Pasado amor - Horacio Quiroga - E-Book

Pasado amor E-Book

Horacio Quiroga

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Beschreibung

Pasado amor es una novela de Horacio Quiroga que aborda el tema de los triángulos amorosos. Describe la relación entre Morán, Magdalena y Alicia, enfocado desde el prisma de la pasión ardorosa, la incapacidad de escapar del destino, la muerte omnipresente o la necesidad de amar y ser correspondido. Un libro de atmósferas, pasiones y sensibilidades.-

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Horacio Quiroga

Pasado amor

 

Saga

Pasado amor

 

Copyright © 1929, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726568165

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

Lo que menos esperaban Aureliana y sus hijas, en aquel mediodía de mayo, era ver detenerse ante el portón al break que llegaba del puerto, y descender de él a su patrón Morán. Las chicas corrieron de un lado para otro, gritando todas la misma cosa a su madre, que a su vez se hallaba bastante aturdida; de modo que cuando acudían todas presurosas al molinete, ya Morán lo había transpuesto y se dirigía a ellas con aquella clara y franca sonrisa que constituía su atractivo mayor.

— El patrón... ¡qué bueno! —exclamaba Aureliana por único, tímido y cariñosísimo comentario.

— Pensé escribirle —dijo Morán— avisándole que llegaría de un momento a otro, pero ni aun a último momento estaba seguro de que vendría... ¿Y por aquí, Aureliana? ¿Sin novedad?

— Ninguna, señor. Las hormigas, solamente...

— Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora aprónteme el baño. Nada más.

— ¿Pero no va a comer, señor? No tenemos nada; pero Ester puede ir de una corrida al boliche...

— No, gracias. Café solamente, en todo caso.

— Es que no tenemos café.

— Mate, entonces. No se preocupe Aureliana.

Y con un breve silbido a una de las chicas, silbido cuya brusquedad atemperaba la amistad de los ojos, Morán indicó su valija de mano que había quedado sobre el molinete, y esperó a que Aureliana volviera con las llaves del chalet.

Hacía dos años que faltaba de allí. Desde la curva ascendente del camino, su casita de piedras quemadas, su taller y el mismo rojo vivo de la arena, habíanle impresionado mal. De espaldas a la puerta descascarada por dos años de sol, la impresión se afirmaba hasta oprimirle casi de soledad, bajo el gran cielo crudo y silencioso que lo circundaba. Un mediodía de Misiones vierte demasiada luz sobre el paisaje para que éste pueda adquirir un color definido.

Aureliana y las llaves llegaban por fin.

— ¿Ha abierto de vez en cuando las puertas? —preguntó Morán.

— Sí, señor; todos los meses. Sacábamos la ropa afuera, y la retirábamos antes que cayera el rocío. Lo que nos molestaba eran las goteras. Hay tres o cuatro, como usted recordará, señor...

— Sí, me acuerdo... —respondió Morán.

Dejó su valija y entrando en su casa abrió las ventanas. El sol inundó las piezas con una brusquedad tal, que se hubiera creído que la soledad de las cosas, sorprendida de improviso, acaba de ocultar algo, ofreciendo ahora un aspecto muy distinto del que guardaba un instante atrás.

Morán echó una larga mirada a todo, con un semblante de apariencia impasible. Aureliana, en la puerta y con el llavero en la mano, se mantenía inmóvil, haciendo señas a las chicas para que no hicieran ruido. Pero su patrón acababa de decirle que tampoco tomaría mate, y salió seguida por el tropel de sus chicos descalzos.

II

Morán deseaba cambiar de ropa; pero también quería estar solo.

¡Misiones! Había salido de él creyendo no volver en muchos años. Y ahora, apenas dos transcurridos, regresaba sin que nadie, ni él mismo, lo esperara. Su vista vagaba todavía por el interior de su casa. Esa era la casa suya: lo sabía él muy bien. Y lo que efectivamente se había recogido en los rincones al hacer Morán brusca luz, era el espectro de su felicidad.

Aunque su dormitorio había sido transformado en los últimos días de su estancia allá, sus ojos, orientados sostenidos por su memoria, veían siempre la cama de matrimonio en el lugar donde lucía ahora un piso muy lavado. Y si no quedaba en él huella alguna de sus pasos, sabía bien que si cerraba los ojos podría hacer el trayecto, sin errar un milímetro, que salvó cien veces por noche los últimos días de la enfermedad de su mujer.

