Pasión esmeralda - Lynne Graham - E-Book
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Pasión esmeralda E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Cuando todo su mundo se vino abajo, ella supo apreciar lo que le quedaba. Harriet decidió olvidarse de Londres, de su carrera y de su novio infiel… Pero su nueva vida en Irlanda corría peligro: tenía como vecino al despiadado Rafael Cavaliere, cuya estrategia de hacerse con todos los activos de su empresa años atrás había dejado a Harriet sin trabajo. Ahora, además, parecía que tenía derecho a la mitad de su herencia. Pero Rafael siempre estaba ahí para ayudarla… y seducirla con su innegable atractivo. ¿Sería posible que él también se sintiera atraído por ella? A riesgo de convertirse en una más de sus numerosas conquistas, Harriet decidió dejarse llevar y vivir una apasionada aventura junto a él…

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Seitenzahl: 389

Veröffentlichungsjahr: 2011

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.

PASIÓN ESMERALDA, Nº 16 - diciembre 2011

Título original: Emerald Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Publicado en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-107-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

1

En un momento de sinceridad mordaz, acaecido entre el sueño y la vigilia en su habitación de un hotel de Manchester, Harriet Carmichael reconoció que su vida no era lo que una vez había soñado que sería. Aun así, no tenía la menor sospecha de que estaba a punto de enfrentarse a su peor pesadilla hecha realidad.

En cualquier caso, en su séptimo cumpleaños su padre le había enseñado a enumerar todas las cosas buenas que tenía, después de que su encantadora madre hubiera vuelto a faltar a una de sus visitas prometidas. Aquellas continuas decepciones le habían hecho tanto daño a Harriet que había aprendido muy pronto a mirar el lado positivo de las cosas. Así se protegía a sí misma, borrando los pensamientos negativos con un mantra en el que se repetía todo aquello por lo que debía dar gracias. En esta etapa de su vida, se sentía agradecida por tener un novio maravilloso, Luke, quien se había enamorado de ella a pesar de todos sus defectos. Luego, estaba su numerosa familia. Y también tenía un trabajo genial, en el que ganaba un sueldo fabuloso y que había animado a Luke a pensar en el matrimonio.

Una sonrisa soñadora curvó sus generosos labios. Inundada por un delicioso optimismo, agarró el mando a distancia y encendió la televisión para ver las noticias.

—Tras la reciente caída en las cotizaciones, la llegada a Londres de Rafael Cavaliere ha alimentado los rumores de una posible quiebra en el sector de la electrónica.

Harriet se irguió bruscamente en la cama hasta sentarse mientras en la pantalla aparecía la imagen del magnate italiano en el aeropuerto de Heathrow. Como de costumbre, iba rodeado por su personal y sus guardaespaldas, y su alta e imponente figura congregaba a un ejército de paparazzi frenéticos por llamarle la atención. Sin embargo, Cavaliere caminaba con tranquilidad, sin ninguna prisa por salir de aquel tumulto. «El hombre de hielo», pensó Harriet adustamente. Aunque estaba en mitad de la treintena, irradiaba la autoridad y la seguridad de los ejecutivos poderosos y despiadados, gracias en parte a su enorme fortuna y su brillante don para los negocios. Con sus permanentes gafas de sol, su rostro era tan inescrutable como una pared de granito.

Viéndolo, Harriet sintió un escalofrío por la columna. Con mano impaciente se apartó un mechón de sus cabellos rojizos que le caía sobre la pálida frente, al tiempo que los suaves contornos de su rostro redondeado se tensaban en una mueca de desaprobación. Diez años antes, Rafael Cavaliere había adquirido la compañía farmacéutica en la que el padrastro de Harriet había trabajado. Despojada de todos sus bienes la debilitada empresa había acabado por desaparecer, y como consecuencia, el desempleo había hecho estragos en el pueblo de Harriet y había destrozado a más de una familia feliz. Harriet despreciaba todo lo que Rafael Cavaliere representaba: aquel hombre no creaba nada, simplemente destruía cuanto encontraba a su paso en nombre del progreso y los beneficios económicos.

En aquellos días, Harriet había sido una chica de campo, inmensamente feliz de ayudar en la escuela de equitación. Nada le gustaba más que trabajar con caballos. Por eso se había quedado tan desconcertada dos meses atrás, cuando recibió la inesperada herencia de una pariente desconocida que le había dejado un pequeño negocio en la costa occidental de Irlanda. Al principio se había quedado absolutamente perpleja por la noticia, pero al asombro dejó rápidamente paso a la irritación, cuando se enteró de que había una interesante oferta para comprar la propiedad. Tanto se había indignado que a punto estuvo de tomar el primer vuelo hacia Kerry. Por desgracia, ninguno de los que la rodeaban compartía su entusiasmo por investigar su legado y patrimonio irlandés.

Su madre, Eva, había huido de Irlanda y de su familia tras quedarse embarazada siendo aún una adolescente. Se había instalado en Londres y nunca quiso decirle quién era su padre. A Harriet le habría encantado que la animara a visitar Ballyflynn, su pueblo natal, y habría aprovechado la oportunidad para intentar descubrir por sí misma la identidad de su padre. Pero la suerte no la había acompañado, pues al día siguiente tenía que firmar los contratos para la venta del negocio. Apremiada para anteponer la sensatez al sentimentalismo, acabó cediendo a la presión y accediendo a vender la herencia que no había llegado a ver. Después de todo, hacer otra cosa habría provocado un drástico vuelco en su vida.

Su teléfono móvil empezó a sonar, y aunque se sentía incómoda por sus reflexiones, intentó responder con el mejor ánimo posible.

—Harriet… ¿sabes si mi traje de Armani sigue en la tintorería? —le preguntó Luke con voz tensa.

—Déjame pensar —dijo. El fin de semana pasado, Luke le había pedido que recogiera su traje si le era posible, y ella le había asegurado que lo haría. Pero ¿lo había hecho? Desde que el trabajo había empezado a invadir su tiempo libre, le resultaba cada vez más difícil atender los pequeños detalles de la vida.

