Ojos negros - Eduardo Sguiglia - E-Book

Ojos negros E-Book

Eduardo Sguiglia

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Beschreibung

Drama, aventura, corrupción y contrabando en tierras de África por el control de los diamantes en el mercado negro. A comienzos de 2002, un argentino desempleado y al borde de la ruina económica, acepta viajar a África para cumplir una misión casi imposible. Una apuesta a ciegas, a todo o nada, donde el todo es la riqueza y el final de las privaciones y el nada, la muerte. El Congo y Angola son los espacios donde esa apuesta habrá de dirimirse y los diamantes, el trofeo ganador. Miguel ingresa sin querer en una red de traficantes de piedras preciosas, y tras ese mundo de riquezas desmesuradas y traiciones automáticas están los epígonos de una guerra civil, la súbita erupción de la violencia, los mineros explotados. Y también, como un frágil sueño que se niega a ser parte de la pesadilla que lo envuelve, está el amor de una mujer inesperada que lo incita a olvidar su apuesta y que le promete una felicidad que jamás imaginó. Ojos negros es una novela hipnótica. Sin pausas ni concesiones, Eduardo Sguiglia lleva al lector de la mano hacia un viaje alucinante que, como no podía ser de otro modo, desemboca en un final sorprendente donde literatura y aventura hacen las paces.

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Seitenzahl: 264

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Índice

Cubierta

Ojos negros

Cita

Créditos

Ojos negros

Hasta hoy los hombres, quietos, atónitos, están a la espera de Suku-Nzambi, padre de los lundas. ¿Aprenderán algún día a vivir? ¿O eso que van haciendo: producir comida para otros, matarse por deseos infinitos, siempre a la espera de la palabra salvadora de Suku-Nzambi, será realmente la vida?

Pepetela

El reloj da las once al tiempo que Modesto Vargas entra a su oficina. Enciende la luz, avanza hacia el escritorio y deja el maletín a un costado, en el piso. Desde allí contempla la sala de guardia. Es una noche de sábado. Ve a sus policías interrogar a unos cuantos jóvenes que acabarán rotos mucho antes de acumular un solo signo de riqueza. Al principio se entretenía observando la fauna que circulaba por la sala. No tiene gracia ahora. Camina hacia la puerta, la cierra con llave y vuelve a su escritorio.

El suboficial Vargas es más bien bajo y delgado, pero sus movimientos revelan cierto aire de confianza que resulta agresivo. Se quita la chamarra, afloja el nudo de la corbata y se estira en la silla. Mira la bolsa de plástico con los objetos que recogió en la pesquisa. Desde hace un rato tiene la inconfundible sensación de que La Milagrosa trabaja de su lado. Mete la mano en la bolsa para sacar una billetera y un grabador digital. El resto son nimiedades. Las trajo de puro curioso. El único lugar que no registró en la habitación del hotel fue la cama. ¿Pero qué secretos puede ocultar una cama vacía? Sueños. Promesas. Ilusiones, tal vez. Hace la señal de la cruz. Luego prende el grabador. Se inclina hacia delante. Escucha unos minutos de confidencias antes de pausarlo. La brisa que entra por la ventana trae el rumor de la calle. Oye el ruido de un camión y luego la sirena de una ambulancia que pasa rápido a lo largo de la calle y se desvanece a lo lejos.

Vargas se levanta, va hacia la ventana, la cierra de un golpe y se vuelve a sentar. Por un instante reflexiona en el sueño que tuvo la noche anterior. Lo había dejado contento. Pero ahora no puede soñar ni distraerse. Consulta el reloj. Faltan siete horas y media para entregar la guardia. ¿Mucho tiempo? En absoluto. Aquel caso quiere resolverlo él solito. Nada de compartirlo con otros. Todo para mí, se dice mientras juega con un rotulador. Un momento después estira una mano, arrima el maletín a la silla y cruza los pies sobre el escritorio. Retrasa la grabación a un principio. Allá voy, murmura antes de dar rienda suelta a sus oídos.

«...Poco antes del mediodía nos atascamos en un camino sinuoso. Didí aceleró el jeep a fondo dos o tres veces pero luego no insistió más. Se quedó quieto, con las manos aferradas al volante. Pierre lo miró de reojo, estiró los brazos y se retorció en el asiento por enésima vez desde el amanecer. Después permaneció inmóvil, como si no le importara, como si el destino hubiera mandado parar allí, a pocas horas de mi salida, a poca distancia de mi salvación.

