Pack Bianca agosto 2016 - Varias Autoras - E-Book

Pack Bianca agosto 2016 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Día y noche a su disposición Sharon Kendrick Era un trato muy sugerente… Conall Devlin era un hombre de negocios implacable, dispuesto a llegar a lo más alto. Para conseguir la propiedad con que pensaba coronar su fortuna aceptó una cláusula nada habitual en un contrato… ¡Domesticar a la díscola y caprichosa hija de su cliente! Amber Carter parecía llevar una vida lujosa y frívola, pero en el fondo se sentía sola y perdida en el mundo materialista en que vivía. Hasta que una mañana su nuevo casero se presentó en el apartamento que ocupaba para darle un ultimátum. Si no quería que la echara a la calle, debía aceptar el primer trabajo que iba a tener en su vida: estar a su completa disposición día y noche… Atada a él Susan Stephens ¡Nueve meses para reivindicar lo que era suyo! Para Cassandra Rich trabajar de jardinera en la Toscana era la mejor manera de escapar de su pasado. Hasta que el dueño de la finca honró a la casa con su presencia y a Cassandra con su atención. Marco di Fivizzano no podía apartar la mirada de la deliciosa Cass. Y, cuando la invitó a ser su pareja en una gala benéfica, descubrió quién era aquella rubia ardiente, tanto durante la cena, como después en la cama. Cass floreció entre los brazos de Marco y encontró en ellos la libertad que siempre había ansiado… hasta que descubrió que estaba embarazada y atada al multimillonario para siempre. Cumbres de deseo Maya Blake Si no quería ir a la cárcel, tendría que hacerse pasar por su prometida Arabella "Rebel" Daniels habría preferido hacer caída libre desnuda a aceptar la indignante sugerencia de Draco Angelis, pero su padre había malversado un dinero que pertenecía al magnate y ella debía saldar la deuda mediante cualquier método que Draco quisiese.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca, n.º 105 - agosto 2016

I.S.B.N.: 978-84-687-9081-7

Índice

Créditos

Índice

Día y noche a su disposición

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Atada a él

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Cumbres de deseo

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

La última amante del jeque

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Capítulo 1

EN PERSONA parecía bastante más peligrosa que bella. Conall endureció el gesto. Era exquisita, sí, pero también parecía un poco ajada. Como una rosa que hubiera sido utilizada para adornar una solapa antes de una fiesta y luego hubiera quedado descartada sobre una mesa.

Profundamente dormida, estaba tumbada sobre un sofá de cuero blanco. Vestía una amplia camiseta que se curvaba sobre sus generosos pechos y su curvilíneo trasero y terminaba a medio camino de unas piernas morenas y asombrosamente largas. A su lado había una copa de champán vacía. Por los ventanales abiertos del balcón entraba una ligera brisa que no bastaba para disipar la mezcla de olor a incienso y tabaco que aún flotaba en el ambiente.

Conall hizo un gesto apenas perceptible de desagrado. Si Amber Carter hubiera sido un hombre la habría zarandeado sin miramientos para que se despertara. Pero no era un hombre, sino una mujer. Una mujer caprichosa, mimada y demasiado guapa que se había convertido en su responsabilidad y, por algún motivo, no quería tocarla. No se atrevía.

«Maldito Ambrose Carter», pensó con rabia al recordar las palabras de este.

–Tienes que salvarla de sí misma, Conall. Alguien tiene que hacerle ver que no puede seguir así..

Maldijo mentalmente su estúpida conciencia, que lo había empujado a aceptar responsabilizarse de aquella tarea.

Moviendo la cabeza, se dispuso a echar un vistazo por el piso para asegurarse de que no había nadie durmiendo la mona en algún rincón. Efectivamente, las habitaciones estaban vacías, aunque la última llamó su atención y se detuvo un momento a contemplarla. Estaba abarrotada de libros y ropa y había una bicicleta de hacer ejercicio bastante polvorienta en un rincón. Semiocultos tras un sofá de terciopelo había varios cuadros. El instinto de coleccionista de Conall le hizo acercarse a echarles un vistazo. Los lienzos mostraban unas pinturas ásperas, enfadadas, con remolinos, manchones y salpicaduras de pintura, realzadas en algunos casos con un reborde de tinta negra. Las contempló un momento con interés hasta que recordó por qué estaba allí.

Cuando regresó al cuarto de estar encontró a Amber Carter exactamente como la había dejado.

–Despierta –murmuró y, al no obtener ningún resultado, añadió en voz más alta–: He dicho que te despiertes.

Ella se movió. Alzó un brazo dorado por el sol para apartar la mata de pelo negro ébano que cubría gran parte de su rostro. El gesto ofreció a Conall una repentina y diáfana visión de su perfil. Su pequeña y bonita nariz, el mohín de sus labios rosados… Cuando agitó sus negras y gruesas pestañas y volvió la cabeza para mirarlo, Conall se encontró ante el color de ojos verdes más sorprendente que había visto en su vida. Aquellos ojos lo dejaron sin aliento y le hicieron olvidar por un instante a qué había ido allí.

–¿Qué pasa? –preguntó ella con voz ronca–. ¿Y quién diablos eres tú?

Amber se irguió en el sofá y miró a su alrededor sin montar la clase de alboroto que Conall habría esperado. Casi parecía acostumbrada a que la despertaran hombres desconocidos que habían entrado en su apartamento sin haber sido invitados, pensó con desagrado.

–Me llamo Conall Devlin –dijo mientras buscaba en el rostro de Amber alguna señal de reconocimiento.

Ella se limitó a mirarlo con expresión ligeramente aburrida.

–Ah ¿sí? –aquellos increíbles ojos verdes se detuvieron un momento en el rostro de Conall. A continuación, Amber bostezó abiertamente–. ¿Y cómo has entrado, Conall Devlin?

En muchos sentidos, Conall era un hombre muy anticuado, algo de lo que lo habían acusado numerosas mujeres decepcionadas en el pasado, y sintió que aquella faceta de su personalidad resurgía al comprobar que todo lo que había oído sobre Amber Carter era cierto. Que era negligente. Que le daba igual todo excepto ella misma. Y el enfado era más seguro que el deseo, que permitirse centrar la mirada en el balanceo de sus pechos bajo la camiseta, o reconocer la elegancia de sus movimientos cuando se levantó, algo que, a pesar de sí mismo, lo excitó de inmediato.

–La puerta estaba abierta –dijo sin molestarse en ocultar el reproche de su tono.

–Oh. Alguien debió dejársela abierta al salir –Amber miró a Conall y esbozó una sonrisa con la que probablemente conseguía tener siempre a los hombres comiendo de su mano–. Anoche hubo una fiesta.

Conall no le devolvió la sonrisa.

–¿No te preocupa que pueda entrar alguien a robar, o a algo peor?

–En realidad no –dijo Amber con un encogimiento de hombros–. La seguridad del edificio es muy eficaz. Aunque tú pareces haberla superado sin dificultad. ¿Cómo te las has arreglado?

–Porque tengo una llave –dijo Conall a la vez que alzaba esta entre el pulgar y el índice.

Amber frunció ligeramente el ceño antes de sacar un cigarrillo de un paquete que había en la mesa.

–¿Y cómo es que tienes una llave? –preguntó mientras tomaba el mechero que había junto a la cajetilla.

–Preferiría que no encendieras eso –dijo Conall.

Amber entrecerró los ojos.

–¿Lo dices en serio?

–Sí. Lo digo en serio –replicó Conall–. Al margen de los peligros de ser un fumador pasivo, odio el olor a tabaco.

–En ese caso, vete. Nadie te lo va a impedir –replicó Amber antes de encender el mechero para acercarlo al cigarrillo.

