pobrecita!

–Le diré a la secretaria que tengo que marcharme. Menos mal que la reunión de la plantilla es mañana. Adiós.

Zack recogió su bandeja y la siguió, indiferente a las preguntas que se dibujaban en los rostros de las enfermeras. Si aquella era su hija… Maldijo para sus adentros. Tenía que confirmarlo cuanto antes si no quería volverse loco.

Jan se encaminó hacia su despacho. A pocos pasos de ella, Zack revisó la agenda de su móvil. Una operación había sido cancelada después de que el paciente sufriera un ataque de alergia, de manera que tenía libres las dos horas siguientes.

Cuando Jan salió del despacho, decidió abordarla.

–Te acompaño.

–¿Por qué? –preguntó ella–. No tienes ningún motivo para acompañarme.

–¿Estás segura?

Jan empujó una puerta de salida lateral.

–Podemos dejar para otro día esa conversación.

–Jan…

Jan giró hacia él con preocupación en la mirada.

–Tú eres padre. Deberías comprenderlo. Es el primer día de Kimmie en la nueva escuela y está alterada. Además, es muy testaruda. Si se ha encariñado con esa gatita, montará un buen lío antes que soltarla.

–Me gustaría comprenderlo, sí. Pero tengo la desventaja de que no la conozco personalmente.

Zack no pretendía ser sarcástico. Pero en aquella situación de estrés, había usado el mismo tono que su padre empleaba con él durante su infancia. Jan se cruzó de brazos.

–Sabía que reaccionarías así.

–¿Perdón?

En lugar de responder, Jan le dio la espalda y apresuró el paso para dirigirse hacia el aparcamiento.

–Zack, este no es ni el momento ni el lugar para…

Un camión aparcado en doble fila estaba bloqueando la salida a varios coches. Uno de ellos resultó ser el de Jan.

–Podemos ir en mi coche –le ofreció Zack al ver su expresión desolada.

–¿No tienes pacientes? –protestó ella.

–Ahora mismo tengo más paciencia que pacientes. Pero, respondiendo a tu pregunta, hemos cancelado una operación. Vamos, Jan. Hablaremos en el coche.

Jan le fulminó con la mirada. Y, sin embargo, a Zack no le pasó desapercibida la manera en la que torció los labios, señal inequívoca de que se estaba rindiendo.

–Bueno…

La agarró del brazo y rodeó con ella un bache en el que él mismo había estado a punto de tropezar aquella mañana. Esperaba alguna resistencia por su parte, pero Jan se limitó a confesar abatida:

–Temía que llegara este momento.

–¿Tu hija suele meterse en muchos líos? Debe de ser muy traviesa.

–Me refería al momento de hablar contigo.

Un camión de reparto pasó a su lado.

–¿Es porque…? –detestaba tener que gritar para hacerse oír por encima del ruido. Además, no tenía sentido anunciar a voces sus problemas personales–. Seguiremos hablando en el coche.