Eché un vistazo a un lado y a otro. No se veía nada ni a nadie. Ni siquiera los pájaros de color azul y cola alargada que me habían llamado la atención a lo largo del trayecto. Aquella mañana, en realidad, no habíamos topado con una sola persona. Tampoco dimos con un camino que estuviera en buen estado ni habíamos visto un solo cartel indicador. Luego observé a Didí y a Pierre. Los dos miraban al frente, hacia el horizonte, con los ojos entreabiertos. El sudor, a pesar del aire acondicionado, les resbalaba por la nuca. Supuse que estaban abombados por el viaje o sumergidos en la particular modorra africana. Aunque tenían un semblante enfermizo. Dejé correr un minuto. Después me incliné hacia delante para pedirles, en buenos términos, que hicieran algo. Esos fulanos no eran mis compinches. No. Tampoco trabajaban para mí. Pero el día anterior había convenido en pagarles una buena recompensa a cambio de que me llevaran sano y salvo hasta la frontera con el Congo.

No reaccionaron. Entonces les ordené casi a gritos que se movieran y trataran de solucionar el problema. Les dije que debíamos seguir andando, que no podían quedarse de brazos cruzados. Usé el francés, el portugués y finalmente, desesperado, el español. No hubo caso. Se mantuvieron callados, pasivos, en una especie de hibernación. Dudé en salir del jeep. Pero un momento más tarde, mientras los dos seguían tiesos y mudos, bajé y le di una vuelta completa. Revisé las ruedas y los ejes. Había mucha arena debajo, aunque no parecía un problema insoluble. Se podía cavar delante de las ruedas y extender unas ramas para evitar que se hundieran de nuevo. Decidí encarar a Pierre. Comencé a golpear su ventanilla. En aquel momento Pierre codeó a Didí. Después levantó la ametralladora que estaba en el suelo y me apuntó.

Me costó tomar en serio su amenaza. Tal vez por las circunstancias, por lo que había vivido en las últimas horas o por la clase de mundo que rodeaba aquel páramo. Llegué a especular, incluso, que se trataba de una broma, de un chiste de mal gusto impulsado por los prejuicios raciales de esos patanes. En verdad, durante el viaje, les había escuchado unas curiosas discusiones sobre el tema. Alcé las manos despacio y sin apartar mis ojos de los suyos retrocedí un paso. Pero un momento más tarde, cuando Pierre bajó del jeep, hundió el cañón de la ametralladora en mi panza y me obligó a tirarme boca abajo, comprendí que estaba perdido en una ciénaga. Primero me pateó. Luego preguntó por las piedras. Las costillas me dolieron tanto que temí desvanecerme.

–Dos posibilidades –dijo–: las piedras o la muerte.

–¿Qué piedras, hermano? –le pregunté.

–¿Hermano?, Ajukula o mutue, Mbiri j’e-nu!

Entendí algo como: ¡Abre tu cabeza, cara de huevo!

–Amigo, no sé de qué me hablas.

–¿Amigo?, escuchaste, Didí, escuchaste lo que dice este blanquito de mierda, este viejo arruinado, éste no tiene remedio, quiere morir aquí y ahora –dijo, apoyó el cañón de la Uzi en mi nuca y agregó–: contaré hasta diez, las piedras o la muerte, elige.

De inmediato comenzó un conteo regresivo en voz alta: diez, nueve, ocho...

Cuando se tienen los pies en el abismo no existen las reglas. Tampoco conviene inventarlas. Sabía de prisioneros que antes de ser fusilados, en un tiempo cruel y remoto, invocaron el nombre de algún familiar. De otros que insultaron a sus verdugos. También conozco la anécdota del millonario que en el lecho de muerte mencionó el nombre del juguete que había alegrado su infancia. Cada uno con su cruz. Es cierto. En mi caso, aquella mañana de junio del 2002, con cuarenta y nueve a cuestas, bajo un resplandor que derretía hasta los huesos, sucio, transpirado, con la cara hundida en la arena, lejos del barrio, de mi historia, de mi docena de libros favoritos, del aire y del cielo que me había visto nacer, ante la proximidad del fin, de un desenlace tan ridículo, tan despojado del heroísmo y de la grandeza que había imaginado en mi juventud, en lugar de pensar en mis errores, en alguna maldad cometida, una de tantas, o, sobre todo, en las piedras con forma de ojos de pescado que tenía bien escondidas, recuerdo patente, como si no hubieran pasado estas semanas, que reparé en los gritos de Pierre, que abrí la mente como lo había pedido, y asentí. ¿Quién era yo y quién era él? ¿Un hermano, semejante simio? Ay, madre. ¿Un amigo? ¿Mi amigo, ese criminal? Ay, Vasquito querido, muchachos, perdonen, perdónenme esos reflejos cobardes, herejes, insolentes, pensé y levanté la cabeza para gritárselo en la cara. Para saltarle encima dispuesto, si conseguía una luz de ventaja, a llevármelo conmigo al infierno...