Acababa de inhalar la primera calada cuando Conall se acercó a ella de dos zancadas y le quitó sin miramientos el cigarrillo de la boca.

–¿Qué diablos crees que estás haciendo? –espetó Amber, indignada–. ¡No puedes hacer eso!

–Ah, ¿no? Mírame, nena –Conall salió al balcón, apretó la brasa entre el pulgar y el índice y luego arrojó la colilla a una copa de champán vacía que había en un tiesto.

Cuando regresó al interior vio que Amber estaba sacando otro cigarrillo de la cajetilla.

–Tengo muchos más –dijo en tono desafiante.

–Te recomiendo que no pierdas el tiempo, porque voy a quitarte cada cigarrillo hasta que no te quede ninguno.

–¿Y si llamo a la policía y hago que te detengan por allanamiento y acoso?

–Sospecho que solo conseguirías que te acusaran a ti de allanamiento. Tengo la llave, ¿recuerdas?

–Ya te he oído, pero más vale que me expliques por qué –dijo Amber en un tono que no se atrevía a utilizar nadie con Conall desde hacía años–. ¿Quién eres, y por qué te estás comportando como si estuvieras tratando de tomar el control?

–Contestaré a todas tus preguntas en cuanto te vistas.

–¿Por qué? –preguntó Amber a la vez que sonreía, apoyaba una mano en su cadera y adoptaba una pose de modelo–. ¿Tanto te afecta mi aspecto, Conall Devlin?

–Lo cierto es que no… al menos no de la forma que estás sugiriendo. No me excitan las mujeres que fuman y se entregan a desconocidos –replicó Conall, aunque su cuerpo le estaba diciendo justo lo contrario–. Y ya que tengo otras ocupaciones que atender, ¿por qué no haces lo que te digo y luego hablamos?

Por un instante, Amber estuvo a punto de ir hasta el teléfono para cumplir su amenaza, pero lo cierto era que estaba disfrutando con aquella inesperada situación. Sentir algo, aunque solo fuera enfado, era un placer después de llevar tanto tiempo sintiendo tan solo una especie de entumecimiento aterrador, como si no estuviera hecha de carne y hueso, sino de gelatina.

Entrecerró los ojos mientras trataba de recordar la tarde anterior. ¿Sería Conall Devlin uno de los que se había colado en la fiesta que había improvisado? No. Definitivamente no. Aquel era una clase de hombre que una no olvidaba nunca.

Los duros rasgos de su rostro habrían sido perfectos de no ser por la evidencia de una nariz rota en algún momento del pasado. Su pelo era oscuro, aunque no tanto como el de ella, y sus ojos eran del color de la medianoche. Su fuerte mandíbula estaba sombreada por una semibarba que probablemente no se había molestado en afeitar aquella mañana. Y menudo cuerpo… Amber tragó saliva. Daba la sensación de que sería capaz de clavar un pico en un suelo de cemento sin mayor esfuerzo… aunque su inmaculado traje gris tenía aspecto de haber costado una fortuna.

De pronto se hizo consciente del mal aspecto que debía tener y se llevó una mano al rostro. Además debía tener un aliento horrible después de haberse quedado dormida sin cepillarse los dientes… No era así como una quería sentirse estando ante un hombre tan espectacular como aquel.

–De acuerdo –dijo en el tono más despreocupado que pudo–. Voy a cambiarme.

Disfrutó viendo la sorprendida expresión de Conall mientras se encaminaba a su dormitorio. Algunas mujeres habrían alucinado al ser despertadas por un perfecto desconocido, pero para Amber aquello suponía un comienzo de día interesante después de haber sentido que sus días transcurrían en una especie de bruma gris sin sentido alguno. Se preguntó si Conall Devlin estaría acostumbrado a conseguir siempre lo que quería. Probablemente sí, dada su arrogancia. Pero si creía que iba a intimidarla con su actitud de machito mandón, estaba muy equivocado.

Ella no se sentía intimidada por nada ni por nadie.

Veinte minutos después, tras haber tomado una reconfortante ducha, salió del dormitorio vestida con unos vaqueros y una ceñida camiseta blanca. Encontró a Conall cómodamente instalado en un sillón, con un portátil abierto en el regazo.

Cuando la vio le dedicó una mirada que hizo sentirse ligeramente incómoda a Amber.

–Siéntate –ordenó.

–Estás en mi casa, así que no empieces a decirme lo que tengo que hacer. Y no quiero sentarme.

–Creo que sería mejor que lo hicieras.

–No me preocupa lo que creas.

Conall entrecerró los ojos.

–Apenas te preocupa nada, ¿verdad, Amber?

Amber captó un ligero acento irlandés en el tono de Conall y de pronto su curiosidad se transformó en inquietud. Pero decidió sentarse en el sofá que había frente a él, porque de pie se sentía como una colegiala que hubiera tenido que acudir al despacho del director.

–Y ahora, ¿te importaría decirme quién eres?

–Ya te lo he dicho. Soy Conall Devlin –dijo él con una sonrisa–. ¿Sigue sin sonarte el nombre?

Amber se encogió de hombros mientras un vago recuerdo resonaba en su mente.

–Tal vez.

–Conozco a tu hermano Rafe…

–Medio hermano –corrigió Amber con énfasis–. Hace años que no veo a Rafe. Vive en Australia –sonrió sin humor–. Somos una familia muy fragmentada.

–Eso tengo entendido. También trabajé en otra época para tu padre.

–¿Mi padre? –Amber frunció el ceño–. Vaya, pobrecito.

La mirada con que Conall recibió aquel comentario reveló una evidente irritación, algo que complació a Amber.

–En cualquier caso –añadió a la vez que echaba un vistazo totalmente innecesario al reloj de diamantes que brillaba en su muñeca–, no tengo tiempo para esto. Admito que ha sido una manera original de despertar, pero empiezo a aburrirme y tengo una cita para comer con unos amigos, así que corta el rollo y dime por qué estás aquí, Conall. ¿Se debe tal vez a uno de los ataques de mala conciencia de mi padre respecto a sus hijos? ¿Te ha enviado a ver cómo estoy? Si es así, puedes decirle que estoy perfectamente –Amber alzó las cejas al añadir–: ¿O es que ya se ha aburrido de su esposa número seis, si no recuerdo mal? Resulta complicado mantenerse al tanto de su ajetreada vida amorosa.

Mientras escuchaba, Conall se dijo que era lógico que alguien con el complicado pasado de Amber tuviera dificultades para encontrar un camino convencional en la vida. Pensó en lo que su propia madre había tenido que soportar, algo que probablemente estaba más allá de la comprensión de Amber Carter.

Pero sabía que no le haría ningún favor palmeándole la espalda. En realidad estaba deseando tumbarla sobre su regazo para darle unas buenas palmadas en el trasero. Al sentir un rebrote de deseo, decidió que aquello no sería buena idea.

–Acabo de cerrar un negocio con tu padre.

–Seguro que no te lo habrá puesto precisamente fácil –dijo Amber en tono displicente.

–Desde luego –asintió Conall, porque lo cierto era que si algún otro hubiera tratado de imponerle las condiciones que le había impuesto Ambrose Carter para llevar adelante su negocio, no las habría aceptado. Pero la adquisición del edificio que había comprado en aquella parte de Londres no había sido tan solo un sueño largamente acunado hecho realidad.

Lo cierto era que estaba en deuda con el anciano Ambrose Carter, que había sido amable y considerado con él cuando su vida había carecido por completo de amabilidad y consideración. Le había concedido el respiro que había necesitado. Había sido el único en creer en él.

–Me debes una, Conall –había añadido Ambrose tras hacerle su extravagante petición–. Hazme este favor y quedaremos en paz.