—Harriet… —la presionó Luke—. Tengo prisa.

—Sí, lo recogí.

—¡Pues no está en el armario! —espetó Luke, tan cortante e impaciente como sólo podía serlo un abogado. Había sido igualmente rotundo y categórico al afirmar que Irlanda era tan verde porque nunca paraba de llover, y que por tanto no podía considerar aquella isla como el lugar perfecto para sus vacaciones—. ¿Se puede saber dónde está?

Harriet se lo imaginó con el mechón de pelo rubio cayéndole sobre la frente y sus brillantes ojos verdes iluminando su rostro bronceado. El amor la hacía sentirse vacía y anhelante. Se estrujó los sesos y recordó haber entrado en el apartamento de Luke cargada con bolsas de la compra y el traje de Armani sobre el brazo.

—Dame un momento. Estoy intentando recordar.

—¿Por qué eres siempre tan desorganizada? —la acusó Luke, repentinamente furioso.

Atónita por aquella crítica tan injusta, Harriet apretó los párpados con fuerza e hizo un esfuerzo supremo por acordarse.

—Tu traje está colgado en la percha de la puerta de la cocina.

—Que está… ¿dónde? Oh, no importa —dijo Luke, no precisamente agradecido.

—Es la última vez que te hago un favor un sábado sólo para que puedas encontrarte con tus amigos en el gimnasio —declaró ella—. No soy desorganizada, ¡simplemente no tengo tiempo para tantas cosas!

Hubo un incómodo silencio al otro lado de la línea.

—Lo siento —murmuró Luke—. Me he pasado de la raya. ¿Te veré más tarde?

—No. Tendré suerte si consigo llegar a casa antes de la medianoche —respondió ella. Cuando llegara a Londres, aún tenía que llamar a la agencia, darle el parte a su jefa, Saskia, y escribir un informe detallado. La reunión mensual con los ejecutivos de Zenco en Manchester era el compromiso más importante de su agenda.

—Es una lástima, porque te echo mucho de menos —le aseguró Luke con su encanto habitual—. Aunque yo también tengo muchas cosas que hacer hoy, así que si llamas y te encuentras con mi móvil apagado, no te preocupes y deja un mensaje. Tengo prisa… te llamaré mañana, encanto.

«¿Encanto?». A Harriet le sorprendió aquel apelativo. Tenía un cierto deje de frivolidad que no era en absoluto el estilo de Luke. Su hermanastra, Alice, también lo usaba, pero Alice era una chica que siempre iba a la última moda. Harriet sonrió con cariño al pensar con orgullo en la joven y lamentó, no por vez primera, que las dos personas que más quería, su hermanastra y su novio, no pudieran estar juntos en la misma habitación.

El móvil empezó a sonar de nuevo, justo cuando estaba a punto de marcharse a la reunión.

—¿Estás viendo las noticias? —preguntó su jefa en tono frenético.

—No… ¿por qué? —contestó Harriet al tiempo que encendía el televisor con indiferencia. Saskia era la reina del melodrama.

—Zenco se ha ido a pique —dijo Saskia con voz áspera y dura.

A Harriet le dio un vuelco el estómago y observó la pantalla. Cientos de empleados se arremolinaban frente al edificio de Zenco. Algunos golpeaban las puertas de entrada, pero en el interior no parecía haber nadie. Los rostros reflejaban desconcierto, ira e incredulidad. La cámara se detuvo y enfocó a una joven que sollozaba.

—Has estado tratando con la gente de Zenco. ¿Cómo es que no te diste cuenta de que había problemas? —le preguntó Saskia. Su voz traspasó como un cuchillo el horror que sentía Harriet al ver el drama en televisión—. ¡Si nos hubieras avisado, habríamos podido retirarnos a tiempo!

—Pero, Saskia, ¿cómo podía yo…?

—En estos momentos no me interesan tus excusas —la cortó su jefa, que parecía histérica—. Ve allí ahora mismo y averigua lo que está pasando. ¡Y luego vuelve aquí enseguida! Sin el informe de Zenco se te acabó gastar a manos llenas como si te hubiera tocado la lotería.

Tras recibir aquellos ataques tan inesperados como injustos, Harriet se presionó las manos contra las acaloradas mejillas. Su jefa era famosa por su lengua afilada, pero era la primera vez que ella sentía sus efectos en persona. Hasta esa mañana había sido su empleada favorita, siempre al frente de las negociaciones con Zenco y de un presupuesto que no paraba de crecer. Si Zenco tenía problemas, definitivamente también los tendría ella.

Dos años habían pasado desde que se incorporara a la plantilla de Dar Design. Por aquel entonces, aún se trataba de una empresa pequeña, pero a Zenco le había gustado su campaña creativa y la entusiasta presentación de Harriet. El resto era historia: la agencia publicitaria había crecido con fulgurante rapidez y podía hacerse cargo de las necesidades promocionales de la multinacional. Pero ¿qué pasaría si de repente todo se venía abajo?

Seis horas más tarde, Harriet estaba cruzando el elegante vestíbulo de Dar Design. Un silencio espeluznante flotaba en el ambiente. Sus colegas asomaban las cabezas por las puertas y apartaban rápidamente la mirada. Nadie sabía qué hacer ni qué decir. Antes de que Harriet se embarcara en un avión de vuelta a Londres, Saskia la había llamado cuatro veces más, y todo el mundo debía de haberla oído gritar a pleno pulmón sobre la enorme fortuna que Zenco le debía a Dar Design. Los intentos de Harriet por hablar con Luke habían sido en vano; al llamar a su secretaria, ésta le dijo que estaría en una reunión hasta las seis, y su móvil estaba apagado, como él le había dicho.

Una mujer morena y demacrada, de cuarenta y tantos años y enfundada en un traje rosa de tweed, abrió de un brusco tirón la puerta del despacho. Saskia.

