Pastores del siglo XXI - José María Baena Acebal - E-Book

Pastores del siglo XXI E-Book

José María Baena Acebal

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Beschreibung

Este libro trata de responder a la pregunta de si están los pastores preparados y dispuestos para atender a las necesidades de la gente a quienes sirven y a las de aquellos a quienes potencialmente pudieran alcanzar con el evangelio. Los avances de las ciencias y de las tecnologías han multiplicado exponencialmente las formas en que pueden plantearse los problemas vitales de las personas, lo cual exige una respuesta que se corresponda con esos nuevos planteamientos y manifestaciones. El autor aborda estas cuestiones desde una larga experiencia en el ministerio pastoral y de la enseñanza bíblica y lo hace con claridad y honestidad; con rigor, sin eludir los temas complicados. José M. Baena, con un alto sentido de responsabilidad cristiana, propone un modelo pastoral de recuperación de los aspectos más puros y relevantes del evangelio, de modo que el pastor de hoy pueda alimentar a su rebaño con los buenos pastos que proceden de la Palabra de Dios. Sólo ellos pueden orientarnos en la cambiante sociedad moderna, responder a nuestras ansiedades, calmar nuestros miedos y llevarnos a una vivencia más profunda de lo que significa ser cristiano.

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Veröffentlichungsjahr: 2018

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PASTORES PARA EL SIGLO XXI

UN MODELO PASTORAL PARA LA IGLESIA ACTUAL

Pastor Jose Mª Baena Acebal

Editorial CLIE

C/ Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS

(Barcelona) ESPAÑA

E-mail: [email protected]

http://www.clie.es

© 2018 José Mª Baena Acebal

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra».

© 2018 Editorial CLIE

Pastores del siglo XXI

ISBN: 978-84-16845-83-5

eISBN: 978-84-16845-84-2

Ministerios cristianos

Recursos pastorales

CONTENIDO

Introducción

  1.El oficio y ministerio de pastor

  2.Necesidad del ministerio pastoral hoy

  3.El pastorado, una tarea vocacional

  4.Definiendo un perfil pastoral

  5.Nuestro modelo: Jesús, el Buen Pastor

  6.¿Pastores y pastoras?

  7.El desafío ético: la ética cristiana

  8.El desafío ético: los tiempos actuales

  9.Compromiso político y social. Ecología

10.Predicador de la Palabra (lee, estudia, profundiza y vive)

11.Visión, unción, promoción

12.Sabiduría y poder

13.El cuidado de uno mismo

14.Métodos y estrategias: misiones y misioneros. Relevancia social

15.Información y redes sociales

16.Empezar y terminar, tránsitos ministeriales

Epílogo

Bibliografía

Por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo.

1 Corintios 15:10

Deseo dedicar este libro a Pilar, mi esposa fiel y compañera en el ministerio, y a mis cinco hijos:Raquel, Marta, David, Susana y Silvia, por su paciencia como hijos de pastores. De una u otra forma, todos han colaborado en este ministerio.

También se lo dedico a mis compañeros de ministerio, imprescindibles y quizá no siempre valorados por aquellos a quienes sirven.

Jesús les preguntó:

—¿Habéis entendido todas estas cosas?

Ellos respondieron:

—Sí, Señor.

Él les dijo:

—Por eso todo escriba docto en el reino de los cielos es semejante a un padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas

Mateo 13:51-52

INTRODUCCIÓN

Jesús veía a las multitudes que le buscaban como “ovejas sin pastor”. Él era y es el buen pastor, el pastor por excelencia que cubre todas las expectativas expuestas por el autor del Salmo 23, quien declara abiertamente y con toda seguridad “Jehová es mi pastor, nada me falta —o me faltará”. Ninguno de los que ejercemos el pastorado podemos equipararnos a él, pero sí aprender teniéndolo como referencia y modelo, imitándolo en la medida de nuestras posibilidades y con la ayuda de Dios.

Hoy, gracias a Dios, hay iglesias y hay pastores; quizá no en número suficiente, pero cualquier persona en la mayoría de países tiene la posibilidad de encontrar una iglesia cristiana relativamente cerca donde ser atendido espiritualmente en alguna medida. La pregunta es: ¿estamos los pastores preparados y dispuestos para atender a las necesidades de la gente a quienes servimos y a las de aquellos a quienes potencialmente pudiéramos alcanzar con el evangelio? ¿Lo están nuestros colaboradores que nos ayudan en tan sublime tarea? ¿Son los retos que nos asaltan hoy, en pleno siglo XXI, los mismos a los que tuvieron que enfrentarse quienes nos precedieron hace cincuenta, cien, o dos mil años? Aunque básicamente los seres humanos sean los mismos, con los mismos problemas esenciales nacidos de su pecaminosidad intrínseca, es evidente que la forma que toman esos retos no es la misma, ni sus derivadas. Los avances de las ciencias y de las tecnologías siguiendo sucesivas olas y revoluciones han multiplicado exponencialmente las formas en que pueden plantearse los problemas vitales de las personas, lo cual exige una respuesta que se corresponda con esos nuevos planteamientos y manifestaciones.