Y Conall no había podido negarse. De no ser por Ambrose habría acabado en la cárcel. Su vida habría sido muy diferente.

Contempló los ojos color esmeralda de Amber y trató de ignorar la sensual y tentadora curva de sus labios.

–El negocio que hice con tu padre fue comprar este edificio –dijo sin preámbulos.

Aquello sí llamó la atención de Amber, que de pronto pareció un gato al que acabaran de echar un cubo de agua. Pero no necesitó más que unos segundos para recuperar su arrogancia natural y dedicar una altiva mirada a Conall

–Hace años que mi padre es dueño de este edificio. Fue una de sus inversiones clave. ¿Por qué iba a vendértelo sin decírmelo? Y además a ti…

Conall soltó una risotada carente de humor. Se preguntó si Amber habría considerado menos sorprendente la noticia si el comprador hubiera sido algún rico aristócrata.

–Es posible que le guste hacer negocios conmigo. Y probablemente quiera algo de efectivo para disfrutar de su retiro.

Amber frunció el ceño.

–No sabía que estaba pensando en retirarse.

–Está pensándolo, y eso significa que va a haber una serie de cambios. El principal es que no vas a poder seguir viviendo aquí gratis como hasta ahora.

–¿Disculpa?

–Estás ocupando un apartamento de lujo en una zona exclusiva, un apartamento al que yo podría sacarle mucho dinero. De momento no estás pagando nada, y me temo que ese arreglo ha llegado a su fin.

La expresión de Amber se volvió aún más displicente y altanera, como si la mera mención del dinero fuera algo demasiado vulgar para ella.

–No te preocupes por eso, Conall Devlin. Tendrá su dinero. Solo necesito hablar con mi banco.

Conall sonrió al escuchar aquello.

–Que tengas suerte con eso.

El destello de la mirada de Amber reveló que estaba empezando a enfadarse de verdad.

–Puede que conozcas a mi padre y a mi hermano, pero eso no te confiere la autoridad necesaria para decidir sobre cosas que no son asunto tuyo. Cosas sobre las que no sabes nada, como mis finanzas.

–Sé más de lo que crees sobre eso. Más de lo que probablemente te gustaría.

–No te creo.

–Cree lo que quieras, nena –dijo Conall con suavidad–, aunque pronto averiguarás que es verdad. Voy a ser magnánimo contigo porque hace mucho que conozco a tu padre. Voy a hacerte una oferta.

Amber entrecerró los ojos con expresión suspicaz.

–¿Qué clase de oferta?

–Voy a ofrecerte un trabajo y la oportunidad de redimirte –dijo Conall–. Si aceptas, nos plantearemos la posibilidad de que ocupes un apartamento más adecuado para una mujer trabajadora. Supongo que estarás de acuerdo en que este sería más adecuado para alguien con un sueldo millonario.

Amber lo miró con incredulidad, como esperando que fuera a sonreír y a decirle que todo había sido una broma.

¿Sería así cómo se comportaban los hombres habitualmente con ella?, se preguntó Conall.

¡Por supuesto que sí! Seguro que caían rendidos a sus pies cuando los miraba de aquella manera y chasqueaba sus dedos perfectamente manicurados.

–¿Y si no acepto?

Conall se encogió de hombros.

–Eso complicaría las cosas. Podría concederte un mes de plazo y después me vería obligado a cambiar las cerraduras.

Amber se puso en pie bruscamente y lo miró con ojos llameantes, como si estuviera dispuesta a lanzarse sobre él para destrozarlo con sus garras. El lado más primitivo de Conall deseó que siguiera adelante, que deslizara una mano por su pecho hasta su entrepierna y lo acariciara para luego inclinarse y tomarlo en su boca…

Pero, en lugar de lanzarse sobre él, Amber permaneció quieta tratando de recuperar la compostura. Conall también utilizó el respiro para apartar de su mente aquellas fantasías eróticas.

–Puede que no sepa mucho de leyes –espetó finalmente Amber–, pero sí sé que no se puede dejar a un inquilino en la calle.

–Pero tú no eres una inquilina, y nunca lo has sido –Conall trató de decir aquello sin mostrar su repentina sensación de triunfo. Aunque Amber fuera una niña rica y mimada, a lo largo de las siguientes semanas iba a aprender una de las lecciones más duras de su vida–. Tu padre te ha permitido vivir aquí como un favor, nada más. No firmasteis ningún contrato.

–¡Por supuesto que no! ¡Es mi padre!

–Dejarte el apartamento fue un acto de bondad por su parte. Pero ahora el edificio es mío y, por tanto, tu padre ya no tiene ningún poder sobre la propiedad.

–¡Mi padre no habría hecho algo así sin avisarme! –gritó Amber a la vez que negaba firmemente con la cabeza

–Me dijo que te había enviado una carta para informarte.

Amber lanzó una mirada de evidente angustia al correo sin abrir que había en el escritorio.

Tenía el mal hábito de hacer caso omiso del correo que recibía. Las cartas solían contener malas noticias, y siempre había dado por sentado que quien lo necesitara de verdad se pondría en contacto con ella mediante el correo electrónico.

Lo único que tenía que hacer era hablar con su padre, se dijo, tratando de ignorar la sensación de vértigo que se estaba adueñando de ella. Tenía que haber algún error en todo aquello. O eso, o el cerebro de su padre había dejado de funcionar tan bien como solía hacerlo. De lo contrario, ¿por qué iba a haber vendido una de sus posesiones más preciadas a aquel… matón?

–Te agradecería que te fueras ahora mismo –dijo con toda la calma que pudo.

Conall la miró con expresión burlona.

–¿No te interesa mi oferta? ¿No te atrae la idea de trabajar de verdad por primera vez en tu vida? ¿No quieres aprovechar la oportunidad de demostrar al mundo que eres algo más que una jovencita rica que se dedica a deambular de fiesta en fiesta?

–Preferiría trabajar para el diablo antes que para ti –replicó Amber mientras Conall se levantaba y se acercaba a ella con expresión adusta.

–Pide una cita para verme cuando estés dispuesta a utilizar tu sentido común –dijo a la vez que sacaba una tarjeta de su cartera para dejarla en la mesa.

–Puedes estar seguro de que eso no va a suceder –replicó Amber en tono desafiante mientras sacaba otro cigarrillo de su paquete–. Y ahora haz el favor de irte al diablo.

–Ten por seguro que preferiría bajar al infierno que pasar un minuto más aquí contigo –dijo Conall con suavidad.

La sensación de pánico de Amber no hizo más que aumentar al darse cuenta de que estaba hablando en serio.

Capítulo 2

Amber trató de contener el temblor de sus manos mientras salía del banco.

Tenía que haber algún error, se dijo, angustiada. No podía creer que su padre hubiera hecho algo tan cruel. Tan dictatorial. No podía creer que hubiera ordenado que congelaran sus cuentas.

Sus protestas habían sido recibidas por parte del director del banco en un silencio que no presagiaba nada bueno y, una vez fuera del edificio, la verdad golpeó a Amber con toda su fuerza.

Estaba arruinada.

El corazón latió con fuerza en su pecho. El director le había entregado una carta de su padre de cuyo texto tan solo recordaba en aquellos momentos una frase:

Conall Devlin ha recibido instrucciones para ofrecerte la ayuda que puedas necesitar.

¿Conall Devlin? Prácticamente tembló de rabia al pensar en aquel bruto que había entrado en su apartamento el día anterior. Prefería morirse de hambre a pedirle ayuda.

No le iba a quedar más remedio que ir a hablar con su padre. Seguro que la escucharía. Siempre lo hacía.