—¿Y bien? —la increpó su jefa mordazmente.

Harriet respiró hondo, entró y cerró la puerta tras ella.

—La cosa no tiene buen aspecto. Se rumorea que hay un agujero en las cuentas de Zenco y está pendiente una investigación de tres de los directores.

Saskia masculló una palabrota y le clavó a Harriet una mirada de profundo resentimiento.

—¿Por qué demonios me estoy enterando de esto ahora?

—La corrupción en las altas esferas no es un tema de conversación habitual entre el personal de Zenco —señaló Harriet con toda la tranquilidad que pudo—. Ninguno de ellos tiene contactos, y tampoco yo.

A pesar del distanciamiento que siempre había existido entre su padre, Valente Cavaliere y él, Rafael había decidido acudir a su funeral.

Rafael creía que las rivalidades familiares no debían ser mostradas en público, y no tenía ningún motivo para ofender la tradición. Ciertamente, no le convenía mucho dejar Reino Unido justo cuando Zenco se iba a la quiebra, pero ya estaba pensando en ganar otros cuantos millones de libras aprovechándose de la ingenuidad y la avaricia de las personas.

Un silencio lleno de sobrecogimiento y respeto lo recibió en la capilla de Roma. Al ver el cadáver del viejo no mostró la menor emoción ni sentimiento. Aquella actitud impasible ante el féretro era un rasgo que su difunto padre habría admirado, sin duda. Setenta años alimentando una personalidad cruel y egoísta no le habían servido a Valente para conseguir la frialdad y el orgullo que Rafael demostraba.

La furia y la frustración por no poder intimidar a su hijo habían llevado a Valente a estar siempre en guerra con él. Le había hecho la competencia con métodos bastante turbios y escabrosos, y en demasiadas ocasiones había intentado hundir el imperio de su hijo. Derrotado, Valente se había dado cuenta de que, a su pesar, se enorgullecía de su propia sangre. Rafael tenía una inteligencia letal, un férreo control sobre sí mismo y una carencia absoluta de sentimientos. Poco antes de morir, Valente había llegado a la conclusión de que había creado un rey junto a la esposa irlandesa que no había cumplido sus expectativas.

Las reflexiones de Rafael junto al féretro no eran precisamente religiosas ni pacíficas. Al contrario, los recuerdos eran tan amargos y dolorosos que se le clavaban como cuchillos.

—Tu madre es una ramera y una yonqui. ¡No te creas una sola palabra de lo que diga esa zorra mentirosa! —le había advertido Valente cuando Rafael tenía siete años—. Cuando la visites, no olvides nunca que tú eres un Cavaliere y que ella no es más que escoria irlandesa.

Valente, sin embargo, se había superado a sí mismo cuando Rafael se enamoró por primera y última vez a los quince años. Le había pagado a una prostituta de lujo para que sedujera a su impresionable hijo a lo largo de una semana.

—Tenía que convertirte en un hombre, y la verdad es que esa mujer se quedó impresionada. Sabrosa, ¿verdad? Lo sé porque la probé antes de mandártela —había dicho Valente con una risa lasciva—. Pero no puedes amarla. Es una fulana y nunca volverás a verla. En el fondo todas las mujeres son unas fulanas cuando se acercan a hombres con dinero y poder.

Aquella devastadora declaración estuvo acompañada de las carcajadas de los socios de su padre.

—Los sentimientos y los negocios son incompatibles —había sentenciado Valente cuando el padre del mejor amigo de Rafael se pegó un tiró por culpa del fracaso en una negociación después de que Valente se desentendiera de la misma—. Yo velo por mis intereses, y, siempre que me seas fiel, también por los tuyos.

La familia y los amigos no cuentan para nada a menos que pueda sacar algo de ellos.

No mucho después, Rafael había recibido un sermón sobre los valores del aborto, el rechazo y la intimidación en cuanto a los embarazos no deseados. Al pensar en aquella ironía, Rafael casi sonrió por primera vez en varios días. Valente había engendrado a una niña en Irlanda, durante una breve aventura con la viuda que una vez había sido la asistenta de Flynn Court, el hogar ancestral de su mujer. Ahora Rafael tenía una hermanastra, una chica de quince años con una boca y unos modales insolentes y los grandes ojos de los Cavaliere. Él había pagado sus exclusivos internados durante los últimos cuatro años, aunque no lo había hecho por ningún vínculo emocional. Rafael siempre tenía un propósito para todo. Su generosidad no sólo le había servido para avergonzar y enfurecer a su padre, sino para no quedar mal ante los recelosos habitantes de Ballyflynn.

Arrojó al féretro una foto descolorida de su madre y la ruinosa mansión de Flynn Court, deseando con todas sus fuerzas que el espíritu de su madre acosara el alma de Valente en el purgatorio y el infierno.

Siguiendo las órdenes de Saskia, Harriet acabó el trabajo antes de lo previsto y se marchó a casa. Para entonces, ya sabía que, con Zenco a punto de desaparecer, su carrera tenía las horas contadas. A corto plazo no le preocupaba estar una temporada en paro pues no tenía problemas económicos, pensó en un intento por mantener el optimismo. Pero Luke, siempre tan precavido, decidiría sin lugar a dudas que una fecha para la boda estaba fuera de toda cuestión.

Intentó no pensar en la perspectiva de otro par de años ocultando su adicción secreta a las revistas de bodas y sonriendo con valentía cuando le preguntaran cuándo sería el gran día. Se habría cortado el brazo antes de permitir que Luke sospechara lo ansiosa que estaba por casarse y ser madre, ya que no quería presionarlo. Pero llevaban cinco años juntos y dos de compromiso. A sus veintiocho años, estaba más que preparada para dar el siguiente paso.

Una vez en casa, escuchó un mensaje en su contestador automático.

