Pasión en Roma - Secretos en Las Vegas - Apostar por la seducción - Kate Hardy - E-Book

Pasión en Roma - Secretos en Las Vegas - Apostar por la seducción E-Book

Kate Hardy

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Beschreibung

Pasión en Roma ¿Sería capaz de recuperarla? Rico Rossi era un rico propietario de una cadena de hoteles. Cuando Ella Chandler, una preciosa turista inglesa, lo confundió con un guía turístico, no pudo resistirse a la tentación de seguir de incógnito y de enseñarle todas las maravillas de Roma. Ella estaba asombrada con la intensidad del deseo que había surgido entre ellos y, cuando llegó el momento de dejar la Ciudad Eterna, le costó despedirse de su amante italiano. Luego, descubrió que Rico le había mentido... y él tenía que demostrarle que la quería. Secretos en Las Vegas Aparentar no tener principios le servía para ocultar su faceta de bienhechor, pero ella se dio cuenta de cómo era realmente Dominic Mercado cultivaba su imagen de rico mujeriego desaprensivo adrede, le servía de tapadera para ayudar a mujeres en situaciones desesperadas sin que nadie se enterase. Pero el artículo que la prestigiosa periodista Meredith Forrester estaba a punto de escribir le delataría. Hacía muchos años que Meredith, amiga íntima de su hermana, le gustaba. Pero ahora, entre secretos y una irresistible atracción mutua, ¿iba Dominic a atreverse a revelar la verdad a Meredith y arriesgarlo todo? Apostar por la seducción ¿Ganaría aquella apuesta? Constance Allen era seria, formal e inocente. La intachable auditora tenía como objetivo asegurarse de que las finanzas del casino New Dawn estuvieran fuera de toda sospecha y, de paso, conseguir un ascenso... hasta que John Fairweather, el millonario propietario del casino, la sedujo con su encanto irresistible. Aquel conflicto de intereses hacía peligrar su trabajo, pero Constance era incapaz de controlarse. John no esperaba que su pequeño coqueteo con la auditora se volviera súbitamente tan serio. Sin embargo, la investigación sacó a la luz a un culpable inesperado, amenazando aquel romance.

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Seitenzahl: 486

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 555 - enero 2025

© 2012 Pamela Brooks

Pasión en Roma

Título original: The Hidden Heart of Rico Rossi

© 2021 Kira Bazzel

Secretos en Las Vegas

Título original: Secrets, Vegas Style

© 2014 Jennifer Lewis

Apostar por la seducción

Título original: A High Stakes Seduction

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013, 2022 y 2015

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1074-555-1

Índice

 

Créditos

Apostar por la seducción

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Secretos en Las Vegas

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Epílogo

Apostar por la seducción

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro...

Capítulo Uno

Ella Chandler cruzó el vestíbulo del hotel y se detuvo junto al mostrador de recepción. Estaba tan contenta que creía estar soñando. Iba a conocer Roma, la Ciudad Eterna; el lugar que la había cautivado desde la infancia.

–Mi scusi? –dijo en italiano–. Estoy buscando al guía turístico que…

–Sí, signora Chandler. Soy yo.

Ella se quedó atónita cuando se dio la vuelta para mirar al hombre que la había interrumpido. Más que un guía, parecía un modelo. Alto y de cabello negro, tenía unos ojos oscuros de pestañas asombrosamente largas y la boca más apetecible que había visto en toda su vida.

–Ah, hola… –acertó a decir–. Buongiorno.

El guía se acercó y le estrechó la mano. Fue un gesto inocente, pero el contacto de su piel le gustó tanto que Ella se maldijo para sus adentros. No podía reaccionar de esa forma ante un desconocido que, por otra parte, estaría acostumbrado a que las turistas inglesas cayeran rendidas a sus pies.

–Encantado de conocerla, signora Chandler –replicó–. Por cierto, me llamo Rico.

–Y yo, Ella.

–Ella…

La voz del guía sonó sensual como una caricia. Ella tuvo que recordarse que no era una adolescente, sino una mujer de veintiocho años; y que los hombres como Rico solían ser una bonita fachada sin sustancia alguna.

–¿Nos vamos? –continuó él.

–Por supuesto.

Mientras caminaban hacia la puerta, Ella lo observó con atención. El guía trabajaba para el hotel, pero no llevaba uniforme. Se había puesto una camisa blanca, por cuyo cuello abierto se veía una sombra de vello, y la había conjuntado con unos chinos de color ocre y unas zapatillas náuticas, perfectas para dar un largo paseo por la ciudad.

–¿Es la primera vez que visita Roma?

Ella le dedicó una sonrisa tensa.

–Sí.

–Y supongo que querrá visitar los lugares más importantes…

–En efecto –dijo–. Me gustaría ver el Foro, la escalinata de la Plaza de España y la Fontana de Trevi.

–Bene. En tal caso, empezaremos por el Coliseo. Es lo que está más cerca del hotel y, además, las colas son relativamente cortas a esta hora.

Al salir del hotel, Ella tuvo que frenarse para no darse un pellizco. Por fin, después de tantos años de espera, había reunido el dinero necesario para viajar a la ciudad de sus sueños.

–Siempre quise venir a Roma, ¿sabe? –le confesó–. Desde que vi una fotografía del Coliseo cuando era niña… Puede que no esté entre las siete maravillas del mundo, pero para mí lo está.

Rico asintió y le empezó a contar la historia del Coliseo. Ella se fue relajando a medida que avanzaban y, cuando vio el gigantesco monumento al final de la calle, se detuvo en seco y suspiró.

–Me parece increíble que hace un segundo estuviéramos en un lugar lleno de tiendas y edificios modernos y que ahora…

Rico se encogió de hombros.

–No se deje engañar por las apariencias. Hasta los edificios modernos de esta ciudad se levantan sobre restos antiguos.

A Ella le sorprendió su tono de voz, algo desdeñoso; al parecer, estaba tan acostumbrado a vivir en Roma que no compartía su entusiasmo. Pero se concentró en la majestuosidad de las vistas y agradeció que Rico no rompiera la magia del momento con más explicaciones.

Rico miró a Ella Chandler con admiración. De piel pálida, cabello castaño claro y ojos entre azules y grises, le pareció tan bonita como un ángel de Botticelli. Sobre todo, porque se comportaba como si no fuera consciente de su belleza; y porque la suya era una belleza natural.

Pero su ángel también era un enigma; aunque había reservado la suite nupcial, había llegado sola y se había registrado como señorita Chandler, no como señora Chandler. ¿Sería posible que su viaje a Roma fuera originalmente un viaje de luna de miel? ¿La habría abandonado su prometido? ¿Habría tomado la decisión de aprovechar la reserva y viajar sola?

Rico sacudió la cabeza y se dijo que no era asunto suyo. Estaba allí para hacer un trabajo. Lo habían contratado para revisar los servicios de la cadena de hoteles Rossi y asegurarse de que estaban a la altura de las necesidades de sus clientes. Un objetivo que, en ese momento, implicaba hacer de guía, llevarla al interior del Coliseo y ofrecerle la visita que había soñado durante tantos años.

–Vaya, no esperaba ver gladiadores y emperadores por todas partes… –declaró ella con una sonrisa.

Rico se fijó en los personajes disfrazados que deambulaban por los alrededores y asintió.

–Sí, dan un toque divertido al lugar. Pero haga como si no estuvieran. Si se hace una fotografía con ellos, le sacarán hasta el último céntimo.

–Ah, ¿no forman parte de la visita al Coliseo? –preguntó, aparentemente decepcionada.

–No, trabajan por su cuenta; y pueden ser muy pesados… Aunque con usted no lo serán.