Pero no pudo evitar una sensación de pánico muy parecida a la que solía experimentar cuando su madre le anunciaba de pronto que iban a trasladarse a otra ciudad, lo que implicaba que ella iba a perder de nuevo los amigos que tanto le había costado conseguir.

Pero no debía dejarse dominar por el pánico. No debía.

Con dedos aún temblorosos, sacó su móvil del bolso y marcó el número de su padre. Pero quien respondió fue Mary Ellen, su secretaria personal, que nunca se había molestado en ocultar el desagrado que le producía la hija de su jefe.

–Qué sorpresa, Amber –saludó con frialdad.

–Hola, Mary Ellen –Amber respiró profundamente antes de continuar–. Necesito hablar con mi padre urgentemente. ¿Está ahí?

–Me temo que no.

–¿Sabes cuándo volverá, o dónde puedo localizarlo?

–Me temo que eso no va a ser tan fácil –contestó Mary Ellen tras una pausa–. Tu padre se ha ido a un áshram en la India.

Amber dejó escapar un bufido de incredulidad.

–¿Mi padre? ¿En un áshram? ¿Practicando yoga y comiendo comida vegetariana? Supongo que estás bromeando.

–No estoy bromeando –replicó Mary Ellen secamente–. Ha pasado semanas tratando de ponerse en contacto contigo. También te ha dejado la carta de un abogado en el banco. ¿La tienes?

–Sí.

–En ese caso, te sugiero que sigas su consejo y te pongas en contacto con Conall Devlin. Él podrá ayudarte en ausencia de tu padre. Es…

Con un gruñido, Amber cortó la comunicación y arrojó con rabia el teléfono al fondo de su bolso mientras se ponía a caminar rápidamente sin pensar adónde iba. ¡No quería que Conall Devlin la ayudara! ¿Por qué no dejaba de escuchar su nombre en todas partes, como si fuera una especie de dios? ¿Y por qué se estaba comportando ella como una víctima impotente solo porque estuvieran surgiendo algunos obstáculos en su camino?

Le habían sucedido cosas peores en su vida. Había sobrevivido a una infancia de pesadilla, y los problemas no acabaron después de aquello. Pero no debía detenerse a recordar aquello. Lo que necesitaba era pensar con claridad. Tenía que volver al apartamento a planificar una estrategia hasta que diera con su padre, algo que pensaba hacer a toda costa. Apelaría a su buen juicio y al sentido de culpabilidad del que no había logrado librarse después de haberla echado a ella y a su madre a la calle. No era posible que estuviera planeando hacerlo por segunda vez. ¡Y no podía creer que le hubiera congelado las cuentas!

Tomó el metro y, tras bajar en la estación más próxima al apartamento, pasó por la tienda más cercana para comprar algunas provisiones y tabaco. Y allí se llevó una nueva y desagradable sorpresa al comprobar que, efectivamente, su tarjeta no funcionaba. Abochornada, rebuscó en su bolso y solo encontró el dinero necesario para pagar el tabaco, que fue lo único que se llevó de la tienda.

Lo primero que hizo al llegar a su apartamento fue encender un cigarrillo, y lo segundo, enviar un mensaje de texto a Rafe, su medio hermano, mientras trataba de recordar qué hora sería en Australia.

¿Qué sabes de un hombre llamado Conall Devlin?

Teniendo en cuenta que llevaban casi un año sin mantenerse en contacto, Amber se llevó una agradable sorpresa al ver que su hermano respondió casi de inmediato.

Era mi mejor amigo en el instituto, ¿por qué?

De manera que aquel era el motivo por el que le sonaba el nombre. Rafe era once años mayor que ella y ya se había ido de casa cuando ella regresó a esta siento una atribulada adolescente de catorce años. Recordaba a su padre hablando de un chico irlandés surgido de los bajos fondos al que había decidido contratar a pesar de todo. ¿Sería Conall Devlin aquel chico?

Habría querido preguntarle más cosas a su hermano, pero lo más probable era que Rafe estuviera en alguna playa dorada, bebiendo champán rodeado de mujeres preciosas. ¿Debía informarle de que se había quedado sin casa y de que el irlandés había amenazado con cambiar las cerraduras de su apartamento? Pero, teniendo en cuenta que Rafe y Conall habían sido buenos amigos, ¿la creería?

Se oyó un «pin» cuando recibió otro mensaje de texto.

¿Por qué me estás escribiendo en plena madrugada?

Amber se mordió el labio. ¿Qué sentido tenía seguir con aquello? ¿Acaso esperaba que Rafe le ingresara dinero en la cuenta? Porque sabía que lo más probable era que no quisiera hacerlo. Rafe era una de las personas que siempre le había dado la lata para que consiguiera un trabajo. ¿No era ese uno de los motivos por los que había dejado de estar en contacto con él? ¿Porque le recordaba cosas que prefería no escuchar?

Solo quería saludar, tecleó.

Saludos para ti también. Me alegra tener noticias tuyas. Hasta pronto. X

Inexplicablemente, los ojos de Amber se llenaron de lágrimas mientras tecleaba:

De acuerdo. Hasta pronto. X

Aquello era lo único bueno que le había pasado aquel día, pero la sensación apenas duró. Desconsolada, se sentó en el suelo y terminó su cigarrillo. ¿Cómo podía haberse ido su padre a la India dejándola en aquella situación?

Sopesó las alternativas que tenía y llegó a la conclusión de que apenas había alguna. Podía pedir a alguien que la alojara temporalmente en su casa, ¿pero durante cuánto tiempo? Y no podía hacer aquello sin tener dinero para colaborar con los gastos. Todo el mundo acabaría mirándola con mala cara. Y si no podía pagar la entrada de los clubes nocturnos que solía frecuentar, todos sus conocidos acabarían cotilleando sobre ella. En los círculos sociales en los que se movía, estar en la ruina era la muerte social.

Miró el reloj de diamantes que brillaba en su muñeca, el regalo que recibió al cumplir los dieciocho años y que no sirvió para consolarla en un momento muy deprimente de su vida. Entonces aprendió que, por bellas que fueran, las joyas no servían para aliviar el dolor del alma.

Pensó en la posibilidad de empeñarlo, pero sospechaba que se llevaría una desilusión con la cantidad que fueran a ofrecerle. La gente que trataba de conseguir dinero con joyas era vulnerable, y ella sabía mejor que nadie que los vulnerables existían para que se aprovecharan de ellos.

Recordó las palabras de su padre en la carta. Habla con Conall Devlin. A pesar de que todos sus instintos le gritaban que eso era lo último que debía hacer, se temía que no iba a tener otra opción que recurrir a él.

Bajó la mirada hacia su arrugada vestimenta y se humedeció los labios al sentir un miedo instintivo. No le gustaban los hombres. Tenía motivos para no fiarse de ellos. Pero conocía sus debilidades. Su madre no le había enseñado muchas cosas, pero sí se empeñó en meterle en la cabeza que los hombres siempre eran susceptibles a una mujer indefensa e impotente.

Se levantó con decisión y fue a tomar una ducha. Salió dispuesta a vestirse con más esmero del que había utilizado en mucho tiempo.

Recordó la desdeñosa mirada de los ojos color azul marino de Conall Devlin cuando le dijo que no le gustaban las mujeres que fumaban y hacían ostentación de su cuerpo. De manera que buscó en su armario un vestido color azul marino que solo había utilizado en alguna de sus fallidas entrevistas de trabajo. Tras ponérselo se maquilló un poco y se sujetó el pelo en un recatado moño.

Al mirarse en el espejo apenas se reconoció. ¡Casi parecía una doble morena de Julie Andrews en Sonrisas y Lágrimas!

