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Páginas ocultistas y cuentos macabros E-Book

H. P. Blavatsky

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Esta edición electrónica en formato ePub se ha realizado a partir de la edición impresa de 1919, que forma parte de los fondos de la Biblioteca Nacional de España.

Páginas ocultistas y cuentos macabros

H. P. Blavatsky

Índice

Cubierta

Portada

Preliminares

Páginas ocultistas y cuentos macabros

NOTA IMPORTANTE

PRÓLOGO

LA CUEVA DE LOS ECOS. UNA HISTORIA EXTRAÑA, PERO VERDADERA

COMENTARIO I

UN MATUSALÉN ÁRTICO. HISTORIETA DE NAVIDAD

COMENTARIO II

EL CAMPO LUMINOSO

COMENTARIO III

UNA VIDA ENCANTADA

COMENTARIO IV

LAS HAZAÑAS DE UN GOSSAIN HINDÚ

COMENTARIO V

DEMONOLOGÍA Y MAGIA ECLESIÁSTICA

COMENTARIO VI

ASESINATO A DISTANCIA

COMENTARIO VII

LA MANO MISTERIOSA

COMENTARIO VIII

EL ALMA DE UN VIOLIN

COMENTARIO IX

LOS "ESPÍRITUS" VAMPIROS

COMENTARIO X

LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

COMENTARIO XI

LA IMAGINACIÓN, LA MAGIA Y EL OCULTISMO

COMENTARIO XII

Acerca de esta edición

Enlaces relacionados

A mi nobilísimo amigo y alter ego el Dr. Eugenio García Gonzalo, preclaro teósofo de nuestra raza,

M. ROSO DE LUNA.

NOTA IMPORTANTE

Este volumen constituye el tomo V de nuestra BIBLIOTECA DE LAS MARAVILLAS, así como el anterior, Por las grutas y selvas del Indostán, de H. P. Blavatsky, constituye el IV.

PRÓLOGO

Plato fuerte es, lector, el que te ofrezco. ¡Unos cuentos macabros, unas narraciones ocultistas de la Maestra Blavatsky, ante las cuales palidecen las mayores concepciones del fantástico Hoffmann; las más densas tenebrosidades de Edgar Poe en el delirium tremens de sus astrales embriagueces; los casos más extraños e inexplicables, en fin, coleccionados por la paciencia benedictina de A. Duncker, en su obra Los vampiros en la literatura alemana; por el arte de León Pineau, en sus Viejos cantos populares escandinavos; por Gregorson Campbell, en sus Superstitions of the Highlands and Islands of Scotland collected entirely from oral sources; por E. Cosquin, en susCuentos populares de la Lorena; por Laisnel de la Salle, en sus Souvenirs du vieux temps; por Daniel Deenay, en su Peasant lore from Gaelic Ireland; por Abbott, en su Macedonian Folklore; por Kassof, en sus Costumbres del nordeste de Rusia; por Friedel, en su Folkore de la Pomerancia y del Tirol; por Williams Ridgeway, en su The earty age of Graece; o, en fin, por nuestros. narradores terroristas, estilo jasé Espronceda y Gustavo Adolfo Bécquer!

En calidad y en cantidad a todos ellos supera el consciente arte macabro de la excepcional mujer que antes se nos mostró maravillosa ironista, en Por las grutas y selvas del Indostán, mística aria en su obrita acerca de La Voz del Silencio, y en tomos sucesivos de Comentarios se nos mostrará serena, sabia y archicientífica con sus cinco inmortales libros de Isis sin Velo y La Doctrina Secreta.

Sí, este proteo inabarcable de la principesca Helena Petrovna más parece un personaje efectivo de algunas de sus espeluznantes narraciones, que mera cuentista de algo que soñar pudiere en los delirios de una desbordada imaginación. Sin haber vivido ciertas cosas de las allí narradas, no se concibe, no, mayor viveza de colorido..., de ese colorido cárdeno, lívido, clorótico, grisáceo, astral, superhumano que destiló igualmente que de su pluma, de los pinceles hiperfísicos de Alberto Durero, el Greco o Goya, vibrando con la misma sonoridad pavorosa con que vibra el Allegretto de la Séptima Sinfonía, o el Largo e mesto de la Séptima sonata de Beethoven.

El crimen, el prodigio, el absurdo real, el misterio desconcertante, se dan la mano en estas páginas, entre serias doctrinas científicas y juegos artísticos de la más fina labor. La ciencia, aquí es superciencia; el arte, filigrana incomparable; la religión, eco de esas verdades eternas, perdidas en la exuberancia tropical del mito; la imaginación, escalpelo; la investigación, ensueño..., todo ese juego de contrarios, en suma, que dan siempre por su compenetración las integrales de la vida…, ¡de esta vida que es un eterno morir entre las olas angustiosas del Mar de la Duda!, ¡de esta vida que, sin tales misterios, ensueños, absurdos, realismos, virtudes y crímenes, no vale la pena de ser vivida como se vive un poema, aquel poema de caída, de lucha y de triunfo que ya adivinó Campoamor, cuando nos dijo:

«Conforme el hombre avanza

de la vida en el áspero camino,

lleva siempre a su lado la esperanza;

mas tiene siempre en frente a su destino...»

Porque el alma de todas estas páginas, que con tanto cariño como insuficiencias vamos a permitirnos comentar, es el dedo del Dios—Karma; la huella del Destino; el Talión inexorable de las cosas, frente a la suprema piedad de los que han transcendido vigorosos las fronteras del reino del Misterio, rompiendo hercúleos el Velo de Maya o de Isis, para auxiliar desde el más allá de las cosas a sus pequeñuelos, los hombres, esos hombres que son malos porque son ignorantes; que son ignorantes porque son egoístas y que son egoístas porque todavía tienen más de animales que de hombres, por haber remontado muy pocos peldaños todavía en el sendero evolutivo.

Aquí, en uno de los cuentos, la pasión amorosa, hermanada con la codicia, asesina, y su asesinato es descubierto por uno de los más repugnantes experimentos de la magia nativa atlante y tántrica; allá, en otro de los cuentos, el escepticismo materialista pierde a un pobre hombre que en su inconsciencia europea respecto de los inauditos peligros del Ocultismo, cree posible abrir la puerta dantesca del más allá, ignorando que esta puerta, una vez abierta, jamás pueda ya cerrársele, y sin comprender que va a llegar por ello al borde mismo de la más espantosa locura; acullá, unas criaturas inocentes, al modo de las recientes víctimas españolas de los hechiceros de Gador y la nefasta bruja de Enriqueta Martí, sufren todos las mortales depredaciones del vampirismo, mientras que en otras páginas el doble astral de una mujer del mismo jaez, realiza una histórica venganza política. Y vibran los intestinos de un buen hombre transformados en cuerdas de violín; o danzan los espectros de las tumbas con música astral que no es la dirigida por la batuta de Offembach ni la evocada por la Danza macabra de Saint—Saens; o se dejan enterrar vivos los faquires; o realizan las tretas hipnóticas más inconcebibles los juglares; o guían entre nieves a tristes caravanas polares, verdaderos y efectivos Matusalenes árticos; o presentan a sus pacientes, igual que los derviches más asquerosos y los shamanos más santos, el espejo mágico de todas las videncias de lo astral, donde se ve lo que quieren dejarnos ver los jinas, y donde ya no quedan en pie ninguna de nuestras nociones tridimensionales de espacio, tiempo, cantidad, materia o fuerza, trastrocadas todas con la facilidad del ensueño, de la fiebre o de la locura...