Pierre era una mole y, si dentro del jeep iba apretado, fuera, de pie y sacando pecho, se veía como un elefante joven sin domesticar. Sin embargo, al tiempo que levanté la vista inclinó el cuerpo hacia atrás, cerró los ojos y, ante mi sorpresa, se tambaleó por unos segundos antes de caer de espaldas al suelo. De inmediato miré hacia el jeep. Ahora Didí caminaba a los tumbos hacia los matorrales, vacilando y agazapándose sobre la arena. Enseguida, todavía cuerpo a tierra, oí el motor de un camión y luego el ronroneo de un helicóptero que sobrevolaba bajo la zona. Me quedé helado. Lo primero que supuse fue que se trataba de militares angoleños que iban o venían de la guerra. La paz entre el gobierno y la oposición estaba a punto de firmarse; sin embargo, aún se podían ver en las aldeas o en los caminos, a cualquier hora, grupos de soldados, patrullas o divisiones enteras trasladándose de aquí para allá. Nunca eran agradables esos encuentros y si, además, no se tenían excusas para estar cerca de la frontera, con un buen jeep lleno de nafta y en compañía de un par de tipos armados, como estaba yo, el panorama podía complicarse. Me pregunté si debía permanecer en esa posición o si sería mejor hacer algo muy pronto. Era probable que me tomaran por un traficante amateur.

Entonces me levanté rápido, fui hacia el jeep y saqué mi portafolio. Me paré en un lugar visible con los brazos en alto. La situación no podía ser peor de lo que era. Acababa de salvar la vida y las piedras por un pelo, pero si los que estaban acercándose no aceptaban mis argumentos o no se conformaban con el dinero que llevaba encima corría el riesgo de perder una o las dos otra vez. Vacilé unos instantes. Luego volví al jeep. Subí al asiento trasero, abrí el portafolio y, tan pronto como pude, saqué todo lo valioso que podía ofrecerles. Dejé al alcance de la mano el reloj y los dólares. Estaba listo para salir cuando divisé a través del parabrisas la cabina del camión. Me di cuenta de que no traía la bandera ni los símbolos de la victoria rojinegra. El ejército regular siempre lucía esos colores. Sospeché entonces que debían ser tropa del comandante Muteba que venía por lo suyo. Este rufián manejaba, entre otros negocios, el tráfico de diamantes con el Congo. En ese momento sentí que mis perspectivas empeoraban, aunque con los hombres de Muteba, si mi sospecha era cierta, no convenía mostrarse como un corderito. Jugado por jugado, bajé y corrí hacia el lugar donde estaba Pierre. El helicóptero ya daba vueltas encima de nosotros. Pierre permanecía en el suelo, de cara al sol, con las piernas abiertas. Apestaba. Su respiración era irregular. Arranqué la ametralladora de sus manos y, sin perder tiempo, volví a la carrera para tomar posición a un lado del jeep. Por el apuro resbalé y mi frente dio contra algo. El golpe fue terrible, sentí que unas gotas de sangre me corrían por la cara pero me quedé firme, de costado, apuntando.