Las oficinas de Conall Devlin se hallaban en una tranquila y sorprendentemente pintoresca calle en Kensington. Amber no sabía con exactitud qué había esperado, pero desde luego no había sido un edificio de época restaurado cuyo sereno exterior no dejaba traslucir el inconfundible ambiente de éxito con que se encontró al entrar.

El vestíbulo de entrada tenía un techo alto y una segunda planta abalconada a la que se accedía a través de una amplia escalera curva de madera. Había un escritorio transparente ante un cuadro moderno en el que aparecía una mujer acariciando el cuello de una cabra. Junto a este había otro lienzo con una brillante imagen de Marilyn Monroe que Amber reconoció enseguida.

Todo en aquel lugar parecía a la última, de moda y Amber se sintió de pronto como un pez fuera del agua con su conservador aspecto. Tampoco ayudó la recepcionista rubia con un minivestido en diferentes tonalidades verdes que le dedicó una sonrisa desde detrás de su escritorio transparente.

–¡Hola! ¿Puedo ayudarla?

–Quiero ver a Conall Devlin –dijo Amber sin preámbulos.

La rubia pareció un poco sorprendida.

–Me temo que Conall va a estar ocupado casi todo el día –replicó la rubia, menos sonriente–. ¿No tiene una cita?

Amber experimentó una oleada de sensaciones, pero la más fuerte fue la de sentirse «menos que». Como si no tuviera derecho a estar allí. Como si no tuviera derecho a estar en ningún sitio.

Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás, de manera que dejó su bolso en una de las modernas sillas que había a su lado y miró a la recepcionista con expresión desafiante.

–No tengo una cita formal, pero necesito verlo con urgencia, de manera que, si no le importa, me sentaré aquí a esperar.

La rubia frunció ligeramente el ceño.

–Sería mejor que viniera más tarde.

Amber se sentó en la silla que había junto a la que había dejado el bolso.

–No voy a irme a ningún sitio. Necesito ver a Conall y es urgente, así que esperaré. Pero no se preocupe; tengo todo el día –dijo, y a continuación tomó una de las revistas que adornaban la mesa y simuló ponerse a leer.

Notó que la rubia se había puesto a teclear en su ordenador. Probablemente estaría enviando un correo a Conall. Llamarlo habría resultado incómodo estando ella tan cerca.

Unos momentos después oyó el sonido de una puerta abriéndose en la planta de arriba y a continuación unos pasos en la escalera. Escuchó cómo se acercaban estos más y más, pero no alzó la vista hasta que estuvo segura de que se acercaban a ella.

Lo que vio la dejó sin aliento, y no pudo hacer nada al respecto, porque el día anterior no esperaba verlo y en aquellos momento sí, por lo que debería haber estado prevenida. Su corazón latió con la fuerza de un yunque en su pecho y la boca se le volvió de polvo a la vez que unos sentimientos totalmente desconocidos para ella comenzaban a adueñarse de su cuerpo. En su propio territorio, Conall Devlin resultaba aún más intimidante que el día anterior, y eso era mucho decir.

Vestía un jersey de cachemira negro y unos vaqueros también negros que ceñían su estrecha cintura y enfatizaban sus largas y musculosas piernas. Su oscura presencia solo parecía enfatizar el sentido de poder que emanaba de él como un aura. En contraste con aquella oscuridad, su piel parecía aún más dorada de lo que Amber recordaba, pero sus ojos del color de la medianoche estaban entrecerrados y la expresión de su adusto rostro no dejaba entrever nada.

–Creía haberte dicho que pidieras una cita… aunque no recuerdo si eso fue antes o después de que me mandaras al diablo –Conall esbozó una extraña sonrisa–. Y ya que, como habrás podido comprobar, este es el lugar más alejado del infierno que puedas imaginar, me pregunto qué estás haciendo aquí, Amber.

Amber miró los ojos de Conall y trató de no pensar en que brillaban como zafiros, ni en la fuerza que emanaba de sus duras facciones. Parecía tan poderoso, tan implacable… como si él tuviera todas las cartas y ella ninguna. Aquello le hizo recordar que le convenía adoptar un tono conciliador en lugar de ponerse levantisca.

–He estado en el banco.

La sonrisa de Conall no fue especialmente amistosa.

–Y supongo que te habrán informado de que tu padre te ha cerrado definitivamente el grifo, ¿no?

–Sí –murmuró Amber.

–¿Y?

Conall espetó aquel monosílabo como una bala y Amber empezó a preguntarse si debería haberse puesto algo un poco más descocado y atrevido.

«Ya que te has vestido como una pobre huerfanita, al menos empieza a comportarte como si lo fueras», se dijo.

–No sé qué voy a hacer –dijo con un ligero temblor en la voz no totalmente simulado.

Conall frunció los labios.

–Podrías tratar de trabajar, como hace el resto de los humanos.

–Pero yo… El problema es que es imposible emplearme –dijo Amber en tono resignado–. El mercado de trabajo es muy duro, y yo carezco de las muchas cualidades que buscan quienes ofrecen trabajo –antes de continuar carraspeó ligeramente–. Las cosas están realmente mal, Conall. No logro localizar a mi padre, mis cuentas están congeladas y… no tengo ni para comer –concluyó dramáticamente.

–Pero supongo que aún puedes fumar, ¿no?

Amber echó la cabeza atrás y entrecerró los ojos.

–No te molestes en negarlo –continuó Conall–. Puedo oler el tabaco desde aquí, y me pone enfermo. Es un hábito repugnante, y tendrás que dejarlo.

Amber tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para mantener la calma. «Se dócil», se dijo a sí misma. «Deja que crea lo que quiere creer».

–Por supuesto. Lo dejaré si me ayudas.

–¿Lo dices en serio?

Amber se mordió el labio inferior y asintió a la vez que abría mucho los ojos.

–Por supuesto.

Conall asintió brevemente.

–No estoy seguro de creerte, pero si estás tratando de jugar conmigo te advierto que es mala idea y que más te valdría volver a marcharte por donde has venido. Sin embargo, si estás realmente receptiva y dispuesta a cambiar, te ayudaré. ¿Quieres que te ayude, Amber?

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Amber asintió.

–Supongo que sí.

–Bien. En ese caso, sube a mi despacho para decidir qué vamos a hacer contigo –Conall se volvió hacia la recepcionista rubia–. Haz el favor de no pasarme llamadas hasta que te avise, Serena.

Capítulo 3

EL DESPACHO de Conall Devlin tampoco se parecía nada a lo que Amber había imaginado. Se quedó momentáneamente muda al encontrarse en una habitación maravillosamente decorada que daba a la calle por un lado y a un precioso jardín por el otro.

Las paredes eran de color gris ostra, un fondo perfecto para las pinturas que colgaban de las paredes. Amber parpadeó mientras miraba a su alrededor. Era como estar en una galería de arte. No había duda de que Conall conocía el mundo del arte moderno, ni de que tenía un ojo magnífico para elegir las pinturas. Su escritorio curvado también era una obra de arte en sí mismo, y en un rincón de la habitación había una escultura moderna de una mujer desnuda realizada en alguna clase de resina. Amber apartó rápidamente la vista de la estatua porque había algo incómodamente sensual en la forma en que la mujer tomaba uno de sus pechos entre sus dedos.

Cuando volvió la mirada hacia Conall vio que este la observaba atentamente. Cuando señaló una silla para que se sentara Amber intuyó que verse sometida directamente a aquella burlona mirada sería inaguantable.

«Empieza a recuperar tu poder», se dijo. «Sé dulce. Haz que desee ayudarte». Conall Devlin era lo suficientemente rico como para echarle una mano hasta que su padre volviera de la India.

En lugar de sentarse, Amber fue hasta una de las amplias ventanas del despacho y simuló contemplar atentamente el exterior.