Y aquí asistimos a las sesiones más tremendas de superespiritismo; y allá nos vemos envueltos entre sangre en las tinieblas de la mala magia; y acullá colegimos cómo Empédocles, Jesús, Apolonio de Tiana y todos los Adeptos, en fin, pueden volver a la vida a los muertos, realizando el milagro de tornar a ligar el cuerpo astral con el cuerpo físico o el cadáver del así resucitado, al modo de los célebres clientes de ultratumba del médico dios Esculapio, que volvieron a vivir por cientos y por miles, hasta que por quejas del dios Plutón le fulminó Júpiter con uno de sus rayos... Y la teofanía, la telestesia, la teurgia, la astrología, la alquimia y demás ramas de la Magia jugarán en unos u otros pasajes narrativos, entre el destapar de la más temible caja de Pandora que ponga en libertad los demonios de la epilepsia y el histerismo, las personalidades múltiples, las dislocaciones y trastrueques sensitivos; los terrores apocalípticos de lo superliminal, y toda la inabarcable patología de la psiquis, con el consiguiente aditamento de que, al cerrar, espantados, la fatídica caja, quede dentro el último de los males quizá: la esperanza de hallar una explicación verdad para tamaño problema y un remedio para patologías tan absurdas como demoníacas.

Porque entre las narraciones de la Maestra y los cuentos macabros de tantos otros autores media una diferencia esencialísima. Estos los ensoñaron en sus delirios de inspiración o de neurosis de la que acaso fueran víctimas, mientras que aquélla, aunque parezca a primera vista lo contrario, glosó sus argumentos con pleno dominio de sí misma y con un fin perfecto y conscientemente ocultista, como, al subrayar sus detalles en nuestros comentarios, iremos viendo en cada caso concreto. Es decir, que mientras los cuentos, por ejemplo, de Poe, cuentos escritos bajo el influjo del alcohol, son cuentos que parecen dictados por alguien desde el astral, ese vedado mundo que Poe había abierto con la ganzúa de la bebida, los de Helena Petrovna, no son sino fabulitas entretenidas, bajo cuyo velo encubrió, para que los hallasen después los espíritus selectos, las enseñanzas más fundamentales del Ocultismo respecto de la ley del Karma o de causa y efecto; de la de reencarnación, que es lógico postulado de la divina justicia; de la de los elementales o criaturas invisibles que reinan soberanos en el mundo emocional como los microorganismos pululan por legiones en los caldos de cultivo; la ley, en fin, de la latente divinidad del alma humana aun en el infierno de sus mayores extravíos; la de la imaginación creadora, que es la desgraciada clave de la magia; la de la vida humana, en suma, a lo largo de su peregrinación terrestre, que no es sino el panorama de la eterna lucha entre los gloriosos destinos del hombre hacia el Ideal, forzando el paso, como los héroes de todas las leyendas, con la rectitud energética de su corazón nobilísimo y la espada irresistible del conocimiento, por entre la diablesca canalla elementaria e invisible que le combate sin tregua para hacerle zozobrar en su sendero, razón por la cual se ha dicho en la Biblia que es milicia la vida del hombre sobre la tierra se ha añadido consoladoramente por Maeterlinck: «Bueno es recordar a los hombres, que el más humilde de entre ellos tiene poder bastante, al tenor del divino modelo que en su imaginación se trace, para constituirse en una elevada personalidad moral, integrada por iguales partes del Ideal que sustenta y de su propia individualidad que de este modo engrandece hasta grados inconcebibles.»

Como si hubiese tenido presente, en efecto, la Maestra aquella sentencia de Magendie, de que «La inteligencia humana, por una extraña ley, parece como que precisa ejercitarse largo tiempo en el error antes de que ose acercarse a la verdad», se precia en seguir en todos sus cuentos las huellas de los necromantes medievales aquellos de las misas negras; los mitos brujescos con mantequillas de niños asesinados y las efusiones sacrificiales de sangre de animales y de hombres, para llevamos con la seducción insensible de la fábula, que es la Verdad con el ropaje de la Mentira, hasta las más imponentes verdades del Ocultismo, en cuya altura bien pronto se reciben nuevas luces para el Derecho Penal; para la Ciencia Médica; para la Sociología; para las religiones y para las doctrinas del magnetismo, mesmerismo, hipnotismo, espiritismo, cábala, etc., con arreglo al tan lógico aforismo de Herbert Spencer, que dice: «Cuando se lanza una hipótesis fecunda sobre un gran acúmulo de hechos en desorden, este caos antiguo comienza bien pronto a evolucionar en un orden nuevo y admirable que nos eleva en la senda del conocimiento y de la virtud.»

Cual de las tinieblas cimerianas y patológicas, por ejemplo, de Edgar Poe, surge en estas narraciones blavatskianas una nueva luz en el caos de los hechos ocultos que todos conocemos desde la cuna, donde nuestras madres, en las noches horribles del invierno, al calor del alegre hogar o acurrucados entre los cobertores de la cama, nos hacían temblar de emoción astral cuando nos contaban aquello de «Una vez hubo un rey...»que ha inmortalizado al poeta hindú Rabindranath Tagore, traducido al castellano por el Sr. Jiménez.

En un hermosísimo artículo que tuvo la bondad de dedicarnos el otro Edgar Poe, no alcohólico, que se llama Emilio Carrére, este gran escritor nos decía hablando de aquel tan inquietante hombre:

«Este taumaturgo literario me ha cautivado el espíritu. El prólogo de Baudelaire, de la traducción francesa de Historias extraordinarias, es un profundo estudio crítico y un emocionante acopio de anécdotas. Nos da, de cuerpo en tero, al Poe pasional, trabajador analítico, matemático, y hasta al tenebroso borracho que hace eses por las calles de Nueva York la misma mañana en que El Cuervo era publicado triunfalmente. ¡Oh, aquella trágica embriaguez que abre la puerta de su cerebro excepcional a la visita del Delirium tremens! Sin embargo, Baudelaire omite un aspecto muy interesante de Edgar Poe, el soplo de ultratumba que hiela las páginas más hondas y singulares de este artista del horror.

Las Memorias de Augusto Beldoe, Revelación magnética, Morella, Ligeia y La verdad sobre el caso de Valdemar, atestiguan que Poe era un iniciado en ocultismo.

Las Memorias de Augusto Beldoe es la alucinan te historia de un hipnotizado. En la época de Poe, la ciencia oficial rechazaba las prácticas hipnóticas, considerándolas patrañas propias del vulgo. Mesmer había sido anatematizado por la ortodoxia científica. El pueblo no comprendía bien las causas, pero se sorprendía ante los efectos. Cual artes de milagrería, Poe, como era natural, desecha todas las supersticiones y se apodera del secreto del mesmerismo. Como además de hombre de ciencia era poeta, la intuición estética le guía. Habla del magnetismo con la profundidad que pudiera hacerlo un buen médico moderno. Poe se anticipó ochenta años en el estudio razonado y científico de este sutil aspecto semipatológico y semimaravilloso. Hay motivos para creer que el mismo Edgar fué un estudioso magnetizador.

Cuando escribía sus cuentos escalofriantes, aun no se había hablado de espiritismo en Europa; en Metzengerstein y en Guillermo Wilson, se presenta un caso de metempsicosis y de doble personalidad. Para el lector corriente, Poe es una prodigiosa imaginación únicamente. Sin embargo, el caso de Ligeia no se inventa, ni el de Morelas tampoco, sin poseer, además de la imaginación, una completa identificación con lo extraterrestre, juntamente con una honda y difícil cultura ocultista. Claro que es preciso el genio para sentar la audaz hipótesis de la verdad sobre el caso de Valdemar, el cuento más hermosamente horrible y más original de todas las literaturas.