—Pensé que tal vez podríamos quedar para comer —se oyó la bonita y cantarina voz de Alice. Tenía cierto tono aristocrático, producto de su privilegiada educación—, pero veo que no estás. Seguramente estés trabajando por ahí, como siempre. ¡Lastima! Ya te llamaré en otro momento. Esta noche voy a ir a Nice.

Reprimió un suspiro de decepción justo cuando el timbre de la puerta sonaba. Comer con su hermana pequeña y oír sus fascinantes anécdotas era siempre muy entretenido.

Era Juliet, la modelo rubia y glamurosa que vivía en la puerta de enfrente.

—Me mudo esta noche.

—Dios mío, eso sí que es repentino…

—Me voy a Europa con mi novio y tengo que pedirte un favor —Juliet, que nunca llamaba a la puerta de Harriet por ningún otro motivo, mostró su perfecta dentadura en una sonrisa esperanzadora—. Eres tan buena persona y te gustan tanto los animales… ¿Te importaría quedarte con Sansón?

Harriet parpadeó unas cuantas veces, horrorizada. Sansón era el chihuahua que Juliet había adquirido cuando la película Una rubia muy legal estaba de moda. Harriet se dio cuenta de que no había visto al perro desde que otro inquilino le había recordado a Juliet que las mascotas no estaban permitidas.

—No sabía que aún lo tuvieras.

—Ha estado viviendo en una residencia de lujo para mascotas que me costaba una fortuna —se lamentó Juliet—. Pero ahora no tengo tiempo para venderlo.

—Lo siento… no puedo hacer nada —se apresuró a decir Harriet, endureciendo su corazón contra la idea del pobre perro abandonado—. ¿No podría encontrarle la gente de la residencia otro lugar?

—¡No, prefieren endosármelo a mí! —gimió Juliet—. Tienes que ayudarme. Danny pasará a recogerme en menos de una hora.

—Me temo que no tengo sitio para quedarme con un perro —dijo Harriet, intentando mantenerse inflexible ante la arrolladora personalidad de la rubia. A Luke no le gustaban los perros, y lo había dejado muy claro la vez que ella tuvo que cuidar de Sansón durante un fin de semana.

Una hora y media más tarde, tras haberse puesto el vestido azul favorito de Luke, iba de camino al apartamento de su novio con la intención de darle una sorpresa. Llevaba consigo los ingredientes para hacer un plato oriental. A Luke le encantaban sus dotes culinarias. ¿Debería alimentarlo bien antes de hablarle del negro futuro que se avecinaba? Al pensarlo le remordió la conciencia, y también al pensar en el pobre Sansón, tan pequeño e indefenso contra los otros perros del hogar canino. Pero el chihuahua no era su responsabilidad, se recordó a sí misma. A Luke le irritaba sobremanera que se dedicara en cuerpo y alma a resolver los problemas de los demás.

Entró en el moderno apartamento de su novio y se dirigió directamente a la cocina, pero se detuvo en seco cuando oyó unas risas procedentes del dormitorio. Sorprendida, se acercó a la puerta.

—La llamábamos Cerdita Porky cuando éramos niñas —estaba diciendo una voz femenina familiar—. Mamá estaba tan avergonzada de Harriet que una vez llegó a decir que era la hija de la asistenta. Era gorda y hablaba con un horrible acento pueblerino. Puede que haya adelgazado desde entonces, pero sigue teniendo una cara mofletuda y un trasero del tamaño de una cosechadora.

Harriet se había quedado petrificada. ¿Qué estaba haciendo Alice en casa de Luke, y por qué su hermana estaba contando cosas tan horribles sobre ella? ¿Intentaba divertir a Luke? En un par de ocasiones había oído cómo Alice se burlaba cruelmente de otros, pero lo había achacado a la inmadurez propia de una joven, ya que Alice era seis años menor que ella.

—Alice —la reprendió Luke en tono indulgente.

—Me llamo Cerdita Porky y soy un muermo. Sólo sé hablar de recetas, y estoy tan desesperada por gustar a los demás que dejo que todo el mundo me pisotee como si fuera un felpudo —la imitación de su voz hizo que Harriet pusiera una mueca de desagrado y su rostro palideciera más aún mientras entraba en la habitación—. ¿Prefieres una ración de mi pastel de chocolate o algo más jugoso, encanto?

—¿Tienes que preguntarlo? Abre estas hermosas piernas…

A Harriet le temblaron sus propias piernas y el estómago se le revolvió como un remolino cuando miró a través del amplio suelo de madera pulida sin poder creerse lo que veía. Luke estaba tumbado de espaldas en la cama, completamente desnudo, y tiraba de su hermanastra, igualmente desnuda, para colocarla encima de él. El sedoso cabello rubio caía sobre los esbeltos y bronceados hombros de Alice, que se reía con desenfreno al tiempo que adoptaba una postura mucho más íntima y sensual.

—Me encantan tus pequeños pechos… —dijo Luke con un gemido de placer, llevando sus ávidas manos hacia los montículos que se le ofrecían descaradamente, mientras Alice arqueaba la espalda en un movimiento eróticamente provocador.

Harriet se había quedado clavada en el sitio, contemplando absolutamente perpleja la escena que se desarrollaba frente a ella.

—No como los míos… —se oyó a sí misma decir. Su voz sonó alta y clara, pero a ella le pareció curiosamente flemática y carente de toda emoción.

Los dos amantes se quedaron paralizados tan repentinamente que en otras circunstancias podría haber resultado hasta cómico. Luke dio un respingo sobre la almohada.

—¡Harriet!

—¿Cuánto tiempo lleváis juntos? —preguntó con asco, apretando los puños al tiempo que se obligaba a no desviar la mirada.

Alice se apartó de Luke con calma y elegancia y miró a Harriet, desafiándola abiertamente con su belleza y sus brillantes ojos pardos.

—Meses. No puede saciarse de mí, ni en la cama ni fuera de ella. Siento que hayas tenido que enterarte de esta manera. Pero así es la vida. Es dura para todos nosotros. A mí no me ha hecho ninguna gracia tener que mentir, como si estuviera haciendo algo de lo que avergonzarme.