–No tengo todo el día –advirtió Conall–, así que será mejor que vayamos directos al grano. Y antes de que empieces a agitar esas largas pestañas y a mirarme como una colegiala, algo que ya te advierto que no me va a afectar en lo más mínimo, deja que te aclare algunas cosas. No voy a darte dinero sin que tú me des algo a cambio, y no voy a permitirte conservar un apartamento que es demasiado grande y lujoso para ti. De manera que si el único propósito de esta intempestiva visita es camelarme para que te deje dinero, estás perdiendo el tiempo.

Amber se quedó momentáneamente sin habla. No recordaba que nadie le hubiera hablado así en la vida. Hasta los cuatro años había sido una princesa viviendo en un palacio, pero su vida se convirtió en una pesadilla cuando sus padres se separaron. Los diez años siguientes fueron horribles. Cuando volvió a la casa de su padre tras el accidente de su madre, todo el mundo se dedicó a andar de puntillas a su alrededor.

Nadie había sabido cómo tratar a una adolescente enfadada y dolida. La autoestima y confianza en sí misma que había mostrado desde niña se habían esfumado. Sus estados de ánimo se volvieron impredecibles y no tardó en darse cuenta de que podía conseguir lo que quisiera de quienes la rodeaban. Tan solo tenía que hacer que sus labios temblaran de cierta manera para conseguir que se desvivieran por ella. También comprobó que frotar un pie obsesivamente contra el suelo como si este contuviera en su interior los secretos del universo resultaba muy efectivo, porque hacía que la gente se preocupara por ella y quisiera hacerle salir de ese estado.

Pero había algo en Conall Devlin que le hizo comprender que aquellas tretas no le servirían de nada con él. Su mirada era demasiado perspicaz e inteligente, y casi parecía capaz de leer sus pensamientos… pensamientos que no le habrían gustado en lo más mínimo.

–¿Y cómo se supone que voy a sobrevivir entonces? –preguntó en tono desafiante a la vez que alzaba una muñeca para mostrarle su reloj de diamantes–. ¿Quieres que empiece a empeñar los pocos objetos valiosos que poseo?

Conall esbozó una burlona sonrisa antes de apoyar ambas manos en su escritorio y dedicarle una sombría mirada.

–¿Por qué no me ahorras ese rollo y empiezas a explicarme algo de todo esto? –preguntó mientras sacaba un sobre grande de un cajón y arrojaba su contenido sobre el escritorio.

Amber contempló con inquietud la colección de fotos y recortes de revistas que quedaron esparcidos sobre este.

–¿De dónde has sacado todo eso?

–Me las dio tu padre –contestó Conall sin molestarse en ocultar el desagrado que le producían.

Amber sabía que había aparecido en varias revistas de cotilleo, y que su nombre se había mencionado en varios artículos, pero nunca había visto todos juntos. Había montones de fotos suyas saliendo de clubes nocturnos, visitando galerías de arte, cenando en exclusivos restaurantes. En cada una de ellas sus vestidos parecían demasiado cortos, y su expresión demasiado alocada. Pero el destello de las cámaras era algo que odiaba y adoraba en igual medida. ¿Acaso no había agradecido siempre que alguien se preocupara por ella lo suficiente como para sacarle fotos, algo que servía para confirmarle que no era invisible? Sin embargo, también la hacía sentirse como una mariposa que hubiera entrado por error volando en la sala de un coleccionista.

Cuando volvió a mirar a Conall vio la expresión de evidente condena de sus oscuros ojos.

«No permitas que vea la grieta en tu armadura», se dijo con firmeza. «No le des ese poder».

–Son bastante buenas, ¿verdad? –dijo Amber en tono despreocupado mientras ocupaba la silla que había ante el escritorio.

Conall podría haber dado un puñetazo sobre la mesa en aquel momento debido a la frustración, porque Amber le pareció una desvergonzada. Era aún peor de lo que había imaginado. ¿Se creería que era un estúpido? Además, estaba seguro de que se había vestido como una especie de monja para tratar de ablandarlo. Y lo más absurdo era que, en un aspecto subliminal, la treta le estaba funcionando, porque se sentía prácticamente incapaz de apartar los ojos de ella.

Con su espeso pelo negro apartado del rostro podía ver a la perfección la forma ovalada de su rostro a la vez que recibía de lleno la mirada de sus increíbles ojos color esmeralda, enmarcados por unas largas pestañas. ¿Sería consciente de que tenía la clase de aspecto que podía hacer que los hombres quisieran luchar por ella? Por supuesto que lo era, y probablemente llevaba manipulando aquella belleza desde su pubertad.

Cuando Ambrose le había enseñado las fotos de su hija tras pedirle que se ocupara de ella, Conall se había excitado de inmediato de una forma totalmente visceral. Había habido una foto en particular en la que Amber lucía un diminuto vestido blanco con una expresión intensamente inocente y al mismo tiempo provocativa.

–Consigue a algún otro para que se ocupe de ella –había dicho de inmediato, culpabilizado por su reacción.

–No conozco a nadie más capaz de manejarla –había contestado Ambrose con evidente candidez–. Y no confío en nadie tanto como en ti.

Que Ambrose confiara en que él podía hacer lo correcto con su hija había sido lo peor de todo, porque aquello había hecho que Conall se comprometido a ser honorable y a comportarse decentemente con el hombre que lo había salvado de una vida criminal.

–Amber necesita aprender a llevar una vida decente y a dejar de vivir a costa de otras personas, y tú vas a ayudarla a conseguirlo –había añadido Ambrose.

¿Pero cómo iba a lograr cumplir con su promesa si en lo único que lograba pensar era en soltarle el pelo, en tomarla entre sus brazos para besarla hasta dejarla sin aliento, en sujetarle las caderas con las manos mientras la penetraba una y otra vez hasta hacerle gritar de placer?

¿Qué podía hacer? ¿Renunciar a su promesa o seguir adelante? Pero sabía que aquella pregunta era meramente retórica, porque renunciar no era una opción para él.

Tal vez podría transformar aquello en un ejercicio de autocontención.

Pensó en la pregunta que acababa de hacer Amber. Bajó la mirada hacia las fotos y señaló una en que Amber aparecía sentada sobre los hombros de un hombre mientras alzaba una botella de champán en la mano.

–Son buenas si quieres ser retratada como una cabeza de chorlito, pero seguro que no quedaría bien en tu currículum vitae.

–Supongo que el tuyo está completamente inmaculado ¿no? –dijo Amber en tono ácido.

Conall la miró un momento con expresión de curiosidad. ¿Le habría hablado Ambrose de las zonas oscuras de su currículum? Él tenía sus propios demonios con los que luchar.

Pero Amber no dijo nada y se limitó a seguir mirándolo con la expresión retadora que estaba haciendo hervir la sangre de Conall.

–Esto se trata de ti. No de mí.

–En ese caso soy todo oídos –dijo Amber con sarcasmo.

–Probablemente esa es la primera cosa razonable que has dicho en todo el día –Conall se apoyó contra el respaldo de su asiento y la observó un momento–. Esto es lo que te propongo. Es evidente que necesitas un trabajo para pagar la renta y demás, pero, como tú misma has reconocido, tu currículum, o, más bien, tu ausencia de currículum, no te va a facilitar las cosas para conseguirlo. De manera que lo que te propongo es que vengas a trabajar para mí. Es sencillo.

Amber se quedó muy quieta porque, así expresado, sonaba realmente sencillo. Parpadeó mientras sentía un primer destello de esperanza. Miró en torno al bellamente proporcionado y decorado despacho de Conall y detuvo la mirada en el jarrón lleno de flores frescas que adornaba el escritorio. Se preguntó si las habría puesto allí la rubia del minivestido.