Del camión bajaron una docena de tipos con máscaras y trajes especiales. Se desplazaron lentamente, mirando hacia todos lados. Parecían astronautas. Las aspas del helicóptero levantaron nubes de polvo y arena a su alrededor. Por un instante tuve la sensación de estar en medio del alunizaje del 69. Uno de los tipos usó un megáfono. Habló con naturalidad. Dijo ser médico. Luego me pidió que dejara el arma y me entregara, explicándome que estaba en grave peligro por una epidemia que se había desatado en la zona. Recuerdo que permanecí de pie, quieto, pensativo, abandonado a mi suerte, con el cuerpo pegado al jeep y la ametralladora en mis manos durante un breve momento. El médico, apenas solté el arma, hizo una señal al grupo. Cuatro de su equipo me rodearon, prestaron mínima atención a mis comentarios y me hicieron algunas preguntas. Uno de ellos dijo que un virus fatal se extendía rápidamente por toda la provincia y que el contagio se producía hasta por los contactos más leves entre los seres humanos. ¿La enfermedad del sueño?, le pregunté. No. Es otro virus, mucho peor que el Ébola: el Marburgo. El ruido de los motores tapaba su voz. Le pedí que lo repitiera. Marburgo, como la ciudad alemana, respondió.

El médico del megáfono ordenó que me llevaran a Mbanza Congo y a los negros a un hospital de campaña. Me condujeron de apuro al helicóptero. Ocupé una banqueta lateral. El piloto, durante la maniobra de ascenso, me dijo que habían evacuado a casi todos los pobladores sanos de los alrededores. Sus manos eran ligeras. Hizo girar al aparato sobre sí mismo, lo mantuvo estático y luego lo impulsó hacia delante. Me asomé por la ventanilla. Miré todo lo que estaba a mi alcance. Pude ver el camión, los cuerpos de Pierre y Didí y el resto de los médicos vigilándolos. También el camino vacío y la tierra seca y rojiza bordeada de matorrales. Un poco más allá, bajo un cielo azul, divisé la meseta desolada y profunda, con algunas manchas de arbustos y maleza donde había agua y, más lejos aún, vi las laderas de un valle donde unos cuantos antílopes se recortaban diminutos. Las sombras de las nubes se deslizaban pacíficamente a través de los valles. El helicóptero avanzó rápido. Poco después ganó más altura y giró hacia el oeste. Recién más tarde me puse a pensar en todas las cosas que habían ocurrido y en las que todavía podían salir mal. Pero lo que voy a contar no concluyó esa mañana. No concluyó ni estaba empezando. Aunque esas imágenes me persiguen. Son las primeras que vienen a mi mente. Quizá porque en aquel lugar perdido mi instinto falló. O porque una terrible sensación de soledad se apoderó de mí. No lo sé. No me interesa saberlo. Nada de eso es importante ahora. Porque, sea como fuere, desde entonces ya no estoy tan seguro de que un hombre solo y porfiado pueda salvar su pellejo y resistir aunque todo el mundo juegue en su contra...

El primer paso de esta historia lo di en Córdoba, lejos de aquí, a principios de ese año. El segundo en Kinshasa, la capital del Congo, cuando decidí continuar adelante. Los otros simplemente sucedieron. Se fueron ajustando, de alguna manera, a los principios de acción y reacción. En Córdoba acepté la propuesta que me hizo una paciente del Vasquito. Él me la había anticipado por teléfono. La mujer, Liliana, tenía problemas financieros, quería vender la propiedad que había heredado de sus padres y necesitaba que alguien consiguiera el consentimiento por escrito de su hermano, con quien estaba distanciada por un asunto familiar. Pero Tony, como le decían a su hermano, no estaba en ningún lugar de la Argentina. Tampoco en un país fronterizo. Había emigrado al Congo varios años atrás. Claro que la propuesta, tanto cuando la escuché en boca del Vasquito como de la propia interesada, me sonó extraña, casi insólita diría, y les aseguro que en otro momento me hubiera dado risa o la hubiera desechado al instante. Así es. Aunque supongo que ustedes saben tan bien como yo que el humor, las percepciones y hasta los deseos más débiles dependen de si uno está situado muy por encima del terreno, adonde los fracasos no pueden alcanzarlo, o en el fondo mismo de un pozo.