Poe debió de ser médium; confesaba que oía «voces del cielo, de la tierra y también del infierno». Baudelaire afirma que para el poeta americano el alcohol era un puente entre el plano físico y la zona alucinante del astral, ese «fondo verdoso» donde se «Siente la fosforecencia de la pesadumbre y el olor de la tempestad», y que reanudada en un acceso de embriaguez la plática comenzaba en otra tormenta de alcohol, con unos seres absurdos e incomprensibles que habitan en aquel ambiente de pesadilla.

En Revelación magnética, la voz del sujeto dormido no es una voz humana. Por los labios del hombre que despierta del sopor hipnótico para morir habla el espíritu del misterio. «Aquel hombre dijo sus últimas palabras desde el fondo de la eterna sombra», exclama Edgar. ¡Maravillosa su voz preñada de ciencia humana o iluminada de resplandores celestes y acuciada por la intuición que, como una lamparilla misteriosa, arde en el fondo sin fondo de nuestro sér!

Ligeia la milagrosa, es una incorporación espiritualista de un prodigioso interés estético. «Nadie muere completamente sino cuando ha perdido la voluntad de vivir». «Por el poder de esa voluntad, el hombre se llega a igualar a los ángeles.» Así dice Ligela cuando se desespera ante la idea hórrida y espantable de la muerte... Y después, en el cadáver de lady Rowena, resurge Ligeia en una tremenda, escalofriante suplantación espiritista.

Poe fué un sutil analítico—ved El asesinato de la rue Moigne y La carta robada—; un ingenioso descifrador de enigmas—leed El escarabajo de oro—. Además tuvo el talento de encerrar en una lógica armoniosa lo que pudiéramos llamar la órbita de lo absurdo en El gato negro, ese tremendo gato tuerto y ahorcado, Corazón revelador, El tonel de amontillado y otros muchos de sus cuentos singulares, únicos.

«Poe vino a la tierra a hacer el doloroso aprendizaje del genio entre las almas inferiores.» Realmente, si fué un genio, fué un hombre infinitamente desgraciado. La Naturaleza le dotó de una inteligencia extraordinaria, como compensación de un destino cruel, implacable. La única tacha que se le puede imputar fué la embriaguez contumaz; pero ¿ha sido el único poeta borracho? En los demás, y más entre nosotros, ese vicio ha sido una falta leve. Todos hemos tenido el decoro de no mirar con demasiada curiosidad el horror de las vidas ajenas. Con Poe, no. Fué una jauría gazmoña, «burguesa», cruel, la que se cebó en su cadáver como poseída de un ataque de vampirismo. Fué el aborrecimiento de la zoocracia.»

Hasta aquí el intuitivo Carrére.

Pero el caso de Edgar Poe y el de tantos otros «inspirados» o «iluminados», es radical mente opuesto al de la prodigiosa H. P. B. Esta, aunque eminentemente mediumnista o neurósica en sus primeras edades, no abrió, no, el Santuario Iniciático con la ganzúa de la anormalidad de la patología o del vicio, o del propio martirio de su cuerpo como muchos santos cristianos, sino con la llave maestra de un Conocimiento Transcendental o Mágico recibido allá en las misteriosas e inaccesibles soledades del Tibet y del Gobbi de manos de efectivos Hierofantes de los tiempos modernos y por eso, al volver de semejante expedición, cual un nuevo Marco Polo de nuestra época, pudo escribir a su familia desde Tiflis, diciendo: «Los últimos restos de mi debilidad psicofísica alude a las facultades mediumnísticas de sus primeras edades han desaparecido por completo, gracias a Aquellos a sus maestros tibetanos a quienes bendeciré agradecida el resto de mis días.»

Y esto se advierte desde el primer momento, con la simple lectura de cualquiera de las presentes Páginas. En ellas, en efecto, la autora no describe algo de que ella haya sido víctima, sino algo real o fingido, de lo que ella sabe perfectamente, por dominarlo a maravilla, no como pasiva médium, sino como activa y triunfadora yoguina que conoce ya uno de los grandes secretos de la Naturaleza, es a saber: la contingencia o falibilidad de ciertas leyes físicas, cual la gravedad, la impenetrabilidad de las materias, etc., que son para nosotros infalibles..., infalibles hasta cierto punto, pues que también logramos contradecirlas mediante esa pequeña y progresiva magia que llamamos Ciencia.

Por eso, mientras que en Hofmann, Poe, Verlaine, etc., el dibujo ocultista, por dedirlo así, aparece algo confuso, esfumado quizá y débil, aunque siempre hermoso, en las Páginas de la Maestra se muestra activo, vigoroso; vivido, o con luz propia, dado que en aquéllos el conocimiento transcendente venía proyectado de más lejos, por la vía imaginativa o de la inspiración, o por imprudente entrada en el mundo astral mediante el vicio, mientras que en ésta la trama de la fábula responde perfectamente a un clarísimo y deliberado propósito ocultista, como Jo prueba la misma facilidad con que permite el comentario y la confrontación con hechos históricos positivos, cosa infinitamente más difícil de realizar con los trabajos de aquéllos, sin que esto sea negar que uno y otros pertenecen a la misma familia de almas nobles de rotas alas. Icaros caídos de la altura por su titánico y valiente satanismo rebelde, pero que saben retornar a la altura perdida y aun subir por cima, conquistando, no pidiendo a ningún poder extracósmico y mentido, la revelación pasmosa del Misterio…

Hoffmann, Poe, Beethoven, Bécquer, Leoparcti, Carducci, Blavatsky y tantos otros, en los diferentes órdenes de su Arte respectivo, llevaron, si, su redentora rebeldía hasta mucho más allá de los umbrales de lo prohibido... lo prohibido por nuestra vulgaridad de bestias encantadas, como el dios Brahma, transformado en cerdo de la leyenda hindú, encantadas, digo, con las mentidas delicias de un Orden establecido, ese Orden maldito contra el que truena gallardo el Sigfredo de Wagner, diciendo: «Desde que nací, un viejo se interpone siempre en mi camino...» ¡El falso Orden, en efecto; de un incipiente y pobre estado de evolución que nos empeñamos, sin embargo, en tenerle por definitivo!

«La mentalidad actual —ha dicho Gustavo Le Bon— es una creación artificiosa, que apenas si cuenta de existencia un siglo.» Novalis, por su parte, ha reconocido, como los místicos de todos los tiempos, que nuestra alma yace aprisionada cual los condenados de la cárcel de Platón en sus República, añadiendo titánico: «¿Cuándo llegará el día en que aquélla pueda moverse libremente, y cuándo es otro gloriosísimo en que la Humanidad en masa comience a ser consciente de su sér y de su destino?... Sólo, pues, importa una cosa, y es la de poder encontrar a nuestro Yo transcendental algún dichoso día.»

En espera, pues, de día tan excelso, prometido por todas las religiones, las ciencias, las artes y el interno testimonio inconsciente de nuestro ser íntimo, justo será que procuremos anticiparle, buscando, como el doctor Fausto, lo no sabido por no bastar lo conocido a nuestro anhelo, y que, ansiosamente rebeldes contra lo que nos: cerca, inquiramos teóricamente —ya que no de un modo práctico por los inauditos peligros que ello entraña— acerca de ese mundo superliminal, donde el Hada—Imaginación, que es nuestro Cuerpo transcendente, campe libremente por sus respetos, sin trabas ni misoneísmos, y soñemos con quien ensueña, sigamos de cerca las locuras de los locos, para mejor estudiarlas en su misterio terrible, convivamos un momento con todas las tristes anormalidades que son patrimonio de la tan perseguida Humanidad, y descendamos, en fin, como todos los Hermanos mayores de ésta: Osiris, Ra, Orfeo, Perseo, Hércules, Apolonio, Jesús o el Dante, a los infiernos o lugares inferiores; de este no muy elevado mundo, para aprender, en sus dolores sin tasa y en su caída sin esperanza de redención inmediata, la ansiada Verdad de las Edades, que es la existencia de un mundo astral subyacente en todos los fenómenos físicos, pero que obedece, a su vez, a otro mundo superior, que es el mundo mental, o sea el Mundo de las Ideas, en el que vive el Hombre Superior por la Mente constituído.