La cosmovisión evangélica en torno al ministerio cristiano ha experimentado muchos vaivenes a lo largo de la historia del cristianismo. Partiendo de un modelo básico fundamentado en la estructura y organización de las sinagogas judías, enriquecido posteriormente con las aportaciones del Espíritu Santo por medio de los escritos neotestamentarios, abierto en principio a todos los creyentes —incluidas las mujeres— con el concepto del sacerdocio universal de todos los creyentes y de los dones espirituales repartidos entre todos sin distinción de clase alguna, fue poco a poco estructurándose restrictivamente hasta la constitución de un “clero” jerarquizado en tres niveles: obispos, presbíteros y diáconos (siglo II). Las mujeres fueron barridas del ministerio, que se consideró a partir de entonces cosa de hombres. Las desviaciones y deformaciones de la historia llevaron a que el obispo de Roma pretendiera elevarse entre sus demás iguales con ansias de dominio y poder. Lo consiguió sobre media cristiandad, la occidental, a costa de la ruptura con la otra mitad, la oriental; las iglesias latinas contra las griegas, y viceversa. Las primeras bajo su jefe, el papa, reclamaron la catolicidad, aunque esta acababa de fenecer; las otras se quedaron con la ortodoxia. Unos siglos más tarde la Reforma Protestante rompió el equilibrio de fuerzas y también los conceptos. Bajo diferentes formas de organización y gobierno, así como con matices teológicos y doctrinales diferentes, se rompe con la estructura jerárquica católica —la Reforma se produce en el seno de la autoproclamada iglesia católica, la de Roma— y recupera de las Escrituras entre otras cosas el sacerdocio universal de los creyentes. Las iglesias se organizan más libremente, sin un jefe universal absoluto como era el papa, causa principal de la ruptura con Oriente y también del movimiento reformista promovido por Lutero y otros. Cobra fuerza entonces el papel de los pastores y el de los “ancianos”, traducción de la palabra griega presbyteros. Desde entonces las iglesias evangélicas se han organizado en torno a tres modelos básicos de gobierno: el episcopal, el presbiteriano y el congregacional, según sean gobernadas por un pastor único u obispo, por un consistorio de ancianos (presbiterio) o por el conjunto de la congregación. La mayoría incluye no obstante formas democráticas para determinados asuntos y el reconocimiento de la llamada “soberanía de la iglesia local”, lo que excluye cualquier autoridad suprema más allá de la de Dios mismo, expresada en las Sagradas Escrituras iluminadas por el Espíritu Santo. Han hecho falta algunos siglos para que el ministerio de la mujer sea igualmente reconocido por las iglesias evangélicas, aunque algunas de estas aún se nieguen a hacerlo basándose en ciertos textos de Pablo que tienen perfecta explicación en su contexto histórico, cultural y religioso. Los impedimentos que en la Biblia puedan encontrarse en cuanto a que Dios pueda usar mujeres para sus propósitos son humanos, nunca divinos.

En tiempos más modernos, especialmente por influencia del movimiento pentecostal y carismático, además del sacerdocio universal de los creyentes y de un más amplio y bíblico concepto de lo que es el cuerpo de Cristo, con la recuperación de una teología de los dones espirituales repartidos por el Espíritu Santo entre todos los creyentes, se ha recuperado igualmente la vigencia de los cinco ministerios fundamentales enumerados por el apóstol Pablo en Efesios 4:11, como son los apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros. Este resurgir de los cinco ministerios ha llevado a la aparición de movimientos llamados “neoapostólicos” y “neoproféticos”, centrados los primeros en el papel y la autoridad de los “apóstoles” y en la de los “profetas” los segundos. ¿Dónde han quedado los pastores, sometidos ahora según estos movimientos novedosos (¿?) a la autoridad omnímoda de los nuevos apóstoles y la extravagancia de los nuevos profetas? ¿No estaremos más bien acudiendo al resurgir de un neocatolicismo, neovaticanismo o neopapismo, aunque en versión mini? Parece que el viejo y peligroso germen del papismo hubiera mutado reproduciéndose en forma viral multiplicando la aparición de esos nuevos apóstoles que reclaman autoridad total sobre la iglesia de Dios.

