Ocho cuentos para leer en el tren - Rafael Ricardo Conde - E-Book

Ocho cuentos para leer en el tren E-Book

Rafael Ricardo Conde

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Beschreibung

Rafael Conde es ampliamente desconocido por su obra de ficción. Quizás menos conocida sea su faceta de decodificador de la realidad en el programa de radio "El Perro que ladra" que se emite los sábados por la FM "Amada Tortuguitas". Éste es el segundo volumen que el autor da a la imprenta y que no ha sido rechazado como se ve. Los relatos aquí reunidos dan cuenta de su escasa erudición e inteligencia. En este volumen, el lector que se atreva descubrirá las desgraciadas experiencias de un docente bonaerense que sin embargo sigue amando su oficio. Si el improbable lector persiste tanto como el autor, se encontrará con la ironía y el sarcasmo típico del perro filósofo que ha nacido en un país dependiente a cuya liberación este libro constituye un escaso aporte.

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Seitenzahl: 173

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Rafael Ricardo Conde

Ocho cuentos para leer en el tren

Conde, Rafael RicardoOcho cuentos para leer en el tren / Rafael Ricardo Conde. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-3782-9

1. Relatos. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

LAS ZAPATILLAS

BOWLING

CRÓNICA DE VILLA LAS SIERRAS

EL COLECTIVO DOCENTE

EL MAESTRO

LAS DOS ORILLAS

LOS LEALES

MOSCAZO, EL DIRECTOR

Las zapatillas

A María Victoria que me contaba anécdotas de la escuela

—Mi hermana no va a venir.

La Directora escuchó la letanía que confirmó lo que la preceptora le venía repitiendo cada vez que se le ordenaba que citara a los padres.

—La alumna está domiciliada en la casa de su hermana.

—Bueno, citen a la hermana entonces –había dicho apenas levantando la vista de una pila de papeles repetidos, listos para la firma automática. En la mano derecha blandía el sello de la escuela, en la izquierda la lapicera con la que reiteraba la rúbrica infinitamente.

“Mi hermana no va a venir”, había dicho la alumna ahora ante su presencia directriz.

—¡¿Podés dejar de repetir como un rosario que tu hermana no va a venir?!

—Yo no voy a la Iglesia.

La Directora levantó la vista y la midió.

No. No era una burla.

—Llamen al Equipo de Orientación Escolar. Que se encargue de ella.

A disgusto se apersonó en la oficina de la Directora, la Orientadora Social. Llegó con el Legajo sobre el pecho, entre los brazos cruzados. La alumna estaba matriculada en el comedor escolar desde los seis años. Concurría regularmente durante el ciclo lectivo y también a la escuela de verano con la misma regularidad. La maestra de quinto había dejado registro de que el Ropero Escolar le había entregado campera, pantalón, un par de zapatillas y hasta cinco pares de medias. El informe ambiental escuetamente decía: “hija de madre soltera”. Tutora: “La hermana mayor de dieciocho años; convive con dos hermanas menores que la alumna”. “Cohabitan las cuatro con una nena de 10 meses, presumiblemente hija de la tutora. La vivienda es una construcción precaria que carece de instalaciones de agua corriente en baño y cocina. Techo de cartón. Piso de tierra.”

—A ver qué pueden hacer con esta chica –ordenó la Directora rechazando la carpeta–legajo sin leerla. El nombre de la alumna escrito en imprenta cayó de cara sobre el escritorio. Las letras negras, parejas, manuscritas se destacaban sobre la etiqueta de papel reciclado.

—Citamos a la tutora legal más de cinco veces –confirmó la Preceptora.

Mediante nota sellada y firmada y por teléfono celular –agregó.

—Estos negros no tienen un mango, pero tienen teléfonos que valen más que mi sueldo –pensó la Directora.

La Orientadora Social habló con la tensa suavidad que denunciaba ira contenida. Pero la respuesta de la alumna, como la del personaje de Melville, Bartleby, el escribiente, fue la misma: “Mi hermana no va a venir”.

—¿Pero por qué no va a venir? ¿Trabaja?

—No

—¿Está enferma?

—No.

—¿Y entonces?

—No puede venir.

—¿Le faltan las piernas? –ironizó la Directora al borde de la furia. La velocidad de las firmas sobre los papeles infinitos se incrementó y los documentos cambiaron de columna cada vez con mayor velocidad.

—Más o menos –respondió la alumna. El tono era monocorde pero no desafiante.

El sello rebotó nuevamente sobre los formularios del escritorio con un sonido seco.