¡Dominar al mundo astral con la mente!... ¿Quién sino los superhombres, los Hombres representativos o Maestros han podido conseguirlo en absoluto? Mas, por otra parte, ¿quién, en su esfera de actividad respectiva, no ha dominado ya, poco o mucho, a una ínfima parte de dicho mundo?

El albañil y el acróbata, desde el trapecio o el andamio, han vencido ya, gallardos, a esa terrible astralidad que determina el vértigo de la altura; el minero ha vencido al negro espectro de la mina o de la cripta, como el torero y el domador dominan a la fiereza animal con un arte difícil que tiene no poco de mágico a su manera.

Pasma, en efecto, considerar cuán ilimitados son los poderes mágicos latentes en el fondo de toda alma humana, poderes que la educación especializada y el esfuerzo titánico del hombre respectivo puede llegar a hacer ostensibles y vigorosos. Por eso, si queréis colegir algo de lo que ser puede el efectivo superhombre, a quien llamamos Maestro, tenéis que imaginaros al poseedor de una ciencia transcendente llamada Magia, ciencia por virtud de la cual se tornan factibles y llanos todos nuestros más aparentes imposibles. Así, Maestros ha conocido la misma historia profana que han podido caminar serenos sobre las aguas, como Apolonio y Jesús; que han gozado del don de la ubicuidad, o sea la facultad de poder estar a la vez en dos sitios distintos, separados por cientos de leguas: en uno, con su cuerpo astral, y en otro, con su cuerpo físico, como la Iglesia romana enseña y cree acerca de muchos de sus santos; que han tenido, en fin, ese envidiable don de lenguas, que el Evangelio nos muestra descendiendo en la Pentecostés («el divino descenso de la Mente o del Cinco») sobre las cabezas de los discípulos que acababan de ver al Maestro remontando glorioso a los cielos cual en carros de fuego y en relámpagos remontaron también a él es otros maestros que se llamaron Enoch, Elías, Simeón, Ben Jocai y Beethoven, porque es tal el poder sobrehumano e incomprensible de un Adepto, que media ya entre él y los mortales un abismo evolutivo tan grande como el que separa en la Naturaleza a los cuatro reinos: mineral, vegetal, animal y humano. ¿Concebimos, acaso, lectores, a un mineral de cuarzo o hierro, con el tronco, hojas y raíces que son gloria y triunfal ornato evolutivo de la planta? ¿Cabría, en estrictas leyes vegetativas, el ver caminar cambiando de lugar a un vegetal, como cambia hasta la lombriz y la tortuga? ¿Sería, en fin, admisible un pobre mamífero inventanda el fuego, la rueda, la radiotelefonía o la aviación? Pues otro tanto cabe decir acerca del abismo que separa al hombre vulgar del Maestro de Ocultismo, porque si la Naturaleza nunca se desmiente en sus eternas leyes evolutivas, al no ser perfecto ninguno de los hombres que conocemos no obstante su anhelo de perfección y hasta su relativo perfeccionamiento admirablemente logrado en dolorosas especializaciones, hay por encima del hombre un estado superliminar de perfecciones jamás soñadas, pero a las que nos acercamos más y más con nuestras progresivas y esforzadas rebeldías, hasta que lleguen ellas a ser nuestras en un remoto día, con el curso de los ciclos, como el recién nacido que llora en su cuna acaba haciéndose, con los años, uno de esos genios que son luz, sendero, salvación y guía de sus hermanos menores, los hombres vulgares de su época respectiva.

La ciencia que nos sirve para conseguir esto de un modo falso o, por lo menos, peligrosísimo, se llama Ciencia Oculta o Magia, porque ella es grande, y es, además, terrible arma de dos filos que, sin adecuada preparación, puede herir y matar al propio operador: el Arte Supremo para colocar a nuestro sér, de una vez para siempre, en condiciones de total aptitud mágica por encima de este nuestro mundo en el que es soberana la dicha Ciencia Mágica, se llaman Ocultismo y Yoga, o sea «la reforma interior, la divina transfiguración de nuestro propio sér por la Virtud, es decir, por el supremo conocimiento de lo que es real y de lo que es meramente ilusorio., el efectivo Gnoscete ipsum socrático, la revelación del Cristo Interior que diría San Pablo, el descenso de la Dúada de Atma—Buddhi sobre Manas para la Hipóstasis de nuestra liberación, que enseñan orientales y pitagóricos…

Por eso decíamos antes que, iniciada Helena Petrovna en una parte, al menos, de tan augustos secretos, y testigo ocular, además, de los mágicos hechos de Maestros que estaban a mil codos sobre ella, más bien fué efectivo personaje de algunas de sus espeluznantes narraciones que mera e inspirada novelista como tantos otros. En el prólogo y en los comentarios de la obra Por las grutas y selvas del Indostán, del que la presente viene a constituir un complemento, insistimos por eso también acerca del origen y de los alcances de los fenómenos mágicos de H. P. Blavatsky, poderes acerca de los cuales todos sus biógrafos, empezando por el nobilísimo Olcott, dicen, después de atestiguarlos con arreglo a las leyes de la más estrecha crítica judicial o histórica, que no la procuraron ni un solo discípulo serio; antes bien, cuantos fenómenos produjo la fueron contraproducentes, y en ellos la despiadada persecución de misioneros perversos y científicos infatuados halló la base para una fácil presa de sus fierezas y de su envidia contra ella... ¿Quién no recuerda, en efecto, la resistencia que en sus curaciones y otros milagros hizo Jesús, y la mayor aún que opuso a que se divulgasen? Blavatsky, en sus numerosos fenómenos mágicos, obró siempre contra el parecer de no pocos doctos orientales que, teniendo análogos poderes, nunca se prestaron a realizarlos, considerando que el mayor prodigio que se haga ante los ojos de hombres o de niños, por el momento nos pasma y acaba por causarnos repulsión y fastidio. Sólo una cosa no cansa jamás, que es la dulcedumbre de la conciencia serena, triunfadora de las luchas y pasiones de este bajo mundo, como de la terrible serpiente de la Luz Astral que amenaza siempre arrastrarnos al abismo, triunfaran todos los héroes de la leyenda: los Hércules, Odines, Migueles y Sigfredos…

* * *

No terminaremos este prólogo sin decir algo acerca de la génesis de esta obra y de los propósitos que en ella nos animan.

Decididos, como estamos desde hace años, a comentar, en la medida de nuestras débiles fuerzas, la obra entera de la Maestra Blavatsky, publicamos en 1918 Por las grutas y selvas del Indostán, como ensayo para los muchos mayores empeños que supone el abordar también la publicación de los comentarios a Isis sin Velo y a La Doctrina Secreta, tiempos ha comenzados por nosotros.