Personalmente creo en los ministerios de apóstol, profeta, evangelista, pastor y maestro. Cada uno de ellos tiene su lugar y su función en el establecimiento, desarrollo, crecimiento y multiplicación de las iglesias cristianas. Lo que falla es lo que estos oficios significan en la teología y en la praxis en la mente de cada cual, pues de ahí surgen los problemas y los conflictos. Si cada uno de ellos es diferente del otro, si cada cual tiene su función específica determinada por el Espíritu Santo, no podemos pretender que cada pastor sea un apóstol, un profeta o un evangelista. El pastor es pastor, y a lo sumo maestro, puesto que esta función parece estarle directamente ligada. Otra cosa es que algunos pastores, según el beneplácito divino, hayan desarrollado perfiles ampliados por alguno de los otros ministerios. Cualquier misionero actual enviado a un campo misionero, es decir a abrir nuevos campos y establecer nuevas iglesias, es según el criterio del Nuevo Testamento un apóstol, un enviado. No sé por qué hoy importa tanto el título, por el que tantos se afanan, y no tanto la función, que muchos rehúyen.

Los cinco ministerios son necesarios en el global de la obra de Dios, pero no olvidemos que esta se basa en la conversión de los pecadores, en su desarrollo como discípulos, en su capacitación y dedicación para el ministerio y en las propias iglesias locales. Si los apóstoles son fundamentales para la fundación de nuevas iglesias más allá de los límites locales, si los evangelistas son los encargados de alcanzar nuevas almas para que las iglesias crezcan, si los profetas han de mantener el corazón de los creyentes y las iglesias encendidos con la llama escatológica, los pastores son imprescindibles para conservar el rebaño, y para hacerlo crecer y madurar. Los cinco ministerios se complementan en el ámbito de la iglesia universal sin querer esto decir necesariamente que tengan que estar presentes en cada iglesia local, aunque todos ellos contribuyan a su formación, desarrollo y expansión.

He conocido pastores —así reconocidos porque parece ser la única fórmula posible en algunos movimientos— excelentes evangelistas, ganadores de almas, pero pésimos pastores y, por tanto, perdedores de esas mismas almas que habían ganado o de otros que ya estaban allí. En consecuencia, al cabo de tres o cuatro años, desilusionados, y para respiro de las congregaciones a quienes servían, cambiaban a otro lugar. Suelen decir: “mi tiempo aquí se ha acabado”. Afortunadamente, antes de que se acabara la iglesia. ¿Eran acaso malos siervos de Dios? En ninguna manera. Eran excelentes evangelistas, magníficos siervos, pero no eran pastores. Debido a las circunstancias, fueran estas cuales fueran, habían asumido un papel equivocado; quizá el único al que podían aspirar dada la estructura y el sistema que la tradición nos ha dejado.

La tradición, sí, la tradición. Nosotros también estamos presos de muchas tradiciones, aunque no siempre seamos conscientes de ello. O más que la tradición, el tradicionalismo. Me gusta cómo define a ambos Jaroslav Pelikan valiéndose de un expresivo quiasmo, cuando escribe que “la tradición es la fe viva de los muertos, el tradicionalismo es la fe muerta de los vivos”1.

Las iglesias de hoy, como las de siempre, no pueden conformarse con una visión de mero “mantenimiento de taller” de los cristianos, una especie de capellanía urbana, para atenderlos básicamente allá donde se encuentran, en medio de sus “destinos” ocasionales, con el fin de que no dejen de ser cristianos, “que no se vayan al mundo”, como tantas ocasiones he escuchado de parte de buenos siervos de Dios a los que aprecio y respeto. ¿Desde cuándo el objetivo de la iglesia de Jesucristo es que los creyentes no se vayan al mundo? Que yo sepa, el propósito de la iglesia, de sus ministros, de cada creyente, está enunciado en positivo y en forma de mandato: “¡Id... predicad... haced discípulos... enseñad!”, y según Pablo escribe a los efesios, “a fin de que seamos para alabanza de su gloria” (Ef 1.12). El evangelio no es solo preventivo, es dinamizador; proactivo, agresivo en el mejor sentido de la palabra, conquistador. Hay que asumir sin complejos ni reticencias la Gran Comisión, “porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía —o timidez— sino de fortaleza, de amor y de autocontrol —dominio propio, templanza” (2 Ti 1:7). Los cristianos no solo somos sal, que preserva, sino luz que invade las tinieblas y las desvanece.

Por eso mismo se hace necesaria aquí la implicación de los cinco ministerios, única manera posible de extender el reino de Dios más allá de los límites de la iglesia local; es decir, el nacimiento de nuevas congregaciones y ministerios, la evangelización de quienes aún no conocen a Dios en forma real y poderosa, la dimensión y relevancia profética de la iglesia y su salud espiritual basada en una alimentación espiritual sana, “la leche espiritual sin engaño, que es la palabra de Dios” (1 P 2:1), y el cuidado de las almas. Los pastores tenemos una responsabilidad contraída en este último aspecto, puesto que nuestro principal papel es “apacentar la grey de Dios... cuidando de ella” (1 P 5:2). Apacentar es llevar al rebaño a buenos pastos, a aguas saludables, para que las ovejas crezcan, maduren y se reproduzcan en paz, lejos de los peligros de las alimañas salvajes, devoradoras del rebaño.

