Pasión por el griego - Millie Adams - E-Book

Pasión por el griego E-Book

Millie Adams

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Beschreibung

¡Su futuro de cuento de hadas no incluía un marido! Maren Hargreave siempre había soñado con ser princesa, de modo que cuando ganó un palacio y una corona en una partida de póker, se convenció rápidamente de que había encontrado su merecido final feliz. Lo que no sabía era que, al recoger su premio, se llevaría de regalo ¡un millonario! Al hacer de Maren su esposa, Acastus Diakos consiguió compensar los agravios de su predecesor, pero la verdadera satisfacción la consiguió cuando consiguió que ella se doblegase a la embriagadora pasión que los asediaba. Asegurar su legado siempre había sido su objetivo, pero ¿estaba preparado para la confesión que Maren le haría en Navidad?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Millie Adams

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión por el griego, n.º 3071 - marzo 2024

Título original: The Christmas the Greek Claimed Her

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411805957

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Y ella vivió feliz para siempre».

Maren sonrió al subir las escaleras del maravilloso palacio que ahora era su hogar. La felicidad la embargaba.

Todas las habitaciones eran perfectas, y se fue asomando a cada una de ellas de camino a su dormitorio. Abrió entonces la puerta de su alcoba, y dos cosas llamaron inmediatamente su atención: la primera era la enorme cama color rosa, exactamente la que ella había pedido, que ya estaba allí. Era la cama con la que siempre había soñado. Una cama de princesa para un palacio de princesas. La segunda era que había un hombre recostado en ella. Un tío alto, muy alto, que llevaba un traje negro, que tenía el pelo también negro y unos ojos negrísimos de mirada inquietantemente penetrante. En aquel mismo instante supo, sin sombra alguna de duda, que recordaría aquel momento y aquella imagen con toda claridad para siempre.

Aquel hombre irradiaba algo intenso, algo que podía sentir ardiendo dentro de su propio pecho pero que no pudo identificar, hasta que una imagen se le formó en el pensamiento y la dejó paralizada: era como estar contemplando a un depredador.

Una vocecilla interior le aconsejó que huyera, pero otra igualmente persuasiva le pidió que se quedara, e hizo caso a esta última. Se quedó inmóvil. Aquello no tenía sentido.

Cuando se subió al helicóptero aquella mañana, no sabía qué debía esperar, pero desde luego, aquello, no. Nada le había preparado para algo así.

–Hola, princesa –la saludó con una voz que se le pegó al cuerpo como un hilo de seda.

–Eh… hola.

Qué aislada estaba. Ya antes se había sentido aislada emocionalmente, pero no incomunicada como en aquel momento. Había mucho personal en el palacio. Iliana, el ama de llaves, era encantadora y sabía que, si gritaba, alguien acudiría, pero aun así, en aquel momento, lo único que oía era el latido de su corazón.

Alrededor del palacio, con sus capiteles dorados brillando al sol y elevándose al cielo, no había tierra como tal, porque se encontraba ubicado en un acantilado rocoso al borde del Egeo. Era el palacio de sus sueños, parecido al que su madre le había legado, el lugar imaginario en el que guardaba todos sus recuerdos.

Su refugio.

Su hermana Jessie, que también poseía una memoria fotográfica como la suya, era de la opinión de que tener un lugar imaginario era demasiado fantasioso. Ella guardaba todos sus recuerdos en archivadores metidos en armarios, pero a Maren le parecía que eso era malgastar un maravilloso talento. Con todas las imágenes brillantes que habían guardado en su cabeza a lo largo de los años, con su carga portentosa de detalles, ¿qué sentido tenía almacenar todo aquello con lo que pudieras soñar –un establo lleno de unicornios, una casa encantada, una maleta mágica que al abrirse mostrara un mundo mágico– en un edificio de oficinas?

Maren siempre había soñado con palacios porque siempre había creído, esperado y soñado con que estaba destinada a algo más grande, mejor. Su madre solía sentarla ante su tocador iluminado y le dejaba maquillarse y peinarse. Ambas tenían la misma melena pelirroja. Y mientras, le cantaba, le decía que era una princesa, que era especial.

