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La misión de Shayla Morrison era llevar al travieso Nicky a su tío, pero al ver al atractivo Turner MacLeod, Shayla decidió quedarse unos días. Después de todo, ¿qué sabía un vaquero duro y fuerte de niños pequeños? Pero ¿sabría una mujer sensata como ella convivir con aquel misterioso hombre? Shayla debería haberse vuelto a casa. Pero el sonido de la risa infantil y el brillo en los ojos del vaquero le hicieron abandonarse al romanticismo, y soñar con que quizá pudiera convertir a aquel solterón empedernido en su marido.
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Seitenzahl: 201
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Cara Colter
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Ojos de medianoche, n.º 1487 - marzo 2021
Título original: The Cowboy, the Baby and the Bride-To-Be
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1375-149-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
QUERIDO Nick:
No soy un hombre de palabra fácil ni estoy acostumbrado a tratar con niños. Soy trabajador, sin embargo, y se me dan bien los caballos.
Creo que lo que intento decirte es que soy un vaquero, sencilla y llanamente. Soy capaz de enfrentarme a una manada de toros de ojos rojos sin pestañear, pero los niños y las mujeres me dan un miedo terrible.
La primera vez que te vi, supe que pertenecías a este rancho. Debías tener sólo tres años por aquel entonces, pero ya lo demostrabas. En tus ojos, en tu forma de caminar, en el modo de comportarte.
Ser un vaquero significa mucho más que ponerse un sombrero y montar un toro. También significa más que participar en rodeos y en peleas. Es algo que concierne al alma.
Nicky, no quiero que crezcas en medio de una ciudad, en algún apartamento estrecho y juegues en parques de cemento. Eres un chico que necesita correr en un lugar donde no haya límites. Eres un chico que tiene que aprender a tirar el lazo sobre un caballo.
¿Cómo lo sé? Porque cuando te miro, veo a tu padre. Y también a mí mismo.
Por eso te enseñaré que un vaquero lleva dentro los cielos azules y los espacios abiertos, que necesita un buen caballo y ganado para manejarlo y también te enseñaré que necesita ser fuerte.
Y tú me descubrirás a mí lo más importante de todo: el amor.
Tú me enseñarás lo que es el amor.
Tu tío: Turner.
FUE UN flechazo.
Hasta ese momento, cuando ya había cumplido los veinticuatro años, Shayla no había usado esa expresión jamás.
Hasta entonces no había visto nunca nada así.
Montana: una tierra enorme e impactante. A muchas personas esas llanuras les habrían parecido desoladas, pero Shayla sentía que algo en ella se abría, como esa tierra.
Eran llanuras en constante movimiento: el viento jugaba sobre la yerba dorada, creando olas lentas y sensuales; el ganado en la distancia, apareciendo y desapareciendo de nuevo; los divertidos pinchos que había entre la yerba y que a veces se quedaban prendidos de las orejas de los ciervos.
Shayla bajó la ventanilla de su viejo Volkswagen y aspiró el aire, que olía a tierra y sol, y a algo que no pudo definir.
–Un flechazo –repitió en alto.
–¡Puff!
–¡Nicky! ¿Estás despierto?
La muchacha se volvió y miró hacia atrás. Su pequeña carga iba en el asiento trasero, bien atado en su silla.
–¿Los has visto? ¿Al ciervo y al antílope? Se parece a la canción –se dio cuenta de repente–. Ya sabes. Ven, ven… –tarareó.
Nick asintió solemnemente. Sus enormes ojos negros la observaron desde detrás de sus densas pestañas. Su carita de mejillas regordetas estaba enmarcada por mechones de pelo oscuro y rizado. Era un niño verdaderamente encantador, excepto cuando no estaba de acuerdo con algo, lo que era bastante frecuente.
–Yo, libre –dijo.
Libertad, pensó ella. Eso era. La tierra aquella le hacía pensar en libertad y frescura.
–De acuerdo –contestó, mirando por el espejo retrovisor–. Las tres. En seguida llegaremos a casa de tu tío. ¿Qué te parece?
