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Durante la década de 1920, Argentina recibió miles de inmigrantes europeos.Esta novela cuenta la historia de Rugie y Mordecai, de cómo se cruzaron sus caminos; de miles de víctimas inocentes, engañadas y obligadas por la fuerza a ejercer la prostitución; del accionar de una organización hebrea de trata de blancas con sede en Buenos Aires; de la lucha de la comunidad judía para erradicarla; de políticos y policías corruptos; de maas en pugna por un territorio; y de personajes siniestros.La Asociación de Socorros Mutuos hebrea existió. Rugie y Mordecai también existieron.Esta narración pretende llenar con ficción huecos de sus historias, sacar a la luz testimonios que, por miedo o vergüenza, nunca se externaron.Historias que fueron sepultadas y olvidadas.Historias que, de sólo evocarlas, provocaban intenso dolor en quienes las vivieron.
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Seitenzahl: 616
Veröffentlichungsjahr: 2017
ed whrait
Ojos celeste cielo
Editorial Autores de Argentina
Ed Whrait
Ojos celeste cielo / Ed Whrait. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2017.
384 p. ; 22 x 15 cm.
ISBN 978-987-711-790-5
1. Novela. 2. Literatura. 3. Trata de Personas. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail:[email protected]
Diseño de portada: Aldo Sesana - Justo Echeverría
Diseño de maquetado: Inés Rossano
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723.
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
A mis padres
Sinopsis
Durante la década de 1920, Argentina recibió miles de inmigrantes europeos.
Esta novela cuenta la historia de Rugie y Mordecai, de cómo se cruzaron sus caminos; de miles de víctimas inocentes, engañadas y obligadas por la fuerza a ejercer la prostitución; del accionar de una organización hebrea de trata de blancas con sede en Buenos Aires; de la lucha de la comunidad judía para erradicarla; de políticos y policías corruptos; de mafias en pugna por un territorio; y de personajes siniestros.
La Asociación de Socorros Mutuos hebrea existió. Rugie y Mordecai también existieron.
Esta narración pretende llenar con ficción huecos de sus historias, sacar a la luz testimonios que, por miedo o vergüenza, nunca se externaron.
Historias que fueron sepultadas y olvidadas.
Historias que, de sólo evocarlas, provocaban intenso dolor en quienes las vivieron.
Sobre el autor
Ed Whrait es un seudónimo.
El autor prefirió ocultarse detrás del mismo. Nunca escribió ficción. Ni siquiera un cuento. Menos imaginó relatar una historia de casi cuatrocientas páginas. Pero luego de una vida profesional intensa quiso explorar otros horizontes.
Comenzó años atrás a lidiar con telas y colores. Se sorprendió al ver que podía manifestarse de un modo que no conocía. Descubrió que convivía dentro suyo otro ser que también deseaba expresarse.
Durante 2016 se animó a seguir explorando y quiso saber qué se sentía al contar una historia.
Una historia que tiene que ver poco, mucho o nada con la epopeya de sus padres inmigrantes.
1. Nicolai
Un hombre con gesto adusto y pensativo salía de un edificio de viviendas ubicado en un suburbio de Bialystok, y con paso vivaz seguía la calle con rumbo sur.
Negros nubarrones pintaban el ambiente con opacidad y apenas iluminaban los viejos edificios.
En la primera esquina se detuvo para observar la tabla que, clavada en cruz en una desgastada columna de madera que sostenía un farol, le recordaba que estaba circulando por la calle “Argentina”.
Ese nombre lo subyugaba, le hablaba de un mundo lejano, inasequible, y al mismo tiempo, o por esa razón, extrañamente deseado.
Corría el año 1927 y su Polonia natal, como gran parte de Europa, todavía no había curado las cicatrices de la Gran Guerra.
Mordecai había nacido con el nuevo siglo.
Esa no era su única particularidad; también nació medio judío, en un contexto donde serlo, mitad o entero, significaba una afrenta para gran parte de sus conciudadanos.
Más discriminado por ser medio que por ser todo, mamó desde niño el acoso constante que sufrían sus padres por el pecado cometido, aún más grave, que el propio original bíblico.
Ellos eran liberales, casi anárquicos. Sabían que su unión, basada en ideales comunes, en los mismos valores y en una mirada compartida sobre su propio rol en el mundo, más allá del amor, les traería grandes problemas.
No les importó. Se las arreglaron para subsistir y transmitirle a Mordecai, a quien cariñosamente llamaban Mótel, el mayor valor al que puede aspirar un ser humano: libertad de pensamiento.
Su papá judío era un gran lector. No pudo ingresar a ninguna escuela superior al tener absolutamente vedado el acceso a cualquier casa de estudios.
Recurrió entonces a su natural habilidad y se convirtió en un eximio sastre, muy recurrido por una clase acomodada que reconocía la calidad de sus prendas pero se tapaba la nariz cada vez que visitaba su humilde taller.
Su madre, cristiana y también gran lectora, alcanzó un título universitario y se doctoró en Filosofía y Letras. Todo ello antes de conocer a Abraham, su esposo judío.
Después de ese encuentro, la pareja se quedó sin ancestros. Éstos dejaron de nombrarlos, rompieron sus fotos y los borraron de sus vidas.
Mordecai fue educado por sus padres, de tal modo y con tanto ahínco que a los catorce años, cuando se inició la Gran Guerra, ya hablaba con bastante fluidez, además del polaco, el alemán y el húngaro. Asimismo, el interés por la lectura heredado de sus padres lo acercó a todas las ramas de la cultura.
La guerra lo convirtió en huérfano prematuro. El dolor que le provocó tamaña pérdida empezó a moldear definitivamente su personalidad.
Quedó solo; y en esa soledad, quizá comparable con la que debió sentir dentro del vientre de su madre, volvió a nacer.
Combatió en todos los frentes, en cientos de batallas, hasta que la guerra acabó.
A los dieciocho años, era otra persona, con otro nombre, con otro origen, con otra historia. Ya no tenía que ser judío, ni medio, ni entero. Pudo integrarse sin problema a la cerrada y antisemita sociedad polaca.
Un documento cubierto de lodo, perdido en medio de una trinchera cubierta de muertos, le dio su nueva identidad: Nicolai Kowalski, nacido en Breslavia, Polonia, el 25 de febrero de 1899. Se cuidó de no exponerse hasta cerciorarse de que quien era ahora no tenía familia ni amigos que lo pudieran reclamar.
Durante la guerra sus superiores le prestaron particular atención al advertir en él capacidades para las tareas de inteligencia. Tenía talento especial para resolver casos intrincados, esos que dependen de una mente activa y deductiva. Sobresalía por su forma de analizar las variables conocidas, pero mucho más por alertar sobre la existencia de otras que nadie detectaba y que generalmente eran la llave que resolvía el enigma.
Estaba sobrecalificado para acceder a cualquier universidad, pero descubrió que lo entusiasmaba luchar contra la delincuencia organizada, en todas sus oscuras y siniestras manifestaciones.
A sus diecinueve años -falsificados- y acabada la guerra, se enroló en las filas de la policía polaca, que en poco tiempo, como pasó con sus superiores militares, detectó en él cualidades innatas para la investigación y la aclaración de delitos. Primero de los pequeños, luego de los grandes.
No pasó mucho tiempo hasta que advirtió que su performance, más que ayudarlo, le estaba creando enemistad con sus superiores, quienes lo empezaron a ver como una competencia peligrosa para ellos y sus particulares planes.
Miró por última vez el nombre de la calle, y siguió pensando en ella como si de un misterioso caso de investigación se tratara.
No sabía por qué, pero le intrigaba el hecho de estar viviendo en la calle “Argentina”.