–¿Por qué?

–Porque está conmigo –respondió, sonriendo–. Y, por supuesto, estaré encantado de hacerle tantas fotografías como quiera. Forma parte de mi trabajo.

–Gracias.

Tras pagar las entradas, Rico la llevó al interior del Coliseo. Le enseñó las gradas, le contó dónde se sentaban los distintos grupos sociales y le sacó varias fotografías. Ella estaba tan contenta que terminó por contagiarle su entusiasmo. Y, de repente, el Coliseo dejó de ser un edificio que estaba harto de ver y se transformó en lo que era, un lugar verdaderamente espectacular.

Rico sintió envidia de la capacidad de Ella para asombrarse. Aunque solo tenía treinta años, había vivido mucho y había perdido la mirada limpia y apasionada de aquella mujer.

Pero ese era el menor de sus problemas. No tenía tiempo para disfrutar de la vida. Tenía un imperio que dirigir.

–Acompáñeme, signora Chandler. Le enseñaré mi vista preferida del Coliseo.

Rico la sacó del edificio y la llevó hasta el Arco de Constantino.

–Es precioso –dijo ella–. Mucho más de lo que había imaginado…

–¿Quiere que le enseñe el Foro?

–Ah, el lugar donde Marco Antonio pronunció su discurso, según Shakespeare…

Rico soltó una carcajada.

–Sí, bueno… la mitad de los guías repiten ese discurso como si fueran loros.

–¿Usted incluido?

Ella sonrió y Rico se quedó tan fascinado con los hoyuelos de sus mejillas que tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en el trabajo. Ella Chandler era un cliente. Estaba fuera de su alcance. Y en cualquier caso, no se parecía a las mujeres que le gustaban: mujeres altas, esbeltas y refinadas que conocían las normas de una relación pasajera y evitaban las exigencias emocionales.

–No –contestó–. Pero si quiere, lo puedo intentar.

–¿Podría hacerlo yo?

Él le devolvió la sonrisa.

–Por supuesto. Si me presta su cámara, grabaré el momento para que se lo pueda enseñar a sus amigos de Inglaterra.

–Se lo agradezco mucho…

–No me lo agradezca, signora Chandler. Estoy aquí para su experiencia en Roma sea lo más divertida posible.

Sus dedos se rozaron cuando Ella le dio la cámara. Fue un contacto leve, pero suficiente para que Rico se estremeciera y se quedara asombrado con la intensidad de su propia reacción. Era la primera vez que una mujer le causaba un efecto tan intenso e inmediato.

A pesar de ello, sacó fuerzas de flaqueza y grabó el discurso en vídeo. Luego, le devolvió la cámara y dijo:

–Tiene una voz preciosa.

Ella se ruborizó y él se preguntó si se ruborizaría del mismo modo al hacer el amor.

–Gracias…

Rico apartó la mirada. Ella Chandler era la mujer que más le había gustado en los tres años que llevaba como presidente de los hoteles Rossi, pero también era un cliente. Y por otra parte, no tenía tiempo para aventuras amorosas.

Mientras caminaban hacia Via Nova, ella se fijó en las flores moradas de las glicinias que crecían por todas partes y volvió a sonreír.

–¿Quiere que le haga una fotografía? –preguntó él.

–Claro…

Rico se arrepintió de haberse ofrecido. Mientras le sacaba las fotos, se imaginó besándola junto a aquellas mismas flores, en una cálida noche. Y se empezó a poner nervioso. No entendía lo que le estaba pasando.

Desesperado, le preguntó lo primero que se le pasó por la cabeza. Necesitaba reconducir la situación; hablar de algo neutral y recuperar el control de sus pensamientos, que parecían obsesionados con aquella mujer.

–¿A qué se dedica, signora Chandler?

–Soy contable.

–¿Le gusta su trabajo?

Ella se encogió de hombros.

–Bueno… es un trabajo seguro.

Rico la miró con detenimiento y pensó que, siendo contable, pasaría mucho tiempo sentada y no estaría acostumbrada a caminar. Además, no parecía de la clase de mujeres que iban al gimnasio o salían a correr. Si quería seguir con la visita turística, sería mejor que descansara un poco.

–¿Qué le parece si hacemos un descanso y vamos a comer?

–Buena idea. Estoy hambrienta…

Rico la llevó a una osteria donde se comía bien y se sentó con ella en la terraza, bajo una parra que los protegía del sol.

–Esto es fabuloso –dijo Ella–. No sabía que Roma fuera tan verde…

–¿Qué esperaba?

–No lo sé; supongo que la imaginaba como Londres, con pocos árboles y unos cuantos monumentos esparcidos por el centro. Pero Roma es tan distinta, tan especial… está llena de historia y de zonas verdes –respondió.

–Me alegra que le guste.

–Y me han encantado las glicinias del Foro…

Rico pensó que, si las glicinias le habían gustado, se volvería loca con los lilos del parque Borghese; pero estaba demasiado lejos para ir ese día.

Entonces, se le ocurrió una locura: seguir siendo el guía de Ella Chandler. A fin de cuentas, llevaba varios meses sin tomarse un día libre y no tenía nada importante que hacer; nada que no pudiera anular o retrasar. Además, sabía que Ella se iba a quedar tres noches en Roma y que no se había apuntado a ninguno de los recorridos turísticos del día siguiente.

–Permítame que le invite a comer –declaró ella de repente–. No me parece justo que malgaste su sueldo de guía con una turista.

Rico se quedó atónito. Evidentemente, Ella sabía que los guías ganaban poco y le preocupaba que la hubiera llevado a un sitio de aspecto caro. Pero él no era guía. Y no iba a permitir que lo invitara a comer.

–No se preocupe por eso. Corre a cuenta del hotel –mintió.

Mientras hablaba, Rico se acordó de que no llevaba dinero en efectivo, lo cual era un problema. Si sacaba su tarjeta de crédito, una platinum, Ella se daría cuenta de que no estaba con un simple empleado del hotel. Tendría que hablar con el camarero y pedirle que le cobrara en la barra del bar, para que no viera su tarjeta.

–¿Está seguro de eso? –preguntó, extrañada.

–Absolutamente.

–Está bien… ¿Qué me recomienda para comer?

–Eso depende de lo que le guste.

Ella sonrió.

–¿Hay algo en el menú que sea típicamente romano?

Rico echó un vistazo rápido a la carta.

–Sí, el cacio e pepe… son espagueti con queso pecorino y salsa de pimienta negra.

–Suena bien. Lo probaré.

–En ese caso, yo pediré lo mismo.

Rico llamó al camarero y le pidió los dos platos y una ensañada para acompañar. A continuación, se giró hacia ella y dijo:

–¿Prefiere vino tinto? ¿O blanco?

–Blanco, por favor. Pero solo una copa… no estoy acostumbrada a beber.

Rico sonrió y miró al camarero:

–Traiga dos copas de vino blanco y agua.

Minutos después, el camarero les llevó la bebida y una cesta con pan al romero. Ella quiso alcanzar un pedazo al mismo tiempo que él y sus dedos se volvieron a rozar.

Rico se estremeció.

Definitivamente, ninguna mujer le había afectado tanto como Ella Chandler. De haber podido, la habría tomado entre sus brazos y la habría besado.

–¿Hace mucho que trabaja para el hotel?

Rico asintió. Llevaba tres años en la presidencia de la cadena hotelera, pero había trabajado desde los catorce y había realizado casi todos los trabajos, desde limpiar habitaciones a tomar decisiones de carácter estratégico.

–Sí, bastante.

–¿Y tiene familia en Roma?