Luke se puso los pantalones torpemente y le ordenó a Alice que se callara. Harriet se estremeció ante la intervención de su novio… o mejor dicho, de su ex novio. Al acostarse con su hermana, había hecho trizas el compromiso. Haciendo un esfuerzo supremo por controlarse y no permitir que sus emociones la traicionaran, se dio la vuelta y salió muy rígida del apartamento.

Al principio no podía respirar bien. Se sentía como si la hubieran encerrado en una caja y la hubieran privado del oxígeno. Luchaba contra la necesidad de gritar y llorar. Su mente reproducía una y otra vez lo que había visto y oído. Las palabras e imágenes eran como cuchillos dentados que le roían las entrañas. El dolor era insoportable. Había amado a Luke durante la mitad de su vida adulta. No podía imaginar una vida sin él. Pero tampoco podía soportar que se hubiera acostado con su hermana. No sólo eso, sino que además se hubiera reído con las burlas de Alice. ¿Qué había pasado con la fidelidad y la decencia?

¿Y qué había pasado con la aversión que Luke y Alice se tenían mutuamente? ¿Con sus comentarios sarcásticos y su hostilidad recíproca? Luke se refería a Alice como a una princesita mimada, y siempre estaba criticando su actitud despreocupada y sus excesos. Por su parte, Alice veía a Luke como a un imbécil pomposo y arrogante.

¿Acaso aquella supuesta animosidad sólo era una tapadera para engañarla a ella?

Cuando conoció a Luke en la universidad, había sido su amiga aunque en realidad había querido ser mucho más. Se había tenido que conformar con quedarse al margen y sonreír como una tonta cuando él salía y se acostaba con chicas más guapas y sofisticadas que ella. Sin embargo, a través de la amistad había acabado ganándose su confianza y su afecto. El amor había florecido cuando él había empezado a buscarla para compartir con ella sus esperanzas, éxitos y fracasos.

A fuerza de pasar hambre, Harriet había adelgazado dos tallas para satisfacer los requisitos de Luke. Verdaderamente, aquél era el peor momento para apreciar que había cambiado su imagen sólo para parecerle más atractiva al hombre a quien le había entregado su corazón.

Aunque tal vez no hubiera sido más que un vano intento de engañar al destino. Tal vez Luke y ella no estaban hechos el uno para el otro ni lo habían estado jamás. Como era lógico, ella no podía rivalizar con Alice, seis centímetros más alta, rubia y con una figura imponente. Alice era una belleza y no tenía que esforzarse lo más mínimo por parecerlo.

Al desear a Luke, se había limitado a conseguirlo sin ni siquiera pedir disculpas. Seguramente había heredado esa filosofía de su madre. Eva había dejado sus humildes orígenes en Irlanda y no había perdido oportunidad para ampliar sus horizontes. Ahora, instalada en París y casada por tercera vez con un magnate noruego, había alcanzado todos sus objetivos en la vida. Harriet era su hija mayor y había sido criada por el primer marido de Eva. Alice y Boyce eran hijos del segundo matrimonio.

—Sólo tenemos esta vida —había afirmado Eva sin dudarlo cuando dejó a su segundo marido por el tercero, mucho más joven, rico y poderoso—. A veces hay que ser egoísta para aprovecharla al máximo. Tienes que ser tú misma antes que nada.

Para Harriet aquél era un dogma cruel y extraño, pues a ella la habían obligado siempre a poner por delante los sentimientos y necesidades ajenas. Pero ahora que su propio mundo se derrumbaba a su alrededor, podía ver las ventajas que reportaba el egoísmo. Si vivía en la ciudad y trabajaba en un empleo altamente remunerado pero poco satisfactorio, era solamente por satisfacer las expectativas de Luke. Ahora veía cómo podía volcar su destrozado corazón en algo mucho más positivo.

Con Luke fuera de su vida y un futuro laboral cada vez más negro, al fin era libre para hacer lo que realmente quisiera, se dijo a sí misma con vehemencia. Tenía que encontrarle una salida al optimismo e impedir que el dolor la ahogara. Si dejar a Luke en manos de su hermanastra implicaba la posibilidad de cambiar de vida y retirarse a la campiña irlandesa, ¿no debería aprovechar la oportunidad? Después de todo, no habría una ocasión mejor para asumir el riesgo. Era joven, soltera, solvente y sana.

Se quedó atónita al encontrarse a Sansón, el chihuahua, junto a la puerta de su apartamento en una pequeña bolsa. A su lado tenía otra bolsa llena de complementos caninos, que incluían una colección de collares de diamantes falsos, abrigos de diseño y botitas a juego. Pero al hurgar en su contenido, Harriet no encontró ni comida, ni cuencos, ni siquiera una correa. El pequeño animal temblaba en el fondo de la bolsa, mirando fijamente a Harriet con sus enormes ojos suplicantes.

Harriet ahogó un gemido de exasperación. ¿Cómo podía Juliet abandonar a su perro cuando sabía que ella no podía hacerse cargo de él?

Sansón había sido abandonado, igual que ella, reconoció dolorosamente. Abandonado cuando pasaba de moda y aparecía una perspectiva más prometedora. Ella siempre había querido tener un perro… pero uno normal y grande, no uno que pareciera de juguete. Aunque, ¿una exigencia semejante no era propia de una esnob? ¿Acaso le había gustado a ella que Alice la juzgara mediante los imposibles parámetros de perfección femenina y resaltara sus defectos físicos? Se estremeció de culpa y frustración. No era culpa de Sansón ser tan pequeñajo.

El muro ruinoso y cubierto de hiedra parecía extenderse durante varios kilómetros a lo largo de la carretera, antes de que un letrero en inglés y en gaélico le anunciara a Harriet que había llegado a Ballyflynn.