¿Qué circunstancia lo había llevado a buscar refugio para su soledad, en un apartamento sobre esa arteria? ¿La buscó inconscientemente? ¿Fue casual que un compañero de trabajo le sugiriera mudarse a un departamento que quedaba en esa calle? Un nombre que desde que supo de su existencia, rondaba permanentemente en sus pensamientos.
Apresuró el paso para alcanzar el tranvía que lo dejaba frente al Departamento de Policía.
2. Salomón
No había amanecido.
Salomón Levi rezaba en la Sinagoga como todas las mañanas. Más que rezar hablaba con su D`os. Más que hablar, reclamaba su atención. El enojo era perceptible en su voz.
Su cabeza cubierta, la Toráh1abierta en la tarima elevada, el Talit2sobre sus cansados hombros y los Tefilin3enredados en su frente y brazos, acompañaban las suaves inclinaciones de su torso.
Solo él cuestionaba y se expresaba, sabiendo que Su interlocutor no le daría la respuesta que demandaba.
Era rabino de una aldea Judía perdida en el medio de la nada, a 100 km de la capital húngara.
Quería que su “D’os”4le explicara el por qué de tantos infortunios y sufrimientos infligidos a su pueblo. “¿Acaso no era el elegido por Él?”. Quería saber el por qué de los ataques que, cada vez con mayor frecuencia y agresividad, recaían sobre su aldea. “¿No era suficiente con las guerras, las enfermedades, el hambre? ¿Tenían además que padecer los temidos pogromos?”. Necesitaba saber por qué su D’os los castigaba, prácticamente desde los orígenes de la historia, si ellos, su pueblo, lo respetaban y cumplían con sus leyes.
Su bamboleo era cada vez más intenso, casi violento, motorizado por una ira que le costaba controlar.
Finalmente se calmó y se resignó al silencio como respuesta. Fue entonces cuando inició una plática más serena y particular con su D’os. Una especie de confesión personal.
Salomón Levi tenía una docena de hijos, todos los que Él le había mandado. Muchas mujeres en su familia y pocos hombres disponibles en la aldea: Rugie, su pequeña Rúgele, la preferida, a los dieciocho años aún estaba soltera.
Había tenido un buen candidato cuando cumplió quince y todo había quedado arreglado entre las familias, pero Rugie no lo aceptó, como no aceptaba otras muchas cosas que tantos disgustos le provocaban a su padre.
Rugie era así: rebelde, pero también un sol.
Salomón recibió días atrás la visita de un pariente lejano, tan lejano, que por más esfuerzo que hizo no podía recordar la relación familiar que el forastero proclamaba.
Llegó a la aldea y preguntó por el rabino. Venía con una propuesta para todas las jóvenes solteras y sin pretendientes. Provenía de un país remoto y próspero, del que Salomón no había oído hablar nunca. Un país de América del Sur, de nombre Argentina, que según refirió su visitante, contaba con una numerosa colonia judía. Señaló que representaba una gran oportunidad para quienes quisieran formar una familia dentro de las leyes de la Toráh.
Escuchaba absorto la descripción que su inesperada visita le hacía de Argentina, especialmente cuando mencionaba que allí nadie pasaba hambre, ni era discriminado por su religión, ni por el color de su piel, ni por ninguna otra razón.
Mientras escuchaba pensaba en su Rúgele. No quería imaginar esa separación, no volver a verla, no reírse con sus ocurrencias. También pensaba en el futuro de su amada hija.
Respondió que lo pensaría, que tenía que hablar primero con ella, y prometió una respuesta antes del Shabat. Esa noche habló con Rebeca, su mujer.
— ¿Estás loco, Salomón? ¿Cómo se te ocurre dejar que Rugie viaje a un país del que nunca oímos hablar, con gente extraña que no conocemos? ¡De ninguna manera!
Salomón pensó: “Rebeca siempre lee mi mente y expresa en palabras lo que yo no quiero o no sé cómo decir”.
Hasta que los venció el sueño discutieron sobre la cuestión. Salomón argumentaba la edad de Rugie, la obligación de toda mujer judía de procrear, la falta de candidatos en la aldea y alrededores. Finalmente tuvo que usar, para doblegar la férrea posición de su mujer –y su propio deseo íntimo– apelar a la sentencia que no se discute nunca: la voluntad de D’os.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que su enojo de la mañana con Jehová no tenía tanto que ver con los pogromos o la discriminación. Tenía que ver con el hecho de tener que separarse de su pequeña meidale5.
1Libro sagrado hebreo.
2Manto de plegaria que se coloca durante las oraciones de la mañana.
3Dos pequeñas cajas de cuero que contienen los cuatro versículos del Pentateuco y se atan con cintas en la frente y brazos.
4Según la tradición judía no debe escribirse ni tomar en vano el nombre de Dios.
5Niña en Idish.
3. Rugie
Rugie tenía su propio cuarto, ahora que todas sus hermanas se habían casado y ya no debía compartirlo con ninguna de ellas.
Reconocía que en ciertos momentos extrañaba mucho sus presencias, las confidencias que nacían en las noches de verano, cuando el calor hacía imposible conciliar el sueño; pero sentía que ese humilde rincón de la casa de sus padres era ahora suyo, parte de su autonomía, de su necesidad de ser ella.
Frente a sí, sobre un precario mueble, e iluminada por la oscilante llama de una vela, una carta escrita en húngaro. Junto a ella la fotografía de un hombre joven y atractivo.
La carta era una propuesta de matrimonio dirigida a un padre judío que tuviera una hija en edad de casarse. Describía con inusual detalle la actividad del firmante, sus recursos, el compromiso de cuidar de su esposa y darle muchos hijos, en una casa que respetara las leyes de D’os. La caligrafía era prolija y delicada. Reflejaba una fina cultura detrás.
La leyó decenas de veces y observó la imagen de la fotografía sepia ciento de veces. Y en cada una de esas ocasiones su imaginación se disparaba.
Estaba fascinada por el misterio que encerraba la aventura que suponía aceptar la propuesta.
Su padre le había hablado dos días atrás sobre el lejano pariente que había llegado a la aldea, de su interés en acordar un contrato de matrimonio con una joven judía. Traía la carta de compromiso y una foto del pretendiente: la que ahora tenía consigo.
El rabino Salomón, su padre, le había hablado con el corazón y ella había acusado recibo de su inmenso amor.
Tenía clara conciencia de la frustración que le había provocado en ocasiones anteriores, y de su voluntad de no herirlo nuevamente.
No obstante haber nacido y ser educada bajo la estricta norma judaica, había en ella, desde siempre, un sentido de independencia que la hacía rebelarse permanentemente contra esos mandatos.
No quería ser una mujer fabricante de hijos, ni tampoco una sumisa esposa que caminara varios pasos detrás de su marido.
Quería enamorarse y crear una familia basada en el amor, sin ninguna otra ley ni mandato: ni siquiera el de D’os.
No podía sincerarse con su padre, ni con nadie en la comunidad donde vivía. Sólo expresar ese pensamiento era sacrílego e imperdonable.
Había nacido en un lugar y en una época equivocada.
Por eso pensaba seriamente en la alternativa que ahora, inesperadamente, se le presentaba. La veía como una salida, un escape, una oportunidad.
Hasta la palabra Argentina le sonaba con un timbre vibrante, y asoció ese lugar remoto, en el otro extremo del mundo, con las minas del Rey Salomón que mencionaban las escrituras. Ese vergel reluciente de tesoros, de dulce música, de poemas de amor.
Un escalofrío la sacudió de su ensoñación y la devolvió a la tenue luz que alumbraba la carta y la imagen.
El pariente lejano, en nombre del pretendiente, se hacía cargo de todos los costos del traslado. Sin ese aporte, cualquier alternativa hubiera sido imposible.