La iglesia del primer siglo, clasificada por los historiadores como la “iglesia apostólica”, fue profunda e intensamente escatológica. Tanto los apóstoles como sus seguidores creían que el Señor cumpliría su promesa de volver en sus propios días. Esa convicción fue la que llevó a los creyentes de la iglesia de Jerusalén a vender sus propiedades y repartir lo obtenido entre los más necesitados sin preocuparse demasiado del futuro inmediato, que para ellos no era otro que el inminente regreso de su Señor. ¿Para qué les iban a servir si el Señor volvía ya y establecería su reino? Era mejor paliar las carencias inmediatas de sus hermanos desheredados que conservarlo todo para nada. Pero el paso del tiempo fue avanzando como una apisonadora sobre las expectativas escatológicas de los creyentes, que fueron sustituyendo su fe en la segunda venida por un asentamiento en la realidad cotidiana y una reinterpretación de las promesas hechas por el mismo Jesús. “Quizás quiso decir... no lo debimos de entender...” y poco a poco fue creciendo la idea de que correspondía a la iglesia la realización de tales promesas. La tentación secular: “si Dios no hace lo que promete en el tiempo que yo creo que debe hacerlo, ya me encargo yo de producirlo por mi intervención directa. Seguramente es lo que Dios espera de mí...” Y así vienen los errores históricos que dejan secuelas irreparables. La iglesia creyó entonces que era ella quien debía producir con sus propias fuerzas —incluso la fuerza de las armas y de la hoguera, de la excomunión, de la violencia física y moral— el advenimiento del reino de Dios, el sometimiento de los infieles, de los herejes, de las naciones. ¡Qué error y qué horror! Una vez superada la era de las persecuciones, la iglesia fue ganando influencia política, poder humano, y perdiendo la influencia del Espíritu, el poder de Dios. Las víctimas se convirtieron en verdugos, los perseguidos en perseguidores.

Multitud de movimientos intentaron con mayor o menor acierto y éxito promover una mayor espiritualidad y recuperar las esencias, una supuesta vuelta a los orígenes. Muchos, sencillamente erraron el tiro y se salieron de los límites, dando origen a herejías y cismas. Otros, fueron aplastados o asimilados. El movimiento montanista, una especie de proto-pentecostalismo, denunció la perdida de la espiritualidad y quiso recuperar el papel del Espíritu Santo en la iglesia, así como el ejercicio de los dones espirituales, pero superó los límites del “orden y la decencia” y acabó siendo derrotado por el llamado “cesacionismo”, que enseña que los dones espirituales y las manifestaciones sobrenaturales han caducado. Con la jerarquización del ministerio, la definición del credo y la fijación del canon, al parecer de los sabios de la iglesia, ya no eran necesarios. Los movimientos monásticos pensaron que recluyéndose lejos del mundo que les rodeaba lograrían atajar la naturaleza humana y el pecado que lo contamina todo, alejándose de la decadencia espiritual y la corrupción generalizada, pero no lo consiguieron, porque la maldad y el pecado forman parte inseparable de la misma naturaleza humana, y por mucho que uno se aparte al desierto o se recluya tras los muros de un monasterio, se manifestarán más temprano que tarde. No obstante, no es pequeña la deuda que la humanidad les debe en algunos aspectos. Algunos promotores de la vuelta a la pureza de las Escrituras fueron arrollados por la maquinaria inquisitorial de una iglesia que se había vaciado de Dios para llenarse de vicio y corrupción. La Reforma protestante, que cumple quinientos años, fue un hito, del que se beneficiaría la humanidad entera.

Pero la historia no se detiene: por un lado, hay retrocesos y por otro, avances y revoluciones. La Reforma Protestante con el tiempo necesitó, como ella misma definió, ser a su vez reformada. Surgieron movimientos críticos y renovadores, como el movimiento pietista, el metodismo, los grandes avivamientos del siglo XVIII, los movimientos restauracionistas del siglo XIX y, finalmente, el movimiento pentecostal en el mismo amanecer del siglo XX, posteriormente reforzado con el movimiento carismático iniciado en los años 60 de ese siglo. Con todo ello renace en estos tres últimos siglos el interés escatológico y profético. Los primeros pentecostales predicaban y creían intensamente en forma literal en la segunda venida de Cristo. Sus cuatro pilares teológicos eran: Cristo salva; Cristo sana; Cristo bautiza con Espíritu Santo y Cristo vuelve con poder y gloria. Del historicismo interpretativo se pasa al premileniarismo, en sus diversas formas, al dispensacionalismo, y a formas más actuales, pero todas profundamente escatológicas. Si en el pasado, a decir de Pelikan, “la iglesia, para validar su existencia, miró cada vez menos hacia el futuro, iluminado por el regreso del Señor, y al presente, iluminado por los dones extraordinarios del Espíritu, sino al pasado, iluminado por la composición del canon apostólico, la elaboración del credo apostólico y la institución del episcopado apostólico”2, ahora se vuelve a mirar al futuro, a la segunda venida de Cristo, a la luz de las Escrituras proféticas y de los dramáticos acontecimientos de la actualidad.