La pregunta de Ella lo dejó descolocado durante unos momentos. Sus abuelos eran lo más parecido que tenía a una familia; lo habían salvado del desastre matrimonial de sus padres, le habían dado su afecto y lo habían preparado para dirigir la cadena hotelera, a sabiendas de que su único hijo, el padre de Rico, carecía de las habilidades necesarias.

–Sí, mis abuelos viven aquí –contestó al final.

Durante los minutos siguientes, Rico se las arregló para derivar la conversación hacia terrenos menos pantanosos. Y cuanto más hablaban, más le gustaba su acompañante. Ella era especial. No se parecía nada a sus últimas novias; no era mujer de champán francés y joyas caras, sino de placeres tan sencillos como disfrutar de unos espagueti.

Después de comer, Rico decidió sacarse otro as de la manga. En lugar de llevarla al Panteón de Agripa por la parte delantera, la llevó por detrás para que se quedara atónita cuando salieran a la Piazza de la Rotonda. Y el truco tuvo éxito. Ella se quedó boquiabierta ante las enormes columnas del templo circular.

–Oh, ¡es increíble!

Rico sonrió y guardó silencio.

–¡Y fíjese en esas puertas! ¡Son enormes!

–Se supone que son las originales, pero las han restaurado tantas veces que no debe quedar mucho del material original –explicó él.

El asombro de Ella se volvió fascinación pura en el interior del edificio, cuando vio la gigantesca cúpula y el gran óculo del centro, por donde entraba la única fuente de luz.

–Es una verdadera maravilla.

Rico volvió a sonreír. Había visto el Panteón de Agripa muchas veces, y se creía inmune a su belleza; pero al igual que en el Coliseo, el entusiasmo de Ella le resultó tan contagioso que fue como si lo viera por primera vez.

Al salir del Panteón, se dirigieron a la Plaza de España. Rico supuso que le parecería poca cosa en comparación con lo que acababa de ver, y no se equivocó. Ella miró la escalinata de mármol blanco como si fuera lo más normal del mundo.

–Dentro de un par de semanas, cuando las azaleas echen flores, estará mucho más bonita –declaró él.

Ella arrugó la nariz.

–Oh, discúlpeme… es que esperaba que fueran más…

–¿Especiales?

–Sí, supongo que sí.

–Solo son unas escaleras donde los turistas se sientan a descansar. Pero la plaza de arriba está muy bonita los fines de semana. Se llena de pintores.

Ella alzó la mirada, como imaginando la escena.

–Bueno, sígame –continuó Rico–. La Fontana de Trevi le va a encantar… le aseguro que está a la altura de su reputación.

Ella siguió a Rico y, poco después, tras abrirse paso entre la multitud, se encontraron ante la famosa fuente.

–Es asombrosamente blanca –declaró ella, radiante de alegría–. Y los caballos parecen tan reales como si no fueran de piedra, sino de verdad… ¿Puede hacerme una foto mientras echo una moneda al agua?

–Por supuesto.

Rico la acompañó y le hizo la fotografía.

–¿Tengo que echar más? Recuerdo haber visto una película donde echaban tres monedas…

Él sacudió la cabeza.

–No, no es necesario. Supongo que se refiere a Tres monedas en la fuente; pero eran tres porque contaba la historia de tres amigas.

–¿Ah, sí? Yo pensaba que… bueno, no importa –dijo con nerviosismo–. Olvídelo.

Rico sonrió para sus adentros. Existía una leyenda que quizás explicaba el nerviosismo de Ella Chandler: quien echaba una moneda, volvía a Roma; quien echaba dos, encontraba el amor y, quien echaba tres, se casaba.

¿Estaría buscando una aventura? ¿Estaría buscando esposo?

Fuera como fuera, no era asunto suyo. Además, él no buscaba ni el matrimonio ni el amor. Había aprendido de los errores de sus padres y solo aspiraba a relaciones cortas y divertidas, donde nadie salía mal parado.

–La fuente se construyó al final del acueducto Aqua Virgo, uno de los más antiguos de Roma –explicó él–. Según dicen, tenía el agua más dulce de la ciudad… pero no le recomiendo que eche un trago. Ni que se bañe en ella.

–¿Como Anita Ekberg en La dolce Vita? –preguntó, sonriendo.

–Sabe mucho de cine…

Ella se encogió de hombros.

–No tanto. Me lo dijo mi mejor amiga, que es profesora de inglés y cinéfila.

Rico no lo pudo evitar. La imaginó en el papel de Anita Ekberg, con el agua cayendo sobre su cuerpo y empapándola hasta convertir su camiseta en una segunda piel, absolutamente transparente.

Sorprendido por la deriva de sus pensamientos, se dijo que el único que necesitaba un buen baño era él; y de agua fría. Pero a pesar de ello, y de que la visita a la Fontana de Trevi debía poner punto final al recorrido turístico, decidió alargar la tarde y pasar un rato más con su turista inglesa.

–¿Descansamos un poco? –preguntó.

–Claro…

Rico la llevó a un cafetería cercana, donde Ella pidió un zumo de naranja y él, un expreso que se bebió de un trago.

–¿Siempre se toma el café así?

–Eso me temo. Es una de mis malas costumbres.

Ella lo miró con malicia.

–¿Puedo preguntar cuales son las otras?

–No –respondió Rico–. Pero dígame… ¿Tiene planes para esta noche?

–¿Por qué lo pregunta?

–Porque me gustaría que cenara conmigo.

–¿Cenar? –dijo, sorprendida.

–Sí, algo sencillo. Una comida típica.

Ella se quedó tan sorprendida como encantada ante el hecho de que un hombre tan interesante le estuviera pidiendo una cita. Sin embargo, estuvo a punto de salir corriendo. Aunque había superado el desastre de su relación con Michael, se sentía demasiado vulnerable como para arriesgarse otra vez.

Pero por otra parte, estaba en Roma. Y no podía negar que Rico le gustaba. Incluso era posible que una noche de diversión le devolviera parte de la seguridad que había perdido con la traición de Michael.

–Trato hecho –dijo.

–Excelente. En ese caso, te pasaré a recoger a las ocho en punto.

Capítulo Dos

De vuelta en el hotel, Ella se dirigió a su suite y Rico, a su despacho. Lina, su secretaria, estaba a punto de marcharse.

–Hola, Lina… sé que es tarde y que debería haberte avisado, pero ¿puedes anular mis citas de los tres próximos días?

Lina lo miró con preocupación.

–¿Ha pasado algo? ¿Es que tu abuelo está enfermo?

–No, está bien. Me voy a tomar unas vacaciones.

Lina parpadeó.

–¿Tú? ¿Unas vacaciones?

–No veo qué tiene de extraño –respondió, molesto–. Cualquiera diría que soy un obseso del trabajo.

Su secretaria le dio una palmadita cariñosa.

–Lo eres. Pero está bien… mañana, cuando llegue al despacho, anularé esas citas. Ahora es imposible, porque es tarde y no localizaría a nadie.

–Gracias, Lina. Si necesitas algo, llámame al móvil o envíame un mensaje.

–No te voy a llamar, Rico. Necesitas un descanso de tus obligaciones –afirmó–. ¿Vas a algún sitio especial?

–Es posible.

Lina sonrió.

–Disculpa. Había olvidado que no te gustan las preguntas personales.

–No, discúlpame a mí. No pretendía ser grosero.

–Pero no me vas a dar explicaciones, ¿verdad? –Lina lo miró con exasperación–. Recuérdame por qué trabajo contigo…

–¿Porque soy encantador? –declaró en tono de broma.

–Sí, seguro que es por eso –ironizó.

–Gracias de nuevo, Lina. Sabes que aprecio mucho tu trabajo.