Jamás había salido de la aldea. Su concepción del mundo residía en su imaginación, en los libros que llegaban a sus manos, en su determinación por descubrir ese mundo, en la necesidad de salir del encierro de su vida actual y de sus predecibles leyes.
Claro que le resultaba doloroso separarse de sus padres y hermanos, pero entre las dos opciones que la vida le estaba ofreciendo, no tenía mucho que pensar, y aceptó.
4. Un caso policial
Mordecai recibió la orden de presentarse en el despacho de su jefe.
–¡Kowalski! –le dijo apenas entró y sin mirarlo– me cayó un caso que personalmente me repugna, pero que viene de muy arriba. Tendremos que ocuparnos de rescatar una judía de mierda que, al parecer, fue secuestrada por una banda de mafiosos, también judíos de mierda.
Ya estaba vacunado contra esos calificativos, no sólo de este personaje que no se dignaba mirarlo, sino de otros muchos funcionarios del destacamento de policía donde trabajaba. Se veía obligado a escucharlos, e invariablemente, como en un sueño lejano, le aparecía la imagen de aquel sastre que una vez, en otra vida, fue su padre judío. Hacía muchos años que esos juicios no le afectaban. Sólo lo irritaban, y mucho.
— ¡Kowalski! ¿Me escucha lo que le estoy diciendo? Resulta que un judío con mucho dinero tiene presionado a un pez gordo de la política. Le pidió averiguar el paradero de una hija que hace un año se casó por poder con otro judío de mierda en Sudamérica, también rico, y nunca supo nada de ella desde entonces. Mandó emisarios para saber de su hija, y resulta que ese supuesto yerno no existe; nadie sabe dónde fue a parar la desgraciada. —¡Kowalski! ¡Qué carajo nos importa! ¿Está de acuerdo, Kowalski?
Mordecai respondió con una especie de gruñido que bien podía significar para el energúmeno de su jefe un: sí, señor.
— Bueno, parece que a uno de los últimos investigadores privados que contrató su padre, le llegó la versión no comprobada, de una supuesta mafia de judíos que maneja una red de prostitución en Argentina... y secuestran mujeres de Europa con el cuento del casamiento y...
Mordecai no escuchó nada más después de Argentina. Quedó bloqueado. ¿Estaba soñando? ¿Escuchó Argentina?
De golpe, lo que su jefe le decía despertó en él un interés inusitado. Todos sus receptores sensoriales se activaron de inmediato. La letanía de prestar atención a las gansadas del troglodita, a sus reiterados vituperios contra los judíos, pasó a otro plano: quiso saber todo sobre este caso que mencionaba Argentina.
El investigador nato despertó, y pasó de la pasividad de tener que escuchar pendejadas, a la actividad de hacer preguntas y más preguntas.
— ¡Kowalski, déjese de joder con tantas preguntas! No sé más de lo que le estoy contando y de lo que hay en el expediente que tengo en el escritorio. No me rompa más las pelotas con este caso de judíos, y ocúpese usted, porque yo hasta acá llegué. Les comunicaré a mis superiores que, a partir de este preciso momento, será usted el que estará a cargo. ¿Está claro, Kowalski?
5. Hamburgo
Mordecai estaba sentado sobre un paredón del muelle y miraba la mole del transatlántico que se mecía levemente en la zona de amarre del puerto de Hamburgo.
ElCap Polonio, un buque de 20.500 toneladas de la Hamburg Sudamerikanisch, cruzaba regularmente el Océano Atlántico entre Hamburgo y Buenos Aires, con paradas intermedias en otras ciudades de Europa y América del Sur.
Alrededor de la nave se observaba un febril movimiento, propio de los preparativos previos a un largo trayecto.
Mordecai había llegado desde Polonia durante la semana, y esperaba impaciente el día siguiente para embarcarse.
Habían transcurrido muchos meses desde que inició la investigación del caso caratulado: “Anna Snaider-Secuestro”. Tuvo que vencer muchas vallas, resistir la presión interna que pretendía desestimar la denuncia, entrevistarse con importantes sujetos de poder, y defender con fuerza las evidencias que había reunido, que probaban la existencia de un delito cometido en jurisdicción polaca.
Estaba dónde estaba, gracias al apoyo irrestricto que recibió del padre de Anna. Samuel Snaider encontró en él a la única persona que demostraba real interés profesional en buscar a su hija. Aportó todos los recursos a su alcance, desde influencias, hasta un ilimitado capital.
Había ido atando cabos en todos esos meses y necesitaba anudar el eslabón final, eslabón que se llamaba Buenos Aires.
Desde que arribó a Hamburgo, venía todos los días y se sentaba en el mismo paredón. Miraba concentrado el curso del río Elba, como si ese foco le permitiera ver al final de un horizonte imaginario la silueta de aquella ciudad, de ese país que, misteriosamente, residía en sus sueños desde mucho tiempo atrás.
Vigilaba el puerto y el barco amarrado con el temor inconsciente que zarpara sin él, que lo dejara abandonado, que su sueño quedara tan sólo en eso, en un delirio de su mente.
Lo impresionaba el tamaño del transatlántico, doscientos metros de longitud por más de veinte metros de ancho. Su altura. Esas tres imponentes chimeneas pintadas de blanco, con una franja de vivo rojo en su parte superior.
En la década de 1920 existía una gran competencia entre las diferentes líneas navieras que cruzaban el Atlántico. Barcos de lujo transportaban gente rica desde y hacia Europa, pero también miles de emigrantes que buscaban un futuro mejor en América.
ElCap Poloniono era una excepción.
La Hamburg Sudamerikanisch había incorporado en sus vapores significativos cambios que la convertían en la compañía naviera de elección, fundamentalmente para los emigrantes.
La tercera clase ya no era, como sucedía en los barcos que llegaban a América a fines del siglo XIX y primeros años del XX, una ratonera que amontonaba pasajeros en bodegas comunes, sin suficientes sanitarios, sin adecuado suministro de alimentos y, sobre todo, sin interesarse por la dignidad de las personas que transportaban.
También hubo importantes avances en la tecnología que impulsaba la nave. Hacía pocos años que se había introducido el petróleo como combustible para las enormes calderas, en reemplazo del carbón.
Samuel Snaider financiaba todo el operativo, condición que facilitó que el Departamento de Policía polaca aceptara que Mordecai viajará al otro confín del planeta para aclarar un caso que no les interesaba.
Pero la razón que más primó fue deshacerse por un tiempo de un funcionario molesto, demasiado estructurado, difícil de manejar, y lo peor de todo, incorruptible. En otras palabras: complicaba a muchos jerarcas cerrar satisfactoriamente sus sucios negocios.
Sentado frente al puerto, pensaba en Argentina. No podía creer que en menos de tres semanas pisaría su suelo.
Un compañero de combate, en una fría y húmeda trinchera, le había hablado de su existencia por primera vez. Le había contado, en la que sería su última noche de vida, que en América había un lugar pleno de paz, progreso y oportunidades para todo aquel que fuera a habitarlo. Había leído mucho sobre ese país que se llamaba Argentina. Apenas terminara la maldita guerra prepararía una valija y emigraría hacía él.
La vehemencia de ese relato, en una noche iluminada por un fuego de artillería incesante, por una razón que nunca pudo dilucidar, lo atrapó. Primero como una mera curiosidad, que al poco tiempo mutó en un deseo irrefrenable.
No podía entender los inescrutables caprichos del destino, ni la conjunción de hechos y situaciones que convergían en ese nombre: “Argentina”.