Cuando su madre falleció, todo eso desapareció. Aun así, tuvo una niñez privilegiada, más o menos, porque tenían dinero. Bueno, su padre lo tenía. Era un delincuente. Con él tenían una casa y comida, pero sin comodidades y sin cosas que les gustasen porque Marcus Hargreave era un monstruo que resultó muerto en un intercambio de disparos con la policía cuando intentaban detenerlo. Y era lo mejor. Su hermana Jessie se había casado y esperaban un niño. Bueno, una niña. Su sobrinita. Le encantaba la posibilidad de ese futuro, y la habría destrozado temer por el bebé. Menos mal que su padre estaba muerto y ya no podía hacer daño a nadie. Había sido un hombre horrible que había utilizado a sus hijas para hacer crecer su imperio criminal. Sus mentes habían sido una herramienta muy útil para sus fines. Ambas recordaban todo lo que veían. Absolutamente todo. Hasta el último detalle. Jessie era especialmente buena con los números y con los hechos, mientras que ella lo era con los sentimientos, con las expresiones de las personas, las deliberadas y las inconscientes. Diría que era un ser empático. Los sentimientos de los demás parecían irradiar siempre hacia ella.

En aquel instante, los de aquel hombre se movían en torno a ella como una ola de terciopelo. Oscura. Triunfal. Sensual. Resultaba enervante, aunque, bien, pensado, era imposible que fuera de otro modo.

No le inspiraba miedo, a pesar de que parecía un hombre peligroso, o que podía llegar a serlo. Había emociones rotas y complicadas en él. Las notaba tan ciertas como un sabor en la boca. Pero no era cruel. La crueldad la conocía bien. La sentía, la palpaba, la saboreaba cada día al lado de su padre y de los hombres que se relacionaban con él. Conocía hombres crueles, y aquel no era uno de ellos.

Tampoco era la fuerza, ni la ira, ni siquiera una vena oscura lo que hacía que un hombre fuera peligroso. Solo dependía de si disfrutaba del dolor ajeno, y supo instintivamente que no era el caso de aquel hombre. En su vida, la diferencia entre estar segura y correr peligro residía en su capacidad para leer a las personas y en confiar en sus lecturas.

Entonces se puso de pie. Efectivamente era alto, muy alto. Con los hombros anchos y musculosos. Sus movimientos eran fluidos como los de una pantera, lo cual acrecentó esa sensación entre la intranquilidad y la excitación que sentía palpitarle por dentro. El impulso de huir y el de quedarse al mismo tiempo.

–Confío en que todo el palacio sea de tu gusto.

–Pues… sí. Hasta ahora, sí, pero…

–Bien. ¿Ya has recorrido todas las habitaciones y los jardines?

–Yo…

Lo había hecho, y podía decir que era lo más hermoso que había visto en su vida. Las fotografías no le hacían justicia. Las paredes de cuarzo que brillaban a la luz del sol, las delicadas ventanas como de encaje, los tejados dorados…

Y, por encima de todo, la felicidad que había sentido de que Jessie y ella lo hubieran logrado al fin. Con aquella última partida de póker, con el último céntimo, habían escapado del legado de su padre, y habían conseguido algo para ellas. Y si su hermana había logrado además una familia propia, lo que a ella le hacía sentirse algo aislada, no iba a demostrarlo. A las dos les había afectado la muerte de su padre, por supuesto, pero su hermana y ella llevaban tanto tiempo peleando contra el mundo que… que ahora se sentía como un palacio en mitad del mar. Sola. Aislada. Pero resplandeciente también. Y una princesa también.

Había tenido que esperar meses para reclamar su premio, pero el momento no había podido ser más oportuno. Jessie y Ewan podrían disfrutar de un tiempo a solas, sin tener a una hermana solitaria deambulando a su alrededor.

En fin, que allí estaba. Dispuesta a hacerse con lo que era suyo.