Lo cierto es que, después de la llamada del Vasquito, no demoré más que unas horas para hacer los cálculos, buscar el pasaporte, preparar el bolso y subirme en el primer ómnibus que salía de Buenos Aires hacia Córdoba. Los cálculos que hice fueron simples. Lo que ofrecía pagar Liliana –la mitad en adelanto, el resto contra la firma de su hermano– me permitía embolsar en una quincena, o en un mes a lo sumo, lo que se pagaba por seis meses de trabajo normal. Y mi trabajo de entonces, un curro en realidad, era cualquier cosa menos normal. Al Vasquito, a pesar de la amistad que nos unía, le había contado sólo parte de mis problemas. Le conté que la librería del barrio de Palermo, en Buenos Aires, donde había trabajado como encargado durante catorce primaveras, se acababa de fundir. También que con Alicia, mi mujer o la que fue mi mujer, ya nos habíamos comido mi indemnización y la que recibió ella cuando la echaron del estudio de arquitectura. Con el Vasquito no hacía falta más. Habíamos pasado buenas y malas juntos, desde cuando le di clases en el último año de la secundaria. El Vasquito, en aquel tiempo, ya era famoso entre los estudiantes de su edad. Era rebelde, espontáneo, por rachas pesimista, a veces haragán pero sobre todo mujeriego. Luego, cuando se sintió llamado a encarnar las ideas de su familia, no cambió demasiado. Aunque en la militancia política nunca dejó de cumplir una orden, ni nada pareció capaz de desanimarlo ni de infundirle miedo. Al menos jamás mencionó esas cosas.

A su paciente, en cambio, le hice muchas preguntas. Aquel lunes de enero, en el consultorio del Vasquito, Liliana me describió los problemas legales para vender la propiedad, sus temores para fraguar la firma del hermano, la imposibilidad de acudir a otros parientes y sus expectativas en el encargo que me ofrecía por recomendación de mi amigo. Del doctor, dijo. Liliana tenía un físico respetable, la voz ronca, llevaba el pelo largo, tan blanco como el mío, echado hacia atrás y atado en el extremo. Su voz sonó como la de alguien provisto de cordura aunque, si lo recuerdo bien, sentí que no decía toda la verdad. Antes de entregarme el dinero y los papeles, me mostró unas tarjetas postales y una fotografía. Las tarjetas eran saludos navideños. Tenían por remitente una dirección de Kinshasa y la última estaba fechada en diciembre. La foto, en cambio, no aportaba gran información. Tony, su hermano, tenía como mínimo diez años menos. Posaba frente a un monumento en algún lugar de las sierras y llevaba puesta una camiseta de rugbier. La postura era relajada. No lo pude imaginar dentro de una cancha. Tampoco pude advertir algo más, salvo que su mirada traslucía impaciencia. El mensaje de sus ojos era: pronto me iré de aquí. Ahora puedo afirmar, usando una vieja metáfora, que los indicios del crimen estaban ocultos.

En un momento reparé en Liliana. Tenía las manos cruzadas sobre la falda y la vista clavada en el suelo. Se veía angustiada. ¿Pasa algo?, le pregunté. Ella suspiró, alzó la mirada de nuevo y esta vez la sostuvo. El pasaje, los gastos y lo que le pago a usted vienen a ser como una inversión, dijo acentuando la última palabra como si estuviese debatiendo consigo misma. Sí, exactamente eso, repuse. ¿Qué otra cosa podía decir? Horas más tarde comencé con los preparativos del viaje. También a inyectarme una increíble cantidad de vacunas. Permanecí tres días en Córdoba. La última noche lo invité a cenar al Vasquito. Fuimos a un restaurante de la cañada, que había sobrevivido desde mis tiempos de estudiante. De cuando cursé el profesorado de Lenguas. Nos movimos a pie. Conocía bien la ciudad donde había nacido y vivido por treinta años. Esa noche nos dimos un banquete. El Vasquito mantuvo el aire nostálgico que le conocía de memoria; si bien lo noté más flaco y más viejo. Hablamos un rato del viaje que tenía por delante. No mucho. Quizás estaba un poco avergonzado por habérmelo ofrecido o temía que le preguntase por su relación con Liliana. Aunque en el pasado habíamos compartido experiencias difíciles donde no necesitábamos hablar para entendernos. Luego charlamos de fútbol, de la salud de su padre, que estaba internado en un geriátrico, y también de la crisis que hundía al país. El resto del tiempo nos prendimos a una discusión inútil, prehistórica: ¿quién tenía razón? ¿El francés Mirabeau, al sostener dos siglos atrás que las revoluciones son como Saturno, que devoran a sus hijos, o nuestro Jauretche, cuando afirmaba, invirtiendo la frase de aquél, que las revoluciones en realidad se tragan a sus padres?