El azar lo había llevado a vivir en una calle que tenía ese nombre. Ahora el caso Anna Snaider, que terminaba de desafiar su más puro razonamiento lógico, abría una puerta de acceso al camino que podía resolver el extraño acertijo que habitaba sus pensamientos.
6. La decisión
El rabino Salomón se debatía entre la negación y la aceptación cuando pensaba en la decisión que había propiciado.
Sus argumentos para justificar el largo viaje sin retorno de Rugie –que él mismo rebatía con dureza– era seguido por otros argumentos, tan válidos como los primeros, que consideraban esa decisión necesaria para asegurar el futuro de su pequeña hija.
La lucha interna que lo atormentaba sin tregua, se convirtió en el tema excluyente de sus conversaciones diarias con D’os.
Rebeca había aceptado la decisión a regañadientes, con la esperanza de que su meidale se casara con un buen hombre, que la respetara y le diera muchos hijos.
Rugie, por sus ansias de ser libre, había sellado la cuestión dando su conformidad.
Sus hermanos y la numerosa pandilla de revoltosos sobrinos estaban extrañados pero también ausentes de la decisión. Los grandes tenían muchos otros problemas que solucionar en sus vidas, y los chicos no entendían, ni tampoco se manifestaban interesados ni curiosos, por lo que su tía, que hasta hacía muy poco jugaba con ellos, estaba por emprender.
El lejano pariente había partido hacía un tiempo con un contrato firmado. Anunció que debía seguir su camino por la vieja Europa un par de meses más, antes de regresar para buscar a Rugie.
Un silencio de duelo se apoderó de los encuentros familiares, donde nadie hablaba de un tema que era tabú, ni tampoco hacía preguntas. Todas las otras cuestiones pasaron a un segundo plano, tan distante, tan intrascendente en el espíritu del hogar del rabino Salomón, que también se evitaban.
En ese hogar ya no se hablaba de nada, ni del obligado racionamiento de los escasos alimentos, ni de la inminente amenaza de un nuevo pogromo.
Mientras tanto, Rugie se preparaba para su gran aventura.
Le costaba conciliar el sueño en las noches y con los ojos abiertos en la más cerrada oscuridad, imaginaba su nueva vida, la ciudad de Buenos Aires donde viviría con su futuro esposo, la gente nueva que conocería, la actividad social que nunca antes había tenido, los hijos que engendraría, la expectativa de mantener la independencia de criterio que había gozado hasta el presente, gracias a la paciente comprensión de su querido padre.
Descargaba mucho su ansiedad hablando con su hermana Ruth, la hija número once de Salomón y Rebeca Levi, tres años mayor que ella. Más que hermanas eran grandes amigas, cómplices y confidentes.
Ruth vivía con mucha intensidad el compromiso de su hermana, y asimilaba como propias las emociones que en Rugie despertaban, pero nunca se hubiese atrevido a aceptar la propuesta como lo hizo ella. Se había casado con David hacia cinco años y estaba en su cuarto embarazo. Esa era su vida y estaba conforme.
Rugie siempre fue distinta a todos, siempre anheló otras cosas, siempre pregonaba su pensamiento sin restricciones, sin reservas, sin limitaciones.
Un lluvioso día de fines del invierno, regresó a la aldea el lejano pariente de Salomón. Venía conduciendo un automóvil europeo de marca indefinible, con capota de tela impermeable y sin ventanas.
Lo acompañaban dos jovencitas, casi niñas.
Venía a buscar a Rugie. Apenas se asomó a la sinagoga, Salomón sintió que el altar que contenía la Toráh de las ceremonias se movía de un lado a otro. Tuvo que apoyarse en David, que lo acompañaba en el rezo de la tarde, para evitar caer al suelo. Un mareo le nubló la vista y embotó su cabeza. Todas sus pesadillas se hicieron presentes.
El día había llegado.
7. El traslado
En los últimos meses, Rugie había esperado ansiosa ese momento. Lo había imaginado de mil matices diferentes. Todos los que podían caber en una mente que nunca había salido de su aldea natal.
Con el entusiasmo del descubrimiento, luchando con la angustia del desarraigo; con la ilusión de una vida más plena, peleando con el miedo a lo desconocido; con la necesidad incontenible de elegir su propia vida, lidiando con el dolor de tener que separarse de su familia.
En pocas oportunidades Rugie había visto un automóvil en la aldea. El rugir imprevisto del motor en marcha la asustó, y la escena de sus padres y de toda su familia alejándose, la conmovió de una manera que nunca antes había experimentado.
Quería gritar y su garganta se lo impedía. Quería llorar y sus ojos estaban secos y fijos en esa fotografía en movimiento. Petrificados en su lugar, la miraban sin mirar, con ojos perdidos a la distancia. Los contempló hasta que la imagen fue desvaneciéndose. Según le había referido su padre, el viaje hacia el puerto de partida, su primera gran experiencia, le llevaría no menos de diez días.
El lejano pariente del rabino Salomón Levi tenía un nombre: Jacob.
Las tres pasajeras que lo acompañaban iban a viajar con identidades falsas, suministrada en el caso de Rugie por su hermana Ruth. Las tres eran menores de edad y requerían estar emancipadas para emprender el largo viaje. Los documentos no tenían fotos. Bastaba con acreditar la fecha de nacimiento, sus nombres, los de sus padres, y el sello y firma oficial del Registro Civil correspondiente.
Las tres pasajeras hablaban lenguas diferentes. Rugie sólo húngaro e idish. La segunda sólo alemán. Y la tercera, la más aniñada, polaco. Ninguna sabía a ciencia cierta qué idioma hablaba Jacob, que en todo el trayecto a Hamburgo apenas les dirigió la palabra.
La más inquieta y curiosa era Rugie que, en húngaro, pretendía entablar un diálogo con ese hipotético familiar.
Era obvio que hablaba su lengua, porque fue la que empleó fluidamente para comunicarse con Salomón.
Le preguntaba por el lazo de parentesco que los unía, qué ancestros compartían, cómo había llegado a su aldea, cómo sabía que su padre era un familiar remoto. Frente a ella se levantaba una pared infranqueable.
Con sus dos ocasionales compañeras de trayecto, ni siquiera lo intentó. Además del idioma, las separaba otra valla más fuerte y sutil: ella era ya una mujer; la otras dos seguían siendo niñas.
Su padre le había explicado antes de marcharse todo lo que necesitaba saber en relación a su viaje y al encuentro con su novio. Desde que sus padres firmaron el acuerdo de matrimonio, el antes pretendiente pasó a la categoría de novio.
Hasta el cansancio Salomón había preguntado y preguntado a Jacob el procedimiento que seguiría su hija hasta casarse. Desde el traslado hasta el puerto de Hamburgo, el viaje en el barco, el nombre de la nave, con quién compartiría camarote, quién o quiénes la recibirían en Buenos Aires, cómo llegaría a la Sinagoga donde se celebraría la boda, dónde residiría con su esposo, cómo podría comunicarse con su hija en el futuro.
Jacob, con una locuacidad que hoy mostraba el polo opuesto, había respondido todas las inquietudes del rabino.
Rugie no podía entender qué estaba pasando y empezó a preocuparse. Fue entonces que decidió responder al silencio de Jacob con su propio silencio, mientras dentro de ella bullía un torrente de preguntas.
Sus compañeras de viaje jugaban y se reían despreocupadas de todo, hasta de la barrera del idioma.
Lo que no pudo su entusiasta verborragia del primer día, lo pudo el aplastante silencio que se impuso en los días siguientes. El que se preocupó entonces, fue Jacob.
No estaba acostumbrado, en su reclutamiento habitual de jóvenes mujeres, encontrarse con alguien que parecía pensar y reflexionar por sí misma. Lo leía en el cambio abrupto que se había producido en la actitud de la muchacha, en su gesto y su mirada, que nada tenían de niña inocente.