–Yo, libre.
Ella se echó a reír.
–Yo también quiero libertad. De hecho, estoy corriendo la primera aventura de toda mi vida. ¡Yo, Shayla Morrison una aventura… !
No era exactamente una aventura. Iba a devolver un favor a un amigo. Eso era todo. Pero ese paisaje estaba despertando dentro de ella algo desconocido.
Una parte, en su interior, tenía ganas de correr aventuras.
Apretó el acelerador un poco más. En Montana no había límite de velocidad. Nunca había ido tan rápido en su vida. La carretera era buena, recta, bien asfaltada y sin coches. ¿Por qué no volar?
–Yo, seis –anunció Nicky.
–No, tres.
–¡Seis!
–No importa si tienes tres cuando estás en el tren –cantó Shayla–, y no importa si tienes seis cuando estás en el…
–¡Amapola! –exclamó encantado Nicky.
Shayla rió también. Y disfrutó tanto de la risa como estaba disfrutando de aquel día soleado. Durante los dos años anteriores había estado trabajando para un programa de televisión infantil en Portland, Oregón. Ella se encargaba de hacer la música, aunque no cantaba. Así que Nicky reconocía inmediatamente cuando ella se convertía en «Amapola».
–Canta.
Y entonces ella entonó canciones sin sentido que celebraban el cielo grande, los halcones voladores y los animales de puntiagudos cuernos.
Shayla frunció el ceño. ¿Otra vez? ¿Pero cuánto duermen los niños? Nicky tenía las mejillas muy coloradas. No estaría enfermo, ¿verdad?
La muchacha sintió un pequeño estremecimiento. Se preocupaba demasiado. Preocuparse era su especialidad.
Probablemente, sería sólo por el aburrimiento. Llevaba viajando dos días enteros.
Una semana antes, su vecina, Maria, una madre soltera que había conocido un año antes en la piscina, había dejado a Nicholas, Nicky, en su casa para hacer un recado, como hacía otras veces.
Pero aquella tarde la tímida y guapa Maria no había vuelto. Nicky se había quedado dormido en el sofá con el dedo en la boca y abrazado a su dinosaurio de peluche, Ralph. Eso no era típico de Maria, una persona de pocas palabras y muy pensativa, así que Shayla se dispuso a llamar a todos los hospitales.
Pero el teléfono sonó en ese momento y Shayla oyó las monedas caer antes de escuchar la voz de Maria.
–Shayla, no me gusta pedírtelo, pero, ¿podrías quedarte con Nick uno o dos días? Ha pasado algo.
–¿Estás bien? –quiso saber Shayla.
Pero sólo oyó la risa de Maria, a la que nunca había oído reír antes.
Por supuesto que no podía quedarse con Nicky. No era el típico niño que se pusiera a jugar tranquilo en el suelo con sus juguetes mientras ella tocaba el piano.
–¡Por favor! ¿Puedes hacerlo por mí? –fue lo siguiente que escuchó.
Algo en la voz de Maria, un tono especialmente alegre, la hizo decir que sí. Shayla siempre había pensado que Maria era demasiado joven para estar siempre tan cansada y preocupada.
¿Qué eran uno o dos días? Tendría que pensar la manera de poder trabajar con Nicky allí. Quizá podría probar las canciones con él. Sería un concepto nuevo: probar las canciones infantiles con un niño antes de darlas por terminadas.
¿Qué eran unos días si eso ayudaba a borrar la carga que Maria llevaba sobre sus hombros?
Pasaron aquellos dos días y Maria volvió a llamar. No podía volver todavía. Algo pasaba. Una emergencia. No estaba segura de cuándo podría volver, podrían ser incluso semanas.
–¿Podrías llevar al niño a casa de su tío, a Montana? –su voz sonó aún más alegre que la otra vez.
–No puedo ir a Montana, Maria. ¿Cuándo vas a volver? ¿Qué es eso de que quizá no regreses en varias semanas?
