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«Una oda fascinante y conmovedora a una familia caótica y llena de amor». Madeline Miller , autora del best seller internacional Circe Marilyn Conolly y David Sorenson se enamoraron en los años setenta. Para 2016, tienen cuatro hijas, cada una de ellas más opuesta a la anterior, todas atravesando sus propias crisis existenciales. Wendy se ha quedado viuda joven, se refugia en el alcohol y en relaciones esporádicas con hombres aún más jóvenes; Violet fue abogada, ahora es madre a tiempo completo y batalla con la ansiedad; Liza acaba de conseguir su plaza como profesora cuando queda embarazada de un hombre al que no sabe si ama; y Grace, la menor, vive una mentira que nadie en la familia sospecha. Con la llegada de Jonah Bendt, que fue dado en adopción quince años atrás por una de las hermanas, los Sorenson se verán obligados a enfrentar el entramado tapiz de su pasado, uno marcado por los fantasmas de la adolescencia, las infidelidades y los resentimientos; pero también se encontrarán con esos pequeños momentos de alegría que hacen que todo lo demás valga la pena. LLEGA EL ÉXITO INTERNACIONAL CON MÁS DE UN MILLÓN DE EJEMPLARES VENDIDOS. LA NOVELA GENERACIONAL QUE HA CAUTIVADO A LAS LECTORAS DEL CLUB DE LECTURA DE REESE WHITERSPOON. «Una saga familiar rica y absorbente, aderezada con un poco de malicia entre hermas y representada con una habilidad tan afinada que se siente como una subversión silenciosa de la saga familiar tradicional» The New York Times «Ambiciosa y con una pluma brillante» Jane Smiley, The Washington Post «Si existiera un hijo literario de Jonathan Franzen y Anne Tyler, la primera novela de Claire Lombardo, que abarca desde la euforia a la desesperación a través de lazos familiares intensos a la par que mordaces, sería una digna descendiente… Una novela épica a nivel emocional, psicológico y narrativo. Un debut sólido y altamente disfrutable que combina un amplio lienzo temático con una impresionante sutileza emocional» The Guardian
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Seitenzahl: 890
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
Los frutos
Primera parte. Primavera
1
2
1975
3
4
1976-1977
Segunda parte. Verano
5
6
1977-1978
7
8
1978-1979
9
1983-1984
10
11
1984-1985
12
Tercera parte. Otoño
13
1992-1993
14
1993
15
1994-1995
16
1995
17
1996
18
1996
19
1996
20
1997
Cuarta parte. Invierno
21
1998
22
2000
23
2000-2001
24
2001
25
2002
26
2005
27
2006
28
2010-2011
29
2011
30
2013
31
32
2014
33
2014
34
En mitad de la vida
Agradecimientos
Titulo original inglés: The most fun we ever had.
© del texto: Claire Lombardo, 2019.
© de la traducción: Elisa Levi, 2025.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
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Primera edición: mayo de 2025.
REF.: OBDO476
ISBN: 978-84-1098-322-9
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
PARA SALLY Y TONY LOMBARDO,
MI MADRE Y MI PADRE
15 de abril de 2000
DIECISÉIS AÑOS ANTES
La multitud la sobrepasaba. Podía sonar extraño porque de su cuerpo salieron cuatro hijas por voluntad propia y a regañadientes. Sin embargo, no se sentía cómoda cuando estaba rodeada de mucha gente. Escondida de sus invitados a la sombra del viejo ginkgo, Marilyn se lamentaba de la presencia de otros cuerpos en su jardín, que escapaban a su control y que no conocía. Cuerpos que no le gustaban.
Todo eran contradicciones, porque tenía el don de entretener y de ser una gran anfitriona, pero eso la dejaba agotada. Se pasó décadas entreteniendo a los clientes adinerados de su padre y a los compañeros de trabajo de su marido que, encima, carecían de sentido del humor, a los amigos arrogantes de sus hijas, a sus vecinos, que iban y venían, y a su siempre cambiante lista de clientes. Y, por si fuera poco, hoy se enfrentaba a un centenar de desconocidos, achispados invitados a la boda de su hija mayor, Wendy, que gesticulaban en exceso y lucían sus trajes y vestidos por su jardín. Invitados que eran su responsabilidad esa tarde.
Cuando se sintió empachada de atenderlos a todos —no de manera literal, porque no había probado bocado de ese menú ecológico que adornaba las tres mesas plegables extralargas que había sacado para la ocasión—, cuatro chicas, de cuya presencia ella era biológica y socialmente responsable, aparecieron para iluminar el jardín con sus vestidos en tonos pastel. Los frutos de su vientre, plantados con el dulzor de su marido, quien, por cierto, no sabía dónde se había metido.
Se topó con la maternidad sin querer, dando a luz a una serie de hijas con diferentes tonos de pelo y distintos grados de ansiedad. Ella, Marilyn Sorenson, de soltera Connolly, había sido una mujer resiliente, producto del dinero y la tragedia, de dudoso origen socioemocional y linaje católicoirlandés. Pero ahora, a todos los propósitos e intenciones, por simple que pareciera, era una mujer de pelo rubio oscuro natural, experta en crítica literaria y en la vida de sus hijas, con un ajustado vestido verde oscuro que dejaba al descubierto la atlética curva de sus pantorrillas y el paisaje pecoso de sus hombros.
Los invitados, con gran dramatismo, no dejaban de referirse a ella como «la madre de la novia» y no por su nombre y ella trataba de encajar en ese papel, fingiendo que no solo estaba pendiente —casi exclusivamente— del bienestar de sus hijas, ninguna de las cuales, esa tarde en particular, parecían estar en su mejor momento. Quizá la normalidad se había saltado una generación, como la calvicie. Violet, su segunda hija, una llamativa morena vestida de seda, llevaba desde el desayuno apestando a alcohol, algo no muy común en ella. Wendy, la novia y su primogénita, era siempre causa de preocupación, a pesar de que ese día pudiera parecer más inofensiva, ya fuese porque acababa de casarse con un hombre que tenía su dinero en las islas Caimán o porque era, como ella misma profesaba, el amor de su vida. Y por último estaban Grace y Liza, con nueve años de diferencia entre ellas y ambas igual de inadaptadas: la primera era tímida, debilucha y estaba todavía en primaria, y la otra, Liza, cursaba el segundo año del instituto sin haber hecho ni un solo amigo. ¿Cómo se puede dar cobijo a cuatro hijas dentro de ti, hacerlas brotar con todos los recursos que tienes y después, de repente, ser incapaz de reconocerlas? Normalidad, ese término se merece una segunda interpretación desde el punto de vista sociológico, pensaba Marilyn.
La más pequeña, Gracie o Goose, como solían llamarla, fue quien la encontró escondida a la sombra del ginkgo. Estaba a punto de cumplir siete años, una edad insufrible: a una era de abandonar el hogar y todavía lo bastante infantil como para colarse en la cama de sus padres, como había ocurrido la noche anterior y que no hubiera sido para tanto si sus padres no hubieran estado desnudos y acaramelados. Porque la ansiedad siempre hacía el mismo efecto en Marilyn, la aferraba como un imán al confort del cuerpo de su marido.
—Goose, cariño, ¿por qué no vas a buscar...? —dudó, porque el resto de los niños invitados a la boda eran demasiado pequeños y no quería fomentar una conducta antisocial, ya bastante florecida, por otra parte, de pedirle a Grace que fuera a jugar con Goethe, el perro. Pero necesitaba un momento para ella. Solo unos instantes para respirar la brisa fresca de la mañana—. Ve a buscar a papá, mi amor.
—No lo encuentro —contestó Grace con su voz aniñada.