¿Cómo planteamos, pues, la vida cristiana frente al futuro inmediato, en medio de la realidad que nos rodea? ¿Tienen estos algún significado en el reloj de Dios? ¿Acaso estamos viviendo los últimos tiempos? ¿Está la segunda venida de Cristo a las puertas? ¿Veremos aparecer al anticristo? ¿Cómo nos situamos ante semejantes cuestiones que asaltan hoy la mente y la conciencia tanto de creyentes como de no creyentes? Porque estos últimos, aunque no crean lo que la Biblia dice acerca de los últimos tiempos y lo tengan por pura fantasía apocalíptica, no dejan de estar inquietos ante tanta inestabilidad universal. La globalización, el cambio climático, los interminables problemas centrados en Oriente Medio, la aparición del llamado estado islámico, la propagación del terrorismo yijadista que nos hace sentir inseguros en cualquier lugar donde nos encontremos, el ateísmo agresivo, la pérdida generalizada de principios y valores, la regresión moral de nuestras sociedades llamadas progresistas... La lista no tiene fin.

No se trata, pues, de establecer unilateralmente por mi parte un modelo pastoral, pues carezco de la autoridad para ello, ni creo que sea conveniente hacerlo, pues cada pastor llamado por Dios a tal ministerio y función es responsable de su propio llamamiento, así como de encontrar delante de Dios su propio modelo y de ser fiel a él. Dios es un Dios de infinita variedad, como refleja su propia creación, rica, variada, esplendorosa. Todos somos diferentes, cada cual es único en sí mismo, aunque existan afinidades y semejanzas entre unos y otros. Cada cual dará a Dios cuenta de sí mismo, lo que recalca esa unicidad y diferencia. Pero es evidente que tenemos muchas cosas en común para compartir. Cuando Pablo señala los requisitos de los pastores y de quienes sirven al Señor, hombres y mujeres3, todos ellos son comunes a quienes se sienten llamados al ministerio. Con todo, el llamamiento de Dios es individual y específico para cada persona, lo mismo que los dones del Espíritu Santo son repartidos a cada cual “como él quiere” (1 Co 12:4-11).

No tenemos que asumir un modelo ajeno impuesto de alguna forma, aunque esta sea sutil, sino de redefinir nuestro ministerio de acuerdo a nuestro propio llamamiento, a nuestros dones y a las demandas de nuestro mundo. Mucho han cambiado las cosas en muy pocos decenios, de modo que no nos lo podíamos imaginar. Cuando en los años 80 del siglo pasado vendía máquinas de escribir electrónicas estábamos sorprendidos y entusiasmados por los avances conseguidos: letra de imprenta de tipos intercambiables, acciones automáticas, plantillas y textos almacenables en memoria de 2K, 32K, o la enorme de 64K. Las compraban en las diferentes administraciones públicas, los notarios, etc. porque aceleraban en forma notable los trabajos repetitivos. Bastaba cambiar una serie de datos y en pocos minutos lo que antes necesitaba horas de tedioso trabajo. Con la ayuda de las copiadoras que barrieron de nuestras oficinas el papel carbón y las copias ilegibles, los administrativos respiraron algo más aligerados de trabajo, aunque fuera a costa de aburridos cursillos de adiestramiento para asimilar el uso de las nuevas máquinas. Pronto surgieron los famosos PC, siglas que quieren decir como todo el mundo sabe, “personal computer”, u ordenador —computadora, en otros países de habla hispana— personal. Ya no se trataba de una maquinaria inmensa que ocupaba una gran sala, manejada solo por especialistas conocedores como los alquimistas de un lenguaje críptico, sino de un ordenador manejable por una persona normal y corriente. Pronto los programas empezaron a simplificarse al punto de recibir el calificativo de fool proof o “a prueba de tontos”, es decir, para que el más torpe fuera capaz de usarlo sin necesidad de conocer códigos extraños, siguiendo la lógica más simple y directa. Aquellos primeros ordenadores de escasa memoria llegan hoy a capacidades y velocidades antes ni siquiera soñadas. Qué decir del mundo de Internet, de los teléfonos móviles o celulares y de la proliferación exponencial de “información” —y en no pocas ocasiones, deformación— del mundo abierto de las redes sociales, y no hablemos de los avances biogenéticos y los nuevos problemas éticos que estos plantean. Este es otro mundo. Del boca a boca se ha pasado a lo “viral”. Una verdad o una mentira se puede extender por el mundo entero en cuestión de segundos. La mentira parece extenderse con más facilidad, y desgraciadamente con más credibilidad, siguiendo el principio de que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.