Shayla sabía que no podía quedarse con Nicky tanto tiempo. Era un pequeño dictador y la tenía todo el tiempo a su merced. ¡No le extrañaba que Maria estuviera tan cansada!
–Nicky, comer. Ahora.
–Nicky, a la piscina. Ahora.
–Nicky, no dormir. Nicky, nadar. Ahora.
–Nicky, no comer verde. Nicky comer rojo. Ahora.
–Nicky, jugar. Ahora.
Shayla estaba empezando a oír en sueños la palabra «ahora».
Si tenía que elegir entre quedarse semanas con él o llevarlo a Montana, lo llevaría a Montana.
Había escrito cuidadosamente la dirección que Maria le había dicho y había telefoneado al trabajo para decirles que iba a retrasarse un poco. Era la primera vez en dos años que no entregaba algo a tiempo, pero estaba escribiendo las canciones del episodio dedicado a Halloween, así que tenía casi un mes por delante.
Tan pronto como empezó a hacer el equipaje, se dio cuenta de que estaba feliz.
–Creo que tenía ganas de marcharme –murmuró para sí, apretando el acelerador un poco más.
Iba a setenta y dos millas por hora.
¿Se quería marchar, de dónde?
Quizá necesitara unas vacaciones. Lo cierto era que después de estar escribiendo durante dos años la música de Amapola, su carrera no era muy emocionante. Había mañanas en las que se despertaba y le horrorizaba tener que escribir una canción sobre el buen tiempo, sobre los sentimientos o cualquier otro tipo de canción que fuera a ser cantada por adultos vestidos de muñecos o animales… y payasos.
Eso le hizo recordar a Barry Baxter, que hacía el papel del payaso Bo–bo en el programa.
–¿Que vas dónde? –le había gritado–. ¿A Montana? ¿Con ese niño?
A ella le había molestado el tono de voz de él. Había hablado como si Nicky fuera un monstruo de dos cabezas en vez de un niño. Era un pequeño tirano, eso sí, pero también era un niño a fin de cuentas.
–No te gustan los niños, ¿verdad?
–No es que no me gusten. Estoy rodeado de niños todo el tiempo. En el programa, los niños que vienen al programa… Yo trabajo con un traje de payaso y cuando me lo quito, ¡caramba!, quiero ser un adulto. No quiero niños a mi alrededor y menos a ése.
–Pues vas a ver a ése durante semanas si no lo llevo a Montana.
–¿Pero no hay una ley o algo? Ella no puede dejarte el niño y esperar que tú te encargues de él.
–¿Estás sugiriendo que llame a la policía y les hable de la pobre Maria?
–Ha abandonado a su hijo.
–No lo ha abandonado.
Shayla dio un suspiro y siguió concentrada en la carretera. Ése era el verdadero motivo por el que necesitaba marcharse. Tenía que pensar en su relación con Barry.
Su madre pensaba que debía casarse con él y Barry pensaba lo mismo.
Era lo que su madre llamaba un buen partido. A pesar de ser actor, tenía un trabajo estable y era un hombre responsable. También era bastante guapo.
–Pero si nunca vas a conocer a ningún otro… –solía lamentarse su madre–. Vives como una reclusa, siempre en casa tocando el piano. Y es un buen chico. ¿Qué ves de malo en él?
–No veo nada malo, pero, ¿es ésa razón suficiente como para casarse? –contestaba ella desesperada–. ¿Sólo porque no tenga nada de malo?
–Shayla, escucha a tu madre. Tienes que casarte con un hombre de buen corazón y que sea trabajador. Olvídate de todo ese romanticismo adolescente. Olvídate de que tu corazón palpite y de cohetes y fuegos artificiales. En el romanticismo, no encontrarás nada más que dolor y sufrimiento. Hazme caso.
La madre de Shayla y el padre se habían divorciado varios años antes.
Cuando Shayla había llamado a su madre para contarle lo del viaje a Montana, volvieron a hablar de matrimonio.
–No le gustan los niños, mamá.
–Hay cosas peores.
–A mí sí que me gustan los niños.
–Te ama, Shayla. ¿Qué más quieres?