Pero la favorabilísima acogida dispensada a aquella publicación, no sólo por el público teosófico, sino por el literario y el científico, nos ha movido a, en cierto modo, completarla con aquellas otras obritas o artículos sueltos de la Maestra que, no por su corta extensión y su propósito aparentemente literario, dejan de tener un alto valor ocultista, como el lector habrá de convencerse en el momento que fije su vista sobre ellos. Además, los artículos en cuestión, representan una faceta importantísima del carácter y de la historia misma de la Maestra, primero, porque en ellos se muestra ésta, digna heredera de su madre, aquella insigne escritora, a quien se la denominó con justicia la Jorge Sand rusa, y a quien las empresas literarias (véase el prólogo de Por las gratas y selvas del Indostán) pagaban en las mismas condiciones que al gran Tourgenieff; segundo, porque dichos artículos teosóficos muestran, en no pocas partes, su filiación espiritista, o por mejor decir, su carácter de transición entre esta última doctrina filosófica y el concepto genuinamente teosófico con que la autora produjo e interpretó siempre los fenómenos del Espiritismo, como más al por menor puede verse, no sólo en Isis sin Velo, sino en la insustituible obra del Coronel Olcott, Historia auténtica de la Sociedad Teófica; tercero, porque, como sucede siempre, algunos de los artículos constituyen el germen de no pocos pasajes magníficos de las obras posteriores, tantas veces citadas, de la Maestra, cuando no sucedidos reales de ésta, novelados o puestos en cabeza de otro, como es tan frecuente en todos los escritores, cuya literatura, aparentemente imaginada, no es en más de una ocasión sino la glosa de emocionantes pasajes de sus propias vidas.

Así la cueva de los ecos no es sino la historieta de un hecho real que la Maestra conocía por sí o por sus aristocráticas relaciones de familia, y la idea de la Magia tántrica y sus derramamientos de sangre, tan común en toda Siberia por no decir en el mundo, late macabra en el terrorífico argumento; lo de Un Matusalén ártico, no es sino un donoso pretexto para hablar de los Protectores Invisibles o Lohengrines que nos salvan más de una vez en los trances más difíciles de nuestra vida ; protectores que lo mismo pueden actuar, como el viejo Johan del cuento, en los desiertos polares, que en los dorados salones, cual el extraño Conde de Saint Germain, del que también nos ocupamos recordando otras protecciones no menos reales como las operadas por la Maestra misma en la mano misteriosa, y en los demás casos que en nuestras notas y comentarios, nos gloriamos honradamente de consignar. Estos hechos de Magia, más comunes en el mundo de lo que a primera vista pudiera creerse, tienen también sus grados inferiores en hazañas como las de Un gossain hindú; en las de El campo luminoso y Asesinato a distancia; en las tan conocidas de los faquires, sin contar, a más, las comprendidas en la Demonología y Magia eclesiástica, pasaje que, con otros dos o tres más, hemos tomado, para completar, de Isis sin Velo, cantera inagotable de todas estas cosas, que nunca será explotada como se merece y de la cual puede decirse que se han labrado todas las obras teosóficas posteriores.

Vienen, en fin, entre estas PÁGINAS OCULTISTAS esas dos memorables novelitas a lo Poe y Hoffmann, que llevan, respectivamente, por título Una vida encantada y El alma de un violín, donde la Magia reina soberana, ya para realizar, necromante, en ésta, el crimen inspirado por la ni a la pasión de un artista loco, ya para operar, salvadora, en aquélla, el prodigio de hacer viajar el doble etéreo de un desgraciado materialista desde el Japón a Hamburgo a través de la corteza terrestre, ni más ni menos a como en las iniciaciones clásicas el doble astral del candidato era separado y proyectado a distancia de su cuerpo físico, mientras que éste yacía como muerto, ora en la cámara sepulcral de la pirámide egipcia, ora en las entrañas de la cripta iniciática, templo postatlántico; que, con sus «pinturas rupestres», empieza a descubrir la moderna paleontología. Estos dos verdaderos modelos de novela ocultista nada tienen que envidiar, salvo su extensión, á las clásicas obras de Bulwer Litton los últimos días de Pompeya, Rienzi, Zanoni y tantas otras.

Las mil apasionantes cuestiones filosóficas y prácticas así planteadas como al descuido bajo estos múltiples epígrafes, caen de lleno en el dominio de la Historia, cuando no de la Ciencia más positivista. En efecto, ¿es indiferente acaso para el Derecho penal el debatido problema llamado «de los elementales» que juegan en tantos pasajes de estas obras? ¿No llegarían a deberse transformar en médicos de cuerpos y almas, al modo pe los viejos hierofantes egipcios, nuestros actuales carceleros? ¿No llegaría? en fin, a figurar siempre el pecado, es decir, el delito de pensamiento, como elemento primordial y esencialísimo en la compleja etiología del crimen? Semejante hipótesis, digna de figurar a la cabeza de tantas otras de las diversas escuelas penales, arroja vívido rayo de luz en nuestra actual inopia jurídica.

¿Es, por otra parte, un vano asunto el tan admirablemente tratado en la resurrección de los muertos, o el tremebundo de los espíritus vampiros, para que los dejemos pasar así, a la ligera, con nuestra frivolidad acostumbrada, cuando del uno depende toda la milagrería antigua y moderna, y del otro esos problemas de las consunciones más inexplicables de la juventud, que arrebatan más vidas que la misma guerra? ¿Es tolerable siquiera, asimismo, el ambiguo y erróneo concepto que nos hemos formado acerca de la imaginación fantasía, cuando de ella depende nuestro vivir entero, desde el día en que, por imaginación o enamoramiento de nuestros padres, que no «por riguroso cálculo matemático», nos hemos visto atraídos, sin quererlo, a este despreciable mundo, y por imaginación o corazonadas, por simpatías o antipatías más o menos fantásticas, que no «por riguroso cálculo matemático también o «por cerrada argumentación escolástico—silogística, nos movemos a la continua?

No vamos a pretender, en un mundo tan ignorante y egoísta todavía el hacer pasar por hechos demostrados no pocas de nuestras aserciones ocultistas, aunque de ellas tengamos la seguridad íntima de quien las ha estudiado, meditado y aun experimentado. Pero si tenemos el derecho a que cese de una vez ese despectivo trato con que las religiones oficiales y las no menos oficiales ciencias vienen otorgando a estos asuntos, temerosas quizá, en su bien pagado entronizamiento, de que se haga «la luz, la mucha luz», pedida por Goethe al morir, acerca de cuestione vitales que acaso les convenía a entrambas el que siguiesen, si no en la sombra, en una, para ellas demasiado fructífera, penumbra. Hombres de ciencia somos, al decir de nuestros varios títulos oficiales o académicos, mal que les pese a aquéllas, y, como tales, ejercitamos la más perfecta de nuestra soberanía intelectual y moral, exponiendo honradamente al público imparcial nuestros científicos sentires, aunque, como aquel gladiador romano, con tanta oportunidad citado al final de la introducción de Isis sin Velo, tengamos que decir en previsión de nuestra derrota: Ave, Cesar, moriturus le salutat.. Es decir, tengamos que saludar hoy como a Césares en religión y Ciencia, a dos colosos de oro que, como el Nabucodonosor de la Historia, o como el Hindenburg de madera del Jardín Zoológico de Berlín, tengan apoyados sus míseros pies de barro en una siempre deleznable tierra.

Mario Roso de Luna.

LA CUEVA DE LOS ECOS

UNA HISTORIA EXTRAÑA, PERO VERDADERA

Un hacendado ruso de los Urales.—El citarista alemán y su linda hija.—El amor y la música.—Chochez de viejo y ambición de joven.— ¡Ahogado en la cavernal—El criado sospechoso.—Diez años después.—Deforme criatura. Una escena de magia nativa en la Gruta de los ecos.—El niño y el doble astral del hechicero.—Angustias de muerte. Desdoblamiento del tierno infante en la personalidad del viejo Izvertzoff.— ¡Asesinado! ¡Asesinado!—El desenlace de la tragedia.—La Policía... ordena el silencio sobre lo que jamás explicar pudo.