—Búscalo mejor, cariño. —Y Marilyn se agachó para besar a su hija—. Necesito un minuto, Gracie.
Grace dejó a su madre escondida bajo el ginkgo. Ya había estado un rato con Wendy, ya se había columpiado en el porche con su hermana Liza hasta que esta se distrajo con un chico que llevaba deportivas con el traje, y ya había convencido a su otra hermana, Violet, para que la dejara beber un poco de su elegante copa de champán. No estaba acostumbrada a tener a sus hermanas de vuelta en la casa familiar de Fair Oaks y se le hacía raro tener que compartir a sus padres ese fin de semana. Su padre solía llamarla «la única hija única en el mundo con tres hermanas» y que sus hermanas estuvieran rondando por su territorio la crispaba. Pero sabía cómo calmarse, por eso fue a acurrucarse con Goethe bajo los arbustos y se puso a acariciarle las patas traseras, donde parecía que le habían hecho la permanente.
Liza se sintió un poco mal al ver a su hermana pequeña con el perro como única compañía, cuando ella había encontrado el mismo consuelo para esa tarde en la boca de un desconocido. Pero es que ese desconocido, que también era el padrino de la boda y tenía un aroma a whisky y rúcula, la estaba acariciando entre las piernas de tal manera que pensó que su hermana Grace ya era mayorcita para pasárselo bien sola o con el perro.
—Háblame más de ti —le pidió el padrino mientras las yemas de sus dedos rozaban el encaje del tanga que se había puesto para la ocasión.
—¿Qué quieres saber? —le preguntó en un tono un poco hostil. Tampoco es que fuera una experta seduciendo.
—¿Cómo es tener tres hermanas?
—Es un paisaje infernal de hormonas, una maratón de inestabilidad y productos para el pelo.
Confundido, esbozó una sonrisa y ella se inclinó hacia delante para volverle a besar y asegurarse de que no siguiera con la conversación.
Violet nunca había estado tan borracha como esa tarde, desplomada en la silla, sola en una de las mesas porque había echado al resto de invitados.
De pronto, en su memoria apareció la noche anterior como si fuera un rayo. Ese bar que antes fue una bolera, el chico de ojos azules y codos hiperlaxos, sus atléticos muslos, la parte trasera de la furgoneta de su madre, la sorpresa al cerciorarse de que los gemidos incontrolables salían de ella, como una estrella del porno; gemidos primarios, animales. Recordó que él acabó antes y le resbalaba el semen por los muslos cuando se pasaron a los asientos delanteros. Y después, con una atención minuciosa por los detalles, él hizo que ella acabase por primera vez en su vida. Luego lo obligó a bajarse una manzana antes de la casa de sus padres, por si su hermana Wendy estaba despierta.
Violet miró a Wendy, con un vestido Gucci de escote corazón, espléndida en su boda con un académico adinerado, en el jardín trasero de la casa de sus padres, bailando en círculos alrededor de su nuevo marido al son de «You can’t hurry love».
Por primera vez su hermana la había adelantado en algo y encima con una carta ganadora. Bailaba alegre y despreocupada, mientras Violet superaba el punto amable de la borrachera y se comía los restos de focaccia que quedaban, con el vestido manchado de grasa. Sonrió a Wendy, a la inconsciente Wendy que ensuciaba de césped su velo de satén. Se imaginó acercándose a su hermana y susurrándole al oído «te morirías si supieras lo que hice anoche».
El niño de arras y primo de Miles lo apartó de Wendy.
—Entrenando para ser papá —soltó alguien cogiendo a Wendy del codo. Era una invitada de Miles, posiblemente una bróker hasta arriba de silicona.
Juntas, todas las fortunas de los que estaban ahí en ese momento, sobre el césped del jardín de la casa de sus padres, sumaban el PIB de un país mediano.
—Mejor que seas joven, así hay más tiempo para sacar más ramas al árbol genealógico.
Fue un comentario bastante grosero por numerosas razones.
—¿Quién dice que quiera compartir lo que me toca de su fortuna con un puñado de críos?
La mujer se horrorizó, pero ese tipo de humor era lo que había unido a Wendy y a Miles. Se permitían ese tipo de bromas porque a ninguno de los dos les importaba una mierda que pensaran que Wendy era una cazafortunas. Solo les importaba que Wendy nunca había querido a otra persona con tanta fuerza como quería a Miles Eisenberg y él, por algún milagro cósmico, la quería de la misma manera. Ahora era una Eisenberg; ahora estaba, por lo menos, en el top treinta de las familias más ricas de Chicago. Ahora podía joder a quien quisiera.
—Mi plan es sobrevivir a todos y pasar mis días deleitándome en un nivel asqueroso de opulencia —concluyó, mientras se levantaba de la silla para ajustar la corbata a su nuevo marido.
David estaba seguro de que los árboles habían florecido solo para hacer ese día todavía más especial. Prodigiosas y grandes hojas proyectaban sombras sobre el césped. Ese césped que, para preservar radiante, había provocado que Marilyn y él hubieran estado saliendo en pijama y chubasquero a sacar al perro en vez de abrir la puerta trasera de la casa y dejarle salir al jardín como otras veces.
No podía dejar de mirar, con un revoltijo en el estómago, los surcos que el mobiliario alquilado para la ocasión dejaba en su césped inmaculado y abonado con tanto dinero. Goethe se paseaba con actitud de preso recién salido de la cárcel, recorriendo el terreno verde con la confianza propia de un horticultor. David tomó una bocanada de aire y notó la humedad del ambiente. ¿Tendrían la suerte de que se pusiera a llover y espantara a todos los invitados? Se maravilló de la cantidad de gente que podía acumularse en una vida, la cantidad de caras que miraba ahora y no reconocía. Pensó en Wendy de pequeña, cuando vivían en Iowa, trepando hasta el porche donde Marilyn y él se mecían juntos en el viejo columpio, acurrucándose entre ellos y murmurando una frase mientras se quedaba dormida: «Sois mis amigos», dijo.
Estaba abrumado allí de pie, tan fuera de lugar como hacía un cuarto de siglo, cuando eran jóvenes, y una fría noche de diciembre, Marilyn se recostó por primera vez en su pecho, a la sombra del ginkgo. Trató de mirar todo lo que le alcanzaba la vista y se dejó estremecer por los colores vibrantes de la primavera, hasta que encontró a su mujer, un diminuto bulto vestido de verde, escondida bajo el ginkgo de siempre. Caminó hasta ella y le tendió la mano. Ella se inclinó instintivamente hacia él.
—Ven conmigo —le dijo, y juntos rodearon el árbol hasta ocultarse de la vista de todos. La atrajo hacia sí y enterró el rostro en su pelo.
—Cariño —dijo ella, preocupada—, ¿qué pasa?
Él apoyó la cara en el pliegue de su cuello, respirando la débil y seca calidez de su aroma a lilas y a primavera irlandesa.
—Te echaba de menos —le dijo.
—Oh, mi amor.
Se abrazaron con fuerza y se miraron a los ojos. Después, David la fue besando poco a poco, primero los labios, luego el pómulo, la frente, la comisura, el cuello y los labios de nuevo. Marilyn le devolvía todos los besos. La calidez de la preocupación compartida era lo que, desde hacía tiempo, más significaba para ambos. Sus cuerpos encontraron la compañía y el consuelo entre la multitud de esa tarde, con ese lenguaje que ya conocían tanto, sus labios juntos, sus manos acariciando la espalda de ella hasta apoyarla sobre el árbol, ese silencio que se rompió cuando ella dijo: «No dejes que las niñas nos pillen».