Pero no solo había ganado un palacio, sino que ahora tenía un trono en aquel principado en mitad del agua. Ahora, era una princesa. La princesa Maren.

Siempre había sabido que estaba destinada a serlo.

«Por supuesto que eres una princesa, Maren». Era la voz de su madre la que decía aquellas palabras. «La más hermosa de entre todas las princesas y, como tal, tienes que tener joyas».

A su madre le encantaba ponerle sus joyas y sus vestidos. Era la mujer más guapa del mundo, pero se había casado con un auténtico ogro. Y por eso, había tenido que marcharse. Y ella lo entendía. Más o menos. Pero no por ello dejaba de echarla de menos. Terriblemente. Cada día. Era una bendición y una maldición también poder recordar esos momentos con una claridad absoluta. A veces, si estaba a solas en su habitación, y volvía a ese lugar en su mente, era como tener a su madre en carne y hueso. Nada nuevo podía ocurrir, por supuesto, pero era muy agradable poder recordarlo. Y aunque a ella no podría recuperarla, sabía que podría tener, en el futuro, su propia familia a la que dar todo el amor que tenía dentro. Podría ser la mejor madre.

Su hermana se había quedado embarazada y ni siquiera estaba segura de querer tener hijos, y eso la había hecho sentirse… le había dolido, sin más. Ella sí quería tener hijos. De hecho, llevaba mucho tiempo deseándolo. Su hermana se había quedado embarazada por accidente y había sido todo un drama para ella. Eran distintas, eso era cierto, pero aun sabiéndolo se había sentido un poco herida.

Pero ya estaba más cerca de la vida que deseaba, que necesitaba. Aunque la hubiera alcanzado mediante el juego. No es que le pareciera correcto como modo de vida, pero es que daba la casualidad de que se le daba de maravilla, y había tenido que lanzarse a ello para lograr un futuro para su hermana y ella. Así que un incauto y su dinero habían quedado separados el uno del otro. No era culpa suya que los hombres que se sentaban a la mesa de póker con ella fuesen unos incautos. Y el señor al que le había ganado el palacio era, directamente, tonto. No había dejado de decir que, si lo perdía –y parecía seguro de ello–, al menos se libraría del loco que…

Una extraña sensación le recorrió la espalda.

–¿Quién… quién eres?

La extraña sonrisa que le dedicó le hizo temerse lo peor.

–Me llamo Acastus Diakos. Y soy tu marido.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Aquella mujer era un regalo para la vista.

No podía creer la suerte que había tenido. No es que importase que la Princesa del Palacio de los Acantilados fuera hermosa. Aunque hubiera sido más fea que un pecado, habría tenido que engendrar un heredero con ella para cumplir con los términos del acuerdo sellado por su familia.

Se habían pasado toda su vida esperando a que la familia Argos les diera lo que les pertenecía para que, al final, Stavros Argos acabase entregando la propiedad del Palacio de los Acantilados a otra persona, a la que quedaba vinculado sin remedio por aquel acuerdo. Pero aquella joven era hermosa. Qué sorpresa tan agradable.

–Yo… –balbució ella, aturdida–. Esto… esto no tiene sentido.

–No me digas que no leíste la letra pequeña del acuerdo que firmaste.

–Pues no. En el acuerdo que firmé, no había letra pequeña.

–Ay, ay, princesa. Deberías haber recibido un adendum junto con el documento.

–¡Pues no recibí nada!

Eso ya lo sabía él. De hecho, él mismo había interceptado ese adendum. No podía permitir que se echara atrás, siendo de capital importancia que se satisficieran todos los puntos del acuerdo.

Stavros se había opuesto con tanta firmeza a que Acastus se casara con su hija que había preferido jugarse el palacio a las cartas que ver su promesa cumplida y que sus sangres se mezclaran. Pretendía romper la promesa hecha entre ambas familias y negarle a la suya el honor que le había sido prometido. El honor que se merecían.