En una de las provincias más distantes del Imperio ruso y en una pequeña ciudad fronteriza a la Siberia, ocurrió hace más de treinta años una tragedia misteriosa. A cosa de seis verstas de la ciudad de P..., célebre por la hermosura salvaje de sus campiñas y por la riqueza de sus habitantes, en general propietarios de minas y de fundiciones de hierro, existía una mansión aristocrática. La familia que la habitaba se componía del dueño, solterón viejo y rico, y de su hermano, viudo con dos hijos y tres hijas. Se sabía que el propietario, señor Izvertzoff, había adoptado a los hijos de su hermano, y habiendo tomado un cariño especial por el mayor de sus sobrinos, llamado Nicolás, le instituyó único heredero de sus numerosos Estados.

Pasó el tiempo. El tío envejecía y el sobrino se acercaba a su mayor edad. Los días y los años habían pasado en una serenidad monótona, cuando en el hasta entonces claro horizonte de la familia se formó una nube. En un día desgraciado se le ocurrió a una de las sobrinas aprender a tocar la cítara. Como el instrumento es de origen puramente teutón, y

como no podía encontrarse maestro alguno en los alrededores, el complaciente tío envió a buscar uno y otro a San Petersburgo. Después de una investigación minuciosa, sólo pudo darse con un profesor que no tuviera inconveniente en aventurarse a ir tan cerca de la Siberia. Era un artista alemán, anciano, que compartiendo su cariño igualmente entre su instrumento y su hija, rubia y bonita, no quería separarse de ninguno de los dos. Y así sucedió que en una hermosa mañana llegó el profesor a la mansión, con su caja de música debajo del brazo y su linda Minchen apoyándose en el otro.

Desde aquel día la pequeña nube empezó a crecer rápidamente, pues cada vibración del melodioso instrumento encontraba un eco en el corazón del viejo solterón. La música despierta el amor, se dice, y la obra comenzada por la cítara fué completada por los hermosos ojos azules de Minchen. Al cabo de seis meses, la sobrina se había hecho una hábil tocadora de cítara y el tío estaba locamente enamorado.

Una mañana reunió a su familia adoptiva, abrazó a todos muy cariñosamente, prometió recordarlos en su testamento y, por último, se desahogó declarando su resolución inquebrantable de casarse con la Minchen de ojos azules. Después se les echó al cuello y lloró en silencioso arrobamiento. La familia, comprendiendo que la herencia se le escapaba, lloró también, aunque por causa muy distinta. Después de haber llorado se consolaron y trataron de alegrarse, pues el anciano caballero era amado sinceramente de todos. Sin embargo, no todos se alegraron. Nicolás, que también se había sentido herido en el corazón por la linda alemana, y que de un golpe se veía privado de ella y del dinero de su tía, ni se consoló ni se alegró, sino que desapareció durante todo un día.

Mientras tanto el señor Izvertzoff había ordenado que preparasen su coche de viaje para el día siguiente, y se susurró que iba a la capital del distrito, a alguna distancia de su casa, con la intención de variar su testamento. Aunque era muy rico, no tenía ningún administrador de sus Estados y él mismo llevaba sus libros de contabilidad. Aquella misma tarde, después de cenar, se le oyó en su habitación reprendiendo agriamente a un criado que hacía más de treinta años estaba a su servicio. Este hombre, llamado Ivan, era natural del Asia del Norte, de Kamschatka; había sido educado por la familia en la religión cristiana, y se le creía muy adicto a su amo. Unos cuantos días después, cuando la primera de las trágicas circunstancias que voy a relatar había traído a aquel sitio a toda la fuerza de la Policía, se recordó que Ivan estaba borracho aquella noche; que su amo, que tenía horror a este vicio, le había apaleado paternalmente y le habla echado fuera de la habitación, y aun se le vió dando traspiés fuera de la puerta y se le oyeron proferir amenazas. En el vasto dominio del señor Izvertzoff había una extraña caverna que excitaba la curiosidad de todo el que la visitaba. Existe hoy todavía, y es muy conocida de todos los habitantes de P... Un bosque de pinos comienza a corta distancia de la puerta del jardín y sube en escarpadas laderas a lo largo de cerros rocosos, a los que ciñe con el ancho cinturón de su vegetación impenetrable. La galería que conduce al interior de la caverna, conocida por la Cueva de los Ecos, está situada a media milla de la mansión, desde la cual aparece como una pequeña excavación de la ladera, oculta por la maleza, aunque no tan completamente que impida ver cualquier persona que entre en ella desde la terraza de la casa. Al penetrar en la gruta, el explorador ve en el fondo de la misma una estrecha abertura, pasada la cual se encuentra una elevadísima caverna, débilmente iluminada por hendiduras en el abovedado techo a cincuenta pies de altura. La caverna es inmensa, y podría contener holgadamente de dos a tres mil personas. En el tiempo del señor Izvertzolf una parte de ella estaba embaldosada, y en el verano se usaba a menudo como salón de baile en las jiras campestres. Es de forma oval irregular, y se va estrechando gradualmente hasta convertirse en un ancho corredor que se extiende varias millas, ensanchándose a trechos y formando otras estancias tan grandes y elevadas como la primera, pero con la diferencia de que no pueden cruzarse sino en botes, por estar siempre llenas de agua. Estos receptáculos naturales tienen la reputación de ser insondables.

En la orilla del primero de estos canales existe una pequeña plataforma con algunos asientos rústicos, cubiertos de musgo, convenientemente colocados, y en este sitio es donde se oye en toda su intensidad el fenómeno de los ecos que dan nombre a la gruta. Una palabra susurrada, y hasta un suspiro, es recogido por infinidad de voces burlonas, y en lugar de disminuir de volumen, como hacen los ecos honrados, el sonido se hace más y más intenso a cada sucesiva repetición, hasta que al fin estalla como la repercusión de un tiro de pistola y retrocede en forma de gemido lastimero a lo largo del corredor,

En el día en cuestión, el señor Izvertzolf había indicado su intención de dar un baile en esta cueva al celebrar su boda, que había fijado para una fecha cercana. Al día siguiente por la mañana, mientras hacía sus preparativos para el viaje, su familia le vió entrar en la gruta acompañado solamente por su criado siberiano. Media hora después Juan volvió a la mansión por una tabaquera que su amo había dejado olvidada, y regresó con ella a la gruta. Una hora más larde la casa entera se puso en conmoción por sus grandes gritos. Pálido y chorreando agua, Ivan se precipitó dentro como un loco, y declaró que el señor Izvertzoff había desaparecido, pues que no se le encontraba en ninguna parte de la caverna. Creyendo que se habla caído en el lago, se había sumergido en el primer receptáculo en su busca, con peligro inminente de su propia vida.

El día pasó sin que diesen resultado las pesquisas en busca del anciano. La Policía invadió la casa, y el más desesperado parecía ser Nicolás, el sobrino, que a su llegada se había encontrado con la triste noticia.

Una negra sospecha recayó sobre Ivan el siberiano. Había sido castigado por su amo la noche anterior y se le había oído jurar que tomaría venganza. Le había acompañado solo a la cueva, y cuando registraron su habitación se encontró debajo de la cama una caja llena de riquísimas joyas de familia. En vano fué que el siervo pusiese a Dios por testigo de que la caja le había sido confiada por su amo precisamente antes de que se dirigieran a la cueva; que la intención de su amo era hacer remontar las joyas que destinaba a la novia como regalo, y que él, Ivan, daría gustoso su propia vida para devolvérsela a su amo, si supiese que éste estaba muerto. No se le hizo ningún caso, sin embargo, y fué arrestado y metido en la cárcel bajo acusación de asesinato. Allí se le encerró, pues según la legislación rusa, no podía, al menos por aquellos tiempos, ser condenado criminal alguno a muerte, por demostrado que estuviese su delito, siempre que no se hubiese confesado culpable.