Pero, por supuesto, los pillaron. Las cuatro niñas, algunas ya no tan niñas, observaban a sus padres desde distintos puntos del jardín, sin sorpresa ante la evidente atracción entre ellos, como una regresión a la infancia, con mirada de necesitar consuelo, el consuelo que traen los que siempre tendrán un compromiso contigo, pase lo que pase. Sus cuatro hijas, sus cuatro frutos, dejaron de hacer lo que estuvieran haciendo para mirarlos, para conectar de alguna manera con esas dos personas, sus padres, que emanaban más amor del que parecía que el universo pudiera consentir.
Violet trataba de evitar a Wendy siempre que podía, aunque fueron inseparables durante mucho tiempo y ahora los contactos improvisados eran casi inexistentes. Pero Violet no pudo encontrar una excusa perfecta para evitar su última invitación a comer, que supuso que tenía que ver con un favor o con alguna crisis existencial de la que Wendy querría hablar largo y tendido, por supuesto sin considerar que el resto del mundo tenía vidas propias y ajetreadas y que no estaba para comidas frívolas entre semana en el West Loop.
El restaurante estaba de moda y mal ubicado. Tuvo que pedir ayuda al aparcacoches a pesar de que eran las dos de la tarde de un miércoles. Tenía que recoger a Wyatt de preescolar a las 3:30; esa era su excusa para irse rápido y pensaba soltársela a su hermana sin pudor: «Lo siento, hay dos niños cuyas vidas y desplazamientos dependen de mí». Por supuesto, no iba a ser generosa con su tiempo, claro que Wendy encontraba siempre una excusa para hacer un drama y para beber alcohol a mediodía. Conseguía victimizarse por todo, lo que fuese, porque nunca llegó a terminar la universidad, por Miles o porque ella siempre ganaría a la más traumatizada.
Violet se frotó la frente, como alejando el dolor de cabeza que aparecería en cualquier segundo. No sabía si tomarse una copa de vino, pero, sin duda, Wendy ya habría pedido una botella y su hermana, a pesar de sus muchos defectos, tenía un gusto excelente para el vino, un paladar refinado para los taninos y la acidez. Siempre sentía el impulso de mostrarse espléndida ante Wendy y ocultar que, aunque la mayoría de los días se iba en chándal caro a llevar a los niños al colegio, hoy había optado por una elegante blusa de seda con mangas de mariposa y unos vaqueros ajustados, que era evidente que le quedaban mejor antes de tener a Eli.
Trató de recordar la última vez que había visto a su hermana y llegó a la conclusión de que fue cuatro meses atrás, en el segundo día de Acción de Gracias, esa reunión anual, exasperante y estrafalaria que se celebraba en casa de sus padres. Toda aquella distancia era ridícula, en realidad, porque vivían a veinte minutos la una de la otra, porque habían compartido dormitorio durante casi una década —Violet, durante la época más oscura de su vida, se había mudado con Wendy y Miles— y porque, después de todo, eran prácticamente gemelas, se llevaban menos de un año.
—¿Señorita? ¿Necesita que la acompañe dentro? —Era el aparcacoches.
—Solo estoy tomando un poco de aire antes de entrar, pero gracias —dijo ella, y él sonrió.
—Si necesita un salvavidas, en algún momento, hágame un gesto y entraré a decirle que alguien le ha robado el coche.
¿Estaba flirteando con ella? Definitivamente podría ser su salvavidas.
—Lo tendré en cuenta.
Sacó otro billete de diez de su cartera y se lo acercó. De algún modo, se había convertido en una de esas personas que zanjaba todo con una transacción económica. Él lo cogió sin dudarlo dos veces.
—Deséeme suerte —le dijo, y él le guiñó un ojo. ¡Le había guiñado un ojo! ¡A ella! Imaginó que también le miraba el culo al entrar en el restaurante sin juzgar su evidente falta de ejercicio. La camarera la condujo al patio interior del restaurante y deseó de inmediato haber traído un jersey, un pensamiento muy de madre. Wendy había llegado primero, estaba en la esquina más alejada para poder fumar sin molestar a los demás, aunque era la única mesa ocupada porque ¿quién se sentaría fuera en Chicago, en primavera, a quince grados? Y no estaba sola.
Lo primero que vio fue la nuca de lo que intuía un hombre y, además, bastante joven. Pensó que Wendy estaba en una fase exploratoria y se había enrollado con algún yogui de su clase de chakra. Se sintió muy dolida porque, por supuesto, Wendy no podía invitarla a comer sin más, solas las dos. Siempre tenía que haber algo, algo que la descolocase y la dejase tocada, una especie de demostración de «mira en lo que ando ahora» que sirviese para reforzar lo aburrida que era la vida de Violet, lo soporífera que estaba en el statu quo, mientras Wendy estaba fuera haciendo vinyasa tántrico con una chica andrógina llamada Friday.
Pero no.
Violet recordaría más tarde, en su coche de camino a casa, después de haberle dado la tercera propina al aparcacoches, la incomodidad que había sentido, como si algo en ella se cristalizara. No solo había reconocido a ese chico joven, no, fue mucho más. Y tampoco fue un momento poético, ni una metáfora; no sintió rayos en las sienes, ni se le helaron las venas. Apenas atinó a verle la nuca y un poco de su perfil, pero eso había sido suficiente para reconocerle casi a nivel molecular, no como cuando vio por primera vez a sus hijos Wyatt y Eli, sino como algo significativo en sí mismo, como un fuerte tirón uterino que casi la hizo doblarse. No reconoció al joven, no, esa no es la palabra, más bien lo absorbió. Y en su cabeza, en el coche, después de haber huido del restaurante, de su hermana y de la persona a la que había dado a luz quince años antes —un joven que ahora tenía el pelo oscuro con un flequillo que le quitaba visión— imaginaba todas las cosas que podría haberle dicho a Wendy. Cosas fuertes, cosas de cine: «¿cómo te atreves a hacerme esto?», «estás muerta para mí», «maldita psicópata, ¿cómo te atreves?, ¿cómo te atreves?, ¿cómo te atreves?». Por eso había hecho bien en irse antes de llegar a verle la cara completa.
Antes de irse al acto benéfico para la recaudación de fondos de la Fundación Lurie, Wendy se fumó un cigarrillo en la terraza y aprovechó para hablar un rato con Miles. Salió por la puerta de atrás con una botella de Grey Goose, con el vestido poco acertado de corte sirena negro subido hasta las rodillas, un cigarrillo marca Parliament en su boca y otro que dejó encima de la mesa.
—No me ha sorprendido nada del día de hoy. Violet ha salido corriendo antes de que él ni siquiera pudiera saludarla. —Encendió el cigarrillo y suspiró—. Tienes que perdonarme, la verdad es que no sabía dónde me metía con todo esto. Pero tengo que reconocer que es un chico encantador, te caería muy bien.
Miles no pronunció respuesta.
—Llevo puesto el vestido más tonto. Sé que a tu madre le habría gustado. —Se recostó donde estaba sentada—. Ayer vi a mi padre. La jubilación parece que es un desastre. Me dijo que estaba considerando la ornitología. ¿Te imaginas? No lo veo quieto, observando, durante mucho tiempo.
Desde que Miles murió, Wendy solía hablar con él cuando algo, algo etéreo, la hacía pensar en él, aunque la mayoría de las veces no necesitaba sentir algo de Miles para iniciar una conversación. Como hoy.