—¡Más o menos! Le falta una pierna, pero tiene la otra –dedujo la Directora.

El sello cayó como una sentencia una vez más sobre el formulario repetido.

—¿Es normal? –preguntó la Directora. ¿La psicóloga la evaluó?

La profesional hacía un instante que miraba desde el umbral de la Dirección, pero ella se dirigía a la Preceptora quizás con intención de que su queja fuera escuchada por la aludida sin darle oportunidad a responder. La Directora necesitaba que su frustración impactara en algún blanco. Cualquier subalterno podía ser útil. Ya que la alumna no reconocía su autoridad, algún chivo expiatorio debía sentir la gravitación de su imperium.

—Estas dos (las del Equipo de Orientación Escolar) se rascan todo el día (se dirigía a la preceptora, pero su intención era lateral).

La Directora sentía que la frustración se transmutaba en odio. Los sentimientos la trabajaban por dentro tensándole los músculos del cuello.

La Asistente social animada por el reciente desprecio, intentó con la alumna una vez más.

—Si vos me decís el motivo por el que no puede venir a lo mejor yo te puedo ayudar. Si no voy a tener que ir al domicilio de tu hermana.

¿Vivís con ella, ¿no?

—Sí. Pero no va a poder venir.

—Bueno, mamita, si no me das una respuesta coherente voy a tener que actuar de otra manera…

El diminutivo lejos de ser cariñoso transmitía amenaza. La alumna con la cabeza baja sintió la voz intensa que podía provenir de cualquiera de las cuatro autoridades escolares presentes.

—¿Por qué no va a poder venir? –intervino la psicóloga como quien reemplaza en la trinchera al compañero agotado.

La alumna alzó la cabeza y recorrió el ámbito. Quizás algo en el gesto o en la mirada de las cuatro autoridades le hicieron entender que debía responder la repetida pregunta con una contestación diferente.

La Directora vio que la alumna cambiaba de posición. Quizás las impertérritas fuerzas institucionales habían roto la muralla de la ciudadela infranqueable.

La alumna se miró los pies, quizás levantó un poco los dedos; resopló y en la misma emisión de aire cansado dijo: “No va a poder venir porque las zapatillas las tengo yo”.

Bowling

Según el diccionario de inglés–castellano,” to bow”: inclinarse, someter.

“Haciendo averiguación

del cometido delito,

una hoja no se ha escrito

que sea en comprobación;

porque, conformes a una,

con un valeroso pecho,

en pidiendo quién lo ha hecho

responden: Fuente Ovejuna”

I

El Colorado era mi mejor alumno a pesar de que se dormía en el aula todos los lunes las dos primeras horas de clase. Inclinaba la melena roja sobre los brazos cruzados en el último pupitre donde apenas llegaba el sol y se iba a su mundo sin números ni conceptos ni bolos ni patrones ni maestros. Tenía doce años, pero parecía de dieciocho, no sólo por su tamaño.

Yo tenía la costumbre peripatética de andar por los pasillos formados por las dos hileras de pupitres mientras daba mi clase. Así fue cómo lo vi durmiendo aquella primera mañana y me acerqué con intención de despertarlo. Los compañeros me sugirieron con timidez, pero con firmeza que no lo hiciera. Esperé una explicación. Pero el silencio se cerró sobre mí como la tapa un cofre antiguo. Veinticinco pares de ojos me miraron expectantes, al acecho. ¿Qué haría el nuevo maestro? Sentí que el vínculo recién inaugurado estaba en juego. La memoria me llevó a Fuente Ovejuna, la obra que estábamos leyendo en el Instituto. Callé y acepté la situación sin provocar a los aliados del Colorado. Ya se me revelaría el secreto cuando la confianza mutua lo permitiera. Mientras tanto el desarrollo de las actividades de aprendizaje en paralelo al descanso del Colorado quedó como un acuerdo tácito de cada lunes.

II

Lo que no debía revelarse lo descubrí yo mismo por casualidad una noche de sábado con mis amigos. Fuimos a jugar al bowling del pueblo y allí estaba mi alumno, el Colorado, trabajando. Las luces artificiales y su tamaño de joven disfrazaban al niño que en realidad era. De 8 a 12 entregaba los zapatos especiales para el juego de bolos y recibía a cambio el calzado de calle del cliente. De 12 a 3 solía reemplazar a un compañero, un jubilado ya sin espalda para inclinarse, para alzar los bolos y enviar las bochas por la vía regia hasta el jugador ansioso.