«Amarlo yo a él», pensó.
Le gustaba Barry, sí, y su madre llevaba razón: había vivido como una reclusa hasta que había aparecido él. Así que, al menos, había encontrado un compañero encantador para ir al cine o a cenar alguna vez. Y compartían una vena artística que los hacía compatibles.
Pero de ahí a casarse con él…
Ni siquiera le gustaba su modo de besarla. ¿Por qué no podían seguir las cosas como estaban? ¿Por qué tenían que cambiar? ¿Por qué no podían seguir disfrutando de ir al cine y a cenar juntos?
Pero si de verdad quería que las cosas siguieran igual, ¿cómo se explicaba esa insatisfacción que sentía en muchas facetas de su vida? Se suponía que le debería gustar escribir canciones para Amapola y que se debería sentir contenta por poder trabajar en algo que estaba relacionado con sus estudios. Con excepción de Lillian Morehouse, que tocaba con la orquesta filarmónica, el noventa por ciento de sus compañeros no trabajaban como músicos. El trabajo de Mile Webster, en una tienda de discos, no contaba.
Era Montana lo que estaba provocando en ella esa clase de sentimientos. Estaba despertando dentro de ella su espíritu inquieto, una zona escondida, salvaje y aventurera que desconocía poseer.
Su madre y Barry habían visto cómo cargaba el coche para el viaje.
–No puedo creer que estés haciendo algo tan absurdo –había dicho Barry.
Su madre había asentido vigorosamente.
Bueno, también a ella le resultaba difícil creérselo, pero ya que lo estaba haciendo, ¡le parecía estupendo! Quizá tenía dentro de sí una parte absurda que había estado escondida hasta ese momento, pero lista para salir.
Shayla disminuyó la velocidad al aproximarse a una intersección. Ya había dejado atrás la pequeña ciudad de Winnet y la de Sand Spring, aún más pequeña.
En ese momento, vio que los carteles de los que le había hablado Maria estaban en la carretera. Esos carteles indicaban el nombre de la familia que vivía en las casas al lado de la autopista y de las millas que faltaban para llegar a ellas.
Shayla miró las placas rápidamente. Allí estaba: MacLeod. Treinta y siete millas más. Al parecer, el vecino más próximo estaba a siete millas.
La inmensidad de Montana la sorprendió de nuevo. Miró a la lejanía de nuevo, sin ver nada a su alrededor. Allí se sentía libre.
Nicky seguía durmiendo. Shayla abrió cuidadosamente la puerta trasera y le quitó la mantita cosida a mano por su madre. El calor que desprendía el niño comenzó a preocuparla.
Era un día cálido, sin embargo. Uno de esos días de septiembre que todavía parecen de verano.
Antes de ponerse de nuevo al volante, bajó la ventanilla de Nick para que le entrara la brisa. Luego, metió una marcha y siguió por la autopista, con la sensación de que tenía la vida entera por delante.
Cuando cubrió las treinta y siete millas, encontró una verja grande de madera a la izquierda de la carretera. En la parte superior había un letrero, también de madera, con el nombre grabado: MacLeod. En esa parte del país donde había tan pocos árboles, debía haber sido toda una proeza conseguir esa verja de madera.
Shayla atravesó la entrada y encontró otra carretera, más estrecha ya, que giraba y se internaba en aquel paisaje de lomas suaves. Tuvo que recorrer cinco millas más para poder ver la casa.
Detuvo el coche y miró a Nicky. Seguía durmiendo ruidosamente y sus mejillas, afortunadamente, estaban más frías.
Shayla miró de nuevo al edificio que tenía delante. No era muy bonito. Una casa cuadrada, un granero que parecía más nuevo y elegante que la casa, y unos cuantos edificios anexos.
Una nube de polvo la hizo dirigir la mirada hacia el corral.
–¡Dios mío! –exclamó, protegiéndose los ojos del sol.
En el centro del corral había un hombre totalmente inmóvil, alrededor del cuál galopaba un caballo, dando coces y relinchando.