No puede decirse que Morán reviviera su martirio de entonces, pues no estérilmente el dolor ha golpeado sin piedad sobre las más agudas aristas del corazón. El amor de Morán había pagado su tributo al tiempo, y nada le debía ya. Lo que parecía haber guardado la casa para lanzarlo a su encuentro apenas hiciera luz él, era el bloque de recuerdos ligados a cada puerta, a cada clavo de la pared, a cada tabla del piso. Surgían ahora, no a amargarle el alma, sino a recordarle, en un conjunto simultáneo y como fotográfico, sus grandes horas de dolor.

Morán no había conocido la naturaleza sino a los treinta años. Pero del mismo modo que se descubre una vocación artística ante un cuadro, Morán descubrióse una vocación natural para vivir al aire libre, libre de trabas para los ojos, los pasos y la conciencia.

Rompió sin esfuerzo con su vida de ciudad y se instaló en Misiones a cultivar yerba, menos por esperanza de lucro que por necesidad de acción. Había concretado sus ambiciones de riqueza en ganar lo necesario para ser libre, y nada más.

Mientras se construía su casita de piedra, bajó por unos meses a Buenos Aires, de donde regresó casado a inaugurar su chalet. No podía haber elegido Morán una mujercita más adorable y de mayor incomprensión para la vida que él llevaba y que amaba por sobre todas las cosas. Su matrimonio fue un idilio casi hipnótico, en el que él puso todo su amor, y ella toda su desesperada pasión. Fuera de eso, nada había de común entre ellos. Y como el destino tiene previsiones fatales, cortó aquel idilio al año justo de haberse anudado.

Cuando Lucila había quedado encinta, Morán resolvió llevarla a Buenos Aires, o por lo menos a Posadas. ¡Qué recursos podía ofrecer un lugar como Iviraromí, cuyas comadronas indígenas no hablaban sino guaraní, y rezaban después de 150 años de expulsión jesuítica, sus avemarías en latín!

Lucila se opuso. Lo que afrontaba su marido en su ruda vida de hombre, podía afrontarlo ella también con sus fuerzas de mujer. Morán razonó, rogó —aunque profundamente halagado por el valor de Lucila. Ella resistió, con un entusiasmo y una fe rayanos en el espanto, y el desastre se verificó. Después de quince días de fiebre, letargo, alucinaciones horribles, Lucila abandonó la vida.

Morán quedó solo en el centro de un paisaje que parecía haber guardado, hasta en los últimos postes del alambrado, la impresión de su mujer. ¡Y en su alma! Remordimiento, sentimiento de abuso, de trasplante criminal, de martirio salvaje impuesto a una criatura de 18 años, so pretexto de amor. Él se había creído muy fuerte con la vida, y muy tierno en el amor. Allí estaban las consecuencias.

Dejó su casa al cuidado de Aureliana, y remontó el Paraná hasta la proximidad del Guayra, donde el rebaje de su conciencia lo acompañó sin tregua y sin abandonarlo, entre silbido y silbido y tiro de winchester.

Sintiéndose incapaz de resistir en la soledad aquella depresión moral que el ambiente cómplice sostenía y excitaba, tomó el vapor de regreso a Buenos Aires, pasando a lo largo del río por Iviraromí, con el alma empequeñecida y sucia.

Pero el tiempo, que calma los dolores, arrastra también consigo los errores de la conciencia.

Al cabo de dos años Morán, como acabamos de verlo, regresaba a Misiones, calmado y tranquilo.

III

Ya refrescado, el dueño de casa salió del chalet y pidió a Aureliana las llaves del taller. Las chicas habían rodeado otra vez a su madre para contemplar al patrón.

— ¡El patrón!... —repetía de nuevo Aureliana ante el aspecto de Morán.

En efecto, volvía ella a ver cruzar ante sí al hombre de camisa arremangada hasta el codo y de botas, cuyo continente podía decirse que "no admitía réplica". En los primeros tiempos de prestar servicios en la casa, Aureliana se atemorizó no poco ante el aire de su patrón, que no era de altivez ni de orgullo, y sí apenas de impasible seguridad. Era todo él, semblante, estatura y paso, la expresión acabada del carácter. Chacoteaba y reía como todo el mundo; pero aun riéndose, se notaba que aquel hombre lo hacía por un motivo cabal, sin que la risa le hiciera perder un átomo de su personalidad. Su rostro, diaria y prolijamente afeitado, fuerte de mentón, acentuaba esta impresión de energía con sus duras líneas de efigie antigua. Pero la característica de su persona era el contraste que ofrecía la dureza de su expresión en conjunto con la suavidad de su mirada. Causaba asombro ver sonreír por primera vez a Morán; cualquier cosa podía esperarse de aquel hombre tallado física y moralmente en acero, menos la dulzura de sus ojos cuando sonreía. Y esto, si se pensaba en lo poco agradable que debían ser aquellos mismos ojos dominados por la ira, explicaba en gran parte la singular atracción que ejercía Morán sobre aquellos a que alcanzaba su órbita de influencia.