Cuando el Colorado recibió mis envejecidos zapatos y me entregó el calzado para el partido, me destinó la misma sutil reverencia que le habían enseñado los patrones. Finalmente agregó la fórmula conveniente: “que tenga un buen juego”.

Nos habíamos reconocido mutuamente y recíprocamente habíamos decidido callar.

—Qué pibe bien educado. Da gusto encontrarse con gente así –dijo una amiga a mis espaldas mientras buscaba en el bolso una propina no demasiado costosa ni demasiado exigua.

El Colorado con sutileza había separado mis zapatos del resto. Con prudencia me señaló la capellada que estaba un poco desprendida por el uso y el desgaste. Me alcé de hombros y le susurré: “sueldo de maestro”.

No me contestó. Seguí la senda de mis amigos que ya se habían ido a jugar.

El lunes siguiente durante el recreo me dijo que trabajaba solamente los sábados, domingos y feriados. Le pregunté el porqué del secreto. Me dijo que su padre no quería que se supiera, quizás porque era menor de edad o porque le daba vergüenza que el pibe tuviera que trabajar para ayudar a sostener la economía familiar.

Me señaló los zapatos con un gesto.

—Sueldo de maestro –repetí. Gracias por recomponerlos.

—Se los arreglé con el mismo pegamento que usamos para los zapatos de bowling.

Le di las gracias.

—No es cuestión de andar por la calle mostrando las heridas.

Nos reímos. La metáfora era buena. Creo que a partir de ahí se inició el buen vínculo con el Colorado que, aunque no era líder recibía el respeto del grupo de esa escuela suburbana. Siempre había sido de pocas palabras. Quizás por aquello de no andar mostrando las heridas.

—Somos como arlequines que usamos una máscara ante el público –repliqué.

—¿Arlequines?

—Payasos…

III

Finalizaba el invierno, pero todavía el frío se hacía sentir en las aulas de chapa verde que los milicos de la dictadura habían erigido como precaria solución a la miserable distribución del presupuesto que le había tocado al rubro “educación”. Los amanuenses que se llamaban a sí mismos periodistas lo presentaban como un hecho natural y necesario para bajar un misterioso ente: el “déficit fiscal”. Ese monstruo mítico de causa desconocida era la clave del discurso oficial construido para ocultar una decisión de la administración militar. El dictador, negándose a sí mismo el lugar de gobernante absoluto, obedecía al ministro representante del Fondo Monetario Internacional, el verdadero poder tras bambalinas. Era el año número cuatro de un supuesto Gobierno que se llamó a sí mismo “Proceso de Reorganización Nacional”. Y que en realidad constituía un conjunto de procedimientos que apuntaba a reorganizar la redistribución del ingreso en beneficio del Imperio y la rancia oligarquía agrícola ganadera asociada. Esa casta se había renovado y a los tradicionales negocios de exportación sumaba los nuevos negocios financieros.

Yo sabía todo eso. Y si bien lo callaba prudentemente puesto que no se sabía con quién se estaba hablando, había entrado al magisterio con la heroica intención de formar al Soberano.

Ya que estaban obturados los caminos de la participación política yo podría modificar desde mi lugar docente los engaños históricos de una clase dominante aliada al imperialismo.

Yo, el libertador silencioso era el mismo que estaba obligado en el Instituto a leer Fuente Ovejuna de Lope de Vega cuando mis lecturas secretas eran de Rodolfo Walsh o de Leopoldo Marechal. Yo, el protector de la soberanía me preguntaba por qué leer una obra tan lejana en el lenguaje, en el tiempo y en el espacio. Ya que tenía el hábito de construir teorías conspirativas pensé que quizás la profesora del Instituto sutilmente nos llevaba a comparar la actitud de un pueblo medieval imaginario con la situación del nuestro. Yo mismo en aquella época pasaba más tiempo en la ficción de los textos que en el espantoso contexto en el que vivía. Quizás era un escapismo más. Quizás era la astuta intención de la profesora de Literatura con la que clandestinamente conversaba sobre Operación Masacre o Adán Buenosayres. Era nuestro modo tenue de resistir a la realidad de la dictadura. No sé si era su intención. Pero yo imaginé que la rebelión de un pueblo ante la tiranía y la injusticia durante el siglo 15 podía replicarse en mi Argentina. Yo, desde el aula, iba a crear la lealtad necesaria para liberar a esta sociedad de la injusticia.