Jacob, a un día de llegar al puerto de Hamburgo y terminar su misión, habló. Respondió todas las preguntas que le había formulado Rugie el primer día, y se mostró desenvuelto y amable. No deseaba que algo inesperado estropeara su trabajo de varios meses, así que repitió todo lo que le había contado al rabino Salomón, más aquello nuevo que requería su hija. Tenía buena memoria y un sinnúmero de historias para contar. Ese era su trabajo.
Rugie se sorprendió del cambio, pero algo le dijo que no debía bajar la guardia.
Por un lado todo cuadraba con el proyecto de vida que le era ofrecido, y ella quería que fuese verdad. Por el otro, su instinto le alertaba sobre un peligro latente.
En la lucha que se desencadenó en su interior, prevaleció su sueño de ser, de explorar un mundo excitante que se abría ante ella. Fue cuando se calmó, dejando que la preocupación fuera neutralizada por su entusiasmo y sus inmensas ganas de creer. No podía borrar totalmente ese pensamiento oscuro que emergió, pero puso todo de sí para mantenerlo alejado, oculto, bloqueado. No quería que de ningún modo boicoteara su sueño.
Al día siguiente llegarían a Hamburgo.
8. Jacob
Aunque estuviera dentro de las normas de juego, Jacob se sorprendió por algunas reacciones de la joven húngara. Pensó para sí que a veces, muy pocas, se presentaban excepciones que confirmaban la regla.
¿Y cuál era la regla en su trabajo? Encontrarse con familias en pobreza extrema, perseguidas por su origen, generalmente analfabetas. Presas fáciles de manejar, sea porque creían en las bondades que él traía bajo el brazo, o porque no las creían para nada, pero igual se prestaban al juego con toda la hipocresía que las persecuciones y el hambre imponían.
Hungría no estaba en su territorio. Tampoco estaba contemplada como coto de caza por la Organización que le pagaba generosamente, siempre que cumpliera con la cuota establecida.
Jacob sabía que no había tenido el éxito esperado en su reclutamiento del semestre. Había trabajado arduamente, pero la suerte no le había acompañado.
Por esa razón se salió del libreto acostumbrado. Sin consulta previa, aprovechando el dominio que tenía de la lengua húngara, decidió incursionar con sus artes en una jurisdicción no habitual.
En última instancia: “¿quién le haría cuestión?”, se preguntó. El idioma era lo menos importante.
Lo que realmente le preocupaba era no haber llegado a la cuota exigida. Desde que comenzó a prestar servicios en la Organización, varios años atrás, era la primera vez que le sucedía, y no le gustaba para nada. Normalmente Jacob no sólo llegaba al número acordado, sino que lo superaba ampliamente. Y sólo tenía que actuar en terreno conocido: las pobres y numerosas aldeas judías diseminadas por toda Polonia. Se jactaba de haber contribuido a lo largo de los últimos diez años, con más de trescientas reclutas. Esa excelente performance, superior a la de todos sus competidores en Europa del Este, le había valido recibir felicitaciones de sus empleadores, acompañadas de jugosos ingresos extras para su bolsillo.
Sus contactos lo habían alertado sobre una investigación recientemente abierta por la policía polaca, que involucraba a una de las reclutas del año pasado. Ese aviso lo puso en guardia y creyó prudente acotar su accionar en ese país. Primero no le dio crédito. ¿Quién podía interesarse por la suerte de una judía? ¿La Policja6? Lo veía como algo improbable, máxime que destinaba parte de sus ingresos para aceitar a varios de sus funcionarios, en particular a los de mayor jerarquía.
Jacob no quería problemas. Hasta la fecha, su trabajo había dado buen resultado. No se resignaba a perder su prestigio en la Organización por causa de un año malo. No veía la hora de llegar a Hamburgo y entregar su “mercadería” que, aunque escasa, le daría los billetes que compensaban el tiempo y costo invertidos.
En el puerto lo estaba esperando como siempre Irenka con mirada despectiva, ahora con más saña a la luz del magro resultado de su reclutamiento.
— ¿Es todo lo que tenés, Jacob? ¿Tres niñas raquíticas?
— Irenka, en unos instantes te voy a presentar las jóvenes que traje. Una de ellas es húngara y muy lista. Cuidado con ella. Es despierta y sospecha del acuerdo que suscribió. Ponele el ojo encima y no te descuides. Bastante pobre fue para mí el logro de esta redada, como para coronarla con un problema nuevo –Jacob parecía agotado–. Se llama Ruth y trae consigo la carta compromiso con la aprobación de su familia y de ella misma. No vayas a complicar las cosas aumentando su sospecha. Ubícala en un camarote con otras que no hablen ni húngaro ni idish. Manejate con mucha cautela.
— ¡Jacob! ¿Desde cuándo te arrogás la facultad de darme órdenes o indicaciones? Te recuerdo que hace muchos años que oficio de enlace en los traslados y sé muy bien lo que tengo que hacer, así que terminemos con la entrega de una buena vez.
Rugie conoció a Irenka y no le cayó bien; ni por su aspecto, ni por su manera de mirar, ni por su mal aliento, ni por su pésimo humor.
El único lenguaje entre ellas para comunicarse era el gestual. La mujer que supuestamente la pondría en el barco hacia Buenos Aires sólo le infundía desconfianza.
6Policía polaca.
9. La Organización
Jaropelk estaba parado frente a un reducido grupo de personas y, en polaco, explicaba el significado de un rudimentario croquis dibujado en un pizarrón que tenía detrás.
Su audiencia lo escuchaba con respeto, pero también con recelo y evidente temor.
Jaropelk amedrentaba. De gran porte, tenía una mirada muy difícil de sostener. Sabía dar órdenes, pero más sabía castigar con extrema dureza a quien las desobedecía.
Girando su corpachón hacia el pizarrón, mostraba la expansión de la Organización que presidía, prácticamente desde siempre, y señalaba el estado de situación y las nuevas metas a lograr en los meses venideros.
La reunión transcurría en uno de los salones de una lujosa residencia de dos plantas, en pleno corazón de Buenos Aires, sede de una Sociedad de Socorros Mutuos hebrea.
A Jaropelk no le bastaba la red de proxenetas que había creado en los últimos quince años. Los casi dos mil prostíbulos que regenteaba diseminados por Argentina, Brasil, Nueva York, Sudáfrica y hasta China.
Su stock de “polaquitas”, como le gustaba denominarlas, tenía que seguir creciendo hasta alcanzar no menos de cuatro mil. Ese era el objetivo que se había propuesto y no pararía hasta conseguirlo. No le faltaba mucho.
La Organización contaba con más de cuatrocientos miembros, pero en esa sala estaba la plana mayor, los que tenían el privilegio de estar bajo su mando.
Si pensaban eso estaban equivocados. Jaropelk no confiaba en nadie. Hacerlo era para él un signo de debilidad y no se lo permitía.
Sin embargo, tenía dos lugartenientes, dos guardaespaldas, dos gorilas en aspecto e inteligencia, en quienes no necesitaba desconfiar porque sólo sabían obedecer sus órdenes. Fieles como dogos, eran incapaces de pensar. Él pensaba por ellos. Ellos sólo sabían cumplir sus órdenes sin dudar nunca.
Los miembros presentes tenían la calidad de asociados, lo cual significaba que regenteaban sus distritos con su propio capital, debiendo rendir cuentas y cumplir estrictamente con las normas de la Organización que integraban. Un 50% de lo que recaudaban iba para esta última. A cambio de todo ello obtenían protección, garantías para operar sin problemas, suministro de mercadería de calidad, administración contable-financiera de los negocios, y todo otro asunto requerido para su libre accionar.