Aureliana, naturalmente, la había sentido, dejándose arrastrar por ella con los ojos cerrados.

Las mismas brusquedades de Morán, muy duras de soportar a veces, parecían indispensables y justas en su patrón.

También la sentían sus chicas. Inmóviles y mudas cuando él las hallaba en su camino o les dirigía la palabra, no apartaban sus ojos de los suyos, a la espera del menor indicio de broma; y apenas la gravedad de aquella expresión se disolvía en la sonrisa que conocemos, las criaturas resplandecían de felicidad, sintiéndose ampliamente pagadas, con ese solo instante, de la dureza habitual en su patrón.

En el taller, y por primera vez desde que franqueara el molinete, Morán se sintió en su casa. Aquello era suyo, sin mezcla alguna de afectos. Todo le hablaba a él sólo, sólo a él recordaba. Y su alma, a la vista del banco de carpintero, de la mesa de mecánica, de su horno, acababa de abrirse en una sonrisa semejante a la de su rostro. Aquellas herramientas manchadas de su sudor le habían esperado fieles, y a él sólo, colgadas en sus ringleras para comenzar de nuevo el trabajo.

Pero si las de carpintería permanecían en su lugar, no pasaba lo mismo con las herramientas de mecánica, que se entrecruzaban hacinadas en un rincón de la mesa.

— Yo las descolgué, señor —explicó Aureliana—, a causa de las goteras.

— Pero yo dejé tachos sobre la mesa —advirtió Morán.

— Sí señor, había, pero los ratones los cambiaban de lugar por la noche. Hay demasiados, señor. Entonces descolgué las herramientas y las junté en un rincón.

Morán echó una ojeada al techo, cuya primera cubierta de tablillas, revestida luego de chapas coloradas, le recordaba no pocas desazones.

En efecto, las ratas —o ratones, como dicen allá— se guarecían en el espacio que mediaba la guerra sin cuartel declarada por Morán a las ratas se había estrellado siempre contra esa trinchera en lo alto, que iban a reforzar sus muestrarios de arpilleras teñidas y sus papeles y cuerdas de amianto.

— ¿Y el mate, señor?

— No, gracias; no tengo ganas. Haga traer café del boliche, y tuéstelo. Cuando vuelva me lo prepara.

Y con sus ahumados anteojos de carrera que Morán solía usar en las horas de gran luz, bajó la ladera del cerro costeando el bananal y entró en el monte, gozando nerviosamente la delicia de sentir de nuevo su mano adherida al puño del machete.

Caía ya la noche cuando Morán salió del bosque, la frente sudorosa y los anteojos en la mano. Durante tres horas habíase sentido feliz, a modo de un animal prisionero a quien se suelta por fin en su cueva, y que después de tres horas de deliciosos roces en la oscuridad, asoma la cabeza a olfatear la selva.

La naturaleza de Morán era tal, que no sentía nada de lo que una separación total de millones de años ha creado entre la selva y el hombre. No era en ella un intruso, ni actuaba como espectador inteligente. Sentíase y era un elemento mismo de la naturaleza, de marcha desviada, sin ideas extrañas a su paso cauteloso en el crepúsculo montés. Era un cinco—sentidos de la selva, entre la penumbra indefinida, la humedad hermana y el silencio vital.

Habíase reencontrado. Ascendía ahora a lento paso la falda del cerro dorado por los últimos rayos de sol, y cuando llegó a su casa vio, como en los tiempos que era soltero, la mesita puesta en medio del patio de arena, bien destacada a esa hora por el macizo de bambúes que le servía de fondo.

— Ya está la comida, señor —salióle al encuentro su sirvienta—. Pero si quiere el café ahora mismo, tengo el agua bien hirviendo...

— Después, Aureliana.

— Ya está pronto el baño. ¿Vio el yerbal, señor?

— No, no alcancé hasta allá. ¿Mucho yuyo?

— Barbaridad, señor... Pura capuera. No se ve una sola mata de yerba.

— También arreglaremos eso.

Y cuando llegaba al césped, sacándose ya la camisa empapada.

— ¡Ah!, me olvidaba —exclamó Aureliana—. Estuvo don Salvador a verlo, hace un momento.

— ¿Quién? —se detuvo Morán, cogido de improviso.

— Don Salvador Iñiguez. No quiso bajar... Dijo que mañana o pasado volvería.

Morán se encogió de hombros y prosiguió quitándose la camisa.