El corazón empezó a latirle con rapidez. Lo primero que vio fue una vieja iglesia de piedra. ¿Habría rezado su madre allí de niña? En su esfuerzo por mirar hacia todos lados, redujo la velocidad del coche hasta casi detenerlo. A ambos lados de la amplia calle salpicada de árboles se alineaban unas bonitas casas pintadas de colores cremosos. Era una aldea pequeña y no muy animada, pero definitivamente pintoresca.

Aparcó junto a la casa de McNally, el abogado que se encargaba del testamento de su difunto primo, y agarró su bolso de diseño. Luke se lo había regalado para su cumpleaños.

De repente recordó la foto de Alice y Luke que habían publicado en un periódico sensacionalista dos semanas antes. Al instante sintió náuseas. Luke siempre había sido una persona ambiciosa que cuidaba mucho su imagen pública. Ávido por convertirse en socio de la empresa para la que trabajaba, le había dicho a Harriet que las apariencias eran cruciales cuando se trataba de impresionar a los superiores. Gracias a su indiscutible belleza y su pertenencia a la clase alta, Alice era sin duda un atractivo mucho mayor en los eventos sociales.

Harriet expulsó una temblorosa exhalación. Sólo habían pasado siete semanas desde que rompieron, y el dolor aún era demasiado crudo y reciente. Pero se dijo a sí misma que lo superaría sin ceder un solo palmo a la amargura o los celos.

Eugene McNally, el corpulento abogado de mediana edad y rostro colorado, le dio las llaves de la finca de Kathleen Gallagher, aunque no parecía muy contento de hacerlo. Su decepción había sido evidente cuando Harriet declaró que no tenía el menor interés en oír ni discutir la suculenta oferta que acababan de hacer por la propiedad. Sin embargo, aunque ya había recibido abundantes detalles por correo, Harriet tuvo que escuchar pacientemente el discurso del señor McNally sobre las deudas que había dejado su difunta prima.

—Esta herencia no va a hacerla rica —le advirtió—. Incluso puede que le cueste dinero. No es fácil obtener beneficios con los caballos.

—Lo sé —dijo Harriet, preguntándose si aquel abogado la vería como una joven ingenua y estúpida.

Era comprensible que haber cambiado de idea en el último minuto sobre la venta de la propiedad no fuera del agrado del señor McNally ni del comprador. Pero se había deshecho en disculpas por teléfono cuando un giro inesperado en su vida le había hecho replantearse su futuro. El comprador cuya oferta había rechazado era una empresa llamada Flynn Enterprises. Obviamente se trataba de una empresa local, pensó Harriet amargamente, y pisotear los negocios locales no era la mejor manera de hacer amigos.

Con todo, y a pesar de que su traslado a Irlanda era una jugada indiscutiblemente arriesgada por su parte, estaba convencida de que sus más allegados se equivocaban al considerar que estaba cometiendo el mayor error de su vida.

—¿Con esto pretendes castigarme y hacer que me sienta mal? —la había acusado Luke al enterarse, lleno de resentimiento.

—Parece que te has vuelto loca de repente —había murmurado preocupadamente su padrastro—. ¡Te estás comportando como una adolescente con la cabeza llena de pájaros!

—Sería más emocionante que te metieras en un convento que confinarte en ese pueblo de palurdos en el fin del mundo —le había advertido su madre, exasperada—. Yo me moría de ganas por salir de allí. No lo vas a soportar. ¡Estarás de vuelta en Londres en menos de seis meses!

Pero Harriet no lo veía de la misma manera. Sentía que estaba haciendo lo correcto. De hecho, se sentía diferente, aunque no podía explicarse por qué. Pero apreciaba enormemente que por una vez pudiera tener el pleno control sobre su destino. Eso le otorgaba una maravillosa sensación de libertad. Estaba impaciente por dirigir su propio negocio, y confiaba en el trabajo duro para salir adelante.

Salió muy lentamente de Ballyflynn. El mismo muro que la había recibido volvía a extenderse ante ella. Sintió un nudo de expectación en el estómago. La servicial secretaria de Eugene McNally le había dado instrucciones precisas para llegar a la propiedad: tenía que seguir un kilómetro una vez cruzado el puente y torcer a la izquierda en el camino que aparecía tras un castaño.

El camino era desigual y sinuoso, y los setos que lo flanqueaban eran tan altos y densos que no se veía nada a ambos lados. Las blancas umbelas de las zanahorias silvestres que creían en los márgenes se mecían suavemente por la brisa ligera. No podía esperar gran cosa, se recordó. Era muy importante ser realista y no albergar fantasías absurdas.

El camino se desplegaba en una extensión de hormigón rodeada por cobertizos y establos, construidos con los materiales más variopintos y no precisamente pintorescos. Aquel lugar prometía trabajo y dedicación exclusiva, pero ella no se amedrentó. Tenía un poco de dinero y un par de manos que invertir.

Giró en la esquina siguiente y el corazón casi se le salió del pecho. En medio de una espléndida arboleda se levantaba una casita blanca con un techo de paja tan empinado que parecía un sombrero de bruja. Las ventanas con parteluces y la puerta de madera corroída apenas destacaban por la desgastada pintura roja.

Completamente atónita por el aspecto excéntrico y anacrónico de aquella casa, así como por su supuesta edad, parpadeó un par de veces, frenó en seco y salió del coche a explorar.

La llave se introdujo en la cerradura con facilidad. Una buena señal, pensó, temblando por la emoción. Al entrar la recibió el sugerente olor a flores y cera de abejas. Un pequeño fuego ardía en una gran chimenea ennegrecida, que aún disponía de todos los accesorios metálicos que una vez habían servido como instrumentos de cocina. El resplandor de las llamas iluminaba la negra pátina de una mesa central, sobre la que había un florero de cristal mellado con rosas y espigas violetas.