Después de una semana de inútiles investigaciones, la familia se vistió de riguroso luto, y como el testamento primitivo no había sido modificado, toda la propiedad pasó a manos del sobrino. El Viejo profesor y su hija soportaron este repentino revés de la fortuna con flema verdaderamente germánica, y se prepararon a partir. El anciano cogió su cítara debajo del brazo y se dispuso a marchar con su Minchen, cuando el sobrino le detuvo, ofreciéndose, en lugar de su difunto tío, como esposo de la linda damisela. Encontraron muy agradable el cambio, y, si causar gran ruido, fueron casados los dos jóvenes.

Transcurrieron diez años, y nos encontramos nuevamente a la feliz familia al principio de 1859. La linda Minchen se había puesto gruesa y se había hecho vulgar. Desde el día de la desaparición del anciano, Nicolás se había vuelto áspero y retraído en sus costumbres, admirándose muchos de tal cambio, pues nunca se le veía sonreír. Parecía que el único objeto de su vida era el encontrar al asesino de su tío o, más bien, hacer que Ivan confesase su crimen. Pero este hombre persistía aún en que era inocente.

Sólo un hijo había tenido la joven pareja, y por cierto que era un niño extraño. Pequeño, delicado y siempre enfermo, parecía que su frágil vida pendía de un hilo. Cuando sus facciones estaban en reposo era tal su parecido con el tío, que los individuos de la familia a menudo se alejaban de él con terror. Tenía la cara pálida y arrugada de un viejo de sesenta años sobre los hombros de un niño de nueve. Nunca se se vió reir ni jugar. Encaramado en su silla alta, permanecía sentado gravemente, cruzando los brazos de una manera que era peculiar al difunto señor Izvertzoff, y así se pasaba horas y horas inmóvil y adormecido. A sus nodrizas se les veía a menudo santiguarse furtivamente al acercarse a él por la noche, y ninguna de ellas hubiera consentido en dormir a solas con él en su cuarto. La conducta del padre para con su hijo era aún más extraña. Parecía quererlo apasionadamente y al mismo tiempo odiarlo en extremo. Muy rara vez Je besaba o acariciaba, sino que, con semblante lívido Y ojos espantados, pasaba largas horas mirándole, mientras que el niño estaba tranquilamente sentado en su rincón, con sus maneras de viejo propias de un duende. El niño no había salido nunca de la hacienda, y pocos de la familia conocían su existencia.

A mediados de Julio, un viajero húngaro, de elevada estatura, precedido de una gran reputación de excentricidad, fortuna y poderes misteriosos, llegó a la ciudad de P... desde el Norte, donde había residido muchos años. Se estableció en la pequeña ciudad en compañía de un shamano, o mago de la Siberia del Sur, con quien se decía que verificaba experimentos de magnetismo. Daba comidas y reuniones, e invariablemente exhibía a su shamano, de quien estaba muy orgulloso, para divertir a sus huéspedes. Un día los notables de P... invadieron repentinamente los dominios de Nicolás Izvertzoff solicitando les prestase su cueva para pasar una velada. Nicolás consintió con gran repugnancia, y sólo después de una vacilación aún mayor se dejó persuadir para unirse a la partida.

La primera caverna y la plataforma al lado del insondable lago estaban refulgentes de luz. Centenares de velas y de antorchas de vacilantes llamas, metidas en las hendiduras de las rocas, iluminaban aquel sitio, y ahuyentaban las sombras de ángulos y rincones en donde habían estado agazapadas, sin ser molestadas, durante muchos años. Las estalactitas de las paredes chispeaban brillantemente, y los dormidos ecos fueron repentinamente despertados por alegre confusión de risas y conversaciones. El shamano, a quien su amigo y patrón no había perdido de vista un momento, estaba sentado en un rincón, y, como de costumbre, hipnotizado, encaramado en una roca saliente a la mitad del camino entre la entrada y el agua. Con su rostro de amarillo limón, lleno de arrugas, su nariz chata y barba rala, parecía más bien un horrible ídolo de piedra que un sér humano. Muchos de la partida se apretaban a su alrededor recibiendo atinadas contestaciones a las preguntas que le dirigían, pues el húngaro sometía gustoso su «sujeto» magnetizado a los interrogatorios.

De pronto una señora hizo la observación de que en aquella misma cueva había desaparecido el señor Izvertzoff hacia diez años. El extranjero pareció interesarse en el caso, mostrando deseos de saber lo acaecido. En su consecuencia, buscaron a Nicolás entre la multitud y le condujeron delante del grupo de curiosos. Era el huésped, y le fué imposible el negarse a hacer la deseada narración. Repitió, pues, el triste relato con voz temblorosa, pálido semblante y viéndosele brillar las lágrimas en sus ojos febriles. Los asistentes se afectaron mucho, murmurando grandes elogios sobre la conducta del amante sobrino, que tan bien honraba la memoria de su tío y bienhechor. Cuando, de repente, la voz de Nicolás se ahogó en su garganta, sus ojos parecieron salir de sus órbitas y, con un gemido ronco, retrocedió tambaleándose. Todos los ojos siguieron con curiosidad su aterrada vista, que se fijó y permaneció clavada sobre una diminuta cara de bruja que se asomaba por detrás del húngaro.

—¿De dónde vienes? ¿Quién te trajo aquí, niño? balbuceó Nicolás, pálido como la muerte.

—Yo estaba acostado, papá; este hombre vino por mi y me trajo aquí en sus brazos contestó con sencillez el muchacho, señalando al shamano, al lado de quien se hallaba en la roca, y el cual seguía con los ojos cerrados, moviéndose de un lado a otro como un péndulo viviente.

—Esto es muy extraño observó uno de los huéspedes, pues este hombre no se ha movido de su sitio.

—¡Gran Dios! ¡Qué parecido tan extraordinario! —murmuró un antiguo vecino de la ciudad, amigo de la persona desaparecida.

—¡Mientes, niño! —exclamó con fiereza el padre—. Vete a la cama, éste no es sitio para ti,

—Vamos, vamos—dijo el húngaro, interponiéndose con una expresión extraña en su cara, y rodeando con sus brazos la delicada figura del niño—; el pequeño ha visto el doble de mi shamano que a menudo vaga a gran distancia de su cuerpo, y ha tomado al fantasma por el hombre mismo. Dejadlo permanecer un rato con nosotros.

A estas extrañas palabras los asistentes se miraron con muda sorpresa, mientras que algunos hicieron piadosamente el signo de la cruz, presumiendo, indudablemente, que se trataba del diablo y de sus obras.

—Y por otro lado—siguió diciendo el húngaro con un acento de firmeza peculiar, dirigiéndose a la generalidad de los concurrentes más bien que a algunos en particular—, ¿por qué no habríamos de tratar, con ayuda de mis shamano de descubrir el misterio que encierra esta tragedia? Está todavía en la cárcel la persona de quien se sospecha. ¿Cómo no ha confesado su delito todavía? Esto es seguramente muy extraño; pero vamos a saber la verdad dentro de algunos minutos. ¡Que todo el mundo guarde silencio!

Se aproximó entonces al tehuktchené, e inmediatamente dió principio a sus manipulaciones, sin siquiera pedir permiso al dueño del lugar. Este último permanecía en su sitio como petrificado de horror y sin poder articular una palabra. La idea encontró una aprobación general, a excepción de él, y especialmente aprobó el pensamiento el inspector de Policía, coronel S.