La Organización era algo así como un reino, donde los asociados oficiaban de señores feudales que juraban lealtad al monarca. La Organización, desde sus orígenes, tenía un solo Rey.
De improviso, el orador detuvo su exposición.
Un silencio opresivo y denso inundó la estancia.
Todos sabían qué significaba esa pausa. Todos, en alguna oportunidad, habían sido blanco de la explosión que seguía. El refucilo que anuncia el estridente trueno. La extraña calma que precede a la tormenta.
Los oscuros ojos de Jaropelk, negros como el mismo infierno, se pasearon entre sus expectantes paisanos y se detuvieron fijos y penetrantes en uno de ellos: Zarek.
Las miradas entre ellos entablaron una sorda lucha. En estas habituales pulseadas siempre había un ganador. Nunca nadie logró doblegar la mirada de Jaropelk, y Zarek, no iba a ser la excepción.
Delante de todos y sin contemplación alguna, Jaropelk atacó.
— Decime, Zarek, ¿cómo explicás que perdiste un bastión de tu territorio en manos de los franceses? ¿Te faltaron huevos para defenderlo?
Cuando Jaropelk atacaba, lo hacía primero de una manera amable. Poco a poco su golpe iba in crescendo. Ese arrinconamiento le producía un incomparable placer. La víctima caía en sus redes, resignada a un destino que no podía modificar.
— Me pregunto, Zarek ¿tenés huevos? Porque si algo con valor te cuelga entre las piernas, no entiendo cómo dejaste que los franchutes te madrugaran, cómo no previste su jugada. ¡Cómo no diste la vida para preservar el patrimonio de nuestra Organización! Me pregunto, Zarek, ¿cómo pude delegar una de mis mejores zonas de explotación a un cobarde inepto como vos?
El clima dentro del salón era espeso y rancio. Nadie hablaba, nadie emitía sonido alguno, apenas se respiraba. Cada inspiración quemaba, el miedo se olía. Sólo se escuchaba la voz extrañamente aguda del Rey, pegando y pegando verbalmente, cada vez más fuerte, cada vez con mayor saña, cada vez con más violencia, reduciendo paulatina e incesantemente la dignidad y voluntad de su presa.
Zarek no era precisamente un bebé de pecho. ¡Y sí que tenía pelotas! Levantó su vista y miró con ira a quien lo estaba insultando. Nunca nadie se había atrevido a hacerle pasar un momento como ese y menos en presencia de pares suyos, sin haber pagado con su vida la insolencia.
No atinó a decir nada, a emitir palabra alguna, solo su mano derecha se deslizó por dentro de su saco con dirección a la cintura. Apenas logró acariciar la culata del arma cuando sus manos se alzaron hacia su cuello. Dos cuerdas muy finas lo enlazaron y se aferraron a su garganta quitándole la respiración. En cada intento por liberarse, el cerrojo se hacía más tirante y empezaba a abrirse camino en la piel. La presión no tenía retorno. El color del rostro de Zarek se puso violáceo, los ojos salían de sus órbitas con la expresión de desesperación y terror del condenado a muerte. Sacudió las piernas en el aire en el último estertor y se derrumbó flácidamente, colgando de las cuerdas que dos gigantes, más de la especie Erectus que Sapiens, todavía sostenían.
Igor e Iván, con un sigilo más propio de una gacela que de un mastodonte, se habían acercado por detrás, bajo la atenta mirada de su patrón. Más que patrón, de su dueño. Haciendo la tarea que sabían hacer.
Jaropelk –rompiendo un silencio que ahogaba gritos latentes– con absoluta tranquilidad, pasó al otro punto del orden del día de la reunión.
— Seguimos teniendo un serio problema con la comunidad judía, que reprueba nuestro negocio, por más recursos que aplicamos en beneficio de ella. No dejan que enterremos a nuestros muertos en sus cementerios, no dejan que concurramos a sus sinagogas y hacen campañas de desprestigio en contra nuestra. ¡Somos tan judíos como ellos! –exclamó irritado Jaropelk.
Por primera vez luego de un prolongado silencio, se escuchó en la sala un coro de reproche que se sumaba a la indignación del presidente de la Sociedad de Socorros Mutuos hebrea.
Uno de los participantes se atrevió a exclamar:
— ¡Tenemos mejor trato de los gentiles, que aprueban nuestra actividad y nos acompañan en los negocios!
Políticos, comisarios, referentes de la alta sociedad argentina, aceptaban esa actividad empresarial y recibían a cambio suculentas dádivas por ello.
10. El mercado
Una docena de mujeres jóvenes, prácticamente niñas, desfilaban una detrás de otra por una pasarela.
En el centro un espacio circular amplio, que atravesaban una y otra vez en su repetido recorrido.
Todas vestían una túnica blanca semi transparente que cubría sus cuerpos desde los hombros y hasta el piso.
Una mujer mayor que todas ellas, dirigía ese extraño caminar, dando indicaciones a todas y cada una: “Subir el mentón, apresurar el paso, mantenerse erguida, sonreír”.
Prendida a la túnica un pequeño cartel con un número las identificaba.
La mujer adulta se refería a cada una de las jóvenes a través de ese número.
— Lote 5 mantenga su línea. Lote 9 mire al frente. Lote 10 sonrisa más amplia.
A ambos lados de la pasarela, casi en penumbra, tres filas de asientos sólo ocupados por hombres.
El desfile iba y venía por ese sendero de madera, algo más elevado, semejando el andar inseguro de sonámbulos en trance.
La joven número 7 elevó la cabeza bruscamente, puso en blanco sus ojos y cayó desvanecida. Dos hombres de aspecto rudo subieron al estrado y retiraron el cuerpo arrastrándolo como una bolsa a través de una cortina que apareció al fondo de la sala.
La número 8 apresuró su paso por indicación de la mujer mayor, para mantener de ese modo la distancia establecida.
Los hombres sentados iban observando a las mujeres niñas y tomaban notas. Un murmullo incesante, como el de un coro gregoriano, denunciaba una intensa actividad en ellos, un ir y venir de evaluaciones, consultas, comentarios.
Ante una seca orden, que pareció salir de una barraca militar más que de ese extraño lugar, todas las desfilantes dejaron caer sus blancas túnicas y quedaron expuestas a la desnudez de sus jóvenes torsos.
Senos turgentes emergieron de los indefensos cuerpos. Una especie de exclamación en la improvisada platea de mirones, suplantó el murmullo previo.
LaSargentoseguía dirigiendo a las niñas que, a partir de ese momento, dejaban de serlo.
Seguían caminando vulneradas en su intimidad, con los pechos bambolándeose al ritmo de sus movimientos, apenas con un bombachón que les dejaba algo de su dignidad perdida.
Sentadas en el círculo central, estafadas, violentadas, traídas engañadas desde su Europa hambrienta a un nuevo mundo, demasiado tarde descubrieron que el destino se había ensañado con ellas. Descubrieron que pretendiendo escapar de las penurias y del hambre que padecieron en su tierra, cayeron en una trampa mucho peor: dejaron de ser seres humanos para convertirse en objetos sexuales vendidos al mejor postor.
11. El embarque
Mordecai abandonó el humilde hotel portuario pagando su estadía con dinero polaco. Sabía que hacerlo de ese modo le costaría mucho más que haciéndolo con dinero alemán. Era consciente que estaba alimentando la voracidad de los que lucraban con las diferencias de cambio entre monedas, producto de las distorsiones en las economías europeas, pero prefería el mayor costo que suponía la clandestinidad, que exponerse ante una agencia oficial de cambio.