Había dos puertas, la primera de las cuales daba a una pequeña habitación dominada por una cama con un alto cabecero de latón y un gran armario victoriano. La otra puerta conducía a una extensión más moderna de la casa: una cocina que albergaba un fogón Aga y un escritorio bastante desordenado en un rincón, y cuyas paredes estaban empapeladas con escarapelas hechas jirones y fotos descoloridas de carreras de caballos. Un corto pasillo acababa en otro dormitorio.

Rezando porque la puerta final fuera la de un cuarto de baño con las correspondientes comodidades, Harriet giró el pomo.

—¡Fuera! ¡Está ocupado, Uma! —gritó una voz masculina al otro lado.

Casi en el mismo instante, Harriet oyó que se abría otra puerta y una joven que gritaba:

—Fergal… hay un coche fuera. Olvídate del baño. ¡Si es esa Carmichael la que ha llegado, no querrá encontrarse a un desconocido en su bañera!

Una adolescente alta y extremadamente delgada, con pantalones de montar y brillantes ojos pardos, vio a Harriet y se llevó una mano a la boca. Su pelo negro y puntiagudo con mechas moradas le daba un aspecto realmente gótico, pero era una chica extraordinariamente guapa.

Se oyeron los chapoteos de un cuerpo saliendo precipitadamente de una bañera.

—¿Cómo sabes que no le gustará? Tengo un don con las mujeres —dijo Fergal—. Puede que hasta se alegre de encontrarme aquí…

—No podré darle una opinión sincera hasta que no lo haya visto —murmuró Harriet.

Un silencio se hizo en la estancia, y entonces la cabeza de un gigante rubio de ojos azules se asomó por la puerta para mirarla.

A pesar de la irritación que le producía encontrar su propiedad invadida por desconocidos, a Harriet no le sorprendió la seguridad que tenía Fergal en sí mismo con las mujeres. A sus veintipocos años y con una sonrisa letal, era realmente atractivo.

—Demonios… ¡Lo siento! —gimió, y cerró la puerta con rapidez.

—Soy Uma Donnelly… su moza de cuadra a tiempo parcial —se presentó la joven, alzando el mentón con orgullo.

—No sabía que alguien más tuviera las llaves de este lugar —comentó Harriet con cautela.

Uma se puso colorada.

—Fergal es como el socio extraoficial de Kathleen y siempre se ha sentido aquí como en casa.

—¡Sólo que ahora hay una nueva propietaria! —exclamó Fergal desde detrás de la puerta, la cual había vuelto a abrir ligeramente.

—Supongo que debo daros las gracias por limpiar el polvo y encender el fuego —dijo Harriet.

Fue hacia la cocina y llenó la tetera para ponerla a hervir. Estaba muy cansada y muerta de hambre, y tenía que sacar a Sansón del coche. Después de haberse levantado al amanecer el día anterior, había conducido desde Londres a Gales, donde había embarcado en el ferry. Una vez en suelo irlandés, se había alojado en una pensión y esa misma mañana había cruzado la isla hasta la costa atlántica en un viaje largo y agotador.

—No. ¿Por qué iba a tener que hacer yo eso? —preguntó Uma, en un tono que sugería lo extrañas que le resultaban las tareas domésticas.

—Bueno, es obvio que alguien lo ha hecho.

—Pero yo no sabía con seguridad cuándo vendría usted…

—¡Santo Dios! —exclamó Harriet, perdiendo el interés en aquel pequeño misterio cuando miró por la ventana. Una enorme mansión se levantaba en la colina que se elevaba junto a su nuevo hogar. Recortada contra el cielo gris, la casa era un perfecto ejemplo de arquitectura georgiana, y su emplazamiento era ciertamente espectacular—. ¿Qué es eso?

—Flynn Court.

Harriet se puso tensa al oírlo.

—¿Guarda alguna relación con una empresa llamada Flynn Enterprises?

—Bastante —recalcó Uma—. Mire, aunque tenga a Rafael Flynn en su contra, no tiene por qué preocuparse de nosotros. No queremos que se vaya. Estamos con usted, y nos parece genial que quiera sacar adelante este sitio.

—Me alegra oírlo —murmuró Harriet, ahogando un bostezo mientras iba al coche a buscar a Sansón y las provisiones que había comprado de camino.

¿Querría ese Rafael Flynn que se marchara?, se preguntó con una mueca de desagrado. Ya había intentado echarla de allí con una lucrativa oferta. Pero no conseguiría nada a menos que ella accediera. Entonces, ¿por qué las palabras de Uma la hacían sentirse amenazada?

Sansón echó a correr en cuanto lo sacó de la bolsa y saludó a Uma con un débil ladrido, pero reservó su mayor entusiasmo para la comida y el agua que Harriet le sirvió.

—Nunca había visto un perro tan pequeño —comentó Uma con voz ahogada—. ¿Seguro que no es una rata? Será mejor que tenga cuidado con él en las cuadras. Los caballos pueden dar mucho miedo.

—Sansón se acostumbrará a este sitio. Puede que sea pequeño, pero tiene un corazón de león —declaró Harriet, decidida a fortalecer la imagen del chihuahua.

Uma frunció el ceño, nada impresionada en absoluto.

—No lo deje suelto por ahí. Los sabuesos de Flynn Court se lo tragarían de un solo bocado.

Fergal salió del baño, vestido con ropas de montar. El pelo rubio y húmedo quedaba a escasos centímetros del techo, y sus ojos azules reflejaban una expresión de inquietud.

—Señorita Carmichael, soy Fergal Gibson —dijo, extendiendo la mano.

—Harriet, por favor —lo corrigió ella automáticamente.

Fergal dejó un juego de llaves en la mesa.

—No habría usado el baño de haber sabido que llegaría usted hoy. Aquí le dejo las llaves.

—¡No puedes rendirte así ante ella! —le espetó Uma con furiosa vehemencia—. Como si este lugar no significara nada para ti y no te importe perder una fortuna. Kathleen nunca tuvo intención de que esto pasara…

—No te metas en esto, Uma —la cortó Fergal, claramente avergonzado—. Harriet acaba de llegar, y estoy seguro de que prefiere tomar posesión de su nuevo hogar sin visitas indeseadas. Iré a encerrar a los caballos para esta noche, ¿de acuerdo?