—Esta noche va a ser un desastre total —dijo después de unos segundos de silencio—. Todos esos buitres vestidos de traje estarán ya borrachos. No prometo no matar a nadie esta noche, al menos no con la mirada. —Miró hacia arriba buscando algo que la hiciera pensar que él la estaba escuchando, pero no encontró nada en ese cielo nublado, grisáceo y sin estrellas. Exhaló hacia ese cielo sin respuestas y, al menos, el humo de su cigarrillo le sirvió de señal para no sentirse tan sola—. Oye, tú, espero que estés orgulloso de mí porque estoy tratando de tirar hacia delante, ¿vale? —Sin darse cuenta ya habían pasado casi dos años sin él. Tiró lo poco que le quedaba del cigarrillo y enseguida se encendió otro—. Ojalá pudiera besarte las manos ahora mismo —susurró, muy bajito porque los vecinos acostumbraban a dejar las ventanas abiertas—, pero, como no puedo hacerlo, tal vez esta noche tenga que buscar un sustituto, quizá algún marinero griego que me cautive un poco, no demasiado, te lo prometo. Joder, cariño, te echo tanto de menos.
Le contó todo lo que había hecho durante el día, esta vez solo con su cabeza, y después le dio la última calada a su cigarrillo, exhalando todo el humo que le quedaba dentro con un sutil «te quiero», como hacía siempre que terminaba de hablar con él.
Unas horas más tarde, un hombre vestido de esmoquin le tocaba un pecho mientras ella le acomodaba la rodilla entre sus muslos. Él retrocedió y se chocó con una mesa, rompiendo un jarrón con lirios.
—Ten cuidado —le dijo ella.
—Culpa mía —respondió él.
A primera vista, parecía más un chico que un hombre. Le había dicho que se llamaba Carson, lo que la hizo reír y, cuando él se mostró dolido, ella le echó la culpa a los nervios y lo llevó por el pasillo junto a los lirios.
La mano sudorosa del chico se había adherido a su pezón de una forma que no era especialmente agradable. Le besó el cuello. Ella frotó un poco más la pierna contra su entrepierna. Tendría unos veinte años. Parecía muy seguro de sí mismo.
—No he oído tu nombre —susurró excitado.
Wendy se puso un poco rígida y pensó en Jonah, a quien había tenido sentado enfrente en ese restaurante hacía apenas unas horas, en la inocencia inexpresiva de su rostro, en su ingenua reacción cuando ambos se dieron cuenta de que Violet había huido. ¿Y si liarse con un tipo como el que tenía ahora entre sus brazos ni siquiera era legal?
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Wendy. Él se apartó y sonrió.
—Veintidós.
Se relajó de nuevo y culminó el asunto deslizando su mano por los pantalones del chico. Tal vez era el heredero de algún inventor de algo no muy original o puede que fuera el hijo de algún capo de la industria musical o de un corresponsal de la Fox bronceado con espray. Desde luego, seguro que tenía una vida intrascendente, que uno esperaría que no matara a nadie con su coche sin consecuencias. No besaba mal, por lo menos.
—¿Cuántos años tienes tú? —preguntó él.
—Setenta y ocho, ¿no se me nota? —dijo ella, imperturbable.
—Muy graciosa —dijo él y, por algún motivo, algo no le sentó muy bien a Wendy.
—¿A qué se dedica tu padre? —le preguntó ella sin rodeos, retirando la mano de sus calzoncillos.
—¿Qué?
—Tu padre, ¿cuál es su trabajo? ¿Por qué estás aquí esta noche?
—¿Qué te hace suponer que estoy aquí con...? —Se detuvo y al instante se dio por vencido—. Es ingeniero. Desarrollo de software médico. Robótica.
—Ya.
Mañana revisaría la lista de invitados para asegurarse de que el padre de ese chico hubiera hecho una donación generosa. A veces, los tipos de perfil más bajo intentaban pasar desapercibidos comprando solo las entradas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él, un poco más hostil esta vez.
—Wendy.
—Como la de Peter Pan —observó Carson con astucia. Ahora era ella quien se daba por vencida.
—Nunca me han contado por qué me pusieron ese nombre.
Su madre y su padre solían llamarla Miércoles como apodo, y, cuando se había enfrentado a su madre por ello —hacía solo unos años—, la respuesta que recibió fue, la verdad, muy decepcionante.
—¡Qué cruel, mamá! ¿Como Miércoles Addams? Por favor, ¡estaba esquelética, mamá! Casi enferma. ¿De verdad os parecía gracioso?
—¡No fue por eso! Te apodamos miércoles porque naciste un miércoles, Wendy, justo unos minutos después de medianoche y, como yo no tenía ni idea de qué día era, se lo pregunté a tu padre y bueno, pues de la emoción tu padre se equivocó y en ese momento nos pareció gracioso y un bonito apodo, pero vamos... Fue por eso.
Esa era la historia de su nombre. Básicamente el resultado de la pésima concepción del espacio-tiempo de sus padres.
Tiró de la manga de Carson.
—Vamos a salir fuera, que nos dé un poco el aire —dijo.
—Wendy... —pronunció pensativo, ensimismado—. Espera... Wendy como ¿esa Wendy?
Se giró para ver a lo que se refería y vio el cartel enorme del evento, con la foto de un bebé enfermo y en un texto en la parte inferior: «con el patrocinio de Wendy Eisenberg, miembro de la Sociedad Benéfica de Mujeres de Chicago». Un ingeniero en robótica donaría menos si descubriera que la madurita que organiza todo esto se está dando el lote con su hijo de veintidós años, de nombre Carson. Pero lo que afectó de verdad a Wendy fue el Eisenberg, todavía le dolía ver su nombre junto al suyo. Intentó sonreírle al joven que parecía fascinado.
—¿Es que parezco, acaso, anfitriona de este evento? —preguntó.
—Si no eres Eisenberg, ¿cómo te apellidas entonces?
—Sorenson —dijo ella rápidamente.
—Bueno, ¿te puedo escribir? —preguntó él y ella sonrió.
—Claro, pero será mejor que me vaya.
—Creía que íbamos a salir a que nos diera el aire.
—Una pena, no hay tiempo. Estoy anticuada, tengo que irme, ya sabes, los coches se convertirán en calabazas, alerta vital.
—Bueno... vale... Esto ha estado... ha estado bien.
Joder, era un encanto. Parecía un premio por haber tomado casi por primera vez el camino correcto.
—Hazte un favor —le aconsejó Wendy—. La próxima vez que pienses que una mujer es graciosa, no le digas que lo es.
—¿Qué le digo entonces?
El gesto de confusión y honestidad que puso le revolvió algo en su interior, como si la ternura se apoderase de ella.
—Tan solo ríete. La próxima vez que conozcas a una mujer divertida, ríete de sus chistes, ¿vale, Conrad?
—Carson.
—Carson. Eso. Buena suerte, chico.
Lo de «chico» le hizo pensar en sus padres de repente: en su padre besando a su madre en su boda, escondidos bajo el ginkgo, o en casa, escuchando a Otis Redding, «win a little, lose a little» y declarando «Esta es nuestra canción, chico». Todas las canciones pertenecían a sus padres, todos los discos que se grabaron en las últimas seis décadas tenían algo que ver con la historia de David y Marilyn, esas dos personas, a veces inexplicables, de las que procedía. Cuando conoció a Miles, pensó que por fin había encontrado a alguien como lo había hecho su madre.
De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas y sintió una opresión familiar en el pecho. No debía marcharse tan temprano, pero sabía que, si se quedaba, las cosas se torcerían. No recogió el abrigo del guardarropa y salió a la calle. Algunas personas decían que el duelo duraba un año y que después todo volvía a la normalidad; otras decían que las cosas solo empeoraban. Ella pensaba como estas últimas porque Miles llevaba muerto desde 2014, pero aún no había recogido las cosas de su mesilla de noche, seguía comprando en el supermercado cosas que a él le gustaban y a ella no. Funcionaba exactamente igual que antes, cuando era miembro de una unidad, como una persona que dependía de la participación activa de otra. No era porque no lo hubiese intentado: se mudó al piso de River North, pero lo había decorado casi igual que la casa de ambos de Hyde Park y durante la mudanza selló bien con cinta adhesiva los cajones de Miles —su escritorio, su cómoda, su mesilla de noche— para que llegaran intactos, con todas sus cosas.