Cuarenta y ocho horas después, tras un largo periplo, aterricé en Kinshasa. El antiguo dominio de los belgas era un embrollo perfecto. Media docena de avenidas residenciales, custodiadas por guardias de seguridad, kilómetros de construcciones pequeñas, endebles y pobres, y una multitud de chicos –muchos más de los que se veían en Buenos Aires o en Córdoba– que deambulaban en los márgenes o se trepaban como piratas en los furgones que removían el polvo de los barrios periféricos. El tránsito de Kinshasa andaba a paso de tortuga. Llegué al mediodía, tomé un taxi en el aeropuerto y tres horas más tarde conseguí entrar a la habitación del hotel que había reservado. Era un hotel de cinco pisos, rodeado de bares y clubes nocturnos. Por la ventana de la habitación se veía el río Congo en su lento despliegue hacia el mar. Durante el vuelo había pensado en aquel río y en su historia. Vinieron a mi mente la novela de Conrad pero también los relatos de Norman Mailer sobre la pelea en la que Cassius Clay recuperó la corona que otros yanquis le habían quitado de prepo. Tiempo atrás había distribuido una edición barata y mal impresa de la obra de Mailer. Recordaba una línea. El cuerpo de Clay brilló en Kinshasa, había escrito Mailer, como los flancos de un purasangre.

En el viaje me había hecho la ilusión de pasear por el río y también por el vecindario donde se había disputado esa pelea. Fue imposible. La ribera de la ciudad estaba copada por una serie de mansiones lujosas, residencias de europeos y diplomáticos, y el vecindario famoso se asemejaba, según los rumores, al laberinto de Creta. La primera tarde la pasé pegado a la ventana de la habitación. En una de las escalas había comprado cigarrillos, los primeros en mucho tiempo, y una botella de whisky. Llené un vaso, corrí un poco las cortinas y miré hacia el río. Tomé y fumé un cigarrillo tras otro. Mientras tanto pude ver algunas barcazas que remontaban las aguas, un par de golondrinas que aleteaban en el aire, y poco después una tormenta que borró de un tajo la otra orilla. El otro Congo. Por la noche di unas vueltas por los alrededores del hotel aunque volví pronto, empujado por el sueño. Me acompañó una mulata ardiente y tan bien vestida que parecía venir de un desfile de modas. Al día siguiente llamé a la embajada para averiguar...»

El suboficial Vargas detiene la grabación. Abre un cajón del escritorio para sacar una hoja. Escribe los nombres que el relator ha mencionado. A los de Pierre y Didí los subraya. Al de Tony lo encierra en un círculo. Su grafía no es corrida ni legible. Se asemeja a pictogramas antiguos. Vargas conoce bien sus limitaciones para la escritura. Entre otros problemas han postergado su ascenso. Herencia indígena, bromea de vez en cuando Pascual, su auxiliar inmediato, policía segundo y ocasional compañero de guardia. Esas bromas lo sacan de quicio. También la voz aguda, extraña, como emitida de lejos que tiene Pascual. Vargas, en su pueblo, era aficionado a las bromas. Ahora no. Requieren de un entorno que ya no posee. De repente piensa en Pascual. Levanta el teléfono. Le ordena mantenerse despierto, vigilar a los detenidos y no estorbarlo, ni siquiera por un caso de urgencia. Chasquea los labios. Necesita un buen trago. Pero se deja llevar por otras escenas.

«...Por la tarde fui a la dirección que figuraba en las postales de Tony. Me moví en taxi pero estaba a pocas cuadras del hotel, en un barrio llamado Matonge. En ese barrio, si uno camina por sus calles angostas y de veredas irregulares, tiene que hacerse a un lado para permitir que un negro continúe su camino. La dirección coincidía con un hospedaje ruinoso. Entré al vestíbulo y toqué el timbre que estaba sobre un mostrador. El vestíbulo conectaba a un pasillo que terminaba en una puerta. Las paredes estaban sucias y manchadas. En el suelo, junto a las paredes, dormían algunas personas, mientras otras entraban y salían sin decir palabra. Después de un momento, apareció el propietario. Avanzó rápidamente a lo largo del pasillo. Era un hombre robusto, de piel blanca, calvo, con tatuajes en los brazos, pulsera de plata y un pequeño colgante en cada oreja. Le pregunté si recordaba a un argentino que había estado allí un mes atrás. Le expliqué el motivo por el cual lo buscaba y luego le extendí una postal.