Las dos guerras mundiales del siglo XX cambiaron radicalmente las percepciones morales de los habitantes del planeta, especialmente en el llamado Primer Mundo. Las subsiguientes revoluciones culturales han barrido muchos de los parámetros morales anteriormente vigentes. El actual terrorismo indiscriminado y salvaje al que ha recurrido como arma universal el fanatismo islámico, especialmente después del atentado de las Torres Gemelas de Nueva York del 11-S y los conflictos que se siguieron en Oriente Medio, han creado un extraordinario clima de miedo y de inseguridad en el mundo entero, incluidos los países islámicos, que tampoco están a salvo de sus zarpazos, como han mostrado las llamadas “primaveras árabes” que han sacudido todo el norte de África. La gente se pregunta: ¿qué está pasando? ¿Cómo se ataja esto? ¿En qué va a terminar? ¿A qué está abocado este mundo convulso? Surgen llamadas a una autoridad mundial que concluya con todo esto, aun perdiendo parte de la libertad a la que estábamos acostumbrados. El debate es seguridad o libertad; y mucha gente está dispuesta a ceder cotas elevadas de libertad a cambio de seguridad. La tecnología moderna asegura ya las posibilidades de control absoluto de la población por parte de dirigentes autoritarios faltos de moral. Muchas noticias lo ponen de manifiesto; lo predicho por el libro de Apocalipsis, el gobierno del anticristo, y todo lo demás es ya posible. Pronto, el comercio y la actividad financiera estarán plenamente informatizados, lo que supondrá la desaparición de los modelos y métodos tradicionales de intercambio de bienes, y no habrá ya forma de comprar o vender, de abastecerse, si no es bajo el control de alguien ajeno a nosotros que, ciertamente, no velará por nuestros intereses. Amazon, por ejemplo, la súper empresa mundial de venta on line, acapara y monopoliza ya gran parte del comercio minoritario de todo el planeta.

Cuando alguien viene hoy a la iglesia por primera vez, su estado emocional y espiritual no se parece en nada al de quienes lo hacían hace tan solo unos años atrás. Tampoco su situación personal, relacional o familiar. Cuántos han pasado ya por una o más rupturas familiares y viven hoy sus consecuencias. Cuántos han seguido la senda que les han marcado los nuevos modelos familiares, sufriendo o no sus efectos más directos. ¿Seguiremos enfrentándonos a esas situaciones con las mismas recetas de hace cincuenta, cien o quinientos años?

Alguno dirá que la palabra de Dios no cambia y que da respuesta a todos los problemas humanos. Suscribo tal punto de vista, pero nótese que he hablado de recetas. Cuando hablamos de Biblia, muchas veces si no la mayoría, nos referimos a recetas o fórmulas que hemos elaborado a partir de ella. La reducimos a un mero texto normativo: obligatorio - prohibido. Los ingredientes son bíblicos, pero la receta es nuestra, que somos quienes la cocinamos. La palabra de Dios es alimento y es medicina cuando se emplean sus “principios activos” nacidos del corazón de Dios. Para ello hay que ser capaces de descubrirlos y aislarlos de todo lo demás. Esa es la función de la exégesis y la hermenéutica, necesarias para una correcta aplicación de la palabra de Dios, que es “viva y eficaz... distingue entre el alma y el espíritu... y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón...” (He 4:12). No sé si llegamos a captar la profundidad de lo que dice el texto de Hebreos. Demasiadas veces sustituimos esos principios por fórmulas elaboradas, como si fueran la “receta de la abuela” que la tradición nos ha legado, que funcionaron muchas veces en otros tiempos, pero que ahora son absolutamente ineficaces porque las capacidades asimilativas de nuestros oyentes de hoy han cambiado, a veces por atrofia, otras veces por mutación, y otras, por qué no decirlo, porque su desarrollo intelectual y empírico ya no les permite tragarse cualquier trola o creencia popular que consideremos correcta. Cuando Pedro nos pide que deseemos “la leche espiritual sin engaño”, o “no adulterada” que traducen otras versiones, usa la palabra griega adolon, es decir, sin dolo, sin falsedad ni artificio. Esa palabra sin engaño ni artificio es la constituida por los principios divinos, no por nuestras fórmulas o recetas tradicionales, muy interesantes y respetables, pero desprovistas de sus capacidades energéticas, de su eficacia, es decir, de su poder. Las vidas cambian por el poder de Dios, no por nuestras aportaciones sofisticadas. La palabra de Dios sin la iluminación del Espíritu solo condena. Con la ayuda del Espíritu, sana, salva, regenera, fortalece y mucho más. Por eso hemos de ser exigentes en nuestra ministración de la palabra: exigentes con nosotros mismos que somos quienes la utilizamos y la administramos a las almas que nos han sido encargadas. Por eso Pablo le exige a Timoteo que se esfuerce para ser un colaborador “que usa bien la palabra de Dios”, aprobado por Dios (2 Ti 2:15). No podemos usar la palabra de Dios como quien usa un arma que dispara a diestra y siniestra indiscriminadamente, todo vale para todo. La semejanza de Hebreos, “una espada de dos filos”, se asemeja más al uso diestro de un bisturí con el que el cirujano puede diseccionar con precisión el cuerpo humano, aislando el órgano afectado sin dañar lo que lo rodea. A ningún cirujano se le ocurriría operar a un paciente con un cuchillo de carnicero, pero parece que nuestra falta de destreza ministerial queremos suplirla con un hacha o un machete, lo que nos transforma de hecho en “carniceros espirituales”, y no en diestros “cirujanos espirituales”, necesitados de buen pulso, de buena vista, de tacto, de conocimientos profundos sobre el alma humana y sus recovecos, es decir, de destreza y sabiduría en el ejercicio de nuestro ministerio. No basta con saber la verdad que nos transmite el texto de Jeremías: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso” (Jer 17:9). Somos claramente conscientes de esa verdad, pero ¿cómo penetrar en él? ¿cómo ayudarle? ¿lo extirpamos, sin más? ¿no somos llamados a aportarle sanidad? El texto, a continuación, pregunta: “¿quién lo conocerá?” Lo que pone de manifiesto que tal cosa no está al alcance de ningún ser humano. Por eso la respuesta a tal pregunta retórica es: “Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón”. Solo Dios puede penetrar en el corazón humano y dar respuesta a sus necesidades más íntimas y vitales. Su palabra es “viva y eficaz... distingue entre el alma y el espíritu... y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”. Un pastor tiene por fuerza que ser un buen conocedor y un buen usuario de la palabra de Dios.