La primavera llegó como un deshielo. La quietud, una especie de consuelo que Marilyn no había conocido desde, bueno, desde siempre, para ser sinceros. Quizá antes de nacer, en la calidez del útero materno, conoció una quietud y tranquilidad como esa, pero puede que ni siquiera entonces, ya fuera por la afición de su madre por el Tanqueray o por la laxitud de los años cincuenta, depende a quién o a qué se quiera culpar. La vida iba bien. Su vida iba bien. La tienda de la que era dueña desde hacía poco iba bien, dormía mejor que nunca y desde que iba a trabajar en bicicleta sus piernas casi habían recuperado la flexibilidad de su niñez. Además, sus orquídeas del porche de la entrada florecían como un estallido rojo brillante y oscuro.
Por una vez, podría haber soñado a lo grande, de no ser por su familia. Marilyn Connolly —¿quién lo diría?— propietaria de un negocio, no fumadora certificada desde hacía casi quince años, asistente ocasional a la iglesia y dueña de las orquídeas más hermosas de Fair Oaks. Se preguntaba si tal vez se encontraba en la flor de la vida, aunque no podía siendo madre de cuatro hijas. En lugar de soñar a lo grande, se sentía más bien como una de esas cometas que volaban frente a la gasolinera de Ridgeland Avenue que tenían una gran vela que solo se mecía con la brisa, atada al suelo por gruesas cuerdas que parecían cordones umbilicales. Eran pocos los minutos de felicidad antes de que sonara el irritante soniquete de su teléfono móvil seguido de un «Oh, Dios mío, mamá» o antes de un golpe en la ventana de la cocina y un «¿Dónde está el rastrillo, cariño?».
Aparcó la bicicleta en el porche y se detuvo a arrancar algunas hojas muertas de las macetas. Loomis la esperaba dentro. «Hola, mi amor», le dijo, rascándole detrás de las orejas. Eran como esos tópicos de los padres con el síndrome del nido vacío que, en cuanto el último hijo se iba a la universidad, se centraban, por desesperación, en el perro.
—Hola, cielo —la llamó David desde el fondo del pasillo.
Siguió a Loomis hasta el estudio y observó la espalda de su marido y el indicio de una calvicie que se extendía desde la coronilla de su cabeza como una galaxia.
No lo necesitaba. La idea de una pequeña e intrascendente infidelidad le rondaba por la cabeza. Se le ocurrió en ese momento mientras lo veía ahí, sentado en su escritorio ante unos cuantos libros de monedas raras y una pila de cáscaras de pistacho. Se había vuelto desordenado con los años, después de haber sido un hombre obsesionado con las migas minúsculas en la encimera y los mechones de pelo castaño del desagüe de la ducha. Ahora toleraba el desorden y se había convertido en un hombre con la libido por las nubes y, cuando se levantó para besarla, sacudiéndose de la camisa finas motas de piel de pistacho, el pensamiento se materializó. «No te necesito», pensó. Ella intentó rehuir el beso en la boca y fue a besarle la frente, pero él le pasó una mano por la nuca y le rodeó la cintura, dejando sin escapatoria sus labios.
—Creo que me estoy resfriando, amor —dijo ella, apartándose. Claro que era mentira, un simple resfriado nunca les había coartado el contacto físico y su casa siempre había sido un festín para los gérmenes, compartían tazas de café, tostadas y hasta los cepillos de dientes cuando estaban demasiado cansados para encender la luz y distinguir el verde del azul. David tenía el sistema inmunitario de un caimán y a Marilyn, cuando las niñas eran pequeñas, se le pegaban todos los virus que sus hijas traían a casa o de los clínex sucios que dejaban siempre en cualquier sitio. Ninguno de los dos, a esas alturas, temían a los gérmenes y por eso, ahí, los dos frente a frente en el estudio, David se sintió herido.
Claro que necesitaba a su marido, a un nivel molecular, el tipo más profundo de necesidad humana. Pero no necesitaba su ayuda. Y no quería su cuerpo, no de una forma que le recordara a ese tiempo en el que las tres niñas mayores eran todavía pequeñas a la vez, adolescentes, y estaba demasiado cansada para desear nada que requiriera siquiera un momento de atención física. Se sentía así, cansada para eso, pero con energía para dedicarse a ella y solo a ella.
—¿Qué tal el día? —le preguntó a David, abriéndose paso hasta la cocina.
—Bueno, ya sabes, poca cosa —dijo él—. Corté el césped y he sacado a pasear al perro. —Se quedó callado—. ¿Cómo te ha ido a ti el día? —preguntó finalmente y ella vaciló.
Empezaba a sentirse un poco incómoda teniendo que contrarrestar la actitud pasiva y simplona de su marido, con su alegre relato de lo bien que le iba en la tienda, de lo divertidos que eran sus jovencísimos empleados o los deliciosos momentos de introspección existencial que había estado teniendo últimamente durante las pausas entre clientes. No se podía responder a «Estoy deprimido y me dedico a arreglar cosas de casa para combatir mi desesperación» con un «¡Nunca he sido tan feliz!».
—Todo bien —dijo ella—. ¿Me ayudas con la cena?
Cuando se casaron, vivían en esa especie de caótico invernadero que es Iowa City y David estudiaba Medicina. Les encantaba preparar la cena juntos, dando vueltas por la cocina y besándose contra la encimera mientras esperaban a que hirviera el agua y a veces se olvidaban por completo de la comida y tenían que avivar la alarma de humos con la ropa que se habían ido quitando.
Había algo en la expresión de él que agitaba una parte sensible de su corazón; algo en la caída indefensa de su pelo canoso la hizo acercarse a él, rodearlo con los brazos y besarlo. Necesitar y desear eran cosas completamente distintas.
—Creí que estabas resfriada —dijo él apartándose del abrazo de su mujer.
—Bueno, falsa alarma —contestó ella, guardándose las manos en los bolsillos traseros del pantalón.
—Puedo cocinar yo, si quieres —propuso David, pero ella se decidió por besarlo en la boca y tratar de reencontrarse con el deseo que una vez les atrajo con fuerza.
Sintió entonces un destello en su vientre, un sutil recordatorio de que ese deseo existía todavía y que amaba a ese hombre más que a su bienestar estando sola. Acercó sus caderas a las suyas para prolongar la sensación, pero desapareció rápido para dejar paso, de nuevo, a la quietud y a un pequeño dolor de mandíbula.
Grace había escuchado en alguna parte que recibir cartas en sobres pequeños no tenía por qué significar malas noticias, pero, según su experiencia, nunca traían nada bueno. Por eso, cuando vio el tamaño del sobre que asomaba por su buzón, junto a un panfleto de limpiezas dentales, no tenía ninguna intención de abrirla. Se había vuelto insensible a la decepción e insensible, también, al interior de su apartamento, que tenía el color y la textura exactos del pan rallado. Tenía una nevera pequeña en lugar de una normal, el dormitorio estaba hecho con bloques de hormigón vistos y la ducha soltaba un tímido chorro de agua tibia, que pasaba a ser helada si alguien de otro apartamento enjuagaba un simple plato.