El patrón, así le referían los otros, le echó una ojeada, abrió un cajón del mostrador y sacó cuatro o cinco iguales. Un dólar, me dijo sin alzar la vista. Cuando le repetí la pregunta guardó las postales. Me dio el precio de una cama con baño. En aquel momento un ruido llegó desde el fondo. La puerta se abrió y se asomaron algunas mujeres con vestidos brillantes. Dos muchachos que esperaban del lado de afuera comenzaron a discutir a gritos. Inmediatamente una de las mujeres se apoderó del brazo de uno mientras el otro lo lanzó de un puñetazo al medio del pasillo. El muchacho cayó sobre el suelo de cemento y se cubrió la cara con los brazos. Cuatro se levantaron del suelo y se abalanzaron contra la pareja. El patrón advirtió mi mirada. Apoyó sus manos en el mostrador y pasó medio cuerpo. Miró hacia el mismo sitio. Luego me señaló la salida. Esto no es un zoológico. Compra las postales, alquila una cama o se va, gruñó. Volví al hospedaje los dos días siguientes. El patrón, la última vez que me vio entrar, abrió el cajón, sacó una pistola y la colocó ante sí. Entonces le compré unas tarjetas y le prometí que pagaría una recompensa a quien me aportara algún dato. El tipo guardó la pistola, levantó la vista y la clavó, sin decir nada, en un punto situado más o menos medio metro por encima de mi cabeza.

Aquel día salí del hospedaje, caminé un par de cuadras y me senté a comer en una fonda cualquiera. Pagué cinco dólares por una sopa de pescado y dos por un vodka con tónica. Cuando terminé de comer, pedí un café. Me apoyé contra el respaldo del asiento. Fumé un cigarrillo y pensé en mi situación. Sentí que el trabajo concluía sin pena ni gloria. Podía insistir con la embajada, la policía, el registro de inmigrantes o, tal vez, llamar al Vasquito. Pero mucho más no quedaba por hacer. Asumí que aquéllas podían ser mis últimas horas en África. Acabé de fumar y enfilé hacia el hotel. Fui calle abajo, doblé por una avenida y anduve despacio. Me moví como un turista. Contemplé un par de murales y la danza de un grupo nativo. Luego me detuve en un templo, que exhibía una buena cantidad de pinturas y retratos con la imagen de Cristo. Allí oí una música más antigua y diferente de la que pasaban en los comercios. Adentro había mujeres y, a cierta distancia de ellas, decenas de hombres bien vestidos. Todos cantaban a coro. Varias mujeres, mientras cantaban, balanceaban un incienso. El humo del incienso fluía hacia el púlpito que estaba al final de la nave. Alguien, con un vozarrón poderoso, agitaba a todos desde allí. Procuré no moverme mucho para no llamar la atención. Poco después me entretuve en una feria. En las mesas de la feria, debajo de unos paraguas, vendían colmillos, esculturas de marfiles, pieles de víboras y botellas de whisky casero. También había zapateros, costureros y peluqueros haciendo su trabajo al aire libre.

Continué husmeando por aquí y por allá. Pero al cabo de un rato tuve la impresión de que unos pibes me estaban siguiendo. Eché una ojeada sobre mis hombros y crucé la avenida para tomar la otra vereda. Anduve unos cincuenta metros y me volví a fijar. La calle estaba llena de gente, de autos y de ruidos, pero los pibes venían atrás. Aceleré el paso y, aunque faltaba poco para el hotel, busqué un taxi. No encontré ninguno disponible y metí las manos en los bolsillos para evitar un arrebato. Llevaba lo justo, pero no quería perder ni un centavo. Una cuadra más adelante divisé un restaurante. Caminé a toda velocidad. Había hecho más o menos la mitad del recorrido cuando alguien me dio un empujón. Luego dos de los pibes me pasaron a la carrera y se dieron vuelta para quedar frente a mí. El más bajo, con una barbita incipiente y la cara cubierta de granos, me mostró una navaja. Lo miré, me hice a un costado y traté de esquivarlo. En tiempos remotos lo habría insultado y me habría tirado encima de él. Cuando me rodearon los otros detuve la marcha. Eran siete u ocho en total. Uno, que podía ser el jefe, me señaló un callejón que estaba a mi izquierda, donde se comerciaban amuletos, talismanes, varitas mágicas y medicinas milagrosas. Entonces el de barbita me tomó del brazo como si fuese su tío y, medio llevado, medio empujado por el resto, me condujo hacia el interior del callejón.