Hablar de un modelo pastoral para los tiempos que corren no significa una mera modernización del estilo pastoral, tal como algunos pueden interpretar. No se trata ni de una mera operación de maquillaje, ni tampoco de una innovación en el terreno ministerial. No es una adaptación del evangelio a lo social y lúdico para hacerlo atractivo y menos aburrido. Si el evangelio es aburrido es que ha perdido su esencia, que es llevar un mensaje bueno y positivo a quien está sediento de él. Hay un dicho popular: “A nadie le amarga un dulce”, así que si ofrecemos algo atractivo y deseable como es un encuentro con Dios, no puede ser aburrido. No es una medicina amarga que hay que endulzar artificialmente. Es dulce de por sí, porque trae bendición. Por supuesto que se pueden hacer muchas cosas para acercarnos a la gente, pero siempre que no sustituyan lo verdaderamente esencial del evangelio. No debemos olvidar nunca que “el evangelio es poder de Dios para salvación” (Ro 1:16). Lo que transforma las vidas, lo que responde a las necesidades del ser humano en cualquier tiempo de su historia, es el poder de Dios. No son los métodos, no son las formas; son sus principios inalterables; es su esencia. Un evangelio sin un Cristo vivo y poderoso no es evangelio. Pero el evangelio es comunicación, porque el mismo Cristo lo es: Emmanuel, Dios con nosotros, el Verbo eterno hecho carne, como uno de nosotros para que pudiéramos entenderlo. El modelo es Cristo, no puede ser otro.

Mi propuesta no es, pues, una “nueva cocina” espiritual, sino la recuperación de los ingredientes más puros del evangelio, entremezclado a lo largo de la historia con tantos conceptos ajenos, propios del transcurrir del tiempo en medio de tantas culturas diferentes que han ido añadiéndole “la experiencia” de tantos cocineros, y descubrir cuál es el paladar de los nuevos comensales, no para adaptarnos a sus gustos particulares, sino para descubrir sus capacidades apreciativas de modo que puedan valorar adecuadamente lo que se les ofrece y satisfacer así sus necesidades reales. El pastor se distingue porque alimenta a su rebaño, porque los conduce a buenos pastos y a aguas tranquilas, de modo que las ovejas puedan pacer seguras, sin temor a los depredadores, aguas transparentes y claras, no enmohecidas por el estancamiento ni enturbiadas por el fango.

1 PELIKAN, Jaroslav, The Christian Tradition. A History of the Development of Doctrine, 5 Tomos. Vol. 1, The Emergence of the Catholic Tradition, p. 9, University of Chicago Press, 1971.

2 Pelikan, Tomo 1, p.107.

3 En 1 Timoteo 3:1-13 Pablo señala los requisitos tanto de obispos, como de los diáconos y también alguno específico de las mujeres. Cuando Pablo escribe, los términos de obispo y diácono no expresaban una jerarquización del orden ministerial. El obispo era un supervisor de la obra de Dios, un pastor, llamado presbítero en otras ocasiones, con lo que se resalta más bien la función que desempeña y no tanto una posición de preeminencia frente a otros. La palabra diácono, que significa ministro, siervo o servidor, designaba un ministerio genérico, y no uno subalterno, como hoy día. En el N.T. el término se le aplica a Cristo, a Pablo, y a cualquiera, hombre o mujer, que sirviera en el ministerio. Sería el equivalente al genérico “ministro” que hoy utilizamos para designar a cualquier persona que sirve al Señor en su iglesia. Esta última palabra, de origen latino, designaba un tipo de esclavo encargado de servir las mesas, que ministraba a los comensales, es decir, les proveía de alimento.