Pero era temporal. Ese había sido su razonamiento: aguantar en un tugurio barato durante un año —algunos hasta decían que la escasez era amiga de la productividad—, solo un año, hasta que se le acabara el contrato del piso. Se lo recordaba cada día a medida que sus amigos de la universidad, uno tras otro, se iban marchando de la ciudad, a medida que las calificaciones para entrar en la Facultad de Derecho iban llegando con calificaciones que, según ella, eran erróneas. «Esto es solo temporal y todo va a ir bien», se decía. Sí, todo iría bien, pronto iba a encontrar su lugar en el mundo, el trabajo que debía tener, el hombre con el que debía casarse y la pequeña —o, quién sabe, quizá no tan pequeña— parcela de tierra que debía comprar. Todo eso sonaba muy bien. Recuperar el aliento, ahorrar un poco de dinero en ese cuchitril. La alegre y pragmática Grace, la última y apreciada hija de unos padres permisivos.
Ahora era casi abril y sus distantes amigos estaban ocupados con la Facultad de Medicina y los posgrados, con mudanzas a Nueva York o Seattle o Singapur, y las cartas de rechazo no dejaban de llegar, una tras otra, y continuaba trabajando por 9,50 dólares la hora como recepcionista en una organización sin ánimo de lucro que ofrecía servicios legales gratuitos a músicos de viento, sin saber ella nada de instrumentos de viento y, por lo tanto, sin ningún amigo. Así que pasaba mucho tiempo en su destartalado apartamento, lo que le bajaba considerablemente la moral.
Un pequeño y nada prometedor sobre de la Universidad de Oregón yacía sobre la mesa de su cocina, justo el día que se cumplía un año de su graduación en el Reed College. Oregón no tenía la mejor universidad, era más bien de un nivel inferior al resto donde había solicitado plaza, pero dado el rotundo «no, gracias» que había recibido de las demás universidades, esta era su última esperanza. Sería ideal, en verdad, implicaría un traslado fácil al otro lado del río. Pero tenía la sensación de que algo la retenía aquí, no se negaba a pensar que era el destino, pero se sentía atada a su pequeña nevera que seguía estando vacía, bueno, solo con una botella de chardonnay y unos palitos de queso. Vivía un poco como se imaginaba que vivían los asesinos, con escasez y vergüenza.
Sonó el teléfono y, al ver que era su hermana Liza, cogió los cigarrillos y salió al balcón. En teoría, el balcón era una ventaja de su apartamento, pero sentarse en él era como hacerlo en un corral o en una cárcel. Últimamente prefería hablar con Liza antes que con otra de sus hermanas, porque Liza era mucho más aburrida que Wendy o Violet, no estaba casada, ni era madre, ni la atormentaban dramáticos fantasmas de su pasado, no era rica ni aventurera, ni tenía un éxito extraordinario. Liza estaba bien en su casa toda beis, en su trabajo académico sin futuro y con su novio avaricioso. Era la tercera hija Sorenson y la menos interesante, superando a Grace solo por un puesto y eso la reconfortaba.
—¡Goose! —dijo Liza—. Tengo un notición genial.
Grace se apoyó en los barrotes del balcón y cerró los ojos.
—Adivina a quién han ascendido a profesora titular.
Pensó en hacer un chiste y decir «Peter Venkman», pero la alegría de Liza en ese momento pesaba más que su propio malestar.
—¡No me digas! Lize, es una noticia increíble.
Su hermana dejaba su puesto como la hija menos interesante para que lo tomara ella, la única hija única con hermanas y encima la menos interesante. Podía racionalizar que sus hermanas, mucho mayores que ella, habían tenido más tiempo para hacer y conseguir cosas en la vida, pero era difícil minimizar el logro evidente que suponía ser profesora titular con treinta y dos años.
—¡Gracias! No me lo esperaba para nada, Goose, justo ahora. El decano me ha preparado un capuchino. ¡Él mismo! ¡En su oficina!
No se acordaba de que la familia, a veces, te hace olvidar los confines de tu propia y tonta existencia.
—¿Y cómo llevas el cambio de estatus?
Liza se rio.
—Estoy... estoy como colocada ¡Estoy tan feliz!
—Deberías colocarte. Deberías estar celebrándolo.
—Voy de camino a casa. Bueno, más bien estoy en el aparcamiento de Binny, la destilería.
—Binny, la fábrica de los sueños, querrás decir.
—Ryan se alegrará de esto, ¿verdad?
Liza era la única de sus hermanas que le hablaba así, como si Grace supiera más cosas que el resto.
—Claro que sí, cómo no. No te pongas nerviosa, permítete estar contenta y feliz por esto, Lize, es una pasada.
—Tengo un trabajo estable, no me lo creo.
—No presumas tanto, anda.
Después, algo tímida porque no estaba segura de haberle dicho esas palabras a nadie y menos a una de sus hermanas mayores, le dijo: «Estoy orgullosa de ti». La voz de Liza, cuando respondió, sonaba sincera.
—Gracias, Goose. Estoy muy emocionada. No creo que me haya sentido así desde... Nunca, en realidad.
—Ahora que eres fija, me podrás conseguir material de oficina gratis, ¿no?
—Solo por eso firmé el contrato. —Se rieron, hasta que llegó la pregunta—. Un momento, Goose, ¿sabes algo de la solicitud que mandaste? ¿Te han cogido?
Por alguna razón, no contestó enseguida. Miró con pesar hacia la mesa de la cocina.
—¿Grace?
—En realidad —el tono optimista que le dio a la última sílaba fue involuntario total—, acabo de coger una carta de la universidad de Oregón justo antes de que llamaras. —Eso no era mentira, no al menos una gran mentira.
—¡Goose! Hablando de buenas noticias. Eso es una buena noticia. Sabía que te cogerían. Mi hermana pequeña va a ser abogada. Sabes que yo te cambiaba los pañales, ¿verdad?
—Alguna vez me lo has comentado, sí, pesada.
La sensación de haber nivelado un poco el terreno de juego no era desagradable, sobre todo después de que Liza invocara los pañales para resaltar sus nueve años de diferencia de edad. Aún no había dicho nada que no fuera cierto, a pesar de que el corazón le latía a mil por hora.
—Estoy muy orgullosa de ti, Gracie. ¿Se lo has dicho ya a papá y a mamá?
Grace se tomó unos segundos.
—Estoy pensando cuál sería la mejor manera de dar la noticia.
—¡Qué día más increíble! —se alegró Liza. Además de ser la tercera hermana menos interesante, Liza era sin duda la más amable y Grace se sintió culpable de esa verdad a medias—. Escucha, Goose, tengo que ir a casa, pero hablamos pronto, ¿vale? Mamá y papá van a flipar. Tú también deberías estar celebrándolo. Prometo no obligarte a llamarme profesora si tú no me obligas a llamarte Su Señoría. Te quiero.
—Claro, tranquila. Yo también te quiero.
Cuando colgaron, su cuerpo pareció envejecer de pronto. Volvió al interior del piso con la mirada fija en el sobre. Quizá su mentira a medias se convirtiese en verdad. «A veces las cosas buenas vienen en envases pequeños», decía su madre a menudo, y a eso podía agarrarse. La gente de Oregón estaba concienciada con el medioambiente, no querrían gastar papel de más. Podrían ser solo un par de frases, algo así como: «¡Estás dentro! Revisa el resto de los pasos en nuestra web».
Cogió un cuchillo del cajón de la cocina, su padre las había educado para abrir el correo con dignidad, no para romper los sobres como si fueran salvajes. Sus padres eran siempre optimistas en lo que se refería a su vida, nunca tenían ninguna duda de que estudiaría Derecho con becas impresionantes o que llegaría al Tribunal Supremo. Abrió la carta con el cuchillo y sacó el folio. Lo leyó veloz con esos ojos entrenados a la lectura rápida e inmediatamente lo tiró a la basura.