Yo, aunque tenía apenas cuatro meses de estudiante de magisterio estaba dispuesto a enseñar ciencias sociales para crear la consciencia capaz de modificar la miseria y la iniquidad. Yo también iba a enseñar a leer entre líneas. Yo iba a enseñar a comprender las causas de la pobreza. Yo iba a develar el secreto de la plusvalía a mis alumnos. Ellos en sus casas iban a contar a sus padres los conceptos que el maestro trabajaba en el aula. Sus padres trabajadores iban a esparcir esas nociones como una mancha de aceite, silenciosa como la lealtad entre los habitantes del pueblo de Fuente Ovejuna.

Fue en esa condición de mi ánimo que Daniel, un estudiante más avanzado que yo en la carrera del magisterio me dio el dato de la vacante en la escuela suburbana de chapas verdes. Daniel era conocido de la Directora de la escuela del Barrio suburbano apodado El Cruce. Me recomendó y así conseguí la suplencia de aquel séptimo año del turno mañana. Yo estaba pleno de entusiasmo. Yo iba a modificar la realidad desde la educación.

Dani me dio la noticia de mi nuevo trabajo durante el viaje en el tren que compartíamos diariamente rumbo al Instituto recién reabierto:

—Están vacantes las áreas de Ciencias Sociales y de Naturales –me dijo. Pensé en vos.

—Gracias.

—¿Y qué vas a enseñar? –preguntó sabiendo de mi inexperiencia y mi entusiasmo ilimitado.

Él estaba ya en segundo año y quizás quería prevenirme de que mi ilusoria vocación de “libertador” no se extralimitara.

La pregunta abrió los diques de mi verborragia: “voy a explicar qué es esta Dictadura. Voy a revelar la trampa semántica que engaña al pueblo.”

—Son pibes de séptimo grado… –señaló a modo de advertencia.

—Re–organización quiere decir retorno a la Argentina pre–peronista de la Organización Nacional del siglo 19 y principios del 20. Aquella Nación antes vinculada a la Gran Bretaña ahora ostenta el collar del Imperio yanqui. De modo que el título de “Nacional” es un oxímoron desde el principio, una contradicto in adjecto desde el planteo mismo de sus objetivos generales y operacionales. Aunque estos nietos de aquella oligarquía tienen una nueva metrópoli a la que responder, la historia es la misma. El actual ministro de economía es el chozno del Martínez de Hoz que había sido nombrado jefe de la aduana durante la invasión inglesa de 1806 a cargo William Carr Beresford. El descendiente del traidor hace lo mismo que el antecesor. La historia se repite. El ministro orejón siega la industria local aplicando las teorías de Milton Friedman, un graduado en la Universidad de Chicago y discípulo del austríaco Von Hayek. Los militares nacionalistas garantizan con mano de hierro y balas de plomo, los dorados negocios financieros de los bancos extranjeros, de los importadores de productos extranjeros y de los exportadores de materias primas. Todos reorganizados para ese proceso.

—Me imagino que no vas a usar ese vocabulario de barricada con los pibes.

—Claro que no. Pero dado que la educación que reorganizan estos tipos acompaña ese conjunto de medidas, yo trabajaré como un topo. Desde adentro podemos modificar…

—Ya conozco tu teoría de que los milicos están en retroceso. Pero eso no se verifica en la realidad cotidiana –me aconsejó.

—Eso es relativo. Si no estuvieran retrocediendo no hubieran reabierto los institutos de formación docente como el nuestro. No se puede gobernar sólo con la fuerza, se necesita consenso…

—¿No serás un poco optimista al pensar que desde la escuela…?

—La dictadura también es un problema pedagógico –interrumpí. Para un mejor control de la conducta cerraron los profesorados, los institutos de formación docente, ahora los reabrieron y metieron a los servicios secretos adentro como en las universidades. Vos y yo sabemos que cualquier persona tiene la condición actual de sospechoso y la futura de desaparecido si se le encuentran conexiones con alguno que hubo que desaparecer por ser sospechoso.

—Por eso te digo, no tomés riesgos…

En eso Daniel y yo estábamos de acuerdo. Estábamos ocupando como estudiantes, los cargos docentes porque no había maestros ni profesores suficientes para cubrir los cargos vacantes. Pero los milicos habían tenido imaginación para solucionar el problema que ellos mismos habían creado. En primer lugar, enviaron soldados conscriptos a las escuelas. En segundo lugar y después de revisar cada legajo y cada agenda de cada profesor terciario, después de la necesaria purificación, reabrieron los institutos con nuevos contenidos enmendados, con nuevas estrategias saneadas de vicios nacionales y populares. Así, nuevos jóvenes sin ideas extrañas al sentir nacional ocuparían las límpidas aulas fumigadas con gases antiperonistas y antimarxistas.