Sin saber lo que decir ni lo que hacer, Harriet salió al patio con Uma. Como la prima de su madre había muerto cuatro meses antes, no se le había ocurrido que pudiera haber animales en la finca. Al menos, no había aparecido ninguno en la lista de bienes. ¿Y cuál sería exactamente el papel que desempañaba aquel «socio extraoficial»? Al recibir una agresiva mirada de desconfianza por parte de la acalorada joven, Harriet reprimió un gemido. Empezaba a sospechar que su herencia irlandesa no iba a ser tan sencilla como había imaginado.

En la parte de atrás de la casa había un granero nuevo y una fila de establos. El asombrado escrutinio de Harriet se desvió de la explanada de arena con obstáculos hacia lo que parecía la entrada a un ruedo cubierto.

—Kathleen y Fergal se repartieron los gastos de la construcción. Él construyó los establos con sus propias manos. Le llevó tres años, y trabajaba de sol a sol para poder pagar su parte. Los caballos son suyos. Compró los potros y los entrenó para venderlos a los cuatro años —Uma soltó la información con dureza—. Pero no tiene nada más, ya que todo lo invirtió aquí. Ni siquiera tiene derecho a recibir una indemnización.

Harriet tomó aire y lo expulsó lentamente.

—Hablaré con Fergal —respondió con tranquilidad—. Dame tiempo para instalarme.

Uma le clavó una mirada intensa.

—Sólo quiero que sea justa y haga lo correcto. Kathleen estaba muy orgullosa de él, y Fergal fue quien se ocupó de todo cuando ella cayó enferma.

Incómoda, Harriet asintió y se dirigió hacia las cuadras para evitar más discusiones. Allí, Fergal le presentó alegremente a los tres animales, lo que la ayudó a aliviar su inquietud. Había dos castrados marrones y un enorme semental negro. Al ver a Harriet, soltó un relincho nervioso y se puso a hacer cabriolas en su cuadra.

—Tenga mucho cuidado con Pluto. Puede ser un verdadero demonio —le advirtió Fergal—. No intente agarrarlo.

—Es un animal magnífico —admitió Harriet, impresionada por la imponente presencia de Pluto.

—Es con el que espero hacer mi fortuna —le confesó Fergal con una sonrisa que iluminó su rostro bronceado—. No le haga caso a Uma. Tiene buena intención, pero me temo que es demasiado joven para entender nada… Este lugar le pertenece a usted, y ésa fue siempre la voluntad de Kathleen —añadió en tono triste.

—La verdad es que yo ni siquiera sabía nada de la existencia de Kathleen. Ojalá nos hubiéramos conocido —se lamentó Harriet con una mueca—. No lo digo sólo porque creo que sea lo debido. Desde que Kathleen Gallagher me incluyera en su testamento y yo tuviese que preguntarle a mi madre quién era, he deseado saber más sobre ella y esa rama desconocida de mi familia.

—Permítame que le diga que a veces es una bendición no saber nada de la familia —opinó Fergal, sorprendiéndola con la profundidad del comentario. Aquel joven escondía más de lo que sugerían su cándida expresión y su fácil sonrisa.

Un par de horas más tarde, con Sansón pegado a sus talones, Harriet dio una vuelta por los terrenos que le pertenecían según el plano de la propiedad. Una ola de felicidad y entusiasmo había invadido temporalmente su cansancio. Allí, en aquella tierra fértil y productiva, levantaría un negocio viable y próspero que le permitiría disfrutar de su nueva vida. No importaba que hubiese que cambiar el vallado o que las dependencias necesitaran reformas urgentemente. De momento tenía dinero en el banco para ocuparse de todo. La verde y ondulante campiña salpicada por grupos de majestuosos árboles era realmente hermosa, y eso era mucho más importante para ella.

El olor del mar flotaba en el aire cuando siguió un sendero abrupto y serpenteante que la llevó hasta la costa. Una franja de reluciente arena blanca desaparecía en la distancia, y por el horizonte el sol empezaba a ocultarse en una impresionante gama de violetas y carmesíes. El murmullo de las olas del Atlántico rodeó a Harriet en el silencio y la soledad, y dibujó una sonrisa en sus labios. Al día siguiente se ocuparía de solucionar cualquier problema, pero aquella noche era sólo para celebrar que era la dueña de un lugar maravilloso y que aquél era el comienzo de una nueva vida de independencia y libertad como nunca había conocido.

De vuelta en la casa, sacó de su equipaje sólo lo imprescindible y cenó un poco de sopa y pan. Pensó en lo cómodo que era no tener que ceñirse a una dieta estricta ni en sentir la acuciante necesidad de retirarse con hambre de la mesa.

Y también tenía sus ventajas no tener a un hombre cerca, se dijo a sí misma con animada determinación mientras entraba en el dormitorio. No le importaba nada en absoluto haber ganado peso desde la ruptura con Luke. Se puso una camisola con estampados de flores y unos shorts a juego y se metió en la cama con un suspiro de agradecimiento y satisfacción. Era delicioso estar bajo las sábanas con el estómago lleno.

Ya había amanecido cuando se despertó con un sobresalto. En alguna parte sonaban un ruido metálico y unos fuertes ladridos. El miedo la puso en tensión. Se levantó de la cama y corrió hacia la cocina. El horror le atenazó la garganta cuando vio la puerta del establo de Pluto balanceándose sobre sus goznes, mecida por la brisa. ¿Cómo demonios había salido el caballo?

Abrió la puerta trasera y se puso las botas de agua que había calzado la tarde anterior, mientras paseaba por sus dominios. Al girar en la esquina de la casa, vio a Pluto saltando sobre el seto que delimitaba su propiedad con la de Flynn Court. Masculló una palabrota y echó a correr tras el animal.

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