El chardonnay que tenía era de los baratos de la gasolinera Hodnapp’s Harvest y, al contrario de los vinos caros y modernos con etiquetas con mensajes tipo «marida bien con pescado a la parrilla y risotto de primavera», en esta aparecía una foto de lo que parecía ser el escudo de la familia Hodnapp y, desde luego, no decía nada de los palitos de queso que se pudrían en su nevera, sino que ponía «este vino marida bien con la amistad». Se sirvió un tercio de la botella en una taza de café y salió al balcón a llorar por su futuro.
Liza se iba mentalizando, de camino a casa, de que era una tipa con suerte. Su hermana Wendy les había allanado el camino a todas saliendo con un montón de gilipollas terribles, psicópatas americanos rubios con los cuellos musculados que pasaban las vacaciones en el cabo. Esta procesión de especímenes empezó en el instituto y terminó con Miles, bastante más normal y desorbitadamente rico. Luego vino el novio universitario de Violet, que tenía problemas con el contacto visual y las veía a todas como conejillos de Indias de algún experimento raro. A todo esto, cuando llegó Ryan, los padres de Liza ya eran inmunes a las rarezas y apenas se inmutaron ante los tatuajes que tenía en los antebrazos. A veces se preguntaba si veían los defectos más sutiles de Ryan, como la ansiedad que a veces lo paralizaba, su fuerte tendencia depresiva o cómo ella a veces entraba en casa y no lo reconocía, solo veía a un hombre aniñado con expresión abatida. En esas ocasiones se cuestionaba si todos los momentos felices que habían vivido juntos habían ocurrido alguna vez.
Todo empeoró el año pasado, cuando se mudaron de Filadelfia a Chicago para que ella pudiera empezar a dar clases en el Departamento de Psicología de la UIC. Pronto aparecieron los días en los que él no se levantaba de la cama y las mañanas corrigiendo en casa en las que, cuando salía de camino a la universidad, sobre las dos de la tarde, él ni siquiera se había despertado aún. En una jornada laboral suya, él solo era capaz de comerse unas tostadas y ver seis episodios de Breaking Bad. Cuando llegaba de trabajar, Liza se acurrucaba en el sofá con él y Ryan empezaba un monólogo interminable de quejas sobre lo inútil que se sentía. Le había sugerido muchas veces, y siempre con sutileza, que llamara a algún amigo del posgrado, para que lo ayudara y se animase, pero luego, por supuesto, aparecían las excusas: Steve Gibbons vivía en Los Ángeles, Mike Zimmerman nunca le había caído bien o su viejo ordenador ya no funcionaba.
Con el tiempo, dejó de decirle nada y empezó a cenar tostadas al llegar a casa y a unirse al capítulo que él estuviera viendo de Breaking Bad. Muchas veces le entraban unas ganas enormes de zarandearle y que espabilara. «Deja de dormir tanto —quería decirle—, empieza a dormir las horas normales, como una persona normal y sana y ponte a hacer algo». No era el letargo de su depresión con lo que no podía, era con el permiso que se daba de seguir durmiendo mientras sonaba la alarma de fondo. Liza amaba su cama más que cualquier otro lugar del mundo, podía entenderlo por ese lado. Si la hubieran dejado a su aire, sin la presión de una hipoteca por pagar y un aula llena de estudiantes con derechos, muchos días se habría quedado en la cama, comiendo los panecillos del Penny’s y con la dulce satisfacción de cambiar la atención a su teléfono por los cantos de sirena de Netflix. Esa parte de la depresión la entendía, porque sabía lo que era sentirse agotada de todo. La parte que le molestaba era la falta de deseo de hacer algo por sí mismo. Le fastidiaba su potencial dormido, escondido, y encima reforzado por una serie de profesionales inteligentes que en algún momento le vieron como algo raro y prometedor. Le molestaban sus excusas, su descuido, su incapacidad para ver en sí mismo lo que ella veía en él.
—Eres muy inteligente —le dijo una noche que lo convenció para cenar en condiciones—. Eres brillante y puedes hacer mil cosas que los demás no pueden. ¿Es que no lo ves?
—No haces nada siendo inteligente —contestó él—. Tienes que conocer a las personas adecuadas.
—Conoces a esas personas.
—Tú no lo entiendes —dijo—. No quiero sonar como un capullo, pero es que no lo entiendes.
A veces hacía cosas durante el día que valían la pena, por ejemplo, doblaba la ropa de forma meticulosa, o de vez en cuando lavaba los coches y aspiraba el interior, cambiaba bombillas y hablaba por teléfono con sus padres para que ella no tuviera que hacerlo. Intentaba siempre ser efusiva con su agradecimiento por estas pequeñas cosas, besándole el cuello y fingiendo que ella nunca se habría acordado de cambiarle el aceite al coche, lo cual era un poco verdad. Sin embargo, cuando llegaba a casa y él estaba viendo la televisión o sentado inmóvil ante su portátil, a ella le costaba varios segundos de reestructuración cognitiva, porque el sueldo de él les había ayudado a comprar la casa, pero solo era el sueldo de ella el que la pagaba, porque un ayudante del departamento se le había insinuado y encima era uno de los protegidos de su jefe, porque ella solo quería volver a casa y beberse una copa de vino y hablar con alguien sobre ese tipo de cosas, pero su «alguien» estaba inmerso en una de las temporadas de Dexter, llevaba los mismos pantalones de chándal grises desde diciembre y no quería oír hablar de lo que las personas funcionales tenían que pelear porque sus problemas eran mucho más graves.
No podía explicárselo ni a sus padres ni a sí misma. No podía explicar el dolor que suponía —le dolían hasta los huesos— ir a besarle y que él apartase la cara murmurando que no era un buen momento. O esa misma noche, cuando le ofrecieron el puesto de titular —a los treinta y dos años— que llegó a casa con la cara casi partida en dos de tanto sonreír, cargada de helados sándwiches de Mumbles y una botella de pinot noir de sesenta y ocho dólares (el champán le daba dolor de cabeza) y se encontró con todas las ventanas del primer piso cerradas a pesar de que era una preciosa tarde de primavera y él en pijama, catatónico en el sofá. No podría explicar lo que sintió cuando la miró y se echó a llorar al darse cuenta de que traía noticias emocionantes.
—Mierda, lo siento —dijo, ahora, además, atormentado por la culpa.
Liza fue hacia él, dejó el helado y el vino al lado de la puerta y se quitó la gabardina para no hacerle sentir todavía peor. Después lo abrazó tan fuerte como pudo y él lloró como nunca le había visto llorar.
—Lo estoy arruinando todo, Lize, lo siento mucho —dijo, y ella lo meció de un lado a otro, también con lágrimas en los ojos, olvidando ya esa felicidad de unos instantes atrás.
—Por supuesto que no arruinas nada —murmuró ella. Ese momento le recordó a la vez que tuvo que calmar a Grace cuando se cayó de espaldas de su triciclo en su casa de Fair Oaks—. Tú eres la razón por la que estoy aquí, mi amor —continuó. Y pensó que podría malinterpretarlo y entender «tú eres la razón por la que estoy atrapada aquí», lo cual era un poco verdad también—. Tú nunca podrías arruinar nada —matizó y supo que eso tampoco lo arreglaba porque él podría escuchar «tú nunca podrías ser capaz de arruinar nada porque eres insignificante».
Después de calmarse, Ryan le empezó a hablar en un tono monótono y desinteresado de lo mal que se sentía, de lo mucho que le fastidiaba sentirse así sin saber por qué y de que sospechaba que la propuesta que había presentado para Lemongraphics no iba a ser bien recibida.
—Seguramente me sienta así por eso, porque tengo la certeza de que me dirán que no —concluyó.