–Sí, claro que lo sé, tesoro. –Lina volvió a sonreír–. Anda, márchate de una vez y diviértete un poco.

–Lo haré.

Rico salió del despacho con la sensación de estar haciendo una tontería. Ella Chandler solo era una turista que volvería a su país dos días más tarde. Sin embargo, Lina tenía razón; necesitaba divertirse.

Cuando salió a la calle, se dirigió a la carnicería más cercana. Tras la visita a la carnicería, pasó por la verdulería y la panadería. Luego, subió a su piso, se remangó la camisa y empezó a preparar la cena.

¿Qué se debía poner para cenar en Roma?

Después de darle muchas vueltas, Ella optó por ponerse un vestido de verano, con estampado de flores, que había metido en la maleta en el último minuto. Sabía que sería inadecuado si Rico la llevaba a un lugar elegante, pero no tenía otra cosa y, además, supuso que preferiría un restaurante tradicional y de buena comida, donde el aspecto importaba poco.

A las ocho en punto, llamaron a la puerta.

Era él.

–Estás preciosa, Ella.

Rico se había cambiado de ropa y se había puesto unos vaqueros desgastados y otra camisa blanca. A Ella le pareció tan atractivo que se quedó sin aire.

–¿Adónde me vas a llevar?

–A un sitio especial. Esta noche cocino yo.

Ella lo miró con desconcierto.

–¿Sabes cocinar?

Él se encogió de hombros.

–No es tan difícil…

Ella se acordó de Michael, su exnovio. A diferencia de Rico, no había cocinado para ella ni una sola vez; parecía creer que la cocina era cosa de mujeres, y se sentía ridícula por habérselo permitido.

–Por tu cara de sorpresa, sospecho que has salido con algún hombre demasiado conservador –continuó él.

–Sí, es cierto –le confesó–, pero ya lo he superado.

Rico la llevó hasta el final del pasillo e introdujo un código de seguridad en un panel discretamente camuflado. Ella no podía imaginar que se abriría la puerta de un ascensor privado, ni mucho menos que terminaría en la azotea más bonita que había visto nunca, con una vista magnífica del Coliseo.

–Qué preciosidad… –dijo, asombrada.

–Me alegra que te guste.

Ella se giró y miró la mesa que alguien había instalado entre las plantas. Tenía un centro de flores, una vela encendida y una botella de vino.

–Esto es increíble; absolutamente increíble. ¿Es tuyo?

Rico no tuvo más remedio que mentir. Si le decía que el ático del hotel era suyo, Ella Chandler se daría cuenta de que no era un guía. Y le gustaba la idea de seguir siendo un hombre normal y corriente.

–No. Me lo han prestado.

Ella lo miró con preocupación.

–¿Estás seguro de que a su dueño no le importa?

–Completamente seguro –respondió–. Pero siéntate, por favor… ¿quieres que te sirva una copa de vino?

–Sí, gracias.

Ella se sentó y él sirvió una copa.

–Vuelvo enseguida. Voy a buscar el antipasti.

Rico entró en el piso y regresó con una bandeja llena de entrantes. Ella demostró el mismo apetito que había demostrado en la osteria, y lo cubrió de halagos cuando terminaron con los entrantes y pasaron a la pasta primero y al cordero después.

–No es para tanto –dijo él con una sonrisa–. Una simple cena romana.

–Pero te has tomado muchas molestias por mí…

Como postre, Rico sirvió un panna cotta que la dejó con ojos como platos. Pero él se sintió obligado a puntualizar:

–Los dulces no se me dan bien. Me temo que lo he comprado en una tienda. Solo soy responsable de la presentación.

–Pues te ha quedado perfecto.

Él arqueó una ceja.

–No serás inspectora del hotel, ¿verdad?

Ella rio.

–No. Solo soy una contable aburrida.

–Tú no tienes nada de aburrida –replicó–. Me divierto mucho contigo.

–Y yo contigo –le confesó.

Él se levantó de la mesa, la tomó de la mano y la instó a levantarse.

–Ven. Te enseñaré una de las mejores vistas de Roma.

Ella apoyó las manos en la balaustrada y contempló las torres y los edificios de la ciudad, tan bien iluminados que se veía hasta el menor de los detalles. Rico se quedó junto a ella y se dedicó a indicarle los lugares más famosos. Estaba tan cerca que podía oler su perfume. Y su cuello le resultó tan tentador que no se pudo resistir a la tentación de besarlo.

Ella se estremeció y se apretó contra él durante unos momentos deliciosos. Pero a Rico no le pareció suficiente, así que le dio la vuelta y la besó en la boca.

La timidez de aquella turista inglesa que había llamado su atención, desapareció al instante. Lejos de protestar, se entregó con pasión y no hizo nada por impedir que le acariciara los pechos, terriblemente sensibles bajo la fina tela del vestido y el leve encaje del sostén.

Rico fue el primer sorprendido por la intensidad de su deseo. Y supo que necesitaba verla, tocarla, sentir su piel.

Llevó una mano a la cremallera del vestido y preguntó en voz baja:

–¿Puedo?

Ella asintió y él le bajó la cremallera. Después, le apartó las tiras de los hombros y la prenda cayó hasta la cintura.

Ya solo quedaba el sujetador.

–Quiero verte –siguió él.

Ella asintió una vez más.

Rico le desabrochó el sostén, se lo quitó y admiró sus senos desnudos antes de cerrar las manos sobre ellos.

–Eres tan bella…

Ella se ruborizó y guardó silencio. Y a Rico le pareció bien, porque no era momento de palabras, sino de actos.

Bajó la cabeza y le succionó un pezón. Ella soltó un gemido de placer y le pasó los dedos por el pelo, urgiéndolo a seguir adelante. Rico se emborrachó de sus pechos y su aroma, incapaz de contenerse; pero segundos más tarde, cometió un error: rompió el contacto para mirarla a los ojos y, con ello, también rompió la conexión que los había unido.

–No, Rico… no podemos seguir.

Él respiró hondo. Jamás había forzado a una mujer, y Ella no iba a ser la primera.

–Está bien, no seguiremos.

Rico le acarició la mejilla y le subió el vestido.

–No me has entendido bien, Rico. Solo quería decir que no podemos… aquí.

–¿Aquí?

Ella se puso roja como un tomate.

–Sí, en el piso de tu amigo.

Rico se lamentó amargamente de haberle dicho que el ático pertenecía a otra persona; sobre todo, porque su dormitorio estaba a pocos metros de distancia y solo tenía que tomarla entre sus brazos, llevarla a la cama y hacerle el amor.

Se había quedado atrapado en su propia mentira.

–Hay una solución –continuó ella en voz baja–. Si quieres que sigamos adelante, por supuesto.

–Claro que quiero.

Ella dudó un momento y dijo:

–Podemos ir a mi suite.

Rico le dio un beso en los labios.

–¿Estás completamente segura?

–Sí, lo estoy –respondió con debilidad–. Pero, ¿no crees que deberíamos retirar los platos de la mesa antes de… ?

Él sonrió.

–No te preocupes por eso. Lo haré más tarde.

Ella se puso el sostén se arregló un poco el vestido y siguió a Rico hasta el ascensor privado. Estaba tan nerviosa que, cuando llegaron a la suite, se le cayó la tarjeta magnética. Él se inclinó, la recogió, abrió la puerta y encendió la lamparita del salón, que llenó la estancia con una luz cálida.

Después, se acercó a la ventana, echó las cortinas y se giró. Ella se estaba mordiendo un labio con timidez.

–Si has cambiado de idea, lo entenderé –dijo Rico.

Ella apartó la mirada.

–Es que no quiero decepcionarte.