Quedé de espaldas a una pared, en el centro del semicírculo que formaron en mi derredor. Todos eran muy jóvenes. Calculé que ninguno llegaba a veinte. Vestían ropa deportiva y anteojos oscuros. Dos parecían gemelos. El que las iba de jefe tenía mi estatura y se sentía muy gallito. Me pareció haberlo visto pelear en el hospedaje. Tenía la nariz rota en el puente y su aliento podía emborrachar a una monja. Cuando traté de cruzar la mirada con los comerciantes que estaban a un lado y al otro me amenazó con el índice. Luego se inclinó para hablarme. Usó el francés que hablaban los empleados del hotel.

–¿Usted busca al señor Tony? –me preguntó como si dudara de mí o de la información que tenía sobre mí. La pregunta me tomó por sorpresa, aunque hice un esfuerzo para que no se notara.

Le dije que sí y le pregunté dónde podía encontrarlo. El jefe sonrió. Miró a los otros, que también sonrieron. Los gemelos chocaron las palmas y los puños después.

–¿De dónde viene? –me indagó.

–De la Argentina –dije.

El jefe rió con más ganas. La Argentina, repitió señalándome con el índice y dirigiéndose a la banda como si se tratara de un chiste.

–¿No me crees? –le pregunté mientras llevaba mis manos al bolsillo donde tenía el pasaporte, en un gesto que a todas luces era un error. En territorio africano los pasaportes extranjeros cotizan a precio de oro. Pero ignoró mi pregunta.

–El señor Tony no está en el Congo –dijo.

–Sin embargo sé que estuvo aquí.

El jefe me mostró los dientes. Le quedaban unos pocos, gastados y desiguales.

–Sí, vino persiguiendo a un cagamillones, pero se volvió a Angola.

–¿Angola? ¿Dónde en Angola?

El jefe le habló al resto en otra lengua. Discutió con dos o tres de ellos para después volverse hacia mí.

–¿Para qué busca al señor Tony? ¿Por diamantes? ¿Usted está en los diamantes? –me preguntó.

Yo, a esa altura, estaba tan cerca de los diamantes como de un meteorito. Fue como si me hubiera preguntado por petróleo, fibras de cobre o caballos de carrera. Aunque semanas después fui capaz de hacer cualquier cosa por conseguir uno bueno.

–No –dije–, lo busco por encargo de su hermana.

El jefe asintió. Luego me pidió la recompensa. Le di unos cuantos dólares que examinó a trasluz antes de guardarlos.

–Tony está en Caxinda, al otro lado de la frontera, en las Lundas, cerca del río Luremo. Ahí lo encuentra. Un camión lo puede llevar. Dígale que estuvo conmigo, con Fabrice, y que han aparecido dos cagamillones en el mismo lugar de siempre, ¿de acuerdo?

Asentí.

–¿Y dónde se toma ese camión?

–En el mercado que está al final de la avenida Lumumba –dijo.

Un chiquilín de la banda se puso en puntas de pie y le habló al oído. Fabrice lo apartó de un modo violento.

–¿Sabe lo que es un cagamillones? –me preguntó.

Negué con la cabeza. Fabrice llevó el índice a la panza.

–Tienen fortunas aquí –dijo y agregó–: se tragan las piedritas para sacarlas de las minas y venderlas por su cuenta. Pero los cazamos. Tarde o temprano los cazamos.

Fabrice me dio una versión incompleta aunque moderna de los cagamillones. Más tarde supe que a los esclavos que cumplieron esa función para los reyes y los caciques de África se los conoció como a hombres que les venía la regla. Transportaban diamantes en sus barrigas desde las aldeas más alejadas hasta los lugares que frecuentaban los comerciantes extranjeros. Esa labor, que les había dado más fama que provecho, había sido el origen de una serie de creencias acerca de que las piedras se habían apoderado del espíritu de los pueblos y ejercían un dominio silencioso y extraño sobre los humanos. De que les maleaba el carácter y los podía transformar en criaturas vivas, demoníacas, capaces de convertir los excrementos en diamantes valiosos. Los cagamillones modernos, en cambio, son otra clase de bichos. En general se trata de hombres o de mineros solitarios, un tanto desesperados y audaces, que confían en un golpe de suerte.