Llevaba una pequeña y gastada maleta y un pequeño bolso de mano. Dentro de este último, en una funda de cuero cerrada con un broche, su arma reglamentaria: una vieja pistola Mauser modelo 1914, calibre 7,62x17mm. Sobreviviente de la Primera Guerra Mundial, era una de las cinco pistolas fabricadas en distintos países que constituía el arsenal de la policía polaca.
Por separado llevaba la documentación oficial que lo acreditaba como agente de esa institución, con autorización para portar armas. De todas maneras, sabía que era muy improbable que alguien revisara su equipaje o lo interrogara por llevarla.
Salió del hotel rumbo al puerto de embarque. Conocía el camino de memoria y podía recorrerlo aún con los ojos cerrados. Hacía días que transitaba esas pocas cuadras, desde muy temprano apenas despuntaba el sol, hasta su regreso al hotel cuando el astro se escondía por el horizonte.
Las investigaciones del último año lo habían traído a Hamburgo y se mantenía alerta, aunque procuraba pasar por un paisano más que esperaba el momento que partiera su barco rumbo a las Américas.
Se sentaba en su paredón del puerto. Prestaba mucha atención al movimiento alrededor delCap Poloniovinculado con el inminente viaje transatlántico, principalmente el que involucraba la presencia de mujeres muy jóvenes y aparentemente solas.
En el muelle, dos escaleras de abordaje bajaban de la mole de la nave. La central destinada al acceso de los pasajeros de primera clase y la más cercana a la proa para los que viajaban en la clase económica. Esta última también era utilizada para subir el equipaje, lo cual entorpecía y demoraba el proceso de embarque.
Mordecai no tenía apuro, esperaba paciente desde su estratégica posición en el paredón, que fueran subiendo al barco el resto de los pasajeros. Tenía muy claro qué era lo que buscaba.
Un primer evento tensó sus músculos y activó sus neuronas. A la escalera de proa se acercaba un grupo de seis jovencitas, acompañadas por otra mujer de mayor edad que las precedía varios pasos adelante. De un bolso que colgaba de su hombro, esta última extrajo lo que probablemente fueran documentos de identidad de todo el grupo. Los entregó al oficial de migraciones que, sentado en un improvisado escritorio al pie de la escalinata, las revisaba con desgano. Junto al oficial estaba parada otra mujer, como esperando a alguien. Mordecai no pudo precisar qué papel cumplía.
El funcionario observaba cada documento, lo corroboraba con una rápida mirada a su titular, y le estampaba un sello con golpe mecánico y preciso.
El automatismo de su accionar se detuvo más tiempo en uno de los papeles, que parecía leer de arriba a abajo como si no entendiera bien su contenido.
Frente al funcionario, una de las jóvenes esperaba. Su actitud, opuesta a la de sus compañeras, era serena. Mordecai se sintió extraño. Aunque estaba lejos para apreciar sus rasgos, algo en esa mujer lo alteró. Era su postura, su manera de moverse. No pudo descifrar qué le hizo palpitar su corazón, y se sorprendió.
El oficial levantó la vista y se topó con unos ojos celeste claros –como los del cielo en primavera– pero fundamentalmente, con una mirada firme y penetrante, una mirada que no se amilanaba ante la arrogancia de los ojos que la interrogaban.
El poder de esos ojos cielo finalmente venció, e hizo que el oficial desviara la vista hacia la mujer mayor.
— Sabés, Irenka, que no soy políglota. Me basta con conocer y manejar fluidamente seis idiomas, que no es poco. ¡No puedo constatar la legitimidad de este documento escrito al parecer en húngaro. Por consiguiente no puedo dejarla pasar!
Irenka, acostumbrada al habitual e invariable cuestionamiento de Frank en ocasión de tener que embarcar un grupo, metió su mano en el bolso y subrepticiamente deslizó hacia su viejo amigo un sobre con la prebenda convenida.
Frank, sin volver a mirar a la joven húngara, selló el documento y pasó al siguiente.
Mordecai, si bien guardaba prudente distancia, no perdió detalle de lo que sucedía. Su pista apuntaba a un modus operandi que acababa de configurarse frente a él. Sus informantes habían diagramado en su mente el modo de operar de los secuestradores de jóvenes y niñas, los mismos que se llevaron a Anna Snaider. Actuaban con grupos de cinco o seis inocentes mujeres a las que engañaban con promesas irresistibles, para luego ser conducidas por un miembro de la banda que las arreaba cual borregos al matadero.
Es lo que acababa de presenciar.
*****
Rugie seguía luchando en su interior.
Por un lado, iba descubriendo un mundo fascinante que nunca había imaginado. Grandes ciudades, con aceras pavimentadas y amplias avenidas arboladas, transitadas mayormente por automóviles, hombres y mujeres de vestir elegante caminaban alegres por las veredas.
Por el otro, ese presentimiento que la atormentaba y no la dejaba disfrutar cada uno de los increíbles momentos que estaba viviendo.
Agotada por el viaje en el destartalado automóvil, por las noches hacinada en precarios albergues, en casas que apenas ofrecían un pequeño espacio en un sótano o una bohardilla, o en algún caso en el establo junto a los animales, llegó a Hamburgo.
Deslumbrada por la imponente ciudad, no daba crédito a lo que sus ojos veían. Su curiosidad no tenía límites y pensaba que todo el padecimiento del viaje desde la aldea, valía la pena tan sólo por la oportunidad de conocer esas maravillas que se ofrecían a su vista.
Lo único que la apenaba era no tener con quien compartir esas experiencias. Extrañaba horrores las noches de confidencias con su hermana Ruth.
Rugie era una joven extrovertida, que le gustaba contar historias y participar de sus inquietudes a familiares y vecinos. Así había sido su vida hasta ahora.
Durante todo el trayecto hasta Hamburgo apenas habló con nadie. Sólo unas breves conversaciones en húngaro con Jacob, las imprescindibles. Comprendió que no obtendría de él respuestas honestas; y ella tampoco estaba dispuesta a contarle nada a quien no le inspiraba la más mínima confianza.
En Hamburgo se sumaron a las dos niñas que viajaron con ella, cinco mujeres más. Una checa, dos alemanas y dos polacas. Muy jóvenes también, aunque más cercanas a su edad.
Con la única que pudo intercambiar algunas palabras fue con la checa, que como ella, hablaba idish.
Su nombre era Lexa. Desde un primer momento se creó entre ellas un lazo de confianza y un puente de comunicación básico. Lexa sólo hablaba su idioma natal y algo de idish, y ese hecho las unía en un contexto de silencios y especulaciones.
Decía tener también dieciocho años y provenía como Rugie de una humilde aldea judía. Traía un contrato matrimonial acordado por sus padres. Se sentía angustiada por la separación con su familia, por abandonar su pueblo, por el miedo a la vida que la aguardaba.
En eso se diferenciaba de Rugie. Le faltaba el espíritu de aventura y las inmensas ganas de explorar ese otro mundo que existía fuera de los límites de la pequeña aldea donde había nacido.
Luego de tantos días sin poder hablar con nadie, el encuentro con Lexa fue un bálsamo. Las primeras dificultades con el idish desaparecieron a las pocas horas y ya mantenían una fluida conversación.
Necesitaba conocer todo lo que Lexa le podía contar sobre cómo y por qué estaba ahí. Qué cosas sabía que ella ignoraba. Su ansiedad no disminuía, todo lo contrario. Cada vez sentía con mayor intensidad la sensación de que un peligro se cernía sobre ella. También sobre todas las jóvenes que la acompañaban.
Irenka, atenta al cambio que observó en la húngara, a la sorpresiva locuacidad con que trataba de comunicarse con la joven checa, cortó por lo sano y las separó. “Finalmente, Jacob no estaba tan equivocado con sus advertencias” –reflexionó.