Rico se acercó y la tomó de la mano.

–¿Decepcionarme? Sí, admito que me llevaría una decepción si me rechazaras ahora, pero estás en tu derecho –le recordó.

–No me refería a eso. Yo… No soy muy buena en este tipo de situaciones.

Rico se quedó atónito. ¿Tenía miedo de decepcionarle porque se creía una amante inexperta o poco hábil? Ella lo había besado con pasión, pero también con cierta inseguridad. Y por otra parte, tenía la sensación de que alguien, obviamente un hombre, había dañado su confianza en sí misma.

Pero se dijo que él podía ayudarla a recuperarse. Podía demostrarle que era una mujer deseable y preciosa.

–Oh, Ella –declaró con suavidad–. Ninguna primera vez es perfecta. Y no importa que no lo sea… tenemos tiempo para conocernos y explorar nuestro placer. Tiempo para que yo aprenda lo que te gusta y para que tú aprendas lo que me enciende.

Ella lo miró a los ojos.

–Entonces, ¿no es un problema?

Él volvió a sonreír.

–Ni mucho menos. No estamos sometidos a ninguna presión. Solo somos tú y yo, dos personas adultas que saben lo que quieren. Y si cambias de opinión, solo tienes que decírmelo y me detendré.

Ella suspiró.

–Lo siento, Rico. Supongo que soy demasiado tímida.

Él sacudió la cabeza.

–Dudo que sea un problema de timidez. Tengo la impresión de que alguien te hizo sentir mal para sentirse mejor. Y si eso es cierto, la culpa es suya, no tuya.

Rico se sentó en la cama y la acomodó sobre su regazo. Ella era un mar de dudas en ese momento; pero supo que no dudaba de él, sino de sí misma, y por las dudas que otro hombre había puesto en su mente.

Como no se le ocurrió otra forma de tranquilizarla, la besó con dulzura, sin prisas, incitándola y alimentando poco a poco su deseo.

Luego, le bajó otra vez las tiras del vestido y lamió su piel desnuda. Ella echó la cabeza hacia atrás, gimió de placer y se arqueó mientras él le volvía a bajar la cremallera.

Los dedos de Rico encontraron el cierre del sostén, que le quitó enseguida. Luego, cerró las manos sobre sus pechos y le acarició los pezones con los pulgares.

Rico la levantó de la cama y tiró del vestido hacia abajo, hasta que se quedó sin nada salvo las braguitas de encaje y los zapatos de tacón de aguja.

–Eres verdaderamente bella.

Ella lo miró.

Rico se arrodilló en el suelo y le dio un beso en el estómago antes de meterle una mano bajo las braguitas.

–Quiero verte –continuó–. Quiero tocarte, probarte.

Ella se estremeció.

–Sí, por favor.

Rico no tardó ni un segundo en tumbarla en la cama y volver a asaltar su boca. Tenía intención de soltarle el pelo, pero estaba tan excitado que desestimó la idea. Cuando por fin la liberó de la última prenda que la cubría, la besó con pasión y descendió hacia su pubis, tomándose su tiempo y logrando que se retorciera bajo él.

Por fin, su lengua encontró el sexo de Ella. Sabía dulce y salado a la vez.

Al cabo de unos segundos de caricias, le empezó a lamer con movimientos cambiantes, succionando y variando la intensidad y el ritmo hasta que Ella se quedó rígida un momento y, por fin, alcanzó el orgasmo.

–Rico…

Solo entonces, se detuvo y la abrazó.

–¿Estás bien?

Ella suspiró.

–Oh, sí… mucho más que bien. Pero esto no es justo. Yo estoy completamente desnuda y tú, completamente vestido.

Él sonrió.

–Es que tenía hambre de ti –se justificó–. Y si me quieres desnudo, puedes hacer algo al respecto…

Ella le abrió la camisa y le acarició el pecho con delicadeza. Rico mantuvo a duras penas el control hasta que llegó al botón de sus vaqueros y lo desabrochó. Quería estar dentro de su cuerpo; pero a su ritmo, para que se sintiera cómoda.

A pesar de su inseguridad, Ella se lo tomó con calma y lo desnudó despacio, acariciando cada centímetro de piel que descubría. Y cuando por fin le quitó los calzoncillos, Rico estaba tan fuera de sí que tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.

–Los preservativos… –dijo–. Están en mi cartera.

Ella abrió la cartera que tenía en los pantalones, sacó un preservativo y sonrió con picardía. Después, rompió la funda de plástico y se lo puso lentamente, desenrollándolo sobre su duro sexo.

Rico no pudo soportarlo. La alcanzó, la puso a horcajadas sobre él y suspiró con un placer inmenso cuando Ella descendió y lo tomó.

Cuando lo sintió dentro, Ella se estremeció por la intensidad de su unión y de su propio deseo. Se suponía que aquello debía ser una aventura de una sola noche; pero al ver la cara de Rico, comprendió que necesitaba mucho más.

Y era imposible.

Estaban allí para divertirse, para darse placer el uno al otro. Los sentimientos no formaban parte del trato. No quería volver a encapricharse de un hombre. No quería sentir. No quería arriesgarse a que le partieran el corazón.

Respiró hondo e intentó apartar todo pensamiento de su cabeza.

–¿Te gusta? –se atrevió a preguntar.

Rico alzó un brazo y le acarició la cara.

–Sí. Me gusta tanto que no encuentro palabras…

Ella sonrió, satisfecha, y se inclinó hacia delante para darle un beso.

Rico la dejó hacer, encontró las horquillas de su cabello y se las quitó una a una hasta conseguir su objetivo.

–Bellezza… Me gustas mucho más así, con el pelo suelto.

Ella sonrió y le volvió a besar.

El ritmo que impuso fue tan lento y tortuoso que Rico decidió tomar el control. Llevó las manos a su cintura, la penetró con más fuerza y empezó a moverse más deprisa, hasta que la fricción lo llevó a un clímax que fue toda una sorpresa para él.

No esperaba que fuera tan intenso; a fin de cuentas, era la primera vez que hacían el amor. Y por otra parte, no recordaba haber vivido nunca, en ninguna circunstancia y con ninguna otra mujer, una experiencia tan satisfactoria.

Como no quería romper la conexión, se quedó dentro de ella. Pero al final, tuvo que salir para quitarse el preservativo.

–Espérame –susurró.

Cuando volvió al dormitorio, Ella se había tapado con la manta. Obviamente, sufría otro ataque de timidez.

–¿Estás bien?

Ella asintió, pero no dijo nada.

Él se sentó en el borde de la cama.

–No te preocupes por lo que hemos hecho. No te voy a exigir nada por ello, ni me voy a marchar como si no hubiera ocurrido –declaró con dulzura–. Lo que pase ahora es cosa tuya. La decisión es tuya.

Ella tragó saliva.

–Es que solo voy a estar dos noches más.

Rico la miró a los ojos.

–Bueno, podríamos vernos mientras estés…

–¿No tienes que trabajar?

Rico le dedicó una sonrisa encantadora.

–No. Casualmente, tengo unos días libres.

Ella arqueó una ceja y lo miró con escepticismo.

–¿En plena temporada alta?

–En Roma, todas las temporadas son altas. Los turistas vienen todo el año, así que me puedo tomar mis vacaciones cuando me parezca más oportuno.

–Qué suerte…

–Si quieres que te enseñe la ciudad, estoy a tu disposición.

Ella lo pensó un momento y sonrió.

–Gracias. Me gustaría..

Él se inclinó y le dio un beso.

–Entonces, trato hecho. ¿Quieres que vaya a buscarte después del desayuno? ¿Te parece bien a las ocho y media?

–Me parece magnífico.