CAPÍTULO 1

El oficio y ministerio de pastor

La primera referencia bíblica al oficio de pastor se encuentra en el libro de Génesis: “Fue Abel pastor de ovejas y Caín, labrador de la tierra” (Gé 4:2). Este texto muestra la ancestral división social entre labradores y ganaderos, actividades que Biblia e historiadores concuerdan en situar inicialmente en tierras mesopotámicas, en la región que ha venido a denominarse como “el creciente fértil”, una especie de media luna entre los ríos Éufrates y Tigris y, por tanto, llena de vegetación y de vida, lindando al sur con una inmensa extensión inhóspita como es el desierto arábigo. Según la Biblia, allí empezó todo.

Siendo el pueblo de Israel un pueblo rural, agrícola y ganadero, no nos ha de extrañar que en su literatura, de la que forma parte la Biblia, abunden las metáforas, alegorías, símiles, parábolas, símbolos y demás recursos literarios relacionados con lo que era su medio de vida habitual. La figura del pastor encarna una de las metáforas más bellas y expresivas de las Escrituras.

En los relatos del Génesis vemos numerosas escenas pastoriles, muchas de ellas no exentas de tensiones, intrigas y conflictos, como es propio de la vida real. La familia de Jacob era una de esas familias ganaderas, y justo ejemplo de esas tensiones y conflictos de intenso dramatismo. Sus descendientes en Egipto desarrollaron una sociedad pastoril de criadores de ovejas, por cuya causa fueron despreciados por los egipcios que se dedicaban a la cría de ganado mayor. Moisés, criado y educado inicialmente por intervención divina en la corte faraónica, toda una promesa política y pública, acaba pasando cuarenta años cuidando las ovejas de su suegro. Ambas etapas de su vida estaban en el plan de formación del carácter de Moisés que Dios había previsto, a fin de preparar al que habría de ser el gran líder de Israel, quien sacaría a los israelitas de Egipto y lo dirigiría por cuarenta años a través de un desierto que le era, sin duda, familiar, dándole leyes sublimes dictadas por Dios y llevándolo hasta las puertas de la Tierra Prometida. Cuánto debió de aprender Moisés de aquellos animalitos tan torpes y desvalidos, tan desamparados, tan gregarios y tan obstinados y caprichosos... Y su arma más eficaz fue un cayado de pastor, que descubrió como tal el día que Dios le dijo: “¿Qué es eso que tienes en tu mano?” (Ex 4:2). Dios no le dio una espada, ni un cetro, ni una varita mágica... fue un simple palo, la sola herramienta del pastor de ovejas, que no solo le sirve de apoyo, sino que es el instrumento que usa para guiar a su ganado, para corregir sus desvíos, ayudándose seguramente también de sus fieles perros pastores, animalitos leales que conocen bien su oficio y cuidan del ganado y lo reagrupan para que no se disperse.

El Salmo 23 es una oda —así la define Spurgeon en su Tesoro de David‒, una obra extraordinaria de carácter bucólico que nos muestra una imagen idílica de esa relación única entre Dios y sus hijos, que tanto ha consolado y aun consuela hoy a los creyentes verdaderos. El primer verso es toda una declaración de fe: “Jehová es mi pastor”, y nos sitúa en buena posición para comprender detalles importantísimos sobre el ministerio pastoral.

Más tarde, el profeta Ezequiel profetizará en nombre de Dios: “Yo salvaré a mis ovejas y nunca más serán objeto de rapiña; y juzgaré entre oveja y oveja. Yo levantaré sobre ellas a un pastor que las apaciente: mi siervo David. Él las apacentará, pues será su pastor. Yo, Jehová, seré el Dios de ellos, y mi siervo David, en medio de ellos, será su gobernante” (Ez 34:22-34). Aquí, claramente, se identifica la labor del pastor con la dirección y el liderazgo. La profecía es mesiánica, pues se refiere a Cristo mismo. Y llegados a este punto, cómo no mencionar aquí el sublime pasaje de Juan referido al “Buen Pastor” (cp. 10). Jesús dice: “Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas, y las mías me conocen” (Jn 10:14). Más adelante nos ocuparemos de este hermosísimo pasaje, en el que la metáfora, como en el Salmo 23, alcanza su máxima expresión y profundidad.

La familia de Jacob se dedicó al pastoreo, como antes lo había hecho Abraham. Moisés tuvo que aprender el oficio, al que se dedicó durante cuarenta años. David fue pastor. Todos ellos aprendieron un oficio del que sacaron lecciones de valor inestimable que después hubieron de aplicar a sus respectivos ministerios o servicios a los que Dios los llamaba en tanto que líderes de su pueblo.