De niño trabajaba en aquel palacio. Fregaba sus suelos mientras Stavros le ponía la bota en la espalda, y lo hacía porque su padre se lo ordenaba. Porque, según decía, así se estaban ganando el derecho a ser de la realeza. Stavros debía pensar que había ganado deshaciéndose del palacio, pero en realidad aquello suponía una victoria total para el clan Diakos. Argos quedaría borrado de la línea sucesoria y su linaje, el linaje de los Diakos, sería el que perduraría. El lugar del mito, de la leyenda, de las narraciones, pertenecería por fin a su familia. Sus hijos ostentarían el título que les habían prometido, y ya nunca más fregarían el suelo. No tendrían que humillarse por un hombre que era solo uno más de los que habían hecho promesas para después faltar a ellas.

Acastus se había jurado llegar hasta el final, y él sí cumplía sus promesas.

–Estamos casados –anunció–. Al aceptar el trono, aceptas esposo también.

–Yo no he aceptado nada de eso.

–Estaba escrito en el contrato.

–¡Eso no puede ser legal!

–Esta roca sobre la que estamos es una nación soberana, como ya sabes, de modo que no es solo legal, sino vinculante.

Ella parpadeó varias veces.

–¿Si pongo un pie fuera de esta roca, ya no estaremos casados?

–Exacto.

La vio mirar a su alrededor.

–¿Qué buscas?

–La cámara oculta.

–Me temo que no la vas a encontrar. Hace generaciones que a la familia Diakos se le prometió un lugar en la realeza. Llevamos quinientos años sirviendo en el Palacio de los Acantilados. En la batalla que tuvo lugar hace todos esos años, un Diakos salvó la vida a un Argos en el campo de batalla, y nos juramos fidelidad. A los Diakos se nos prometió un lugar en el linaje real entonces, y el momento ha llegado.

–Me parece un poco arbitrario.

–No lo es. Ni mucho menos. Es la ley. Tan vinculante como tu acuerdo. El mío fue sellado con la sangre de generaciones.

–¿Y no podían haber usado tinta? –sugirió, arrugando la nariz.

Así que no le tenía miedo. Eso era bueno. Si iban a tener un hijo, no podía temerle.

Él era un empresario implacable, brillante en todo, en posesión de una mente aguda y ni un ápice de modestia. Tenía influencia y poder, y no necesitaba ni modestia, ni una personalidad arrolladora. Las mujeres lo encontraban sexy precisamente por ser remoto, así que ¿quién era él para cuestionarlo?

Estudió la expresión de Maren. No parecía encontrarlo precisamente sexy en aquel momento.

–¿Qué significa todo esto? ¿Sabe Iliana que estás aquí?

–Por supuesto. Ella sabía bien lo del matrimonio.

–Pues yo, no.

–Una pena. Habría sido agradable que estuvieras preparada.

–No lo digas como si yo hubiera faltado a mis deberes porque nadie me dijo nada. No recibí el documento en el que, según tú, se detallaban las obligaciones que estaba adquiriendo.

–Firmaste los documentos.

–Nada de todo esto tiene sentido. Le gané este palacio a un hombre griego muy mayor…

–Sí. Sé a quién se lo ganaste. Stavros Argos. El que no quería que tocase a su hija, y para ello estaba dispuesto a perder este palacio, el legado de su familia. Quería cancelar la obligación que su familia tenía para con la mía, pero no contaba conmigo.

–¿Contigo? ¿Qué has hecho tú?

–Venir aquí y satisfacer los términos del acuerdo nupcial. Pensó que me importaría casarme con una Argos, pero se equivocaba. Lo que a mí me importa es mi legado. Me importa mi título. Lo que se me debe.

Maren frunció el ceño.

–¿Por qué… iba a hacer algo así? ¿Por qué firmar un acuerdo que no quería respetar?

–Porque ese acuerdo se firmó hace muchísimo tiempo, cuando no existíamos ni él ni yo.