Rico se levantó de la cama y se empezó a vestir.

–Bene. En tal caso, nos veremos mañana por la mañana.

Él la besó una vez más y dijo, antes de marcharse:

–Que tengas dulces sueños, bellezza.

Ella se acurrucó en la cama cuando Rico salió de la suite.

Aquello era lo último que esperaba encontrar en Roma. Una aventura amorosa. Un sentimiento de felicidad pura.

Curiosamente, ya no oía las palabras de Michael en su cabeza. Sus recriminaciones habían desaparecido junto con su queja hiriente de que lo obligaba a buscar el placer en otras mujeres porque no sabía satisfacer a un hombre.

Ahora sabía que era una acusación falsa. Sabía que había complacido a Rico; hasta el punto de que le había confesado que ni siquiera encontraba palabras para describir lo que sentía.

Y ahora era libre para disfrutar de un día nuevo en Roma, que se presentaba lleno de promesas.

Capítulo Tres

Ella estaba preparada a las ocho y veinticinco de la mañana siguiente; y tal como esperaba, Rico apareció exactamente a las ocho y media. Llevaba unos chinos de color pálido y una camisa tan blanca como las anteriores.

Cuando abrió la puerta y se saludaron, él le miró los pies y dijo:

–Zapatos sin tacón. Excelente.

–Sí, son muy cómodos.

–Entonces, vámonos.

Rico la acompañó hasta la salida del hotel. Ella se sintió algo decepcionada al ver que no la tomaba de la mano, pero pensó que debían ser discretos. Al fin y al cabo, Rico era guía; y con toda seguridad, la dirección del establecimiento desaprobaba las relaciones entre trabajadores y clientes.

¿Habría mantenido relaciones con más turistas? Ella apartó el pensamiento de su mente. Aunque fuera así, no era asunto suyo. Además, estaba con él para pasar un buen rato, no para complicarse la vida con algo serio.

–Vamos a buscar buenas vistas y sitios poco conocidos. Y si te parece bien, esta tarde podríamos hacer cosas más… apasionadas.

Ella sonrió.

–Me parece muy bien.

Ya se alejaban hacia el Coliseo cuando, por fin, la tomó de la mano. El contacto bastó para estremecerla y para que sintiera tan feliz como una adolescente. El día era absolutamente perfecto. Había amanecido sin una sola nube, estaba en una ciudad preciosa y le acompañaba un hombre tan guapo como encantador.

Un hombre que le había dado un placer asombroso la noche anterior. Un hombre que le había hecho ver las estrellas. Y que quizás, con un poco de suerte, le ofrecería otra sesión aquella misma tarde.

Deambularon por la ciudad, sin prisas, hasta llegar al río.

Rico le señaló un grupo de patos que nadaban en el agua, esforzándose por ir corriente arriba. Tras unos momentos, se rindieron y se dejaron llevar.

Ella se apoyó en el muro de piedra y contempló el paisaje.

–¿Aquello es El Vaticano?

–Sí, es la cúpula de San Pedro… pero si quieres visitarlo, es mejor que vayamos temprano. A esta hora, las colas son interminables.

–Me gustaría mucho. No puedes ir a Roma y no visitar San Pedro…

Él sonrió.

–Bueno, intentaré organizar una visita para mañana.

Ella lo miró con desconcierto.

–¿Lo intentarás? Pero si eres guía…

–Para entrar en San Pedro se necesita un pase especial de El Vaticano –explicó–. ¿Seguimos con nuestro paseo?

–Claro.

Siguieron por la orilla del río y al llegar a uno de los puentes, Rico se detuvo.

–Hoy no ejerzo de guía, pero faltaría gravemente a mis responsabilidades si no mencionara que este puente es el más antiguo de la ciudad. Se construyó hace dos mil años.

–¿Insinúas que es el puente original? –preguntó, asombrada con el buen estado de la estructura–. Es absolutamente increíble… poder caminar por el mismo sitio que pisaron los ciudadanos de la antigua Roma, hace tanto tiempo.

–Cuantas más cosas cambian, más cosas siguen igual.

Cruzaron el río y caminaron por el Trastévere, que estaba precioso. Rico la llevó a un restaurante, junto a una iglesia, donde pidieron vino y disfrutaron de una comida deliciosa. Ella contempló los mosaicos dorados del edificio religioso, que brillaban al sol, y pensó que no eran tan intensos como la mirada de deseo de su acompañante.

–¿Te gusta? –preguntó él.

–¿La iglesia? Sí, es muy bonita. Me encantan las iglesias de Roma.

–Me alegra que lo digas, porque tengo intención de llevarte a un sitio… muy especial. Está al otro lado del Tíber.

Ella pensó que la definición de Rico se quedaba corta. La iglesia de Santa Maria in Cosmedin hacía honor al significado de su nombre, la Bella. Y cuando vio la famosa Bocca della Veritá soltó un suspiro de admiración.

–Casi da miedo…

Rico sonrió.

–La leyenda dice que, en la Edad Media, cuando acusaban a alguien de haber mentido, le obligaban a meter la mano en el agujero de la boca –declaró él–. Si decías la verdad, no te pasaba nada.

–¿Y si mentías?

Él se encogió de hombros.

–Entonces, la boca se comía tu mano.

–¿En serio? ¿Insinúas que alguien se ponía detrás y le cortaba la mano?

A Ella le pareció un sistema algo drástico, pero se dijo que se lo habría aplicado gustosamente a varias personas; empezando por su padre, que había mentido mil veces a su esposa; y terminando por Michael.

–Es algo exagerado, ¿no te parece? –continuó.

–No creo que cortaran la mano a nadie. Solo es una leyenda, bellezza… De hecho, se cree que la cara de la Bocca della Veritá es una antigua tapa de alcantarilla, y que representa al dios Océano.

–Pues es imponente…

–¿Quieres que te saque una foto?

–Sí, por favor.

Ella se puso en la cola que había para sacarse fotos y dejó una donación.

Rico la llevó después al Circo Máximo, la antigua pista de carreras. Luego, tomaron el metro en la Piazza del Popolo y salieron en la estación del parque Borghese.

–Es un lugar muy tranquilo –dijo Ella mientras paseaban entre los árboles–. No se oye ni un ruido de la ciudad… solo el canto de los pájaros.

–Suelo venir cuando necesito descansar. ¿Quieres que caminemos? ¿O prefieres que alquilemos un riscio?

–¿Qué es eso?

–Una bicicleta en tándem paralelo. Suelen ser de cuatro asientos, pero también las tienen de dos –respondió.

–Ah…

–Venga, alquilemos una. Así será más divertido.

Al cabo de cinco minutos, Ella se encontró subida a un riscio y muerta de miedo, porque ni el manillar ni el freno parecían funcionar. Cuando Rico notó su preocupación, sacudió la cabeza y dijo:

–El manillar que funciona es el mío. Por mucho que gires el tuyo, no conseguirás nada.

–¡Pero vamos en dirección contraria! –exclamó.

Rico rompió a reír.

–¿En dirección contraria? En Italia se circula por la derecha, como en casi todos los países del mundo…. Inglaterra es una excepción –le recordó.

Minutos después, se había tranquilizado por completo y se alegraba de haber subido al riscio. Gracias al tándem, pudieron ver casi todo el parque sin cansarse demasiado. Y cuando se acercó el momento de devolverlo, Ella estaba tan relajada que hasta se atrevió a cambiarle el sitio a Rico y llevar el manillar.

–No está tan mal, ¿no? –Rico le pasó un brazo por encima de los hombros.

–Es muy divertido… –admitió.