En su larga experiencia en el negocio, sabía percibir un potencial problema, pero también sabía cómo actuar para conjurarlo. El problema se llamaba esa joven y no quería tener complicaciones en el tiempo que restaba hasta que embarcaran hacia América. Luego, sería un problema para otra, la que se iba a encargar de vigilar el rebaño durante el cruce oceánico.
Todo su grupo dormía en un único cuarto del hotel de Hamburgo. Cuidó muy bien que las dos locuaces parlanchinas estuvieran cada una en el otro extremo del pequeño dormitorio y tuvieran pocas oportunidades de hablar entre ellas.
Este comportamiento de Irenka, que no pasó desapercibido para una mente sagaz como la de Rugie, aumentó al límite el nivel de sus sospechas. Comenzó a anidar en ella la convicción que, ingenuamente y como venía sospechando, había caído en una trampa.
Esta última y deliberada decisión de Irenka la convenció.
Constituyó el epílogo de una serie de situaciones que fueron dándose desde que inició el viaje: la actitud de Jacob durante el trayecto en auto; la sensación de estar permanentemente vigilada; el hecho de no poder salir de la habitación del hotel durante la estadía en Hamburgo.
Sin embargo, la ilusión que se había despertado en ella, hacía que fuera negando todos esos avisos. No quiso advertir ninguno cuando en el coche de Jacob atravesó la ciudad hasta conectar con Irenka. Estaba fascinada con el mundo que descubría –aunque por dentro se estuviera librando una batalla entre lo que deseaba y lo que temía.
La carta del novio que la esperaba en Buenos Aires le estaba resultando cada vez menos creíble. Una sensación más viva y presente le decía que podía estar siendo víctima de un secuestro. No sabía con qué fines, pero estaba segura que no serían buenos para ella.
Ante tal revelación, no supo qué hacer. No supo renunciar a su innata curiosidad, a sus inmensas ansias de ser lo que su espíritu le exigía, a arriesgarse lo suficiente para conseguir lo que buscaba.
Con todas sus antenas desplegadas, decidió seguir el juego que la vida le invitaba a jugar. Ya llegaría el momento de tomar una decisión si sus sospechas se confirmaban.
¿Y si fuera demasiado tarde?
Para evitarlo, se propuso estar más atenta que nunca, analizar cada situación que surgía, no dar nada por sentado y, sobre todo, abandonar la ingenuidad que había tenido hasta el momento y que veía aún reflejada en los rostros aniñados de sus compañeras de cuarto.
Con sus pequeñas maletas caminaron desde el precario hotel en que se hospedaron por dos días, hasta la dársena del puerto dominada por la imponente mole delCap Polonio.
Rugie jamás había visto un barco de tamañas dimensiones y recién en ese momento, tomó real noción de la extraordinaria experiencia que estaba a punto de iniciar en su vida.
Irenka acompañó al grupo hasta la escalinata de segunda y tercera clase, junto a la cual esperaba una mujer alta y rubia, de delgadez extrema, y un extraño rictus en su rostro.
Se dirigió a ella llamándola Melka. Una vez superado el trámite de migraciones, le transmitió la responsabilidad de “acompañar”, durante su travesía atlántica, al grupo que ella había atendido en Hamburgo.
Irenka, no obstante las advertencias de Jacob, decidió no alertar a Melka de ellas. “¿Para qué?” -se preguntó-. No era asunto suyo. Dio media vuelta y se alejó de la plataforma sin mirar a nadie, sin una sonrisa, sin emitir sonido alguno. Para ella había terminado su misión y era lo único que le importaba.
Rugie se miró con el resto de las chicas, particularmente con Lexa, a quien le hizo un disimulado gesto para que se acercara. No quería que sucediera lo mismo que había pasado con Irenka, que las había separado cuando notó que conversaban mucho, y en una lengua que no dominaba.
Casi en un susurro le pidió a Lexa que se mantuviera a su lado, sin hablar mucho, sin llamar la atención de la nueva guardiana. No tenía dudas que Melka iba a ser la nuevaSargentoque las controlaría.
Ascendiendo por la escalera de clase económica con su diminuta valija, no podía controlar un pequeño temblor, emocionada por la tan ansiada aventura que comenzaba.
Giró levemente su cabeza como despidiéndose de tierra firme, de un mundo que quizás no volviera a ver. Algo la alteró y se detuvo segundos en unos ojos pardos que la miraban con intensidad.
Avanzando hacia la escalinata, un joven que llevaba una maleta y un pequeño bolso como equipaje, se acercaba con intención de abordar el barco.
Fue sólo un instante en que sus ojos se cruzaron, pero algo totalmente desconocido disparó un inesperado latir en el corazón de Rugie. Se sorprendió y quedó turbada.
Melka, con una voz que conjugaba a la perfección con su imagen, movió apenas los labios, dibujando una línea en su rostro. Ordenó que el grupo se moviera alineado y sin separarse.
12. Primer día de navegación
Ubicados en la cubierta más baja del buque y en la proa del mismo, apenas por encima de la sala de máquinas y de las instalaciones que ocupaba la tripulación, estaban los camarotes de la tercera clase.
En la parte final de un largo pasillo, pasando los baños comunes, cuatro puertas de cada lado se enfrentaban con una particular característica: constituían pequeños cuartos cuádruples que albergaban sólo a mujeres jóvenes.
El quinto par de puertas a continuación correspondía, de un lado, a un camarote habitado por cuatro mujeres adultas. Frente al mismo otro ocupado por el mismo número de hombres de aspecto rudo que, alternadamente, se veían fuera de sus camarotes.
Apoyados contra la pared del pasillo, siempre un par de ellos estaban atentos a todo lo que ocurría a su alrededor.
Las siguientes dos puertas enfrentadas no estaban ocupadas, como una virtual barrera de separación que limitaba con los sanitarios de la tercera clase.
El febril ritmo de los motores del barco, alimentados con miles de litros de petróleo, se hacía sentir en esa cubierta y en esa parte de la nave. No resultaba sencillo ignorar ese tronar en las primeras horas de la travesía, ni durante la primera noche, pero transcurrido un día, ese golpeteo desaparecía. La magia de la mente lo tapaba con un invisible manto que enmudecía el molesto ruido.
Rugie, sin que laSargentoMelka se percatara, se las ingenió para que Lexa fuera su compañera de camarote. Se puso atrás de la guardiana durante el largo camino que emprendieron por las entrañas del transatlántico hasta llegar a sus camarotes. Con un imperceptible guiño le indicó a su circunstancial aliada checa que la siguiera detrás.
Especuló que, siendo ocho las que integraban el grupo que guiaba Melka, lo más probable es que las fuera distribuyendo según el orden de la fila india que la seguía. Al estar juntas se aseguraban que estarían las dos en el mismo camarote.
Como calculó, la guardiana se detuvo al final del largo pasillo, se dio media vuelta, y ordenó:
— Ustedes cuatro acá y las siguientes cuatro en este otro camarote. Yo voy dormir cerca y la mayor parte del día estaré con ustedes.
Nuevamente se apeló al miedo, como lo había hecho en Hamburgo Irenka, señalando el peligro que suponía salir de los camarotes, solas, en horas inapropiadas.
Rugie seguía impresionada por la envergadura de la embarcación.
Comenzó a sentir un extraño malestar. Imaginaba que había sido devorada por un monstruo. Asimilaba el trepidar de motores y cigüeñales como el palpitar del corazón de ese gigante que la había tragado. Desagradables nauseas hicieron que su cabeza diera vueltas alocadas y no atinó más que echarse en una de las literas, apenas ingresó al minúsculo cuarto que le tocó en suerte.