—Señoras y caballeros—dijo el magnetizador con voz suave—: permitidme que en esta ocasión proceda de una manera distinta de lo que generalmente acostumbro a hacerlo. Voy a emplear el método de la magia nativa. Es más apropiado a este agreste lugar y de mucho más efecto, como ustedes verán, que nuestro método europeo de magnetización.

Sin esperar contestación, sacó de un saco que siempre llevaba consigo, primeramente, un pequeño tambor, y después dos redomas pequeñas, una llena de un líquido y la otra vacía. Con el contenido de la primera roció al shamano, quien empezó a temblar y a balancearse más violentamente que nunca. El aire se llenó de un perfume de especias, y la misma atmósfera pareció hacerse más clara. Luego, con horror de los presentes, se acercó al tibetano, y sacando de un bolsillo un puñal en miniatura, le hundió la acerada hoja en el antebrazo y sacó sangre, que recogió en la redoma vacía. Cuando estuvo medio llena oprimió el orificio de la herida con el dedo pulgar, y detuvo la salida de la sangre con la misma facilidad que si hubiera puesto el tapón a una botella, después de lo cual roció la sangre sobre la cabeza del niño. Luego se colgó el tambor al cuello y, con dos palillos de marfil cubiertos de signos y letras mágicas, empezó a tocar una especie de diana para atraer los espíritus, según él decía.

Los circunstantes, medio sorprendidos, medio aterrorizados por este extraordinario procedimiento, se apiñaban ansiosamente a su alrededor, y durante algunos momentos reinó un silencio de muerte en toda la inmensa caverna. Nicolás, con semblante lívido como el de un cadáver, permanecía sin articular palabra. El magnetizador se había colocado entre el shamano y la plataforma, cuando principió a tocar lentamente el tambor. Las primeras notas eran como sordas, y vibraban tan suavemente en el aire, que no despertaron eco alguno; pero el shamano apresuró su movimiento de vaivén y el niño se mostró intranquilo. Entonces el que tocaba el tambor principió un canto lento, bajo, solemne e impresionante.

A medida que aquellas palabras desconocidas salían de sus labios, las llamas de las velas y de las antorchas ondulaban y fluctuaban, hasta que principiaran a bailar al compás del canto. Un viento frío vino silbando de los obscuros corredores, más allá del agua, dejando en pos de sí un eco quejumbroso. Luego una especie de neblina que parecía brotar del suelo y paredes rocosas se condensa en torno del shamano y del muchacho. Alrededor de este último el aura era plateada y transparente, pero la nube que envolvía al primero era roja y siniestra. Aproximándose más a la plataforma, el mago dió un redoble más fuerte en el tambor; redoble que esta vez fué recogido por el eco con un efecto terrorífico. Retumbaba cerca y lejos con estruendo incesante; un clamor más y más ruidoso sucedía a otro, hasta que el estrépito formidable pareció el coro de mil voces de demonios que se levantaban de las insondables profundidades del lago. El agua misma, cuya superficie, iluminada por las muchas luces, había estado hasta entonces tan llana como un cristal, se puso repentinamente agitada, como si una poderosa ráfaga de viento hubiese recorrido su inmóvil superficie.

Otro canto, otro redoble del tambor, y la montaña entera se estremeció hasta sus cimientos, con estruendos parecidos a los de formidables cañonazos disparados en los inacabables y obscuros corredores. El cuerpo del skamano se levantó dos yardas en el aire y, moviendo la cabeza de un lado a otro y balanceándose, apareció sentado y suspendido como una aparición. Pero la transformación que se operó entonces en el muchacho heló de terror a cuantos presenciaban la escena. La nube plateada que rodeaba al niño pareció que le levantaba también en el aire; mas, al contrario del shamano, sus pies no abandonaron el suelo. El muchacho principió a crecer como si la obra de los años se verificase milagrosamente en algunos segundos. Se tornó alto y grande, y sus seniles facciones se hicieron más y más viejas, a la par que su cuerpo. Unos cuantos segundos más, y la forma juvenil desapareció completamente, absorbida en su totalidad por otra individualidad diferente y con horror de los circunstantes, que conocían su apariencia, esta individualidad era la del viejo Sr. Izvertzoff, quien tenía en la sien una gran herida abierta, de la que caían gruesas gotas de sangre.

El fantasma se movió hacia Nicolás, hasta que se puso directamente enfrente de él, mientras que éste, con el pelo erizado y con los ojos de un loco, miraba a su propio hijo transformado inesperadamente en su tío mismo. El silencio sepulcral fué interrumpido por el húngaro, quien, dirigiéndose al niño—fantasma, le preguntó con voz solemne:

—En nombre del gran Maestro, de Aquel que todo lo puede, contéstanos la verdad y nada más que la verdad. Espíritu intranquilo, ¿te perdiste por accidente, o fuíste cobardemente asesinado?

Los labios del espectro se movieron, pero fué el eco el que contestó en su lugar, diciendo con lúgubres resonancias:

—¡Asesinado! ¡Asesinado! ¡A—se—si—na—do!...

—¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por quién? —preguntó el conjurador.

La aparición señaló con el dedo a Nicolás, y sin apartar la vista ni bajar el brazo se retiró, andando lentamente de espaldas y hacia el lago. A cada paso que daba el fantasma, Izvertzoff el joven, como obligado por una fascinación irresistible, avanzaba un paso hacia él, hasta que el espectro llegó al lago, viéndosele en seguida deslizarse sobre su superficie. ¡Era una es cena de fantasmagoría verdaderamente horrible!

Cuando llegó a dos pasos del borde del abismo de agua, una violenta convulsión agitó el cuerpo del culpable. Arrojándose de rodillas se agarró desesperadamente a uno de los asientos rústicos y, dilatándose sus ojos de una manera salvaje, dió un grande y penetrante grito de agonía. El fantasma entonces permaneció inmóvil sobre el agua y, doblando lentamente su dedo extendido, le ordenó acercarse. Agazapado, presa de un terror abyecto, el miserable gritaba hasta que la caverna resonó una y otra vez:

—¡No fuí yo..., no; yo no os asesiné!

Entonces se oyó una caída; era el muchacho que apareció sobre las obscuras aguas luchando por su vida en medio del lago, viéndose a la inmóvil y terrible aparición inclinada sobre él.

—¡Papá, papá, sálvame... que me ahogo!... —exclamó una débil voz lastimera en medio del ruido de los burlones ecos.

—¡Mi hijo! —gritó Nicolás con el acento de un loco y poniéndose en pie de un salto—. ¡Mi hijo! ¡Salvadlo!¡Oh! ¡Salvadlo!... ¡Sí, confieso!... ¡Yo soy el asesino!... ¡Yo fuí quien le mató!

Otra caída en el agua, y el fantasma desapareció. Dando un grito de horror los circunstantes se precipitaron hacia la plataforma; pero sus pies se clavaron repentinamente en el suelo al ver, en medio de los remolinos, una masa blanquecina e informe enlazando al asesino y al niño en un estrecho abrazo y hundiéndose lentamente en el insondable lago.

A la mañana siguiente, cuando, después de una noche de insomnio, algunos de la partida visitaron la residencia del húngaro, la encontraron cerrada y desierta. Él y el shamano habían desaparecido. Muchos son los habitantes de P.., que recuerdan el caso todavía. El Inspector de Policía, Coronel S., murió algunos años después en la completa seguridad de que el noble viajero era el diablo. La consternación general creció de punto al ver convertida en llamas la mansión Izvertzoff aquella misma noche. El Arzobispo ejecutó la ceremonia del exorcismo; pero aquel lugar se considera maldito hasta el presente. En cuanto al Gobierno, investigó los hechos y... ordenó el silencio.