Tras devolver el tándem, se cruzaron con un grupo de adolescentes que hacía skate, pasando entre unos conos pequeños. Ella se quedó anonadada con sus piruetas; y Rico, que la estaba mirando, la retó.

–¿Te atreverías tú?

–¿Yo? Hace siglos que no patino…

–Oh, vamos, inténtalo.

Ella lo miró a los ojos y terminó por aceptar el desafío. Uno de los chicos le prestó su monopatín y otro se apiadó de ella y aumentó la distancia que había entre los conos para que no tuviera dificultades con el eslálom.

–¡Guau! ¡Lo he conseguido! –exclamó cuando llegó al final de la pista.

Rico le dio un beso en los labios.

–Has estado magnífica.

–Y ahora, te toca a ti.

–¿A mí?

–Me has desafiado, ¿no? Pues tendrás que aceptar mi desafío –declaró con firmeza–. ¿Eres capaz de hacerlo?

Él la miró con intensidad.

–¿Qué te apuestas?

Ella se encogió de hombros.

–Lo que quieras.

Rico se inclinó y le susurró al oído:

–Si paso entre todos los conos sin derribar ninguno, permitirás que haga lo que yo quiera la próxima vez que nos acostemos.

–¿Y si derribas alguno?

–Entonces, estaré completamente a tu merced.

Ella asintió.

–Trato hecho.

–Aunque ahora que lo pienso, tengo una duda… No sé si prefiero ganar o perder la apuesta –dijo con picardía.

–No, eso no vale. Tienes que esforzarte por hacerlo bien.

–De acuerdo…

Rico la volvió a besar y se subió a la tabla.

A Ella no le sorprendió que pasara entre los conos sin derribar ninguno, porque los habían separado tanto que era fácil. Pero se llevó una buena sorpresa cuando uno de los adolescentes colocó una segunda fila de conos y Rico se atrevió con un eslálom doble que ejecutó a la perfección.

Cuando volvió a su lado, lo miró con desconfianza.

–Ya lo habías hecho antes, ¿verdad?

Rico devolvió el monopatín a su dueño y le dio las gracias. Luego, se giró hacia ella y respondió:

–Sí, de vez en cuando, aunque he perdido práctica. Venga, sígueme. Aún tenemos mucho que ver…

Terminaron junto a una laguna, contemplando la fuente que estaba en mitad de las aguas.

–El agua es increíblemente azul, y esos árboles son tan bonitos… –declaró Ella–. ¿Cómo se llaman?

–Lilos.

–Pues no se parecen mucho a los ingleses. Ni huelen igual –dijo–. Pero son preciosos.

Rico la tomó de la mano y le robó otro beso.

–¿Puedo hacerte una pregunta?

–Por supuesto.

–¿Por qué has venido sola a Roma?

Ella se encogió de hombros.

–Porque las circunstancias lo han querido así. No podía venir en otro momento –contestó–. Y mi mejor amiga está trabajando, así que…

–¿No tenías ningún familiar que te pudiera acompañar?

Ella se puso triste.

–No.

–¿Y tu ex?

–¿Mi ex?

–He notado que te alojas en la suite nupcial. ¿Qué ha pasado? ¿Es que te ha dejado en la estacada?

–No, no ha sido eso. Planeé el viaje antes de que nos separáramos –explicó, tensa–. Y por muchas flores y cartas que me envíe, no quiero saber nada de él.

–Flores y cartas… –repitió Rico–. Quizás se haya dado cuenta de que cometió un error al abandonarte.

Ella alzó la barbilla, orgullosa.

–Fui yo quien lo abandonó a él. Y en cuanto a la posibilidad de que cometiera un error, lo dudo mucho.

–Pero te escribe de todas formas.

Ella soltó una carcajada sin humor.

–Porque se habrá enterado de que me tocó la lotería y quiere una parte.

Rico arqueó una ceja, sorprendido.

–¿Te ha tocado la lotería?

–Sí, pero no creas que han sido millones. Solo una cantidad decente… lo justo para que me pueda tomar seis meses de descanso laboral.

–Y para viajar un poco, claro.

–Sí, también para viajar –afirmó–. De hecho, reservé la suite nupcial porque es la que tiene las mejores vistas del Coliseo. Quizás te parezca patético, pero…

Él le puso un dedo en los labios.

–No es patético en absoluto. Si querías una habitación con buenas vistas, elegiste la mejor del hotel. ¿Ádónde vas a ir cuando te vayas de Roma? ¿Seguirás de viaje? ¿O volverás a Inglaterra? –se interesó.

–De momento, volveré a Inglaterra. Roma es el único sitio que siempre he querido visitar.

–Seguro que hay otros que te gustan…

–Sí, claro que sí. Me encantaría ir a Viena… Pero quiero tomarme un tiempo para pensar en lo que voy a hacer con mi vida –le confesó–. Voy abrir un negocio propio con el dinero de la lotería. Si funciona, dejaré mi trabajo actual y, si no funciona, volveré a mi antiguo puesto de contable.

–¿Un negocio? ¿Qué tipo de negocio?

–¿Me prometes que no te reirás de mí?

Él frunció el ceño.

–Por supuesto.

Ella respiró hondo y contestó:

–Una pastelería. Quiero hacer tartas.

–¿Tartas?

–Sí. Tartas de cumpleaños, de boda… ese tipo de cosas. Tengo mucha práctica. Las llevo haciendo desde hace años, para los amigos y los compañeros de trabajo.

La declaración de Ella despertó la curiosidad de Rico.

–Si tanto te gusta, ¿por qué te no te dedicaste a eso cuando saliste de la universidad?

–Porque la contabilidad era más segura. Tuve una infancia difícil… mi madre tenía el dinero justo para sobrevivir y poco más. Preferí un trabajo que me evitara las estrecheces económicas. De hecho, me dediqué a trabajar mientras estudiaba para no acumular una deuda impresionante, como tantos estudiantes ingleses.

A Rico no le había faltado nunca el dinero, pero comprendió su decisión.

–Y sin embargo, lo que verdaderamente te gusta son las tartas.

Ella asintió.

–¿Quieres que te enseñe una de mis obras?

–Claro….

Ella sacó el teléfono móvil y le enseñó la fotografía de una tarta maravillosamente decorada.

–¿Eso lo has hecho tú?

–Sí –respondió con timidez.

–Guau… Pues discúlpame si mi comentario te parece grosero, pero creo que pierdes el tiempo con la contabilidad. Tienes verdadero talento con esas cosas.

Ella se ruborizó.

–Gracias.

–¿Y cómo piensas hacerlo? ¿Trabajando en casa?

–Más o menos. Hace un par de semanas dejé mi antiguo piso y alquilé un local con cocina que tiene un apartamento en la planta de arriba. Ya he conseguido los permisos oficiales, así que puedo empezar cuando quiera.

–¿Tienes fotos de tus dulces?

–Sí, en mi página de Internet. Pero no tengo conexión en Roma.

–Yo, sí.

Rico sacó su teléfono y se conectó a Internet.

–Enséñamelo.

Ella buscó la página, que se abrió enseguida. Era bonita y clara; tenía una lista de precios, un formulario para posibles clientes y una galería de fotografías que dejó a Rico profundamente impresionado.

–Son magníficos, Ella… ¿Cuándo empezaste a cocinar?

–En la adolescencia. Como no teníamos dinero, no podía hacer regalos a mis amigos cuando cumplían años; pero les podía preparar un tarta, algo especial. Mi madre, que era una gran cocinera, me enseñó a decorarlas. Luego, me puse a trabajar en una pastelería del barrio, durante los fines de semana, y aprendí el resto.

–¿Y qué opina tu madre sobre tu negocio?

A Ella se le empañaron los ojos.