Incluso desde la distancia, pudo ver que él parecía el típico vaquero. Alto y delgado, con unos pantalones cubiertos de polvo y una camisa vieja de algodón. Un sombrero de ala ancha lo protegía del sol. A Shayla le gustó que pareciese tan tranquilo y relajado. Daba la impresión de irradiar energía.
Y entonces, él se quitó el sombrero y se pasó la manga de la camisa por la frente sudorosa.
A pesar de la distancia, Shayla vio que sus rasgos eran agradables.
–Un flechazo –repitió.
La muchacha se sonrojó, sorprendida de su propia estupidez.
El hombre era un completo desconocido y, aunque tenía un aspecto romántico, era evidente que Montana estaba provocando un extraño efecto en su percepción.
Si tuviera un poco de sentido común, se daría media vuelta y se marcharía por donde había llegado.
Pero también era cierto que si hubiera tenido sentido común, como su madre y Barry le habían dicho, ni siquiera estaría allí.
Se había comprometido a llevar a Nicky con su tío e iba a hacerlo.
Arrancó el coche y se dirigió hacia los edificios.
El polvo provocado por el coche debió avisar al hombre, porque cuando llegó frente a la casa, él ya estaba en el jardín, sentado sobre el borde de un barril de agua. Había dejado el sombrero sobre el suelo y su pelo espeso tenía el color del chocolate líquido. El hombre dio un trago de agua, mirándola por encima del borde del cazo.
Cuando ella se detuvo, él la saludó, colgó el cazo en un clavo que había en la pared y se volvió a poner el sombrero. Finalmente, fue hacia el coche.
Por un momento, se quedó paralizada. El vaquero caminó hacia ella con una agilidad cien por cien masculina.
Eso no quería decir que Barry no fuera viril, pero el porcentaje era diferente.
El vaquero le sonrió y la sonrisa mostró sus dientes perfectos y unas arrugas se formaron alrededor de sus ojos.
Los ojos eran de un color que ella nunca había visto hasta la noche anterior, cuando antes de que el sol se pusiera, el cielo se había vuelto de un color azul oscuro precioso. De color índigo.
Y le estaba sonriendo a ella, hipnotizándola con sus ojos increíbles de color índigo.
Ella salió del coche torpemente.
–Señorita –dijo él, tocándose el ala del sombrero.
Ella intentó apartar la vista de sus ojos para romper el hechizo, pero no pudo. Ese hombre era increíble.
Shayla, de repente, se dio cuenta del aspecto que debía tener tras dos días de viaje y deseó haberse peinado y pintado los labios antes de llegar. Y también debía haberse maquillado y haberse dado sombra de ojos y haberse teñido el pelo…
Jane Shayla Morrison estaba delante del hombre más espectacular que había visto jamás.
–¿Se ha perdido? –preguntó, mirando al coche y deteniéndose un segundo en el pequeño bulto que dormía en el asiento trasero.
Estaba perdida, era cierto, y sería mejor que se recuperara antes de sumergirse aún más en la profundidad de aquellos ojos maravillosos.
–Le he traído a su sobrino.
Nada más decirlo, se dio cuenta de que algo andaba mal. Él debería de haber estado esperándola.
–Su madre me dijo que usted me estaría esperando –la voz de ella tembló.
Había ido demasiado lejos. ¿Cómo era posible que le estuviera sucediendo algo así? De repente, se sintió cansada y confusa.
Su madre y Barry llevaban razón. Todo aquello era absurdo y no sabía qué podía hacer para arreglarlo.
–Debe haberse equivocado, señorita. Es muy fácil en esta parte del país. Yo no tengo ningún sobrino. Sólo tengo una sobrina.
La voz de él era tranquila, profunda y maravillosa. ¿Cómo sería capaz de decir «señorita» y hacerla sentir como si fuera algo deliciosamente indecente? ¿Cómo era capaz de decir algo que la hiciera sentir deliciosamente indecente y al mismo tiempo segura?
–Supongo que lleva razón. Debo haber encontrado al señor MacLeod equivocado. ¿Hay otro por aquí cerca? –la muchacha se sonrojó al ver que él la escuchaba divertido.