—Estamos de acuerdo –dijo Daniel. Pero creer que desde un aula…

—La dictadura es también resultado de la educación. Las fuerzas armadas argentinas fueron instruidas por profesores de tortura de origen yanqui y otros provenientes de la escuela de tortura francesa especializados en la lucha del alicaído imperio galo contra los independentistas de Argelia. Los franceses y los americanos del norte les enseñaron a los nacionalistas argentinos a resolver el problema ideológico que anidaba como un cáncer en la educación vernácula desapareciendo maestros y profesores rebeldes.

—Bueno, bueno. Calmate. Por eso mismo te lo digo. Yo sólo te pido que no exageres, que seas prudente. Los milicos no están en retirada…

IV

La luminosa y fría mañana en que me senté en el escritorio frente a mis alumnos estaba desbordante de entusiasmo. Aunque en ese mismo momento comprendí que yo no sabía hacer el Registro de asistencia, desconocía quien administraba el depósito de las tizas y el borrador y no tenía ni idea de cómo comenzar la clase.

Lo administrativo, que resultó ser más demandante que el proceso de enseñanza aprendizaje me lo enseñó un colega, un conscripto que salía todas las mañanas del Regimiento de infantería antitanques del pueblo para hacerse cargo del área de matemática y de lengua del mismo curso. De didáctica no hablamos. Pero yo, quizás porque era más inocente que ahora, quizás por una forma adolescente de desafiar a la autoridad, había adaptado al tercer ciclo, el método de enseñanza del revolucionario brasileño Paulo Freyre en mis clases de Ciencias. Un profesor de mi escuela secundaria al que no se había visto nunca más, me había iniciado en esas lecturas. Por él se me había despertado el interés por la enseñanza. Sabía por él, el valor liberador de la educación. Pero, dos cosas yo no sabía aun: que la materia transmite fuerzas, que el sonido es energía y que las chapas (sobre todo sin son verdes) dejan pasar palabras y que las palabras tienen ideología y que la ideología no es compartida ni siquiera por los que tienen el mismo oficio y sufren las mismas penurias.

Yo no imaginaba que del otro lado de la chapa, en la verde aula contigua, una colega aplicaba el filtro del control institucional de la reorganización nacional. Yo no imaginaba que la chapa siendo del mismo color que los Falcon sin patente que controlaban la vida de los civiles, tenían la misma virtud. Yo creía que en el aislamiento de mi aula podía no recurrir a los términos, los métodos y los modos establecidos por el Proceso Depurador Nacional.

Más antigua que yo en la profesión, la maestra del aula contigua me advirtió que “eso” no se hacía en la escuela. Yo creía en ese entonces que bastaba con no mencionar a Perón ni a Evita ni a Marx ni a Engels. Pero ella me advirtió que no siguiera con mi estilo didáctico ni con esos contenidos. “Mi” estilo y “esos” contenidos consistían en que durante las clases de ciencias advertía a mis alumnos de la diferencia entre catástrofes naturales y las acciones sociales que podían determinar las catástrofes. El hambre podía deberse a una mala cosecha por causa de la sequía (causa natural) o por la suba del precio del trigo en el Mercado de Chicago (decisión humana).

Con el símbolo de la balanza y las recién adquiridas ideas de Piaget devenidas en Didáctica, yo explicaba por qué a los dueños de la tierra les convenía exportar el trigo a cambio de dólares en lugar de volcarlo al mercado interno donde se les pagaba en pesos. Los salarios desvalorizados de los consumidores nacionales no podían competir contra los dólares extranjeros. Las devaluaciones sucesivas que determinaban el precio de nuestra moneda y de la comida era una decisión de una clase social, no de Dios ni de la Naturaleza. A eso, los dueños de la Tierra Argentina lo llamaban “mercado libre”.

Tuve el poco cuidado de advertirles a mis alumnos que cuando uno llega al mundo, los recursos naturales ya están distribuidos. Y que su uso y apropiación era manifiestamente injusto. Los países dominantes del norte consumían más energía que todo el resto del planeta y que por eso se apropiaban del petróleo de los países como el nuestro. El Desarrollo de unos hacía necesario el subdesarrollo de otros. Esa ley explicaba la catástrofe de que sus padres no tuvieran trabajo. A “Alguien” le convenía desindustrializar a los demás países para que no compitieran por el uso de los recursos energéticos.