–Supongo que le habría gustado, aunque también habría insistido en que siguiera con mi empleo actual, por si las cosas no salen bien. –Ella se detuvo un momento y tragó saliva–. A mamá le habría encantado Roma… es una pena que no me tocara la lotería el año pasado.

–¿Por qué hablas así? ¿Es que le ha pasado algo?

–Falleció hace unos meses. Tenía cáncer de mama –respondió–. Si siguiera viva, la habría traído conmigo y le habría dado todo lo que nunca pudo tener.

Rico se acercó y la abrazó.

–Ah, bellezza… lo siento mucho. Y lamento que no pudiera acompañarte a Roma. Pero intentaré que tu estancia sea lo más agradable posible.

Ella respiró hondo.

–Discúlpame, Rico; no quería ponerme triste… Siempre intento recordar que mi madre era una mujer de sonrisas, no de lágrimas. Cuanto más se complicaban las cosas, más sonreía. Fue una gran persona.

Rico le acarició el cabello y pensó que la madre de Ella había sido la antítesis de la suya; una mujer que, cuanto más tenía, más se quejaba.

–Supongo que a tus amigos les gustarán tus dulces.

Ella volvió a sonreír.

–Sí. Les gustan tanto que una me diseñó la página web a cambio de un mes de magdalenas gratis y una tarta que ni su propia suegra pueda criticar.

Rico rio.

–Está visto que las familias pueden ser hipercríticas…

Ella arqueó una ceja.

–¿Lo dices por experiencia propia?

–No todas las familias son maravillosas.

–Parece que no te llevas bien con la tuya…

–No, pero no me importa. Soy feliz con mi trabajo –declaró.

–¿Y no tienes un gran sueño? ¿Algo así como escribir el manual definitivo para guías turísticos? –preguntó con humor.

–No tengo intención de escribir ningún manual.

–¿Entonces? ¿Qué te gustaría ser? ¿Una estrella del rock? ¿Un diseñador de coches caros?

Él soltó una carcajada.

–Estoy bien con lo que tengo.

Rico decidió cambiar de conversación. En primer lugar, porque Ella Chandler no sabía que era el presidente de la cadena de hoteles y, en segundo, porque no era un tema que le agradara demasiado. Le encantaba su trabajo, pero siempre había tenido la sensación de que le faltaba algo. Y no sabía qué.

–Llevamos tanto tiempo aquí que nos vamos a perder la puesta de sol…

Estuvieron paseando un rato más; y cuando cayó la noche, Rico la llevó a la Fontana de Trevi para que pudiera verla iluminada y hacer más fotos.

–Roma es tan bonita –dijo ella, feliz–. Tienes suerte de vivir aquí.

Él le pasó un brazo por los hombros y sonrió. No recordaba haberse sentido tan relajado en toda su vida.

–Sí, lo sé… ¿Quieres cenar conmigo? Conozco un lugar perfecto, que no está lejos. La comida es excelente.

–Por supuesto que quiero.

Como de costumbre, Ella disfrutó de todo y se mostró absolutamente encantadora; y como de costumbre, Rico se quedó fascinado con su acompañante.

Al terminar, la llevó a la mejor heladería de Roma.

Ella se decantó por uno de canela y jengibre y, a continuación, se dirigieron al hotel. Cuando llegaron a la suite, Rico no pudo resistirse a la tentación de besarla. Luego, los besos se convirtieron en caricias, y las caricias terminaron por llevarlos a la ducha, donde hicieron el amor.

Minutos más tarde, él la metió en la cama.

–Gracias por este día, Rico. Ha sido muy especial.

Rico pensó que tenía razón; había sido verdaderamente especial. Pero también se dijo que debía tener cuidado con ella, porque era evidente que había sufrido demasiado. Había perdido a su familia y a su antiguo novio, y él no se sentía con fuerzas para darle la protección y el cariño que necesitaba.

Además, el día siguiente iba a ser su último día en Roma. No podía cometer el error de encapricharse con ella.

–También lo ha sido para mí –dijo con suavidad–. Te veré por la mañana. Que duermas bien, bellezza.

Capítulo Cuatro

A la mañana siguiente, tomaron el metro y se dirigieron al Vaticano. Ella se quedó asombrada con los suelos de mármol y los mosaicos, que procedían de antiguos edificios romanos; pero la Capilla Sixtina fue lo que más le gustó.

–No sabía que fuera tan grande… –acertó a decir mientras contemplaba los frescos–. Es absolutamente increíble. Gracias por haberme traído.

Tras la visita a la capilla, entraron en San Pedro, donde Ella se dedicó a admirar la Piedad de Miguel Ángel.

–Y pensar que solo tenía veinticuatro años cuando la talló… era cuatro años más joven que yo en este momento.

–Pero hacía lo que le gustaba, así que le podía dedicar todo su talento –observó Rico–. Como tú dentro de poco.

Ella se encogió de hombros.

–Eso espero. Aunque a veces me pregunto si no estaré cometiendo una locura. Estamos en plena recesión. Dejar un trabajo estable no parece una decisión inteligente.

–Yo no creo que sea una locura. Tienes el dinero que ganaste de la lotería y, si las cosas salen mal, puedes buscar otro empleo. No… haces lo adecuado. Estoy seguro de que cuando seas vieja y pienses en estos días, te alegrarás de la decisión que tomaste y te preguntarás qué habría sido de tu vida si no te hubieras atrevido a dar ese paso.

–Sí, es posible.

Un buen rato después, mientras cruzaban el Tíber, Ella preguntó:

–¿Puedo invitarte a cenar esta noche?

Rico se quedó desconcertado. No estaba acostumbrado a que las mujeres lo invitaran a cenar; normalmente, siempre esperaban que invitara él. Y como tardó en responder, Ella malinterpretó su silencio.

–Oh, lo siento. Supongo que estarás ocupado…

–No, no estoy ocupado. Me encantaría cenar contigo.

–Pero pago yo –insistió con firmeza.

–¿Por qué estás tan empeñada?

–En Roma no tengo cocina, así que no te puedo devolver el favor que me hiciste al prepararme una cena. Pero te puedo llevar a un buen restaurante. De hecho, te llevaría al mejor de la ciudad si no fuera porque la lista de espera será tan larga que no nos darían mesa hasta dentro de dos meses.

–Y porque sería carísimo –comentó él.

Ella se encogió de hombros.

–El dinero no me importa. Recuerda que me tocó la lotería. Me lo podría permitir.

–Entonces, veré lo que puedo hacer. Tengo unos cuantos contactos.

Ella sonrió.

–Tomemos un café y, entre tanto, haré unas llamadas.

Se sentaron en una cafetería. Rico hizo varias llamadas telefónicas y se alegró mucho de que Ella no supiera italiano y no pudiera entender lo que decía. Al final tuvo suerte y consiguió una mesa en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, que casualmente pertenecía a un buen amigo suyo. Hasta lo organizó todo para que el maître le diera la verdadera cuenta a él y presentara una más baja a Ella. No quería que se gastara una fortuna.

Cuando terminó de hablar, dijo:

–Tengo una buena noticia y una mala. La buena, que he conseguido una mesa a las ocho en punto.

–¿Y la mala?

–¿Tienes un vestido de noche?

–Me temo que no.

–En tal caso, compraremos uno.

Normalmente, Rico la habría llevado a Via Condotti y le habría comprado un vestido con su tarjeta de crédito.

–¿Puedes recomendarme alguna boutique?

–Eso depende de lo que quieras. Los mejores diseñadores están en Via Condotti.

Ella arrugó la nariz.

–No soy mujer de diseñadores… ¿No se te ocurre algo más barato?

–Por supuesto. Sígueme.