Una vez, al principio de su relación, él la había mirado desesperado y le había preguntado: «¿Qué podemos hacer para que esto deje de pasar?». Y eso le había roto el corazón, porque él tenía tantas esperanzas de que ella tuviera una respuesta, algún tipo de solución enterrada en sus estúpidos libros de texto de la facultad (que describían la depresión como «un trastorno que dura dos semanas o más en el que las personas experimentan un estado de ánimo depresivo o una pérdida de interés por sus actividades habituales»; que no decían absolutamente nada sobre hombres de treinta y tres años sentados catatónicos en calzoncillos, hablando con sus novias sobre cómo habían soñado desde los once años con sentarse en el garaje con el coche encendido porque parecía la forma más humana de morir). Ella también lo había abrazado entonces, sin saber qué decir, y finalmente murmuró algo sobre superarlo juntos, y él parecía muy decepcionado, destrozado por su fracaso a la hora de arreglar las cosas. Desde entonces, no le había vuelto a preguntar nada parecido.
Liza le susurró un «te quiero» para que no pudiera malinterpretarse nada. Estuvieron sentados así más de una hora, abrazados, hasta que a ella le entraron unas ganas tremendas de hacer pis.
—Me voy a la cama —le dijo cuando se levantó—. Estoy muy cansado. Lo siento mucho, Lize, no tengo el ánimo para más. —La miró esperando algún comentario por su parte, pero lo único que ella sintió en ese momento fue resentimiento y ganas de hacer pis acumuladas desde el mediodía, desde su reunión con el decano, a la que había seguido inmediatamente otra con su jefe de departamento y después otra reunión mal planificada con un alumno de su clase 324 que estaba abrumado y agobiado y, a juzgar por el tic nervioso que tenía en el ojo izquierdo, posiblemente enganchado a los estimulantes tipo Adderall. Eran las 20:25 y corría el riesgo inminente de mearse en su falda lápiz de cachemira de la reunión con el decano, pero tuvo que parar, coger la cabeza de Ryan entre las manos y besarle la cara húmeda y salada...
—No lo sientas —le dijo finalmente—. No pasa nada. Todo va a ir bien.
—Joder. Odio estar haciéndote esto.
—No pasa nada, amor. Todo va a salir bien, de veras.
Sus palabras se volvieron menos elocuentes a medida que se concentraba en la presión de los treinta y ocho litros de orina que intentaban escapar de su cuerpo.
—Es que no sé si yo...
—Ryan. Por favor. Hace como ocho horas que tengo ganas de mear.
No quería ser tan brusca y hacerle sentir peor, pero ya estaba empezando a odiarle, aunque solo fuera un segundo. Se fue hacia el baño con una especie de galope extraño.
—Cariño, te quiero, está todo bien, dame solo diez segundos, ¿vale?
Justo cuando por fin liberaba los litros de orina con una sensación similar al orgasmo, él apareció en la puerta. Parecía un bebé, un niño pequeño adormilado y triste. Todo el odio que pudo sentir segundos antes desaparecía según soltaba todo el líquido de su cuerpo. Él se inclinó y le besó la cabeza.
—Me voy a dormir.
Ella se limpió y se levantó, sin molestarse en lavarse las manos.
—Muy bien, cariño. Yo iré en un rato, que duermas bien —le dijo, rivalizando con su madre, madre de cuatro niñas recalcitrantes, en la despedida más apaciguadora de la historia. Él subió arrastrando los pies a la habitación y ella se esperó a escuchar los muelles del somier para recoger el desorden del vestíbulo. El helado, del tamaño de una cabeza de gigante, se había derretido formando un engrudo asqueroso y pegajoso debajo de su gabardina. El vino, caliente y pegajoso, dejó un cerco blanco sobre la madera.
A la mañana siguiente, se sorprendió al verle con energía suficiente para preparar el desayuno.
—Para celebrar tus éxitos —dijo con una dudosa sonrisa en el rostro—. Estoy muy orgulloso de ti, Lize, felicidades.
Sus ojos se llenaron de lágrimas de pronto. Lo rodeó con un abrazo, él se giró y ella le acarició la cara, capaz de ver un atisbo de algo que reconocía. No era deseo lo que sintió, sino más bien una especie de optimismo o un anhelo casi patético por lo que ya no tenían, por la capacidad de ser el tipo de pareja que celebraba los logros del otro con tortitas de arándanos. No recordaba la última vez que hicieron el amor porque no pensó que después se hundirían en un pozo tan profundo.
—Creo que me he puesto un poco cachonda.
—¿Y eso?
—No sé.
E hicieron el amor sobre la encimera de la cocina con una facilidad y una urgencia que recordaba tiempos mejores.
Liza no sabía que, en ese momento romántico y aislado en la pesadumbre de su relación, concebían a un bebé que más adelante intentaría, por todos los medios, no asociar con esa mañana.
Por venganza o porque realmente estaba dolida, daba igual, Violet no le devolvió la llamada a su hermana hasta tres días después de su fallido almuerzo, a pesar de que tenía numerosos mensajes de voz de Wendy. Su hijo Wyatt ya estaba en el colegio, su otro hijo Eli dormía la siesta plácidamente y ella paseaba por la casa mientras reunía la confianza en sí misma necesaria para marcar el número de Wendy. Matt le había desaconsejado esa mañana que la llamase, remarcando que Wendy la estaba poniendo contra las cuerdas y metiéndose en su vida de manera injusta, y su marido tenía razón, pero eso no podía cambiar el hecho de que había llegado a ver al chico. Esa mañana, Matt se fue sin darle un beso de despedida.
Mientras iba y venía, se paró a arreglar la tierra seca de la palmera que adornaba su casa. Le había impreso un horario con los días de riego a la mujer que les ayudaba en la casa, pero sospechaba que la señora Malgorzata, como se llamaba, no sabía tanto inglés como parecía y la reprimenda podía ser políticamente incorrecta. Así que a llenar la regadera, consciente de que estaba posponiendo la llamada. Por supuesto, cabía la posibilidad de que el chico no fuera quien ella creía, pero los mensajes que Wendy había ido dejando sugerían lo contrario, al igual que la sensación que tenía desde que lo vio. Se paró en seco a mitad de camino hacia la cocina y, con un repentino convencimiento, marcó el número de Wendy, como si llamar a su hermana fuera el acto final y no el comienzo de, lo que sospechaba, una larga secuencia de acontecimientos.
—¿Estoy soñando? —preguntó irónica Wendy.
A Violet le sentó fatal.
—No tienes derecho a venirme con bromitas —le contestó, directa, a su hermana.
—Te he llamado ochenta veces. Llegué a pensar que habías mutado, al fin.
Violet respiró hondo y se recordó a sí misma que era licenciada en Derecho, que había convencido a una gran aerolínea para que desembolsara una cifra con siete ceros por una caja de zumo de naranja rancio.
—Deja las bromas. No tenías ningún derecho a ponerme en esa situación.
—¿Escuchaste mis mensajes? Lo sé, Viol, malinterpreté la situación.
—¿Me estás tomando el pelo?
Su voz golpeó el techo abovedado del solárium que tenía en casa y retumbó en las paredes. No solían escucharse muchos gritos en ese hogar, no se enfadaba a menudo y le daba vergüenza escuchar lo hostil que estaba siendo.
—Wendy, eso fue... ¿Sabes lo difícil que...? No existe ningún universo paralelo en el que esté bien que tú... —Apoyó la frente contra el cristal de la ventana, miró el patio, la casita del árbol que su marido la convenció para comprar a sus hijos. Le molestaba que esa conversación invadiera el paisaje de su vida. Le molestaban todas las formas en las que todo aquello iba a invadir su vida—. Dime: ¿cómo lo encontraste?
—Es una larga historia.
—No me digas.