De pronto tuvo las mismas sensaciones que solía experimentar cuando alguna amiga cuyos padres no se habían separado la invitaba a pasar el fin de semana en su casa. La sensación de que estaba observando desde fuera un mundo perfectamente ordenado en el que todo funcionaba como se suponía que debía funcionar. Y Conall Devlin le estaba ofreciendo un lugar en aquella clase de mundo.

–No sé muy bien a qué negocios te dedicas.

–Vendo casas y apartamentos en Londres y tengo oficinas en París y Nueva York. Pero mi gran pasión es la pintura, como habrás podido observar.

–Sí –dijo Amber educadamente, incapaz de ocultar una nota de asombro en su tono que Conall captó de inmediato.

–Pareces sorprendida.

Amber se encogió de hombros.

–Supongo que lo estoy.

–¿Porque no doy el tipo? –Conall alzó burlonamente sus cejas–. ¿Porque carezco de un título y no llevo un traje a rayas?

–Cuidado señor Devlin… ese complejo que lleva a las espaldas parece estar volviéndose demasiado pesado.

Conall rio sinceramente al escuchar aquello y Amber se enfadó consigo misma por el placer que experimentó al escucharlo. ¿Por qué le agradaba tanto haber hecho reír a aquel autoritario irlandés?

–Solo me intereso por el arte del siglo XX y compro para mí mismo, pero de vez en cuando consigo alguna pieza para clientes o amigos. Actúo de intermediario.

–¿Por qué te necesitan como intermediario?

–Porque en las compras relacionadas con el arte no solo importa la negociación; también es importante ser capaz de cerrar el trato. Y eso es algo que se me da bien. Algunas personas para las que compro son muy ricas y a veces prefieren comprar anónimamente para que no les cobren cantidades astronómicas –Conall sonrió–. A veces también quieren vender anónimamente y acuden a mí para que los ayude a conseguir el máximo precio posible.

Amber cruzó las manos sobre su regazo. Tampoco tenía por qué resultar tan duro trabajar para él. La única desventaja sería que tendría que tratar con él, pero el apartado de las ventas parecía pan comido.

–Yo podría ocuparme de eso –dijo, segura de sí misma.

Conall entrecerró los ojos.

–¿De qué?

–De vender casas y apartamentos.

Conall la miró atentamente.

–¿Así como así?

–Por supuesto. Tampoco debe ser tan difícil.

–¿Crees que voy a dejar a alguien como tú suelto en un negocio que he tardado quince años en sacar adelante? –preguntó Conall a la vez que se pasaba la mano por el pelo con evidente irritación–. ¿Crees que la venta de algo tan caro puede dejarse en manos de alguien que nunca ha tenido un trabajo y que se ha pasado la vida entrando y saliendo de clubes nocturnos?

Amber habría querido tomar el florero y vaciar el contenido en su cabeza antes de levantarse para salir de allí dando un portazo y con la intención de no volver a ver el atractivo rostro de Conall Devlin nunca más. Pero aquello no habría servido precisamente para ayudarla a proyectar la imagen que pretendía. Quería que Conall creyera que podía ser una persona tranquila, serena. Quería que viera un destello de la nueva y eficiente Amber, que no iba a alterarse por los insultos de un hombre que no significaba nada para ella. Conall Devlin tan solo era un medio para conseguir un fin.

–Siempre puedo aprender –dijo–. Pero si crees que se me daría mejor ocuparme de vender y comprar algunos cuadros, me gustaría intentarlo. Me gusta la pintura.

Amber creyó captar un destello en la mirada de Conall cuando escuchó aquello.

–Negociar en el mundo del arte implica más habilidades que «vender y comprar algunos cuadros» –repitió Conall irónicamente–. Además, tengo otros planes para ti –añadió a la vez que bajaba la mirada hacia un papel que tenía en la mesa–. Tengo entendido que hablas varios idiomas.

–Ahora pareces tú el sorprendido.

Conall encogió sus anchos hombros.

–Supongo que sí. No te tenía por una lingüista, con todas las horas de estudio que eso debe implicar.

–Hay más de una manera de aprender idiomas, y yo no lo he hecho a base de estudiar, sino gracias a la debilidad de mi madre por los hombres de los países mediterráneos. De niña viví en los países a los que mi madre acudía atraída por alguno de esos amores –Amber rio con amargura–. Y te aseguro que hubo varios. Y yo aprendí los idiomas locales. Fue una mera cuestión de supervivencia.

Conall la miró pensativamente.

–Supongo que eso debió ser duro.

Amber negó con la cabeza, más por costumbre que por otra cosa. La compasión, o lo que fuera, le hacía sentirse muy incómoda. Le hacía recordar a tipos como Marco, o Saros, o Pierre… algunos de los hombres que habían roto el corazón de su madre de forma tan definitiva y se habían ido dejándola a ella sola para tratar con su desconsolada madre.

–Tampoco fue para tanto –dijo en tono aburrido–. Sé decir «querido» en italiano, griego y francés, y también conozco un montón de variaciones sobre «eres un completo miserable».

La frivolidad del tono de Amber pareció molestar a Conall, que volvió a mirar la hoja que tenía sobre el escritorio.

–Te aseguro que no te voy a necesitar para revivir ninguno de esos sentimientos –dijo sin mirarla–. Pero antes de plantearte las condiciones del trabajo que podría ofrecerte, quiero algunas garantías por tu parte.

–¿Qué clase de garantías?

–En mi organización no hay lugar para cabos sueltos ni princesas petulantes que dicen lo primero que se les viene a la cabeza. Trato con gente a la que hay que manejar con mucho cuidado y necesito saber que eres capaz de demostrar tu capacidad de criterio y tacto antes de hacerte mi propuesta. De momento, la única impresión que tengo es que eres bastante… difícil.

Amber se sintió más dolida de lo que habría esperado por aquellas palabra, y por la mirada que le estaba dedicando Conall, que parecía estar diciendo que alguien como ella no tenía derecho a existir. Además, el hecho de que Conall Devlin tuviera un aspecto tan espectacular, un cuerpo tan magnífico y unos labios que estaban haciendo volar peligrosamente su imaginación, no le estaban facilitando las cosas. Su cuerpo estaba reaccionando de una forma a la que no estaba acostumbrada, y que apenas podía controlar. Y eso que aquel hombre ni siquiera le gustaba.

Sintió una conocida sensación de rebeldía acumulándose en su interior, a la vez que una voz susurraba en su cabeza que no tenía por qué aguantar su dictatorial actitud. Podía demostrarle que era una superviviente. Era posible que no tuviera la pared cubierta de títulos, pero no era ninguna estúpida. ¿Tan difícil podía resultar encontrar un trabajo y un lugar en que vivir? Lo único que tenía que hacer era recuperar la resistencia y capacidad de adaptación que desarrolló mientras su madre la arrastraba de ciudad en ciudad.

Se puso en pie y tomó su bolso sin dejar de sentirse intensamente consciente de la mirada de Conall.

–Puede que no esté cualificada –dijo con firmeza–, pero no estoy desesperada. Tengo los recursos necesarios para encontrar un empleo que no implique trabajar para un hombre con un sentido exagerado de su propia importancia.

Conall rio con suavidad.

–¿Entonces tu respuesta es no?

–Más bien está en la línea de «ni en tus sueños». Y no va a suceder. Soy perfectamente capaz de arreglármelas de forma independiente, y eso es lo que pienso hacer.

–Eres magnífica, Amber –dijo Conall lentamente–. Esa clase de espíritu en una mujer es algo muy poderoso, y si no apestaras a tabaco y sintieras que el mundo está en deuda contigo, resultarías preocupantemente atractiva.