–No entiendo… –carraspeó–. Pareces un hombre agradable –arrugó la nariz–. ¿Por qué se opone a que te cases con su hija? Supongo que no tiene nada que ver con los deseos de ella. No me pareció que fuese hombre que tomase en consideración la opinión de su hija.

–Y no lo hace. Me está haciendo pagar a mí. Eso es lo que quiere –sonrió–. Pensó que lo que yo quería era a su hija, pero se equivocaba.

–Así que la hija te dio la patada, ¿eh?

Acastus se rio, aunque rara vez encontraba algo divertido.

–Exacto –contestó.

–Ay de mí, entonces.

–Depende –replicó, mirándola atentamente.

Podría haber sentido lástima de ella si poseyera ese nivel de sensibilidad. Pero no. Él era un hombre frío. La vida lo había hecho así. Y si no reclamaba sus derechos en aquel momento, el sufrimiento de las generaciones pasadas de su familia no habría tenido sentido. El tormento de su madre y el suyo propio no habrían servido de nada.

–¿Quieres decir que me entregó el palacio a mí, una desconocida, por no dártelo a ti?

–Exacto. Es un demente. Lo ha perdido todo por intentar hacerme daño.

–Bueno, pues ha perdido. Puede que no lo tuviera planeado así. En mi experiencia, los hombres y, más en particular, los de cierta edad, piensan que no puedo derrotarlos, e invariablemente se equivocan.

Él se encogió de hombros.

–Perdió tanto si lo había planeado como si no. El legado que le correspondería a su hija ha quedado perdido por su mezquino rencor, aunque tengo que decirte que Elena Argos no siente ningún cariño por este lugar. No creo que le hiciera mucha gracia abandonar la glamurosa vida que lleva en París por venirse a vivir aquí, en mitad del mar.

–Si tengo que ser sincera te diría que, si yo también tuviera una glamurosa vida en París, creo que tampoco la dejaría.

–Qué tontería. Y ahora, el título me pertenece, a mí y a mis hijos, que tendrán acceso al título a través de nuestro matrimonio.

–Eso me parece bastante arcaico. No creo que mi título signifique gran cosa.

Arqueó las cejas.

–En ese caso, cédemelo.

–¡Por supuesto que no! Es mío.

Hizo un gesto como quien tiene en los brazos algo imaginario que se lleva al pecho. Era como él. Lo quería. Y eso era precisamente lo que él esperaba. Lo que necesitaba.

–Sí, pero no funciona como tú crees. Te has casado conmigo al firmar los documentos, y eso no tiene marcha atrás. Pero hemos de tener un hijo.

Enrojeció con candor, y él sintió que le reaccionaba el cuerpo.

–¡Pero si ni siquiera te conozco!

–Pronto me conocerás.

Entonces, Maren hizo algo que no se esperaba: levantó los brazos y gritó.

–¡Esto no puede ser! ¡Soy una princesa! –exclamó, yendo y viniendo–. ¿Cómo es que ahora tengo menos control que antes?

–Me temo que es un sello distintivo de la realeza –replicó manteniendo el tono aburrido para irritarla.

–¡Pues no me gusta! –respondió, dando una patada al suelo.

Aquella mujer era muy emocional. El mundo no iba a ser compasivo con ella, a menos que se quedara allí encerrada. Era una decisión que podía tomar si así lo quería. Él iba a requerir bastante poco de ella.

–Ha sido cosa tuya, ¿verdad? –dijo de pronto, mirándolo fijamente.

–¿El qué?

–Ocuparte de que el apéndice no me llegase para que firmara y viniera sin más.

–¿Tú crees?

–¡Vamos, Acastus! No pretendas engañar a una artista del engaño, que solo vas a conseguir quedar en evidencia. Soy una experta en manipulación, y tú me pareces un novato.

–Y, sin embargo, aquí estás, y te has casado conmigo.

–Ha sido un truco muy poco elegante.

–No me importa que me consideres tosco si gano.

–¡Puaj! –aulló–. ¡Eres insoportable!

–Pero sigues aquí.

–Es que este palacio es mío.

–Estupendo. Entonces, eres mi esposa.