–Hay un montón de MacLeod en este estado. ¿A cuál de ellos busca?
–A Turner –contestó ella, tratando de soltarse el cinturón de seguridad–. Busco a Turner MacLeod.
Cuando Shayla volvió a mirarlo, el hombre tenía la boca abierta. Su mandíbula era fuerte y muy oscura.
–Bueno, ése soy yo, señorita, pero no…
Shayla sacó a Nicky en ese momento, que corrió hacia el hombre que los miraba a los dos con fascinación y temor.
Nicky agarró los vaqueros de Turner MacLeod. Luego, se tiró encima de las botas del hombre.
Shayla cerró los ojos. Miles de millas de terreno abierto y Nicky había elegido las botas del hombre para tumbarse. Barry se habría puesto furioso con él.
–Lo siento.
Nicky chillaba, agarrando la pierna del hombre.
El hombre se inclinó y tomó al niño por los hombros y lo miró fijamente a la cara. Luego, le tocó la frente con el dorso de la mano.
–Será mejor que entremos. Tiene un poco de fiebre –dijo Turner, poniéndose al niño sobre un hombro.
Shayla sintió un nudo en el estómago y se quedó mirando a ambos. El color de piel de Nicholas era diferente del de Turner, más oscuro y exótico, pero los rasgos eran idénticos.
De repente, tuvo la sensación de que Maria no enviaba el niño a su tío, si no a su verdadero padre.
Sólo que él no lo sabía.
Así que había tenido un flechazo con un completo sinvergüenza.
En ese momento, se imaginó perfectamente a su madre sonriendo con satisfacción. «No confíes en tus hormonas o en el corazón para tomar decisiones importantes, Shayla. Te lo dice tu madre. Usa la cabeza. Eso es lo mejor que Dios te ha dado».
Pues su cabeza le estaba diciendo que se marchara, y pronto. Pero sus pies estaban siguiendo a aquel hombre hacia el porche. No podía dejar a Nicky con un completo desconocido, aunque fuera su padre.
–Será mejor que lo lleve al hospital –dijo ella nerviosa.
–Señorita, el hospital más cercano está muy lejos de aquí.
Lo dijo relajadamente, con paciencia casi, pero ella notó un tono duro en la voz de él. Se sintió, en ese momento, como una forastera allí, como una mujer urbana que no era capaz de adaptarse a la realidad en una zona tan aislada.
El hombre se quitó las botas en el porche antes de entrar. Luego, abrió la puerta y la sostuvo con un pie, haciendo un gesto para que ella entrara.
–Ni siquiera lo conozco –dijo ella, insegura.
El hombre la miró con incredulidad.
–Debería haber pensado eso doscientas millas antes.
–¿Cómo sabe de dónde vengo? –quiso saber.
Por un momento, sintió miedo. ¡Dios! Había viajado cientos de millas para caer en manos del único asesino de Montana.
–La matrícula es de Oregón, señorita. Ha tenido tiempo de sobra para pensar en lo que hacía.
–¡Pero es que entonces creía que usted conocía a Nicky!
–Nicky –repitió el vaquero, que volvió a mirar atentamente el rostro del niño.
Éste estaba chillando, pero sin llorar. Shayla sabía que el niño era muy fuerte, casi nunca lloraba.
Un brillo especial se encendió en los ojos de Turner MacLeod al mirar al niño. Un brillo, seguido por una mirada de sorpresa y de ternura que hizo olvidar a Shayla todos sus miedos sobre la posibilidad de que él fuera un asesino.
–Humm –dijo, mirándola con ojos brillantes–. ¿Quién es la madre?
¿Con cuántas mujeres se habría acostado ese hombre?
–Maria Gerrardi –contestó ella.
«Una chica católica, cuya vida ha quedado destrozada por tu culpa», deseó añadir Shayla.
Los rasgos del hombre se tensaron inmediatamente.
Miró de nuevo a Nicky, dio un suspiro y desapareció dentro de la casa oscura.