Amber se sintió momentáneamente confundida. ¿La estaba insultando o le estaba haciendo un cumplido?

Tras fulminarlo con la mirada, giró sobre sus talones y salió del despacho con un sonoro portazo, lo que no le impidió escuchar el sonido de la risa de Conall a sus espaldas. Absurdamente, se sintió como alguien que hubiera saltado de un avión en pleno vuelo y hubiera olvidado ponerse el paracaídas.

«Ya se lo demostraré», se dijo con rabia. «Ya les demostraré a todos de qué soy capaz».

Capítulo 4

Lo SIENTO! –Amber limpió con un trapo el champán derramado sobre la mesa mientras el cliente con ojos de cerdito seguía cada uno de sus movimientos–. Enseguida le traigo otra bebida.

–¿Por qué no te sientas conmigo y nos olvidamos de la bebida? –dijo el cliente a la vez que palmeaba el asiento a su lado.

Amber negó con la cabeza y trató de ocultar su sensación de asco.

–Se supone que no debo relacionarme con los clientes –dijo a la vez que tomaba la bandeja y giraba sobre sí misma para encaminarse cuidadosamente hacia la barra del bar.

Estaba acostumbrada a llevar tacones, pero los de los zapatos rojos que calzaba eran tan altos que hacía falta estar muy concentrado para no caerse. Tampoco ayudada el ceñido y corto vestido negro que completaba su uniforme.

Y, por la mirada que le dedicó el dueño, dedujo que había visto lo sucedido. Apretó los dientes mientras se preguntaba cómo había sido capaz de rechazar el trabajo que le había ofrecido Conall Devlin. ¿De verdad había creído que el mundo se pondría a sus pies en cuanto se propusiera encontrar un trabajo? Porque no había tardado en descubrir que los únicos trabajos disponibles para quienes carecían de un currículum vitae se encontraban en lugares como aquel, un club nocturno escasamente iluminado donde nadie parecía feliz.

–¡Es la tercera bebida que tiras esta semana! –dijo el dueño con evidente irritación cuando Amber se acercó–. ¿Dónde aprendiste a ser tan patosa?

–Me he… movido demasiado deprisa. He pensado que el cliente me iba a pellizcar el trasero.

–¿Y? ¿Cuál es el problema? ¿Acaso no está bien que un hombre muestre su aprecio por una mujer atractiva? ¿Para qué crees que te vestimos así? Voy a descontarte el precio de la bebida de tu sueldo, Amber. Y ahora, ve a reponerle la bebida y muéstrate más amistosa con él.

Amber sintió la fuerza de los latidos de su corazón mientras el dueño servía un champán infecto en una copa.

«Limítate a dejar la copa en la mesa y luego vete», se dijo mientras se encaminaba de nuevo hacia le mesa del hombre con los ojos de cerdito.

Pero en cuanto se inclinó para dejar la copa en la mesa, el hombre alargó una mano y curvó sus gruesos dedos en torno a la malla que cubría uno de sus muslos.

–¿Qué… qué hace?

–Oh, vamos –dijo el hombre a la vez que le dedicaba una lasciva sonrisa–. No hace falta que te pongas así. Sería un crimen no tocar unas piernas tan atractivas, y creo que te vendría bien una buena comida. ¿Por qué no subes a mi habitación cuando acabes? Podríamos pedir que nos subieran algo de comer y luego…

–¿Y qué le parecería apartar sus sucias manos de ella ahora mismo? –murmuró una voz grave y evidentemente furiosa tras Amber, una voz que ella reconoció de inmediato.

Al volverse y ver a Conall Devlin de pie a sus espaldas, evidentemente furioso y con su poderoso cuerpo irradiando adrenalina, Amber experimentó un intenso e involuntario alivio. Parecía tan fuerte, tan poderoso… Su corazón empezó a latir con fuerza y sintió que se le secaba la boca.

–¡Conall! –murmuró–. ¿Qué haces aquí?

–Te aseguro que no he venido a tomar una copa. Tiendo a ser más selectivo con los locales que frecuento –contestó Conall a la vez que miraba a su alrededor sin molestarse en ocultar su desdén–. Ve por tu abrigo, Amber. Nos vamos.

–No puedo irme. Estoy trabajando.

–Ya no, al menos aquí. Y el tema no está abierto a discusiones, así que ahórrate el aliento. O vienes por las buenas, o te cargo sobre un hombro y te saco de aquí como si fueras un fardo.

Amber se preguntó si estaría volviéndose loca, porque la imagen de aquel fuerte irlandés cargando con ella como un cavernícola hizo que su corazón latiera aún más deprisa.

Al ver de reojo que el dueño del club estaba hablando en la barra con un tipo notablemente robusto, empezó a temer que se produjera alguna escena. ¿Y si Conall se enzarzaba en una pelea con puñetazos, vasos volando y todo lo demás?

–Voy por mi abrigo –dijo rápidamente.

–Date prisa –dijo Conall, impaciente–. Este lugar me pone la carne de gallina.

Amber fue rápidamente a su diminuto vestuario y se desvistió para ponerse rápidamente los vaqueros y el jersey con el que había acudido al club.

Cuando regresó suspiró aliviada al ver que Conall seguía allí. El dueño le estaba entregando en aquellos momentos un pequeño fajo de billetes. Su avinagrada expresión revelaba que no lo estaba haciendo por gusto.

–Vámonos –dijo Conall en cuanto la vio.

–Conall…

–Ahora no, Amber. No quiero hablar contigo en este lugar.

La evidente determinación de Conall hizo que Amber se limitara a seguirlo hasta que estuvieron en la calle. Fuera hacía una deliciosa noche de primavera. Amber aspiró una bocanada de aire con auténtico placer mientras un coche con chófer se detenía en la acera junto a ellos.

–Entra –ordenó Conall, y Amber se preguntó si se habría pasado toda la vida ladrando órdenes.

Pero hizo lo que le pedía y cuando entró en el coche experimentó una extraña sensación de alivio al verse rodeada de un nivel de lujo que resultaba reconfortantemente familiar. Un lujo con el que siempre había podido contar hasta que su padre y Conall se habían confabulado para quitárselo. Miró un momento el duro perfil de Conall y la gratitud que había experimentado hacía unos momentos se transformó en resentimiento.

–¿Cómo me has encontrado? –preguntó mientras el coche se ponía en marcha.

–Hice que uno de mis hombres estuviera al tanto de tus andanzas.

–¿Por qué?

–¿Tú qué crees? ¿Tal vez porque eres tan irresistible que no he podido mantenerme alejado de ti? Esperaba haber podido contarle a tu padre lo bien que te había ido tras tu dramática marcha de mi oficina –Conall rio sin humor–. ¡Menuda esperanza! ¡Debería haber supuesto que elegirías el peor camino para conseguir dinero fácil!

–¿Y por qué te has molestado en venir a por mí si ya me tienes catalogada como una completa inútil?

Conall no respondió de inmediato, porque lo cierto era que aún no tenía muy clara la respuesta. Lo cierto era que, a pesar de sí mismo, había admirado el orgullo con que Amber se había ido de su despacho sin mirar atrás. La había imaginado fregando suelos, o pasándose el día de pie en una caja registradora antes que trabajando para él. Y eso le había gustado.

Pero se había equivocado, por supuesto. Amber había buscado la solución rápida. Había aprovechado la oportunidad para encajar su magnífico cuerpo en un vestido que apenas dejaba nada a la imaginación y encontrar trabajo fácil en un lugar inmundo.

–Me siento en parte responsable de ti.

–¿Por mi padre?

–Claro. ¿Por qué si no?

–Vaya. Veo que eres uno más de los que le dice «sí» a todo a mi padre.